F. Marion Crawford , en pleno Francis Marion Crawford , (nacido el 2 de agosto de 1854, Bagni de Lucca, Gran Ducado de la Toscana [Italia], falleció el 9 de abril de 1909 en Sorrento , Italia), novelista estadounidense que se destaca por la vivacidad de sus caracterizaciones. y ajustes.
En su juventud, Crawford fue trasladado entre Italia y América; aunque más tarde eligió vivir en Italia, siguió siendo ciudadano estadounidense y visitó el país con frecuencia. Se familiarizó con varios entornos europeos mientras asistía a varias universidades allí. Una estancia en la India proporcionó la inspiración paraSr. Isaacs (1882). Esta historia, la historia de un comerciante de diamantes cuya venta de una piedra única trae consigo la protesta de Gran Bretaña, marcó el comienzo de la próspera carrera de Crawford.
Crawford se opuso a la instrucción seria presentada en ficción realista y prefirió escribir entretenimiento romántico . A pesar de esta falta de profundidad, su trabajo se caracteriza por sus representaciones versátiles de los entornos europeos en toda su riqueza y color. Las mejores obras de Crawford se encuentran en la Italia que amaba. Incluyen Saracinesca (1887), Sant 'Ilario (1889) y Don Orsino (1892), parte de una serie sobre el efecto del cambio social en una familia italiana a fines del siglo XIX.
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F. Marion Crawford , en pleno Francis Marion Crawford , (nacido el 2 de agosto de 1854, Bagni de Lucca, Gran Ducado de la Toscana [Italia], falleció el 9 de abril de 1909 en Sorrento , Italia), novelista estadounidense que se destaca por la vivacidad de sus caracterizaciones. y ajustes.
En su juventud, Crawford fue trasladado entre Italia y América; aunque más tarde eligió vivir en Italia, siguió siendo ciudadano estadounidense y visitó el país con frecuencia. Se familiarizó con varios entornos europeos mientras asistía a varias universidades allí. Una estancia en la India proporcionó la inspiración paraSr. Isaacs (1882). Esta historia, la historia de un comerciante de diamantes cuya venta de una piedra única trae consigo la protesta de Gran Bretaña, marcó el comienzo de la próspera carrera de Crawford.
Crawford se opuso a la instrucción seria presentada en ficción realista y prefirió escribir entretenimiento romántico . A pesar de esta falta de profundidad, su trabajo se caracteriza por sus representaciones versátiles de los entornos europeos en toda su riqueza y color. Las mejores obras de Crawford se encuentran en la Italia que amaba. Incluyen Saracinesca (1887), Sant 'Ilario (1889) y Don Orsino (1892), parte de una serie sobre el efecto del cambio social en una familia italiana a fines del siglo XIX.
LA
CALAVERA QUE GRITABA
Francis Marion Crawford
HE oído muchas veces ese grito.
No, yo no soy un tipo nervioso ni imaginativo, y nunca creí en fantasmas, a no
ser que esa cosa lo sea. Sea lo que fuere, a mí me odia casi tanto como odió a
Luke Pratt y me grita como a él.
Yo en tu lugar nunca contaría
repulsivas historias a propósito de procedimientos ingeniosos para matar a la
gente, porque nunca se puede saber si alguno de los que te escuchan estará
harto de su más íntima y querida persona. Siempre me he reprochado por la
muerte de la señora Pratt y supongo que, en cierto modo, soy responsable de
ella, aunque bien sabe Dios que nunca le deseé otra cosa que larga vida y mucha
felicidad. Pero si yo no hubiera contado aquella historia, aún viviría la
mujer. Me imagino que por ese motivo me grita esa cosa.
Bien mirado, era una buena
señora, de carácter amable, y tenía una voz dulce y agradable; pero recuerdo
haberle oído chillar una vez, cuando creyó que su niño había sido muerto por
una pistola que se disparó, aunque todos tenían la seguridad de que no estaba
cargada con bala. Era el mismo chillido, exactamente el mismo, con una especie
de trémolo al final. ¿Sabes lo que quiero decir? Es inconfundible.
La verdad es que yo no me había
dado cuenta de que el doctor y su mujer no se llevaban bien. Algunas veces
tuvieron pequeños altercados estando yo presente y, a menudo, observé que la
señora Pratt se ponía muy encarnada y se mordía los labios, procurando conservar
la calma, mientras que Luke empalidecía y decía las cosas más insultantes.
Recuerdo que ya era así de pequeño y cuando íbamos a la escuela. Era primo mío,
¿sabes? Por eso obtuve esta casa. Cuando él murió y mataron a su hijo Charles
en África del Sur, no quedaban otros parientes más próximos. Sí, es una bonita
propiedad, precisamente lo que necesita un marino retirado como yo, a quien le
ha dado por la jardinería.
Siempre recuerda uno más
intensamente los errores cometidos que los aciertos, ¿no es verdad? Lo he
observado a menudo. Una noche estaba cenando con los Pratt y les conté la
historia que después promovió tantas incidencias. Era una noche de noviembre
muy húmeda y el mar lanzaba sus lamentos. ¡Silencio! Si dejas de hablar, podrás
oírlo ahora…
¿Oyes la marea? ¿Verdad que es un
ruido lúgubre? A veces en esta época del año… ¡Escucha! ¡Ahora suena el grito!
No te asustes, hombre. No te va a comer, sólo es un ruido. Pero me alegro de
que lo hayas oído, porque siempre hay gente que piensa que es el viento, o mi
imaginación, o cualquier otra cosa. Supongo que no lo volverás a oír esta
noche, porque casi nunca se oye más que una vez. Sí, perfectamente. Pon otro
leño y échate un poco más de substancia en ese aguachirle que tanto te gusta.
¿Te acuerdas del viejo Blauklot, el carpintero de aquel barco alemán que nos
recogió cuando el Clontarf se fue a
pique? Estábamos al pairo de una noche en medio de un temporal atronador, todo
lo abrigados que podíamos, sin ninguna costa a quinientas millas a la redonda,
y el barco alzándose y volviendo a caer con la regularidad de un reloj. «¡Qué
bena me ta te los popres tiaplos que están en dierra esta noche!», gritó el
viejo Blauklot cuando se retiró a la cámara con el marinero que cuidaba del
velamen. Muchas veces me acuerdo de aquello, ahora que estoy en tierra para
siempre.
Sí, fue una noche como ésta,
cuando yo estaba en casa por unos días; en espera de que zarpase el Olympia para su primera travesía; a la
siguiente fue cuando batió la marca, ya recordarás… Y esto sirve para fecharlo…
Fue el año noventa y dos, a principios de noviembre.
Hacía un tiempo inmundo, Pratt
estaba de mal talante y la comida estaba mala, verdaderamente mala, lo que
nunca contribuye a mejorar las cosas. La pobre señora se sentía muy desgraciada
por ello y se empeñó en hacer un pastel a la galesa para contrarrestar el
efecto de los nabos crudos y del cordero a medio cocer. Su marido debía de
haber pasado un mal día. Quizás hubiera perdido un paciente. Sea lo que fuera,
el caso es que estaba de un humor insoportable.
—¡Mi mujer quiere envenenarme, ya
lo ves! —dijo—. ¡Y lo conseguirá algún día!
Noté que ella se sintió ofendida,
fingí tomarlo a broma y dije que la señora Pratt era demasiado lista para
desembarazarse de su marido de un modo tan simple. Luego me puse a hablarles de
los ardides empleados por los japoneses, a base de vidrio triturado y de crines
machacadas y cosas de este estilo.
Pratt era médico y sabía mucho
más de esto que yo, pero precisamente eso me picó el amor propio y conté una
historia sobre una mujer que en Irlanda se cargó a tres maridos sin que nadie
sospechase de ella.
¿Nunca oíste esta historia? El
cuarto marido se las ingenió para permanecer despierto y la cogió. Fue
ahorcada. ¿Qué cómo lo hacía? Los narcotizaba y cuando estaban dormidos les
vertía plomo fundido en los oídos por medio de un pequeño embudo… No, eso es el
viento que silba. Otra vez se está volviendo del sur. Lo puedo decir por el
ruido que hace. Además, lo otro casi nunca se da más que una vez en una noche, incluso
en esta época del año, que fue cuando ocurrió aquello. Sí, fue en noviembre. La
pobre señora Pratt murió repentinamente en su cama, no mucho después de haber
cenado aquí. Puedo fijar la fecha porque recibí la noticia en Nueva York, por
medio del vapor que seguía al Olympia,
cuando me hice cargo de éste para su primera travesía. ¿Tú llevabas el Leofric aquel mismo año? Sí, ya
recuerdo. ¡Qué par de vejestorios estamos hechos! ¿Eh? Han pasado unos
cincuenta años desde que estábamos de grumetes en el Clontarf. ¿Olvidarás alguna vez al viejo Blauklot? «¡Qué bena me ta
te los popres tiaplos que están en dierra!». ¡Ja, ja! Bien puedes beber un poco
más, con toda esa agua que echas. Es de ese ron añejo Hulstkamp, que encontré
en la bodega cuando heredé esta casa; el mismo que traje a Luke de Ámsterdam
hace veinticinco años. Nunca probó una gota de él. Quizás ahora lo sienta,
¡pobre muchacho!
¿Dónde habíamos quedado? Ya; te
conté que la señora Pratt murió repentinamente. Luke se quedó solo aquí después
de su muerte, según creo. Yo venía a verlo de vez en cuando y siempre me
parecía cansado y nervioso. Me dijo que su trabajo se estaba haciendo demasiado
pesado para él, aunque de ningún modo quería tomar un ayudante. Los años
pasaron y su hijo fue muerto en África del Sur, después de lo cual empezó a
ponerse muy extraño. Tenía algo distinto de las demás personas. Creo que
conservó la razón hasta el fin; en lo que se refiere a su profesión, por lo
menos no hubo ninguna queja, ni nada parecido, de que hubiera cometido errores
en los casos que tuvo, pero tenía un aspecto…
De joven, Luke era pelirrojo y
pálido de cara, y nunca fue muy robusto. En su madurez el cabello se le volvió
de un gris terroso y, después de la muerte de su hijo, fue enflaqueciendo más y
más, hasta que su cabeza llegó a parecer una calavera recubierta de una piel
apergaminada, y sus ojos tenían una especie de brillo que era muy desagradable
mirar.
