domingo, 17 de febrero de 2019

La isla de Arturo Elsa Morante. (Fragmento).





La isla de Arturo


Elsa Morante



Traducción de Eugenio Guasta


 eDITORIAL lUMEN.



 

Dedicado a Remo M.
La que tú creíste un puntito en la tierra
lo fue todo.
Jamás se hurtará ese único tesoro
a tus celosos ojos dormidos.
Tu primer amor nunca será violado.

Virginal se envolvió en la noche
como una gitanilla en su chal negro.
Estrella suspendida en el cielo boreal,
eterna: ningún mal la alcanza.

Amigos jovencitos, más bellos que Alejandro y Euríalo,
por siempre hermosos, protegen el sueño de mi muchacho.
La enseña del miedo no cruzará el umbral
de la pequeña isla celeste.

Y tú no conocerás la ley

que yo, como otros muchos, aprendo,
y que destrozó mi corazón:

fuera del limbo no hay felicidad.

 


Yo, si en él me recuerdo, bien me parece…
Umberto Saba , El cancionero

Prólogo


Las geografías infinitas




Prócida, la isla en la que Elsa Morante y su entonces marido Alberto Moravia se refugiaron del fascismo durante algún tiempo, en plena Segunda Guerra Mundial, es uno de esos territorios de ficción que un escritor no deja escapar fácilmente. Morante reconstruyó sobre su geografía una las infancias más sugerentes de la historia de la literatura, como es la de Arturo Gerace, que junto con su padre Wilhelm y su madrastra Nunziata forman un triángulo cuyas esquinas son imposibles de enumerar, como si ese pequeño triángulo nunca se acabara de recorrer.
La gran escritora dispone para ellos una casa señorial e inhóspita, en una Prócida que es un universo del que Arturo se siente dueño y del que no sale hasta que su inocencia se rompe, y de pronto, en plena adolescencia, le llega la edad adulta. Entretanto, la isla es el escenario de esa clase de vendavales, a menudo secretos, que cambian a las personas.
Elsa Morante es una autora que captura como pocos ese movimiento perpetuo que se produce dentro de todo ser humano. Sus personajes jamás se detienen, aunque permanezcan tendidos, en silencio, o solo sueñen. Algo los zarandea continuamente. Viven una evolución constante, y en su interior van y vienen. No son los mismos ahora que dentro de unas páginas. Siempre hay un cambio, un salto, un vuelo. La autora, con su habilidad para poner en juego matices frase tras frase, acaba por crear personajes inagotables, de los que nunca lo sabemos todo. Esta habilidad permite que una novela como La isla de Arturo funcione como un tratado sobre los afectos y el hastío, mostrando de qué modo es a veces posible pasar de la ternura al odio, o del desprecio al apego de un modo casi natural, inapelable.
La relación del joven Arturo con su padre es paradigmática del tránsito de la admiración al desencanto. Abandonado entre hombres, después de que su madre muera sin llegar a conocerla, Arturo es un niño acompañado simplemente por su imaginación. Morante lo construye sobre las ausencias que lo rodean. No va a la escuela, no tiene amigos, no tiene reglas ni horarios, y casi podría decirse que carece de padre. Está Wilhelm, sí, pero es más personaje que persona, alguien que casi nunca está a su lado, y que cuando regresa de sus incontables viajes, siempre misteriosos, repudia los afectos. «Mis días transcurrían en absoluta soledad», hasta el punto de que «me parecía mi condición natural», sostiene Arturo. Y sin embargo, admira a su padre hasta convertirlo