Resta la defensa de Epicuro: no la hago yo;
refiero lo que hicieron hombres grandes, ni en este caso es mi caridad la
primera con este nombre. Arnaudo, en su libro que llama Juegos, la
imprimió, mas dejando lugar a que yo no perdiese el tiempo en ésta.
No es culpa de los modernos tener a Epicuro por
glotón, y hacerle proverbio de la embriaguez y deshonesta lascivia; lo mismo
precedió en la común opinión a Séneca: execrable maldad fue en los primeros,
que le hicieron proverbio vil para los que les siguieron necesariamente
después; la infamia ajena más fácilmente se cree que se dice, y peor, pues
siempre se añade. Diógenes Laercio dice que Diotimo, Estoico, de envidia fingió
muchos escritos torpes y blasfemos, y le achacó otros a Epicuro, y los publicó
para difamarle y desacreditar la escuela. Pocos hay en murmurar de otro, que no
les parezca poco lo que oyen y verdad lo que creen. Esto sucedió a Epicuro con
los demás filósofos, con la intervención de las ruindades de la envidia.
Epicuro puso la felicidad en el deleite, y el deleite en la virtud, doctrina
tan estoica, que el carecer de este nombre no la desconoce; desembarazó la
atención de sus discípulos, como de trastos, de la dialéctica sofística, de la
cual habló sola, porque la lógica en lo escolástico es grande y valiente, parte
de la teología; y el condenar la dialéctica (entiéndese sofística) en que
fundaban su mayor pompa los otros filósofos, fue ocasión de aborrecer y difamar
a Epicuro. Con felicísimo estilo le defiende el primer fragmento de Petronio
Arbitro; mucho pierde quien me obliga a traducir sus palabras: estas cosas
fueran tolerables, si hicieran lugar a quien se encamina a la elocuencia: ahora
con la hinchazón de las cosas y el vanísimo rumor de las sentencias, sólo
aprovechan para que cuando vengan a la corte sospechen que han sido llevados a
otro orbe de la tierra; por esto me persuado que los muchachos se hacen
ignorantísimos en las escuelas, pues ninguna cosa de las que no son en uso,
oyen ni ven.
Poco es para esta defensa voz elegante; oigamos
voz elegante, doctísima y sagrada. San Jerónimo sobre la epístola de San Pablo
a Tito: «Los Dialécticos, de quienes Aristóteles es príncipe, suelen tender
redes de argumentos y concluir la vaga libertad de la retórica en las zarzas de
los silogismos: si esto hacen aquellos de quienes la contención es arte propia,
¿qué debe hacer el cristiano, sino huir la contienda?» San Ambrosio en el Exameron:
«De la manera que el agua (como dicen) puede estar sobre el orbe, revolviéndose
el orbe; tal es la astucia dialéctica. Dame cosa a que te pueda responder,
porque si no me la das, no responderé palabra.» San Agustín contra Cresconio,
gramático: «Esta arte que llaman dialéctica, la cual no hace otra cosa sino
demostrar con la conclusión, o la verdad a las verdades, o la mentira a las
mentiras.» San Ambrosio, de Fide ad Tratianum: «Los herejes fundan toda
la fuerza de su veneno en la arte dialéctica, la cual, por sentencia de los
filósofos, se define arte que no tiene fuerza de instruir los estudios, sino de
destruirlos.» No hubo otros filósofos sino los Epicúreos que dijesen que la
dialéctica destruía, y no instruía los estudios. Sígase, que pues Epicuro con
razón desechó la dialéctica sofística, y que con la verdad indignó contra si
todos los filósofos, que valiéndose de la palabra deleite, en que ponía
la felicidad, callando la virtud en que decía consistir el deleite, difamaron
al filósofo más sobrio y más severo. Que Epicuro dijese quo no había deleite
sin virtud, Séneca lo dice en el libro IV de Beneficios, cap. II: «La
virtud ministra los deleites; no hay deleite sin virtud.» El mismo, en el libro
de la Vida bienaventurada, cap. XII: «No se dan a la lujuria impelidos
de epicuros; antes entregados a los vicios abrigaron en los retiramientos de la
filosofía su lujuria, y acuden donde oigan alabar el deleite, ni buscan aquel
deleite de Epicuro: así lo siento por ser sobrio y seco.» Y en el cap. XIII: «De
verdad éste es mi parecer (diré a pesar de nuestro vulgo): Epicuro enseñó
doctrina santa y recta, y así te acercas triste.» Estas palabras por sí tienen
soberanía, dichas por nuestro Séneca, ¡cuan grande estimación solicitan a
Epicuro! ¡Cuán justa indignación contra los ignorantes que le difamaron, y
particularmente contra Leonides, autor de condenada memoria, por su libro, en
que llama a Epicuro Tersites de los filósofos; y estudiando en su mengua
oprobios que decir al gran filósofo, gasta su pluma en distraimientos de la
envidia. Este inútil escritor griego le trata con tal ignominia, cuando
Lucrecio en sus versos, consolando al hombre de que ha de morir, con referir
que murieron los príncipes y los sabios, por último encarecimiento del poder de
la muerte, dice:
Murió el mismo Epicuro fenecido
El curso de su vida, el que en ingenio
Todo el género humano aventajaba,
Como sol celestial a las estrellas
A todos los demás oscurecía.
El curso de su vida, el que en ingenio
Todo el género humano aventajaba,
Como sol celestial a las estrellas
A todos los demás oscurecía.
Mi Juvenal, que a mi juicio escribió la política
en versos con nombre de sátiras (no sin cuidado), pues este género de filosofía
más necesita de lo sátiro que de lo comendable, porque más veces está el bien
en lo que se deja de hacer que en lo que se hace, reprendiendo los glotones y
desordenados, pone por ejemplo de los sobrios y abstinentes en todo rigor a
Epicuro, sátira 13:
Y quien ni lee los Cínicos, ni estudia
Dogmas de los Estoicos, que difieren
Solamente en la capa de los Cínicos,
Ni a Epicuro contenta con legumbres
Del huerto pobre.
Dogmas de los Estoicos, que difieren
Solamente en la capa de los Cínicos,
Ni a Epicuro contenta con legumbres
Del huerto pobre.
Y en la sátira 14:
Si me pregunta alguno la medida
Del censo que será bastante, digo
Que cuanto pide hambre, sed y frío,
Y cuanto a ti, Epicuro, te bastaba
En los huertos pequeños.
Del censo que será bastante, digo
Que cuanto pide hambre, sed y frío,
Y cuanto a ti, Epicuro, te bastaba
En los huertos pequeños.