Poseía un perro muy viejo, al que
la señora Pratt había tenido mucho cariño y que acostumbraba seguirla por todas
partes. Era un bulldog y el animal de mejor carácter que jamás se pudo ver,
aunque tenía un modo de torcer el hocico detrás de los colmillos que a los
extraños les aterrorizaba bastante. A veces, por la tarde, Pratt y Bumble —así se llamaba el perro— se
sentaban y se quedaban mirándose mutuamente durante largo rato, recordando los
viejos tiempos en que la mujer de Luke se sentaba en ese mismo sillón en que tú
estás. Siempre era ése su sitio y éste era el del doctor, donde yo estoy
sentado. Bumble se acostumbró a
subirse mediante ese escabel. Estaba gordo y viejo en aquel tiempo y no podía
brincar mucho. Los dientes se le estaban cayendo. Se quedaba mirando fijamente
a Luke y éste miraba a él con igual fijeza, con su cara, que cada vez se
parecía más a una calavera, con dos brasas por ojos. Después de cinco minutos
aproximadamente —quizá fuera menos—, el viejo Bumble empezaba a temblar con todo su cuerpo y de repente lanzaba
un espantoso aullido, se precipitaba del sillón e iba corriendo a esconderse
debajo del aparador, donde se tumbaba emitiendo extraños quejidos.
Considerando el aspecto de Pratt
en aquellos últimos meses, la cosa no tenía nada de sorprendente, ¿sabes? Yo no
soy nervioso ni imaginativo, pero no me extraña que se hubiera vuelto histérica
una mujer sensitiva. ¡Se parecía tanto su cabeza a una calavera recubierta de
pergamino!
Finalmente, antes de Navidad,
cuando mi barco estaba en dique y disfrutaba yo por esa causa de tres semanas
de permiso, vine un día. No vi a Bumble
por aquí y, por casualidad, dije que suponía que el pobre habría muerto.
—Sí —contestó Pratt, e incluso
antes de que prosiguiera después de una pequeña pausa, creí notar algo extraño
en su tono—. Lo maté —dijo a continuación—. No podía resistir más.
Pregunté qué era lo que Luke no
podía resistir, aunque bien me lo suponía.
—Tenía la costumbre de sentarse
en el sillón de ella y de quedarse mirándome con ojos relumbrantes. Luego
empezaba a aullar. —Luke tuvo un escalofrío—. No sufrió en absoluto, ¡pobre Bumble! —prosiguió con precipitación,
como si creyera que yo suponía que había sido cruel—. Le puse dionina en el
agua para hacerle dormir profundamente y luego lo cloroformicé gradualmente, de
modo que no se sintiera asfixiar, aunque estuviera soñando. Eso ha estado más tranquilo
desde entonces.
Me pregunté extrañado qué es lo
que quería decir, pues las palabras se deslizaban de su boca como si no pudiera
retenerlas. Hace tiempo que lo he comprendido. Quería decir que no oía ese
ruido tan a menudo después de haberse desembarazado del perro. Quizá pensara al
principio que era el pobre Bumble,
que aullaba a la luna en el patio, aunque no es la misma clase de ruido,
¿verdad? Además, yo ya sé en qué consiste, aunque Luke no lo supiese. Después
de todo, sólo es un ruido y hasta ahora un ruido no ha hecho daño a nadie. Pero
él era mucho más impresionable que yo. Sin duda, hay en realidad algo en este
lugar que yo no comprendo, pero cuando yo no comprendo algo lo llamo un
fenómeno y no doy por supuesto que va a matarse, como él hizo. Yo no comprendo
todo, ni mucho menos, ni tú, ni ningún hombre que haya navegado. Solemos hablar
de aguajes, por ejemplo. Y no podemos explicar en qué consisten. Ahora bien,
los explicamos llamándolos terremotos submarinos y tenemos cincuenta teorías, cualquiera
de las cuales nos explicaría perfectamente los terremotos, sólo con que
supiéramos en qué consistían. Una vez caí dentro de uno y el tintero salió
disparado de la mesa contra el techo del camarote. Lo mismo le ocurrió al
capitán Lecky. Apuesto a que has leído sus Surcos.
Bien. Si algo así se produjera en tierra, en esta habitación, por ejemplo, una
persona nerviosa hablaría de espíritus, de levitaciones y de cincuenta cosas
que no quieren decir nada, en lugar de clasificarlo precisamente cómo un fenómeno
que aún no ha sido explicado. Ése es mi punto de vista sobre ese ruido, ya ves.
Por otra parte, ¿qué es lo que
prueba que Luke matara a su mujer? Ni siquiera yo me atrevería a sugerir tal
cosa a nadie, a no ser a ti. Después de todo, pudo ser sólo una coincidencia
que la pobre señora Pratt muriera repentinamente pocos días después de haber
contado yo aquella historia durante la cena. No es la primera mujer que ha
muerto de ese modo. Luke hizo venir al médico del próximo pueblo y ambos
dictaminaron que había muerto de algo del corazón. ¿Por qué no? Es bastante
corriente.
Por supuesto, hay que contar con
el cucharón. Nunca hablé a nadie de ello, pero me sobrecogió cuando lo encontré
en el armario del dormitorio. Estaba demasiado nuevo. Era un cucharón de hierro
estañado, que no había estado en el fuego más de una o dos veces, y tenía
pegado en el fondo del cuenco un poco de plomo que debían de haber fundido,
todo negro por la suciedad que se había adherido encima. Pero eso no prueba
nada. Un médico de pueblo es generalmente un hombre mañoso que todo lo tiene
que hacer por sí mismo, y Luke puede haber tenido una docena de razones para
tener que fundir plomo en un cucharón. Era muy aficionado a la pesca marítima,
por ejemplo, y quizás haya fundido una plomada para un sedal; tal vez fuese una
pesa para el reloj del vestíbulo, o cualquier cosa por el estilo. Lo mismo da.
El caso es que cuando lo encontré, experimenté una sensación más bien rara,
porque aquello se parecía mucho a lo que yo había descrito cuando les conté la
historia. ¿Comprendes? Me impresionó desagradablemente y lo tiré muy lejos.
Está en el fondo del mar, a una milla del Spit, y, afortunadamente, estará
irreconocible con la herrumbre formada por el continuo contacto con el agua.
¿Sabes? Luke debió de comprarlo
en el pueblo hace años, porque el tendero aún sigue vendiendo cucharones de
ésos. Supongo que se usan para cocinar. De todos modos no había razón para que
una criada curiosa encontrase por aquí semejante cosa, con el plomo, se
preguntase extrañada qué sería y hablase tal vez de ello a la criada que me oyó
contar la historia durante aquella cena, que por cierto se casó con el plomero
del pueblo y tal vez recuerde todo el asunto.
Tú me comprendes, ¿verdad? Ahora
que Luke Pratt ha muerto y yace enterrado junto a su mujer, con una lápida
sobre sus restos, como corresponde a un hombre de bien, no debo meterme a
remover el pasado, ofendiendo su memoria. Ambos han muerto, lo mismo que su
hijo. Bastantes molestias hubo en ocasión de la muerte de Luke.
¿Que cómo ocurrió? Una mañana fue
encontrado muerto en la playa y hubo una encuesta del forense al respecto.
Tenía unas señales en el cuello, pero no lo habían robado. El veredicto fue que
había encontrado la muerte «a manos o por los dientes de una persona o animal
desconocido», porque la mitad del jurado creía que podía haber sido un perro
grande, que lo había derribado y lo había estrangulado, aunque la piel del
cuerpo no había sido desgarrada. Nadie sabía a qué hora había salido de casa ni
dónde había estado. Se le encontró caído de espaldas por encima del límite que
alcanza la marea, y una vieja sombrerera de cartón, que había pertenecido a su
mujer, yacía abierta junto a su mano. La tapadera se había salido. Según
parecía él la había usado para llevar a casa una calavera —los médicos son muy
aficionados a coleccionar esas cosas—. La calavera había salido rodando y había
ido a parar junto a su cabeza. Era una calavera notable por lo bien conformada
que estaba, más bien pequeña y muy blanca, con todos los dientes. Es decir, con
todos los dientes del maxilar superior, porque cuando la vi por primera vez no
conservaba el inferior.
Sí, yo la encontré cuando me
instalé aquí. ¿Sabes? Era muy blanca y pulimentada, como algo que se destina
para guardarlo en una vitrina, y la gente no sabía de dónde había salido, ni
tampoco qué hacer con ella. La volvieron a meter dentro de la sombrerera y la
pusieron en un estante del armario del dormitorio principal. Como es natural,
me la enseñaron cuando tomé posesión de la casa. Además, me llevaron a la playa
para enseñarme el lugar donde habían encontrado a Luke, y un viejo pescador me
explicó cómo yacía, con la calavera junto a él. El único extremo que no podía
explicar era por qué la calavera había rodado hacia arriba por la pendiente de
la playa, hasta la cabeza de Luke, en lugar de hacerlo cuesta abajo hasta sus
pies. En aquel momento no me llamó la atención, pero después he reflexionado a
menudo en ello, porque el lugar es bastante inclinado. Mañana te llevaré allí, si
quieres. Puse después como señal un montón de piedras.
Cuando él cayó, o fue derribado
—no sabemos qué ocurrió exactamente—, la sombrerera pegó contra la arena, la
tapadera saltó y aquello salió rodando. Debió haber rodado cuesta abajo, pero
no lo hizo. Estaba muy cerca de su cabeza, casi tocándola, y mirando hacia él.
Ya digo que no me chocó cuando aquel hombre me lo contó. Pero después no pude
evitar el pensar en ello una y otra vez, hasta que llegué a verlo como en
fotografía cuando cerraba los ojos, y entonces empecé a preguntarme por qué
aquella condenada cosa había rodado hacia arriba, en lugar de hacia abajo, y
por qué se había parado junto a la cabeza de Luke en lugar de en cualquier otro
sitio, una yarda más lejos, por ejemplo.
