EL
RETORNO DEL PRESIDIARIO
Charles Dickens
–CUANDO fijé mi residencia en
este pueblo —dijo el anciano—, cúmplese ahora precisamente veinte años, la persona
de mayor notoriedad entre mis feligreses era un hombre llamado Edmunds, que
tenía arrendada una pequeña granja por estos alrededores. Era holgazán y de
naturaleza rebelde. Un mal hombre, y de costumbres disolutas, déspota y de
feroz condición. A excepción de algunos vagabundos, con los que deambulaba por
los campos a todas horas o se embrutecía en la taberna, no se le conocía un
solo amigo; a nadie le interesaba tratar con un hombre que era temido y
execrado. Todos evitaban cruzarse con Edmunds.
Tenía este hombre una mujer y un
hijo que, cuando yo vine aquí, apenas debía haber cumplido los doce años. No
podría nadie formarse idea de los sufrimientos de aquella mujer, de la
resignada y bondadosa manera con que los sobrellevaba y de la tierna solicitud
que constantemente desplegaba hacia el chico. Que Dios me perdone la sospecha
si alcanza ésta los límites de la impiedad; pero creo firmemente que aquel
hombre, durante muchos años, sólo se propuso destrozar el corazón de su mujer.
Mas ella todo lo soportaba por el amor de su hijo y aun por el del padre,
aunque parezca extraño, porque si bien éste se portaba con ella con odiosa
crueldad, hubo un tiempo en que la amó; y el recuerdo de lo que aquel hombre
había sido para ella despertaba en su corazón sentimientos de resignación y de
humildad, bajo el sufrimiento, que ninguna humana criatura, salvo las mujeres,
sabe guardar.
Eran pobres, pues otra cosa no
podían ser, dadas las andanzas de aquel hombre, mas los infatigables y tenaces
esfuerzos de mujer, a toda hora del día y de la noche, les tenían al abrigo de
las necesidades más perentorias. Aquellos esfuerzos no recibían el debido pago.
Las gentes que pasaban ante su casa, por la noche y a altas horas de la
madrugada, contaban que habían oído gemidos y sollozos de una mujer abatida y
ruido de golpes; y más de una vez, después de medianoche, llamaba el chico,
quedamente, a la puerta de un vecino, adonde se le enviaba para sustraerlo de
la furia de su borracho y desnaturalizado padre.
Durante este tiempo, aquella mujer,
que no podía ocultar por completo las señales del trato violento y salvaje que
recibía, no dejaba de acudir a la iglesia. Todos los domingos, mañana y tarde,
ocupaba el mismo lugar con el niño a su lado; y aunque vestían ambos pobremente
—más aún que otros muchos vecinos que se hallaban en peor situación— siempre se
les veía decentes y aseados. Todo el mundo tenía un gesto amistoso y una
palabra de afecto para la pobre señora Edmunds; y algunas veces, cuando se
detenía a cambiar unas palabras con algún vecino, terminado el oficio, en la
estrecha alameda que conduce al atrio de la iglesia, o cuando se hurtaba a la
mirada de las gentes para contemplar con ternura y orgullo de madre a su hijo,
sano y fuerte, mientras jugaba éste con sus compañeros, el enjuto rostro de
aquella mujer iluminábase con expresión de intensa gratitud y parecía, si no
alegre y dichosa, por lo menos tranquila y conformada.
Cinco o seis años transcurrieron;
el chico era ya un robusto y apuesto mozo. El tiempo, que había fortalecido la
endeble complexión del muchacho y proporcionado a sus miembros rasgos
varoniles, había encorvado el cuerpo de su madre y debilitado su andar; mas el
brazo que hubiera debido servirle de apoyo ya no se cruzaba con el suyo; el
rostro que debiera haberla alegrado no la miraba ya. Ella seguía ocupando su
sitio de siempre, pero a su lado había otro vacante. Guardábase la Biblia con
el mismo cuidado que antaño; los pasajes se encontraban registrados y doblados
como antes; pero nadie los leía con ella; las lágrimas caían pesadamente sobre
el libro y le borraban las palabras. Los vecinos seguían mostrándose cariñosos,
pero ella evitaba sus saludos bajando los ojos. Ya no se escondía tras de los
álamos…; ya no se forjaba ilusiones de felicidad. La atribulada mujer se bajaba
el sombrero sobre los ojos y se marchaba aprisa.
