miércoles, 20 de febrero de 2019

Miguel Ángel Asturias Los ojos de los enterrados Trilogía Bananera - 3 Fragmento.


Diez años después de la publicación de «Viento fuerte» , con la que MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS (1889-1974) inició su «Trilogía bananera», «LOS OJOS DE LOS ENTERRADOS» completó el vasto ciclo que tiene como tema !a penetración en Centroamérica de las grandes compañías multinacionales. Si la novela que inauguraba la serie narraba la lucha de los pequeños plantadores —encabezados por el norteamericano Lester Mead— contra la gran Compañía internacional y «El Papa Verde» denunciaba la intromisión de intereses económicos extranjeros en los resortes del Estado, «Los ojos de los enterrados» relata el fin de Maker Thompson y la organización de una huelga general que permite a los peones de la Bananera y del Sindicato de los trabajadores de Tiquisate imponer sus condiciones a la Compañía, provocando, finalmente, la caída de una larga dictadura. El clima de violencia alcanza ia máxima cota de tensión en la novela que cierra la trilogía y le confiere una dimensión épica. Las peripecias personales de Juan Pablo Mondragón, Malena Tobay, Cayetano Duende y Andrés Medina ceden el primer plano del relato al protagonismo del pueblo en lucha contra la opresión La antigua leyenda indígena, según la cual los enterrados esperan con los ojos abiertos el día de la justicia, se entrelaza con la incidencias de la trama y proporciona a la narración un fondo mítico y un elemento de lirismo. Novela evidentemente política, la prosa magistral de sus páginas, en que se aúna la frescura del habla popular con la brillantez heredada de la tradición modernista y las innovaciones técnicas de las vanguardias, revela que el Premio Nobel de 1967 fue un autor tan comprometido con la realidad sociopolítica de su país como con las más altas exigencias artísticas.