Naturalmente, querrás saber a qué
conclusión llegué, ¿verdad? De todos modos, no fue una conclusión que explique
por qué rodó así. Pero al cabo del tiempo se me metió en la cabeza otra cosa
que hizo que me sintiera extremadamente desasosegado.
¡Oh, no quiero decir que se tratase
de algo sobrenatural! Puede haber fantasmas y puede no haberlos. Si hay, no me
siento inclinado a creer que puedan hacer daño a los vivos, a no ser
aterrorizándolos, y por mi parte prefiero enfrentarme con cualquier clase de
fantasma antes que con la bruma en el Canal, cuando está alborotado. No. Lo que
me inquietó fue una idea disparatada, eso es todo, y no puedo decir cómo surgió
ni qué es lo que hizo que llegase a convertirse en certeza.
Estaba una tarde pensando en Luke
y en su pobre mujer, con mi pipa y con un libro insulso ante mí, cuando se me
ocurrió que tal vez la calavera pudiera ser la de ella, y desde entonces nunca
he logrado desembarazarme de ese pensamiento. Sin duda me dirás que eso no
tiene sentido, que la señora Pratt fue enterrada como una cristiana y que yace
en el cementerio, donde la pusieron, y que es completamente monstruoso suponer
que su marido conservó su calavera en el dormitorio, dentro de la vieja
sombrerera. Lo mismo da. Contra lo que parece razonable, de sentido común y más
probable, estoy convencido de que así lo hizo. Los médicos hacen todo género de
cosas extrañas, que nos pondrían carne de gallina a las personas como tú y como
yo, y ésas son precisamente las cosas que no nos parecen a nosotros probables,
lógicas ni sensatas.
¿Comprendes, entonces? Si
realmente era la calavera de la pobre mujer, el único modo de explicar que él
la conservara, es que la había asesinado, y que lo hizo por el mismo
procedimiento con que la mujer de mi relato asesinaba a sus maridos, y que él temía
que algún día hubiese un examen del cadáver que pudiera delatarlo. Sabrás que
también les conté eso y creo que verdaderamente ocurrió hace cincuenta o
sesenta años. Exhumaron las tres calaveras, ¿comprendes?, y encontraron que en
cada una había una bolita de plomo que resonaba al moverla. Eso fue lo que
llevó a la mujer a la horca. Luke se acordó de eso, estoy seguro. No quiero
pensar qué es lo que hizo cuando pensó en ello: no siento inclinación por las
cosas morbosas, y me figuro que tú tampoco la tendrás. ¿No es así? No. Si la
tienes, puedes suplir tú mismo lo que falta en la historia.
Más bien debe de haber sido
horrendo, ¿eh? Desearía no imaginar todo el asunto de la manera tan clara como
lo hago, exactamente como debe de haber ocurrido. Lo hizo la víspera del
entierro, no tengo duda de ello; cuando el ataúd ya había sido cerrado y la
criada estaba durmiendo. Apostaría cualquier cosa a que después de hacerlo,
puso en su lugar algo debajo del sudario, para llenar el hueco y que pareciese
que era aquello. ¿Qué es lo que supones que pondría debajo del sudario?
No me extrañaría que me echases
en cara lo que te estoy contando. Te dije primero que no quiero saber qué es lo
que ocurrió y que me repugna pensar en cosas morbosas, y luego me pongo a
describirte todo el asunto como si lo hubiera visto. Estoy completamente seguro
de que lo que puso dentro fue la bolsa de ella. Recuerdo muy bien aquella bolsa
porque solía usarla todas las tardes. Era de felpa gris y, estando
completamente llena, debía de tener el mismo tamaño que… ya comprendes. Sí,
¡otra vez vuelvo a lo mismo! Puedes reírte de mí pero tú no vives solitario
aquí, donde se cometió aquello, y tú no contaste a Luke la historia del plomo
fundido. Yo no soy nervioso, te lo repito, pero a veces empiezo a comprender
por qué lo son muchas personas. Cuando estoy solo, le doy vueltas y más vueltas
a todo esto y sueño con ello, y cuando eso empieza a gritar…, bueno,
francamente, ese ruido me gusta tan poco como a ti, aunque ya tendría que
haberme acostumbrado a él.
No debía de ponerme nervioso. Yo
he navegado a bordo de un barco hechizado. Llevábamos un espectro en la cofa y
dos tercios de la tripulación murieron de fiebres tropicales en el plazo de
diez días, después de que anclamos. También he presenciado algunas escenas
horribles, igual que tú y que todos nosotros. Pero nada quedó tan grabado en mi
memoria como esto.
¿No sabes? He tratado de
desembarazarme de esa cosa, pero parece que no le gusta. Quiere permanecer
allí, en su sitio, dentro de la sombrerera de la señora Pratt, en el armario
del dormitorio principal. No está contenta en ningún otro sitio. ¿Qué cómo lo
sé? Porque lo he intentado. No te imaginabas que lo hubiera intentado, ¿verdad?
Mientras está allí, sólo grita de vez en cuando, generalmente en esta época del
año, pero si la saco de casa grita durante toda la noche y ninguna criada
quiere permanecer aquí más de veinticuatro horas. A menudo me han dejado solo y
en una ocasión me he visto obligado a arreglármelas por mí mismo durante toda
una quincena. Actualmente nadie del pueblo querría pasar una noche bajo estos
techos, y en cuanto a vender la casa, o por lo menos alquilarla, no hay que
pensar en ello. Las viejas comadres dicen que si permanezco aquí terminaré mal
antes de que pase mucho tiempo.
No me asusta eso. Sonríes ante la
mera idea de que alguien pueda tomar en serio tal insensatez. Es una completa
insensatez, de acuerdo. ¿No te dije yo mismo que al fin y al cabo sólo se
trataba de un ruido, cuando tuviste un estremecimiento y lanzaste una mirada
alrededor, como si esperases ver alzarse un fantasma detrás de tu asiento?
Quizás esté yo equivocado en lo
que se refiere a la calavera y, cuando puedo, prefiero creerlo así. Tal vez se
trate de un curioso ejemplar que Luke haya conseguido hace mucho tiempo, y que
tenga dentro un guijarro, o un trozo de arcilla endurecida, o cualquiera otra
cosa que suena cuando se agita la calavera. Las calaveras que han estado mucho
tiempo abandonadas tienen generalmente algo dentro que suena, ¿verdad? No; sea
lo que fuere, nunca he tratado de sacarlo; temo que sea plomo, ¿no comprendes?
Y si lo es, no quiero saberlo, prefiero no estar seguro por completo. Si
realmente es plomo, soy tan asesino como sí yo mismo hubiera cometido el
crimen. Creo que nadie debe ver eso. Mientras no lo sepa con certeza, tengo el
consuelo de decirme a mí mismo que es una completa y ridícula insensatez, que
la señora Pratt murió de muerte natural y que la hermosa calavera era de cuando
Luke estudiaba en Londres. Pero si llegara a estar completamente seguro, creo
que tendría que abandonar la casa. Ya lo creo, estoy completamente convencido.
Así como así, ya he tenido que renunciar a dormir en el dormitorio principal,
donde está el armario.
Me preguntas por qué no la arrojo
al estanque. Sí, pero, por favor, no la llames maldita porquería. No le gusta
que le pongan motes insultantes.
¿Oyes?
¡Dios mío, qué grito! ¡Ya te lo dije! Te has puesto completamente pálido. Llena
la pipa, acerca el sillón un poco más al fuego y echa otro trago. El ron añejo
holandés nunca ha hecho daño a nadie. Yo he visto en Java a un holandés beberse
medio frasco de Hulstkamp por la mañana sin que se le alborotase un pelo. Yo no
tomo mucho ron porque no le sienta bien a mi reuma, pero tú no eres reumático y
no te perjudicará. Además, fuera hay mucha humedad. El viento ha vuelto a
aullar y pronto soplará del sudoeste. ¿No oyes ccómo resuena en las ventanas? Por
el ruido parece que la marea está subiendo.
Si no hubieras dicho eso, no
habríamos vuelto a oír esa cosa. Estoy casi completamente convencido de ello.
¡Ah, sí! Si prefieres decir que ha sido una coincidencia, me parece muy bien,
pero me gustaría que no le volvieses a poner motes, si es que no te importa.
Quizá lo pueda oír la pobre mujer y tal vez le parezca ofensivo, ¿sabes?
¿Fantasmas? ¡No! No se puede llamar fantasma a algo que se puede tener entre
las manos en pleno día, y mirarlo, y que suena cuando se agita. ¿No te parece?
Es algo que oye y que entiende; eso no admite duda.
Al principio intenté dormir en el
dormitorio principal, cuando vine a la casa, precisamente porque era el mejor y
el más confortable, pero tuve que desistir. Era el dormitorio de ellos y allí
está la cama donde ella murió, y el armario está empotrado en el muro, cerca de
la cabecera, a la izquierda. Allí es donde le gusta que la guarde, dentro de la
sombrerera. Después de mi instalación aquí, sólo dormí quince días en esa
habitación. Luego la abandoné y ocupé el cuartito de la planta baja, próximo a
la sala de consultas, donde Luke solía pasar la noche cuando esperaba la
llamada de un paciente.
Siempre he dormido muy bien
estando en tierra. Normalmente ocho horas, de 11 a 7 si estoy solo, y de 12 a 8
si tengo conmigo algún amigo. Pero en esa habitación no podía seguir durmiendo
después de las 3 de la mañana, de las 3,15 para ser exacto. Lo comprobé con mi
viejo cronómetro de bolsillo, que aún marcha muy bien, y siempre era a las 3,17
exactamente. Yo me pregunto si ésa fue la hora en que ella murió.
