CAPÍTULO XI.
EN EL CENTRO DEL ABISMO
(1)
Despertó estaba completamente bañado en sudor,
tenía fiebre. El reloj en el buró marcaba las 11 de la noche. Todavía temblaba, no sabía si por aquel sueño
o por la misma fiebre.
La
casa estaba completamente en tinieblas.
Como
pudo se incorporó de la cama y miró en medio de la oscuridad que la lucecilla
roja de la constestadora telefónica se encendía y se apagaba, tenía varios
mensajes. Prendió las luces de la casa, luego dejó correr la cinta de la
grabadora: el primer mensaje era de Quique,
que con voz alarmada decía:
“Henrito, Henrito, se cumplió lo que me comentaste hace dos días, uyy, Henrito qué
terrible, en qué país estamos viviendo, el asesino, el asesino, ayer cobró otra
víctima, salió en los periódicos, se destapó el tamal, los periódicos hablan
que encontraron una mujer asesinada en un lujoso hotel, justificaron que no
daban el nombre porque el Organismo de Investigaciones Criminales teme que las pesquisas se puedan ver
entorpecidas. Parece que el criminal usó el mismo modus operandi del que vos me hablaste antier”.
No
supo qué hacer, la noticia era como un mazazo en la cabeza, sintió que perdía la razón. ¿Soñaba o era real lo que oía por teléfono?
¡Todo era cierto: las llamadas telefónicas y estaba en su apartamento con
cuarenta grados de temperatura corporal y con un dolor de huesos como si le
hubieran dado una golpiza por toda la humanidad!
Se
dijo que cómo era posible que lo soñado
fuera realidad. Y sin embargo,
estaba convencido que la sucesión
de sueños como el primero hacía una década,
tenían alguna relación con los asesinatos.
Los sueños - razonó en un momento de pánico - a pesar de estar uno
dormido, ¿ no son reales o el sueño no es parte de la realidad, de otra realidad?
El
segundo mensaje de la contestadora era de Ernesto Miranda Rojas, que con una
voz fría y pausada decía que por favor se comunicara con
él lo más pronto posible. Que se trataba del crimen de la joven que aparecía
muerta en el Anexo del Astoria San José
Internacional. Que el asesino había dejado un mensaje para el Organismo de
Investigaciones Criminales y otro más pequeño para él en la habitación del
crimen ¡¡¡Eso fue la locura misma!!! ¿Acaso era casualidad lo que pasaba a su
alrededor? Reflexionó que de alguna manera había previsto las muertes de las
jóvenes, también se imaginó que alguien vigilaba.
Dudó
de todo y de todos.
No
quería pensar en los asesinatos.
Con
una fiebre que literalmente se bebía su sangre y los líquidos corporales, se
presentó al Organismo de Investigaciones Criminales.
Eran
las doce de la noche.
La
Sección de homicidios, jefeada por Ernesto, era un pandemónium. Los oficiales
con sus revólveres y pistolas de reglamento semi ocultas en las cinturas, entraban y salían de la Sección
de Homicidios, sonaban los teléfonos, nadie ponía cuidado de quién era Henry y
qué estaba haciendo en el centro de la Oficina Principal del Organismo de
Investigaciones Criminales.
Las dos secretarias del turno de la noche
revisaban en las computadoras una
información de unos listados de presuntos implicados en el asesinato de La Bella sin Marcas. Henry escuchó que
Ernesto solicitaba toda la información y desde el principio, eso quería
decir desde el primer homicidio. Ya no
cabía la menor duda, el asesino de La
Bella sin Marcas, La Parturienta
y de “Medias de Seda” - nombre este
que fue bautizada así en el sueño de Henry la
última víctima - era el mismo.
Al
tocar la puerta, Ernesto la abrió y se asustó por el estado físico de Henry.
Despidió a los tres oficiales con los que tenía una reunión.
-Henry, si hubiera sabido que te
encontrabas enfermo no te hubiera dejado el mensaje para que vinieras.
Henry no contestó. El ambiente olía
asquerosamente a tabaco y la tensión deambulaba por todas partes. Como un sonámbulo abordó el sillón más
cercano y allí tumbó el cuerpo esperando que Ernesto le contara lo sucedido.
