domingo, 20 de enero de 2019

Mariposas Negras Para un Asesino. Fragmento. Premio UNA-Palabra 2004.


CAPÍTULO XI.
EN EL CENTRO DEL ABISMO
(1)

           Despertó estaba completamente bañado en sudor, tenía fiebre. El reloj en el buró marcaba las 11 de la noche.  Todavía temblaba, no sabía si por aquel sueño o por la misma fiebre.
          La casa estaba completamente en tinieblas.
          Como pudo se incorporó de la cama y miró en medio de la oscuridad que la lucecilla roja de la constestadora telefónica se encendía y se apagaba, tenía varios mensajes. Prendió las luces de la casa, luego dejó correr la cinta de la grabadora: el primer mensaje era de Quique, que con voz alarmada decía:
 “Henrito, Henrito, se cumplió lo que me  comentaste hace dos días, uyy, Henrito qué terrible, en qué país estamos viviendo, el asesino, el asesino, ayer cobró otra víctima, salió en los periódicos, se destapó el tamal, los periódicos hablan que encontraron una mujer asesinada en un lujoso hotel, justificaron que no daban el nombre porque el Organismo de Investigaciones Criminales  teme que las pesquisas se puedan ver entorpecidas. Parece que el criminal usó el mismo modus operandi del que vos me hablaste antier”.

          No supo qué hacer, la noticia era como un mazazo en la cabeza, sintió que    perdía la razón.  ¿Soñaba o era real lo que oía por teléfono? ¡Todo era cierto: las llamadas telefónicas y estaba en su apartamento con cuarenta grados de temperatura corporal y con un dolor de huesos como si le hubieran dado una golpiza por toda la humanidad!
         
          Se dijo que cómo era posible  que lo soñado fuera realidad. Y sin embargo,  estaba  convencido que la sucesión de sueños como el primero  hacía una década, tenían alguna relación con los asesinatos.  Los sueños - razonó en un momento de pánico - a pesar de estar uno dormido, ¿ no son reales o el sueño no es parte de la realidad, de otra realidad?
          El segundo mensaje de la contestadora era de Ernesto Miranda Rojas, que con una voz   fría y  pausada decía que por favor se comunicara con él lo más pronto posible. Que se trataba del crimen de la joven que aparecía muerta en el Anexo del Astoria San José Internacional. Que el asesino había dejado un mensaje para el Organismo de Investigaciones Criminales y otro más pequeño para él en la habitación del crimen ¡¡¡Eso fue la locura misma!!! ¿Acaso era casualidad lo que pasaba a su alrededor? Reflexionó que de alguna manera había previsto las muertes de las jóvenes,  también se imaginó que alguien vigilaba.
          Dudó de todo y de todos.
          No quería pensar en los asesinatos.
          Con una fiebre que literalmente se bebía su sangre y los líquidos corporales, se presentó al Organismo de Investigaciones Criminales.
          Eran las doce de la noche.
          La Sección de homicidios, jefeada por Ernesto, era un pandemónium. Los oficiales con sus revólveres y pistolas de reglamento semi ocultas en  las cinturas, entraban y salían de la Sección de Homicidios, sonaban los teléfonos, nadie ponía cuidado de quién era Henry y qué estaba haciendo en el centro de la Oficina Principal del Organismo de Investigaciones Criminales.
Las dos secretarias del turno de la noche revisaban  en las computadoras una información de unos listados de presuntos implicados en el asesinato de La Bella sin Marcas. Henry escuchó que Ernesto solicitaba toda la información y desde el principio, eso quería decir  desde el primer homicidio. Ya no cabía la menor duda, el asesino de La Bella sin Marcas, La Parturienta y de “Medias de Seda” - nombre este que fue bautizada así en el sueño de Henry la  última víctima - era el mismo.
          Al tocar la puerta, Ernesto la abrió y se asustó por el estado físico de Henry. Despidió a los tres oficiales con los que tenía una reunión.
-Henry, si hubiera sabido que te encontrabas enfermo no te hubiera dejado el mensaje para que vinieras.
Henry no contestó. El ambiente olía asquerosamente a tabaco y la tensión deambulaba por todas partes.  Como un sonámbulo abordó el sillón más cercano y allí tumbó el cuerpo esperando que Ernesto le contara lo sucedido.
-La verdad Henry, la situación se nos ha complicado demasiado. Jamás pensamos en la Sección que esto - los homicidios - llegara tan lejos. Otra víctima e igual que la anterior, parece que era una instructora de aeróbicos o era una socia de esos SPA ahora tan de moda.  Por supuesto que se ganaba algunas extrillas  puteando - Ernesto rió a la última frase para luego ponerse taciturno y continuar:
-La presión es grande eso no te lo voy a negar.
          De inmediato, Ernesto comenzó a contar la historia desde que les llegó la noticia al Organismo de Investigaciones Criminales hasta que recogieron el cuerpo de la víctima.
Todo era  igual  como Henry  lo  soñara horas antes. Con algunas variantes:  por ejemplo, el Mamulón Zúñiga no se  hizo presente en la escena del crimen,  sí se llamó al doctor Rodrigo Castilleja de la Cuesta para que ayudara al levantamiento del cadáver y realizara la autopsia, solicitud hecha por el mismo Miranda Rojas, pensando en alguna novatada del patólogo de turno.  Ernesto continuó:
-En efecto, como dicen los periódicos el asesinato fue en un lujoso hotel del centro de la capital, solo unos cuantos saben el nombre, el Astoria, en el Anexo. El asesino ataca en un perímetro pequeño, pequenísimo, ¿qué te parece?
Ernesto calló... Más allá de la oficina, el ruido era un murmullo constante, como un zumbar de avispas,  suspiró y continuó:
-¡Ah y lo más cómico... mirá, por eso te llamé!
Y mostró un  sobre de manila con la dirección a máquina del Organismo dirigido a Ernesto Miranda Rojas, director de la Sección de Homicidios, dentro se encontraba un disquete.
-Ponelo en la computadora-  pidió Ernesto-.
No preguntó de qué se trataba, sino que como un autómata colocó el disquete. Las manos le sudaban y temblaban por la fiebre. Henry abrió el archivo con el nombre x-, y encendía un cigarrillo.   Era  una carta, la persona se decía el asesino  de las mujeres muertas en los hoteles, el contenido era la siguiente:

“Señor Miranda Rojas: Usted me da asco, igual que  sus subalternos que trabajan en la investigación de los crímenes ocurridos hace una década. Son tan torpes, que la misma palabra torpeza es demasiado grande para su estupidez, digo, ninguna palabra se les puede equiparar para tanta mediocridad. Hace diez años desde el primer crimen que cometí y ni un perfil tienen mío. Saludos Mediocres.”
Posdata: también a usted señor investigador de homicidios malogrados, señor De Quincey, a usted también lo reto a descifrar el gran enigma de quién soy. Saludos: Posdata segunda: ¿ Cómo van sus nervios?

          Ambos estuvieron callados: Ernesto fumando y Henry viendo como un sonámbulo la pantalla de la computadora. Por la mente de Henry,  regresaron un sin fin de pensamientos absurdos y cuerdos otros, las imágenes de los últimos diez años de su vida se agolparon en su cerebro: la mayoría  relacionados con los homicidios.
Su vida se resumía en más de tres décadas en el Organismo,  otros años como abogado, un fracaso matrimonial y un horizonte sin mayores perspectivas  que esperar una vejez  con una pensión de la Corte que ya gozaba.
También, desfilaron por su mente en fracciones de segundos, los meses que estuvo recluido en el hospital psiquiátrico...

-Y.. ahí está Henry, mi estimado amigo y “Jefe”. No tenemos más información que esa - y  terminó la última frase - señalando el disquete, prosiguió:
- Parece que el hijueputa sabe más de nosotros que nosotros de él, bueno, es algo evidente. 
Aspiró el cigarro casi llegando al filtro para continuar con una protesta calcada a las de Henry  en la época que era jefe:
-¿Y pistas?, como te he repetido hasta la saciedad, este  hijueputa se las sabe de todas todas. La misma herida... le gustan las caucásicas y... nada más.  De seguro que también a esta última le van a encontrar alguna droga en la sangre, porque no había signos de violencia en la habitación. Ni los clientes, ni los empleados del hotel escucharon ruido. Supongo que la víctima se durmió, no opuso resistencia y “zaz”,  al momento era un cadáver.
Pero, esta vez,    lo  tenemos  pillado  con  los  vídeos  de  seguridad  del  Anexo, los oficiales nos traeran la prueba,  ya viene en camino la evidencia.
No esperaron demasiado: en la puerta de cristal se escucharon los toquidos, y una silueta masculina   venía cargando una caja de mediano tamaño.
A la orden de:  “pase, está abierto” entró un  oficial.
-¡Veamos, veamos!... -  exclamó Ernesto,  luego con una sonrisilla miró a Henry y  empezó a abrir la caja. ¡Aaajá, te lo dije, mirá!
Y decía esto balanceando con su mano izquierda un vídeo casete con el logo característico del Astoria San José Internacional...
Miraron la cinta varias veces, no encontraron lo que buscaban...