Miguel Ángel Asturias

Los ojos de los enterrados

Trilogía Bananera - 3




Miguel Ángel Asturias, 1969
Editor digital: Piolin
ePub base r1.2






 Primera parte

 I

—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
La Anastasia —Anastasia, sin apellido, ni reloj, ni calzón, todo al aire como la gente del pueblo, el nombre, el tiempo, el sexo— no se contuvo, lo soltó como los buenos días de todas las mañanas, al asomar la cara por la puerta del salón «Granada», salón de baile, bar, restaurante, donde vendían helados con olor a peluquería, chocolates envueltos en relumbres de estaño, sandwiches de tres o más pisos, refrescos con espuma de mil colores y trago del extranjero.
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
La puerta caía sobre un salón largo, espacioso, ocupado por sillones de cuero rojizo, angulosos, pesados, propios para gente holgazana o borracheras corcoveadoras y mesas redondas, amplias, bajas, con lo de encima de una madera porosa que en lugar de lustrar se lijaba todos los días, para que siempre estuvieran limpias y nuevas, como acabaditas de estrenar.
Y todo lucía, como las mesas, limpio y acabadito de estrenar, menos los lustradores, niños miserables, sucios y haraposos que parecían viejos con voces infantiles:
—¡Lustre!… ¡Lustre!… ¿Se lustra, cliente?… ¡Una sacudidita!…
Todo lucía nuevo a las 10 de la mañana. ¡Qué 10 de la mañana, si ya iban a ser las 11!…
Nuevo el piso de cemento que brillaba como alfombra de caramelo, nuevos los ventanales, nuevos los espejos por donde se perseguían a velocidad de relámpagos de colores, las imágenes de los automóviles que paseaban sus carrocerías flamantes por la Sexta Avenida; nuevos los peatones mañaneros que iban por las aceras empujándose, topeteándose, abriéndose paso, piropo va y mirada viene, entre saludos, abrazos, golpes de sombrero y adioses con la mano; nuevas las paredes decoradas con motivos tropicales, nuevo el techo alabastrino y las lámparas de luz indirecta, gusanos de cristal que soltaban por la noche alas de mariposas fluorescentes; nuevo el tiempo en el reloj redondo, nuevos los meseros de pantalón negro y chaquetín blanco a lo torero, nuevos los borrachos gigantes, rubios, contemplando con los ojos azules, conservados en alcohol, el hormiguero de la ciudad mestiza, y nueva la voz de la Anastasia:
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
Jefes y soldados de uniforme verdoso, se acuartelaban desde muy temprano en el «Granada» a beber whisky and soda, masticar chicles y fumar cigarrillos de tabaco fragante —unos cuantos fumaban pipa—, todos ajenos a lo que pasaba alrededor de ellos en aquel país, totalmente ajenos, aislados en la atmósfera extraterritorial de su poderosa América.
La clientela matinal ocupaba las mesas vecinas. Agentes viajeros, sin más compañía que sus valijones de muestra, desayunaban almuerzos, mientras devoraban con los ojos las viandas de algún magazine, servidas en páginas de porcelana. No sólo de pan…, el businessman vive de anuncios. Entraban y salían bebedores del país, al trago mañanero. Lo ingerían y a escupir a la calle. Les disgustaba la presencia de la soldadesca extranjera. Eran aliados, pero Ies caían como patada. Otros, menos sudados de soberanía, por haber sido educados en los Yunait Esteit o haber trabajado en la Yunait, no les molestaba instalarse en el bar o en el salón junto a los yanquis, y no sólo hablaban, sino eructaban inglés, habilidad que lucían a gritos, sin faltar los que por dárselas de viajados, sin hablar ni entender aquel idioma, exclamaban a cada rato: ¡O-kayo-kayAmerica!..,
Los soldados se despernancaban a sus anchas, una pierna alargada bajo la mesa y la otra en gancho sobre el brazo del sillón. Algunos, tras apurar de tesón el vaso de whisky and soda, golpeándolo al dejarlo sobre la mesa ya vacío, hablaban de seguido un buen rato. Callaban y seguían hablando. Hablaban y seguían callados. Como si cablegrafiaran. Otros, apartándose el cigarrillo o la pipa de la boca, soltaban exclamaciones tajantes, recibidas por sus compañeros con grandes risotadas. Los que estaban en el bar, de espaldas a la concurrencia que ocupaba el salón, se volvían con el banco giratorio, sin abandonar el trago, rubios los cabellos, azules los ojos, blancas las manos, para indagar quién había dicho lo que festejaban sus camaradas, y aplaudirlo. Lucían, como soldados imperiales, los dedos con anillos y las gruesas muñecas con pulseras de oro…
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
—¡Tía, cuidado la oyen!… —decía a la mulata un chiquillo flaco que la coleaba por todas partes.
—¡Onque me oigan… vos sí que me gustás… caso entienden castilla!
El barman recibía los pedidos de la bodega entre gruñidos y rascones de cabeza.
—No es que los traigan tarde —se decía—, es que esta gente de la base militar está aquí desde que Dios amanece…
Los ojos achinados, el tajo de la boca bajo los bigotes lacios, un puro tiburón en la penumbra.
De las cajas y canastas tomaba las botellas como espadas, las desenfundaba de sus vainas de paja, y las alineaba en orden de ataque, convertidas en soldados. Los whiskys a la descubierta, tropa de choque, seguidos de las botellas de ron importado y ron del país, acaramelado y purgativo, de las botellas de gin, ladrillos transparentes llenos de fuego blanco, de los coñacs condecorados, de las botellas de vino generoso, envueltas en papel de oro, de las botellas de licores con algo de sirenas en las redes…
