jueves, 2 de febrero de 2017

Richard Jenkyns Un paseo por la literatura de Grecia y Roma.


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LA GRECIA ARCAICA
 
A lo largo de la Antigüedad, la épica homérica gozó de una especial prominencia y autoridad. Los griegos no tenían textos sagrados en el sentido de un cuerpo de escrituras canónicas que requiriesen consentimiento. Esto dejaba un vacío para que otro tipo de textos asumiesen una autoridad cultural dirigente, y Homero ocupó dicho espacio. Estos poemas eran propiedad común de los griegos. Se le atribuye a Esquilo el haber dicho que sus obras no eran más que sobras del gran banquete de Homero. [ 64] La idea implícita en ello no es tanto que los argumentos de las tragedias estuviesen inspirados en Homero (en la mayoría de los casos no era así), sino que éste había proporcionado el modelo por el que podía representarse noblemente la experiencia humana. Como veremos, la primera vez que de verdad se escribió historia se consideró también, y con razón, como algo de carácter homérico. Es posible que el ejemplo de Homero fortaleciera el apego de los griegos por la mitología como fuente de literatura imaginativa. Pero desde el principio siempre hubo una faceta bastante diferente de poesía hexamétrica. Como sucede con la Ilíada, su primer representante, Hesíodo, es probablemente el heredero de una larga tradición de poesía que sólo es visible para nosotros en el momento en que se puso por escrito.
Hesíodo procedía de las agrestes montañas que formaban el extremo sur del territorio de Beocia, al noroeste del Ática, y estuvo activo en torno a 700 a. C. Dos de sus poemas están esencialmente incompletos: la Teogonía («Nacimiento de los dioses») y Los trabajos y los días. Pasar de Homero a Los trabajos y los días es intercambiar el pasado por el presente y el heroísmo por la dura lucha. Se trata de un poema didáctico, una ayuda para vivir. Los «días» al final de la obra son una lista de días de buena y mala suerte: el decimotercero del mes es un día malo [ 65] para sembrar, pero bueno para plantar; en el octavo hay que castrar a cerdos y ganado, y los mulos en el duodécimo. Se trata de una información útil. Los «trabajos» tienen mucho en común con la «literatura sapiencial» hallada en varias culturas del Oriente Próximo, y resulta harto familiar para nosotros por el libro de los Proverbios del Antiguo Testamento. Hay máximas que transmiten una sabiduría proverbial, a menudo expresada con mordacidad, y perlas de instrucción gnómica. Sáciate de vino cuando el tonel esté lleno (aconseja el poeta) y cuando esté acabándose, pero economiza cuando esté por la mitad. [ 66] También esto es útil, aconsejar al oyente la mejor manera de hacer tolerable la vida en condiciones difíciles.
Los trabajos y los días contiene también etiologías; es decir, historias de «así fue» que explican el origen de las cosas. De este modo, la historia de Prometeo [ 67] (narrada en su forma completa sólo en la Teogonía) explica de dónde vino el fuego y por qué los dioses apenas comen la carne tras un sacrificio. La historia de las edades [ 68] (los dioses crearon y después destruyeron, primero una raza de oro de hombres, luego de plata, después de bronce, y ahora estamos en la edad de hierro) es un mito «primitivista suave», es decir, un mito que supone que la humanidad ha perdido un paraíso original (como la historia del Jardín del Edén). Y Hesíodo añade otro elemento a la mezcla: a sí mismo. Nos da detalles acerca de su familia, sus experiencias y su forma de vida, y se convierte así en el primer individuo de Europa. Revela que su padre emigró desde Asia Menor a Beocia y que él vive en Ascra, [ 69] lugar que califica de «pueblo mísero, malo en invierno, duro en verano, nunca bueno». Dice también que nunca ha estado en el mar, [ 70] salvo una vez, cuando cruzó desde Áulide en Beocia hasta Calcis en la isla de Eubea, donde ganó un premio de poesía. Esto resulta irónicamente humorístico: Calcis está a menos de doscientos metros del continente. Algunas de sus advertencias morales van dirigidas en general a los poderosos, otras a su hermano Perses, con el que se ha peleado sobre una herencia. Todo esto es extraño, pero vívido, y da al poema un toque de individualidad.
El hosco sabor campesino de esta obra no significa que careza del elevado sentido del oficio del poeta épico. En la Teogonía cuenta cómo le visitaron las Musas [ 71] mientras cuidaba de sus ovejas en el monte Helicón, le dieron una vara y le insuflaron una voz divina. Este poema relata cómo la Tierra alumbró al Cielo, y la Noche dio a luz al Éter y al Día, cómo el Cielo yació con la Tierra y alumbró a Océano y a otros Titanes, y cómo el Cielo fue castrado por su hijo Cronos. De forma natural damos a la Teogonía la categoría de poesía y mitología, pero hay otro modo de considerar el asunto. El poema es un intento de explicar cómo surgió el mundo, qué leyes lo gobiernan y por qué la condición humana ha llegado a ser lo que es. Podemos ver aquí la prehistoria de la ciencia y del pensamiento griegos.