          Henry salió del Organismo - y como en el sueño horas atrás - San José le pareció una ciudad fantasmal. El Complejo Judicial como sus alrededores estaban desiertos.  La ciudad de la Oscuridad   se hacía presente : el submundo de un San José dividido en cuadrantes y callejuelas de casinos, casas de citas, salas de masajes, de night clubes y de voyeuristas. Sin embargo, todavía estaban muy lejos de ser la Zona Fantasma ó la Torre de los Desechos. Pero, Henry allí no entraba, en la zona proscrita no había nadie a quien buscar por el momento.


(2)
         
Las risas y los murmullos callaron con sus pasos por el corredor, y antes de tocar la puerta, se encontró frente a frente con el Efebo que la abría un poco curioso un poco asustado.
-Ayy, licenciado, qué hijueputa susto me pegó, - exclamó en forma irreflexiva el Efebo.
Antes de contestar a las últimas palabras del Efebo, Henry miró hacia el fondo de la Sala de Autopsias luego le preguntó si el doctor Rodrigo estaba en el edificio del Organismo o ya se había marchado.
-No, qué va, hace media hora se fue el doctor,  respondió el Efebo con una curiosidad que no podía  disimular.
 El Efebo le daba las explicaciones del caso, Henry en el umbral de la  puerta  pudo otear a uno de los zopilotes de la morgue al otro lado del salón que con un periódico hacía que leía.
Los zopilotes eran los camilleros y los morgueros, que así eran bautizados por los años sesentas  debido a la faena cruenta de estar llevando a los muertos de la Morgue Judicial  al depósito de cadáveres.
-¿Por qué, licenciado, le urge verlo... acaso es acerca del asesinato de ayer en la noche?,  y el Efebo calló. Detrás de sus gruesos lentes sus ojitos continuaban escudriñando el comportamiento de Henry.  El Efebo prosiguió con el parloteo:
-Mire, ahí tenemos a la joven... nosotros le hemos repetido que ya terminamos de curarla y que se puede poner la ropa para que se vaya para la casa, pero idiay... parece que la chica está muy contenta con nosotros porque nada que nos hace caso. Diciendo esto y abrió la puerta de par en par para que Henry pudiera mirar: al fondo y a la izquierda del salón, una joven  yacía en una plancha de metal. La luz de un gran lamparón -como diez años atrás iluminara a La Bella sin Marcas- ahora iluminaba el cuerpo de Medias de Seda. Henry no caminó, se contuvo,  pero una fuerza irresistible lo empujaba donde  estaba aquella mujer. La blancura de su cuerpo desnudo  era más intenso con la luz del lamparón y hacía juego con una cabellera larga, abundante, lacia y de color caoba que se derramaba hacia atrás  de su cabeza  hasta los mismos bordes de la plancha metálica.
-Pase, pase, licenciado Henry, venga, venga, acérquese para que vea qué belleza tenemos aquí.
Entró. A las palabras del Efebo, escuchó una risita que provenía del rincón donde estaba el “Zopilote sin nombre”.
-Yooo, sooolo deseaaaba haaablar con el doctooor Rooodrigo Caaastilleja paaara...
No pudo terminar la frase, estaba completamente anonadado por la belleza de la mujer, parecía que dormía  y que no estaba muerta, y un pudor algo absurdo y un enrojecimiento de su cara lo sentía cada vez que la miraba, imaginaba que espiaba como un depravado a la muchacha y que ésta los iba a increpar y a insultar por estarla espiando así: desnuda.
-Pooor suuupueessto-exclamó el Efebo con una risita observando de soslayo al Zopilote- eso lo entendemos que usted quiera hablar con el doctor don Rodrigo... y de paso... no es malo  ver un cuerrpeciiito como éste... mire, mire  usted licenciadito, no ve qué desperdicio - y decía esto último, tocando los pechos de la muerta -, venga acérquese.