en una referencia mítica. «Él era la imagen de la certidumbre y cuanto decía o hacía representaba el dictamen de una ley universal de la que deduje los primeros mandamientos de mi vida.» Todo cuanto hace está encaminado a conquistar su aprecio y admiración. Lo idealiza, y lo hace sin importar que su amor por él jamás sea correspondido. Wilhelm repudia cualquier muestra de afecto o sentimiento. Arturo, que también está construido sobre los desdenes paternos, admite que algunas veces «anhelaba que me besara y me acariciara como hacen los demás padres con sus hijos». No recuerda que Wilhelm le haya dado un beso alguna vez.
Aferrado a su Código de Certezas Absolutas, que lo empujan a venerar a su padre, y a ejercitar el valor y la lealtad, será justamente una traición lo que acabe abriendo los ojos de Arturo, y lo que lo alejará de Wilhelm. La primera grieta en la relación padre-hijo se produce con la llegada de Nunziata a la isla. Con ella el chico experimenta su primer impulso en contra de su padre, aunque pasajero. Es un presagio, un movimiento del futuro. Arturo ha crecido en un mundo que desprecia a las mujeres. «La aventura, la guerra y la gloria eran privilegios viriles», mientras que «las mujeres, por su parte, encarnaban el amor», sentimiento que él atribuye a una invención de los libros. Jamás se enamorará de una de ellas, llega a prometerse. Al empujarlo a hacerse esa promesa, Morante se retaba a sí misma a provocar un giro narrativo de ciento ochenta grados. ¿Podría Arturo llegar a amar algo que odiaba con todas sus fuerzas?
La aversión hacia la nueva esposa de su padre parece difícil de superar. De acuerdo con los libros que ha leído en la biblioteca familiar, «una madrastra no podía ser sino una criatura perversa, hostil y digna de odio». Por lo que a él concierne, nunca la llamará mamá, o madre, ni siquiera por su nombre, Nunziata. Para dirigirse a ella le dice: «Oye, dime, tú», o si no, le silba. Ese es el punto de partida, que no hace sino agravarse con los celos.
Es una suerte que Arturo esté rodeado de huecos y ausencias. Cuando se da cuenta de que su madrastra ha ocupado algunos de ellos, ya es tarde. En silencio y lentamente ha empezado a tender afectos. El giro está dado, aunque no lo sepa. De hecho, casi sin ser muy consciente ni dominar en condiciones su propio cuerpo, en una acción inesperada, «la abracé y la besé en la boca». No es un beso cualquiera. Es todos los besos que su padre nunca le dio. Es un beso fatal, una señal de que el fin de la inocencia está cerca. Después de besar a su madrastra, que solo tiene dos años más que él, la odia más que nunca y se siente amargamente solo, a punto de hacer un magnífico y terrible descubrimiento: le guste o no, está enamorado de una mujer. Es la primera gran promesa rota; la segunda la desbarata su padre, y con ella se desmoronará el mundo que Arturo había construido en torno a su isla. Quizá haya llegado el momento de buscar nuevos horizontes y ensanchar su universo.
Es difícil no sentirse concernido por la historia de Arturo. Todos nos hicimos mayores casi de repente, sin esperarlo, después de alguna frustración que nos dejó con los pedazos de un sueño roto en las manos. Hay lecturas que se vuelven una experiencia, como la de ser el niño y el adolescente que fue Arturo, y al final de la novela descubrir que ya somos adultos. Inolvidable.

