EL
PROBLEMA INSOLUBLE
G. K. Chesterton
ESTE extraordinario incidente, en
algún sentido quizás el más extraño de todos, le ocurrió al Padre Brown en la
época en que su amigo el francés Flambeau se había retirado de la profesión del
crimen para entrar, con gran energía y éxito, en la profesión de investigador
del crimen. Coincidían ambos, ladrón y atrapador de ladrones, en la persona de
Flambeau, que se había especializado en materia de robos de joyas, y en la cual
se consideraba un experto, no sólo identificando joyas, sino también
identificando ladrones de joyas. Y en relación con este especial conocimiento
del asunto y con una comisión especial que se le había encargado, cierta mañana
llamó al sacerdote, y entonces empezó esta historia.
El Padre Brown se mostró muy
complacido de oír la voz de su viejo amigo, aunque fuera por teléfono; a pesar
de que, ya de siempre, y en especial en aquellos momentos, el Padre Brown no
estaba muy satisfecho del teléfono. Era una de estas personas que prefieren
observar la cara de las gentes y percatarse de la atmósfera social en que se
mueven, y sabía que sin estos datos los mensajes verbales pueden fácilmente
desorientar, en especial cuando proceden de desconocidos. Y parecía como si en
aquella precisa mañana un enjambre de completos desconocidos hubiesen estado
zumbando en sus oídos mensajes verbales más o menos confusos; el teléfono
parecía estar poseído por el demonio de la trivialidad. Tal vez la voz más
clara fue una que preguntó si había o no extendido unos permisos para asesinar
y robar mediante el pago de una determinada tarifa de precios colgada en las
paredes de su iglesia; y cuando el desconocido fue informado de que no había
tal cosa, cortó el coloquio; su risa hueca hacía presumir que no quedaba
convencido. Después, una inquieta e inconsecuente voz de mujer lo llamó
requiriéndolo para que fuera en seguida a cierto hotel que se encontraba, según
él había oído decir, a unas cuarenta y cinco millas, en la carretera de la
vecina ciudad, donde estaba la catedral más próxima; el ruego fue seguido
inmediatamente por la contradicción de la misma voz, más inquieta e inconsecuente
todavía, diciendo que no fuese, porque ya no era necesario. Después vino el
intermedio de una agencia periodística preguntándole si tenía algo que decir a
propósito de lo que una actriz de cine había dicho sobre los bigotes de los
hombres, y, finalmente, una tercera llamada de la inquieta e inconsecuente dama
del hotel insistiendo en que se le necesitaba, a pesar de todo. Supuso
vagamente que todo aquello se debía a las confusiones frecuentes que sufren los
que, precipitadamente, buscan direcciones en la guía. Pero confesaba que le
alivió considerablemente oír la voz de Flambeau, después de toda esta serie de
llamadas, con el cordial aviso de que iba inmediatamente a tomar el almuerzo
con él.
El Padre Brown prefería charlar
con un amigo, sentado cómodamente y fumando una pipa, pero se dio cuenta pronto
de que su visitante venía en plan de guerra, lleno de energía y con la sana
intención de llevarse cautivo al pequeño sacerdote a alguna importante
expedición de las suyas. Es verdad que en aquel asunto concurrían especiales
circunstancias, que se suponía habían de llamar la atención del sacerdote.
Últimamente, Flambeau había intervenido con éxito evitando el robo de célebres
piedras preciosas. Había devuelto la corona de la duquesa de Dulwich arrebatándola
de las mismas manos del bandido en el momento en que éste cruzaba el jardín
como una flecha. Preparó una tan ingeniosa trampa para el ladrón que pensaba
llevarse el célebre zafiro Necklace, que el artista en cuestión se llevó la
imitación que él mismo tenía preparada para dejar en el lugar de la joya
auténtica.
Éstas eran las razones por las
cuales había sido elegido para custodiar un tesoro excepcional, tal vez
valiosísimo ya materialmente, pero que poseía también otro valor. Un relicario
famoso en el mundo entero, en el que había una reliquia de Santa Dorotea,
mártir, que iba a ser entregada a un monasterio católico de la ciudad
episcopal; y se suponía que un ladrón internacional tenía puestos los ojos en
aquél. Más probable por el oro y los rubíes de su orfebrería que por su pura
importancia hagiográfica. Algo en su subconsciente hacía creer a Flambeau que
el sacerdote era un compañero particularmente indicado para esta aventura. Y se
presentó a él transpirando fuego y ambición y muy voluble en cuanto a sus panes
para prevenir el robo.
Flambeau habló retorciéndose sus
grandes bigotes, en su característica actitud de mosquetero fanfarrón.
—No puede ser —decía,
refiriéndose a las sesenta millas que había hasta Canterbury—, no puede
permitir un robo sacrílego como éste, así, ante sus propias narices.