Constante cosa es que se sustentaba el Epicuro
de agua y hierbas. En una carta suya que cita Laercio, dice que pan y agua le
sustenta, y pide un poco de queso para regalarse. Plinio dice fue el primero
que introdujo huertos en la ciudad. Séneca habla de Epicuro con suma
veneración, y se alaba de que no habla de él como el inútil y rabioso
Cleomedes, libro de la Vida bienaventurada, cap. XIV: «Yo no digo lo que
muchos de los nuestros, que la secta de Epicuro es maestra de maldades; empero
digo: mal nombre tiene, infamada está, mas sin razón.» Sabía Séneca lo que
Diógenes Laercio refiere en la vida de Epicuro, con estas palabras: «Diótimo
Estoico, por aborrecimiento que le tenía, le difamó cruelmente publicando por
de Epicuro quinientas cartas lascivas y deshonestas, y achacándole las que
andan con nombre de Crisipo.» En todo tiempo ha habido hombres infames que han
tenido en más precio infamar a los famosos, que hacerse famosos siendo infames;
en Epicuro ya lo hemos visto; en Homero ya se vio en Zoilo, que hubiera sido el
más vil ignorante si Julio Escalígero siguiéndole, y a Escalígero otros
abominables idiotas, no hubieran excedido su afrenta. ¡Oh postrera impiedad!
Hacer en Epicuro proverbio de los vicios, las virtudes; de la deshonestidad, al
continente; de la gula, al abstinente; de la embriaguez, al sobrio; de los
placeres reprensibles, al tristemente retirado en estudio, ocupado en honesta
enseñanza. Muchos hombres doctos, muchos padres cristianos y santos le
nombraron con esta nota, no porque Epicuro fue deshonesto y vicioso, sólo
porque le hallaron común proverbio de vicio y deshonestidad: en ellos no fue
ignorancia, fue gravamen a la culpa que tenían los que con sus imposturas le
introdujeron en hablilla. Séneca, cuyas palabras todos los hombres grandes
reparten por joyas en sus escritos, repartió en las suyas las de Epicuro, donde
se leen con blasón las estrellas. Cicerón llamó al libro que se intitula Canon
entre las obras de Epicuro, libro que cayó del cielo. Escribió tantos
libros, que dice Laercio fueron infinitos, y que excedió en el número a todos
los filósofos; los títulos de todos son útiles, son decentes, son, como es
lícito decir en un gentil, santos: entre otros, escribió el libro de Apetencia
y fuga, que es toda la doctrina estoica que Epicteto abrevió en las dos
palabras Sustine et abstine. Esto movió a Séneca en el libro de la Vida
Bienaventurada, cap. XXX, a decir: «En esto difieren dos sectas, la
Epicúrea y la Estoica, mas cualquiera encamina al ocio por diferente camino.
Dice Epicuro: el sabio no se llegará a la República sino cuando interviniere
causa. Zenón dice: llegaráse a la República el sabio si no se lo impidiere
alguna cosa: el uno apreció el propósito; el otro la causa.» Igualmente se
apiadaron del sabio Zenón y Epicuro en dificultarle los cargos políticos;
parece que no puede admitirlos sin aventurarse; puestos son más apetecidos del
asunto que del sabio. Más frecuente es Epicuro en las obras de Séneca, que
Sócrates y Platón, y Aristóteles y Zenón. Él aprecia mucho de hacerlo, y da la
razón en la epístola VIII: «Puede ser que me preguntes por qué de Epicuro
refiero tantas cosas bien dichas, y no de los nuestros. ¿Por qué razón juzgas
que estas voces son de Epicuro, y no públicas? Muchos poetas dicen lo que
dijeron los filósofos o debieron decir.» Por esto en veinte epístolas Séneca le
cita todas las veces que necesita de socorro en las materias morales que
escribe: dice en la VII: «A Metrodoro, a Erimacho, a Polieno, varones grandes,
no los aprovechó la escuela de Epicuro, sino el trato.» Calificaba alabanza de
la vida de Epicuro, aprovechar más con el ejemplo que con la doctrina. En la IX
refiere que dijo Epicuro: «Si a alguno no le parece bastante lo que posee,
aunque sea de todo el mundo señor, es miserable.» ¿Quién puede ser sabio que no
diga estas palabras? ¿Quién bueno que no las obre? En la XII dice que Epicuro
dijo: «¿Qué tienes tú que embarazarte con lo ajeno? Lo que es verdad es
mío, perseveraré en introducirte a Epicuro.» Al que Séneca quiere aprovechar
con Epicuro le asiste. En la XIII: «¿Qué cosa hay más vergonzosa que el
viejo que empieza a vivir? No añadiera el autor de esta sentencia si no fuera
retirada entre los dichos de Epicuro, los cuales yo me precio de alabar y
apropiarme.» ¡Oh grande Séneca, que te precias de lo que te aprovechas, que
nombras al autor ignorado de la sentencia que te ilustra! Eres lo que se ve
raras veces, fiel y docto. En la XVIII: «Tenía ciertos días señalados aquel
maestro del deleite, Epicuro, en que escasamente satisfacía la hambre, para ver
si faltaba algo del gusto consumado y lleno, y cuánto, y si era digna la falta
de ser recompensada con grande trabajo: no gastaba un dinero cabal todo el
sustento de Metrodoro, que no había arribado a tanta perfección.» Esta acción
más facciones tiene de ayuno que de glotonería: más muestran a Epicuro y a
Metrodoro penitentes que bacanales. En la epístola XIX: «Según lo pide el
discurso nos hemos de valer de Epicuro, que dice: antes debes considerar con
quién comes y bebes, que no lo que comes y bebes.» Primero quiere se aseguren
las costumbres en la compañía, que satisfacer el apetito en la mesa. Epístola
XXI: «¿Referiré el ejemplo de Epicuro escribiendo a Idomeneo, y queriéndole
reducir al cambio ancho (así lo leo yo, no vida, ni vía especiosa, sino
espaciosa) a la gloria fiel y permanente, siendo rígido ministro del poder, y
ocupado en grandes negocios. Díjole: si eres ambicioso de gloria, más fama te
darán mis cartas, que todas estas cosas que reverencias, y por que te
reverencian. ¿Acaso mintió'? ¿Quién conociera a Idomeneo, si Epicuro con sus
cartas no le hubiera ilustrado? Todos aquellos grandes magistrados y sátrapas,
y el propio rey, de quien el titulo de Idomeneo se derivaba, alto olvido los
sepulta.» Poderosa virtud, que con una carta reduce un tirano de la licencia
del poder a la gloria segura de la virtud, y con una cláusula en que le nombra,
le da la memoria que no pudo guardar del olvido su mismo príncipe. En la propia
epístola: «A este Epicuro escribió aquella notable sentencia, con la cual le
