lunes, 4 de marzo de 2019

La casa del juez Bram Stoker.


La casa del juez
Bram Stoker

Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde
poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y también desconfiaba
del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba
era un pequeño pueblo sin pretensiones donde nada le distrajera del estudio. Refrenó sus
deseos de pedir consejo a algún amigo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya
conocido donde, indudablemente, tendría amigos. Malcolmson deseaba evitar las amistades, y
todavía tenía menos deseos de establecer contacto con los amigos de los amigos. Así que
decidió buscar por sí mismo el lugar. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de
ropa y todos los libros que necesitaba, y compró un billete para el primer nombre desconocido
que vio en los itinerarios de los trenes de cercanías.
Cuando al cabo de tres horas de viaje se bajó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que
había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad necesarios
para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda del pequeño y soñoliento
lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban
regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por una enorme
muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que
pueda tener un desierto.
Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y apacible
que una fonda tan tranquila como «El Buen Viajero». Sólo encontró un lugar que satisfacía
realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era
la palabra más apropiada para aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir
una cierta idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y
estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y situadas
más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente
construido. En realidad, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una simple
vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a Malcolmson. «He aquí —pensó— el lugar que
estaba buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz.» Su alegría aumentó cuando se dio
cuenta que estaba sin alquilar en aquel momento.
En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al saber que
alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford, abogado local y agente
inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada que confesó con franqueza el placer
que le producía el que alguien desease alquilar la casa.
—A decir verdad —señaló—, me alegraría mucho, por los dueños, naturalmente, que alguien
ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera
acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una
especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla...,
aunque sólo sea —añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson— por un estudiante
como usted, que desea quietud durante algún tiempo.
Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del «absurdo prejuicio»; sabía que
sobre aquel tema podría conseguir más información en cualquier otro lugar. Pagó pues por
adelantado el alquiler de tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que
posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De
ahí fue directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que
pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las
manos con estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.
—¡En la Casa del Juez no! —exclamó, palideciendo.
Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada. Cuando
hubo terminado, la mujer contestó:
—¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella en
contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban así porque hacía muchos años (no
podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra parte de la región, pero debían
ser al menos unos cien o quizá más) había sido el domicilio de cierto juez que en su tiempo
inspiró gran espanto a causa del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre
se enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía
decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo informar. De todos
modos, el sentimiento general era que allí había algo, y ella por su parte no aceptaría ni todo
el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a
solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la posibilidad que sus palabras
pudieran preocuparle.
—Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero tan joven,
se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío, y perdone que se lo
diga, no pasaría usted allí ni una [sola] noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y
hacer sonar la gran campana de alarma que hay en el tejado.
La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, además
de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el interés que se tomaba por
él y luego, amablemente, añadió:
—Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por mí. Un
hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en la cabeza
para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos «algos»; por otra parte, mi trabajo es
demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi mente preste
atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica, las permutaciones, las
combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios suficientes para mí!
La señora Witham se encargó amablemente de suministrarle provisiones, y él fue en busca de
la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al cabo de unas dos horas,
regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora Witham, que le esperaba en
persona, junto con varios hombres y chiquillos portadores de diversos paquetes, e incluso de
una cama que habían transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era
posible que las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran utilizables,
no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada
desde hacía por lo menos cincuenta años.
La buena mujer sentía a todas luces curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el
lugar, pese a manifestarse tan temerosa de los «algos» que al menor ruido se aferraba a
Malcolmson, del cual no se separó ni un solo instante.
Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el gran comedor, que era lo
suficientemente espacioso como para satisfacer todas sus necesidades; y la señora Witham,
con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez
desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con mucha y bondadosa previsión, la
mujer le había enviado de su propia cocina provisiones suficientes para varios días. Antes de
marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió
para decir:
—Quizá, señor, puesto que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire, puede que
no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la cama por la noche...
Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera que quedarme aquí encerrada con
toda esa clase de..., ¡de «cosas» que asomarán sus cabezas por los lados o por encima del
biombo y se pondrán a mirarme!
La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó precipitadamente.
La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido cuando se hubo
ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte no se sentía en absoluto
inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.
