Integrado
por cinco textos, Evasión y otros ensayos trata sobre la forma y el contenido
narrativo, el proceso de creación y la función de la literatura, temas todos
ellos fundamentales para el autor argentino.
Bien sea rompiendo lanzas en favor de la ficción de entretenimiento de autores como Stevenson, como sucede en «Evasión», o elogiando la placentera «inutilidad» de la literatura en «Discurso breve», texto con el que inauguró el Festival de Literatura de Berlín de 2016, los ensayos de César Aira son luminosos y contundentes a un tiempo.
El procedimiento literario propuesto por Raymond Roussel, su referente en la vanguardia, o aquel otro en el que analiza el concepto de «genialidad» a través de la figura de Salvador Dalí, otro de sus grandes modelos, completan este volumen, una extraordinaria recopilación que se cierra con otra joya made in Aira: un ensayo sobre la temática propia del ensayo.
Bien sea rompiendo lanzas en favor de la ficción de entretenimiento de autores como Stevenson, como sucede en «Evasión», o elogiando la placentera «inutilidad» de la literatura en «Discurso breve», texto con el que inauguró el Festival de Literatura de Berlín de 2016, los ensayos de César Aira son luminosos y contundentes a un tiempo.
El procedimiento literario propuesto por Raymond Roussel, su referente en la vanguardia, o aquel otro en el que analiza el concepto de «genialidad» a través de la figura de Salvador Dalí, otro de sus grandes modelos, completan este volumen, una extraordinaria recopilación que se cierra con otra joya made in Aira: un ensayo sobre la temática propia del ensayo.
Recopilación: Dr. Enrico Pugliatti.
(FRAGMENTO).
César Aira
Evasión y otros ensayos
EVASIÓN
Empiezo, para empezar desde
lejos, y lateralmente, con una lectura reciente, la de una de esas viejas
novelas gratificantes y absorbentes, que son emblema y santo y seña de la
lectura como ocupación infantil de los adultos… Y a la vez son algo más que
lectura. Fue The Black Arrow, de
Stevenson. Es de 1888, posterior a La
isla del tesoro y anterior a algunas de las obras maestras escocesas, como Catriona o The Master of Ballantrae, fue escrita en la estela de La isla del tesoro y perfecciona la
insólita revolución que significó esta novela: literatura para la juventud, con
la temática y el ritmo del folletín de capa y espada, pero en el formato de la
más refinada novela artística. Aun cuando La
Flecha Negra no está en el top ten de los buenos lectores de Stevenson, aun
cuando se la suele calificar, y no sin algún motivo, de «novela histórica», las
peripecias del adolescente Dick Shelton en la guerra de las Rosas constituyen
una lectura a la que sería difícil pedirle más, quintaesencia del placer de la
lectura… y a la vez, como dije, es algo más que lectura. Ahí hay una paradoja,
muy bienvenida, y bastante obvia: para realizarse y consumarse en su definición
más exigente y su mayor eficacia, la lectura de una novela debe ser algo más, o
menos, que lectura. Debe hacer pasar el ejercicio de la lectura a otro plano,
secundario, automatizado, para que tome cuerpo, así sea cuerpo espectral, el
sueño que representa la novela.
A ese sueño a su vez, en el
siglo XX, vino a representarlo el cine. Y tratando de explicarse el
mecanismo figurativo que lleva adelante The
Black Arrow, podría pensarse en una producción cinematográfica. En una
novela como ésta, una novela que pretende, y logra, llevarnos a la aventura,
transportarnos a sus escenas, provocar la «momentánea suspensión de la
incredulidad» que pedía Coleridge, hay muchos rubros de los que ocuparse: el
vestuario, las escenografías, el guión, los personajes, las secuencias, la
iluminación, la utilería… Tomemos una página cualquiera, por ejemplo la de la
boda interrumpida de Joanna con lord Shoreby, el viejo novio que le ha impuesto
el infame sir Daniel, mientras su
enamorado, Dick, asiste impotente, disfrazado de monje, precariamente protegido
por sir Oliver:
Algunos de los hombres de lord
Shoreby abrieron paso por la nave central, haciendo retroceder a los curiosos
con los mangos de las lanzas; y en ese momento, al otro lado del portal se vio
a los músicos seglares que se acercaban, marchando sobre la nieve congelada,
los pífanos y trompeteros con las caras rojas por el esfuerzo de soplar, los
tamborileros y cimbalistas golpeando sus instrumentos como si compitieran entre
sí.