La reliquia no llegaría al
monasterio hasta el atardecer, y los que la custodiaban no tenían necesidad de
llegar antes. En realidad, con el viaje en automóvil harían tiempo. Además, el
Padre Brown recordó que, casualmente, había una posada en la carretera en la
cual le gustaría almorzar, ya que le habían rogado que fuese allí lo más pronto
posible; esto era lo más conveniente. Mientras cruzaban el paisaje de espesos
bosques y de población tan dispersa que las ventas y los caseríos se hacían
cada vez más raros, la luz del día empezó a ceder a la oscuridad de un
crepúsculo tormentoso, y nubes de oscura púrpura se amontonaban sobre las
sombrías y grises arboledas. Con esta rara luz, el color que tenía el paisaje parecía
ponerlo en incandescencia, como no sucede nunca bajo la plena luz del sol, y
hojas doradas, rojas y anaranjadas parecían arder en una especie de fuego
oscuro. A esa media luz atravesaron la gran barrera gris de los bosques, como
si la cortaran, y más allá de su límite vieron la posada alta y de aspecto algo
exótico que llevaba el nombre de «El dragón verde».
Los dos antiguos compañeros
habían llegado muchas veces juntos a posadas y otras clases de viviendas
habitadas, encontrando singulares estados de cosas; pero las señales de
singularidad raramente se habían manifestado tan pronto. Porque mientras su
coche estaba aún a algunos cientos de yardas de la posada, la puerta verde
oscuro que hacía juego con los postigos del mismo color del alto y estrecho edificio
se abrió de par en par con violencia y una mujer de rojo cabello desordenado se
lanzó a su encuentro como si fuera a acometer al automóvil en plena carrera.
Flambeau frenó para detenerse, pero antes de que lo hiciera por completo, ella
ya había metido su pálido y trágico rostro por la ventanilla, diciendo:
—¿Es usted el Padre Brown? —Y
después, casi con el mismo tono de voz—: ¿Quién es este hombre?
—Este caballero se llama Flambeau
—repuso el Padre Brown tranquilamente—. ¿Qué desea de mí?
—Entre en la posada —contestó con
extraordinaria brusquedad la mujer, posiblemente más de la que requerían las
circunstancias—. Ha habido un asesinato.
Bajaron del coche en silencio y
la siguieron hacia la puerta de la cerca, que se abría hacia dentro y daba a
una especie de pasadizo formado con estacas de madera, y con parras y ramas
entrelazadas, en las que estaban prendidas hojas en negro, rojo y otros colores
sombríos. Luego penetraron por otra puerta interior que daba a un amplio
recibidor adornado con rústicos trofeos de caza. El mobiliario era antiguo y en
la estancia reinaba un gran desorden, como si en realidad se tratase de un
trastero. Se asustaron porque pareció como si uno de los trastos se levantara
para ir hacia ellos; tal era de polvoriento, raído y torpe el hombre que así
abandonaba lo que parecía un estado permanente de inmovilidad.
Y, cosa extraña, el hombre mostró
cierta vivacidad y cortesía una vez que se hubo puesto en movimiento,
surgiendo, como lo hizo, de entre los barrotes de madera de una vieja escalera
de mano y la gualdrapa de un caballo. Ambos, Flambeau y el Padre Brown,
tuvieron la impresión de que nunca habían puesto los ojos en un hombre tan
difícil de clasificar. No era lo que se llama un caballero, pero tenía algo del
envarado refinamiento propio de persona que ha estudiado. Había algo de declassé en él; pero tenía un ligero
aspecto de libresco y de bohemio. Era delgado y pálido, con una puntiaguda
nariz y una negra barba en punta; la cabeza era calva, salvo por detrás, en
donde tenía una cabellera larga y como fibrosa. La expresión de sus ojos
quedaba casi enteramente disimulada por un par de gafas azules. El Padre Brown
tuvo la sensación de que había visto algo así en alguna parte, hacía mucho
tiempo, pero no pudo localizar de quién se trataba. El trasto estaba sentado en
otro trasto muy literario; concretamente, un montón de folletos y libelos del
siglo XVII.
—¿Entendimos bien a la señora
—preguntó Flambeau con gravedad— cuando dijo que ha habido un asesinato aquí?
La señora afirmó con su roja y
alborotada cabeza. Excepto en sus desordenados y flamígeros cabellos, en lo
demás había perdido aquel aire brusco; su vestido negro era de una cierta
distinción y elegancia. Sus facciones eran firmes y hermosas y algo había en
ella que sugería la doble fortaleza, de cuerpo y alma, que hace a las mujeres
poderosas, particularmente en contraste con hombres como aquél de las gafas
azules. No obstante, fue él quien dio la única respuesta articulada,
interviniendo con cierta añeja galantería.
—Es verdad que mi desgraciada cuñada —explicó— ha sufrido un terrible
golpe, que todos hubiéramos deseado evitarle. Hubiera preferido ser yo mismo
quien hiciese el descubrimiento, y sufrir solo la aflicción de tener que dar la
terrible noticia. Desgraciadamente, fue la propia señora Flood quien encontró a
su anciano abuelo, que ya desde hacía tiempo estaba enfermo y postrado en cama,
muerto en el jardín de este hotel, en circunstancias tales que hacen suponer
que ha habido violencia y agresión. Curiosas circunstancias, puede decirse; muy
curiosas circunstancias en verdad.