No creo necesario decirles que
aquel muchacho, que, al mirar hacia los días de su niñez hasta adonde pudiera
llegar su memoria y al llevar sus recuerdos hasta aquellos tiempos, nada podía
encontrar que no estuviera estrechamente ligado con una larga serie de
privaciones voluntarias sufridas por su madre por razón del amor que le
profesaba: malos tratos, afrentas, privaciones padecidas exclusivamente por él;
no tendré que añadir que este muchacho, con imperdonable indiferencia hacia el
dolorido corazón maternal, con ruin y total olvido de todo cuanto ella había
hecho y sufrido por él, se había unido a unos hombres depravados y perdidos, y
había emprendido una desventurada carrera que debía traerle a él la muerte y a
su madre la vergüenza. ¡Oh triste naturaleza humana! Ya se lo habrán figurado
ustedes mucho antes de decirlo yo.
Iba a colmarse la medida de los
infortunios y desdichas de aquella infeliz mujer. Por las cercanías se habían
perpetrado numerosos delitos. La audacia de los culpables al no verse
descubiertos crecía de día en día. Un robo que reveló tremenda osadía dio
motivo a una tenaz investigación y a una afanosa búsqueda con la que ellos no
habían contado. Recayeron las sospechas sobre Edmunds y tres de sus compañeros.
Fue capturado…, encarcelado…, juzgado…, sentenciado a muerte.
Resuena aún en mi oído el eco de
aquel desesperado y penetrante alarido que conmovió a la Sala de la Audiencia
al pronunciarse la fatal condena. Aquel grito llegó al corazón del reo; aquel
corazón que no había logrado conmover ni el proceso, ni la condena, ni la
proximidad de la misma muerte. Sus labios, que habían permanecido cerrados con
obstinado y rebelde rencor, temblaron y se abrieron a su pesar; tornóse lívido su
rostro y un frío sudor empezó a brotar de sus poros; estremeciéronse los recios
miembros del malvado y vaciló en el banquillo.
En los primeros transportes de su
angustia aquella desventurada madre se arrojó de rodillas a mis plantas y
suplicó fervorosamente al Todopoderoso, que la había auxiliado en todas sus
tribulaciones, para que la llevase de este mundo de miserias e infortunios a
cambio de la vida de su único hijo. Siguió una expresión de angustia y una
convulsión tan violenta, como no he vuelto a presenciarla igual. Comprendí que
su corazón acababa de estallar, pero no asomó a sus labios ni un murmullo de
queja.
Triste y penoso espectáculo era
ver a aquella mujer, día tras día, en el patio de la cárcel, afanándose
fervorosamente, por medio de la persuasión afectiva, en ablandar el duro
corazón de aquel hijo rebelde. Mas fue en vano. Él permaneció de nuevo callado,
obstinado e inconmovible. Ni siquiera la inesperada conmutación de su pena por
la de deportación por catorce años logró suavizar por un instante la obstinada
frialdad de su conducta.
Aquella fortaleza de espíritu
ante el dolor, que durante tanto tiempo no había abandonado a la madre, fue
impotente para contrarrestar la debilidad del cuerpo y las dolencias. Cayó
enferma. Aún pudo arrastrar su vacilante organismo y salir del lecho para
efectuar una visita a su hijo; pero le faltaron las fuerzas, y cayó al suelo
extenuada.