aconseja a Pythoclea no le enriquezca por el público y dudoso camino. Si
quieres, dijo, enriquecer a Pythoclea, no le has de añadir dinero, sino
quitarle la codicia.» ¡0h alma grande y generosamente docta, fecunda de partos
tan felices! ¿Cuál seso humano sin luz de fe, encaminó al espíritu riqueza tan
decente? Bien admiró nuestro Séneca estas palabras, pues consecutivamente dijo:
«Tan clara es esta sentencia, que no necesita intérprete; tan docta, que no ha
menester esfuerzo.» Y más abajo pocos renglones, bien a propósito de Cleomedes,
y otras lechuzas ciegas de esta luz de Epicuro, dice Séneca: «Por eso de mejor voluntad
refiero las admirables sentencias de Epicuro; porque aquellos que a su nombre
disfamado se acogen llevados de mala esperanza, imaginando hallar rebozo de sus
maldades, experimenten que en cualquier parte que se acogieren han de vivir
bien.» Con este propio fin refiero todas las palabras de Epicuro, con el mismo
le defiendo, deseo que nadie halle acogida en hombre tan admirable para su
desenvoltura, rescato de poder de los vicios el talento admirable que se debe a
los virtudes. No pudo ser tan eminente varón secuaz de las abominaciones; no lo
fue, fue su reprensión, fue su desengaño. En la XXIII pudo responderte con la
voz de tu Epicuro, y calificar esta carta: «Molesto es empezar siempre la vida,
o si de esta manera se declara más este sentir; mal vive quien siempre empieza
a vivir.» Esta voz no pudo salir por garganta frecuentada de ahítos y
embriagueces, no pudo ser paso de oráculos y de glotonerías. Quien decía que
vivía mal, quien siempre empezaba a vivir, no podía vivir como quien no piensa
morirse. En la XXIV reprende Epicuro no menos aquellos que desean la muerte,
que a los que la temen: «Qué cosa tan ridícula como apetecer la muerte, cuando
con el miedo de la muerte inquietas tu vida.» En pocas palabras condena con
suma elegancia Epicuro la opinión de algunos estoicos que referiremos,
afirmando que el sabio puede y debe darse la muerte. Olvidóse Séneca que le
citaba contra sí: no empero es falta de memoria, antes sobra de ingenuidad. No
rehusó citar la verdad contra sí. En afirmar que se debía dar muerte el sabio,
se mostró estoico, y en contradecirse, buen estoico. ¡Oh grande Séneca! Cuán
felizmente sabes acertar, aun cuando te contradices. En la XXV: «Agua y pan
desea la naturaleza, nadie es pobre de esto: pues quien en estas cosas descansó
su deseo, puede competir en felicidad con Jove, como dice Epicuro, de quien
alguna voz mezclaré en esta carta, de tal manera (dice) haz todas las cosas,
como si alguno te viese.» Y pocos renglones mas abajo: «Lo mismo aconseja
Epicuro. Entonces principalmente te retira a ti mismo, cuando eres forzado a
estar en la multitud.» Estando sólo conocía Epicuro que eran testigos de sus
acciones su conciencia dentro de él, y sobre él Dios; quería que el hombre
obrase a solas como si fuera espectáculo de todos. Aconsejaba por más
importante soledad la que se tenía en los propios concursos. Ninguno dijo
primero que Epicuro que el mejor solitario era el que sabía estar solo entre la
gente. En la XLVI, tratando de un libro que le envió Lucilo, y alabándole
encarecidamente dice: Quam dissertus fuerit ex hoc intelligas, licet levis
mihi visus est, cum esset nec mei, nec tui temporis, sed qui primo
aspectu, aut Titi Livii, aut Epicuri posset videri. He trasladado las
palabras latinas, porque como reconocerá el docto que tiene ingenio, están
erradas, yo las leo y restituyo así; Brevis mihi visus est, nec esse mei,
nec tui temporis: lo que confirma el sed, que con relación
comparativa le juzga por digno de Tito Livio, o de Epicuro: Levis mihi visus
est, Ieí brevis; que la mayor señal de que en libro es bueno, es que
parezca breve, y el error fue fácil. Esta es la versión del lugar, como lo he
leído. «De esto podrás entender cuán docto me pareció tu libro, parecióme
breve, que no era de tu tiempo, ni del mío, sino que a la primera vista podía
parecer de Tito Livio, o de Epicuro.» Bien encarecido queda el alto espíritu de
Lucilo, de donde se conoce lo sublime del estilo de Epicuro, pues porque
creyese la oración, le nombra Séneca después de Livio. En la LIV dice Epicuro:
«Hay algunos que se encaminan a la verdad sin socorro de otro, de si hicieron
camino para sí; éstos alaba sumamente, a los cuales asistió su propia
inclinación, que ellos mismos se aventajaron; otros necesitan de ayuda ajena,
que no fueran a la verdad, si alguno no les precediera; empero siguen bien: de
éstos, dice, es Metrodoro.» No gasta Epicuro palabras en otros sujetos, que en
la virtud, en el virtuoso y en la verdad. En el LXVII: «Daréte en Epicuro
división de los bienes, semejante a la nuestra. En su opinión hay algunos
bienes que él deseara tener, como la quietud del cuerpo, libre de toda
incomodidad, la remisión del ánimo, contento con la contemplación de sus
bienes. Otros hay, que si bien no los desea, los alaba y aprueba, como la falta
de salud, que ya dije, y la molestia de gravísimos dolores y enfermedades, en
la cual estuvo Epicuro, aquel día suyo postrero fortunadísimo: dice que padecía
de la vejiga y úlceras del vientre, dolores que no podían aumentarse, y con
todo llama bienaventurado aquel día.» Reconoce Séneca a Epicuro por estoico en
la división de los bienes: yo le reconozco por el mejor estoico en la
tolerancia de los últimos dolores. Quien de todos los días que vivió llamó sólo
bienaventurado aquel en que combatido de excesivos dolores moría, ¿cómo fue
creíble que tenía por bienaventuranza los desórdenes del vientre? El grande
Epicuro, ni despreció la muerte, ni la temió, ni los dolores se la hicieron
desear, ni aborrecer. Hizo lo que dijo, murió como decía que se había de morir,
vivió para poder morir, como lo dijo. Epístola XCIII: «¿Acaso no te parece
igualmente increíble, que quien está padeciendo sumos tormentos diga soy
bienaventurado? Y con todo, esta voz se oyó en la misma oficina de los
deleites: Bienaventurado es este día en que espiro, dijo Epicuro, cuando las
úlceras de los intestinos y el dolor insuperable de la orina le atormentaban.»