JUAN TALLÓN

1


Rey y estrella del cielo


… el Paraíso alto y confuso…

SANDRO PENNA, Poesías


Uno de mis primeros motivos de orgullo fue mi nombre. Pronto descubrí —fue él, me parece, el primero en contármelo— que Arturo es una estrella: ¡la luz más veloz y brillante de la figura de Bootes, en el cielo boreal! Y que además así se llamaba un rey de la Antigüedad, jefe de un grupo de seguidores, todos ellos héroes, igual que lo era el mismo monarca, quien los trataba como a iguales, como a hermanos.
Desgraciadamente, más tarde me enteré de que el famoso rey Arturo de Bretaña no era un rey de verdad, sino de leyenda, de modo que lo abandoné por otros más históricos (las leyendas me parecían infantiles). Pero había otro motivo que bastaba para dar un valor heráldico a ese nombre; según supe después, quien me lo puso —creo que quizá ignorando el símbolo nobiliario— fue mi madre. Era en esencia una mujercita analfabeta, pero más que una soberana para mí.
En realidad, de ella siempre he sabido poco, casi nada, ya que murió antes de cumplir los dieciocho años, al nacer yo, su primogénito. La única imagen suya que he conocido es un retrato del tamaño de una postal. Una figurita descolorida, mediocre, casi fantasmal, pero objeto de una adoración fabulosa durante mi niñez.
El pobre fotógrafo ambulante al que debo esta única imagen de mi madre la retrató en los primeros meses de embarazo. El cuerpo, pese a los pliegues del holgado vestido, muestra que está encinta. Tiene las manos enlazadas delante, como si se escondiera, en una postura tímida y pudorosa. Está muy seria, y en sus negros ojos se lee no solo la sumisión propia de las muchachas recién casadas del pueblo, sino también un interrogante asombrado y un tanto temeroso. Como si, entre las ilusiones normales de la maternidad, ya sospechase su destino de muerte y de olvido eterno.