Y tosió ligeramente, como si se
excusara por ellas.
Flambeau se inclinó hacia la
señora y le expresó su pesar; después dijo al hombre.
—Me pareció, señor, que usted era
el cuñado de la señora Flood.
—Soy el doctor Oscar Flood
—replicó otro—. Mi hermano, el esposo de esta señora, está en la actualidad de
viaje por el continente, obligado por sus negocios, y ella dirige el hotel. Su
abuelo estaba parcialmente paralítico y tenía mucha edad. No se sabía que nunca
hubiera salido de su dormitorio; así es que las extraordinarias circunstancias…
—¿Ha llamado al médico y a la
policía? —preguntó Flambeau.
—Sí —replicó el doctor Flood—,
llamamos después del horrible descubrimiento, pero no podrán llegar antes de
algunas horas. Esta posada está tan apartada… Sólo acuden a ella gentes que van
a Canterbury o más allá. Por eso solicitamos su valiosa asistencia hasta…
—Si podemos prestar alguna —dijo
el Padre Brown, abstraído hasta el punto de parecer incorrecto—; sería mejor
que fuéramos a ver las circunstancias en seguida.
Se dirigió hacia la puerta y casi
tropezó con un hombre que estaba de espaldas. Un alto y fornido joven con el
cabello negro revuelto, que hubiera resultado bien parecido de no ser por la
ligera desfiguración de uno de sus ojos, que le daba apariencia siniestra.
—¿Qué demonios está usted
haciendo —chilló—, llamando a Tom, Dick o Harry, si, al fin y al cabo, han de
esperar a la policía?
—Me haré responsable ante la
policía —repuso Flambeau con cierta magnificencia y el aire decidido de quien
ha tomado el mando de todo.
Avanzó hacia la entrada y, como
era mucho más corpulento que el fornido joven, y sus bigotes tan formidables
como los cuernos de un toro español, el joven se colocó detrás, inconscientemente,
como quien ha sido adelantado. El grupo salió al jardín y subieron por un
sendero hacia la plantación de moreras. Flambeau oyó que el sacerdote decía al
doctor:
—No parece querernos mucho,
¿verdad? A propósito, ¿quién es?
—Su nombre es Dunn —dijo el
doctor con cierta reserva—. Mi cuñada le dio el empleo de jardinero porque
perdió un ojo en la guerra.
A través de las filas de moreras
se veía el paisaje del jardín, que presentaba ese bello y siniestro efecto
propio de los momentos en que la tierra es más brillante que el cielo. Más
allá, donde la luz del sol se quebraba, las copas de los árboles parecían
pálidas llamas verdes contra un cielo oscurecido por la tempestad y cruzado por
franjas púrpuras y violeta. Los parajes del jardín, a pesar de su luminosidad,
resultaban más sombríos y misteriosos bajo aquella luz. Los parterres estaban
adornados con gran profusión de tulipanes, que parecían gotas de sangre oscura.
Algunos de ellos hubiera podido afirmarse que eran verdaderamente negros. La
hilera terminaba en un gran árbol el cual fue asociado confusamente por el
Padre Brown con el llamado árbol de Judas. Motivó esta asociación de ideas el
hecho de que colgara de una de sus ramas, como un fruto maduro, el seco y flaco
cuerpo de un anciano, con una larga barba que el viento agitaba grotescamente.
Se encontraban ante algo peor que
el horror de la oscuridad: ante el horror de la luz del crepúsculo. Porque
aquella fantástica y caprichosa luz pintaba al árbol y al hombre con alegres
colores de decoración de teatro. El árbol estaba con todas sus hojas y el
cuerpo colgaba envuelto en una bata verde y con un casquete escarlata en su
oscilante cabeza. Calzaba babuchas rojas, una de las cuales había caído sobre
la hierba, semejando una mancha de sangre.
Pero ni Flambeau ni el Padre
Brown se fijaban en esto. Estaban ambos con los ojos fijos en un extraño objeto
que parecía salir del centro de la contraída figura del muerto, y que
gradualmente identificaron como el oxidado y oscuro puño de una espada del
siglo XVII, la cual había traspasado completamente al cadáver. Ambos quedaron
contemplándolo inmóviles, hasta que el inquieto doctor Flood, cuya impaciencia
parecía aumentar ante la perplejidad de los otros, dijo, haciendo crujir
impaciente sus dedos:
—Lo que más me intriga es el
estado actual del cadáver. Y eso que ya tengo una idea…
Flambeau avanzó hacia el árbol e
inspeccionó con una lente el puño de la espada. Por alguna extraña razón, en
aquel mismo instante el sacerdote, con inocente malicia, giró sobre sus pies como
una peonza, dio la espalda al cadáver y miró a hurtadillas en dirección
opuesta. Tuvo tiempo de ver la cabellera roja de la señora Flood en el otro
extremo del jardín, vuelta hacía un joven moreno, demasiado impreciso por la
distancia para ser identificado, que en aquel momento montaba en una
motocicleta, y desaparecía seguidamente, dejando tras de sí sólo el ruido
amortiguado del vehículo. La mujer se volvió y empezó a andar hacia ellos,
atravesando el jardín, justamente cuando el Padre Brown se volvía también y
comenzaba una minuciosa inspección del puño de la espada y del cuerpo colgante.