-La verdad Henry, la situación se nos ha
complicado demasiado. Jamás pensamos en la Sección que esto - los homicidios -
llegara tan lejos. Otra víctima e igual que la anterior, parece que era una
instructora de aeróbicos o era una socia de esos SPA ahora tan de moda. Por supuesto que se ganaba algunas extrillas puteando - Ernesto rió a la última frase para
luego ponerse taciturno y continuar:
-La presión es grande eso no te lo voy a
negar.
De
inmediato, Ernesto comenzó a contar la historia desde que les llegó la noticia
al Organismo de Investigaciones Criminales hasta que recogieron el cuerpo de la
víctima.
Todo era
igual como Henry lo
soñara horas antes. Con algunas variantes: por ejemplo, el Mamulón Zúñiga no se hizo
presente en la escena del crimen, sí se
llamó al doctor Rodrigo Castilleja de la Cuesta para que ayudara al
levantamiento del cadáver y realizara la autopsia, solicitud hecha por el mismo
Miranda Rojas, pensando en alguna novatada
del patólogo de turno. Ernesto continuó:
-En efecto, como dicen los periódicos el
asesinato fue en un lujoso hotel del centro de la capital, solo unos cuantos
saben el nombre, el Astoria, en el Anexo.
El asesino ataca en un perímetro pequeño, pequenísimo, ¿qué te parece?
Ernesto calló... Más allá de la oficina,
el ruido era un murmullo constante, como un zumbar de avispas, suspiró y continuó:
-¡Ah y lo más cómico... mirá, por eso te
llamé!
Y mostró un sobre de manila con la dirección a máquina
del Organismo dirigido a Ernesto Miranda Rojas, director de la Sección de
Homicidios, dentro se encontraba un disquete.
-Ponelo en la computadora- pidió Ernesto-.
No preguntó de qué se trataba, sino que
como un autómata colocó el disquete. Las manos le sudaban y temblaban por la
fiebre. Henry abrió el archivo con el nombre x-, y encendía un cigarrillo. Era
una carta, la persona se decía el asesino de las mujeres muertas en los hoteles, el
contenido era la siguiente:
“Señor
Miranda Rojas: Usted me da asco, igual que
sus subalternos que trabajan en la investigación de los crímenes
ocurridos hace una década. Son tan torpes, que la misma palabra torpeza es
demasiado grande para su estupidez, digo, ninguna palabra se les puede
equiparar para tanta mediocridad. Hace diez años desde el primer crimen que
cometí y ni un perfil tienen mío. Saludos Mediocres.”
Posdata:
también a usted señor investigador de homicidios malogrados, señor De Quincey,
a usted también lo reto a descifrar el gran enigma de quién soy. Saludos:
Posdata segunda: ¿ Cómo van sus nervios?
Ambos
estuvieron callados: Ernesto fumando y Henry viendo como un sonámbulo la
pantalla de la computadora. Por la mente de Henry, regresaron un sin fin de pensamientos
absurdos y cuerdos otros, las imágenes de los últimos diez años de su vida se
agolparon en su cerebro: la mayoría
relacionados con los homicidios.
Su vida se resumía en más de tres décadas
en el Organismo, otros años como
abogado, un fracaso matrimonial y un horizonte sin mayores perspectivas que esperar una vejez con una pensión de la Corte que ya gozaba.
También, desfilaron por su mente en
fracciones de segundos, los meses que estuvo recluido en el hospital
psiquiátrico...
-Y.. ahí está Henry, mi estimado amigo y
“Jefe”. No tenemos más información que esa - y
terminó la última frase - señalando el disquete, prosiguió:
- Parece que el hijueputa sabe más de
nosotros que nosotros de él, bueno, es algo evidente.
Aspiró el cigarro casi llegando al filtro
para continuar con una protesta calcada a las de Henry en la época que era jefe:
-¿Y pistas?, como te he repetido hasta la
saciedad, este hijueputa se las sabe de
todas todas. La misma herida... le gustan las caucásicas y... nada más. De seguro que también a esta última le van a
encontrar alguna droga en la sangre, porque no había signos de violencia en la
habitación. Ni los clientes, ni los empleados del hotel escucharon ruido.
Supongo que la víctima se durmió, no opuso resistencia y “zaz”, al momento era un cadáver.
Pero, esta vez, sí
lo tenemos pillado
con los vídeos
de seguridad del
Anexo, los oficiales nos traeran la prueba, ya viene en camino la evidencia.
No esperaron demasiado: en la puerta de
cristal se escucharon los toquidos, y una silueta masculina venía cargando una caja de mediano tamaño.