Los primeros pensadores griegos se conocen, con la inteligencia de la retrospectiva, como presocráticos, anteriores a Sócrates (469-399). Tales, el primero de todos (a comienzos del siglo VI), dijo que todas las cosas están llenas de dioses. ¿Es esto teología? Dijo que el agua es el inicio de todas las cosas. ¿Es esto física? Más adelante, en el siglo V, Empédocles dijo que el mundo es un equilibrio o conflicto entre Amor y Lucha (y convirtió estas fuerzas en los dioses Afrodita y Ares). Una vez más, nos resulta difícil encajar todo esto en nuestras categorías modernas. Homero fue a la vez poeta e historiador: ante todo solicita a las Musas, [ 72] cosa sorprendente, su arduo catálogo de la flota aquea que navegó hacia Troya, porque ellas tienen conocimiento y nosotros no sabemos nada. No obstante, el logro del pensamiento griego en los siglos VI y V fue el descubrimiento de las diferencias. Aprendieron que el hecho era diferente de la ficción, la historia del mito y las ciencias naturales de la filosofía. Éstas no son verdades tan obvias como nos parece. También aprendieron a separar las funciones del verso y de la prosa. Algunos de los presocráticos escribieron en prosa, pero otros utilizaron el verso, siendo Empédocles el último de ellos. Los fragmentos que se han conservado de él transmiten fuerza y energía.
La Ilíada y la Odisea siempre fueron únicas en cuanto a envergadura y calidad, pero en los siglos VII y VI aparecieron otras épicas acerca de héroes y acontecimientos heroicos: algunas tenían la mitad de la longitud de su equivalente homérico. Nos han llegado escasos restos. Sin embargo, se han conservado una serie de «himnos homéricos», llamados así porque fueron atribuidos al supuesto autor de la Ilíada y la Odisea. No son himnos en el sentido moderno del término, sino poemas en honor a los dioses y a las diosas, y normalmente narran algún episodio en el que estos intervienen. Varían en tamaño: de unos pocos versos a más de quinientos. La mayoría de autores de la Grecia arcaica, es decir, del período que abarca desde el siglo VIII hasta comienzos del siglo V, de los que casi nada sabemos, tan sólo existen en unos pocos fragmentos, y esta circunstancia nos obliga a tener en cuenta cómo han sobrevivido los textos clásicos.
Hasta la Antigüedad tardía la forma habitual de un libro era el rollo de papiro. La cantidad de escritura que cabía en un rollo sin que éste resultase imposible de manejar era limitada: en un texto poético parece ser que dos mil versos eran el máximo absoluto, y muchos libros de poesía constituyen la mitad de esto o menos. Por lo tanto, las obras más largas se dividían en libros (o cantos), que eran mucho más cortos de lo que la palabra «libro» nos sugiere. El libro tal como lo consideramos hoy en día, una secuencia de hojas encuadernadas —técnicamente un códice—, apareció por primera vez en torno al siglo I d. C. y poco a poco se fue convirtiendo en la forma dominante. En un mundo sin imprenta, los textos sólo se conservaban si se copiaban repetidamente. Gran parte de la literatura clásica que tenemos hoy ha llegado hasta nosotros a través de una tradición manuscrita, es decir, de uno o más manuscritos copiados de un manuscrito anterior en algún momento de la Edad Media. Todos estos manuscritos son copias de copias de copias, no tenemos ningún texto autográfico de ningún autor clásico. En algunos textos, el manuscrito más antiguo conservado fue escrito en el siglo IX, pero a menudo suelen fecharse algunos siglos después. En algunos casos muy raros los manuscritos son anteriores: así tenemos unos pocos manuscritos de Virgilio, siempre el más extensamente leído y admirado de los poetas latinos, fechados en los siglos V o VI, pero ninguno de ellos está completo. Algunos escribas hacen correcciones, pero todos los escribas cometen errores. Por consiguiente, los textos de todos los autores clásicos han sufrido cierto grado de distorsión. En consecuencia, decir que un texto conservado está completo es hacer una declaración aproximada, que no significa que tengamos absolutamente todas las palabras, puesto que el escriba no sólo puede haber escrito la palabra equivocada, sino que es posible que se hayan añadido o eliminado frases. En algunos casos se han perdido cincuenta líneas o más.
Las obras se conservaban sólo si las personas seguían queriendo leerlas. Algunos libros de historia muy aburridos han sobrevivido porque servían para enseñar y aprender. La poesía lírica griega pereció porque la gente perdió el interés. A pesar de ello, las pérdidas y las pervivencias podían ser fortuitas. La supervivencia de Homero y Virgilio era bastante probable porque eran parte de la educación de todo escolar, pero no siendo así incluso los mejores autores corrían el riesgo de desaparecer. De entre los poetas latinos del siglo I a. C., Lucrecio y Catulo se conservan, mientras que Galo y Vario han desaparecido, pero podía haber sido diferente porque estos autores fueron muy admirados en su tiempo. Todo nuestro conocimiento de Catulo, salvo un poema, procede de un manuscrito del siglo IX encontrado en el siglo XIV y copiado antes de que se extraviara de nuevo. El conocimiento que tenemos de Lucrecio viene de dos manuscritos del siglo IX que a su vez derivan de un manuscrito anterior perdido hace mucho tiempo. En el siglo VIII, un escriba empezó a copiar el Tiestes de Vario y después cambió de idea, destruyendo así nuestra posibilidad de leer la obra dramática más importante de la era augústea.