—Entendí que lo habían encontrado
hace sólo media hora —dijo Flambeau—. ¿Estuvo alguien aquí anteriormente…
quiero decir alguien en su casa, o junto a ella o en esta parte del jardín…
algo así como una hora antes?
—No —repuso el doctor con
precisión—. Esto es lo trágico del caso. Mi cuñada estaba en la despensa, una
pequeña construcción adjunta, al otro lado, y yo me entretenía, con los libros
que ustedes han visto, en una habitación situada precisamente detrás de aquella
en que me encontraron ustedes. Hay dos sirvientas; una había ido al correo y la
otra estaba en el desván.
—¿Y no estaría alguno de entre
toda esa gente —preguntó Flambeau, recalcando—, digo alguno de ellos enemistado
con el pobre viejo?
—Él era objeto de casi universal
estimación —replicó el doctor solemnemente— y si existía alguna diferencia, era
sin importancia, y de una clase muy frecuente en los tiempos actuales. El
anciano estaba ligado a las viejas costumbres religiosas; y tal vez su hija y
su yerno tenían ideas más amplias. Nada de esto tiene que ver con tan espantoso
y fantástico crimen.
—Depende de lo amplias o cerradas
que sean las modernas ideas —comentó el Padre Brown. En este momento oyeron a
la señora Flood gritar a través del jardín, y vieron cómo se acercaba llamando
a su cuñado, con cierta impaciencia. Éste corrió hacia ella y pronto estuvo
fuera del alcance de sus oídos; pero al irse se excusó con un ademán y apuntó
con su largo índice hacia el suelo.
Los dos detectives aficionados se
miraron con asombro.
—Hay varias cosas más que
encuentro muy intrigantes —dijo Flambeau.
—¡Oh, sí! —repuso el cura,
mirando embobado la hierba.
—Estoy pensando —dijo Flambeau—
por qué colgarían a un hombre por el cuello hasta hacerle morir, para luego
tomarse la molestia de atravesarlo con una espada.
—Y yo estaba pensando —añadió el
Padre Brown— por qué matarían a un hombre atravesándole con una espada el
corazón y después se tomarían la molestia de colgarlo por el pescuezo.
—¡Oh! Está usted llevándome la
contraria —protestó su amigo—. Puedo descubrir con una sola ojeada que no lo
apuñalaron en vida; el cadáver habría sangrado más y la herida no se hubiera
cerrado así.
—Y yo puedo descubrir de una sola
ojeada —dijo el Padre Brown alzándose torpemente sobre las puntas de los pies
para alcanzar a ver con su corta estatura y su vista corta— que no lo colgaron
vivo. Si observa usted el nudo del lazo corredizo verá que está atado tan
groseramente que una vuelta de la cuerda no aprisiona el cuello; así es que no
podía ahogarlo de ninguna manera. Estaba muerto antes de que le pusieran la
cuerda al cuello, y lo estaba también antes de clavarle la espada. Y, ¿cómo fue
realmente asesinado?
—Creo —anotó el otro— que lo mejor
será volver a la casa y dar una ojeada a su dormitorio… y a otras cosas.
—Así lo haremos —dijo el Padre
Brown—. Pero, entre otras cosas, tal vez sea conveniente observar estas
pisadas. Mejor será empezar por el otro extremo, junto a la ventana. Bien; no
hay huellas en el piso embaldosado y debiera haberlas; pero asimismo debiera no
haberlas. Aquí está, éste es el prado al que da la ventana de su cuarto. Aquí
aparecen sus pisadas bastante claras.
Guiñó un ojo mirando hacia las
huellas, como si se tratase de un mal agüero. Siguió las huellas en dirección
al árbol; de cuando en cuando bajaba la cabeza, con muy poco garbo, para mirar
algo en el suelo. Como por azar, se volvió hacia Flambeau y le dijo, con cierta
locuacidad:
—Bueno, ¿conoce usted la historia
que está escrita aquí con tanta claridad? A pesar de que no es precisamente una
historia clara.
—No me parece bastante llamarla
poco clara —dijo Flambeau—. La llamaría, más pronto, fea.
—Como guste —repuso el Padre
Brown—. La historia estampada con toda claridad en la tierra con los moldes
exactos de las zapatillas es ésta. El anciano paralítico saltó ágilmente desde
la ventana y recorrió las parcelas de tierra paralelas al sendero, ansioso del
placer de ser estrangulado y apuñalado; tan ansioso que saltó con una sola
pierna y sin fallar, como un gabarrero; y hasta en ocasiones rodó como las
ruedas de un carro.
—¡Basta! —gritó Flambeau,
enfadado—. ¿Qué demonios es esa maldita historia?
El Padre Brown se limitó a
levantar las cejas y señaló amablemente hacia los jeroglíficos en la tierra.
Durante la mitad del camino veíase la marca de una sola zapatilla y en algunos
sitios la de una mano.