No era lo que acabas de oír. Si
hubiera sido eso, no podría haberlo resistido ni dos noches. Era como un
estremecimiento y un jadeo dificultoso y doliente que duró unos segundos dentro
del armario, y no me hubiera podido despertar en circunstancias normales, estoy
seguro. Supongo que en eso eres igual que yo y que muchos otros que han
navegado. Los ruidos naturales no nos molestan en absoluto, ni siquiera toda la
baraúnda de un velero cuando se ha puesto al pairo en medio de una dura
tormenta o cuando está escorando ante el viento. Pero si un lapicero se mueve
haciendo ruido dentro del cajón de la mesa del camarote, nos despertamos al
momento. Así es, ¿no te parece? Pues bien, el ruido del armario no era más
fuerte que eso, pero me despertó instantáneamente.
Dije que era como un
estremecimiento. Sé lo que quiero decir, pero es difícil explicarlo sin que
parezca que se está diciendo tonterías sin sentido. Claro que exactamente no se
puede oír estremecerse a una persona. Todo lo más que se podrá oír es el rápido
paso de una inspiración por entre los labios separados y los dientes cerrados,
y el sonido casi imperceptible de ropa que se mueve súbita, aunque muy
ligeramente. Así fue aquello.
Ya sabes cómo se adivina lo que
un velero va a hacer, dos o tres segundos antes de que lo haga, cuando se está
al timón. Los jinetes dicen lo mismo del caballo, pero eso es menos extraño,
porque un caballo es un animal vivo, con sus propios sentidos. En cambio,
solamente los poetas y la gente de tierra hablan de un barco como si fuera un
ser vivo y todo eso. Pero en cierto modo siempre me ha parecido que un barco en
el mar, además de ser una máquina de vapor o de vela para transportar cargas,
es un instrumento sensible y un medio de comunicación entre la naturaleza y el
hombre, especialmente el hombre que está al timón, si es gobernado a mano. El
barco toma sus impresiones directamente del viento y del mar, de las mareas y
de las corrientes, y las transmite a la mano del hombre, lo mismo que la
telegrafía sin hilos coge las corrientes interrumpidas allá arriba y las envía
acá abajo en forma de mensaje.
Ya sabes a lo que voy. Sentí que
algo se estremecía dentro del armario, y lo sentí tan claramente que llegué a
oírlo —aunque allí no podía haber nada que se oyera—, y el ruido que oí en mi
interior me despertó súbitamente. Pero el otro ruido también lo oí en realidad.
Sonaba apagado, como si estuviera dentro de una caja, tan alejado como si
viniera desde un teléfono muy distante. Sin embargo, yo sabía que sonaba dentro
del armario, cerca de la cabecera de mi cama. Ni se me pusieron los pelos de
punta, ni se me heló la sangre en aquella ocasión. Me sentí molesto
simplemente, porque me hubiera despertado algo que no tenía por qué hacer
ruido, menos aún que un lapicero que se moviese dentro del cajón de la mesa de
mi camarote a bordo. No comprendí aquello; supuse que el armario tendría alguna
comunicación con el exterior y que el viento la había encontrado y soplaba a
través de ella con una especie de quejido muy tenue. Encendí una cerilla y miró
el reloj: eran las 3,17. Luego me di la vuelta y me puse a dormir sobre el oído
derecho. Es el bueno; soy casi sordo del otro, porque cuando era muchacho me
golpeé con él en el agua tirándome desde la verga del trinquete. Fue algo
estúpido, pero la consecuencia es muy conveniente cuando quiero dormirme y hay
mucho ruido.
Esto fue la primera noche y
después volvió a ocurrir lo mismo numerosas veces, pero no con regularidad. Fue
siempre a la misma hora, ni un segundo más ni menos; quizás a veces estuviese
durmiendo sobre el oído bueno y otras veces no. Examiné el armario y no tenía
ninguna rendija por donde pudiese entrar el viento o cualquier otra cosa: la
puerta encajaba perfectamente. Supongo que la hicieron así para impedir que
entrasen polillas. La señora Pratt debía de guardar allí su ropa de invierno,
porque huele todavía a alcanfor y a trementina.
Al cabo de unos quince días ya
estaba harto de ruidos. Hasta entonces me había estado diciendo a mí mismo que
sería estúpido rendirse a aquello y sacar de la habitación la calavera. A la
luz del día las cosas parecen siempre distintas, ¿no es verdad? Pero la voz se
fue haciendo más fuerte —creo que se puede llamar una voz—, e incluso consiguió
entrar en mi oído sordo una noche. Me di cuenta de esto estando completamente
despierto, porque tenía mi oído bueno aplastado contra la almohada, y en esa
posición no tenía que haber sentido ni la sirena de un barco. Pero lo oí y eso
me hizo perder la sangre fría, a no ser que me asustara, porque a veces las dos
cosas son muy distintas. Encendí una cerilla, me levanté, abrí el armario, cogí
la sombrerera y la tiré por la ventana lo más lejos que pude.
En seguida se me pusieron los
cabellos de punta. Aquello gritaba por el aire como una granada del treinta y
medio. Había caído al otro lado de la carretera. La noche estaba oscurísima y
no pude ver dónde cayó, pero sabía que había sido al otro lado de la carretera.
La ventana da exactamente sobre la puerta principal, hay quince yardas más o
menos, hasta la valla del jardín, y la carretera tiene diez yardas de ancho. Detrás
hay un seto muy espeso, que se extiende a lo largo del prado que pertenece a la
vicaría.
Aquella noche no dormí mucho más.
No había pasado más que media hora desde que había arrojado la sombrerera,
cuando oí un grito fuera, como el que hemos oído esta noche, pero peor, diría
yo que más desesperado, y quizá fuera mi imaginación, pero hubiera jurado que
los gritos sonaban cada vez más cerca. Encendí la pipa y estuve durante un rato
paseando arriba y abajo. Luego cogí un libro y me senté a leer, pero que me
ahorquen si puedo acordarme de lo que leí o siquiera del título del libro,
porque de vez en cuando surgía un grito que hubiera hecho a un muerto
revolverse en su ataúd.
Un poco antes del amanecer,
alguien llamó a la puerta de la calle. No cabía ninguna duda de que no podía
tratarse de otra cosa y abrí la ventana y miré hacia abajo, porque sospechaba
que era alguien que quería ver al nuevo doctor, suponiendo que habría tomado la
casa de Luke. Más bien era un alivio escuchar una llamada humana después de
aquel espantoso ruido.
Desde arriba no se puede ver la
puerta a causa del porche. El golpeteo sonó de nuevo y yo grité, preguntando
quién era, pero nadie me contestó, aunque los golpes fueron repetidos. Volví a
gritar y dije que el doctor ya no vivía aquí. Tampoco hubo respuesta, pero se
me ocurrió que tal vez se tratase de un viejo campesino, sordo como una tapia.
De modo que cogí la vela y bajé a abrir la puerta. Te doy mi palabra de que ya
no pensaba en aquello y que casi había olvidado los otros ruidos. Bajé
convencido de que iba a encontrar a alguien fuera, en los escalones de la
puerta, con un aviso. Puse la vela sobre la mesa del vestíbulo, de modo que el
viento no la apagase al abrir. Mientras descorría el anticuado cerrojo, oí otra
vez el golpeteo. No era muy fuerte y recuerdo que, entonces que estaba junto a
él, noté que tenía una extraña resonancia a hueco, pero de verdad que creí que
lo hacía alguien que quería entrar.
No era así. Fuera no había nadie,
pero al abrir la puerta hacia dentro, apartándome un poco a un lado para poder
ver inmediatamente el exterior, algo cruzó rodando el umbral y vino a parar a
mis pies.
Al sentirlo, retrocedí de un
salto, pues antes de mirar al suelo sabía lo que era. No puedo decirte por qué
lo sabía, y parecerá desprovisto de razón, porque sigo estando absolutamente
seguro de que había arrojado aquello al otro lado de la carretera. Es una
ventana de dos hojas que se pueden abrir de par en par, y al lanzarlo había
tomado mucho impulso. Además, cuando por la mañana temprano salí de casa,
encontré la sombrerera más allá del seto.
Pensarás que se abrió al tirarla
y que la calavera se salió de ella. Eso es imposible, porque nadie podría
lanzar tan lejos una sombrerera vacía. Está fuera de duda. Puedes intentar, si
quieres, lanzar una bola de papel o un huevo hueco a veinticinco yardas de
distancia.
Prosigamos. Cerré la puerta y
eché el cerrojo; recogí aquello cuidadosamente y lo puse en la mesa junto a la
vela. Hice todo mecánicamente, igual que en los momentos de peligro se hace por
instinto lo que se debe hacer, sin meditarlo en absoluto…, a no ser que se haga
lo contrario. Quizá parezca extraño, pero creo que mi primer pensamiento fue
que tal vez viniese alguien y me encontrara allí, en el umbral, mientras
aquella cosa yacía a mis pies, un poco ladeada y levantando sus ojos vacíos
hacia mí, como si quisiera acusarme. Las luces y las sombras que la vela
lanzaba, jugaban en las cuencas de los ojos cuando la dejé sobre la mesa, de
modo que parecían abrirse y cerrarse en dirección a mí. Después la vela se
apagó inesperadamente, aunque la puerta estaba perfectamente cerrada y no
soplaba la menor ráfaga. Tuve que gastar por lo menos media docena de cerillas
para volverla a encender.
Me senté casi de golpe, sin saber
en absoluto por qué. Probablemente me había asustado mucho, y reconocerás que
no es muy vergonzoso el sentirse aterrorizado ante aquello. La calavera había
vuelto a casa y quería volver arriba, dentro de su armario. Seguí sentado y me
la quedé mirando un rato, hasta que empecé a sentir mucho frío. Luego la cogí,
la subí y la puse en su sitio, y recuerdo que le hablé y le prometí que le
traería su sombrerera por la mañana.
¿Querrás saber si permanecí en la
habitación hasta que empezó a amanecer? Pues sí, pero dejé una luz encendida y
me senté fumando y leyendo, lleno de terror, naturalmente; de auténtico e
innegable miedo, y no debes llamarlo cobardía, porque no es lo mismo. Si lo
hubiese sido, no habría permanecido solo, con aquello dentro del armario; me
habría muerto de espanto, aunque no soy más miedoso que otros. ¡Hombre, date
cuenta! ¡Había cruzado la carretera por sí misma, había subido sola los
escalones del porche y había llamado a la puerta para que la dejase entrar!