A la orden de: “pase, está abierto” entró un oficial.
-¡Veamos, veamos!... - exclamó Ernesto, luego con una sonrisilla miró a Henry y empezó a abrir la caja. ¡Aaajá, te lo dije,
mirá!
Y decía esto balanceando con su mano
izquierda un vídeo casete con el logo
característico del Astoria San José
Internacional...
Miraron la cinta varias veces, no
encontraron lo que buscaban...
Henry
salió del Organismo - y como en el sueño horas atrás - San José le pareció una
ciudad fantasmal. El Complejo Judicial como sus alrededores estaban
desiertos. La ciudad de la
Oscuridad se hacía presente : el
submundo de un San José dividido en cuadrantes y callejuelas de casinos, casas
de citas, salas de masajes, de night clubes y de voyeuristas. Sin embargo,
todavía estaban muy lejos de ser la Zona
Fantasma ó la Torre de los Desechos. Pero, Henry allí no entraba, en la
zona proscrita no había nadie a quien buscar por el momento.
(2)
Las risas y los murmullos callaron con sus
pasos por el corredor, y antes de tocar la puerta, se encontró frente a frente
con el Efebo que la abría un poco
curioso un poco asustado.
-Ayy, licenciado, qué hijueputa susto me
pegó, - exclamó en forma irreflexiva el Efebo.
Antes de contestar a las últimas palabras
del Efebo, Henry miró hacia el fondo
de la Sala de Autopsias luego le preguntó si el doctor Rodrigo estaba en el
edificio del Organismo o ya se había marchado.
-No, qué va, hace media hora se fue el
doctor, respondió el Efebo con una curiosidad que no podía disimular.
El Efebo le daba las explicaciones del
caso, Henry en el umbral de la
puerta pudo otear a uno de los zopilotes de la morgue al otro lado del
salón que con un periódico hacía que leía.
Los zopilotes eran los camilleros y los morgueros, que así eran bautizados por
los años sesentas debido a la faena
cruenta de estar llevando a los muertos de la Morgue Judicial al depósito de cadáveres.
-¿Por qué, licenciado, le urge verlo...
acaso es acerca del asesinato de ayer en la noche?, y el Efebo
calló. Detrás de sus gruesos lentes sus ojitos continuaban escudriñando el
comportamiento de Henry. El Efebo prosiguió con el parloteo:
-Mire, ahí tenemos a la joven... nosotros
le hemos repetido que ya terminamos de curarla y que se puede poner la ropa
para que se vaya para la casa, pero idiay... parece que la chica está muy
contenta con nosotros porque nada que nos hace caso. Diciendo esto y abrió la
puerta de par en par para que Henry pudiera mirar: al fondo y a la izquierda
del salón, una joven yacía en una
plancha de metal. La luz de un gran lamparón -como diez años atrás iluminara a La Bella sin Marcas- ahora iluminaba el
cuerpo de Medias de Seda. Henry no
caminó, se contuvo, pero una fuerza
irresistible lo empujaba donde estaba
aquella mujer. La blancura de su cuerpo desnudo
era más intenso con la luz del lamparón y hacía juego con una cabellera
larga, abundante, lacia y de color caoba que se derramaba hacia atrás de su cabeza
hasta los mismos bordes de la plancha metálica.
-Pase, pase, licenciado Henry, venga,
venga, acérquese para que vea qué belleza tenemos aquí.
Entró. A las palabras del Efebo, escuchó una risita que provenía
del rincón donde estaba el “Zopilote
sin nombre”.
-Yooo, sooolo deseaaaba haaablar con el
doctooor Rooodrigo Caaastilleja paaara...
No pudo terminar la frase, estaba
completamente anonadado por la belleza de la mujer, parecía que dormía y que no estaba muerta, y un pudor algo
absurdo y un enrojecimiento de su cara lo sentía cada vez que la miraba,
imaginaba que espiaba como un depravado a la muchacha y que ésta los iba a
increpar y a insultar por estarla espiando así: desnuda.
-Pooor suuupueessto-exclamó el Efebo con una risita observando de
soslayo al Zopilote- eso lo
entendemos que usted quiera hablar con el doctor don Rodrigo... y de paso... no
es malo ver un cuerrpeciiito como
éste... mire, mire usted licenciadito,
no ve qué desperdicio - y decía esto último, tocando los pechos de la muerta -,
venga acérquese.