          Lo que estaba sucediendo  le pareció dantesco, burdo, escalofriante, vulgar, se avergonzaba de sí mismo, quería recriminar al Efebo y al Zopilote que reía a todas las frases prosaicas y de doble sentido que hacía Oscar con la mujer que  permanecía  en la plancha metálica pero por alguna razón no lo hacía.
-Mírela... ¿Quién  diría que está muerta a no ser por la herida que tiene en el pecho?
          Instintivamente y sin razonar lo que decía el Efebo Henry miraba a la mujer diciéndose a sí mismo  que en verdad parecía estar dormida y que no se le veía la herida.
Y levantando y acariciando el busto señalaba una herida diminuta debajo del seno izquierdo.
Continuó:
-Ahh no, licenciadito, lo que soy yo, estoy  enamorado de esta mujer. Ya siento que la quiero, ¿verdad que sí, Juancho? - y decía lo anterior, mirando al Zopilote  que  ahora estaba literalmente en las espaldas de Henry, riendo las gracias del Efebo.
-Ah no, que tiene gusto este asesino, tiene gusto, style, como dicen los ingleses. No ve qué cuerpo, está muy blanca, si estuviera bronceada, bueno una modelo de la Play Boy no tiene nada que veeerr con esta mamacita, ¿ verdad, Juancho?
-Ajá -respondió- el Zopilote.
Henry, por su parte, estaba como en estado cataléptico: oía, respiraba, razonaba lo que sucedía a su alrededor pero no podía moverse, no podía articular palabra, únicamente era un espectador, era como una marioneta que le mueven los hilos a voluntad y que ahora su amo no deseaba moverla hasta nuevo aviso.
-Mire qué cuerpo, vea por usted mismo, qué pantorrillas, gruesas ¿verdad?, y qué rodillas redondeadas y nada huesudas, ¿para qué le voy a decir más, si usted mismo lo está comprobando verdad, doctorcito? Ah no, ni de qué hablar con ese ombliguito y esos pelitos,  mire qué panochita, ufff, no, definitivamente es un mujerón, qué va, esta chica si tiene las tetas y el mico bien puestos, no como muchas putas que andan por ahí, por la calle cerca de la Plaza de la Cultura, porque ya nos llegaron con el chisme licenciadito...dicen que era una puta de esas, de las finas, de las que cobran en dólares, de las que hacen aeróbicos, de las instructoras.
          Azorado, el espectáculo era cada vez  más macabro, parecía que las horas se hubieran detenido como la primera ocasión hacía diez años atrás, cuando miró a La Bella sin Marcas en la sala de autopsias. Sin embargo, ahora la escena tenía otros protagonistas aparte de Henry, y muy en su  interior, sentía repulsión por  lo que estaba sucediendo, pero una cierta morbosidad le seducía a las palabras del Efebo y de las risas entrecortadas algunas  y otras alargadas  como un orgasmo del Zopilote Juancho.
-Ayudame Juancho - exclamó el Efebo al Zopilote - para  mirar de medio lado a esta mamacita......
          Era inevitable que   murmurara alguna palabra o algún comentario... ya no eran dos hombres macabros haciendo actos lascivos con  un cadáver, sino que Henry al no evitarlos, se hacía cómplice de lo acontecido en  la sala de autopsias. Debía de parar   la escena  y no lo hacía, dejaba que el Efebo continuara con la perorata  para  saber que era lo próximo, lo siguiente, lo que podía  acontecer.
          Al instante, Medias de Seda estaba de costado y aún parecía dormida, bella de  perfil  con su cabello largo y derramado siempre hacia atrás, se vislumbraba su cuello blanco, alargado como el de un cisne. Unos pies perfectos, con las uñas   pintadas de un rojo encendido eran gotas de sangre que resaltaban aún más la blancura de sus pies desnudos y la premonición de su propia muerte.
-Ah no, a esto hay que tomarle una fotografía, Juancho tráeme la cámara pa’ tomarle unas fotos a la chiquilla, qué va... de esto hay que tener un recuerdo.
          Al  momento, estaba Juancho con una cámara que le dio al Efebo y este, como si se tratara de una sesión de fotografía a una Top Model, comenzó a tomar instantáneas de Medias de Seda.