Al amanecer me puse las botas y
salí a buscar la sombrerera. Tuve que dar un buen rodeo para entrar en el prado
por la puerta que da a la carretera general, y encontré la sombrerera abierta
colgando, por el lado interior del seto. Había quedado enganchada a unas
ramitas por la cinta que le servía de asa, y la tapa se había caído y yacía en
el suelo, debajo de ella. Esto demuestra que no se abrió hasta que fue a parar
allí; y si no se abrió al salir disparada por mí, lo que estaba dentro también
tuvo que llegar al otro lado de la carretera.
Eso es todo. Subí la sombrerera
al dormitorio, metí dentro la calavera, la guardé en el armario y lo cerré.
Cuando la criada me trajo el desayuno, dijo que lo sentía mucho, pero que tenía
que dejar la casa, y no se preocupó de si perdía su salario del mes. La miré y
su cara estaba verdosa y amarillenta. Fingí sorprenderme y le pregunté qué era
lo que le pasaba, pero fue completamente inútil, pues se volvió a mí y me dijo
que quería saber si pensaba permanecer en una casa encantada y que cuánto
tiempo esperaba vivir si lo hacía así, pues aunque había notado que a veces yo
era un poco duro de oído, no creí que pudiera volver a dormir con todos
aquellos gritos, y que si podía dormir, ¿por qué había estado entre tres y
cuatro de la mañana moviéndome por toda la casa y abriendo y cerrando la
puerta? No tuve respuesta a eso.
Me había oído y se marchó. Quedé
abandonado a mí mismo. Bajé al pueblo aquella misma mañana y encontré una mujer
que estaba dispuesta a hacerme la comida y lo poco que hubiera de trabajo, con
la condición de ir a su casa a dormir. En cuanto a mí, aquel mismo día me mudé
a la planta baja y desde entonces nunca he vuelto a intentar dormir en el
dormitorio principal. Al poco tiempo, encontré en Londres una pareja de
hermanas como criadas, escocesas y ya maduras, y durante mucho tiempo las cosas
estuvieron bastante tranquilas. Empecé por decirles que la casa estaba en un
lugar muy expuesto al viento, que soplaba mucho en torno a ella en otoño e
invierno, lo que le había creado una mala reputación en el pueblo, por ser la
gente de Cornualles muy dada a las supersticiones y a las historias de
aparecidos. Las dos toscas y pelirrojas campesinas casi sonrieron al oírlo y
contestaron con mucho desprecio que no tenían en ninguna consideración a ningún
espectro meridional, fuese lo que fuese, pues habían estado sirviendo en dos
casas encantadas de Inglaterra y nunca habían visto allí ni siquiera al «Niño
de Gris», que, en cambio, era tan corriente en su Forfashire natal.
Estuvieron conmigo durante
algunos meses y mientras permanecieron en casa tuvimos paz y tranquilidad. Una
de ellas ha vuelto y está aquí ahora, pero se marchó con la hermana aquel año.
Es la cocinera y se casó con el sepulturero, que trabaja aquí, en el jardín.
Así es la cosa. Este pueblo es pequeño y él no tiene mucho trabajo, y entiende
bastante de floricultura para poder ayudarme estupendamente. Hace la mayor
parte de las faenas pesadas, porque, aunque me gusta mucho el ejercicio, se me
van poniendo un poco torpes las articulaciones. Es un tipo tranquilo y
silencioso, que no se preocupa más que de sus asuntos. Era viudo cuando vino
aquí. Se llama Trehearn, Jaime Trehearn. Las hermanas escocesas no querían
admitir que hubiese algo extraño en la casa, pero cuando llegó noviembre me
advirtieron que tenían que marcharse, buscando la excusa de que la capilla
presbiteriana estaba muy lejos de aquí, en el próximo pueblo, y que ellas no
podían asistir a nuestra iglesia. Pero la más joven volvió en primavera y, tan
pronto como le publicaron las amonestaciones, se casó con Jaime Trehearn ante
el vicario, y, a lo que parece, desde entonces no ha tenido escrúpulos en
asistir a sus sermones. Si ella está satisfecha, también yo lo estoy por
completo. La pareja vive en su casita, que da al cementerio.
Supongo que te estarás
preguntando qué tiene que ver todo esto con lo que te estaba contando. Estoy
tan solo, que cuando un viejo amigo viene a verme, me pongo a hablar, a veces
sólo con el objeto de oír mi propia voz. Pero en este caso hay realmente una
conexión de ideas. Fue Jaime Trehearn quien enterró a la pobre señora Pratt, y
después a su marido dentro de la misma sepultura, que no está muy lejos de la
parte trasera de su casa. Ésa es la conexión que tengo en la cabeza. ¿Sabes? Es
bastante clara. Él sabe algo; estoy completamente seguro de ello, aunque es un
fulano muy reticente.
Sí, ahora estoy solo en casa por
la noche, porque la esposa de Trehearn es la que se encarga de todo, y cuando
tengo un invitado, la sobrina del sepulturero viene para servir a la mesa.
Durante el invierno él viene a recoger a su mujer todas las noches, pero en
verano, que hay luz todavía, se marcha ella sola. No es una mujer nerviosa,
pero ahora está mucho menos segura de sí que solía estar cuando decía que no
había espectros dignos de ser considerados por una escocesa en Inglaterra.
¿Verdad que es divertida la idea de que Escocia tiene el monopolio de lo
sobrenatural? Un extraño género de orgullo nacional. Yo así lo llamo. ¿No te
parece?
Buen fuego, ¿verdad? Cuando la
madera de los naufragios prende al fin, creo que no hay nada comparable. Sí,
conseguimos grandes cantidades de ella, porque siento decirte que aún hay
muchos naufragios por aquí. Es una costa abandonada y se puede tener toda la
leña que se quiera sólo con tomarse la molestia de traerla. Trehearn y yo
pedimos prestado un carro de vez en cuando y lo traemos cargado desde el Spit.
Me molesta la lumbre de carbón pudiendo proporcionarme leña de cualquier clase.
Un buen leño siempre sirve de compañía, aunque sólo se trate de un pedazo de maderamen
de cubierta o de una cuaderna aserrada, y la sal que aún conservan adherida
hace saltar bonitas chispas. ¡Mira cómo vuelan; como fuegos artificiales
japoneses! Te doy mi palabra: con un viejo amigo, un buen fuego y una pipa se
olvida uno de todo lo que tenga que ver con esa cosa del piso de arriba, sobre
todo ahora que el viento se ha calmado algo. Pero sólo es un remanso, porque
antes de mañana soplará un vendaval.
¿Crees que te gustaría ver la
calavera? No tengo inconveniente. No hay razón para que no le eches un vistazo,
y, además, nunca has visto una más perfecta en tu vida, quitando que le faltan
dos de los dientes delanteros del maxilar inferior.
¡Ah, sí! Aún no te había dicho
nada del maxilar inferior. Trehearn lo encontró en el jardín la primavera
pasada, mientras cavaba una fosa para plantar espárragos. Sabrás que aquí
plantamos espárragos a seis u ocho pies de profundidad. Sí, sí, me había
olvidado de contarte eso. Estaba cavando vigorosamente, lo mismo que cuando
cava una sepultura… Si quieres tener una buena plantación de espárragos te
aconsejo que busques a un sepulturero para que te la haga. Esos tipos tienen
una habilidad maravillosa para esa clase de trabajo.
Había
profundizado Trehearn tres pies, cuando tropezó con una capa de cal en uno de
los lados de la zanja. Ya había notado él que la tierra estaba allí más blanda,
aunque dijo que no había sido removida desde hacía muchos años. Supongo que a
él le parecería que ni siquiera la cal vieja servía para una capa de
espárragos, así que la deshizo y la tiró fuera. Estaba bastante dura, y
formando grandes terrones y, arrastrado por la fuerza de la costumbre, rompió
los terrones con la azada cuando los depositó fuera del hoyo junto a él. El
maxilar de una calavera apareció en uno de los pedazos. Él cree que debe de
haber golpeado los dos dientes de delante al romper la cal, pero no los vio por
ninguna parte. Es muy experto en esas cosas, como puedes figurarte, y en el
acto dijo que el mmaxilar había pertenecido
probablemente a una mujer joven y que los dientes estaban completos cuando la
enterraron. Me la trajo y me preguntó si quería conservarla, porque, si no,
dijo que la echaría en la primera fosa que hiciese en el cementerio, pues
suponía que era la mandíbula de un cristiano y debía tener un enterramiento
decente, estuviese donde estuviese el resto del cuerpo. Yo le dije que los
médicos meten huesos en cal viva para dejarlos bien blancos, que suponía que el
doctor Pratt había hecho en alguna ocasión un foso, con un poco de cal, en el
jardín, con esa intención, y que después había olvidado el maxilar.
Trehearn me miró calmosamente.
«Tal vez encaja en esa calavera que solía estar en el armario de arriba, señor
—dijo—. Quizás el doctor Pratt había puesto la calavera en la cal para
limpiarla, o algo así, y cuando la retiró se dejó la mandíbula dentro. Hay
algunos cabellos humanos adheridos a la cal, señor».
Vi que los había y que era como
decía Trehearn. Si él no sospechaba nada, ¿por qué diablos había sugerido que
la mandíbula podía encajar en la calavera? Por otra parte, encajó
efectivamente. Eso prueba que él sabe más de lo que quiere contar. ¿Crees que
miraría antes de que la enterraran? ¿O quizá cuando enterró a Luke en la misma
fosa…?
Bueno, es inútil volver sobre
eso, ¿verdad? Le dije que conservaría la mandíbula con la calavera, la subí al
piso de arriba y la encajé en su sitio. No hay la menor duda de que pertenece a
la calavera y juntas están.
Trehearn sabe varias cosas. Hace
ya bastante tiempo estábamos hablando de enjalbegar la cocina y se le ocurrió
recordar que no se había vuelto a hacer desde la misma semana en que murió la
señora Pratt. No dijo que el albañil debía de haber dejado un poco de cal en el
mismo sitio, pero lo pensó, y era exactamente la misma cal que había encontrado
en el foso para los espárragos. Trehearn sabe muchas cosas. Es uno de esos
tipos callados y observadores, que relacionan muy bien unas cosas con otras.