La isla


Todas las islas de nuestro archipiélago, en el mar napolitano, son hermosas.
Sus tierras tienen en gran parte un origen volcánico, y sobre todo cerca de los antiguos cráteres nacen millares de flores silvestres como no he visto nunca en el continente. En primavera las colinas se cubren de retama; viajando en junio por el mar, su dulce olor agreste se reconoce en cuanto uno se aproxima a nuestros puertos.
Subiendo hacia el campo por las colinas, mi isla tiene caminitos solitarios flanqueados por muros antiguos, detrás de los cuales se extienden huertos y viñedos que parecen jardines imperiales. Posee varias playas de arena clara y delicada, y otras menores escondidas entre los enormes arrecifes y cubiertas de guijarros y conchas marinas. En aquellos elevados peñascos que sobresalen del agua anidan las gaviotas y las tórtolas salvajes, que, sobre todo por la mañana temprano, dejan oír sus voces, unas veces quejumbrosas, otras alegres. En los días serenos, el mar es apacible y fresco, y se deposita sobre la playa como el rocío. ¡Ah!, no pretendo ser gaviota ni delfín; me contentaría con ser una escorpina, el pez más feo del mar, para volver allí a jugar en el agua.
Las calles que rodean el puerto son callejones sin luz, flanqueados por casas toscas, de siglos de antigüedad, que surgen severas y tristes, a pesar de estar pintadas con los bellos colores de las conchas marinas, rosado y gris ceniza. En el alféizar de las ventanitas, angostas como aspilleras, se ve alguna vez un bote de hojalata con claveles plantados, o una jaula que se diría idónea para un grillo y que encierra una tórtola capturada. Las tiendas son hondas y oscuras como cuevas de bandidos. En el cafetín del puerto hay un hornillo de carbón donde la dueña prepara el café a la turca en una cafetera esmaltada de color azul. Enviudó hace muchos años y lleva siempre un vestido negro de luto, un chal negro y aretes del mismo color. La fotografía del difunto cuelga en la pared, al lado de la caja, rodeada de guirnaldas de hojas polvorientas.
El posadero cría en su local, situado frente al monumento de Cristo Pescador, a un búho sujeto con una cadenilla a una tabla que sobresale en la parte superior de la pared. El ave tiene las plumas negras y grises, delicadas, un elegante copete, párpados azules y grandes ojos de color oro rojo cercados de negro. Siempre le sangra un ala, porque él mismo se la desgarra continuamente con el pico. Si la gente tiende la mano para hacerle cosquillas en el pecho, inclina la cabecita con expresión maravillada.
Al atardecer empieza a agitarse, intenta alzar el vuelo, cae, y muchas veces acaba aleteando cabeza abajo suspendido de la cadenilla.
En la iglesia del puerto, la más antigua de la isla, hay santas de cera, de menos de tres palmos, en vitrinas de cristal. Tienen faldas de encaje auténtico, amarillentas, mantillas de brocado descolorido, pelo de verdad y, colgados de las muñecas, minúsculos rosarios de perlas legítimas. En sus deditos, de palidez mortuoria, las uñas aparecen esbozadas por un tenue trazo rojo.
En nuestro puerto casi nunca amarran las elegantes embarcaciones deportivas o de crucero que pululan en los otros puertos del archipiélago; se ven barcazas o gabarras mercantiles, además de los botes de pesca de los isleños. Durante muchas horas del día la plaza del puerto está casi desierta; a la izquierda, junto a la estatua de Cristo Pescador, un coche de punto espera la llegada del vapor de línea, que se detiene unos minutos para que desciendan tres o cuatro pasajeros, casi siempre gente de la isla. Nunca, ni siquiera en verano, nuestras solitarias playas conocen el alboroto de los bañistas que, llegados de Nápoles y otras ciudades, o de todas las partes del mundo, invaden las playas de los alrededores. Si por casualidad un extranjero desembarca en Prócida, se asombra al no encontrar la vida alegre y heterogénea, las fiestas y las conversaciones en las calles, los cantos, el sonido de guitarras y mandolinas, todo eso por lo que la región de Nápoles es conocida en el mundo entero. La gente de Prócida es huraña, taciturna. Las puertas permanecen cerradas, casi nadie se asoma a la ventana, cada familia vive entre sus cuatro paredes, sin mezclarse con las demás. No cultivamos las amistades. Más que curiosidad, la llegada de un forastero despierta desconfianza. Si hace preguntas, se le contesta de mala gana, porque a los de mi isla no les gusta que se metan las narices en sus cosas.
Son de complexión menuda, morenos, de ojos negros y alargados, como los orientales. Se parecen tanto entre sí que se diría que todos son parientes. Las mujeres, a la antigua usanza, viven enclaustradas como monjas. Muchas llevan todavía el pelo largo enroscado, la cabeza cubierta con el chal, vestido largo y, en invierno, zuecos sobre las gruesas medias de algodón negro; en verano algunas van descalzas. Cuando pasan caminando con los pies desnudos, rápidas, sin hacer ruido y esquivando encontronazos, parecen gatas salvajes o garduñas.
Nunca bajan a la playa. Para ellas es pecado bañarse en el mar, e incluso ver cómo otros se bañan.
Muchas veces, en los libros, las viviendas de las antiguas ciudades medievales, agrupadas o dispersas por el valle y las laderas en torno al castillo que domina la cumbre más alta, semejan un rebaño alrededor del pastor. De la misma manera, las de Prócida, desde las numerosas que se apiñan cerca del puerto hasta las que ascienden por las colinas y las casas de labranza aisladas en el campo, parecen desde lejos un rebaño diseminado al pie del castillo. Este se alza sobre la colina más alta, que, entre las otras, parece una montaña. Ampliado por construcciones superpuestas y añadidas a lo largo de los siglos, ha adquirido la mole de una ciudadela gigantesca. Desde los barcos que bordean la costa, sobre todo por la noche, de Prócida solo se divisa esa masa oscura, así que nuestra isla semeja una fortaleza en medio del mar.
Hace unos doscientos años el castillo se convirtió en un presidio, uno de los mayores, creo, del país. Para muchas personas que viven lejos, el nombre de mi isla es el nombre de una cárcel.
Hacia el lado de poniente, que mira al mar, mi casa queda frente al castillo, pero los separan muchos centenares de metros en línea recta, con numerosas caletas de las que por la noche parten las barcas de los pescadores con las luces encendidas. La distancia impide vislumbrar las rejas de los ventanucos y el ir y venir de los carceleros alrededor de los muros. En invierno, cuando hay bruma y las nubes pasan por delante del castillo, el presidio semeja una fortaleza abandonada, como las que se encuentran en muchas ciudades antiguas. Una ruina fantástica, habitada solo por serpientes, búhos y golondrinas.

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