Por otra prueba pasó aún la
indiferencia y la obstinada frialdad de aquel muchacho, aunque esta vez hizo
llegarle el golpe casi a los linderos de la demencia. Llegó un día en que no
vio a su madre; pasó otro, y tampoco acudió a verle; llegó el tercero y tampoco
la vio. Al día siguiente iba el muchacho a separarse de ella, quizá para
siempre. ¡Oh, cómo invadieron su mente aquellos pensamientos de los primeros
días de su vida, que durante tanto tiempo habían permanecido olvidados, al
recorrer nerviosamente el estrecho patio —cual si la premura de su andar
pudiera acelerar la llegada de lo que esperaba—, y cuán amargamente se sintió
invadido por la desolación y el desamparo al oír la triste verdad! Su madre, el
único ser allegado que había conocido, estaba enferma…, tal vez moribunda…, a
una milla del lugar donde estaba recluido; pocos minutos le hubieran bastado
para volar a su lado, de haberse visto libre de aquella cadena. Se abalanzó a
la reja y se aferró a sus barrotes con desesperada energía; luego se arrojó
contra la pared con el vano intento de abrirse paso a través de la piedra; mas
el sólido edificio parecía mofarse de sus débiles esfuerzos; juntó sus manos
con desaliento y lloró como un niño.
Recibí de la madre el perdón y la
bendición para su hijo prisionero; llevé al lecho de la enferma el solemne
arrepentimiento y la ferviente súplica de perdón formulados por el hijo. Escuché
compasivamente los planes que proyectaba el arrepentido muchacho para confortar
y socorrer a su madre no bien volviera; mas bien sabía yo que mucho antes de
que él emprendiera ese camino ya habría la madre abandonado este mundo.
Se lo llevaron por la noche.
Algunas semanas después el alma de aquella pobre mujer emprendió su vuelo para
entrar, según confío y creo solemnemente, al lugar del reposo y la felicidad
eternos. Celebré las exequias sobre los restos de la desdichada. Yace su cuerpo
en el patio de nuestra iglesia. Ninguna lápida cubre su tumba. El hombre
conoció sus sufrimientos, y Dios, sus virtudes.
Habíase convenido antes de la
partida del recluso, que éste escribiera a su madre tan pronto como le fuera
concedido permiso, dirigiéndome la carta a mí. El padre había resuelto no
volver a verle desde el momento de su captura, y érale, por tanto, indiferente
el saber si vivía o no su hijo. Muchos años pasaron sin que se recibiera de él
noticia alguna, y cuando ya había transcurrido más de la mitad del tiempo de su
condena, no habiendo llegado a mis manos ninguna carta, supuse que había
muerto, y casi llegué a darlo por seguro.
Sin embargo, desde que llegara al
campamento, Edmunds había sido internado a gran distancia, y a esto puede
atribuirse el hecho de que, no obstante haberme escrito y enviado varias
cartas, no recibiera yo ninguna. Al expirar el plazo de su condena, obedeciendo
firmemente a su antigua resolución y a la promesa hecha a su madre, retornó a
Inglaterra venciendo innumerables dificultades, y a pie llegó a su pueblo
natal.
En una apacible tarde de domingo
de agosto puso Edmunds sus plantas en el pueblo que dejara diecisiete años
antes, lleno de oprobio y de pena. Por el camino más corto dirigióse al
cementerio de la iglesia. Al desgraciado se le oprimía el corazón al trasponer
el pórtico. Los venerables álamos, a través de cuyas ramas deslizaba el sol
poniente sus rayos sobre algunos puntos del sombrío sendero, despertáronle el
recuerdo de los lejanos días. Veíase a sí mismo como estaba entonces, cogido de
la manó de su madre y encaminándose juntos hacia la iglesia. Recordaba cómo
acostumbraba mirar su pálido rostro y cómo a la madre le asomaban las lágrimas
a los ojos cuando contemplaba el suyo…; lágrimas que sentía el muchacho caer sobre
su frente, ardientes, cuando la madre se inclinaba para besarle, y cómo rompía
él a llorar, aunque poco adivinaba entonces la amargura de aquellas, lágrimas.