Además, la sepultura está muy cerca de la espalda de su casa y él es uno de los
hombres más diestros que he visto para manejar el azadón. Si él hubiera querido
saber la verdad, podía haberlo hecho, y nadie más lo hubiera sabido a no ser
que él mismo lo contara. En un pueblo tranquilo como el nuestro, la gente no se
pasa la noche en el cementerio para ver si el sepulturero trabaja por su cuenta
entre las diez de la noche y la madrugada.
Lo que es terrible es pensar en
los proyectos de Luke —si es que hizo eso—, en su tranquila seguridad de que
nadie lo descubriría y, sobre todo, en su sangre fría, pues aquello debió de
ser extraordinario. A veces pienso que es bastante duro vivir en el lugar en
que fue cometido aquello, si es que en realidad fue cometido. Siempre lo puse
en duda, ¿sabes? Por respeto a su memoria y un poco por mi propia tranquilidad.
Ahora subiré y antes de un minuto
estoy con la sombrerera. Enciéndome la pipa. ¡No hay prisa! Hemos cenado muy
pronto y sólo son las 9,30. Nunca consiento que un amigo se vaya a la cama
antes de las doce y con menos de tres vasos dentro del cuerpo. Puedes tomar
todos los que quieras, pero menos de tres no, en memoria de los viejos tiempos.
Otra vez se está levantando el
viento, ¿no oyes? Aquella calma era sólo un remanso y vamos a tener una noche
mala.
Ocurrió una cosa que me
sobrecogió un poco cuando descubrí que la mandíbula encajaba perfectamente. Yo
no me asusto de ese modo fácilmente, pero he visto a muchas personas tener un
sobresalto, expulsando vivamente la respiración, cuando creen que están solas y
al volverse de repente ven que hay alguien muy cerca de ellas. Nadie puede
llamarlo miedo. ¿Verdad que tú no lo llamarías así? No. Pues bien, precisamente
cuando estaba poniendo el maxilar en su sitio, debajo de la calavera, los
dientes se cerraron bruscamente sobre mi dedo. Experimenté la misma sensación
que si me hubiera mordido fuertemente, y confieso que di un respingo antes de
darme cuenta de que había apretado con la otra mano la calavera y la mandíbula
al mismo tiempo. Te aseguro que no estaba nervioso en absoluto. Además, era en
pleno día, un hermoso día por cierto, y el sol entraba a raudales en el
dormitorio principal. Era absurdo ponerse nervioso y sólo se trataba de una
súbita impresión falsa, pero, en realidad, me puse bastante turbado. No pude
remediar el pensar en el extraño veredicto del jurado con ocasión de la muerte
de Luke: «A manos o por los dientes de una persona o animal desconocido». Desde
este momento he sentido no haber visto aquellas señales en su cuello, aunque la
mandíbula inferior faltaba entonces.
He visto muchas veces a un hombre
cometer con sus manos actos insensatos sin darse cuenta en absoluto de ello.
Una vez vi a un hombre colgado de un cabo de la toldilla, echado hacia atrás
por fuera de la borda y poniendo todo su peso, y estaba cortando con el
cuchillo que tenía en la otra mano el cabo, cuando conseguí rodearlo con mis
brazos. Estábamos en mitad del océano y marchábamos a veinte nudos. No tenía la
menor idea de lo que estaba haciendo, lo mismo que yo tampoco la tuve cuando me
cogí el dedo entre los dientes de la calavera. Ahora lo percibo. Era
exactamente como si estuviera viva e intentara morderme. Y lo habría hecho si
hubiera podido, porque yo sé que ella me odia. ¡La pobre! ¿Crees que lo que
suena dentro será un trozo de plomo realmente? Está bien ahora mismo traigo la
sombrerera, y si lo que hay dentro acierta a caer en tus manos, es asunto tuyo.
Si sólo es un pedazo de tierra o un guijarro, todo el asunto dejará de
preocuparme y no creo que vuelva a pensar en la calavera. Yo en cierto modo, no
puedo decidirme a sacar lo que contiene por mí mismo. La mera idea de que puede
ser plomo me desasosiega terriblemente, aunque he llegado al convencimiento de
que lo sabré dentro de poco. Lo sabré con certeza. Estoy seguro de que Trehearn
lo sabe, pero es un tipo tan callado…
Ahora mismo subo y la bajo.
¡Cómo! ¿Que sería mejor que vinieses conmigo? ¡Ja, ja! ¿Crees que tengo miedo
de una sombrerera y de un ruido? ¡Qué insensatez!
¡Maldita vela! ¡Se ha apagado!
¡Como si esa estúpida calavera comprendiese para qué la necesito! Fíjate, la
tercera cerilla. Tienen bastante llama para encender la pipa. ¡Ahí tienes! Es
una caja nueva, recién sacada del bote donde las guardo para preservarlas de la
humedad. ¡Ah! ¿Crees que el cabo de la vela está húmedo? Bueno, encenderé esta
condenada vela en el fuego. Éste no se apagará, pase lo que pase. Sí,
chisporrotea un poco pero ahora quedará encendida. Luce como cualquier vela,
¿verdad? El caso es que por aquí no son muy buenas las velas. No sé de dónde
las traen, pero de vez en cuando dan una luz apagada, con una llama verdosa que
arroja chispas, y además me fastidian muchas veces porque se apagan solas. Esto
no tiene remedio porque falta mucho para que nos pongan electricidad en el
pueblo. Es una mala luz, ¿eh? ¿Crees que haría mejor dejando la vela y cogiendo
la lámpara? No me gusta llevar lámparas, ésa es la verdad. En la vida se me
cayó una, pero siempre he pensado que se puede caer y es terriblemente
peligroso. Además, estoy acostumbrado a estas asquerosas velas desde hace
tiempo.
Mientras
subo, puedes muy bien terminar ese vaso, porque no pienso dejar que te acuestes
con menos de tres. Por cierto que no tendrás que subir, porque te he puesto la
cama en el antiguo despacho, junto a la sala de consultas, que es donde yo
duermo. El caso es que nunca le digo a un amigo que duerma en el piso de
arriba. El último que lo hizo fue Crackenthorpe y dijo que no había pegado un
ojo en toda la noche. ¿Te acuerdas del viejo Crack? Se quedó en la Armada y le
han hecho almirante. Sí, ahora mismo voy; si no se apaga la vela. No podía
dejar de preguntarte si te acordabas de Crackenthorpe. Si alguien nos hubiera
dicho que aquel idiota flacucho
terminaría siendo el más afortunado de todos nosotros, nos hubiéramos reído
ante la idea. ¿No es así? A ti y a mí tampoco nos ha ido mal, ¿verdad…? Bueno,
ahora sí que subo. No quiero que pienses que estoy aplazando el momento con
chácharas. ¡Como si hubiese que me diese miedo! Si estuviese asustado te lo
diría con toda franqueza y te pediría que subieras conmigo.
Aquí está la caja. La he bajado con todo
cuidado, para no molestar a la pobre. ¿Sabes? Si al moverla la mandíbula se
volviera a separar, estoy seguro de que no le gustaría. Sí, se apagó la vela
mientras bajaba, pero fue a causa del viento que entraba por una ventana que no
cierra bien y que hay en el descansillo. ¿Has oído algo? Sí, ha sonado otro
grito. ¿Dices que estoy pálido? No es nada. El corazón no me funciona bien a
veces y he subido demasiado de prisa. Efectivamente, ésa es una de las razones
por las que prefiero vivir en el piso de abajo.
Sea de donde sea, el grito no ha
salido de la calavera, desde luego, porque tenía la caja en la mano cuando se
oyó el ruido y aquí está ahora. De modo que hemos comprobado definitivamente
que los gritos los produce otra cosa. No cabe la menor duda de que algún día
averiguaré lo que es. Seguramente una hendidura en la pared, o una grieta en la
chimenea, o una raja en el marco de la ventana. Así es como terminan todas las
historias de fantasmas en la vida real.
¿Sabes? Estoy sumamente contento
de que se me haya ocurrido subir a traer eso para que lo veas, porque ese
último grito aclara la cuestión. ¡Y pensar que he sido tan tonto como para
creer que la pobre calavera podía lanzar gritos, como si fuera algo vivo!
Ahora voy a abrir la caja,
sacaremos eso y lo miraremos a plena luz. Es algo espantoso pensar que la pobre
señora solía sentarse ahí, en tu sillón, tarde tras tarde, exactamente con la
misma luz, ¿no es así? Pero, bueno… He llegado al convencimiento de que todo es
una tontería del principio al fin y que se trata simplemente de una vieja
calavera que Luke guardaba de cuando era estudiante. Quizá la metiera dentro de
la cal con el mero objeto de blanquearla y después no pudo encontrar el
maxilar. ¿Ves? Sellé la cinta del asa después de poner la mandíbula en su
sitio, y escribí unas palabras en la tapa. Aún conserva la vieja etiqueta
blanca de la modista, con las señas de la señora Pratt, de cuando se la envió,
y como había espacio escribí en el margen: «Contiene una calavera, propiedad
que fue del difunto Luke Pratt, doctor en Medicina». Ignoro en absoluto por qué
escribí eso, a no ser que fuera con la idea de explicar cómo vino a parar a mis
manos. A veces no puedo evitar preguntarme qué clase de sombrero sería el que
vino en la sombrerera. ¿Qué color tendría? ¿No imaginas? ¿Sería un alegre
sombrero primaveral, adornado con bonitas plumas y cintas? Es curioso que la
misma caja guarde quizá la cabeza que lució el adorno… Pero no, hemos llegado a
la conclusión de que procede del hospital de Londres, donde Luke hizo sus
prácticas. Es mucho mejor mirarlo desde ese punto de vista, ¿verdad? No hay más
relación entre esa calavera y la pobre señora Pratt que la que existe entre mi
historia del plomo fundido y…
¡Dios santo! Toma la lámpara. No
dejes que se apague, si puedes evitarlo. En un segundo, cierro la ventana de
nuevo. ¡Digo! ¡Qué temporal! ¡Vaya, se apagó! ¡Ya te lo decía yo! No importa;
queda la lumbre del fuego. Conseguí cerrar la ventana. La falleba no estaba
bien echada. ¿Se ha caído de la mesa la sombrerera? ¿Dónde diablos ha ido a
parar? ¡Vaya! No se volverá a abrir porque he echado la tranca. Buena solución.