Hay vías por las que las palabras que no nos han llegado a través de la tradición manuscrita puedan sin embargo sobrevivir: tres en particular. Pueden ser citadas por otros autores, pueden haber sido inscritas en bronce o piedra o pueden hallarse en papiros. Los papiros, en su mayoría descubiertos en el Alto Egipto a partir del siglo XIX, han transformado nuestra percepción de algunos ámbitos de la literatura griega, entre ellos la poesía lírica y la comedia. A veces un papiro nos da un texto completo, pero la mayoría de las veces no son más que fragmentos literalmente hechos jirones, trozos con los bordes raídos o con agujeros. Estos accidentes tienen importantes consecuencias para la interpretación de la literatura clásica, porque limitan nuestra capacidad de ofrecer una historia equilibrada de la misma sea cual sea el período. El historiador romano Veleyo Patérculo, de la primera mitad del siglo I d. C., pensaba que Rabirio, [ 73] perdido para nosotros, era el mejor poeta augústeo después de Virgilio. ¿Estaríamos de acuerdo? Si Lucrecio hubiera perecido, no habríamos podido adivinar su grandeza o su influencia. Con Galo y Vario nos quedamos con la duda. Deberíamos guiarnos por el espíritu de Sócrates, que admitió que después de todo podría ser el más sabio de los hombres, [ 74] porque por lo menos sabía que no sabía nada, mientras que el resto ni siquiera sabía esto.
Además del hexámetro, a lo largo de toda la Antigüedad clásica se utilizó con frecuencia otra forma de poesía: la elegía. Para los griegos el género de la elegía quedaba definido sencillamente por su metro: era verso compuesto en dístico elegíaco, que consiste en una alternancia entre hexámetro y pentámetro. El hexámetro es como en Homero, pero el pentámetro es simétrico: toma el metro de los dos primeros pies y medio del hexámetro, y después lo repite. Los dos últimos pies son siempre dáctilos. Tennyson proporciona un ejemplo inglés de este dístico, medido a la manera griega por la cantidad, no por la sílaba tónica:
No-but a most burlesque barbarous experiment. [ *]
La estructura del dístico alentó a los poetas a pensar y a componer en bloques de dos versos, puesto que se acomodaba maravillosamente al epigrama y al verso que aspiraba a la nitidez y a la concisión, pero dada su comparativa inflexibilidad resulta sorprendente su gran popularidad a lo largo de la Antigüedad.
La palabra «elegía» acabaría asociándose en la tradición occidental a dos temas, amor y lamentación, pero desde un principio esta forma métrica se utilizó para muchos propósitos. Tirteo y Calino escribieron a mediados del siglo VII a. C. temas marciales, endureciendo el vigor de los jóvenes, y el estadista ateniense Solón (muerto en c. 560) la utilizó para sus declaraciones políticas. El cuerpo de elegías más extenso que ha sobrevivido se atribuye a Teognio (mediados del siglo VI), pero la mayor parte del mismo no es suya, por lo que ha tenido la desgracia de convertirse tanto en problema como en poeta. Otro autor de elegías del siglo VI es el irónico Jenófanes. Éste observó que los dioses de los germánicos tenían el cabello rubio, exactamente como ellos, y añadió que si los caballos tuvieran dioses tendrían su mismo aspecto. No se trata de escepticismo, sino más bien de un intento divertido pero serio de investigar la naturaleza de lo divino, de demostrar que la idea antropomórfica de los dioses no era más que una representación local de una realidad más profunda. Este autor está clasificado entre los presocráticos y, efectivamente, nos muestra cuán indivisibles podían ser en aquellos tiempos la poesía y la filosofía.
Los fragmentos más atractivos de la poesía elegíaca temprana proceden, a finales del siglo VII, de Mimnermo, en el que encontramos por primera vez una nota de voluptuoso pesimismo que de vez en cuando suena en la literatura europea posterior. Sería él quien proporcionara al símil de las hojas la triste cualidad que nos parece tan natural: somos como hojas que se abren al sol de la primavera, y como ellas nuestro tiempo es breve. La muerte viene rauda, o la vejez, y una vez superada nuestra plenitud es mejor morir que vivir. ¿Qué es la vida?, pregunta en otro poema, ¿qué es placentero sin la dorada Afrodita? Una vez terminado el amor oculto, los regalos y la cama, esas flores de juventud, ya se puede morir, porque la vejez es fastidiosa y despreciable. Incluso la naturaleza, desde su punto de vista, puede parecer lánguida: la tarea del Sol es trabajar todo el día y para él nunca hay descanso. A riesgo de anacronismo, uno puede imaginar en todo esto un toque del Eclesiastés y un toque de Oscar Wilde. Parece que algunos de sus poemas eran bastante diferentes de los que todavía podemos leer, pero el erudito poeta alejandrino Calímaco consideró, en el siglo III, que era más competente en poemas cortos que en los extensos.