Repetir Séneca cuatro veces esta acción y palabras de Epicuro en sus epístolas,
no es proligidad, sino admiración. No es pobreza de noticia de otro ejemplo, es
pobreza de otro ejemplo, en otro que Epicuro. Verdad es que es decir una misma
cosa, más algo más trae, cuanto se repite más. No se contenta Séneca con
decirlo, vuélvelo a decir para persuadirlo. Muchas veces se ha de decir la
cosa, que pocos hacen alguna vez, y que todos deben hacer muchas. En el libro
de la pobreza a Lucio, por empezarle Séneca con majestad, dice: «Dice Epicuro
que es honesta cosa la pobreza alegre.» ¿Qué cosa pudo decir más honesta
Epicuro, ni se pudo oír con mayor alegría? En otros muchos lugares cita Séneca
a Epicuro, que dejo por no crecer en libro este cuaderno, donde lo que Diógenes
Laercio, Séneca, Petronio y Juvenal dijeron de Epicuro muestra su grande
doctrina, su encarecida virtud, su alta elocuencia, su rica pobreza, su abstinencia
y su constancia, y juntamente la causa de que los otros filósofos le
envidiasen, hasta fingir obras deshonestas e infames, y publicarlas por de
Epicuro. Grande es esta defensa donde bastaba nombrar a Séneca; empero mayor es
el haber yo referido lo que él enseñó y dijo, como Séneca lo cita. Dará fin a
esta defensa la autoridad del Sr. de Montaña, en su libro, que en francés
escribió, y se intitula Essais ó Discursos, libro tan grande, que quien
por verle dejara de leer a Séneca y a Plutarco, leerá a Plutarco y a Séneca. En
el cap. II de le crueldad, lib. II: «Parece que el nombre de la virtud
presupone dificultad y contraste, y que no se puede ejercitar sin padecer.
¿Esto acaso puede ser causa por la cual nosotros llamamos a Dios bueno, fuerte,
liberal, justo? Empero nosotros no le llamamos virtuoso: sus operaciones son
todas puras y sin contraste. De los filósofos, no sólo los estoicos, sino los
epicúreos, y a éstos yo les defiendo de la opinión común, que es falsa, no
obstante aquel mote sutil, de quien le dijo, eran infinitos los que pasaban de
su escuela a la de Epicuro y ninguno al contrario. Yo creo bien, que de los
gallos se hacen muchos capones, más de los capones nunca se hizo un gallo;
porque a la verdad, en firmeza y rigor de opiniones y preceptos, la secta
epicúrea no cede en ninguna manera a la estoica.» Y en el propio libro, cap. X
de los libros: «Plutarco tiene las opiniones platónicas, dulces y acomodadas a
la compañía civil: el otro las tiene estoicas y epicúreas, más apartadas del
uso común, según mi parecer, más acomodadas en particular, y más firmes.»
Cicerón, De natura deorum, libro I, manda que Epicuro sea tenido en
reverencia; éstas son sus palabras: «El solo vio primero que hay dioses, cuya
razón, fuerza y utilidad, recibimos de aquel libro suyo celestial, De la
regla y del juicio.» Y en el primero de las Cuestiones tusculanas,
dijo: «No sólo de los epicúreos, a los cuales yo no desprecio, antes, no sé por
qué, del hombre docto son despreciados.» Severo el Sr. de Montaña, juzga que en
lo verdadero, rígido y robusto no cede la doctrina de Epicuro a la estoica: no
dice que la excede, no, porque no es verdad, sino porque no era fácil de
creerse; dice que Plutarco era platónico, cuyas opiniones son opuestas a las
estoicas y epicúreas; esto es, descubrir la causa, porque tan esclarecido varón
como Plutarco, vencido de la pasión de su secta, contradijo con tanta pasión la
estoica.
He procurado desempeñarme de las promesas de
esta introducción previa a la doctrina estoica. La secta es fuera del común
sentir, mejor diré, contraria; los términos con que se declara son forasteros a
los espíritus vulgares, más altos de lo que puede percibir la oreja: por eso
dijo Séneca, XIII: «No hablo contigo en la lengua estoica, sino en otra más
baja»; es lengua no sólo diferente, sino extraña la de la verdad; es amarga,
óyese, y en vez de aprenderse se teme: en esta lengua escribió Epicteto, en
esta escribió Epicuro, no en la que le achacaron a la gula y embriaguez los que
no conocieron su culpa en no obedecerla. Difamáronle, los torpes filósofos
idólatras. Admiróle Séneca, admiróle: con él deshonra al grande cordobés, quien
no lo creyere en esto, quien no le siguiere. No soy quien le defiende, oficio
para mí desigual; soy quien junta su defensa, porque no pueda blasonar el
vicio, que fue tan admirable filósofo su secuaz. Errores tuvo Epicuro como
gentil, no como bestia: aquéllos le condenan los católicos; éstos le achacaron
los envidiosos, y después por hallarle ya común proverbio y único de los
vicios, los doctos y los santos le advirtieron por escándalo: San Crisólogo,
sermón V: Epicuro se tradunt, ultimo de sperationis et voluptatis autore.
Comunmente se dice negó la inmortalidad del alma; este error tan feo no se
colige de su vida ni de sus palabras, ni de llamar bienaventurado el día en que
moría atormentado de inmensos dolores: antes es confesión de lo contrario,
según las señas que da el Espíritu Santo, de los que no creen otra vida en el
Libro de la Sabiduría. Las señas de hombre sin Dios, son gozar de todos los
placeres y gustos, porque no creen otros; empero no gozar de ninguno y
abstenerse de todos, y llamar bienaventurado el día de la muerte, señas son de
creer otra vida. Acúsanle de que negó la Providencia divina: yo trato este
punto en mi libro que intitulo: Historia teologítica, política de la divina
Providencia. Sea que erró en esto, mas diga la causa el grande Padre
Agustino, en su libro de Las ochenta y tres cuestiones, donde prueba que
la ceguedad de la mente no puede ver a Dios: «De la manera que la vista de los
ojos, si está enferma, juzga que no hay lo que no ve, por demás la imagen
presente asiste a los ojos cuando tienen cataratas, así Dios, que en todas
partes está, no puede ser visto de los ánimos cuya mente está ciega.» Por esto
no vio Epicuro a Dios y a su providencia; porque su mente no alcanzó la vista,
que a nosotros nos da la fe que alcanzamos. Y, pues, por misericordia de Dios
tenemos la luz que le faltó a él y a todos los filósofos gentiles, estimemos lo
que vieron, y no les acusemos lo que dejaron de ver; cuando lo condenáremos no
difamemos su memoria, sí contradijéremos sus escritos. Oigamos por Epicuro a
Eliano de varia historia, lib. VI, en el título Epicuri sententia et
fælicitas. Epicuro Gargecio decía: «A quien poco no le basta, nada le
basta.» El mismo decía que se atrevería a competir de la felicidad con Júpiter,
si tuviera agua y pan. Habiendo tenido Epicuro este sentimiento, otra vez
trataremos con qué intención alabó el deleite.