—¿No pudo saltar y caerse?
—preguntó Flambeau.
El Padre Brown movió la cabeza.
—Por lo menos trató de usar sus
manos y sus pies, o sus rodillas y codos para levantarse. Claro está que el
pasadizo embaldosado está muy cerca y allí no hay marcas. Aunque debiera
haberlas en la hierba de las hendiduras; el pavimento está resquebrajado.
—¡Dios mío! Nos encontramos ante
un resquebrajado pavimento, un resquebrajado jardín y una resquebrajada
historia.
Y Flambeau miró melancólico al
triste jardín, maltratado por la tempestad.
—Y ahora —dijo el Padre Brown—
subamos a ver su dormitorio.
Entraron por una puerta próxima a
la ventana del dormitorio, y el sacerdote se detuvo para examinar un tosco palo
de escoba de jardín que estaba apoyado contra la pared.
—¿Ve usted esto?
—Es un palo de escoba —repuso
Flambeau con profunda ironía.
—Es un desatino —replicó el Padre
Brown—, el primer desatino que he visto en este curioso enredo.
Subieron la escalera, entraron en
el dormitorio del anciano y una sola mirada bastó para descubrir con claridad
meridiana el principal motivo de desunión de la familia. El Padre Brown creyó
desde el principio que estaba en lo que era o había sido una casa de familia
católica; pero que ahora estaba, por lo menos en parte, habitada por tibios o
enfriados del todo. Las pinturas y las imágenes del cuarto del abuelo ponían en
claro que lo que quedaba de piedad positiva había sido confinado allí y que los
parientes, por una razón u otra, se habían vuelto descreídos. Sin embargo,
estaba de acuerdo en que ese motivo no justificaba un crimen corriente. ¿Cómo
iba a justificar un crimen extraordinario como aquél?
—¡Que lo cuelguen todo!
—murmuró—. El asesinato es realmente la parte menos extraordinaria. —Y, al
propio tiempo que repetía aquella exclamación, su cara empezaba a iluminarse
poco a poco.
Flambeau miraba ceñudo tres o
cuatro píldoras o bolitas que había en un platito, junto a una botella de agua.
—El asesino o asesinos —dijo
Flambeau— tienen un incomprensible motivo para obligarnos a pensar que el
muerto fue estrangulado o traspasado, o ambas cosas a la vez. No fue
estrangulado ni apuñalado, ni nada de eso. ¿Por qué necesitan fingirlo? La más
lógica explicación es que murió de algún modo anormal, que si conociéramos
podríamos relacionar con alguna persona. Supongamos ahora que murió envenenado.
Y supongamos que está complicado en el asunto alguien que pudiera, naturalmente,
parecer un envenenador mejor que otro cualquiera.
—Después de todo —repuso el Padre
Brown—, nuestro amigo de las gafas azules es un médico.
—Voy a examinar esas píldoras con
cuidado —continuó Flambeau—. No quiero echarlas a perder. Parecen solubles en
el agua.
—Le llevará mucho tiempo hacer
algo científico con ellas —dijo el sacerdote— y el médico forense puede estar
aquí antes. Así es que le aconsejaría no tocarlas. Esto si realmente piensa
esperar al médico de la policía.
—Me quedaré aquí hasta que haya resuelto
este problema —dijo Flambeau.
—Entonces se quedará aquí para
siempre —afirmó el Padre Brown mirando con calma por la ventana—. Yo no pienso
seguir en esta habitación, desde luego.
—¿Quiere dar a entender que no
resolveré el problema? —preguntó su amigo—. ¿Por qué no he de resolverlo?
—Porque no es soluble en el agua.
Ni en la sangre —dijo el clérigo. Y bajó las oscuras escaleras hasta el sombrío
jardín. Allí vio otra vez lo que había visto desde la ventana.
El bochorno y la oscuridad
parecían acentuar su presión; el sol, allá arriba, por encima de todo, en un
estrecho claro, lucía más pálido que la luna. Había un ruido lejano de truenos
en el aire, pero ni el más leve movimiento de brisa, y los vivos colores del
jardín parecían sólo matices de la oscuridad. Sin embargo, un color brillaba en
la penumbra; era el cabello rojo de la mujer de la casa, que permanecía allí,
rígida, con la mirada fija, mesándose los cabellos. Esta escena del crepúsculo,
junto con algo más profundo de cuyo significado dudaba, le trajo a la
superficie el recuerdo de unas líneas místicas nunca olvidadas. Se sorprendió a
sí mismo murmurando:
—Un lugar secreto tan salvaje y
encantado como nunca se vio, bajo una luna menguante, era frecuentado por una
mujer que invocaba a su demonio amado. —Su murmullo se hizo más agitado—. Santa
María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores… Esto es tan terrible como
aquello…, una mujer invocando a su demonio amado.
Parecía muy excitado y casi
temblaba cuando se acercó a la mujer; pero habló con su habitual compostura. La
miraba con firmeza cuando le dijo gentilmente que no debía trastornarse por los
accidentes meramente accesorios de la tragedia, no obstante su atroz
insensatez.