Arquíloco (que murió c. 652) utilizó la poesía elegíaca para un epigrama en el que afirmaba que había abandonado su escudo en el campo de batalla; no importa, pronto tendría otro igual de bueno. Esto incumplía deliberadamente el código de honor. Arquíloco es el primer incordio de Europa: quizá fuera original en esto o quizá es el primer superviviente de una tradición más antigua de obstinación. No obstante, utilizó preferentemente metros basados en el troqueo (largo corto) y en el yambo (corto largo); el «yambo» se convertiría en un término para designar la poesía insolente. El más escabroso de los poetas impertinentes fue Hiponacte (finales del siglo VI), un ladrón obsceno y pendenciero que se decantó por el «yambo cojo» (coliambo), un verso en el que el espondeo sustituye al yambo en el último pie. Su nombre era el que más a menudo invocaban los posteriores poetas cuando querían ser ofensivos.
Arquíloco a menudo fue proveedor de sabiduría proverbial («Muchas cosas sabe el zorro, pero el erizo sabe una sola y grande»), y tenía buen ojo: su descripción de la isla de Tasos «como lomo de asno, coronada de agreste bosque» es la primera descripción, por lo que sabemos, que transmite el carácter individual de un paisaje identificado del mundo real. Fue famoso por sus insultos a un tal Licambo, quien supuestamente había ofrecido la mano de su hija Neobule a Arquíloco, y que después rompió su promesa. Sus poemas hablan de su actividad sexual y de la de otros con ella en términos harto explícitos; en un poema la rechaza con desprecio y seduce, en cambio, a su hermana. El fragmento más largo conservado de poesía yámbica arcaica es un ejercicio de misoginia de mediados del siglo VII de Semónides de Amorgos, en el que se comparan diferentes tipos de mujeres con diferentes animales (todos ellos desagradables, a excepción de la mujer equiparada a una abeja). No es muy divertido.
Para los griegos el término «lírico» tenía un significado más preciso que el que tiene para nosotros: la poesía lírica era poesía escrita para ser cantada. Había dos clases de poetas líricos: los monodistas, que escribían composiciones para cantarlas ellos mismos o alguna otra persona sola; y los que escribían para una representación coral. Estas dos clases se distinguían por la forma métrica. Los monodistas elegían sus estrofas de un repertorio de formas conocidas: el catálogo era amplio pero no ilimitado. Algunas de estas formas reciben el nombre de los poetas que más las usaron, y que muy probablemente inventaron: por ejemplo, las estrofas sáficas y alcaicas. El poeta coral, en cambio, inventaba una nueva estrofa para cada composición. Normalmente escribía una «estrofa» (literalmente un «turno»), seguida de una estrofa de respuesta (la «antistrofa») de idéntico metro (y presumiblemente utilizando el mismo tono); a continuación solía seguir un «epodo», de métrica distinta a la precedente. Este modelo podía repetirse una o más veces. Los dramaturgos griegos compusieron sus líricas corales bajo este mismo principio.
Los eruditos de Alejandría, que se convirtió en un centro de aprendizaje y de investigación en el siglo III, recopilaron las obras de aquellos a los que consideraban los nueve mejores poetas líricos, y crearon así un canon. El más antiguo de todos es Alcmán, que vivió y trabajó en la segunda mitad del siglo VII en Esparta, antes de que ésta hubiese desarrollado por completo el militarismo que la hizo famosa. Era especialmente conocido por las «canciones para vírgenes», compuestas para ser interpretadas por coros de mujeres jóvenes. Al parecer era habitual que estas composiciones contuvieran chanzas y bromas entre las doncellas, y una buena dosis de sentimiento homoerótico. Una de ellas incluye las palabras «… con deseo que afloja los miembros, y ella lanza miradas más ardientes que el sueño y la muerte». Esta es la primera vez en la literatura europea que el sexo se asocia a la muerte, una inesperada nota a lo Tristán en este lugar arcaico. En otra composición, en un contexto desconocido, fue el primero en expandir la falacia patética más allá de una palabra o expresión: «Ahora duermen las cumbres de los montes y los barrancos, las alturas y los torrentes», y añade bestias y abejas, los «monstruos del abismo del mar púrpura» y «las tribus de las aves de largas alas». También se conservan cuatro versos hexámetros en los que habla de sí mismo y se lamenta de su vejez diciéndoles a las vírgenes de melosa voz que sus miembros ya no lo sostienen en la danza. Ojalá fuera él aquel pájaro marino de azul oscuro que vuela con los alciones sobre la flor de la ola con un corazón valiente. Se han conservado más de cincuenta versos de una canción para vírgenes, aparentemente simples en cuanto a expresión pero notablemente difíciles de interpretar. A pesar de ello oímos una voz inconfundible aunque esquiva.