Al llegar al edificio sacro se
alinearon a ambos lados de la puerta, y al ritmo de su música vigorosa marcaron
el paso en el lugar. Al abrir de ese modo la fila, aparecieron atrás los
iniciadores del noble cortejo nupcial; y tal era la variedad y colorido de sus
atuendos, tal el despliegue de sedas y terciopelos, pieles y rasos, bordados y
encajes, que la procesión se desplegaba sobre la nieve como un parterre florido
en un jardín o un vitral pintado en un muro.
Primero venía la novia, de
aspecto lamentable, pálida como el invierno, colgada del brazo de sir Daniel, y asistida, como dama de
honor, por la joven bajita que se había mostrado tan amistosa con Dick la noche
anterior. Inmediatamente atrás, con la más radiante vestimenta, la seguía el
novio, cojeando con su pie gotoso y como llevaba el sombrero en la mano se le
veía la calva sonrosada por la emoción.
En ese momento, llegó la hora de
Ellis Duckworth.
Dick, que permanecía en su
asiento, atontado por efecto de emociones contrarias, aferrado al reclinatorio
frente a él, vio un movimiento en la multitud, gente que se empujaba hacia
atrás, y ojos y brazos que se alzaban. Siguiendo estas señales, vio a tres o
cuatro hombres con los arcos tensos, inclinándose desde la galería del piso
alto de la iglesia. Al unísono soltaron las cuerdas de sus arcos, y antes de
que el clamor y los gritos del populacho atónito tuviera tiempo de llegar a los
oídos, ya se habían descolgado de la altura y desaparecido.
La nave estaba llena de cabezas
que se volvían a un lado y otro y voces que gritaban; los clérigos abandonaron
sus puestos, aterrorizados; la música cesó, y aunque allá arriba las campanas
siguieron haciendo vibrar el aire unos segundos más, un viento de desastre
pareció abrirse camino al fin, incluso hasta la cámara donde los campaneros
estaban colgados de las cuerdas, y ellos también desistieron de su alegre
trabajo.
En el centro de la nave el novio
yacía muerto, atravesado por dos flechas negras. La novia se había desmayado, sir Daniel seguía de pie, dominando a la
muchedumbre, en toda su sorpresa y su ira, con una flecha temblando clavada en
su brazo izquierdo, y la cara bañada en sangre por otra flecha que le había
rozado la frente.
Mucho antes de que pudiera
iniciarse su busca, los autores de esta trágica interrupción habían bajado
ruidosamente la escalera de portazgo y habían salido por una puerta trasera.
Pero Dick y Lawless todavía
quedaban en prenda: se habían puesto de pie con la primera alarma y habían
hecho un viril intento de ganar la salida; pero con la estrechez de los
pasillos y el apretujamiento de los curas aterrados, el intento había sido en
vano, y habían vuelto estoicamente a sus puestos.
Y ahora, pálido de horror, sir Oliver se puso de pie y llamó a sir Daniel, señalando con una mano a
Dick:
—Aquí —gritó—, aquí está Richard
Shelton, ¡maldita sea la hora!, ¡sangre culpable! ¡Aprésenlo! ¡que no escape!
¡Por nuestras vidas, tómenlo y asegúrenlo! Es él quien ha jurado nuestra
destrucción.
Advierto que mi traducción apenas
si puede dar una idea aproximada del vértigo de precisión con que sucede esta
escena, y todas las demás de la novela. Lo que quería hacer notar es el modo en
que la escritura se hace tridimensional: el espacio de la iglesia está
utilizado en todo su largo, ancho y alto, en sus vistas al exterior, sus
entradas y salidas, sus espacios anexos, su luz, sus ocupantes; y cómo están
coreografiados los movimientos, con qué aceitadas transiciones se pasa de un
cuadro a otro, en los pocos segundos que dura todo; y cómo los colores, las
formas, la música, los gritos (con el delay de las campanas en el silencio
súbito) se entrelazan y combinan con las emociones, con la nieve, con las
huidas… Todo eso lo hizo Stevenson; él solo hizo el «trabajo de equipo» que dio
este resultado. Sonidista, iluminador, vestuarista, guionista, camarógrafo,
director, productor, montajista. Aunque tuvo que tomar la precaución de no
terminar de fundir todos estos obreros en uno solo, porque una fusión completa
empastaría la escena, la volvería un fantaseo personal del autor, le haría
perder el bruñido objetivo en el que está lo mejor de su efecto. Y a su vez, no
hace exactamente el trabajo que harían esos burócratas del espectáculo, sino su
representación en la literatura. Esos trabajos cambian cualitativamente al ser
realizados por el novelista, se vuelven lo previo del trabajo, su utopía como
juego libre de la inteligencia, y a la vez conservan las limitaciones prácticas
y las dificultades del trabajo de verdad. Son un trabajo de verdad, porque las
construcciones imaginarias obedecen a la misma lógica que hace reales a las
construcciones reales. En la medida en que se despliega el oficio necesario
para poner en pie estas construcciones, sale a luz la incomparable superioridad
de la literatura sobre las demás artes, a las que anticipa e incluye.
Es cierto que queda algo así como
un vacío insalvable: falta el sonido material que tiene la música, o los
colores de la pintura, los volúmenes de la escultura, las imágenes en
movimiento del cine… Pero la novela utiliza positivamente esa falta, como
deliciosa y creativa nostalgia de la imagen y el sonido… y en definitiva de la
realidad, que es el sustrato de toda representación. En la novela ha quedado,
como resto inasimilable, el sistema entero de las artes, su historia, su
arqueología, como significante de lo real que está a punto de nacer, o de
volver. Y cuando vuelve, se despliega por acción del mismo resorte que sirvió
para ocultarlo, como en la paradoja de Lacan: «lo reprimido y el retorno de lo
reprimido son lo mismo». La realidad es idéntica a sí misma, de cualquier lado
de la representación que se la mire. Y si aceptamos la definición de Hegel de
la realidad, como «lo que estamos obligados a pensar», también deberíamos
aceptar que la novela es lo que ocupa nuestro pensamiento opcionalmente, como
prueba de libertad.
El cine, por haber operado en los
hechos la división del trabajo, queda fuera del cerco encantado de la
representación. La objetividad dio un paso de más y quedó fuera de la
subjetividad, pero ese paso lo dio de espaldas y quedó mirando el terreno del
que había escapado, que no es otro que el de la novela. De ahí la politique des auteurs, que a pesar de su
formulación tardía fue la política permanente del cine en toda su historia. El
espectro de la escritura quedó instalado en las películas y se ha resistido a
todo intento de desalojo. Ya en la década de 1910 el poeta norteamericano
Vachel Lindsay propuso una idea del cine como «lenguaje jeroglífico», concepto
que Eisenstein llevaría a su mayor desarrollo como teoría del montaje.
Vachel Lindsay fue un poeta
errante, vivió entre 1880 y 1930, vivía del recitado de sus poemas y no
aceptaba dinero a cambio sino cama y comida (como los poemas no siempre
alcanzaban para el pago debía complementarlos con trabajos de limpieza o de
carga y descarga). Se suicidó a los cincuenta años tomando una botella de
Lysol. En 1915 publicó este libro, The
Art of the Moving Picture, pionero en la teoría cinematográfica. El
capítulo XIII es el de los jeroglíficos. Su postura es que la palabra está
fuera de lugar en un arte de imágenes móviles como es el cine, pues las
imágenes bastan para contar una historia. Pero con las imágenes es necesario
escribir, por lo que propone el uso de un lenguaje de imágenes: los
jeroglíficos egipcios, de los que tenía una idea muy personal. Dice que con
ochocientos basta, y sugiere que el cineasta los dibuje en cartón y los
recorte, y poniéndolos en fila vaya creando el argumento. Da ejemplos: hay un
jeroglífico que es el trono. Puede significar una reina, y ésta puede ser su
admirada Mae West, reina por su belleza, con lo que el director ya tiene a la
estrella del film. El siguiente: una mano. Una mano puede abrir una puerta, o
echar veneno en la taza de té. Se abren muchas posibilidades. El tercero: un
pato, que trae a la mente la Arcadia. El cuarto: un embudo. El quinto: la letra N.
(Aquí empieza a parecerse a la enciclopedia china de Borges.) Si la historia
que se forma con esta lista no convence, no hay más que volver a mezclar los
ochocientos cartoncitos y volver a sacar.
El artista del montaje, como el
escriba egipcio, reúne en diagramas el trabajo que ha creado la realidad; pero
el mito del nacimiento de la escritura jeroglífica es un episodio apenas, que
refleja el más intrigante de los mitos que haya soñado cualquier civilización:
el retiro de Osiris al reino de la muerte, llevándose con él nada menos que la
vida, toda la vida. A nadie se le ocurrió algo tan radical después de los
egipcios de la cuarta dinastía. Herodoto no se extiende en el tema porque dice
que los sacerdotes le pidieron discreción. La figura diagramática que produce
este mito, un término que migra a su opuesto llevándose el todo que lo incluye,
es la representación de la escritura, o del lenguaje. Osiris desmembrado es
rearmado por Isis en una operación de montaje, pero ya antes, al retirarse a la
nada llevándose el todo, anticipaba la representación lingüística, y no sólo la
del discurso nominativo sino la de la construcción, con su tridimensionalidad,
luces y sombras, colores, sonidos, la hierofanía de la vida real. El tránsito
de Osiris bien podría servir como mito de origen de la novela.
Quizás lo adivinó así Lezama
Lima, al hacer descender de las pirámides el «pequeño manual» de imágenes con
las que hacer el montaje de las historias. Lo cito: «Era necesario que los
símbolos de las pirámides no sólo se presentasen al pueblo con la solemne
arrogancia de las moles de piedra, con su intento de permanecer en la
eternidad, sino que también se crease su cartilla, su pequeño manual leído por
el pueblo en los momentos de vacilación en que se atormentaba por su destino,
en que al acudir a la taberna, la misma embriaguez lo llevase a formular las
preguntas por su suerte, sus viajes, sus cosechas, o sus relaciones con la
teocracia reinante. Así fueron surgiendo las barajas del destino, los símbolos
del Tarot, el libro portátil, que se abre y se cierra sobre cada una de las
interrogaciones de los hombres.»
En fin, todo lo anterior son
digresiones sueltas, digresiones de nada, como para establecer el esbozo de un
paisaje conceptual en el que hablar de la literatura de evasión. De lo que
antes se llamaba literatura de evasión. Ahora no se la llama nada, porque no
existe. Creo que nunca existió en realidad, salvo como recurso o fantasma
polémico, a pesar de lo cual, o por lo cual, he empezado a extrañarla (y hasta
a tratar de producirla deliberadamente, con los pobres medios artesanales a mi
alcance).
De mala palabra (y lo que creo es
que era sólo eso, una calificación negativa colgada en el vacío, que no
calificaba nada preciso) pasó a ser buena, o lo sería si la pensáramos y
pensáramos en su rescate, como estoy tratando de hacerlo. Pasa en la vida, por
poco que la afecte el tiempo: los signos de positivo y negativo se intercambian
ante una cualidad o un defecto, según el cambio de las circunstancias.
Qué no daríamos por recuperar la
vieja evasión, a la vista de la novela actual, o lo que de la novela actual
tengo más a la vista. Los novelistas, y esto se acentúa cuanto más jóvenes son,
o sea a medida que pasa el tiempo, encuentran cada vez menos motivos para
promover un escape, infatuados como están con sus propias vidas, contentos y
satisfechos con sus destinos y su lugar en el mundo. Al perder el motivo para
evadirse, se les hace innecesario el espacio por donde hacerlo, y sólo les
queda el tiempo, la más deprimente de las categorías mentales. No pueden hacer
otra cosa que contar las alternativas felices de sus días y, ¡ay! de sus
noches, en un relato lineal que es hoy el equivalente indigente de lo que antes
era la novela.
Podríamos preguntarnos cómo es
posible que sus vidas hayan llegado a ser tan satisfactorias como para hacer
irresistible el deseo de contarlas. Porque es evidente que no todas las vidas
son tan gratificantes; también hay pobres, enfermos y víctimas de toda clase de
calamidades. Pero, justamente, los que no están contentos con sus vidas no
escriben novelas, y me da la impresión de que ni siquiera las leen. Es como si
se hubiera cerrado un círculo de benevolencia, y no se huye en círculos.
Dicho de otro modo: hubo un
proceso histórico que en el último medio siglo fue eliminando todos los
problemas y conflictos de un diminuto y muy preciso sector de la sociedad, que ipso facto se dedicó a la producción y
consumo de novelas celebratorias. Esto es una simplificación, claro está, pero
puede tomarse como un mito explicativo. Subsidiados, psicoanalizados, viajados
y digitalizados, los novelistas viven vidas de cuento de hadas, y aun así
escriben novelas (y no cuentos de hadas, lo que sería más honesto). La Historia
les jugó una mala pasada al despojarlos de conflictos. Ni siquiera el problema
sexual les dejó. Y como si hubiera un especial ensañamiento, la Historia de la
Literatura colaboró, haciendo muchísimo más fácil que antes escribir una
novela.
Como una novela no puede
escribirse sin conflicto, los nuevos novelistas, que no lo tienen, deben
inventarlo. Es lo único que no debían inventar, y es lo único que inventan.
Porque al inventar el conflicto queda obstruida la genuina invención novelesca,
la maquinaria imaginaria, el submarino del capitán Nemo o la locura de Don
Quijote, que era lo que se inventaba, para huir del conflicto. Es decir, para
evadirse.
El precio que hay que pagar para
tener todos los problemas resueltos es vivir vidas estereotipadas. Aun así, y
dado que la exclusividad concedida al tiempo hace que no haya otra cosa, esas
vidas se vuelven tema, y un tema no es lo mejor que le puede pasar a una
novela, porque pone todo el interés fuera del cuerpo de la novela, y vuelve a
éste un relleno que se hace en forma automática, completando uno tras otro los
ítems indicados por el tema.
La predicación autobiográfica
vuelve urgente al tema, además de absorbente, y excluye ese triunfo del
lenguaje que eran los purple patches.
Hoy los novelistas no saben siquiera lo que son los purple patches, o en todo caso no saben que con ese nombre, que
proviene de la Epístola a los Pisones
de Horacio, donde es purpureus pannus,
se llama a los pasajes descriptivos que interrumpen la acción por un momento,
corto o largo, a veces por un par de líneas apenas. Antes nunca faltaban en una
novela, y le daban su poesía, su ritmo, su atmósfera. Casi podría decirse que
eran lo esencial de la novela, su lujo, lo que la hacía valer la pena, aun
cuando el lector impaciente se los salteara. Porque lo que importa del purple patch no es tanto el purple patch en sí mismo, como lo que
lleva a él y lo hace necesario en cierto punto. Es decir, el viejo novelista
consciente de su oficio y decidido, porque sabía lo que le convenía, al incluir
un párrafo descriptivo, poético, paisajístico, un claro de espacio en el flujo
temporal del relato, debía conducir en determinada dirección a los personajes,
a la acción, al argumento, de modo que pudiera llegarse naturalmente al «paño
púrpura». Y era ese trayecto, esa dirección, lo que le daba a la novela su movimiento
y su fantasía.
Quizás el canto de cisne de los purple patches fueron las Iluminaciones de Rimbaud. A veces he
fantaseado con la novela que resultaría de usar como purple patches intercalados las cuarenta y dos Iluminaciones de
Rimbaud, llevando el argumento, sin hacer trampa y manteniendo el verosímil
tradicional, de una a otra. Esto se parece a un procedimiento de generación
automática de novela (no tan automático, por supuesto) como los que yo he
venido predicando irresponsablemente estos últimos treinta años.
Irresponsablemente, pero no tan estúpidamente como los que se lo tomaron de
modo literal. Aunque no exista más que como teoría, ni se lo practique, el
procedimiento tiene un mérito y una utilidad de primer agua: vuelve objetiva la
fuente de las historias; sin él, o sin lo que él representa, la única fuente a
la que recurrir es lo que alguna vez llamé «el estúpido reflejo de la manzana
en la ventana», es decir la propia estúpida y miserable psicología momificada
del sujeto filisteo y antiliterario que se suponía que la literatura tenía por
objeto destituir.
Qué hacer respecto de este sujeto
sino huir de él. La evasión reinventada puede ser un vehículo más rápido que el
procedimiento, más cómodo y podría llevar más lejos; la literatura de evasión,
en su necesidad de construir complejos mecanismos de ensoñación, debía ser
hecha por un artesano de muchas habilidades, que no tenía tiempo de ponerse a
hablar de sus miserias personales y hasta las perdía de vista en la
multiplicación de funciones en que tenía que prodigarse, y llegaba de un salto,
casi sin proponérselo, a una sana objetividad.
Dije que hasta la historia de la
literatura había colaborado con la Historia para producir estas malformaciones
del narcisismo. En efecto, la evolución de la novela en los últimos cien años
la llevó a independizarse de la lógica tradicional del interés del lector. A la
deriva, librado a sí mismo, el interés se volvió en dirección al autor. El
resultado es una novela que, ante el riesgo de terminar de vaciarse, debe
quedar pegada a su creador, y justifica esa pregunta que ha empezado a oírse
con frecuencia creciente: ¿y esto a mí qué me importa? ¿Por qué estoy leyendo
el registro de las actividades y opiniones de un desconocido al que nunca le
pasó nada? ¿Por cortesía? ¿No estaré perdiendo el tiempo? Esta última pregunta
es la más pertinente de todas. Las novelas que han adherido al círculo
autobiográfico están hechas de puro tiempo, porque el yo, cuando realiza su
esencia de haberse quedado solo en el mundo y sólo puede hablarse a sí mismo,
es puro tiempo. El espacio ha quedado relegado, desde que se perdió el volumen
de la representación: sólo queda el hilo del discurso, que no puede medirse
sino con tiempo.
A diferencia de lo que hice con
Stevenson, aquí no puedo dar un ejemplo porque quedaría mal con alguien.
Supongamos que lo di de todos modos, y que estamos reflexionando sobre él. Lo
primero que sentimos es la falta de densidad, de volumen. Cada frase nos
informa de algo, pero la información nos deja donde estábamos, sólo que un poco
más viejos y más cansados. Tomemos la primera página. El autor, o la autora,
habla, en primera persona y en tiempo presente, de los estragos de la edad en
el hombre o la mujer que ama, y la caída o el olvido de los ideales de la juventud.
Lo ha pensado mirándose en el espejo del baño al levantarse a la mañana. Lo
termina de pensar en la cocina mientras hace el café y contempla por la ventana
la pared sucia de hollín del edificio lindero. Suspira. Estornuda. Mira el
reloj. Se suena los mocos. Recuerda que debe ir al pedicuro. Canturrea unos
versos de una canción de Tom Waits, y se dice que Tom Waits es definitivamente
más profundo que Leonard Cohen, aunque no tiene el lirismo de Lou Reed. El café
ya está hecho, se sirve una taza, va a beberla al living. En ese momento suena el teléfono. Etcétera. De lo único que
se trata es de la ocupación del tiempo. Y sigue durante doscientas o
trescientas páginas, en el mejor de los casos. Porque también pueden seguir
sólo durante ochenta o cien páginas y hacernos creer, por el aspecto, que
valdría la pena leerlo.
Es curioso notar que el giro
temporal que ha tomado la novela más reciente, desde el abandono de la
construcción espacial de la representación, lleva al uso del tiempo presente en
la narración, el llamado «presente histórico». No es tan contradictorio como
podría parecer, porque es el modo como se cuentan las películas, que ahora han
pasado a estar antes, y funcionan como recuerdo subliminal general del
novelista: «A Bill Farrel lo persigue un dinosaurio y se mete en una cueva y
encuentra un mono…» Es el presente sucesivo-acumulativo del cine, en el que los
roles de la producción ya han sido afectados por la división del trabajo,
dejando al sujeto en un ocio que duplica, complementa y representa el ocio del
escritor al que la Historia ya no le pide nada, con lo que el círculo se
cierra.
Valdría la pena, entre
paréntesis, contrastar esta modalidad temporal del relato de películas con la
que se usa para los sueños, que privilegia el pretérito imperfecto. «Yo estaba
en una casa en ruinas, se me aparecía mi abuelo, me daba un libro de Paulo
Coelho…» Ahí hay un escalonamiento, también acumulativo, pero de permanencias:
si yo «estaba» en una casa en ruinas, seguía estando cuando se me «aparecía» mi
abuelo, aparición que persistía cuando me «daba» un libro… El presente del cine
es un encadenamiento de remplazos. La diferencia está marcada por el sujeto:
Bill Farrell, el dinosaurio, el mono, se suceden sin dejar más huella que la
acción que los mueve, mientras que el «yo» del sueño persiste, como persiste la
hora cuando uno viaja de oeste a este.
Las técnicas intuitivas de relato
de sueño y cine son ersatz, o
simplificaciones, de un relato que ya ha asimilado su propia invención, la
invención que la novela, por el contrario, ponía en escena. Se diría que si hay
algo más melancólico que una primera persona que resiste a las mutaciones de la
aventura y persiste en su naturaleza de sujeto, es una imagen que sólo sirve
para ser remplazada, en un invariable parpadeo de presente.
La literatura de evasión ha
muerto. No se huye de nada, porque no hay nada de qué huir. Al contrario: hoy
la novela es novela de acercamiento. Ha triunfado la proxidina, la droga que
acerca todas las cosas a sí mismas. Una autoestima exacerbada desalienta el
trabajo, y el trabajo era lo que justificaba la novela que no era sólo la
narración de una historia sino la construcción de la escena de una historia.
Esa novela, de la que The Black Arrow
fue el ejemplo que elegí, era una especie de maqueta con resortes, poleas,
luces, telones que se deslizan, miniaturas dotadas de chips parlantes… La
narración-construcción implicaba un trabajo, una artesanía que costaba trabajo:
no era simplemente ponerse a contar algo.
Es notable que cuando se habla
del trabajo del novelista, o mejor dicho cuando se habla del trabajo del
novelista con conocimiento de causa, es decir cuando lo hace un buen novelista,
se habla siempre en términos espaciales. Por ejemplo Truman Capote, en una
entrevista de The Paris Review: «El
único recurso que conozco es el trabajo. La creación literaria tiene leyes de
perspectiva, de luz y de sombra… Si uno nace conociéndolas, perfecto. Si no,
hay que aprenderlas, y luego reordenarlas a conveniencia de uno.»
Al existir el trabajo, la historia
debía ser especialmente buena; lo exigía una razón básica de ahorro de energía,
una razón casi biológica: al novelista se le iba la vida en el aprendizaje de
un oficio tan difícil, y en la construcción de maquinarias tan complejas. Y que
la historia fuera buena no quería decir sólo que fuera ingeniosa o novedosa o
atrapante, ni mucho menos que tocara temas eternos como el poder o el amor o el
nazismo, sino que tuviera el espacio y el volumen como para entrar
sensorialmente en ella. En esta exigencia se agotaba, felizmente, la relación
de la persona del autor con su obra. Hoy esa relación lo ha invadido todo, al
punto del exhibicionismo, y el trabajo se ha desvanecido; si su reclamo se
mantuviera, la carga libidinal de la autoestima se dispersaría. Hoy la novela
fluye directamente del autor, sin pasar por la intermediación de la literatura;
el trabajo que la respalda ya no es el de la escritura, sino el de la
publicación.
Conclusión: hubo una vez una
novela de hacer soñar y creer, volumétrica, autosuficiente, iluminada por
dentro, una novela que promovía algo que podía llamarse «evasión». En la
espacialidad intensa que creaba su textura, todas las cosas se alejaban. Como
en el universo en expansión: un cuerpo elástico que se ampliaba
indefinidamente, y cuyos puntos se separaban unos de otros. Un efecto conexo
era que el lector se desprendía del tiempo, de lo que nació la calumnia de que
la novela servía para matar el tiempo, o distraerse, o pasar el rato.
Esta novela era el fruto
perfectamente inútil, lujoso, de una sinuosa evolución literaria, y
posiblemente no estaba destinado a durar, porque dependía de algo tan precario
como un delicado equilibrio histórico en el que los lectores todavía tenían la
suficiente confianza en su lugar en la sociedad que podían permitirse el goce
estético de distanciarse de sí mismos, porque sí, para verse desde lejos por un
momento, para que la subjetividad no fuera la masa gelatinosa de contigüidades
pegoteadas que llegó a ser. Además, no cualquiera podía escribirla: crear y
sostener el andamiaje de la distancia exigía un largo aprendizaje y una técnica
refinada, una orfebrería de precisión —pobremente recompensada—. El mercado del
folletín, una producción a destajo de entretenimiento barato, en una
determinada configuración social, habían sido el suelo del que crecieron los
novelistas del XIX, y, en grado de superación dialéctica, Stevenson. Con
él, la literatura se hacía cargo de la evasión en un nivel superior. Pero
treinta años después de su muerte ya se pronosticaba su olvido. Chesterton
respondía a la crítica de «externalidad» que se le hacía diciendo que esta
objeción no era sino una derivación de lo que llamaba «la falacia de la
internalidad»: es decir «la idea de que un novelista serio debe confinarse al
interior del cráneo humano.» Sí, Stevenson era un hombre de la superficie, pero
«lo psicológico no es menos psicológico porque salga a la superficie en forma
de acción. Equivaldría,» dice Chesterton, «a decir que el delicado mecanismo de
un reloj sólo existe cuando el reloj se para. Y creo que estos críticos
considerarían la acción del reloj, haciendo girar sus manecillas, como una
ofensiva muestra de gesticulación extranjera.»
Leyendo estas líneas de
Chesterton se me ocurre que la buena crítica literaria es subsidiaria a una
cierta exterioridad de la literatura. Sin un juego abierto de separaciones y
recortes netos, todas las proximidades tienden a parecerse y confundirse.
La mala prensa de la evasión, que
no sólo fue la única prensa que tuvo sino que fue la única existencia que tuvo,
nació cuando alguien supuso que la novela podía servir para crear en el lector
un compromiso con los conflictos sociales o históricos del momento. Un
compromiso emocional, que aclarara, o profundizara, la posición política o
ética tomada racional o intelectualmente por la lectura de los diarios o los
filósofos, o más en general por la experiencia.
La apelación a la experiencia se
hacía, y se hace, en términos de redundancia. El realismo, o la alegoría, que
es el realismo de los pobres, inició su prolongado reino, en tanto se hacía
necesario para el reconocimiento, y a partir de éste sacar las conclusiones
pertinentes. Con lo cual la literatura seria delataba su contemporaneidad con
la emergencia de la cultura de masas, cuyo auge se dio paralelo a ella. El
triunfo de la cultura popular en su forma actual, mediática, fue el triunfo de
la redundancia, en la forma de la repetición y la obviedad. La novela del
compromiso político-social pretendía redundar en la experiencia del lector,
impedir su evasión y encerrarlo en el círculo del reconocimiento de sí mismo,
en la toma de conciencia. En lo que Sartre llamó la «situación». Si en la
esfera hermética de la «situación» se abría un agujero, se lo obstruía de
inmediato, clásicamente con el dedo: el dedo de un obrero, seccionado por una
máquina defectuosa en la fábrica donde era explotado.
La historia a veces funciona en
el registro del cuento de hadas, como cuando el obrero de la realidad pierde un
dedo en la fábrica, y llega a Presidente. Pero puede darse la inversa, como en
la maravillosa Bizarra de Rafael
Spregelburd, el gran cuento de hadas de la literatura argentina, donde todos
los estereotipos del audiovisual de masas están vueltos en contra del
reconocimiento. El episodio del dedo cortado no podía faltar, y efectivamente
lo pierde en los engranajes y cuchillos de una máquina la protagonista, Velita,
explotadísima obrera de frigorífico. Una de las protagonistas, porque la obra,
las doce obras que componen ese año de milagros, es la saga de dos gemelas
separadas al nacer, Candela y Velita. Su madre las entregó al darlas a luz: a
Candela a una familia rica, a Velita a una pobre, tras lo cual se marchó a
Suecia, donde triunfó como una de las cantantes de Abba. Candela, ya adulta, se
escapa de su casa, y unos criminales muy ineficientes intentan hacerles creer a
sus ricos padres adoptivos que la tienen secuestrada, y piden rescate. Los
padres piden a su vez una prueba de vida, y los falsos secuestradores, que por
cierto no la tienen en su poder, les mandan el dedo que ha perdido en los
engranajes de una máquina defectuosa la joven obrera del frigorífico, que es
Velita. Sometido a un análisis de ADN, el dedo revela ser de Candela, aunque no
lo es: las gemelas, que no saben que lo son ni se conocen ni sospechan siquiera
de la existencia de la otra, comparten el mismo paquete genético, en los dos
extremos de la escala social.
La construcción de Bizarra, colectiva en la creación por su
origen teatral, recuperó en el libro la unidad de «trabajo múltiple» que observé
en la novela de evasión. La espacialidad, la escena, estaba dada de antemano
por el teatro, y dentro de la espacialidad el recorte de las figuras, acentuado
por la duplicidad actor-personaje. Cuando los críticos se preguntaron de dónde
le venía a Stevenson el gusto por lo neto y definido de sus superficies, lo
encontraron en el teatrito de siluetas de cartón pintado, común en la Escocia
de su infancia. Refutando el descaminado acercamiento hecho por un crítico
entre Stevenson y Poe, Chesterton compara el cuervo de este último con el loro
en el hombro de Long John Silver en La
isla del tesoro. El cuervo es un trozo de noche en la noche, una mancha de
oscuridad que se difumina en el presentimiento y el terror. Mientras que el
loro, con sus colores vivos y su palabrerío chistoso, permanece insoluble e
inocultable sobre el fondo marino de luz ácida, de cristal. Refinada hasta
adaptarse a las ramificaciones más complejas de la imaginación, la construcción
del teatro sigue siendo el modelo del recorte de figuras y su ubicación en una
escena a su vez recortada también en la luz, el sonido y las perspectivas
cambiantes.
La superficie, después de todo,
es el camino más disponible para un buen escape, y es con superficies como se
construyen volúmenes habitables. Pero se diría que en algún momento hubo una
divisoria de aguas, y la evasión que era el emblema de la novela quedó a cargo
de la mala literatura. La buena se hizo cargo del discurso, no sólo el que le
hace de cuerpo a la novela, ahora un cuerpo lineal sin volumen, sino el que la
justifica, sobre todo ante lo injustificable y gratuito de la novela de
evasión.
Hoy nadie habla de literatura
«comprometida». No habría con qué comprometerse. Pero quedó el mecanismo, y la
novela buena, o seria, siguió pegada a sí misma, negándose a la evasión. La
privatización del conflicto social, su internalización en forma de psicología,
autobiografía, autocomplacencia, dejó al tiempo como única herramienta
operable. Y como del tiempo nadie se escapa, y al tiempo lo representa el
discurso, la construcción llegó a su fin y nos quedamos sin buenas novelas.
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