domingo, 17 de febrero de 2019

PABLO DE SANTIS. LOS ANTICUARIOS. (FRAGMENTO).


Me quedé en silencio. Ella dormía encerrada en una cápsula de abandono y belleza. Contemplé su respiración. Me sentí culpable de estar allí, profanando la visión de su sueño. ¿Sabía qué se estaba jugando en ese momento? ¿Puedo alegar alguna inocencia? Habían pasado dos años, pero la bofetada de Montiel me escarnecía como si hubiera ocurrido recién, como si estuviera a punto de ocurrir. Hice muchas cosas malas en la vida, pero lo peor fue una palabra, de la que ni siquiera me arrepiento. No puedo alegar la excusa del odio, ni la de los celos; me bastó un vago encono. Dije su nombre y al instante quise imaginarlo inalcanzable, como si su armadura blanca y su máscara de esgrimista sirvieran para protegerlo de todas las acechanzas y los enemigos, inclusive de los anticuarios.
Calisser asintió con gravedad, y yo pensé que era lo que esperaba de mí, y que la respuesta lo tranquilizaba. Después sacó algo que parecía un largo alfiler de oro. En la cabeza del alfiler había un rubí. Lo acercó al cuello de la muchacha. Tomé el brazo de Calisser, pero me apartó con desdén.
—No le voy a hacer daño. Sólo quiero que usted saque de este día una enseñanza.
—¿Sobre qué?
—Sobre usted.
Punzó su cuello con delicadeza, y pronto se dibujó en la piel blanca un único punto de sangre. Se mostró satisfecho de su pequeña obra.
—Los dejo solos —dijo Calisser. Puso el alfiler en mi mano y cerró la puerta.
La gota de sangre me ofendía; la gota de sangre contaminaba la habitación matrimonial, contaminaba el sueño sin sueños de Luisa. Necesitaba borrarla. Busqué en mis bolsillos un pañuelo, y no encontré. Había uno bordado sobre la cómoda, bajo cuyo vidrio se repetían las fotos de Balacco y su esposa, y de Luisa bebé, y de Luisa con guardapolvo blanco, y adolescente, con el pelo atado con una cinta y la mirada desafiante. Pero algo decidió por mí y dejé el pañuelo donde estaba y con la punta de la lengua hice desaparecer la gota. Me acordé de la alumna nueva, en un recreo remoto, el dedo lastimado por el vidrio de una ventana. Al borrar la sangre de Luisa, borraba también la herida de su mano.
Pero ésas eran ilusiones. No había conseguido borrar nada, porque ahora aparecía una gota de sangré más grande que la anterior. Volví a probarla, y sentí una indecible melancolía; era como si el efímero caramelo rojo encerrara el gusto de algo que había perdido en un tiempo anterior a la memoria. ¿Cómo era posible que una gota bastara para una nostalgia semejante? Con la tercera gota descubrí, completa y perfecta, la sed; la sed que había estado dormida y ahora despertaba. El elixir era apenas la copia; la sangre, en cambio, estaba despojada de toda irrealidad, tenía el gusto de las cosas que han estado allí desde siempre, de las cosas que son en sí mismas. Besé el cuello, dejé que la sangre manara en pequeñas líneas temblorosas; pero no me bastó, y me tendí sobre ella, aplastándola, sofocándola. Besé sus labios y los mordí lentamente; aún prisionera en el sepulcro de cristal de los narcóticos se estremeció con una convicción sonámbula. La besé mil veces, mientras afuera los ruidos de la calle se hacían más esporádicos y al final se apagaban, como si con cada beso yo me internara un paso más en su propio sueño. Las horas que había pasado en el frío, en la espera, las horas de insomnio, todo me había conducido hasta ese punto de oscuridad y extravío. Ese instante era la abyecta justificación de mis noches perdidas. Levanté la falda del vestido, arranqué las medias de seda. El alfiler de oro guiaba mi mano, me decía dónde punzar y dónde no. Para resistirse, ella sólo tenía armas imprecisas: unos pequeños espasmos, la mitad de la mitad de una palabra, el movimiento de los ojos bajo los párpados. No era suficiente. Yo alimentaba mi sed, que con cada gota de sangre y cada beso se hacía más mía. Quise que ese instante no se borrara nunca, y quise que desapareciera de mi memoria; quise vivir para siempre y quise morir. Temí que eso que había en mí, y que era más nuevo y a la vez mucho más antiguo que yo, llegara a devorarla. Hubiera podido hacerlo; descubrí en mi hambre una perfección, un ansia de totalidad, que nunca había encontrado en mi vida.
Me derrumbé dormido sobre ella. Si soñé con algo fue con una negrura sin fin. Desperté en mitad de la noche. Llegaba desde la calle un poco de luz de las lámparas de mercurio. Miré entonces con horror la piel pálida, las huellas de sangre reseca en el cuello, en los pechos, en la cara, en los muslos. Abrió los ojos y me miró, aún dentro de su sueño, sin sorpresa, sin escándalo, sin esperanza. Luego volvió a cerrarlos. De la plenitud ya no quedaba nada, había manchas, sobras del festín; empecé a limpiar el cuerpo con el pañuelo bordado, que fue tiñéndose de rojo.
Escuché algún ruido en la casa profunda e intrincada. No era capaz de sentir miedo, sólo un difuso fastidio. Todas las luces estaban apagadas, salvo la de la biblioteca. El profesor Balacco era un obsesivo con sus libros, ¿quién se atrevía, en medio de la noche, a explorar su biblioteca? Mientras caminaba escuché el maullido inquieto del gato en un rincón del pasillo.
La puerta estaba abierta. Los anaqueles, que trepaban hasta un techo inusualmente alto, como si aquel cuarto perteneciera a una dimensión distinta que el resto de la casa, encerraban una de las más grandes bibliotecas que existían sobre la superstición, sobre los mecanismos de la creencia. La escena que estaba en el centro de la sala corregía todas aquellas páginas. Montiel estaba tendido en el suelo. Vestía pantalón y una camisa blanca, ya completamente ensangrentada; noté que sus zapatos eran de charol. Le habían perforado o cortado el cuello y la herida ya se veía oscura, seca. El cuerpo tenía la palidez de la muerte. A su lado, de pie, estaba Lalika, completamente desnuda. Había doblado cuidadosamente su ropa sobre una silla, contra la pared. Era mujer: aún en el frenesí, cuidaba de que no hubiera una sola mancha. Los pies descalzos habían dejado sus huellas sangrientas en toda la biblioteca, como si hubiera interrumpido su ceremonia para consultar un libro u otro. Me miró sin vergüenza, sin interés. No buscó cubrirse. La sangre había formado una máscara de la mitad de la cara para abajo, pero también había trazos rojos alrededor de los párpados, como si se hubiera restregado los ojos con las manos húmedas. Los brazos eran largos y huesudos. Había mantenido la juventud, tensa e irreal, pero los años habían llenado la piel blanca de cicatrices y marcas. Esas marcas le daban al cuerpo la belleza que advertimos en antiguas estatuas, cuando alguna imperfección, la carcoma de los siglos, un brazo que falta, la erosión de una larga permanencia en el fondo del mar, abren las puertas de la contemplación, y arrancan a la belleza de su encierro. Yo la había visto llena de compasión por la suerte de Calmet, el dueño del cine; pero esa compasión sólo podía aplicarse a los de nuestra especie. Ahora no parecía en absoluto proclive a la compasión.
—Váyase ahora —dijo—. Yo me ocupo de todo. Se lo prometí al Francés.
EDITORIAL PLANETA. 2010.

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