—Las estampas de la habitación de
su abuelo eran más verdad para él que esta cruel estampa que vemos nosotros
—dijo gravemente—. Algo me dice que era un hombre bueno y no tiene importancia
lo que sus asesinos hicieran con su cadáver.
—¡Oh, estoy harta de las estampas
e imágenes santas! —repuso ella, volviendo la cabeza.
—Seguramente —dijo el Padre Brown
muy suave— no es generoso abusar de la paciencia de Dios con nosotros.
—Dios puede ser paciente y el
hombre impaciente —contestó ella—. Y supongo que preferimos la impaciencia.
Vosotros lo llamáis sacrilegio, pero no podéis evitarlo.
El Padre Brown dio un extraño
brinco.
—Sacrilegio —dijo, y de pronto se
volvió hacia la entrada con aire de decisión. Al propio tiempo apareció
Flambeau, pálido de excitación, con un trozo de papel en la mano. El Padre
Brown abrió la boca para hablar, pero su impetuoso amigo lo hizo antes.
—¡Al fin estoy sobre la pista!
—gritó—. Estas píldoras parecen todas lo mismo, pero en realidad son
diferentes. Y, ¿sabe usted?, en el preciso momento en que yo las examinaba,
aquel bruto de un solo ojo, el jardinero, asomó su cara pálida… Llevaba un
pistolón en las manos. Se lo arrebaté y a él le lancé escaleras abajo… Pero
ahora empiezo a entenderlo todo. Si me quedo aquí una hora o dos más acabaré mi
trabajo.
—Entonces no lo acabará —dijo el
sacerdote con un timbre de voz muy raro en él—. No permaneceremos aquí otra
hora, ni siquiera un minuto. ¡Debemos abandonar este sitio en seguida!
—¡Qué! —gritó Flambeau,
consternado—. ¡Justamente cuando estábamos tan cerca de la verdad…! ¡Podemos
decir que estamos cerca porque nos temen!
El Padre Brown lo miró con pétreo
e inescrutable semblante y dijo:
—No nos temerán mientras estemos
aquí. Nos temerán cuando no estemos.
Tenía la seguridad de que la
inquieta figura del doctor Flood estaba rondando en la lúgubre oscuridad. En
aquel mismo instante se precipitó hacia ellos con ademanes extravagantes.
—¡Alto! ¡Óigame! —gritaba el
agitado doctor—. ¡He descubierto la verdad!
—Entonces podrá usted explicarla
a la policía —dijo el Padre Brown secamente—. Llegará pronto. Pero nosotros
hemos de irnos.
—¡No puede ser! —gritó—. No
quiero engañarlas ahora diciendo que he descubierto la verdad. Quiero sólo
confesar la verdad.
—Confiésela a su sacerdote
—repuso el Padre Brown, y se dirigió a zancadas hacia la puerta del jardín,
seguido por su asombrado amigo. Antes de alcanzar la valla, otra figura se
lanzó, como el viento, tras él; era Dunn, el jardinero, que mascullaba ciertos
ininteligibles insultos para los detectives que abandonaban su trabajo. El
clérigo bajó la cabeza a tiempo para esquivar un golpe de pistolón, manejado
como cachiporra. Pero Dunn no tuvo tiempo de esquivar un golpe del puño de
Flambeau, el cual era como la maza de Hércules. Lo dejaron atrás, tendido en el
suelo. Cruzando la puerta de la valla, salieron sin decir ni una sola palabra y
subieron al coche. Después, Flambeau hizo una pregunta y el Padre Brown
respondió solamente: «Canterbury».
Por fin, después de un largo
silencio, el sacerdote observó:
—Estoy a punto de creer que la
tempestad estaba contenida sólo en el jardín y que nació de una tormenta en el
alma.
—Amigo mío —dijo Flambeau—, le
conozco desde hace mucho tiempo, y cuando usted da señales de certidumbre le
sigo como a un guía. Pero espero que no irá a decirme que me ha alejado de un
trabajo tan fascinador sólo porque no le gustaba la atmósfera.
—Sí, era ciertamente una
atmósfera terrible —replicó el Padre Brown—. Espantosa, apasionada y opresiva.
Y lo más espantoso de ella es que no había odio ninguno.
—Alguien —sugirió Flambeau—
parece haber tenido un pequeño disgusto con el anciano papá.
—Nadie tuvo disgusto alguno con
nadie —dijo el Padre Brown, con un suspiro—. Eso es lo espantoso en aquella
oscuridad. Era el amor.
—Curioso modo de expresar el
amor: estrangular a uno y atravesarlo con la espada —observó el otro.
—Era el amor —repitió el clérigo—
y llenaba la casa de espanto.
—No me diga —protestó Flambeau—
que aquella hermosa mujer amaba a esa araña con gafas.
—No —dijo el Padre Brown,
suspirando otra vez—. Ama a su marido. Y es triste.
—Es un estado de cosas que le he
oído comentar más de una vez —replicó Flambeau—. No puede llamarlo el amor del
desamor.