Y mientras el barman alineaba las botellas, el ayudante que atendía a la clientela, le decía:
—Moradas tengo las uñas de estar quebrando ajenjo, señor Mincho, y lo peor es que por ratos se me va la cabeza…
El olor a elixir paregórico del ajenjo, que no era ajenjo sino pernod, le mareaba y se le amorataban las uñas de mantener entre los dedos los vasos con pedazos de hielo en que la gota del grifo iba quebrando aquella bebida de color seminal.
—Tía, yo digo que entro… —insinuó el chicuelo a la Anastasia, cansado de estar frente a la puerta, sin hacer nada, un pie sobre otro.
—Entrá, pues, entrá… —empujó la mulata al chiquillo flaco, tiñoso de mugre, casi con escamas tras las orejas y el cuello, rotas las escasas ropas, los pies descalzos y uñudos.
El chico, medio haciéndose el cojo, la boca torcida y un hombro caído para inspirar más lástima, entraba con el sombrero en la mano a pedir limosna. De la puerta corría a las mesas ocupadas por los gigantes rubios. Junto a ellos se miraba más negro. (¡Ay, suspiraba la Anastasia desde la puerta, qué prieto que se ve mi muchachito entre la concurrencia!) Los soldados sin dejar de mover las mandíbulas rumiantes y hasta las orejas masca que masca chicles, le botaban algunas monedas en el sombrero. Otros le ofrecían whisky, otros le alejaban con la brasa del cigarrillo. Los meseros le espantaban, como a las moscas, a servilletazo limpio.
Un sargento canoso de piel colorada, dirigiéndose al empleado que atendía la caja registradora detrás de un mostrador de cigarrillos, confites, chocolates y caramelos, gritaba:
—¡No espantajlo, matajlo de una vez…, insecto, matajlo…, matajlo…, todos los hispanish insectos!
Y reía de su broma, mientras el chicuelo ganaba la puerta más corriendo que andando, asustado por los trapazos que con las servilletas le lanzaban los sirvientes.
—Arreuniste tanto así… —anunciaba la Anastasia al sobrino juntando y sopesando las monedas en una sola mano.
El chico le dejaba el sombrero y corría a pedir uno de los papeles con letras y caras de leones, caballos y gente, que repartían en la puerta del cine. Eso quería ser él, cuando le diera permiso su tía: repartidor de programas. Así entraría gratis en el cinematógrafo.
—¡Para estar encerrada en lo oscuro, Ave María, por cuánto iba yo a pagar!… —le cortaba la Anastasia, cada vez que él le pedía que lo llevara al cine—. Los pobres, sin necesidad de pagar, como no tenemos luz de esa eléctrica, cuando empieza la noche empieza nuestro cine. ¡No, mi hijito, cuesta mucho la vida para andar gastando… los ojos en lo oscuro!
—¿Insectos los hispanish?… —preguntó en inglés, recogiendo el dicho del sargento un parroquiano joven que ocupaba una mesa con otros amigos—. ¡Insectos pero necesitan de nosotros!…
—¡México, insecto que picar muy duro —tartamudeó aquél en español alzando la voz—, la Centroamérica, insectos chiquitos, locos… Antillas, no insectos, gusanos, y la Sudamérica, cucarachas con pretensiones!
—¡Pero necesitan de nosotros!
—¡En Minnesota no necesitamos, amigo! ¡Minnesota no ser Washington ni Wall Street!
La voz de un tercero, desde otra mesa, interrumpió vibrante:
—¡Díganle que se vaya a la… bisconvexa!
Bocinazos de automóviles último modelo que paseaban por la Sexta Avenida, entre el ir y venir de los peatones. Mediodía. Calor. El «Granada» a reventar. Todas las mesas ocupadas. El barman o el milagro de la multiplicación de los tragos. Tomaba las botellas al tacto, sin verlas y se las pasaba al aire de una mano a otra, ya listas, ya inclinadas para verter el líquido. Los meseros no se daban alcance. La caja registradora en un solo repique. El teléfono. Los periódicos. La rocola. La Anastasia…
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
En las calles, altoparlantes anunciando películas y teatros. —¡El Gran Dictador, de Charles Chaplin!… ¡El Gran Dictador!… ¡El Gran Dictador!…—, más galillo que megáfono; chóferes ofreciendo sus taxis, más labia que galillo; vendedores de billetes de lotería, la fortuna con la pobreza del brazo, y el sobrino de la mulata de mesa en mesa, aprovechando que el servicio por atender a la clientela, no tenía tiempo de ocuparse de su mínima persona.
Pero al mediodía no juntaba mayor cosa. Mucho caballero encopetado y mucha dama enguantada, emplumada, empolvada, pintada, peinada, perfumada, y apenas si sacaba dos o tres monedas. Unos se hacían los sordos, otros los distraídos y aunque el chiquillo se atrevía a tocarlos, urgido por la necesidad, con sus pobres manos sucias, seguían conversando, sin hacerle caso, como no fuera para echarle fuerte, amenazarlo con la policía o preguntarle en forma agria y destemplada, si no tenía padres que lo mantuvieran. El rapaz se quedaba sin saber qué contestar, los ojos y el olfato en las sabrosuras que los criados repartían en las mesas, entre el traguerío y los ceniceros, sabrosuras que aquella gente bien comía con los dedos, entre sorbo y sorbo de trago.
—Porque debes tener tus padres… —le reclamó alguien.
—Papá tal vez que tenga… —susurró el chiquillo.
—¿Y mamá?
—No, mamá no tengo…
—Se te murió…
—No…
—¿La conociste?
—Es que yo soy sin mamá…
—¿Cómo es eso? Todo el mundo tiene su madre…

—Pero yo no tengo… Mi papá me hizo en una mi tía…

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