—Le diré a usted lo que pasa, señor —dijo—. Los duendes son toda clase de cosas..., ¡menos
duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y tiradores de
cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos en medio de la
noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es viejo..., tiene cientos de años! ¿Cree usted que
no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿E imagina usted que no va a
verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas...,
¡y no crea otra cosa!
—Señora Dempster —dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza
—, ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en señal de mi
estima hacia su indudable salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de esta casa y le
permitiré que resida aquí usted sola durante los dos últimos meses de mi alquiler, puesto que
las cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos.
—¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! —respondió ella—. Pero no puedo dormir ni
una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow, y si pasara una sola
noche fuera de mis habitaciones perdería todos los derechos de seguir viviendo allí. La reglas
son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me decida a
correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí
para atenderle durante su estancia.
—Mi buena señora —dijo apresuradamente Malcolmson—, he venido aquí con el propósito
de estar solo, y créame que le estoy profundamente agradecido al difunto señor Greenhow por
haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que me vea privado
por la fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio en persona no habría
podido ser más rígido al respecto!
La vieja se rió secamente.
—¡Ah! —dijo—, ustedes los señoritos jóvenes no se asustan de nada. Puede estar seguro que
encontrará aquí toda la soledad que desea.
Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de dar su
paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba), se encontró con la
habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la mesa servida para la cena
con las excelentes provisiones de la señora Witham.
—¡Esto sí es comodidad! —dijo mientras se frotaba las manos.
Tras terminar de cenar y poner la bandeja con los restos de la cena al otro extremo de la gran
mesa de roble, volvió a sus libros: echó más leña al fuego, despabiló la lámpara y se sumergió
en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once, cuando suspendió su
tarea durante unos momentos para avivar el fuego y despabilar de nuevo la lámpara y hacerse
una taza de té.
Siempre había sido muy aficionado al té; durante toda su vida universitaria solía quedarse
estudiando hasta muy tarde, y siempre tomaba té y más té hasta que dejaba de estudiar. El
descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una sensación de delicioso y voluptuoso
desahogo. El fuego reavivado saltó y chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la vasta y
antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de
aislamiento de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían
las ratas.
«Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando —
pensó—. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta!» Luego, mientras el ruido iba en aumento,
se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente nuevos. Resultaba evidente que
al principio las ratas se habían asustado por la presencia de un extraño y por la luz del fuego y
de la lámpara, pero a medida que transcurría el tiempo se habían ido volviendo más atrevidas,
y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.
¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás del zócalo que revestía la pared, por
encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y arañaban!
Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: «los duendes son las ratas
y las ratas son los duendes». El té empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios e
intelecto, y el estudiante vio con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el largo
hechizo del estudio antes que terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de
comodidad que se permitió el lujo de echar un ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en
una mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como
aquélla había permanecido abandonada durante tanto tiempo. Los paneles de roble que
recubrían las paredes estaban finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ventanas
era hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadro viejos en las paredes, pero estaban tan
densamente cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle a pesar que
levantó la lámpara todo lo posible para iluminarlos. Aquí y allá, en su recorrido, topó con
alguna grieta o agujero bloqueados por un momento por la cabeza de una rata, cuyos
brillantes ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un
rumor de huida. Sin embargo, lo que más intrigó a Malcolmson fue la cuerda de la gran
campana de alarma del tejado, que colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de la
chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y respaldo alto y se
sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado, avivó el fuego y volvió a su
trabajo, sentado en la esquina de la mesa, con el fuego a su izquierda. Durante un buen rato
las ratas perturbaron su estudio con su continuo rebullir, pero acabó por acostumbrarse al
ruido, del mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al rumor de un torrente;
y así se sumergió de tal forma en el trabajo que nada en el mundo, excepto el problema que
estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él.
Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo aún, levantó la cabeza: en el aire notó esa
sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta para los que llevan
vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión que había
cesado hacía tan sólo unos instantes, y que precisamente había sido este repentino silencio lo
que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía
arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su sang
froid, sufrió un sobresalto.
Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea, había una
enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto para ahuyentarla,
pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió, sino
que le mostró encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles
ojillos brillaban con una luz de venganza.
Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para
matarla. Pero antes que pudiera golpearla, ésta, con un chillido que parecía concentrar todo su
odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la
oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al
instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se
reanudó.
Esta vez Malcolmson no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el gallo
cantó afuera anunciando la llegada del alba, se fue a la cama a descansar.
Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster para
arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la estancia y preparado el
desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún se sentía un poco
cansado de su duro trabajo nocturno, pero una cargada taza de té lo despejó pronto y, tomando
un libro, salió a dar su paseo matutino, llevándose consigo unos bocadillos por si no le
apetecía volver hasta la hora de la cena. Encontró un sendero apacible entre los olmos, y allí
pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace. A su regreso pasó a saludar a la señora
Witham y a darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una
ventana de su sanctasanctórum, emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a la calle
a recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, le miró inquisitivamente y negó con la
cabeza al tiempo que decía:
—No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana está usted más pálido que otras veces. Estar
despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no es bueno para nadie.
Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré
cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que le había encontrado tan profundamente
dormido cuando llegó!
—Oh, sí, todo ha sido estupendo —repuso él con una sonrisa—; todavía no me han molestado
los «algos». Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico circo por todo el lugar. Había una, de
aspecto diabólico, que hasta se atrevió a subirse a mi propia silla, junto al fuego, y no se
habría marchado de no haberla yo amenazado con el atizador; entonces trepó por la cuerda de
la campana de alarma y desapareció allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude
verlo bien debido a la oscuridad.
—¡Dios nos asista! —exclamó la señora Witham—. ¡Un viejo diablo, y sobre una silla junto
al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy verdaderas
que se dicen en broma.
—¿Qué quiere usted decir? Palabra que no la comprendo.
—¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor, no se ría usted! —pues Malcolmson
había estallado en una franca carcajada—. Ustedes, la gente joven, creen que es muy fácil
reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso!
Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus
temores.
—¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa
me ha hecho gracia..., eso que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi silla...
Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había
iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras les duró el susto
causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó un momento junto al fuego a
fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como otras veces. Pero esa noche
las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por
encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se
asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del zócalo,
con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del
fuego! Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos ojos no tenían nada de
siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y juguetón.
A menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las molduras de la
pared.
Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolmson hacía un ruido para
asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen
inmediatamente a sus escondrijos.
Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson fue
sumergiéndose cada vez más en el estudio.
De repente, alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de
silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un silencio de tumba.
Entonces recordó el extraño suceso de la noche anterior, e instintivamente miró a la silla que
había junto a la chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su cuerpo.
Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto, estaba la misma
enorme rata mirándole fijamente con unos ojillos fúnebres y malignos. Instintivamente tomó
el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas de logaritmos, y se lo arrojó. El
libro fue mal dirigido y la rata ni se movió; así que tuvo que repetir la escena del atizador de
la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse estrechamente cercada, huyó trepando por la
cuerda de la campana de alarma. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese
seguida inmediatamente por la reanudación del ruido de la comunidad. En esta ocasión, como
en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de la estancia desapareció el animal,
pues la pantalla de su lámpara dejaba en sombras la parte superior de la habitación y el fuego
brillaba mortecino.
Miró su reloj y observó que era casi medianoche y, no descontento del divertissement, avivó
el fuego y se preparó una taza de té. Había trabajado perfectamente sumergido en el hechizo
del estudio y se creyó merecedor de un cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble
tallado junto a la chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le
gustaría saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea de
poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de ello,
encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón derecho que
formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros que tenía, colocándolos al
alcance de la mano para arrojárselos al animal si llegaba el caso. Finalmente, levantó la
cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo
con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo flexible
que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar.
«Se podría colgar a un hombre de ella», pensó para sí. Terminados sus preparativos, miró a su
alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido que hacían las ratas, pronto se
abandonó por completo a sus proposiciones y problemas.
De nuevo fue reclamado de pronto por su alrededor. Esta vez no fue sólo el repentino silencio
lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se
tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de su mano y
luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer
desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la
mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento,
saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los
lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un
nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó más aún su deseo de dar en el
blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido
terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad, trepó por el
respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma,
por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó
bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse.
Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda lámpara,
saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros
colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad.
—Mañana le echaré una ojeada a la vivienda de mi amiga —dijo en voz alta el estudiante,
mientras recogía los volúmenes tirados por el suelo—. El tercer cuadro partir de la chimenea:
no lo olvidaré. —Tomó los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba
leyendo sus títulos—. Secciones cónicas no la rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas, ni los
Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! —
Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez
cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras
murmuraba para sí—: ¡La Biblia que me dio mi madre!
¡Qué extraña coincidencia!
Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a sus cabriolas. Sin
embargo, ahora no le molestaban; al contrario, su presencia le proporcionaba una cierta
sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse en el estudio y, después de intentar
inútilmente dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y fue a
acostarse, justo cuando el primer resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la
ventana que daba al este.
Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho; cuando le despertó la señora Dempster, ya
muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, y durante algunos minutos
no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió bastante
a la criada.
—Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que tome la escalera, saque el
polvo y limpie bien todos esos cuadros..., especialmente el tercero a partir de la chimenea.
Quiero ver qué hay en ellos.
Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcolmson estudiando a la sombra de los árboles; a
medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban progresivamente y fue
volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había conseguido solucionar
satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le habían eludido, y se encontraba
en un estado tal de euforia que decidió hacer una visita a la señora Witham en «El Buen
Viajero». La encontró en su confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que
le fue presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y
esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una serie de preguntas, hizo
pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era casual, así que dijo sin ambages:
—Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si
primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
—¡De acuerdo! ¿De qué se trata?
—¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham enrojeció
vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre sincero e
inteligente y no dudó en contestar con franqueza:
—Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi torpeza y
mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo fue que no le
gustaba la
idea que estuviese usted en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado.
Deseaba que yo le aconsejase que dejara el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo
también fui un buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la
libertad de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño,
sino como un universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa.
—¡Choque esos cinco!, como dicen en Norteamérica —exclamó—. Le agradezco mucho su
interés, y también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma
moneda.
Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice. Y esta noche
me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
—Estupendo —dijo el médico—. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo
caserón.
Malcolmson relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido
de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham, hasta que finalmente, al llegar
al episodio de la Biblia, toda la emoción reprimida de la mujer halló salida en un tremendo
alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de coñac con agua no se repuso. El
doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato
llegó a su fin y la señora Witham quedó tranquila preguntó:
—¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
—Sí, siempre.
—Supongo que ya sabrá usted —dijo el doctor tras una pausa— qué es esa cuerda.
— ¡No!
—Es —dijo el doctor lentamente— la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las
víctimas del cruel juez.
Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora Witham, y hubo
que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse. Malcolmson, tras
consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar y se marchó a su casa tan pronto
como ella se hubo recobrado.
Cuando la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas
preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre
joven.
—Ya tiene allí demasiadas preocupaciones —añadió.
El doctor Thornhill respondió:
—¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su atención
hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle en un estado de
gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o por lo que sea, pero de todas formas
me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte mental y corporalmente
como el que más.
Pero luego están las ratas..., y esa sugerencia del diablo... —El doctor agitó la cabeza y
prosiguió—: Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro que eso le
hubiera humillado.
Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así deseo
que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de aviso y podremos
llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me mantendré despierto hasta muy
tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted, señora Witham, si Benchurch
recibe una sorpresa antes de mañana.
—Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?
—Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran
campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor hizo un mutis tan efectista como se podía esperar.
Cuando Malcolmson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre y
que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad Greenhow no
eran de desdeñar. Se alegró mucho de ver que el lugar estaba limpio y reluciente, un alegre
fuego ardía en la chimenea y la lámpara estaba bien despabilada. La tarde era muy fría para el
mes de abril, y soplaba un pesado viento con una violencia que crecía tan rápidamente que
podía esperarse una buena tormenta para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante
unos pocos minutos tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su
presencia lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor
había algo que le hacía sentirse acompañado.
Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho que las ratas sólo dejaban de
manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena. Sólo
estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía en sombras el techo y la
parte superior de la estancia, de tal modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía
cálida y agradable por el pavimento y brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa.
Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de cenar y fumar un
cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que nada le distrajese, pues recordaba
la promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la mejor manera posible el tiempo que
disponía.