—No desamor en ese sentido
—contestó el padre Brown; giró rígido sobre su codo y habló más animadamente—:
¿Cree usted que yo desconozco que el amor de un hombre y una mujer fue el
primer mandato de Dios y que es glorioso siempre? ¿Es usted de esos idiotas que
creen que nosotros no admiramos el amor y el matrimonio? ¿Necesito que me
cuenten lo del jardín del Edén o lo del vino de Caná? Precisamente porque la
fuerza de las cosas es la fuerza de Dios, estalla con terrible energía aun
cuando huya de Dios, aun cuando el jardín se convierta en una selva, pero que
es siempre una selva gloriosa; aun cuando una segunda fermentación convierta el
vino de Caná en el vinagre del Calvario. ¿Cree usted que no sé todo esto?
—Estoy seguro de que lo sabe
—dijo Flambeau—. Pero yo no sé aún gran cosa del problema del asesinato.
—El del asesinato no puede ser
resuelto —dijo el Padre Brown.
—¿Y por qué no? —preguntó su
amigo.
—Porque no hay asesinato que
resolver —dijo el Padre Brown.
Flambeau quedó en silencio de
puro sorprendido; y su amigo continuó en tono tranquilo:
—Le contaré una cosa curiosa.
Hablé con esa mujer cuando estaba trastornada por la pena; pero no dijo nada
acerca del asesinato, ni mencionó esta palabra. Lo que sí mencionó
repetidamente fue la palabra sacrilegio.
Entonces, cambiando otra vez
bruscamente de tema, añadió:
—¿Ha oído hablar alguna vez de
Tigre Tyrone?
—¡Que si he oído! —gritó
Flambeau—. ¿Por qué? Ése es el hombre a quien se supone rondando detrás del
relicario y también a quien, por comisión especial, he de seguir la pista. Es
el más peligroso y osado gángster,
que ha visitado este país. Irlandés, desde luego, pero furioso anticlerical.
Tal vez está metido de lleno en esas diabólicas sociedades secretas. Por lo que
fuere, tiene una afición macabra por toda clase de trucos salvajes que parecen
más perversos de lo que realmente son. Sin embargo, él no es de los más
malvados; pocas veces ataca y nunca por crueldad. Pero le entusiasma asombrar a
las gentes, especialmente a su propia gente, robando iglesias, desenterrando
esqueletos y haciendo otras cosas semejantes.
—Sí —dijo el Padre Brown—. Todo
esto concuerda. Debía haberlo visto antes.
—No comprendo cómo podía verlo
antes, después de una sola hora de investigación —dijo el detective.
—Lo que yo debía de haber visto
antes era que allí había algo que investigar —dijo el cura—. Debía saberlo
antes de llegar usted esta mañana.
—¿Qué diablos quiere decir?
—Esto nos demuestra cuán falsas
suenan las voces por teléfono —siguió diciendo el Padre Brown reflexivamente—.
Oí las tres etapas de este asunto por la mañana y creí que sólo eran bromas.
Primero, una mujer llamó pidiéndome que fuera a esa posada lo antes posible.
¿Qué quería decir esto? Naturalmente, quería decir que el viejo abuelo estaba
muriéndose. Después llamó para decirme que ya no había necesidad de que fuera.
Y esto, ¿qué quería decir? Está claro: que el abuelo había muerto. Murió
pacíficamente en su cama, probablemente, un fallo del corazón: de vejez.
Después llamó por tercera vez y dijo que, a pesar de todo, debía ir. ¿Qué
quería decir ahora? ¡Ah! ¡Esto es algo más interesante!
Continuó después de una pausa:
—Tigre Tyrone, cuya esposa le
adora, se entregó a una de sus terribles ideas, tan astuta como loca. Él había
sabido que usted le seguía la pista, que usted le conocía y conocía sus métodos
y que venía para proteger el relicario. Pudo también saber que yo a veces le he
prestado alguna ayuda. Quería detenernos en el camino y su recurso para
lograrlo era simular un asesinato. Era hacer una cosa horrible, pero no un
asesinato. Probablemente enmudeció a su esposa con su brutal sentido común,
diciéndole que solamente podía escapar a la acción de la justicia haciendo uso
del cadáver, que no había de sufrir por ello. Sea lo que fuere, su esposa haría
cualquier cosa por él. Pero sintió todo el natural horror que se siente ante
aquella colgante mascarada, y por esto habló de sacrilegio. Pensaba en la profanación
de la reliquia, pero también pensaba en la profanación del lecho de muerte. El
hermano es uno de esos «científicos» rebeldes que apañan calderos con bombas
viejas; un idealista se hubiera opuesto, pero es un incondicional del Tigre,
como asimismo el jardinero. Tal vez todo esto influye en su favor, el que tanta
gente parezca ser devota de él. Había un pequeño punto que me movió a hacer una
conjetura desde el principio. Entre los viejos libros que el médico estaba
removiendo había varios panfletos del siglo XVII; cogí uno titulado «La
verdadera historia del juicio y ejecución de lord Stafford». Ahora bien,
Stafford fue ejecutado con motivo de una conspiración papista, la cual empezó
con una histórica novela detectivesca: la muerte de sir Edmundo Berry Godfrey.