Una tranca de estas antiguas es lo mejor que hay. Ahora busca la sombrerera
mientras yo enciendo la lámpara. ¡Malditas sean estas cerillas del diablo! Sí,
una tea es mejor. Se tiene que encender en el fuego, no había caído en ello,
gracias. Ya está otra vez. ¡Vamos! ¿Dónde está la caja? Sí, ponla de nuevo en
la mesa y vamos a abrirla.
Es la primera vez que he visto
que el viento hiciese saltar esa ventana, pero en cierto modo ha sido un
descuido por mi parte al cerrarla mal la última vez. Sí, claro que he oído el
grito. Parecía como si girase en torno a la casa hasta que reventó contra la
ventana. Eso prueba que siempre se trató del viento y de nada más. ¿No te
parece? Cuando no era el viento era mi imaginación. Siempre he tenido mucha
imaginación; por lo menos, debo de haberla tenido, aunque no lo supiese. A
medida que nos vamos haciendo viejos nos vamos conociendo mejor. ¿No crees?
Ya que te estás llenando el vaso,
sírveme unas gotas de Hulstkamp sin agua, a modo de excepción. Ese ventarrón
húmedo me ha resfriado y con mi tendencia al reumatismo temo mucho haber cogido
un buen catarro, porque a veces parece que el frío se me clava en las articulaciones
para todo el invierno cuando consigue meterse.
¡Por San Jorge! ¡Buena medicina!
Voy a encender otra pipa ahora que estamos de nuevo tranquilos y en seguida
abriremos la sombrerera. Me alegro de que estuviéramos juntos al oír el último
grito, y con la calavera en la mesa, junto a nosotros, porque una cosa no puede
estar en dos sitios al mismo tiempo, y el ruido vino de fuera con toda certeza,
como todo ruido producido por el viento. ¿A ti te ha parecido que se oyó gritar
por toda la habitación al abrirse la ventana? Sí, yo también, pero es muy
natural cuando todo está abierto. Claro que fue el viento lo que oímos. ¿Qué
podía ser, si no?
Haz el favor de mirar aquí.
Quiero que veas que el sello está intacto antes de que, abramos la caja.
¿Quieres mis gafas? ¡Ah, no! Tienes las tuyas. Muy bien. El sello está entero y
puedes leer las palabras del lema fácilmente: «Suave y dulcemente»; porque el
poema sigue: «viento del mar de occidente, tráelo de nuevo a mí», etc. Aquí
tengo el sello, en la cadena del reloj, de donde cuelga desde hace más de
cuarenta años. Me la regaló mi pobre mujercita cuando éramos novios y nunca he
usado otra. Era muy propio de ella pensar en estas palabras. Le gustaba mucho
Tennyson.
Es inútil cortar la cinta, porque
el lacre está adherido a la caja. Voy a romperlo y luego desataré el nudo.
Después volveremos a lacrarlo. Ya ves, me gusta saber que esto está seguro en
su sitio y que nadie puede sacarlo. No es que sospeche que Trehearn ande
fisgoneando por aquí, pero sigo creyendo que sabe mucho más de lo que dice.
¿Ves? Me he arreglado para no
romper la cinta, aunque cuando la lacré no esperaba tener que volverla a abrir.
La tapa sale bastante fácilmente. ¡Ya está! ¡Mira!
¿Cómo? ¿No hay nada dentro? ¿Está
vacía? ¡Se ha escapado! ¡La calavera se ha escapado! No, no me pasa nada.
Simplemente, estoy intentando ordenar mis ideas. ¡Esto es tan extraño! Estoy
completamente seguro de que estaba dentro cuando lacré la caja la primavera
pasada. No puedo habérmelo imaginado, es totalmente imposible. Si tomara a
menudo unas copas con los amigos, podría admitir que me había equivocado como
un idiota por haber bebido de más. Pero no lo hago, ni nunca lo hice. Una pinta
de cerveza con la cena y un latigazo de ron al acostarme era lo más que tomaba
en mis buenos tiempos. ¡Yo creo que somos los tipos sobrios los que cogemos
reuma y gota! Pero ahí estaba mi sello y ahí está la sombrerera vacía. Eso está
bastante claro.
Te digo que no me gusta eso. No
está bien. Hay algo raro en ello, según mi opinión. ¡No hace falta que me
hables de manifestaciones sobrenaturales, porque no creo en ellas ni pizca!
Alguien debe de haber andado trasteando con el sello y ha robado la calavera.
En verano, cuando salgo a trabajar en el jardín, a veces me dejo el reloj y la cadena
sobre la mesa. Trehearn debe de haber cogido el sello en una de esas ocasiones
y lo habrá usado, pues estaría completamente seguro de que yo no volvería por
él por lo menos en una hora.
Si no fue Trehearn… ¡Oh! ¡No me
hables de la posibilidad de que la calavera se haya escapado por sí misma! Si
lo ha hecho, debe de estar en algún lugar de la casa, en algún rincón perdido,
acechando. Podemos encontrarnos con ella esperándonos en cualquier sitio,
¿sabes?, esperándonos en la oscuridad. Entonces me gritará, me chillará en la
oscuridad, porque me odia. ¡Te lo digo yo!
La sombrerera está completamente
vacía. No estamos soñando ninguno de los dos. Mira, la voy a volcar boca abajo.
¿Qué ha sido eso? Algo ha caído
al volcarla. Tiene que estar en el suelo, cerca de tus pies. Sé que lo está y
tenemos que encontrarlo. Ayúdame a buscarlo, hombre. ¿Lo has cogido? ¡Dámelo
inmediatamente, por el amor de Dios!
¡Plomo! Ya lo sabía cuando lo oí
caer. Sabía que no podía ser otra cosa por el ruido sordo que hizo al caer en la
alfombra. De modo que era plomo al fin y al cabo, y que Luke cometió aquello.
Me siento un poco impresionado.
No nervioso precisamente, ¿sabes?, sino bastante impresionado, ése es el caso.
Pero cualquiera en mi lugar lo estaría, supongo yo. Después de todo, no se
puede decir que sea miedo de esa cosa, pues subí por ella y la traje…, o al
menos creí que la había traído, que es lo mismo, y por San Jorge que, antes que
dejarme dominar por esa estúpida insensatez, subiré la caja y la volveré a
dejar en su sitio. No es eso. Es la certeza de que esa pobre mujer encontró la
muerte de ese modo, por mi culpa, porque yo conté aquella historia. Eso sí que
es terrible. En cierto modo siempre tuve la esperanza de que nunca llegaría a
estar seguro de ello, pero ya no hay ninguna duda. ¡Mira eso!
¡Míralo! Ese poco de plomo sin
ninguna forma especial. ¡Piensa para qué sirvió! ¿No te produce escalofríos? Él
le dio algo para dormirla, naturalmente, pero debió de tener un momento de
agonía espantoso. ¡Imagínate lo que es tener plomo hirviendo derramado dentro
de los sesos! Imagínatelo. Moriría antes de que pudiera gritar, pero sólo
pensar en… ¡Oh! ¡Ya está ahí otra vez, ahí fuera, yo sé que está ahí fuera! ¡No
puedo expulsarla de mi cabeza! ¡Oh!
¿Creíste que me había desmayado?
No. Ojalá me hubiera desmayado, porque se habría callado antes. Está muy bien
decir que sólo es un ruido y que un ruido no hace daño a nadie… Pero tú mismo
te has quedado tan blanco como un sudario. Sólo podemos hacer una cosa, si
queremos pegar un ojo durante la noche. Tenemos que encontrarla, volverla a
meter en su sombrerera y guardarla en el armario, que es donde le gusta estar.
No sé cómo salió, pero quiere volver otra vez. Por eso grita tan espantosamente
esta noche. Esto nunca fue tan terrible como ahora. Nunca desde aquella primera
vez…
¿Enterrarla? Sí, si podemos
encontrarla la enterraremos, aunque nos ocupe toda la noche. La enterraremos a
seis pies de profundidad y apisonaremos la tierra encima de ella para que no
pueda volver a escaparse; y si grita difícilmente la oiremos, estando tan
honda. De prisa, cojamos la linterna y busquémosla. No puede estar muy lejos;
estoy seguro de que está ahí fuera; iba a entrar cuando yo cerré la ventana, lo
sé.
Sí, tienes mucha razón. Estoy
perdiendo el juicio y debo conservar el dominio de mí mismo. No me hables
durante uno o dos minutos. Me quedaré sentado con los ojos cerrados y repetiré
una cosa que conozco. Es lo mejor para esto.
«Se suman la altitud, la latitud
y la distancia polar, se dividen por dos y se resta la altitud de la semisuma;
luego se suman el logaritmo de la secante de la altitud, la cosecante de la
distancia polar, el coseno de la semisuma y el seno de la semisuma menos la
altitud». ¡Eso es! No se puede decir que estoy fuera de mis cabales, porque mi
memoria funciona bien. ¿No es así?
Claro, puedes decirme que es algo
mecánico, y que nunca olvidamos lo que aprendemos de pequeños y que hemos
tenido que usar a lo largo de la vida desde entonces. Pero ésta es la verdad.
Cuando un hombre enloquece, es la parte mecánica y su mente la que se
descompone y deja de funcionar bien: recuerda cosas que nunca ocurrieron, ve
cosas que no existen u oye ruidos cuando reina un silencio completo. Ni a ti ni
a mí nos pasa eso, ¿verdad?
Vamos, cojamos la linterna y
demos una vuelta alrededor de la casa. No llueve; únicamente sopla un ventarrón
de todos los demonios, como solíamos decir. La linterna está en el armario que
hay debajo de la escalera, en el vestíbulo, y siempre la tengo preparada para
un caso de naufragio.