Durante más de una hora trabajó sin problemas, y luego sus pensamientos empezaron a
desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en las
que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud nerviosa no eran algo que pudiera
despreciar. Por aquel entonces, el viento se había convertido ya en un vendaval, y el vendaval
en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y
la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes,
produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las estancias vacías. Incluso la
gran campana de alarma del tejado debía estar sufriendo los embates del viento, pues la
cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera moviéndose un poco, y el
extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco.
Al escucharlo, Malcolmson recordó las palabras del doctor: «Es la cuerda que utilizaba el
verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.» Se acercó al rincón de la chimenea y la
tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía sentir como una especie de morboso interés
por ella, y mientras la estaba observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes
habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una
reliquia tan macabra.
Mientras permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido
comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva
sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se estuviera moviendo a lo largo
de ella.
Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia él
mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad, mascullando una
maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante
Malcolmson se dio cuenta que el ruido de las ratas, que había cesado hacía un momento,
volvía a comenzar.
Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera de la
rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía
pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era
por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.
A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y
una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas gotas de sudor
perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse
nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la
lámpara y examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente
distinguible.
Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado,
maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda de rojizo color y
forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los
ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos,
Malcolmson sintió frío, pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi
se le cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el
agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello,
volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la pintura.
El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la derecha de una
chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda que yacía con su
extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de horror, Malcolmson reconoció
en esa escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como
esperando hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al
rincón que formaba la chimenea y, lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que
llevaba en la mano.
Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella enorme
rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el
ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio.
La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y el
aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato serenó sus
aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el sudor y meditó un
momento.
—Esto no puede ser —se dijo en voz alta—. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya!
Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido llegar
a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor.
Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un necio.
Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio.
Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio.
Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas
los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se
oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la
tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor
rojizo. Malcolmson escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi
inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó
que debía producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la
hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada
a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por completo; se podía ver un
color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras
observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de
roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada, como una monstruosa
borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse a uno y otro lado.
Malcolmson sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta que la
posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero
este sentimiento fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro que
estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes que el proyectil
pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aterrizó en el suelo con un blando ruido. Malcolmson
se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras
de la estancia.
Malcolmson comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y
decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la
lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las
tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en
comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde
donde estaba Malcolmson pudo ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea.
Se frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle.
En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo
pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como
antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez había
desaparecido.
Malcolmson estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a estremecerse
y a temblar como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle
abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar.
Sólo podía ver y oír.
Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su atuendo de
púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca,
firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete. Malcolmson notó que la
sangre huía de su corazón, como lo que se siente en los momentos de prolongada ansiedad. Le
silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y,
atravesándola, deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes
repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó interminable
permaneció inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos
de horror. A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara
del juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete
en la cabeza.
Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que yacía
en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese placer, y luego empezó a
anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente de él
hasta quedar satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano.
Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba
Malcolmson, con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido
movimiento, se colocó ante la puerta. Malcolmson empezó a darse cuenta en ese momento
que había caído en una trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en
los ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya mirada Malcolmson se veía forzado a
sostener. Vio que el juez se le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven),
levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo
hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear contra
el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres
ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo.
Esto se repitió muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más
bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación,
Malcolmson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una
brillante luz inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros
del zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un destello
de bienestar. Miró y pudo darse cuenta que la cuerda de la gran campana de alarma estaba
plagada de ratas. Cada centímetro estaba cubierto de ellas, cada vez salían más a través del
pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo que, bajo su peso, la
campana empezaba a oscilar.
Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había
comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido.
Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcolmson, los levantó, y un gesto de
diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones encendidos y golpeó el
suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso
estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar
el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el
tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue abriendo el
lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante pareció irradiar algo
paralizante con su sola presencia, y Malcolmson, permaneció rígido como un cadáver. Sintió
sobre su garganta los helados dedos del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se
apretó. Entonces el juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó,
colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y tomó el extremo
de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la mano, las ratas huyeron, chillando,
por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcolmson,
lo ató a la cuerda que colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo,
quitó la silla.
Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de inmediato un
gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la multitud se encaminó
presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie respondió. Entonces la
echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de todos.
El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran campana de
alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.

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