Godfrey fue encontrado muerto en un foso, y el misterio consistió en que tenía
señales de estrangulación y estaba atravesado por una espada. Pensé en seguida
que alguien de la casa sacó la idea de allí. Pero no la necesitaban como
procedimiento para cometer un crimen. La querían tan sólo como procedimiento
para crear un misterio. Después vi que la aplicaron en todos los otros
ultrajantes detalles. Eran bastante diabólicos, pero aquello no era diabólico.
Era sólo una farsa, porque habían de hacer el misterio tan complicado y
contradictorio como fuera posible, para asegurarse de que estaríamos mucho
tiempo resolviéndolo…, o más bien investigándolo. Así, sacaron al pobre viejo
del lecho de muerte, haciéndole saltar y dar vueltas como una rueda de carro y
aun hacer todo lo que no… podía haber hecho. Tenían que darnos un problema
insoluble. Barrieron sus propias huellas del sendero, dejando la escoba.
Afortunadamente, lo descubrimos a tiempo.
—Usted lo hizo —dijo Flambeau—;
yo me hubiera entretenido un poco más sobre la segunda pista que dejaron,
amañada con las píldoras adecuadas.
—Bien, sea como sea, nos zafamos
—dijo el Padre Brown, arrellanándose en su asiento.
—Y ésta es la razón, presumo, por
la que estoy conduciendo a toda velocidad a lo largo de la carretera de
Canterbury.
Aquella noche, en el monasterio y
en la iglesia de Canterbury iban a producirse acontecimientos que serían el
asombro del claustro monástico. El relicario de Santa Dorotea, contenido en un
cofrecillo adornado con oro y rubíes, estaba colocado, temporalmente, en una
habitación cerca de la capilla del monasterio, para ser llevado en procesión,
siguiendo una especial ceremonia, después de la Bendición. Lo guardaba,
entretanto, un monje, que vigilaba con gran atención. Porque él y su comunidad
conocían todo lo referente al peligro de que Tigre Tyrone realizase una de sus
hazañas. Así es que el monje se puso de pie, rápido como un rayo, cuando vio
que una de las ventanas con celosía baja empezaba a abrirse y un objeto oscuro
se arrastraba como una serpiente negra a través de la hendidura. Lanzóse sobre
aquello y lo asió, encontrándose con que era un brazo y una manga de hombre,
acabada en un hermoso puño de camisa y un elegante guante gris oscuro. Mientras
lo agarraba pidió auxilio a voces, al mismo tiempo que un hombre entraba como
una flecha por la puerta, que estaba a su espalda, y arrebataba el cofrecillo
que había sobre la mesa. Casi en aquel instante, el brazo, que colgaba de la
ventana, se desprendió y quedóse el monje agarrado al embutido miembro de un
maniquí.
Tigre Tyrone había hecho esta
jugada otras veces, pero el monje era un novato. Afortunadamente, existía por
lo menos una persona para quien los trucos de Tigre no eran una novedad. Esta
persona apareció con unos mostachos de militar, gigantescamente encuadrado en
la entrada, en el preciso momento en que Tigre se disponía a escapar. Flambeau
y Tigre se miraron uno a otro, fijamente, y cambiaron un gesto que era casi un
saludo militar.
Entretanto, el Padre Brown se
había ido silenciosamente a la capilla para rezar una plegaria por varias
personas envueltas en este sin par acontecimiento. Pero estaba más bien
risueño, y, a decir verdad, no del todo desesperanzado acerca de Mr. Tyrone y
su deplorable familia; incluso algo más esperanzado de lo que estaba por muchas
gentes más respetables. Después, sus pensamientos se elevaron por influencia de
las excepcionales circunstancias del lugar y de la ocasión. Contra el mármol
verdinegro, en el extremo de la capilla de estilo parecido al rococó, los
ornamentos rojo oscuro de la festividad de un mártir resultaban de un rojo
encendido, rojo de ascua, como los rubíes del relicario, las rosas de Santa
Dorotea. Y otra vez dirigió sus pensamientos hacia los extraños acontecimientos
de aquel día y hacia la mujer que se había estremecido ante un sacrilegio al
que ella misma había contribuido. Después de todo, Santa Dorotea tuvo un amado
pagano, pero no le había dominado ni destruido su fe. Ella murió libre por amor
a la verdad y después le había enviado rosas desde el Paraíso.
Levantó sus ojos y vio el velo de
humo del incienso y el parpadeo de las luces, que la Bendición mantenía hasta
el fin, mientras la procesión esperaba; el sentido de las riquezas acumuladas
por el tiempo y la tradición, que se apretaban desde el pasado, como una
multitud avanzando fila tras fila hacia los siglos sin fin; y alto, por encima
de todo, cómo una guirnalda de inextinguibles llamas, como el sol de nuestra
mortal medianoche, el gran Viril que resplandecía entre la oscuridad de las
abovedadas sombras, como resplandece entre el oscuro enigma del universo.
Porque algunos están convencidos de que este enigma es un insoluble problema y
otros abrigan igual certidumbre de que tiene, sin embargo, una solución.
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