          Los flashes a veces enceguecían a Henry que, inmóvil cerca del planché, miraba cómo la luz  plata invadía el lugar  congelando el tiempo en su color metal.
          Ahora, observaba cómo el Efebo se ubicaba por la cabecera de Medias de Seda seguido de frases y murmullos del Zopilote que le proponía algunos ángulos - según su opinión, mejor que otros-,  y cambiaba a Medias de Seda de posición como  hacen los fotógrafos con las artistas porno.
          Henry, no supo cuánto duró la sesión de fotografías, terminó cuando inevitablemente se agotó el rollo de película. No podía salir del asombro, varios segundos pasaron para que se pudiera mover. 
Lo sucedido le daba vergüenza,  y a la vez, un  placer extraño - aunque sabía era enfermizo- no lo podía evitar. Razonaba que se hacía  partícipe de un juego macabro y sucio junto al Zopilote y el Efebo. Que había mirado y entrado a un mundo paralelo que no era el suyo, que visitaba un universo o una dimensión de la realidad colindante con la necrofilia y la puerta se había abierto y cerrado dejándolo  dentro con  dos hombres condenado por siempre.
          En los minutos  posteriores a la sesión de fotografías, no podía decir nada, reaccionó al oír una  voz a sus espaldas:
-Es solo un juego inocente, perdónenos.
Era la voz del Efebo que casi en súplica le tomaba por el brazo y le repetía la frase: “es solo un juego -  llevándolo a un rincón de la sala de autopsias.
-Sí, nosotros a veces lo hacemos para poder enfrentar la muerte, - escuchó otra voz que venía de sus espaldas: era el Zopilote Juancho, que con una voz gruesa y pausada quería justificar lo sucedido.
          Miró a los dos - ahora  de frente a su persona - y le pareció que estaban más que avergonzados,  estaban asustados de haber tenido con Henry  una indiscreción, de haberse dejado llevar por la orgía de una necrofilia en desbandada. Supo en el instante que le ofrecían disculpas que no eran sinceros con él, que sus frases y sus disculpas eran el sentirse pillados en un acto anormal, que quizá Henry no les iba a perdonar y que  los podía delatar a sus superiores jerárquicos.
Suspiró el Efebo para continuar mientras introducía las manos en su gabacha blanca:
-Es la presión... usted no puede saber qué es trabajar jornadas de doce horas, y si acaso puede uno dormir bien. No por los muertos, sino por los dolientes, me enferman, me crispan los nervios estarlos oyendo sollozar algunas veces y otras  gritar  por sus familiares, allí: - y  señaló los pasillos- he visto escenas de gente tirada en el piso histérica llorando, y otras veces los  llantos son tan fuertes que se oyen por todo el subnivel. No lo puedo soportar. Por otra lado, me gusta mi trabajo, los clientes nunca se quejan. Hizo un alto con el diáologo, continuó:
-De todas maneras, nadie tiene por qué saber...
          A la última frase del Efebo, Henry se dio cuenta de que  ambos morgueros, realizaban sesiones fotográficas a algunas muertas y que indirectamente lo estaban haciendo partícipe como miembro honorario de una cofradía,  que ahora se engrosaba la lista por un simple accidente de lascivia a tres miembros.
           La curiosidad golpeó los instintos de investigador de Henry: tenía que saber hasta dónde habían llegado con  los juegos obscenos el Efebo y el Zopilote en las salas de autopsias.   Y así, como si se tratase de un juicio penal, comenzó a dispararles una serie de preguntas  antes que pudieran reaccionar.
          Miró de reojo a Juancho y sus ojos se querían salir de sus órbitas ante la ansiedad de lo que  ocurría. No decía palabra, se figuró que estaba aterrado por una indiscreción del Efebo que iba más allá de lo narrado e imaginable por cualquier persona normal y sensata. Henry dejó que la tensión llegara al límite para así presionar a ambos  por el desliz cometido.
-Bueno, -  sentenció Henry riendo un poco - espero que no sea con todas las clientas, de ustedes que hacen estas sesiones de fotografías...
-¡Noooo, - exclamaron los dos al unísono - jamás!
-Licenciadito, por favor, ¿qué clase de personas cree usted que somos? - terminó diciendo Juancho, ahora que tomaba más confianza-. Los dos rieron, los tres rieron.