Lo
que estaba sucediendo le pareció
dantesco, burdo, escalofriante, vulgar, se avergonzaba de sí mismo, quería
recriminar al Efebo y al Zopilote que reía a todas las frases
prosaicas y de doble sentido que hacía Oscar con la mujer que permanecía
en la plancha metálica pero por alguna razón no lo hacía.
-Mírela... ¿Quién diría que está muerta a no ser por la herida
que tiene en el pecho?
Instintivamente
y sin razonar lo que decía el Efebo Henry
miraba a la mujer diciéndose a sí mismo
que en verdad parecía estar dormida y que no se le veía la herida.
Y levantando y acariciando el busto
señalaba una herida diminuta debajo del seno izquierdo.
Continuó:
-Ahh no, licenciadito, lo que soy yo,
estoy enamorado de esta mujer. Ya siento
que la quiero, ¿verdad que sí, Juancho? -
y decía lo anterior, mirando al Zopilote que
ahora estaba literalmente en las espaldas de Henry, riendo las gracias
del Efebo.
-Ah no, que tiene gusto este asesino,
tiene gusto, style, como dicen los
ingleses. No ve qué cuerpo, está muy blanca, si estuviera bronceada, bueno una
modelo de la Play Boy no tiene nada que veeerr con esta mamacita, ¿ verdad, Juancho?
-Ajá -respondió- el Zopilote.
Henry, por su parte, estaba como en estado
cataléptico: oía, respiraba, razonaba lo que sucedía a su alrededor pero no
podía moverse, no podía articular palabra, únicamente era un espectador, era
como una marioneta que le mueven los hilos a voluntad y que ahora su amo no
deseaba moverla hasta nuevo aviso.
-Mire qué cuerpo, vea por usted mismo, qué
pantorrillas, gruesas ¿verdad?, y qué rodillas redondeadas y nada huesudas,
¿para qué le voy a decir más, si usted mismo lo está comprobando verdad,
doctorcito? Ah no, ni de qué hablar con ese ombliguito y esos pelitos, mire qué panochita, ufff, no, definitivamente
es un mujerón, qué va, esta chica si tiene las tetas y el mico bien puestos, no
como muchas putas que andan por ahí, por la calle cerca de la Plaza de la
Cultura, porque ya nos llegaron con el chisme licenciadito...dicen que era una
puta de esas, de las finas, de las que cobran en dólares, de las que hacen
aeróbicos, de las instructoras.
Azorado,
el espectáculo era cada vez más macabro,
parecía que las horas se hubieran detenido como la primera ocasión hacía diez
años atrás, cuando miró a La Bella sin
Marcas en la sala de autopsias. Sin embargo, ahora la escena tenía otros
protagonistas aparte de Henry, y muy en su
interior, sentía repulsión por lo
que estaba sucediendo, pero una cierta morbosidad le seducía a las palabras del
Efebo y de las risas entrecortadas
algunas y otras alargadas como un orgasmo del Zopilote Juancho.
-Ayudame Juancho - exclamó el Efebo
al Zopilote - para mirar de medio lado a esta mamacita......
Era
inevitable que murmurara alguna palabra
o algún comentario... ya no eran dos hombres macabros haciendo actos lascivos
con un cadáver, sino que Henry al no
evitarlos, se hacía cómplice de lo acontecido en la sala de autopsias. Debía de parar la escena
y no lo hacía, dejaba que el Efebo
continuara con la perorata para saber que era lo próximo, lo siguiente, lo
que podía acontecer.
Al
instante, Medias de Seda estaba de
costado y aún parecía dormida, bella de
perfil con su cabello largo y
derramado siempre hacia atrás, se vislumbraba su cuello blanco, alargado como
el de un cisne. Unos pies perfectos, con las uñas pintadas de un rojo encendido eran gotas de
sangre que resaltaban aún más la blancura de sus pies desnudos y la premonición
de su propia muerte.
-Ah no, a esto hay que tomarle una
fotografía, Juancho tráeme la cámara
pa’ tomarle unas fotos a la chiquilla, qué va... de esto hay que tener un
recuerdo.
Al momento, estaba Juancho con una cámara que le dio al Efebo y este, como si se tratara de una sesión de fotografía a una
Top Model, comenzó a tomar instantáneas de Medias
de Seda.
Los
flashes a veces enceguecían a Henry que, inmóvil cerca del planché, miraba cómo
la luz plata invadía el lugar congelando el tiempo en su color metal.