Los primeros monodistas de los que tenemos conocimiento, Safo y Alceo, procedían ambos de la isla de Lesbos. Ella nació en torno a 630, él quizá un poco después. La mayoría de monodistas interpretaban sus composiciones en el sumposion (en castellano «simposio»). La palabra significa «banquete en el que se bebe», y todas estas reuniones masculinas eran una importante institución social. Safo no podía asistir a ellas; sin embargo, parece que estaba en el centro de un círculo cambiante de mujeres jóvenes, en el que se podían expresar abiertamente los sentimientos homoeróticos. La vulnerabilidad es el estímulo de la poesía amorosa: el poeta tiene algo sobre lo que escribir precisamente cuando el amado es capaz de decir no. Los hombres griegos normalmente tenían relaciones sexuales con dos clases de mujeres: sus esposas, que obedecían, y las prostitutas, a las que pagaban. Por lo tanto, no es de extrañar que la mejor poesía amatoria griega sea homosexual, porque el muchacho ha de ser cortejado, y puede rechazar. El mejor de todos los poetas de amor era doblemente vulnerable, pues era mujer y homosexual: la muchacha no sólo puede decir no, sino que a su debido tiempo se marchará para casarse. De hecho, varios poemas de Safo tratan de la separación o de la ausencia.
Tenemos la suerte de que uno de sus poemas fundamentales haya sobrevivido completo. Y el hecho de que lo consideremos una suerte muestra lo escasos que son los restos de poesía lírica. Se trata de un himno o plegaria a Afrodita, aunque diferente de cualquier otro. Se dirige a la diosa de colorido trono, inmortal y tejedora de ardides: es una mezcla fascinante, remota, resplandeciente, pícara. En palabras sencillas, Safo le pide ayuda y recuerda su anterior visita, cuando vino de la casa de su padre en su carro de oro tirado por gorriones sobre la tierra negra. La poetisa recuerda aquella epifanía: «sonrientes tus labios inmortales» (un verso excepcionalmente bello en griego), la diosa se burla de ella: ¿qué te ocurre esta vez, Safo? Luego, con palabras que mecen suavemente como una nana, la consuela incondicionalmente: «Porque incluso si te rehúye, pronto habrá de buscarte; si no acepta regalos, pronto te los dará; si no ama, pronto habrá de amar aunque ella no lo quiera». El poema termina con una nueva súplica sincera y urgente de ayuda: que la libre de sus desvelos y que cumpla los anhelos de su corazón.
El himno convierte a Afrodita en un personaje de la historia de Safo, distante y a la vez íntimo. A través de Afrodita, Safo se ve a sí misma con otros ojos, con una especie de distanciamiento, como alguien que se enamora con bastante frecuencia. Sin embargo, esta objetividad se combina con la pasión. La ternura que aflora en el corazón del poema y su delicado humor no disminuyen su intensidad: el sufrimiento del amor se percibe vívidamente y se expresa con exquisitez con el lenguaje de la simplicidad, transparencia y fuerza. Tenemos el poema entero porque fue citado por Dionisio de Halicarnaso, un crítico del siglo I a. C.; lo admiraba sobre todo por la belleza del sonido y disposición de las palabras.
En otro poema Safo convoca a Afrodita a una cueva sagrada, con altares humeantes de incienso. Describe con hermosas frases el agua fría que discurre a través de las ramas de los manzanos, el lugar entero ensombrecido por las rosas y el sueño embrujado que desciende de las hojas relucientes: este es el lugar al que invita a la diosa para que vierta graciosamente en copas de oro el néctar mezclado con la celebración. Es una exquisita descripción de un escenario natural, pero a la vez misterioso. La evocación es vívida y borrosa. La realidad, el estado de ánimo y la abstracción se mezclan: el agua a través de los árboles, el duermevela del parpadeo del follaje, las flores que parecen oscurecerse en vez de brillar, una diosa que es divina pero también compañera e incluso, por lo que parece, sirvienta. Vista, sonido, aroma, santidad, vino y letargo se funden, y todo se produce con gran simplicidad y economía de medios.
Longino citó cuatro estrofas de un poema que probablemente tenía cinco para ilustrar la habilidad de Safo en captar detalles reveladores y aunarlos en un todo. «Aquel hombre me parece semejante a los dioses —le dice a una mujer cuyo nombre no revela—, que está sentado delante de ti y escucha atento tu dulce hablar y encantadora risa», y describe los síntomas que la afligen: su corazón palpita, no puede hablar, un delgado fuego fluye bajo su piel, tiembla y palidece más que la hierba. El lenguaje es controlado, pero la experiencia es físicamente directa. No hay análisis sino pura sensación sin mediación, y preguntarse si esto es amor o celos o ambas cosas es irrelevante.
Safo valora la experiencia particular y privada. Algunos, declara, dicen que un despliegue de caballería, de infantería o de barcos es la cosa más hermosa que hay sobre la negra tierra, «pero yo digo que es lo que uno ama». Su ejemplo es Helena, que no tuvo en cuenta ni hijos ni padres y abandonó a su marido, el mejor de los hombres, por Paris. Lo mismo piensa de Anactoria, que no está aquí: ella preferiría ver su adorable forma de caminar y el destello de su rostro antes que toda la panoplia de los lidios. Pero también había una parte pública en Safo, pues también era famosa por sus canciones de bodas, en lírica y hexámetros. Algunas de las primeras tienen un áspero sabor popular. De sus hexámetros tan sólo quedan dos símiles. «Como el Jacinto que, en el monte, el pastor pisa con el pie, y en la tierra la flor púrpura…»: posiblemente fuera una metáfora de la pérdida de la virginidad de la novia. En otro fragmento, la desposada es «como la manzana que, roja, se empina en la alta rama, en lo alto de la rama más alta, y que los recolectores olvidaron, no, no la olvidaron, sino que no pudieron llegar a ella». Esto es especialmente hermoso: la muchacha es enaltecida e inaccesible, pero ¿qué hace una manzana cuando está madura? Cae. Ambos símiles sugieren una tensión (¿en broma?, ¿en serio?) entre el gozo nupcial y el lamento por la virginidad perdida.
Hay algo especial en Safo que no es fácil de definir. Quizá deberíamos decir que hasta un límite insólito sus poemas son puramente poesía. La poesía de nivel verdaderamente alto suele ser también algo más: es poesía y drama, o poesía y filosofía, o poesía y teología, o propugna una cierta idea de moralidad, de sociedad o de la condición humana. Sin embargo, los versos de Safo parecen ser simplemente ellos mismos. La literatura por su naturaleza no puede ser un arte abstracto, pero si todo arte aspira a la condición de música, el de Safo aspira a ello con una insólita plenitud.
Safo y Alceo vivieron en la misma isla y escribieron en el mismo dialecto, y al parecer se admiraban mutuamente. Por lo tanto, a menudo se analizan juntos. No obstante, por las evidencias que tenemos, Alceo no parece ser rival para ella: los fragmentos que de él se han conservado muestran vigor y energía, pero no dan señales de grandeza. Quizá no hayamos tenido suerte con lo que nos han dado las arenas de Egipto. Cuando Horacio escribió su lírica latina en el siglo I a. C., utilizó la métrica alcaica más que cualquier otro metro lírico, tomó prestados algunos temas e ideas de Alceo, y le rindió debidos honores, pero es posible que el metro y los temas le gustaran no tanto por su valor original como por los nuevos propósitos a los que podía doblegarlos. A menos que aparezcan más papiros, la calidad de Alceo seguirá siendo dudosa.
El más grande de todos los poetas líricos fue Estesícoro (primera mitad del siglo VI), cuyas obras llevaron la épica narrativa a la métrica coral: su Gerioneida tenía unos mil trescientos versos y su Orestíada («Relato de Orestes») ocupaba dos libros. Estesícoro («Maestro del coro») puede que sea más un título que el nombre con el que nació, pero muchos dudan de que estas obras tan largas se pudieran haber cantado y bailado en coro. Quizá se utilizara una combinación de solo y coro. Se ha conservado más de la Gerioneida que de cualquier otro poema de Estesícoro: el personaje del título era un monstruo muerto a manos de Heracles, y los fragmentos que han sobrevivido muestran una sorprendente compasión por su funesto destino. A la madre de Gerión se le concede también un discurso de patética súplica. Longino calificó a Estesícoro [ 75] de «homérico», y el retórico romano Quintiliano se hizo eco [ 76] de este criterio, a pesar de que lo consideraba demasiado disperso.
Anacreonte (nacido c. 570) se haría famoso por un sencillo hedonismo, teñido de notas de humor y melancolía. En una fiesta le dice a un sirviente que mezcle diez partes de agua con cinco de vino «para que yo pueda divertirme sin desmesura». En otra ocasión le pide al esclavo que traiga vino, agua y guirnaldas «para que pueda boxear con amor». Parece que tuvo que lidiar mucho con el desengaño erótico. Le pregunta a una «potra tracia» por qué le mira de reojo y huye de él. Le dice a un «muchacho de mirada de doncella» que lo busca «pero no me escuchas; no sabes que de mi alma llevas las riendas». Está dolido con gran pesar porque un joven se ha cortado el pelo que cubría su tierna nuca. Puede ser vistosamente decorativo: Eros de cabellos de oro le arroja una pelota púrpura y le invita a jugar con una muchacha de hermosas sandalias. Pero ella (que proviene de Lesbos) rechaza sus cabellos porque son blancos y queda boquiabierta ante los de otros. El término «cabello» es femenino en griego, y el significado aparente es que ella admira cabelleras más jóvenes y oscuras, pero captamos también un doble sentido: va tras otra muchacha. Anacreonte conocía el efecto de deshacerse en dulzura: «A Cleóbulo yo quiero, por Cleóbulo enloquezco y a Cleóbulo vuelvo la mirada».
Otra composición, con el mismo ritmo ligero que empleaba, habla de la vejez y de la muerte: su cabeza es canosa, sus dientes viejos y poco tiempo le queda de la dulce vida. Teme a la muerte, porque la morada del Hades es estrecha, el descenso es penoso y «no es fácil que aquel que lo ha emprendido vuelva a subir». Aquí utiliza el poder del sobreentendido, y no volveremos a encontrar esta nota de sombría levedad en quinientos años, hasta Catulo. Ejemplifica lo que podría llamarse la característica de Mimnermo en la sensibilidad griega, una conciencia del esplendor y la brevedad de la vida, manejada con gracia. Siglos después otros poetas lo imitarían en la poesía conocida hoy como anacreóntica. Algunos poemas están bastante logrados, pero tienden a un mero preciosismo, y su modelo proporcionaba siempre algo más que esto.
«Eros, cual leñador, me ha herido con su potente hacha —escribió Anacreonte—, y me ha arrojado a las aguas furiosas del torrente». Esta forma metafórica parece haber sido más típica de Íbico (también del siglo VI). En una composición, Eros le lanza lánguidas miradas por debajo de sus oscuros párpados y lo empuja hacia la red de Afrodita, pero él tiembla como un viejo caballo de carreras uncido de nuevo al carro. En el mejor de sus fragmentos es elaboradamente figurativo. En primer lugar evoca «el jardín inviolado de las doncellas», donde en primavera florecen los membrillos y el fruto de las viñas se hincha bajo la sombra del follaje; «pero para mí el amor no duerme en ninguna estación». Al contrario, está azotado y marchito por el viento impetuoso mezclado con relámpagos. El jardín intacto aparecerá de nuevo como imagen de la virginidad en Hipólito de Eurípides.
En la primera mitad del siglo V, tres de los nueve poetas corales canónicos estaban en activo. El más antiguo era Simónides, que desarrolló su actividad desde finales del siglo VI hasta comienzos del V. La suya es también otra gran reputación que hoy resulta difícil de evaluar. Era famoso por sus epigramas elegíacos, pero aunque tenemos ejemplos de este género que se han conservado de su época, apenas hay nada que se le pueda atribuir con seguridad. Su fragmento lírico más memorable contiene las palabras que Dánae le dirige a su hijo Perseo, mitad lamento, mitad canción de cuna, mientras van a la deriva por el mar en un arca. «Hijo —le dice—, envuelto en mantas de púrpura… Duerme, mi niño, te lo pido. ¡Que duerma también el mar y nuestra inmensa desgracia!». El verso del sobrino de Simónides, Baquílides (c. 520c. 450), es fluido y agradable. En un poema dio una nueva vuelta de tuerca al símil de las hojas: Heracles en el inframundo ve «las almas de los desdichados mortales [ 77] junto a las corrientes del Cocito, como hojas que el viento por las cumbres fúlgidas del Ida criador de ovejas arremolina». Antes de encontrar a Baquílides en papiro, se pensaba que la aplicación del símil de las hojas a las almas de los muertos había sido idea de Virgilio, pero el poeta griego fue el primero, y este arremolinar en un contexto refulgente aporta una nueva intensidad visual.
Píndaro (c. 518-c. 445) tiene en común con Hesíodo su procedencia de Beocia, pero nada más, porque fue un celebrante tardío de los valores aristocráticos que infunden los poemas homéricos; es decir, la exaltación de hombres con cualidades excepcionales de cuerpo, mente y valor. Compuso muchos tipos de poemas, pero para nosotros su fama reside en las únicas obras de los poetas líricos que han sobrevivido en tradición manuscrita: sus odas o canciones de victoria, compuestas para coros y para ser cantadas en honor a los vencedores de las principales competiciones deportivas de Grecia. Tenemos cuarenta y cinco, conservadas en cuatro libros: odas olímpicas para los acontecimientos en los juegos olímpicos, odas píticas para los de Delfos (donde la sacerdotisa de Apolo se llamaba Pitia), nemeas para los de Nemea e ístmicas para los de Corinto (el Istmo). Con diferencia, la más larga de todas es la cuarta oda pítica, que dedica una buena parte al viaje de Jasón y los argonautas. Sin duda estaba en la mente de Gerard Manley Hopkins cuando escribió «El naufragio del Deutschland», basado en la narración de un viaje por mar. Este poema, con su osado lenguaje, su forma única de estrofa, y su energía rapsódica encuadrada dentro de una forma férreamente disciplinada, es quizá lo más cercano al espíritu de Píndaro que se pueda hallar en inglés (las «odas pindáricas» de los siglos XVII y XVIII no son muy parecidas).
Estas canciones eran poemas ocasionales, encargados por el vencedor o por su ciudad, y tenían que incluir la alabanza al ganador. Píndaro combina esto con la narración del mito y con una reflexión moral. Sus pasos de uno de estos temas al otro pueden ser repentinos e impredecibles. Hasta ahora, el lenguaje de la lírica había sido más bien claro y bastante simple, pero el estilo de Píndaro es denso y difícil, y su contenido mucho más denso y metafórico. Los griegos y romanos posteriores lo calificaron de voz profunda y poderosa, de inmenso; Horacio lo comparó [ 78] con un torrente montañoso burbujeante y rebosante por la lluvia. Longino agrupó a Píndaro [ 79] y Sófocles juntos en la categoría de hombres cuya fuerza lo incendia todo, aunque (añade) también pueden apagarse sin motivo alguno. Fue también considerado un ejemplo del estilo «austero» o «severo», término que parece indicar no austeridad de actitud (puesto que se deleita en cosas suntuosas), sino una mezcla de audacia, vigor y tono exaltado.
Píndaro podía ser elegante: el romance del joven dios Apolo y de la fortachona Cirene, narrado en la novena canción pítica, tiene un gran encanto. No obstante, como es habitual en él, su imaginación es grandiosa y espectacular. La séptima olímpica fue escrita para un boxeador de Rodas (el nombre en griego significa «rosa»). Relata cómo la isla, destinada a ser generosa con los hombres y rica en rebaños, antaño yacía en las profundidades del mar, pero después emergió de la humedad, y el Sol, padre de los rayos penetrantes, la poseyó. El Sol yació con Rosa (que ahora es una ninfa), y procreó hijos que se repartieron la tierra entre ellos. Aquí se mezclan el mito, la tierra, el sexo y la fertilidad. La primera pítica, escrita para Hierón, gobernante de Siracusa en Sicilia, empieza con una invocación al áurea lira: cuando Apolo toca, puede incluso adormecer al águila de Zeus, porque la música derrama una oscura nube sobre su curva cabeza y sella sus párpados, pero (un toque brillante) sus húmedas plumas ondean mientras dormita. Los dioses olímpicos están embelesados, pero sus enemigos sienten terror, como el monstruo Tifón, cautivo en Sicilia bajo el Etna, una montaña que es «todo el año nodriza de punzante hielo», pero que también vierte fuego y humo vomitados por el monstruo que hay en su interior. Aquí el mito y la naturaleza aparecen juntos, pero hay también una alegoría implícita del buen gobernante que reprime la violencia. Con ayuda de Zeus este hombre puede dirigir al pueblo hacia la «armónica paz» (sumphonos es la palabra que usa Píndaro, de la que se deriva nuestra «sinfonía»), y eso evoca el poder de la música al inicio del poema. Este es el modo en que conjuga Píndaro su disparatado material.
Su lenguaje, tan a menudo sonoro o voluptuoso, también puede ser sencillo. En la tercera pítica, con elocuente simplicidad, dice de una joven mujer en un mito que «ansiaba cosas ausentes; muchas han sufrido lo mismo». Aquí, a través de los sentimientos de una muchacha aparece una expresión intemporal de añoranza romántica. En la octava pítica, probablemente la última de sus odas, por un momento se hace llano y sombrío: «Seres de un día. ¿Qué es uno? ¿Qué no es? Sueño de una sombra es el hombre». En griego las dos preguntas son «¿ti de tis?, ¿ti d’ou tis?». Tis puede significar «quien» (como en «¿quién hizo esto?»), pero también «alguien» o «nadie». Ti es la forma neutra, «¿qué…?», o «algo» o «nada». De es una partícula, una de las diminutas palabras con las que el griego ajustaba el significado, a veces «y», a veces «pero», a veces ni siquiera eso, apenas traducible, un ligero cambio en el curso del pensamiento. Ou es «no». A partir de este material Píndaro ha creado algo ligero y sutil, como un sueño de una sombra. No necesita verbos: la traducción castellana ha utilizado «es» tres veces, pero el griego puede omitirlo y adelgazar todavía más la textura. La palabra única «seres de un día» (epameroi) parece no tener sintaxis alguna. Y el pensamiento ¿es nihilista? El poema continúa: «Pero cuando llega la gloria, regalo de los dioses, hay luz brillante entre los hombres y amable existencia». Aquí y en otros lugares combina el sentido de la brevedad y fragilidad de los asuntos humanos con la posibilidad de gloria. Esta idea de la grandeza y pequeñez del hombre puede recordar la visión trágica de la Ilíada, pero Píndaro mantiene también la esperanza de una serenidad que en la épica pertenece sólo a los dioses.
Los siglos VII y VI se han denominado «edad de la lírica» de Grecia, y es natural pensar que esta era llegó a su punto álgido y conclusión con Píndaro en la primera mitad del siglo V. No obstante, la mayor parte de la poesía lírica griega que podemos leer hoy todavía tenía que escribirse: inmersa en la tragedia y en la comedia. Entre los contemporáneos de Píndaro se encuentra el poeta lírico más grande de todos, originario de una ciudad que hasta entonces no había hecho nada digno de la atención del historiador literario. Su nombre era Esquilo, y la ciudad, Atenas.

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