Henry continuó:
-Y, a decir verdad - argumentó mirando  a ambos - la “nena”, no está  mal como dice Oscar. Es una modelo, es una muñeca, ¡de verdad que, así es!
-¿ Y qué, solo ustedes hacen estas sesiones de fotografías, o hay otro grupo de aficionados a las Top Model?
          Por un momento ambos morgueros  callaron, hasta que Juancho quien tenía más años de trabajar en la Morgue Judicial, interrumpió el silencio:
-Dicen... que...
-Sí, Juancho, ¿qué dicen? - interroguó Henry al Zopilote con una voz lo más modulada que podía para que el hombre no se sintiera presionado.
El interrogatorio, lo hacía mirando a Medias de Seda. Al contestar Juancho, Henry se movía lentamente hasta el planché donde se encontraba  Medias de Seda.
El hombre continuó con un hablar  pausado arrastrando las frases:
-Dicen que antes, cuatro o cinco décadas atrás, existió un grupo de personas, de morgueros en el Hospital San Juan de Dios, que... que... tomaban fotografías... de... de algunas mujeres.
-¿De algunas mujeres, fotografías?, volvió a cuestionar y preguntar a Juancho.
-Sí, sí, siempre se comentó que era un grupo de morgueros que trabajaron en el Hospital San Juan de Dios, que se dedicaban a ciertas prácticas con algunas muertas que llevaban a la morgue. No sé, esto debió de pasar por los años cincuenta. No estamos seguros de la fecha.
¿Verdad, Oscar, que eso fue lo que nos  informaron ?
El Efebo, que se mantenía distante al diálogo entre Juancho y Henry, al escuchar la pregunta  de seguido contestó:
-La verdad y para ser justos con las fechas, no lo sabemos con exactitud, esa fue la fecha real que nos dieron,  los años cincuentas.
-Y ustedes, ¿cómo  saben  del asunto de las fotografías, que eran unos morgueros y que pasó en los años cincuentas?
          Un nuevo silencio se hizo en la sala de autopsias. Henry sintió estando al borde del planché donde yacía Medias de Seda, un frío intenso que le puso la carne de gallina. El ambiente era gélido a su alrededor, hasta el mismo aire que respiraba al pasar por las ventanillas de sus fosas nasales le dolía. Entendía que aquellos instantes, eran sobrenaturales y que la realidad a su alrededor giraba cadenciosamente a un ritmo anormal.
-Porque... tenemos evidencia de eso. Nosotros conservamos tres álbumes donde están las fotografías - adelantó a decir Oscar como quien desea vomitar  un fuego  que le quemaba la boca -.
-Sí, nosotros las conservamos, ¿verdad Oscar?
-Verdad, - contestó Oscar, levantando la mano como si estuviera ante un Tribunal de Juicio y con una pequeña sonrisa  más de  terror que otra cosa ante las confesiones que ahora daban los dos hombres.
-Es para que se dé cuenta Licenciadito, que nosotros no somos gente extraña, que antes, mucho antes de nosotros ya existían estos juegos, estos hobbies, exclamó Juancho como para tener una atenuante ante aquella situación nada normal.
-En otras palabras, ¿ustedes quieren decirme que esto no es una práctica anormal?, cuestionó Henry.
-Mire Licenciadito, sabemos que esas prácticas se daban y se dan. Nosotros, las hacemos, punto. ¿Es un  juego macabro? Pueda que así sea, pero lo hacemos y... nos gusta.
Henry quedó perplejo ante la seguridad que ahora ponía en cada palabra Juancho, el más veterano de ambos en la práctica de fotografía de muertas, continuó:
- Existen personas que maquillan a los muertos, ¿verdad, doctor? Y, sin embargo, nadie dice nada de ese oficio. El culto a lo fúnebre y a lo mortuorio, se ha expandido en nuestra sociedad occidental y nadie ni por asomo dice que eso es macabro o morboso.
¿Usted se ha fijado cuando alguien fallece cómo se agolpan las personas para mirar cómo quedó fulano o zutano en la caja, lo ha visto doctor? ¿No es acaso esto un acto  morboso? ¿Y qué me dice de las velas? Y no le estoy hablando de las velas de las iglesias, no, le estoy hablando de los velorios, sí señor... ¿qué mayor culto a lo fúnebre y a la muerte que ese?
-¿Y los álbumes, quién los conserva? interrumpió Henry, dejando inconclusa la teoría sobre la adoración  a los muertos, que exponía como en una cátedra universitaria Juancho.
