Álvaro
Uribe (ciudad de México, 1953). Licenciado en filosofía por la
UNAM, fue agregado cultural en Nicaragua y consejero cultural en
Francia. En su primera estancia en París editó la revista bilingüe
Altaforte. Posteriormente fue coordinador de varias colecciones en el
Conaculta. Su prosa siempre ha merecido grandes elogios de lectores y
críticos. No en vano varias de sus obras han sido traducidas al
francés, al inglés y al alemán. Es autor de Topos (1980), El
cuento de nunca acabar (1981), La audiencia de los pájaros (1986),
La linterna de los muertos(1988, reeditado en 2006), Recordatorio de
Federico Gamboa (1999), La otra mitad (1999) y La parte ideal (2006).
En Tusquets Editores ha publicado El taller del tiempo (2003),
ganadora del I Premio de Narrativa Antonin Artaud, y en Tusquets
Editores México Por su nombre (2001) y La lotería de san Jorge
(2004), publicada originalmente en 1995 y que recibió numerosos
elogios por parte de la crítica.
Álvaro
Uribe
El taller del tiempo
Durante
una concurrida cena navideña, un joven vive en carne propia las
peculiaridades y conflictos que su familia arrastra desde hace años.
El clan, aparentemente tan normal como cualquier otro pero capaz de
desplegar una violencia sorda e implacable, se asienta en torno a la
estirpe de los Migueles (Miguel Primero, Miguel Segundo y Miguel
Tercero), tres generaciones llamadas a no entenderse entre sí y
sumidas en una lucha soterrada que podría culminar en tragedia. A
medida que los miembros de la familia y los más allegados toman la
palabra para narrar «su verdad», va construyéndose un mosaico de
desencuentros y odios, amores, resignaciones y rebeldías, que tal
vez explique por qué planea la tragedia sobre la familia. Una
tragedia que quizá, si ese misterioso taller que es el tiempo lo
permite, sólo los implicados puedan evitar.
Fuente:
Título
original: Título
Editorial:
TUSQUETS.
Álvaro Uribe, 2003
ePub base r1.2
(Fragmento).
Álvaro
Uribe
El
taller del tiempo
Título
original: Título
Álvaro Uribe, 2003
Editor digital: turolero
Aporte original: Spleen
ePub base r1.2
Para A.U.A y M.M.C.
In memoriam.
La primera
vez
—¿Le sirvo un poco de vino,
joven?
Era la
primera vez que un mesero me hablaba de usted, la primera vez que
alguien me llamaba joven,
la primera vez que me ofrecían vino. Nerviosamente volteé a ver a
mi madre, que estaba sentada a la izquierda. Ella echó un vistazo
furtivo a la cabecera, donde mi padre platicaba con el anfitrión.
Luego de comprobar que ambos estaban distraídos, mi madre asintió
con un discreto movimiento de la cabeza. Bajo su mirada divertida me
apresuré a probar el líquido color de sangre, cuya amargura me
disgustó.
La mesa
tenía la forma de una descomunal cerradura antigua. En la cabecera
los adultos estaban dispuestos en semicírculo, según sus jerarquías
o las alianzas del momento, alrededor de Miguel Primero, que era mi
tío abuelo y también el patriarca de la familia. Hacia el extremo
opuesto corría un rectángulo interminable, a cuyos lados más
largos se alineaban los adolescentes y los niños de acuerdo con el
orden menguante de sus estaturas. Tres generaciones convivían en esa
época: la de los viejos que pasaban de los sesenta, como Miguel
Primero, su mujer y unos cuantos tíos más; la intermedia, que iba
desde los veinte de mis tías aún solteras hasta los cincuenta y
pocos de mi padre; y la mía, que no cesaba de proliferar. Salvo por
mi primo Miguel Tercero, aproximadamente de mi edad, yo era el mayor
de la última camada. Pero ni él ni su madre, mi tía Silvia, ni
tampoco su padre, mi tío Miguel Segundo, participaban desde hacía
mucho tiempo, por razones conocidas sólo en la zona adulta de la
mesa, de nuestras tumultuosas cenas anuales. Yo me había
acostumbrado, no sin orgullo, a ser por default
el más grande de los chicos.
No se me ocurría que pudiera ser asimismo el más chico de los
grandes.
Cuando resultó que una de mis tías casaderas había preferido cenar
con su novio a reunirse con la tribu, tardé unos instantes en
comprender que mi madre me invitaba a sentarme a su lado. Era la
Nochebuena de 1966, yo tenía trece años y de pronto me encontré en
uno de los lugares reservados a los mayores.
Mi doble iniciación al consumo
de alcohol y al grupo de los adultos basta quizá para justificar que
mucho tiempo después yo esté recordando esa noche, pero no
necesariamente para suponer que a alguien más le interesen mis
recuerdos. Que ahora consigne por escrito esos hechos íntimos y
baladíes se debe a su asociación con otras dos experiencias menos
ordinarias, en las que comienza una historia que no me concierne sólo
a mí. Una de ellas se entenderá más adelante. De la otra quiero
advertir que es la única en verdad extraordinaria, que por eso habrá
quien la considere como una fantasía y que para mí, sin embargo,
fue y sigue siendo real.
Como tantas
aventuras de la imaginación, ésta se originó en el aburrimiento. A
los pocos minutos de estar sentado junto a mi madre yo había
descubierto que la plática de los grandes
no era forzosamente más entretenida que la algarabía de los chicos.
Sin prestarme la menor atención los adultos hablaban de la
Nochebuena pasada, de lo que cada quien había hecho desde entonces,
de los parientes que no habían podido o querido venir. Antes de que
me anonadara el tedio noté que nadie mencionaba al conspicuo Miguel
Segundo entre los ausentes.
Mi silla estaba arrinconada en
una de las curvas donde el semicírculo de la cabecera se unía al
rectángulo que prolongaba la mesa. De modo no enteramente
involuntario yo les daba la espalda a mis primos. Habría sido
humillante, después de abandonarlos, volverme ahora para trabar con
ellos aunque fuera un simulacro de conversación. Por ocuparme en
algo vacié con rápidos sorbos mi copa de vino. Mientras me reponía
del sabor amargo que no acababa de gustarme, el mesero la llenó de
vuelta sin preguntar. Comprendí que esa segunda copa no me estaba
permitida. No obstante, no encontré mejor procedimiento para ocultar
el cuerpo del delito que despacharlo de un solo trago. La amargura se
hizo más tolerable. Sentí una súbita euforia, ocasionada en partes
iguales por el efecto del vino y por la conciencia de cometer un acto
prohibido. No supe cómo el mesero había llenado mi copa otra vez.
Quise apartarla, pero en ese instante mi madre decidió hacerme caso.
Con su copa en alto brindó conmigo, creyendo que yo, como ella,
apenas empezaba a beber. Cuando mi padre desde su lugar en la
cabecera nos reprimió con una mirada inequívoca, ya era demasiado
tarde. Los meseros aún no servían la cena y yo, por primera vez en
mi vida, estaba borracho.
Sin levantarse de las sillas,
los demás comensales giraban a mi alrededor. Sus voces,
distorsionadas por la velocidad del movimiento giratorio, se
entreveraban en un clamor indescifrable. Todo se fundía en una misma
masa centrífuga. Todo así fundido se alejaba cada vez más rápido
de mí. Repentinamente me hallé solo, ingrávido, casi incorpóreo,
en el centro de una espiral vertiginosa.
Alguien más
mundano habría atribuido esas sensaciones al exceso de vino. Yo
debía mis escasos conocimientos del mundo a la lectura de unos
cuantos libros y a ellos me atuve para explicar la irrealidad en que
estaba extraviado. Rememoré en desorden algunos pasajes de La
máquina del tiempo,
que había leído en esas vacaciones. Evoqué después otros relatos
con temas semejantes, escritos por autores menos memorables que
H. G. Wells. De la maraña de fábulas de ciencia-ficción
que entonces agotaban mis fuentes literarias derivé, intuitivamente,
una conclusión singular. El tiempo, para mí, se había suspendido.
Ya no estaba en 1966, con mis padres y mis tíos y mis primos en casa
de Miguel Primero. No estaba de hecho en ninguna época, por lo que
con sólo desearlo podía viajar a cualquiera.
Embebido en mis lucubraciones
me dispuse a emprender el viaje. Era demasiado joven para interesarme
en el pasado y lo descarté sin remordimientos. Una cifra se me
impuso de modo automático cuando elegí el futuro, por la sencilla
razón de que redondeaba mi edad. Como si fuera un personaje de la
dudosa literatura que contaminaba mi fantasía, me adelanté treinta
y siete años en el tiempo. Sólo una certeza tenía acerca de ese
porvenir indefinido: que yo, por obra de una voluntad sobrehumana,
estaba ahí. Era de modo simultáneo el adolescente de trece años
que viajaba hacia allá y el hombre de cincuenta en que me
convertiría al llegar.
Por encima
de casi cuatro décadas le mandé un mensaje a ese extraño que sería
también yo. Me dije, con frases que aún no me pertenecían, qué
estaba haciendo en la Nochebuena del ‘66. Me dije que, por más
importante que pudiera parecerme, tarde o temprano terminaría por
olvidarlo como había olvidado buena parte de mi niñez. Me dije que
para garantizar el experimento ayudaría al olvido. Me dije que no
volvería a pensar ni una vez en que habíamos estado juntos, en que
habíamos sido
juntos, hasta que en algún día incierto de 2003 recordara o más
bien restableciera fatalmente nuestra comunicación. Me dije que
entonces los dos tendríamos la prueba de que en verdad habíamos
comulgado, porque en el instante del recuerdo, que es éste en el que
estoy escribiendo, volveríamos a ser uno solo y el mismo. Mientras
las pronunciaba en mi conciencia me pareció que yo en el extremo
opuesto del tiempo estaba escuchando mis propias palabras. Ahora que
he revivido el acontecimiento por primera vez desde aquella noche me
doy cuenta de que las veía. Ante mis ojos azorados se iban
ordenando, como si otro yo me las dictara, en una superficie virtual
que es la de este párrafo donde al cabo de treinta y siete años he
reanudado el diálogo a través de las edades con el adolescente que
fui.
La voz de un
mesero que se había colocado a mi izquierda quién sabe cuándo, y
que preguntaba repetidamente qué pieza de pavo prefería el joven,
me hizo retroceder casi cuatro décadas. El vértigo del espíritu
que me había transportado al futuro se convirtió en un malestar del
cuerpo que, ahora sí, achaqué al vino. Mientras me concentraba en
dominar la náusea, un brusco silencio se difundió en la mesa. Temí
ser el objeto de la tensión que sentía crecer a mi alrededor.
Resignado a que me regañaran en público por beber lo que no debía,
alcé la vista del plato en el que la había fijado para detener el
mareo. Me alivió notar que nadie, ni siquiera mi madre, se
preocupaba por mí. Imitando a los demás comensales miré a la
cabecera. La puerta que comunicaba el comedor con el vestíbulo se
había abierto para franquearles el paso a mi tío Miguel Segundo, a
mi tía Silvia y a mi primo Miguel Tercero. Estaban parados detrás
de Miguel Primero, que volteó y de inmediato les dio la espalda como
si no los hubiera visto. Durante varios segundos, que se dilataron
angustiosamente en la expectativa general, no hubo un solo movimiento
ni el menor murmullo. Entonces mi tía Amalia, esposa de Miguel
Primero, le dijo algo al oído y él se levantó con tanto ímpetu
que estuvo a punto de arrastrar el mantel consigo. Sólo cuando el
patriarca envolvió en violentas palmadas al hijo pródigo que por
fin regresaba a la casa, los otros adultos al unísono volvieron a
hablar.
Todos
competían por atraer la atención de Miguel Segundo y de Silvia. Los
más jóvenes, a quienes yo esa noche veía como los menos viejos, se
atropellaban para abrazarlos. Hubo unos minutos de caos en los que
nadie de la generación intermedia de la familia se quedó sin
ofrecer su asiento a los recién llegados. Al fin Silvia ocupó el de
otra tía que fue a encargarse de sus hijos, demasiado pequeños para
comer solos, y Miguel Segundo aceptó después de muchos ruegos la
silla de mi padre, que estaba a la diestra de Miguel Tercero. Fui el
único que no celebró esa cortesía, por la válida razón de que se
ejecutó a mis expensas. Para dar cabida a mi padre en el semicírculo
de los grandes,
mi madre me había ordenado sin miramientos que fuera a sentarme con
los chicos.
Apenas me consoló que me acomodaran junto a Miguel Tercero. Era el
menos infantil de mis primos y no me disgustaba estar con él, pero
me dolía indeciblemente la traición materna que me había expulsado
del sector adulto de la mesa.
Mientras yo me atragantaba de
pavo y de bacalao para contrarrestar el vino en mi estómago, Miguel
Tercero decidió contarme por qué durante tantos años sus padres y
él no habían pasado la Nochebuena con el resto de la familia. Una
jaqueca que pulsaba en el lado derecho de mi cráneo me permitió
sólo una concentración intermitente en su relato. Los episodios que
acerté a escuchar no me bastaron para comprender la historia, aunque
sí para sospechar que mi primo no sabía mucho más que yo.
Miguel Tercero me contó de un
pleito que se había originado en el trabajo de Miguel Primero y de
Miguel Segundo. Dijo que su padre y su abuelo no habían vuelto a
verse fuera de la oficina desde el día en que se pelearon. Aseguró
que, en todo el tiempo que duró el distanciamiento, Miguel Segundo
no había hablado mal de Miguel Primero ni una sola vez. En los
últimos meses la pelea parecía haberse trasladado a su casa. Lo
cierto era que su padre y su madre discutían con ruidoso encono en
las noches, cuando creían que Miguel Tercero ya se había dormido, y
en las mañanas estaban callados y de pésimo humor. Unas semanas
atrás las discusiones nocturnas y los rencorosos silencios matutinos
habían cesado de repente. Y esa misma tarde los dos, insólitamente
agarrados de la mano, le habían anunciado a mi primo que vendrían a
cenar con su abuelo.
A los trece años yo no podía
concebir una amistad desigual. Tener un amigo significaba
precisamente que no hubiera diferencias o que, si las había, el más
afortunado compartiera su suerte con el otro. Ya escribí que Miguel
Tercero no me resultaba antipático. Sus confidencias, que yo no
había solicitado, probaban que además de ser mi primo era o quería
ser mi amigo. Me sentí obligado a pagarle con la misma moneda, pero
en mi vida no había zonas tan oscuras como la que él acababa de
mostrarme. Mis abuelos estaban muertos y yo apenas los había
conocido, mis padres no se peleaban o sabían solapar sus peleas. Mi
único secreto no atañía a nadie sino a mí. Pensé que me había
prometido esperar treinta y siete años para recordar mi experiencia
o mi experimento en el taller del tiempo. Pensé después que quizá
con Miguel Tercero podía hacer una excepción. Pensé al final que
poco o nada perdería si se lo confiaba, porque era difícil que me
entendiera e improbable que me creyera. Ya estaba resuelto a hablar
cuando una estampida incontenible nos arrastró de la mesa hasta la
sala en donde se erguía un imponente pino de Navidad. Había llegado
la hora de los regalos.
Con envidia que creía
disimular vi a mis primos varones descubrir bicicletas y trenes
eléctricos bajo los celofanes y los moños. No me revolqué como
ellos entre las cajas apiladas al pie del pino porque sabía que no
iba a encontrar algo así. Mi madre era apenas sobrina de Miguel
Primero y el hecho de no ser nieto del patriarca me confinaba en un
lugar secundario en la familia. Cuando avisté en el túmulo de los
envoltorios un bulto mediano con mi nombre inscrito en una tarjeta me
reduje a prever sin ocultar mi júbilo una manopla de beisbol. La
liviandad del paquete despertó mi suspicacia. Temí lo peor en esos
casos, que era por supuesto una prenda de vestir. No imaginaba, sin
embargo, que mi regalo pudiera limitarse a un chaleco.
Lo examiné con perpleja
desilusión, como si la falta de mangas acentuara el fraude. Quise
entregarle a mi madre ese objeto utilitario y trunco que me infamaba
doblemente, pero ella me instó a mostrarme agradecido. Con mi último
vestigio de amor propio me abstuve de protestar. A regañadientes me
aproximé a Miguel Primero y le di las gracias. Él, con una sonrisa
que me pareció ofensiva, afirmó que un hombre hecho y derecho
necesitaba ropa y no juguetes. Es probable que lo haya dicho sólo
con una mal administrada ironía que debió reservarle a una víctima
más madura. Yo lo escuché como un sarcasmo de innecesaria crueldad.
Me alejé de mi tío abuelo con
los ojos borrosos de lágrimas. Sin justificación alguna me mantuve
apartado también de Miguel Tercero. Incapaz de cobrarle el agravio
al patriarca volqué mi indignación en toda esa familia que, según
pensé ya en pleno melodrama, me trataba como a un advenedizo y
además se burlaba de mí. No me importó parecer caprichoso. Aunque
me humillaba que Miguel Primero se hubiera reído de mi pretensión
de ser adulto, busqué refugio con mi padre y con mi madre. Me fingí
exhausto, enfermo. Exageré el dolor de cabeza que ya era la única
secuela del vino en mi organismo. Me enterqué puerilmente hasta
obligarlos a despedirse. Cuando salí entre los dos, cargando mi
triste regalo, no sólo me prometí que olvidaría el diálogo
extraordinario que había entablado conmigo mismo por encima de
treinta y siete años de tiempo aún no transcurrido. También juré
olvidar todo lo demás que me había pasado en esa infortunada noche
en la que no valía la pena volver a pensar.
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