¿Que es inútil buscar la
calavera? No sé cómo puedes decir eso. Claro que era una insensatez hablar de
enterrarla, porque no quiere ser enterrada; quiere volver a su sombrerera y que
la subamos al piso de arriba. ¡Pobrecilla! Trehearn la sacó, lo sé, y volvió a
estampar el sello. Puede ser que la llevara al cementerio, seguramente con
buena intención. Me atrevo a decir que él creyó que no volvería a gritar si se
la dejaba tranquila en tierra sagrada cerca del cuerpo a que pertenece. Pero ha
vuelto a casa. Sí, así ha sido. Trehearn no es mala persona, y más bien creo
que tiene inclinaciones religiosas. ¿No es completamente natural, razonable y
bien intencionado? Supuso que la calavera gritaba porque no estaba enterrada
como Dios manda, con el resto del cuerpo. Pero se equivocaba. ¿Por qué tenía
que saber que si gritaba era porque me odia y porque yo tengo la culpa de que
ese trozo de plomo estuviera dentro de ella?
¿Que es inútil buscarla, sin
embargo? ¡Qué tontería! Ya te digo que quiere que la encontremos. ¡Escucha!
¿Qué golpes son ésos? ¿No oyes? Pom, pom, pom; tres veces; pom, pom, pom. Tiene
un sonido cavernoso, ¿verdad?
Ha vuelto a casa. Yo he oído ese
golpeteo antes de ahora. Quiere entrar y que la llevemos arriba, dentro de su
sombrerera. Es en la puerta de entrada.
¿Quieres venir conmigo? La
dejaremos entrar. Sí, confieso que no quiero ir solo a abrir la puerta. La
calavera rodará e irá a parar a mis pies, exactamente como hizo la otra vez, y
la luz se apagará. Estoy bastante impresionado por haber encontrado ese pedazo
de plomo y además el corazón no me marcha bien. Por otra parte, estoy dispuesto
a reconocer que estoy un poco nervioso esta noche, aunque jamás en la vida lo
haya estado antes.
Muy bien. ¡Andando! Llevaré la
caja conmigo para no tener que volver a buscarla. ¿No oyes los golpes? No se
parecen a ningunos otros golpes que haya oído en mi vida. Si dejas la puerta de
la sala abierta podré encontrar la linterna debajo de la escalera, por la luz
que viene de dentro, sin necesidad de traer la lámpara al vestíbulo. En seguida
se apagaría.
La calavera sabe que vamos a
abrir. ¡Escucha! Está impaciente por entrar. Pase lo que pase, no cierres la
puerta de la sala hasta que la linterna esté preparada. Ahora tendremos las
dificultades habituales con las cerillas, me figuro. ¡No! A la primera. ¡Por
Júpiter! Ya te decía que quiere entrar; por esto no hay dificultades. Ya hemos
terminado con esa puerta. Ciérrala, haz el favor. Ahora ven y ten la linterna,
porque fuera sopla tanto viento que voy a tener que emplear las dos manos. Eso
es, ten la luz baja. ¿No sigues oyendo los golpes? Ahora va. Voy a abrir sólo
lo suficiente para que entre, sujetando la puerta con el pie… ¡Ahora!
¡Cógela! Sólo es el viento que la
empuja por el suelo, eso es todo. ¡Fuera sopla casi un huracán, te lo digo de
verdad! ¡La has cogido! La sombrerera está sobre la mesa. Espera un minuto a
que eche la tranca. ¡Ya está!
¿Por qué la has arrojado en la
caja tan bruscamente? No le gusta eso, ya lo sabes.
¿Qué dices? ¿Que te ha mordido en
la mano? ¡Qué tontería! Has hecho exactamente lo que yo. Apretaste al mismo
tiempo los dos maxilares con la otra mano y te la pillaste tú mismo. Déjame
ver. ¿Dices que estás sangrando? Debes de haber apretado fuerte, porque es
verdad que te has desgarrado la piel. Te pondré un poco de solución yódica
antes de que nos acostemos, porque dicen que un rasguño hecho por los dientes
de una calavera puede infectarse y causar molestias.
Volvamos dentro y te lo veré a la
luz de la lámpara. Llevaré conmigo la sombrerera. No te preocupes de la
linterna, es igual que la dejes encendida en el vestíbulo porque la necesitaré
para subir al piso superior dentro de un momento. Sí, cierra la puerta si
quieres; así hay más luz y se está más agradablemente. En un instante te pongo
la solución. Pero déjame ver la calavera antes.
¡Ah! Hay una gota de sangre en el
maxilar superior. ¿Verdad que es espantoso? Cuando la vi rodar por el suelo del
vestíbulo casi se me fue la fuerza de las manos y noté cómo mis rodillas se
doblaban; después comprendí que era la tormenta, que la empujaba por el liso
entarimado. No me lo reprocharás, ¿eh? No lo creería. Hemos crecido juntos y
hemos visto muchas cosas juntos, y también tenemos que confesarnos uno a otro
que hemos sentido ambos un miedo cerval cuando la calavera se deslizó por el
suelo en dirección a ti. No es extraño que te pillaras el dedo al recogerla,
porque, después de todo, yo hice lo mismo de puro nerviosismo, en pleno día y
con el sol entrando a raudales.
Es extraño que el maxilar encaje
tan fuertemente, ¿verdad? Supongo que será la humedad, porque se cierra como a
presión. He limpiado la gota de sangre porque no hacía muy bonito verla. ¡No
temas! No intentaré volver a abrirle las mandíbulas. No volveré a hacer más
perrerías con la pobre, sino que voy a sellar la caja otra vez; luego la
subiremos y la dejaremos donde desea estar. El lacre está en el escritorio,
junto a la ventana. Gracias. Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a dejar mi
sello por ahí, al alcance de Trehearn, puedo asegurártelo. ¿Explicación? No
explico los fenómenos naturales, pero si prefieres pensar que Trehearn había
escondido la calavera en los matorrales y que la tormenta la arrastró hasta la
casa, la empujó contra la puerta e hizo que golpease en ella, como si quisiera
entrar, me parece muy posible y estoy dispuesto a admitirlo así.
¿Ves
esto? Ahora puedes jurar que esta vez me has visto lacrarla para el caso de que
volviese a ocurrir algo. El lacre ha pegado la cinta a la tapa, de modo que no
pueda levantarse ésta ni siquiera para introducir un dedo. Estás completamente
satisfecho, ¿verdad? Sí, además cerraré el armario y guardaré siempre la llave
en el bolsillo.
Ahora vamos a coger la linterna y
subiremos a la habitación. ¿Sabes? Me siento muy inclinado a admitir tu teoría
de que el viento la empujó contra la casa. Yo iré delante, porque conozco la
escalera: pero alumbra los escalones delante de mí mientras subimos. ¡Cómo
silba y aúlla el viento! ¿No sentiste la arena bajo los pies cuando cruzábamos
el vestíbulo?
Sí, ésta es la puerta del
dormitorio principal. Ten la linterna, por favor. Hacia este lado, junto a la
cabecera de la cama. Dejé el armario abierto cuando cogí la caja. ¿Verdad que
es curioso cómo se conserva el aroma de los vestidos de mujer durante años en
un armario? Éste es el estante. Has visto cómo he puesto la sombrerera en él y
ahora me ves dar la vuelta a la llave y guardármela en el bolsillo. ¡Ya está!
Buenas noches. ¿De verdad te encuentras
cómodo? No es una buena habitación, pero estoy seguro de que esta noche
prefieres dormir aquí que arriba. Si quieres algo dame un grito. Sólo hay una
separación de madera y estuco entre nuestros dormitorios. A este lado no corre
ni la mitad de viento que al otro. Ahí está la ginebra, sobre la mesa, por si quieres
echar un trago antes de acostarte. ¿No? Bueno, como quieras. Buenas noches y,
si puedes, no sueñes con todo esto.
El suelto siguiente apareció en el Penraddon News, el día 23 de noviembre
de 1906:
«MISTERIOSA MUERTE DE UN CAPITÁN
DE
MARINA RETIRADO
MARINA RETIRADO
»El pueblecito de Tredcombe está
muy preocupado por la extraña muerte del capitán Charles Braddock y circulan
toda clase de historias inverosímiles en relación con las circunstancias del
suceso, realmente difíciles de explicar. Dicho capitán retirado —que en sus
tiempos mandó brillantemente los mayores y más veloces buques de línea
pertenecientes a una de las principales compañías transatlánticas de
navegación— fue encontrado en la mañana del martes muerto en la cama en su
propia casa de campo, a un cuarto de milla del pueblo. Avisado inmediatamente
el médico local, efectuó un reconocimiento del cadáver, que reveló el terrible
hecho de que el difunto había sido mordido en la garganta por un agresor
humano, con la asombrosa fuerza que le rompió la tráquea, causándole la muerte.
Las señales de los dientes de ambas mandíbulas eran tan claramente visibles
sobre la piel, que podían contarse, pero el perpetrador del delito había
perdido evidentemente los dos incisivos medios inferiores. Se espera que este
detalle ayude a identificar al asesino, que no puede ser más que un maníaco
peligroso escapado del manicomio. Se dice que el difunto, aunque contaba más de
65 años de edad, era un hombre robusto, de fuerzas físicas considerables, y es
notable que no se encuentre en la habitación la menor señal de lucha y que no
se pueda averiguar cómo entró el criminal en la casa. Se han enviado avisos a
todos los asilos de alienados del Reino Unido, pero aún no se ha recibido
ninguna información relacionada con la fuga de algún paciente peligroso.
ȃl jurado ha emitido un
veredicto, singular en cierto modo, que dice que el capitán Braddock encontró
la muerte “a manos o por los dientes de una persona desconocida”. Se dice que
el cirujano local ha expresado privadamente su opinión de que el maníaco es una
mujer, en vista de lo que deduce del tamaño de los maxilares y por las señales
de los dientes. Todo el asunto está rodeado de misterio. El capitán Braddock
era viudo y vivía solo. No ha dejado hijos».
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