Nada dejó por decir Eliano en defensa de Epicuro,
y aunque no declaró, como lo promete, de qué deleite hablaba, en Cicerón se lee
repetidamente, L, De natura Deorum: «Nosotros los epicúreos ponemos la
bienaventuranza de la vida en la paz del alma, y en carecer de todas las
dádivas.» Y en el tercero de las Tusculanas: «Niega Epicuro que se puede
vivir bien sin virtud. Niega que la fortuna tenga alguna fuerza en el sabio,
antepone la comida pobre a la espléndida. Niega que hay algún tiempo en que el
sabio no sea bienaventurado.» Y en el primero de Tusculanas: «Vienen no
sólo catervas de epicúreos, que contradicen, a los cuales no desprecio: más no
sé cómo cualquiera doctísimo lo desprecia.» Yo me admiro de lo que se admiró
Cicerón en el segundo De Finib. «Epicuro siempre dice que el sabio es
bienaventurado, tiene fin en las codicias, desprecia la muerte, siente sin
algún miedo la verdad de los dioses inmortales, no duda si será mejor salir así
de la vida: instruido con estas cosas, siempre está en deleite.» Y en el
segundo De Finibus: «Niega Epicuro (ésta es vuestra luz) que nadie pueda
vivir con deleite, que no viva honestamente.» Y en el tercero de las Tusculanas:
«No sin causa se atrevió a decir Epicuro, siempre goza de muchos bienes el
sabio, porque siempre está en deleite.» Y hablando Cicerón en la proposición
capital que acerca de la Providencia divina le acusan, dice en el tercero de
las Tusculanas: «Con verdad pronunció Epicuro aquella sentencia: Lo que
es eterno y bienaventurado, ni padece negocio ni le hace padecer.» Si esto ha
de ser verdad, es forzoso que se regule con la fe santa y católica, entendiendo
que Dios, aunque cuida de todo, él no padece cuidado ni ocupación de toda su
Providencia, que le embarace o sea molesta, achaques de los que los hombres
llaman negocios, cuidados y ocupaciones.
No ignoro que el propio Cicerón acusó a Epicuro
en muchas cosas, y le contradijo en muchas opiniones. Sucede a Cicerón
contradecirse, así lo dice Quintiliano, libro III, cap. XIII: paulum in his
secum etiam Cicero dissentit: mas con reverencia de tan grande varón, oso
decir que Cicerón fue muy interesado en sus opiniones, y que padeció en su
defensa la terquedad de causídico, que procuran por el precio, no sólo
disculpar los delitos, sino defender las virtudes y méritos. Y es cierto que en
los libros de la filosofía mostró Cicerón más su oficio que su seso: quien los
leyere me disculpará con lo que leyere, y verá son estas palabras menos de mi
pluma que de la suya. En el primero De natura Deorum, dice : «Y de
verdad, no entiendo por qué razón Epicuro quiso más decir que los dioses eran
semejantes a los hombres, que decir que los hombres eran semejantes a los
dioses.»
Admírame que Cicerón ignorase cosa a que le
puede responder cualquier ignorante, como en mí lo verifico: fue la causa que
como no se ve, ni alcanza, ni puede comprender la naturaleza de Dios, y la del
hombre se ve y entiende por advertencia científica, declarar lo no conocido por
lo conocido a nuestro modo de entender, y lo contrario, era irracional axioma
repetido. Cristiano es: «Por las cosas que fueron hechas, se ven las cosas que
se entienden.» Enséñanos esto la Iglesia católica con la sagrada adoración de
las imágenes de Dios Padre, y del Espíritu Santo, y de las almas y ángeles,
pintándolas a semejanza de los hombres, para que nuestros sentidos sean capaces
de lo incomprensible, a nuestro modo de entender.
En otra parte dice Cicerón, se espanta que
Homero quisiese más pintar a los dioses como hombres, que a los hombres como
dioses. Pues Cicerón repite esta (a su parecer) advertencia; preciado estaba de
ella, o empeñado en acreditarla, cosa aun a su elegante persuasión difícil. Yo
no califico a Epicuro, refiero las calificaciones que hallo escritas de su
doctrina y costumbres, en los mayores hombres de la gentilidad; diligencia
hecha primero por Diógenes Laercio, por Eliano, por Séneca, por Cicerón, y en
nuestros tiempos por Arnaudo, en que yo que los junto soy el sexto, que no
pudiendo añadir autoridad a esta defensa, la añado un número. Dos cosas,
empero, añado, y pongo en consideración a los lectores: que Cicerón para
impugnar en algunas partes la doctrina que fue de Epicuro, se vale de lo que
falsamente le impusieron sus envidiosos con cartas fingidas. La otra que se lee
frecuentemente, que desterraron de diferentes repúblicas los Epicúreos, más
nunca a Epicuro: antes Cicerón dice que por veneración de su memoria se traía
su retrato en los dedos en anillos, y Laercio, que se le hicieron estatuas, y
se le señalaron fiestas. De esto, tengo por causa que Epicuro, para atraer
fáciles a los hombres a la virtud, la llamó deleite, nombre que hace más gente
en nuestra naturaleza que el de virtud y autoridad y filosofía. Los viciosos,
que fueron los Epicúreos desterrados, acudieron al nombre deleite, para
autorizar sus vicios y desautorizar a Epicuro. Lo que consiguieron, sin culpa
de los que le nombran proverbio de gula y deshonestidad; no de otra manera que
ha sucedido en nuestra España a Juan de la Encina, que, siendo un sacerdote
docto y ejemplarísimo, cuerdo y pío, como consta de sus obras impresas, en que
se leen muchas de seria erudición, a quien llevó en su compañía el
excelentísimo señor Marqués de Tarifa cuando fue en voto a visitar la Casa
Santa, que, no sólo le honró con su lado, sino imprimiendo en el libro que Su
Excelencia hizo de su viaje, el propio viaje escrito en verso por el mismo
sacerdote Juan de la Encina; sólo porque entre otras obras de versos suyos
imprimió un juguete que llamó Disparates, se ha quedado injustamente por
la tiranía del vulgo en proverbio de disparates, tan recibido, que para motejar
de necedades las de cualquiera, es el común y universal modo de decir, son
disparates de Juan de la Encina. A mi ver, es tan ajustado el caso, que se
pueden consolar el uno con el otro, y desengañar a todos del agravio, sin razón
de entrambos. Clemente Alejandrino, stromatum I, llama a Epicuro
príncipe de los autores impíos, y San Agustín en muchas partes. Empero, hablan
del Epicuro que hallaron introducido en proverbio de la maldad y de la doctrina
impía, que al nombre de Epicuro atribuyó falsamente Diotimo.