-Ninguno de los dos, -exclamó ahora el Efebo y le dirigía   la mirada con su sonrisa habitual a Henry- le explico de inmediato.
Cinco años antes que yo iniciara mis labores como morguero del Organismo de Investigaciones Criminales, Juancho que  tenía ya para entonces  siete años de trabajar aquí, me comentó de un morguero que por razones laborales lo trasladaron del Hospital San Juan de Dios a Medicatura Forense  a principios de los años sesenta.
-Noviembre del sesenta -interrumpió Juancho.
-Correcto. Fue entonces - que Juancho - y que no me deja mentir - conoció a este hombre  para aquel entonces de cuarenta  y cinco años. Decían que el hombre lo trasladaron a Medicatura Forense por incompatibilidad de caracteres y desavenencias con sus superiores, la verdad era otra. Juancho se enteró por boca del mismo hombre que  lo trasladaban porque un médico-patólogo lo  encontró desnudo y dormido encima de una jovencita de escasos veinte años que  había fallecido como consecuencia de una peritonitis. Aclaro el punto mejor: en esa época para  operar se ocupaba el cloroformo el cual hacían que el paciente lo inhalara para dormirlo, fue así que el morguero al estar en tocamientos inverecundos con la muerta y tener un contacto íntimo con la joven inhaló también el cloroformo y se durmió. 
Por otra parte, el patólogo jamás reportó el caso a sus superiores inmediatos, sino que obligó al morguero de cambiar de institución y fue así que el mismo hombre pidió traslado a Medicatura Forense.
-Ahora comprendo, ustedes han seguido las prácticas...
-Es correcto, licenciadito.
-Y el hombre que dicen ustedes a dónde está, dónde vive?
-¿El hombre? Querrá usted decir lo que queda de él, porque es un anciano y está muy enfermo.
-Un perfecto octogenario - Vive en San José de la Montaña, nosotros lo visitamos poco, solo si tenemos “algo” que llevarle entonces vamos... - terminó diciendo Juancho.
-¿Algo que llevarle?
- “Porfa”, licenciadito, no siempre se tienen buenas modelos...
-Es decir, ¿él todavía sigue coleccionando fotografías?
-Licencen... usted parece que no ha entendido nada...  obvio... él se deja unas y nosotros otras fotos... algunas. Además, nos las paga muy bien. Es un caballero, es un gentleman.
-¿ Y cómo no iba a ser un gentleman si es de origen inglés, ¿verdad, Juancho? -interrumpió con una sonrisa el Efebo- .
-Como usted licenciadito, que es de origen inglés - terminó diciendo Juancho - .
Escuche, licenciado De Quincey, para terminar la historia de este octogenario, le podemos decir que el hombre no duró demasiado en la Morgue Judicial, porque varios años después recibió una herencia de su abuelo materno muerto en Inglaterra, y así ha podido llevar una vida bastante holgada y punto. Dejó de trabajar, se construyó una casa en San José de la Montaña...
-No, no la construyó, la remodeló- corrigió en voz alta el Efebo-.
-Bueno, la remodeló como acaba de decir Oscar y allí se recluyó. Ahora a sus ochenta y tantos años está enfermo por haber fumado toda su vida con un enfisema pulmonar que no le permite dar más de veinte pasos sin que no tenga la imperiosa necesidad de usar su tanquecito de oxígeno que lleva siempre.
-Esa es la historia, doctorcito- acabó diciendo el Efebo.
Henry quedó aturdido con el relato. Fantaseaba con aquél hombre, deseaba conocerlo a cualquier precio. Quería conocer aquel padre de la necrofilia en persona, porque estaba seguro que ese hombre podía arrojarle algunos datos sobre el asesino en serie. Era probable que por manejarse en mundos paralelos o iguales al asesino, a La Sombra, podría orientar su investigación.
-¡Increíble historia!- exclamó a ambos.
-¿Increíble? ¿Por qué? A veces, las cosas supuestamente increíbles son más reales que usted y que nosotros- afirmó en protesta Juancho.
- Lo que acabamos de contarle es la puritica verdad - ratificó  el Efebo.
-¿Quiere conocer al señor Casasola Brown, a don Julián ? Pues lo llevamos, eso no es problema - susurró Juancho.
-Pero...
-No hay pero que valga licenciado, nosotros lo llevamos y punto.
EUNA. 2005.
AUTOR: Jorge Méndez Limbrick.



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