Recordaba cuántas veces había bajado jubilosamente por aquellas sendas con
otros chicos, sus compañeros de juegos, volviéndose una y otra vez para recoger
la sonrisa de su madre o escuchar su amada voz; en aquel momento parecía
descorrerse un velo en su memoria, y sobreveníanle mil palabras de afecto no
correspondidas, advertencias desdeñadas, promesas incumplidas, hasta que su
corazón desfalleció y no pudo soportar la evocación.
Penetró en la iglesia. El oficio
de la tarde tocaba a su fin y se dispersaban los feligreses, permaneciendo la
iglesia aún abierta. Sus pasos resonaban en el silencioso edificio con un eco
misterioso; casi sentía miedo al hallarse solo, tan apacible y sosegado era el
lugar. Miró a su alrededor. Nada había cambiado. La nave parecíale más pequeña
que antes; pero allí veía las antiguas imágenes que mil veces había contemplado
con infantil admiración; allí estaba el pequeño púlpito con sus gastados
relieves; allí el reclinatorio en que tantas veces repitiera los Mandamientos,
que había reverenciado como niño y olvidado como hombre. Se acercó al antiguo
sitio que con su madre ocupara; ahora lo veía frío y desolado. El almohadón
había desaparecido y tampoco estaba allí la Biblia. Tal vez su madre ocupaba
ahora un lugar más humilde; tal vez, por hallarse enferma o achacosa, no
pudiera ir sola a la iglesia. No atrevióse a detener su pensamiento en lo que
le aterraba. Una sensación de frío corrió por su ser y tembló violentamente al
alejarse de allí.
Cuando llegó al atrio vio entrar
a un anciano. Edmunds retrocedió estremecido al recordarle; durante largo
tiempo habíale visto excavar las fosas en el camposanto. ¿Qué dirá aquel hombre
al ver al condenado?
El anciano levantó sus ojos para
contemplar al desconocido, le dio las buenas noches y prosiguió su camino. Le
había olvidado. Empezó a andar monte abajo y entró en el pueblo. El tiempo estaba
cálido y las gentes se hallaban sentadas en las puertas o paseaban por sus
pequeños jardines, gozando el descanso de sus trabajos en la serenidad de la
tarde. Muchas miradas volvíanse hacía él, mientras dirigía recelosas miradas a
uno y otro lado, temiendo que alguno le reconociese y rehuyera encontrarle. En
casi todas las casas veía caras extrañas; en algunas adivinaba los curtidos
rostros de compañeros de escuela —el niño que él dejó, rodeado de enjambre de
retozones pequeñuelos—; en otras casas, sentados a la puerta en un sillón,
estaban débiles y achacosos ancianos que recordaba haber visto como sanos y
vigorosos trabajadores; pero nadie le recordaba y pasaba como un desconocido.
Los postreros y suaves rayos del
sol poniente habían caído sobre la tierra, prendiendo como un encendido arrebol
sobre las amarillas espigas y alargando las sombras de los árboles del
camposanto, cuando llegó ante su antigua casa, el hogar de su infancia, hacia
la que su corazón había conservado intensísimo afecto durante los largos e
interminables años de angustia y reclusión. La cerca parecíale baja, aunque
recordaba haberle parecido en otro tiempo altísima pared. Miró al viejo jardín:
veía en él más hierba y flores más alegres que en su tiempo; pero allí estaban
aún los viejos árboles, aquellos árboles bajo los cuales tendiérase mil veces,
cansado de jugar bajo el sol, dejándose invadir por el apacible sueño de la
niñez dichosa. Oyó voces en el interior de la casa. Prestó atención, pero
resonaron en sus oídos como extrañas; no las conoció. Eran alegres, además, y
él sabía que su pobre y anciana madre no podía estar alegre hallándose él
lejos. Abrióse la puerta, y un grupo de pequeñas criaturas salió saltando y
promoviendo ruidosa algazara. Apareció en la puerta el padre con un niño en los
brazos, y todos se agruparon alrededor, tocando palmas con sus tiernas
manecitas e intentando arrastrarle para que jugara con ellos. El condenado
pensó en las innumerables veces que él había huido de la vista de su padre en
aquel mismo lugar. Recordaba cuántas y cuántas veces había escondido su
temblorosa cabeza bajo las sábanas, oyendo la ruda voz, el violento golpear de
aquel hombre y los sollozos de su madre; y aunque el condenado, al alejarse de
aquel lugar, lloraba con el alma llena de congoja, sentía crisparse sus puños y
apretarse sus dientes con furioso y ahogado rencor.