Temo, escarmentado, que unos hombres que en este
tiempo viven de hazañeros del estudio, cuya suficiencia es gestos y ademanes,
han de ladrar el haber osado yo moderar a Cicerón las alabanzas en la
filosofía; quiero entretenerles los dientes con las palabras del Diálogo de
los oradores, cuya posesión anda dudosa entre Tácito y Quintiliano: en las
obras del uno se imprime con nombre del otro. Dice así, hablando de Cicerón:
«Porque sus primeras oraciones no carecen de vicios de la antigüedad, es lento
en los principios, largo en las narraciones, ocioso en los fines, tarde se
conmueve, raramente se enciende.» Y aunque estas acusaciones no son pocas, ni
leves, añade muchas más. Consideren estos doctores en tropelía que, si en la
arte oratoria, que fue su blasón y su oficio, y toda su presunción, fue tan
reprensible, que no es considerable que lo sea en la filosofía, ni yo soy el
que sólo en esta parte no le admito. Léase a Hortensio Laudio en sus paradojas;
léase Mayaxio cuán sólidamente opugna las paradojas de Cicerón.
Y si estos censores avinagrados, que apoyan lo
auténtico de sus embustes en las rugas de su frente, hubieran leído al propio
Cicerón, y todo el primer libro de Los fines de bienes y males, frenaran
en estas palabras sus lenguas: «Accurate autem quondam á L. Torquato, homine
omni doctriná erudito defensa est Epicuri sententia de voluptate.» «Con
gran cuidado en otro tiempo fue defendida la sentencia de deleite de Epicuro
por L. Torcuato, hombre erudito en toda doctrina.» Conocieran a su pesar cuán
antigua es la defensa de Epicuro, y cuán grandes hombres la hicieron , y si
leyeran todo el libro hasta el fin, vieran erudita, eficaz, honesta y verdadera
la defensa de Epicuro, según él la enseñaba, no como se la inficionaron los
envidiosos, que le impusieron cartas y tratados disolutos y sacrílegos. Y si
bien en el segundo libro Cicerón impugna la defensa hecha en el primero por
Torcuato a las opiniones de Epicuro, son, leídas con seso, réplicas que sólo
condenan el que las hace.
Sexto Empírico hace en sus obras muy frecuente
mención de Epicuro, Adversus Mathematicos, al principio dice: «De una
propia suerte parece que sienten los Epicúreos y los Pyrrhónicos, más no con
una propia acción.» Y pocos renglones más abajo: «En muchas cosas es avisado de
ignorante Epicuro, y por no puro en el común hablar, puedo ser la causa el
aborrecer a Platón y a Aristóteles, y a otros semejantes que se preciaban del
conocimiento de muchas disciplinas.» No dice Sexto Empírico que fue tenido por
ignorante, porque lo era, sino porque tenía por ignorantes a Platón y a
Aristóteles.
Y en el propio libro, cap. III, cuyo título es
¿Que es la gramática? empieza: «Siendo así que de parecer del sabio Epicuro no
es lícito inquirir, ni dudar, sin anticipación, será conveniente, antes todo,
considerar qué es gramática». Y en el capítulo XIII dice: «Averíguase que
Epicuro aprendió sus principales dogmas de los poetas.» Y los verifica con
Homero y con Epicharmo. Y en el propio capítulo dice: «Epicuro no tomó de
Homero el decir que el término de la grandeza era el deleite: muy diferente es
decir que algunos cesaron de comer y beber y haber satisfecho su apetito, como
decir:
Después que el apetito fue vencido
De comer y beber
De comer y beber
»Ha de decir que es el término de las grandezas
en los deleites la carencia de dolor.» Más benignamente declara esta opinión
Sexto Empirico que Cicerón. En este sentido prometió declararla Eliano.
Prosigue tres renglones más abajo: «Decir que la muerte es nada, Epicharmo lo
dijo, mas demostrólo Epicuro, y lo admirable no fue decirlo, sino demostrarlo.»
En el libro VII contra los matemáticos, dice: «Cuentan a Epicuro con éste, como
quien desterraba la lógica contemplación. Otros hubo que afirmaron que no
desterraba en universal la lógica, sino sólo la de los estoicos.» Y en el libro
X, folio 466: «Decía Epicuro que la filosofía era operación que con razones y
argumentos hacía la vida bienaventurada.» No dijo que la embriaguez y lascivia,
sino la filosofía. Y estos méritos reconoció aquel verso que se lee en Petronio:
Ipse pater veri doctus Epicurus in arte.
Blasón que, si bien en Petronio está profanado,
cuya ironía ocasionó Cleomedes, llamándole inventor de la verdad, cuando
falsamente afirmando dijo, que el sol se apagaba chirriando en el mar, como una
lucerna. Empero es tan único Epicteto en la gentilidad, que no se lee de otro
hombre a quien aquellas almas erradas que mancilló la idolatría llamasen padre
de la verdad, sino sólo a Epicuro: que le llamaron así por aclamación consta. Y
la razón la colijo yo de Sexto Empírico contra los matemáticos, pág. 197: «Como
a Epicuro, por razón de que muchos a una voz dicen de él que halló la verdad.»
Hallo que Lactancio, De divino premio, libro VII, cap. I, dice estas
palabras: «Sólo Epicuro, según Demócrito, fue verdadero; en ésta, pues, dice,
que el mundo tuvo principio y tendrá fin.»
Yo bien sé que no halló la verdad, y que sólo la
halla quien halla a Cristo Nuestro Señor, que es verdad, camino y vida. Bien sé
que no fue padre de la verdad; porque sé que Dios es sólo verdadero, y que es
Dios verdadero de Dios verdadero. Y sé por las palabras del Apóstol: «Que Dios
es verdadero, y todo hombre mentiroso, como está escrito.» Condeno en Epicuro
todas las palabras y opiniones que condena la santa y sola verdadera Iglesia católica
romana.
Defiendo su opinión infamada por los envidiosos,
no con mis palabras, sino como se ha leído con las de Diógenes Laercio, con las
de L. Torcuato, con algunas de Cicerón, con Eliano, con toda la pluma de
nuestro gran Séneca, con la severidad de Juvenal, con el peso elegante y
admirable del juicio del Sr. Montaña, con la diligencia de Arnaudo. Advierta,
pues, el interesado en su terquedad, que en no restituir a Epicuro, condena a
todos los referidos por peores que Epicuro, según él se acusa. Repare en el
nombre de Séneca venerable, empeñado en esta defensa: reverencie en sus
escritos toda la majestad de la filosofía idólatra: no se constituya reo de tan
facineroso desprecio, que será juntar a lo idiota lo profano.