Ahora,
observaba cómo el Efebo se ubicaba
por la cabecera de Medias de Seda
seguido de frases y murmullos del Zopilote
que le proponía algunos ángulos - según su opinión, mejor que otros-, y cambiaba a Medias de Seda de posición como
hacen los fotógrafos con las artistas porno.
Henry,
no supo cuánto duró la sesión de fotografías, terminó cuando inevitablemente se
agotó el rollo de película. No podía salir del asombro, varios segundos pasaron
para que se pudiera mover.
Lo sucedido le daba vergüenza, y a la vez, un placer extraño - aunque sabía era enfermizo-
no lo podía evitar. Razonaba que se hacía
partícipe de un juego macabro y sucio junto al Zopilote y el Efebo. Que había mirado y entrado a un mundo paralelo
que no era el suyo, que visitaba un universo o una dimensión de la realidad
colindante con la necrofilia y la puerta se había abierto y cerrado
dejándolo dentro con dos hombres condenado por siempre.
En
los minutos posteriores a la sesión de
fotografías, no podía decir nada, reaccionó al oír una voz a sus espaldas:
-Es solo un juego inocente, perdónenos.
Era la voz del Efebo que casi en súplica le tomaba por el brazo y le repetía la
frase: “es solo un juego - llevándolo a un rincón de la sala de
autopsias.
-Sí, nosotros a veces lo hacemos para
poder enfrentar la muerte, - escuchó otra voz que venía de sus espaldas: era el
Zopilote Juancho, que con una voz gruesa y pausada quería justificar lo
sucedido.
Miró
a los dos - ahora de frente a su persona
- y le pareció que estaban más que avergonzados, estaban asustados de haber tenido con
Henry una indiscreción, de haberse
dejado llevar por la orgía de una necrofilia
en desbandada. Supo en el instante que le ofrecían disculpas que no eran
sinceros con él, que sus frases y sus disculpas eran el sentirse pillados en un
acto anormal, que quizá Henry no les iba a perdonar y que los podía delatar a sus superiores jerárquicos.
Suspiró el Efebo para continuar mientras introducía las manos en su gabacha
blanca:
-Es la presión... usted no puede saber qué
es trabajar jornadas de doce horas, y si acaso puede uno dormir bien. No por
los muertos, sino por los dolientes, me enferman, me crispan los nervios
estarlos oyendo sollozar algunas veces y otras
gritar por sus familiares, allí:
- y señaló los pasillos- he visto
escenas de gente tirada en el piso histérica llorando, y otras veces los llantos son tan fuertes que se oyen por todo
el subnivel. No lo puedo soportar. Por otra lado, me gusta mi trabajo, los
clientes nunca se quejan. Hizo un alto con el diáologo, continuó:
-De todas maneras, nadie tiene por qué
saber...
A
la última frase del Efebo, Henry se
dio cuenta de que ambos morgueros,
realizaban sesiones fotográficas a algunas muertas y que indirectamente lo
estaban haciendo partícipe como miembro honorario de una cofradía, que ahora se engrosaba la lista por un simple
accidente de lascivia a tres miembros.
La curiosidad golpeó los instintos de
investigador de Henry: tenía que saber hasta dónde habían llegado con los juegos obscenos el Efebo y el Zopilote en las salas de autopsias. Y así, como si se tratase de un juicio
penal, comenzó a dispararles una serie de preguntas antes que pudieran reaccionar.
Miró
de reojo a Juancho y sus ojos se
querían salir de sus órbitas ante la ansiedad de lo que ocurría. No decía palabra, se figuró que
estaba aterrado por una indiscreción del Efebo
que iba más allá de lo narrado e imaginable por cualquier persona normal y
sensata. Henry dejó que la tensión llegara al límite para así presionar a
ambos por el desliz cometido.
-Bueno, -
sentenció Henry riendo un poco - espero que no sea con todas las
clientas, de ustedes que hacen estas sesiones de fotografías...
-¡Noooo, - exclamaron los dos al unísono -
jamás!
-Licenciadito, por favor, ¿qué clase de
personas cree usted que somos? - terminó diciendo Juancho, ahora que tomaba más confianza-. Los dos rieron, los tres
rieron.
Henry continuó:
-Y, a decir verdad - argumentó
mirando a ambos - la “nena”, no
está mal como dice Oscar. Es una modelo,
es una muñeca, ¡de verdad que, así es!
-¿ Y qué, solo ustedes hacen estas
sesiones de fotografías, o hay otro grupo de aficionados a las Top Model?
Por
un momento ambos morgueros callaron, hasta que Juancho quien tenía más años de trabajar en la Morgue Judicial,
interrumpió el silencio:
-Dicen... que...
-Sí, Juancho,
¿qué dicen? - interroguó Henry al Zopilote
con una voz lo más modulada que podía para que el hombre no se sintiera
presionado.
El interrogatorio, lo hacía mirando a Medias de Seda. Al contestar Juancho, Henry se movía lentamente hasta
el planché donde se encontraba Medias de Seda.
El hombre continuó con un hablar pausado arrastrando las frases:
-Dicen que antes, cuatro o cinco décadas
atrás, existió un grupo de personas, de morgueros
en el Hospital San Juan de Dios, que... que... tomaban fotografías... de... de
algunas mujeres.
-¿De algunas mujeres, fotografías?, volvió
a cuestionar y preguntar a Juancho.
-Sí, sí, siempre se comentó que era un
grupo de morgueros que trabajaron en
el Hospital San Juan de Dios, que se dedicaban a ciertas prácticas con algunas
muertas que llevaban a la morgue. No sé, esto debió de pasar por los años
cincuenta. No estamos seguros de la fecha.
¿Verdad, Oscar, que eso fue lo que
nos informaron ?
El
Efebo, que se mantenía distante al diálogo entre Juancho y Henry, al escuchar la
pregunta de seguido contestó:
-La verdad y para ser justos con las fechas, no lo
sabemos con exactitud, esa fue la fecha real que nos dieron, los años cincuentas.
-Y ustedes, ¿cómo saben
del asunto de las fotografías, que eran unos morgueros y que pasó en los años cincuentas?
Un
nuevo silencio se hizo en la sala de autopsias. Henry sintió estando al borde
del planché donde yacía Medias de Seda,
un frío intenso que le puso la carne de gallina. El ambiente era gélido a su
alrededor, hasta el mismo aire que respiraba al pasar por las ventanillas de
sus fosas nasales le dolía. Entendía que aquellos instantes, eran
sobrenaturales y que la realidad a su alrededor giraba cadenciosamente a un
ritmo anormal.
-Porque... tenemos evidencia de eso.
Nosotros conservamos tres álbumes donde están las fotografías - adelantó a
decir Oscar como quien desea vomitar un
fuego que le quemaba la boca -.
-Sí, nosotros las conservamos, ¿verdad
Oscar?
-Verdad, - contestó Oscar, levantando la
mano como si estuviera ante un Tribunal de Juicio y con una pequeña
sonrisa más de terror que otra cosa ante las confesiones que
ahora daban los dos hombres.
-Es para que se dé cuenta Licenciadito,
que nosotros no somos gente extraña, que antes, mucho antes de nosotros ya
existían estos juegos, estos hobbies, exclamó
Juancho como para tener una atenuante
ante aquella situación nada normal.
-En otras palabras, ¿ustedes quieren
decirme que esto no es una práctica anormal?, cuestionó Henry.
-Mire Licenciadito, sabemos que esas
prácticas se daban y se dan. Nosotros, las hacemos, punto. ¿Es un juego macabro? Pueda que así sea, pero lo
hacemos y... nos gusta.
Henry quedó perplejo ante la seguridad que
ahora ponía en cada palabra Juancho,
el más veterano de ambos en la práctica de fotografía de muertas, continuó:
- Existen personas que maquillan a los
muertos, ¿verdad, doctor? Y, sin embargo, nadie dice nada de ese oficio. El
culto a lo fúnebre y a lo mortuorio, se ha expandido en nuestra sociedad
occidental y nadie ni por asomo dice que eso es macabro o morboso.
¿Usted se ha fijado cuando alguien fallece
cómo se agolpan las personas para mirar cómo quedó fulano o zutano en la caja,
lo ha visto doctor? ¿No es acaso esto un acto
morboso? ¿Y qué me dice de las velas? Y no le estoy hablando de las
velas de las iglesias, no, le estoy hablando de los velorios, sí señor... ¿qué
mayor culto a lo fúnebre y a la muerte que ese?
-¿Y los álbumes, quién los conserva?
interrumpió Henry, dejando inconclusa la teoría sobre la adoración a los muertos, que exponía como en una
cátedra universitaria Juancho.
-Ninguno de los dos, -exclamó ahora el Efebo y le dirigía la mirada con su sonrisa habitual a Henry-
le explico de inmediato.
Cinco años antes que yo iniciara mis
labores como morguero del Organismo
de Investigaciones Criminales, Juancho
que tenía ya para entonces siete años de trabajar aquí, me comentó de un
morguero que por razones laborales lo
trasladaron del Hospital San Juan de Dios a Medicatura Forense a principios de los años sesenta.
-Noviembre del sesenta -interrumpió Juancho.
-Correcto. Fue entonces - que Juancho - y que no me deja mentir -
conoció a este hombre para aquel
entonces de cuarenta y cinco años.
Decían que el hombre lo trasladaron a Medicatura Forense por incompatibilidad
de caracteres y desavenencias con sus superiores, la verdad era otra. Juancho se enteró por boca del mismo
hombre que lo trasladaban porque un
médico-patólogo lo encontró desnudo y
dormido encima de una jovencita de escasos veinte años que había fallecido como consecuencia de una
peritonitis. Aclaro el punto mejor: en esa época para operar se ocupaba el cloroformo el cual
hacían que el paciente lo inhalara para dormirlo, fue así que el morguero al estar en tocamientos
inverecundos con la muerta y tener un contacto íntimo con la joven inhaló
también el cloroformo y se durmió.
Por otra parte, el patólogo jamás reportó
el caso a sus superiores inmediatos, sino que obligó al morguero de cambiar de institución y fue así que el mismo hombre
pidió traslado a Medicatura Forense.
-Ahora comprendo, ustedes han seguido las
prácticas...
-Es correcto, licenciadito.
-Y el hombre que dicen ustedes a dónde
está, dónde vive?
-¿El hombre? Querrá usted decir lo que
queda de él, porque es un anciano y está muy enfermo.
-Un perfecto octogenario - Vive en San
José de la Montaña, nosotros lo visitamos poco, solo si tenemos “algo” que
llevarle entonces vamos... - terminó diciendo Juancho.
-¿Algo que llevarle?
- “Porfa”, licenciadito, no siempre se
tienen buenas modelos...
-Es decir, ¿él todavía sigue coleccionando
fotografías?
-Licencen... usted parece que no ha
entendido nada... obvio... él se deja
unas y nosotros otras fotos... algunas. Además, nos las paga muy bien. Es un
caballero, es un gentleman.
-¿ Y cómo no iba a ser un gentleman si es
de origen inglés, ¿verdad, Juancho? -interrumpió con una sonrisa el Efebo- .
-Como usted licenciadito, que es de origen
inglés - terminó diciendo Juancho - .
Escuche, licenciado De Quincey, para
terminar la historia de este octogenario, le podemos decir que el hombre no
duró demasiado en la Morgue Judicial, porque varios años después recibió una
herencia de su abuelo materno muerto en Inglaterra, y así ha podido llevar una
vida bastante holgada y punto. Dejó de trabajar, se construyó una casa en San
José de la Montaña...
-No, no la construyó, la remodeló-
corrigió en voz alta el Efebo-.
-Bueno, la remodeló como acaba de decir
Oscar y allí se recluyó. Ahora a sus ochenta y tantos años está enfermo por
haber fumado toda su vida con un enfisema pulmonar que no le permite dar más de
veinte pasos sin que no tenga la imperiosa necesidad de usar su tanquecito de
oxígeno que lleva siempre.
-Esa es la historia, doctorcito- acabó
diciendo el Efebo.
Henry quedó aturdido con el relato.
Fantaseaba con aquél hombre, deseaba conocerlo a cualquier precio. Quería
conocer aquel padre de la necrofilia en persona, porque estaba seguro que ese
hombre podía arrojarle algunos datos sobre el asesino en serie. Era probable
que por manejarse en mundos paralelos o iguales al asesino, a La Sombra, podría orientar su
investigación.
-¡Increíble historia!- exclamó a ambos.
-¿Increíble? ¿Por qué? A veces, las cosas
supuestamente increíbles son más reales que usted y que nosotros- afirmó en
protesta Juancho.
- Lo que acabamos de contarle es la
puritica verdad - ratificó el Efebo.
-¿Quiere conocer al señor Casasola Brown,
a don Julián ? Pues lo llevamos, eso no es problema - susurró Juancho.
-Pero...
-No hay pero que valga licenciado,
nosotros lo llevamos y punto.
EUNA. 2005.
AUTOR: Jorge Méndez Limbrick.
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