Tal era el retorno que se le
presentaba al fin de una interminable serie de años y que tanto había anhelado.
Ni un gesto de bienvenida, ni una mirada de perdón, ni una casa que le
acogiera, ni una mano que le fuera tendida… y esto en su pueblo natal. ¿Qué
significaba, comparada con esto, su soledad en las tupidas selvas, donde no
aparecía alma viviente?
Recordaba que en las remotas
tierras donde había pasado sus años de infamia y cautiverio siempre había
pensado en su pueblo tal y como estaba cuando él lo dejó, no como había de
encontrarlo a su retorno. La amarga realidad hirió cruelmente su corazón, y su
espíritu desfalleció. No se sintió con ánimos para indagar sobre la única
persona que le habría recibido con ternura y compasión. Comenzó a pasear
lentamente y, apartándose del camino como un culpable fugitivo, dirigióse a un
prado que recordaba bien y, sentándose sobre la hierba, escondió la cara entre
sus manos.
No se había dado cuenta de que en
un ribazo que se hallaba junto a él estaba sentado un anciano. El rumor que
produjo este hombre al moverse, con intención de mirar al recién llegado, hizo
que Edmunds reparara en él y levantara la cabeza para verle mejor.
El hombre volvió a sentarse. Su
cuerpo estaba muy encorvado y ajada y amarillenta la faz. El indumento del
desconocido revelaba su condición de trabajador; parecía ser muy viejo; mas
advertíase que esta decrepitud provenía de los excesos y de los vicios más que del
peso de los años. Fijábase el hombre en el recién llegado, y aunque sus ojos
parecían al principio apagados y mates, no tardaron en brillar con una rara
expresión de inquietud, luego de detenerse breves segundos para contemplar a
Edmunds. A poco pareció que iban a saltársele de las órbitas al anciano.
Edmunds se irguió lentamente sobre sus rodillas contemplando cada vez con mayor
interés el rostro del anciano. Uno y otro mirábanse en silencio.
El anciano estaba pálido como un
espectro. Temblaba y se estremecía de pies a cabeza. Edmunds se puso en pie. El
anciano retrocedió dos pasos; Edmunds avanzó.
—Permítame que oiga su voz —dijo
el penado, con voz dura y alterada.
—¡Atrás! —gritó el anciano,
profiriendo un terrible juramento.
El penado se le acercó aún más.
—¡Atrás! —clamó de nuevo el
anciano.
Ciego de terror, levantó su
cayada y descargó en la cara de Edmunds un fuerte garrotazo.
—¡Padre…, espíritu del diablo!
—murmuró el penado entre dientes.
Se arrojó bruscamente hacia
delante y agarró al anciano por el cuello…, pero era su padre, y sus brazos
cayeron inertes.
El anciano profirió un agudo
alarido, que resonó por los campos solitarios como el aullido de un espíritu
maligno. Tornóse negro su rostro; brotaron coágulos de sangre de su nariz y de
su boca, que cuando cayó desplomado tiñeron la hierba de un rojo negruzco. Se
le había roto una arteria. Había muerto antes de que su hijo pudiera
levantarlo.
—En ese rincón del camposanto
—dijo el anciano pastor, después de una breve pausa—, en ese rincón del camposanto
a que antes me he referido, yace enterrado un hombre al que tuve empleado por
espacio de tres años después de este suceso; estaba sinceramente arrepentido,
humillado, y practicaba la penitencia como pocos. Durante su vida nadie más que
yo supo quién era y de dónde vino: era Juan Edmunds, el presidiario.
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