Y porque se conozca que son antiguos estos
oprobios a los que difaman a Epicuro, referiré las palabras de Diógenes
Laercio, con que responde a todos aquellos que refiere. Decían de Epicuro era
bebedor, y que tenía su felicidad en el deleite, y el deleite en la glotonería
y embriaguez y rameras. En el lib. X, al principio, dice Sed hi profecto
insaniunt. «Más de verdad éstos no saben lo que dicen; porque afirman
muchos fue este varón increíblemente agradable a todos. Testifícalo su patria,
que le honró con estatuas de metal, y la inmensa cantidad de amigos que todas
las ciudades llenaba, los discípulos que le asistían, a quien instruyeron
aquellas dogmáticos sirenas, menos un Metrodoro Estratonicense, que se pasó de
él a Carneades, sin duda porque le era pesada de aquel incomparable varón la
bondad inmensa, y la perpetua sucesión de su escuela, que despoblándose las
demás todas permaneció sola, continuándose con repetidos concursos. Tuvo suma
piedad para sus padres, fue bienhechor de sus hermanos, clementísimo con sus
esclavos, como se lee en su testamento, pues juntamente con él filosofaron,
entre los cuales fue clarísimo el que referimos, fue su apacibilidad extremada
para con todos. ¿Qué diré del culto de los dioses?» Palabras son éstas
fielmente traducidas de Laercio en el lugar citado, en que se conoce cuáles
razones movieron a nuestro Séneca a alabar tanto su doctrina y a preciarse de
ella, y juntamente con las postreras palabras que encarecen en Epicuro el culto
de los dioses, me acuerdo de lo que dijo Séneca en el lib. IV De los beneficios,
cap. IV: «No da Dios beneficios; mas seguro y descuidado, apartado del mundo
hace otra cosa (o lo que Epicuro juzga por mayor felicidad), nada hace.» De
estas razones coligen todos que Epicuro sintió que no había Providencia; y
siendo así, como Laercio dijo, que cuidó del culto de los dioses, parece, como
lo tengo declarado, que no quiso decir que no hacía nada, sino que lo hacía sin
padecer cuidado en hacerlo, o solicitud embarazada; nuestra manera de hablar en
español me declara: decimos de quien hace algo sin cuidado, parece que no hace
nada, nada hace en hacerlo.
En el lib. IV De los beneficios, cap. II,
son estas las palabras de Séneca: «En esta parte tenemos controversia con la
turba delicada y umbrática de los epicúreos, en su convivio, de los que
filosofan acerca de ellos, la virtud es ministra de los deleites, a ellos
obedece, a ellos sirve, vélos sobre sí, dice, no hay deleite sin virtud.»
Esta cláusula no razona contra Epicuro, sino
contra la turba de los epicúreos. Ya tenemos dicho cuán diferentes son.
Advierto empero que las palabras de los epicúreos son: «La virtud es ministra
de los deleites.» Esto impugna Séneca. Las palabras de Epicuro son: «No hay
deleite sin virtud.» Cicerón, en el lugar citado lo confesó. Honesta ilación
es, que si no hay deleite sin virtud, que el deleite que hay es virtuoso.
Séneca aquí, más útil que sólido, dice contra los epicúreos: «No hay virtud si
puede seguir; sus principales partes son guiar, debe reinar y estar en el sumo
lugar: tú la mandas que siga.» Y pocas palabras más abajo: «De esto sólo se
disputa si la virtud es causa del sumo bien, o si es el sumo bien. ¿Juzgas que
preguntar esto es sólo inversión del orden? Mas ésta es confusión, y manifiesta
ceguedad preferir lo postrero a lo primero. No me indigna que después del
deleite se ponga la virtud, sino que totalmente se mezcla con el deleite.» Bien
a propósito me valdré de Agelio en dos lugares expresos, en que contra Plutarco
defiende a Epicuro, en razón de acusarle la misma colocación de términos en los
silogismos. Lícito es responder a Séneca con lo que se responde, y aun se
reprende a Plutarco por la doctrina de Epicuro, Agelio, lib. II, cap. VIII:
«Plutarco, en el segundo libro de los que compuso de Homero, dice de Epicuro:
necia e ineficazmente usó del silogismo»; y cita las propias palabras de
Epicuro: «La muerte no nos toca, porque lo desatado no siente, y lo que no
siente no nos toca.» Acusa Plutarco que dejó pasar lo que en primer lugar había
de decir. La muerte es disolución del alma y del cuerpo: demás de esto,
habiendo olvidado el antecedente que debía poner primero, usa de él como si lo
hubiera puesto para sacar la conclusión. Perfectamente en esta parte este
silogismo, si no precede esta mayor, no puede concluir. Con verdad concluyó
Plutarco esto tratando de la forma y orden del silogismo; porque si se ha de
discurrir conforme el orden y método lógico, así se debía discurrir. La muerte
es disolución del alma y del cuerpo. Lo disuelto no siente, lo que no siente no
nos toca. Más Epicuro, siendo tal hombre, no dejó por ignorancia aquella parte
del silogismo ni pretendió formar el silogismo con todos sus números y fines,
como en la escuela de los filósofos: antes por ser evidente la separación del
alma y del cuerpo en la muerte, no le pareció necesario expresarla, por ser
cosa notoria a todos: de la misma suerte puso la conclusión del silogismo, no
en el fin, sino en el principio. ¿Quién no echa de ver que no se hizo por
ignorancia? También en los escritos de Platón hallarás silogismos defectuosos.»
En el cap. IX el propio Agelio dice así: «En el
propio libro Plutarco reprende al propio Epicuro, que usó de una palabra poco
propia y de impropia significación. Estas son las palabras de Epicuro.
Definición de la magnitud de los deleites, carencia de todo dolor: no debió
decir de todo dolor, sino de toda cosa congojosa y triste: dice que la carencia
se ha de significar del dolor, no del dolorido. Demasiada menudencia y casi
frialdad es la de Plutarco en acusar a Epicuro, observando las dicciones. Estos
cuidados de palabras y elegancias, no sólo no las afecta Epicuro, antes las
condena.» Hasta aquí son palabras de Agelio, y con ellas hemos respondido a la
delgada contradicción de nuestro Séneca a los epicúreos, y añadido otro
defensor a Epicuro en la antigüedad.
Advierto que Séneca, hablando de la turba
epicúrea, la llamó delicata et umbratica, palabra de reprensión, como se
ve en Petronio: «Nondum umbraticus doctor in Xevia deleverat.» Que a
Epicuro ya hemos visto que le llama sabio, y a su doctrina santa.
Lactancio, en el libro III De falsa sapientia,
capítulo VII, dice: «Epicuro decía que el sumo bien estaba en el deleite del
ánima. Aristipo, en el deleite del cuerpo.» Por este lugar se conoce que
Epicuro no ponía la felicidad en el deleite del cuerpo; parece se ha de
enmendar este lugar en Lactancio, y leer Crisipo donde se lee Aristipo, pues
consta de Diógenes Laercio en la vida de Epicuro, escribió cartas lascivas y
deshonestas, que Diotimo impuso a Epicuro, y murió de beber, y se emborrachaba,
si bien Aristipo fue viciosísimo, y como refiere Diógenes Laercio en su vida,
Xenophón le aborreció, y escribió un libro contra el deleite, por ser Aristipo
defensor del deleite, que es lo que Lactancio le atribuye, lo cual defiende la
lección y prueba en favor de Epicuro; empero yo, si se ha de enmendar, antes lo
enmendaría en Laercio, leyendo Aristipo, movido de las palabras referidas y de
la disolución de sus acciones, que son las que acusan a Epicuro, y no se leen
de Crisipo.
No es mía sola la opinión de que son diferentes
doctrinas la de los que llaman epicúreos y la de Epicuro, y que aquélla fue
condenada y ésta admirada. El doctísimo español Francisco Sánchez de las
Brozas, en su prólogo a Epicteto, lo dice con estas palabras, en que defiende
acérrimamente la doctrina y virtud de Epicuro, prefiriéndola a la estoica y a
la peripatética.
«Otros, como fueron los epicúreos, dijeron que,
pues no había más que nacer y morir, que todo regalo corporal se debía
preferir.
»Tres opiniones que más tocaron la verdad quiero
examinar, y después veremos cuál siguió Epicteto. La primera y la mejor de
todas fue la del filósofo Epicuro, si bien se entendiera, fue que puso la
felicidad y la bienaventuranza en el deleite y contento. Aristóteles, en el
libro X de sus Morales, declara esta opinión, y la aprueba mucho, diciendo que
este deleite y gozo se entiende en el ánimo; porque dice que los dioses del
cielo se llaman propiamente Machares, que es decir muy gozosos; así, que el
deleite del ánimo es el que da la bienaventuranza. Esta opinión de Epicuro vino
a ser tan abominable, por ser mal entendida de sus secuaces, y tomada
corporalmente, y en afrenta de su inventor, porque él fue muy abstinente y muy
buen hombre.»
El maestro Gonzalo Correas, en sus notas a la
tabla de Cebes, tiene esta opinión con tales palabras: «Epicúreos los que
siguieron a Epicuro, que puso la felicidad en el deleite, y entendiéndolo él
del ánimo, se lo interpretó el vulgo por el deleite corporal.»
Juan Bernacio, hombre docto, que en nuestro
tiempo ha sido el solo comentador juicioso, asistiendo a la mente y al texto
filosófico del autor, cuando todos se ocupan en confundir con manuscritos y
borrar con enmendaciones los autores en las cosas, que ignoradas no hacen falta
a la doctrina, creciendo el volumen y la nota en examinar si uno se llamó
Liberio, o Niberio, o Linerio, como si hubieran de casar con él una hija sin
importar a la sentencia, en su comentario a Boecio, en el libro admirable De
Consolación, libro III, prosa 2.ª, tiene esta opinión por la inocencia de
Epicuro, con estas palabras: «Epicuro es tenido por maestro de maldades:
Preguntará alguno si con razón, siendo así que el deleite de Epicuro se refiere
a lo poco y a lo tenue, y la que nosotros llamamos virtud llama él deleite.»
Responde Bernarcio en esta cláusula con Séneca,
en el libro De la vida bienaventurada, cap. XIII, y añade el lugar de
Eliano ya citado por mí.
Oberto Gifanio, sobre Lucrecio, en la carta a
Juan Sambuco, tratando de las cosas que escribió tocantes al ánimo en deleites y
vicios, dice:
«De ijs profecto tam escribit copiosè, et sanctè
, ut verum esse videatur, id quod de Epicuro scribit Diogenes, falso accusari
eum à quibusdam, quod voluptati nimium tribuerit; meramque eorum esse
calumniam, qui ea, quœ vir ille de animi tranquillitate intellexisset, ad
corporis voluptates detorquerent, quâ de re, etiam initio libri secundi poëta
noster elegantissimis canit versibus: et clarissimus Imperator Cassius Epicuri
ac Philosophiæ studiossus ad Cicer. ij, inquit, qui à nobis vocantur, sunt
omnesque virtutes, et colunt et retinent, ut ipsius Epicuri verbis ibidem
commemorat Cassius. Cicero ipse huic hœresi, maximè inimicus, multis tamen
locis bonos viros epicureos, nullosque ex Philosophis minus maliciosos esse
ait.»
Si se persuadiesen unos hombres que son
graduados por sí propios, de que Gifanio habla con su presunción, dando un
tapaboca al chisme que oyeron, y apoyan en las palabras de Cicerón, que de
Epicuro habló con discursos, unos desmentidos de otros, no juzgaría haber
perdido el tiempo, si bien tengo por difícil reducir hombres catedráticos de su
ignorancia, que pasan lo lego por profeso, sin saber otra facultad que la de
que usan, para juzgar y reprender. Empero, si despreciando la autoridad de
tantos y tan graves autores perseveraren en difamar a Epicuro, disculpado
estará quien a ellos los despreciare, y desesperando de la persuasión les doy
por consejo que se abstengan de la reprensión de las costumbres que los Griegos
envidiosos achacaron a Epicuro, por no condenar inadvertidos las suyas propias,
de que pueden prometerse crédito, y no defensa.
Señor licenciado Rodrigo Caro, Vm. que
sólidamente defendió la opinión de Flavio Dextro, poniéndose docto a la vulgar
noticia, atenderá con experiencia piadosa y bien informada al aparato de
calumnias que me prevengo en las bocas, que tiene dedicadas la milicia a ladrar
y morder; mastines de los libros, que, asalariados de la rabia contra el
estudio, ponen la suficiencia en el veneno de sus dientes, en tanto que la
verdad, saludador efectivo, los mata a soplos.
Clemens
Alejandrino, Strom., lib. I.
Nullam enim existimo scripturam adeo
fortunatam prœcœdere, cui nullus omnino contradicat: sed illam existimandum
est, esse ratione consentaneam, cui nemo jure contradicit.
Todo lo que en este libro he escrito, sujeto a
la corrección de la santa y sola y verdadera Iglesia Romana, con rendimiento
católico, y dispuesto a reconocer mi ignorancia en todo lo que no concordare
con la verdad de la fe, o contradijere el buen ejemplo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario