martes, 13 de diciembre de 2016

EL GENIO DE LA BOTELLA. ROBERT LOUIS STEVENSON.


EL GENIO DE LA BOTELLA
ROBERT LOUIS STEVENSON
Había un nativo de Hawai, al que llamaré Kive; porque lo cierto es que todavía vive y se debe mantener oculta su iden-tidad; pero el lugar de su nacimiento no distaba mucho de Honaunau, donde en una caverna yacen los restos de Kive el Grande. Este hombre era pobre, valiente y enérgico; sabía leer y escribir como un dómine, y era, además, un excelente ma-rino que había navegado en los vapores de la isla y había sido timonel de un ballenero en la costa de Hamakúa. Finalmente Kive deseó ver mundo y visitar ciudades extranjeras y se em-barcó en un buque que iba a San Francisco.
Esta es una bella ciudad, con magnífico puerto y muchos habitantes, y en particular es destacable en ella una colina cubierta de palacios. Por esta colina iba Kive un día paseando, con bastante oro en los bolsillos, admirando embelesado los bellos edificios que se alzaban en ambos lados de la calle. «¡Qué casas más bonitas y qué felices deben ser las gentes que las habitan que no se inquietaban por la mañana». Así pensaba cuando llegó frente a una casa más pequeña que las otras, pero limpia y linda como un juguete; la escalinata brillaba como plata, y los bojes del jardín estaban cuajados de flores, como las guirnaldas; y las ventanas resplandecían como diamantes; Kive se paró y admiró extasiado aspecto tan sorprendente. Y así se dio cuenta de que por una de las ventanas le miraba un hom-bre, y aun a través de la ventana Kive le distinguía tan clara-mente como se percibe un pez en las límpidas aguas de un lago. El hombre era ya mayor, calvo y de barba negra; su ros-tro demostraba amargo pesar, y suspiraba profundamente. Y la verdad es que mirando Kive al hombre, y el hombre a Kive ambos se tenían envidia.
De repente, el hombre sonrió, inclinó la cabeza, hizo un gesto a Kive para que entrase y salió a su encuentro a la puer-ta de la casa.
-Esta linda casa -dijo suspirando- es una de las mías. ¿Quiere usted ver las habitaciones?
Llevó a Kive desde el sótano hasta el tejado y nada había allí que no fuese perfectísimo en su género, por lo que se ma-ravilló Kive en grado sumo.
-En verdad -dijo éste- es una casa hermosa; si yo vi-viese en ella, todo el día me lo pasaría riendo. ¿Cómo es que usted suspira tanto?
-No veo ningún motivo para que usted quiere no pue-da usted tener una casa parecida a ésta, y aún más bella. ¿Tiene usted algún dinero, verdad?
-Cincuenta dólares -respondió Kive-. Pero una casa así costará mucho más.
El hombre hizo un cálculo y dijo:
-Siento que no tenga usted más, porque eso le podrá traer, algún problema en futuro; pero se la dejo por cincuenta dólares.
-¿La casa? -preguntó Kive.
-No -replicó el hombre-, la casa no, la botella. Porque debo decirle que aunque le parezca tan rico y afortunado, toda mi fortuna, mi casa y su jardín, salieron de una botella no mucho mayor que una pinta. Ésta es.
Y abrió un armarito y sacó una botella ancha y de cuello largo, de un cristal blanco como la leche, con matices irisados. En su interior se movía oscuramente algo, como una sombra y un fuego.
-Esta es la botella -dijo el hombre. Y viendo que Kive se reía añadió:
-¿No me cree usted? Pruebe usted mismo, pruebe a ver si la rompe.
Kive cogió la botella y la lanzó repetidas veces contra el suelo, hasta agotarse; la botella botaba como una pelota goma, sin romperse.
-Es raro -decía Kive- pues por el tacto y por el aspecto parece cristal.
-Es de cristal -repitió el hombre suspirando más amargamente que nunca-; pero ese cristal está templado en el fuego del infierno. En ella vive un genio, y es la sombra que vemos moverse; por lo menos así lo supongo. El que compre esta botella tendrá al genio bajo su imperio; todo cuanto desee: amor, fama, dinero, casas como esta casa, o una ciudad como ésta, todo esto es suyo en cuanto pronuncie una palabra. Na-poleón tenía su botella, y por ella logró ser rey del mundo; pero al fin la vendió y fracasó. El capitán Cook tenía su botella y por su medio pudo descubrir tanta isla ignota; pero también la vendió y le degollaron en Hawai. Porque en cuanto se la vende, se pierde el poder y la protección del genio; y si el hombre no está contento con lo que posee, le acontecerá mal. -¿Y con todo eso, quiere usted venderla?
-Tengo cuanto quiero y me hago viejo -replicó el hombre-. Hay una cosa que el genio no puede hacer: pro-longar la vida; y, además, la botella tiene un inconveniente, que no sería justo ocultárselo a usted: si el que la posee mue-re sin venderla, arderá para siempre en el infierno.
-¡Córcholis! -exclamó Kive-. Verdaderamente es un inconveniente y gordo. No quiero ese chisme; puedo pasar sin casa, gracias a Dios; pero lo que es condenarme, eso sí que no me conviene.
-Amigo mío, no se precipite usted -respondió el hom-bre.
Lo conveniente es usar moderadamente el poder del genio, y después vender la botella a otro, como yo a usted, y terminar luego su vida de manera tranquila.
-Pero observo dos cosas -repuso Kive-. Primera, que no hace usted más que suspirar como mujer enamorada; y segunda, que me vende la botella muy barata.
-Ya le he dicho por qué suspiro -dijo el hombre-. Es porque temo que mi salud se resiente; y, como dice usted mismo, morir e ir al infierno es muy duro para cualquiera. En cuanto a lo barato de la venta, debo comunicarle una parti-cularidad acerca de la botella. Hace mucho tiempo, cuando por primera vez la trajo el demonio a le Tierra, fue muy cara y antes que nadie la compró el Preste Juan por muchos millones de dólares; pero no se puede vender sino con pérdida. Si la vende usted en cuanto le ha costado, se vuelve otra vez a usted como un palomo al palomar. De aquí se sigue que el precio ha tenido que ir bajando en tantos siglos y que la botella sea ahora tan barata. Yo mismo la compré aquí de uno de mis grandes vecinos en esta colina y sólo pagué por ella noventa dólares. La podría vender por ochenta y nueve dólares y noventa y nueve centavos; pero ni un céntimo más cara, porque regresaría a mi poder. Además hay otros dos inconvenientes: primero, que el ofrecer una botella tan singular por ochenta y tantos dólares la gente cree que uno está de broma; y segundo -pero esto no corre prisa y no necesito entrar en ello-, únicamente tenga usted presente que el dinero debe ser en metálico, no papel.
-¿Cómo puedo saber que no me engaña? -preguntó Kive. -Parte de ello lo puede usted comprobar ahora mismo -replicó el hombre-. Déme usted sus cincuenta dólares, tome la botella y desee tenerlos otra vez en su bolsillo. Si eso no acontece, le doy palabra de honor que desharé el trato y le devolveré su dinero.
-¿No me miente usted? -preguntó Kive. El hombre juró que no.
-Pues entonces probaré -dijo Kive- porque eso no me puede perjudicar en nada.
Pagó al hombre el dinero, y aquél le entregó la botella. -Genio de la botella -dijo Kive- quiero tener otra vez mis cincuenta dólares.
Y apenas hubo pronunciado la palabra cuando notó lleno el bolsillo.
-En verdad que es una botella mágica -dijo Kive. -Pues, buenos días -respondió el hombre- mi buen amigo y el diablo queda con usted en vez de conmigo.
-Eh, eh -respondió Kive-, nada de eso. Aquí tiene usted su botella. Tómela.
-Nada de eso, amiguito -respondió el hombre frotán-dose las manos-; la ha comprado usted por menos de lo que yo pagué por ella. Ahora es suya y no quiero verle a usted más por aquí.
Y diciendo así llamó a su criado chino e hizo que echase a Kive de la casa.
Cuando Kive se vio en la calle con la botella bajo el brazo, comenzó a pensar: todo cuanto ese hombre me ha dicho acerca de la botella es verdad tal vez no he hecho mal negocio. Pero probablemente ese hombre se rió de mí. Lo primero que hizo fue contar el dinero; la suma era exacta: cuarenta y nueve dólares americanos y una pieza chilena. «Esto es verdad -se dijo Kive- ahora probaré otra cosa».
Las calles en aquella parte de la ciudad estaban tan limpias como el puente de un buque y aunque era mediodía no había transeúntes. Kive dejó la botella en el suelo y echó a andar. Miró atrás en dos ocasiones, y allí estaba la botella anchi-panzona, donde él la dejó. Miró atrás nuevamente y dobló una esquina; pero apenas lo hizo, cuando sintió algo que le daba en el codo; y vio que era el largo cuello de la botella. La botella se le había metido en el bolsillo de su levita de piloto.
-Pues esto también parece verdad -se dijo Kive.
Luego compró un sacacorchos en una tienda y se retiró a un lugar apartado del campo. Pero cuantas veces introdujo el sacacorchos, otras tantas lo vio fuera en seguida y el corcho tan entero como siempre.
-Este corcho es de un material especial -se dijo; y en seguida comenzó a temblar y a sudar, porque tenía miedo de la botella.
De camino al puerto vio una tienda donde un hombre vendía conchas y macanas de las islas Caribes, ídolos antiguos, monedas antiguas, pinturas chinas y japonesas y todas esas baratijas que guardan los marineros en su baúl de viaje. Se le ocurrió una idea, y fue a la tienda y ofreció la botella por cien dólares. El tendero se rió primero y le ofreció cinco; pero en verdad era una botella rara: cristal como aquel no lo fundieron nunca los hombres, tan bellos eran los matices bajo el blanco lechoso y tan extrañamente giraba la sombra del interior; así es que después de haber discutido con el tendero sobre el precio, recibió de éste sesenta dólares de plata, y el tendero puso la botella encima de un anaquel en el centro de su escaparate.
-Bueno -se dijo Kive-, he vendido por sesenta lo que yo compré por cincuenta; a decir verdad, un poco menos, porque uno de mis dólares era chileno. Ahora sabré la verdad respecto de otra cosa.
Así es que embarcó en su nave, y cuando abrió su cofre, allí estaba la botella que había vuelto más de prisa que él mismo. Kive tenía a bordo un compañero cuyo nombre era Lopaka.
-¿Qué tienes -le dijo Lopaka- que miras alucinado tu baúl?
Los dos hombres estaban solos en el castillo de proa, y Kive, pidiéndole le guardase secreto, se lo explicó todo. -Es una situación muy peculiar -dijo Lopaka- y me temo que esta botella te dará muchos problemas. Pero hay una cosa bien sencilla en todo esto: estás seguro de lo molesta que te es la posesión de esa botella; pues bien, decídete: pídele lo que quieras, y si te cumple tu deseo, yo mismo te la compra-ré, porque tengo la idea de adquirir un bergantín y dedicarme al tráfico entre las islas.
-Esa no es mi idea -dijo Kive-; yo deseo tener una casa con jardín en la costa de Kona, donde yo nací, con el sol que la alegre, flores en el jardín, cristaleras en las ventanas, cuadros en las paredes y bibelots y hermosos tapetes en las mesas, en todo semejante a la casa en que he estado hoy; sólo que un piso más arriba, y con miradores en torno de ella como el palacio del rey; y vivir en ella sin cuidados y divertirme y disfrutar con mis paisanos y parientes.
-Bueno -dijo Lopaka-; la llevaremos con nosotros a Hawai; y si todo sale bien, como supones, te compraré la bo-tella, como digo y pediré un bergantín.
Convinieron en ello, y no pasó mucho sin que el bergantín llegase a Honolulu, con Kive, Lopaka y la botella. Apenas saltaron a la playa, cuando encontraron en ella a un amigo que empezó a compadecerse de Kive.
-No sé de qué me has de dar el pésame -dijo Kive.
-¿Es posible -respondió el amigo- que no hayas oído que tu tío, aquel buen anciano, ha muerto y que tu primo, aquel muchacho tan hermoso, se ahogó en el mar?
Kive se llenó de dolor, y empezando a llorar y lamentarse, se olvidó de la botella. Pero Lopaka pensaba en sí mismo y cuando el dolor de Kive remitió un poco, le dijo:
-He estado pensando en que tu tío tenía tierras en Hawai, en el distrito de Kaú, ¿verdad?
-No, en Kaú no -respondió Kive-; no; están en la montaña, un poco al sur de Húkena.
-¿Esas tierras serán ahora de tu propiedad? -preguntó Lopaka -respondió Kive, y empezó de nuevo a lamentarse por sus familiares fallecidos.
-¡Bah!, no te lamentes ahora -dijo Lopaka-. ¿No ha podido eso ser obra de la botella? Porque ese es un lugar ade-cuado para tu casa.
-Sí es así -gritó Kive-, es mala manera esa de servirme, matando a mis parientes. Pero sí que será; porque, realmente, con los ojos de mi fantasía me imaginé la casa en ese sitio.
-No obstante -respondió Lopaka- la casa no está aún construida.
-¡No, seguramente no! -replicó Kive-; porque aunque mi tío tenía algo de café, ava y bananas no llegará apenas para pasarlo holgadamente; y lo demás de aquella tierra es lava negra.
-Vayamos al notario -dijo Lopaka-; tengo aún esta idea en mi cabeza.
Cuando llegaron a casa del notario se enteraron que el tío de Kive se había hecho muy rico en los últimos días y que había dejado fondos en metálico.
-¡Pues ése es el dinero para la casa! -exclamó Lopaka.
-Si piensa usted hacer construir una casa nueva -dijo el notario -le daré esta tarjeta de un nuevo arquitecto del cual me cuentan maravillas.
-¡Mejor que mejor! -dijo Lopaka-. El camino se nos allana de tal manera que sólo hemos de obedecer a lo que se nos indica.
Fueron a casa del arquitecto, el cual tenía sobre la mesa varios dibujos de casas.
-Usted desea algo diferente -dijo el arquitecto, y alargó un dibujo a Kive, añadiendo-: ¿Qué le parece ésta?
Cuando Kive miró el dibujo, dio un grito porque la casa estaba trazada tal cual la soñó su fantasía.
-Me encanta esa casa -se dijo para sí- y a pesar de la forma como la obtengo me agrada y la recibiré gustoso aunque con ella puedo recibir el bien junto con el mal.
Dijo pues al arquitecto lo que deseaba, cómo quería amueblar la casa, los cuadros de los muros y las chucherías y tapetes de las mesas; y le preguntó sencillamente qué cantidad quería por la obra así completa.
El arquitecto le hizo muchas preguntas, tomó el lápiz y trazó unas cifras; y cuando hubo terminado el cálculo leyó en voz alta el total, que era una suma igual a la cantidad que Kive había recibido.
Lopaka y Kive se miraron uno a otro inteligentemente. -Eso está claro -pensó Kive- que he de tener esa casa quieras o no. Viene del demonio y creo que eso me hará poco bien; pero de lo que estoy seguro es de que mientras posea esta botella no le pediré otro deseo. Mas con la casa ya estoy arre-glado y tanto puede serme para bien como para mal.
Se puso de acuerdo con el arquitecto y firmaron un con-trato; y Kive y Lopaka se embarcaron en dirección a Australia; pues acordaron entre sí no intervenir para nada, y dejar al ar-quitecto y al genio de la botella, adornar la casa a su gusto.
El viaje fue bueno, sólo que Kive estuvo siempre con el corazón encogido, porque se había jurado no expresar más deseos y no recibir más favores del demonio. El viaje se acabó y cuando volvieron les dijo el arquitecto que la casa estaba terminada; Kive y Lopaka tomaron pasaje en el Hall para ir a Kona y visitar la casa y ver si todo se había hecho según la idea de Kive.
La casa estaba en la ladera de una montaña visible a los bu-ques. Sobre ella ascendían los bosques hasta confundirse con las pluviosas nubes; debajo la negra lava se rompía en rocas, donde en profundas cavernas, yacían sepultados los reyes de la anti-güedad. En torno de la casa florecía un jardín en todo su es-plendor; y a un lado había una huerta de papaja y en el otro un huerto de árboles de pan, y enfrente hada el mar se elevaba un mástil de buque en el que flameaba una bandera. La casa tenía tres pisos de alto, con grandes cámaras y amplias galerías en cada uno. Las ventanas eran de cristal tan claro como el agua, y tan esplendente como el sol. Las habitaciones estaban llenas de toda clase de muebles. En dorados marcos pendían cuadros de las paredes: marinas, batallas, paisajes hermosísimos de los sitios más singulares; en ningún paraje del mundo se encontra-rían cuadros de color tan vivo como los que Kive encontró en los muros de su casa. En cuanto a los adornos y chucherías eran delicadísimos; relojes de campana y cajas de música, hombre-cillos que inclinaban la cabeza, álbumes de vistas, armas valiosas de todas las partes del mundo y los rompecabezas más elegantes para entretener los ocios de un hombre solitario. Y como si na-die fuese a vivir en tales habitaciones, y fuesen solamente para pasar por ellas y contemplarlas, las galerías, eran tan anchas que todo un pueblo podía vivir en ellas holgadamente; y Kive no sabía cuál preferir: si la de atrás, donde se gozaba de la brisa de tierra y que miraba a los huertos y jardines, o la de enfrente donde se aspiraba el aire del mar y que dominaba la pendiente de la montaña y desde la que se veía el Hall ir cada semana o cosa así de Húkena a las colinas de Pele, o a los bergantines que se acercaban a la costa por maderas, kaya y bananas.
Cuando Kive y Lopaka lo hubieron visitado todo, se sen-taron en el pórtico.
-Bien, ¿es esto todo cuanto imaginaste? -preguntó Lo-paka.
-Las palabras no pueden expresarle -respondió Kive-. Es mejor de lo que soñaba, y no quepo en mí de satisfacción.
-Sólo queda una cosa por considerar -dijo Lopaka-. Todo esto puede ser muy natural, y tal vez el genio de la bo-tella no tenga nada que ver con ello. De modo que si yo te compro la botella y me quedo sin bergantín, habré perdido tontamente mi dinero. Ya sé que te he dado mi palabra; pero con todo creo que no me negarás otra prueba.
-He prometido no pedir más deseos al genio -dijo Kive-; bastante tengo ya.
-No intento que le pidas nada -replicó Lopaka-. Sólo deseo ver al genio en persona. Con esto no se gana nada ni se pierde; y no obstante, si le viese una sola vez, creo que me convencería de que todo es cierto. De modo que concédeme lo que te pido y haz que le vea; después, mira el dinero que tengo en la mano, te compraré la botella.
-Me temo una cosa -respondió Kive-: tal vez el genio sea de horrible aspecto y si le ves puede que ya no tengas ganas de la botella.
-Soy hombre de palabra -respondió Lopaka-. Aquí está el dinero.
-Muy bien -dijo Kive- yo mismo tengo también cu-riosidad. De modo que, señor Genio, déjese ver un poco. Apenas se habían pronunciado aquellas palabras cuando el genio salió de la botella y se volvió a meter en ella tan ligero como un lagarto; y Kive y Lopaka se quedaron sentados pe-trificados de espanto. La noche llegó antes de que ninguno de ellos concibiese un pensamiento o pudiese articular palabra; y después Lopaka entregó el dinero y tomó la botella.
-Soy hombre de palabra -dijo- y de lo contrario no tocaría esta botella ni con el pie. Bueno, obtendré mi bergantín y un dólar o dos para mi bolsillo y después me desharé de este demonio tan pronto como pueda, porque si te he de decir la verdad, su solo aspecto me ha petrificado.
-Lopaka -dijo Kive-, te ruego pienses de mí lo me-nos mal que puedas: sé que es de noche, malos los caminos, y que al pasar junto a las tumbas a estas horas no es agradable; pero te digo que desde que he visto ese rostro diminuto no , podré ni comer ni dormir ni orar hasta que esté lejos de mí. De modo que te daré una linterna, un cesto para poner la botella y cualquier cuadro o maravilla que te guste de cuantas hay en la casa y... vete enseguida, vete a dormir en Húkena o en Nahinu.
-Kive -replicó Lopaka-, muchos llevarían esto a mal, sobre todo cuando me he portado contigo tan amigablemen-te que he guardado mi palabra y comprado la botella; y por eso, la noche y las tinieblas y el camino hacia el cementerio, deben ser diez veces más peligrosos para un hombre que tiene tal pecado sobre su conciencia y tal botella bajo su brazo. Pero estoy tan asustado que no puedo vituperarte. Me marcho pues y ruego a Dios que seas dichoso en tu casa y yo afortunado con mi bergantín, y que ambos vayamos finalmente al cielo a despecho del demonio y de su botella.
Marchó pues Lopah montaña abajo, y Kive permaneció de pie en el mirador de la fachada, oyendo las pisadas del caballo y viendo el resplandor de la linterna que iluminaba el sendero que bajaba junto a las grutas donde yacían sepultados los an-tiguos muertos; y todo el tiempo estuvo temblando, crispadas las manos y rezando por su amigo y dando gracias a Dios por haberle permitido a él escapar de aquel peligro.
Pero el día siguiente amaneció tan espléndido y en su cla-ridad apareció la nueva casa tan deliciosa de contemplar, que Kive se olvidó de sus terrores. Los días pasaban y Kive vivía en perpetuo gozo. Tenía su habitación en la parte de atrás: allí comía y moraba y leía novelas y los periódicos de Honolulu; y cuando cualquiera pasaba cerca de la casa había de pasar para visitar las cámaras y admirar los cuadros. De modo que se extendió muy lejos la fama de la casa y se la llamaba Kabate Nui (la Gran Casa) en toda Kona; y a veces la «Casa Brillante», porque Kive tenía un criado chino que estaba todo el día quitando el polvo y limpiando; y el cristal y los dorados y los tapetes preciosos y los cuadros, resplandecían como el sol. Kive mismo no sabía andar por la estancia sin cantar, sin-tiendo su corazón tan ensanchado; y cuando aparecía un bu-que en el mar, él izaba su bandera en el mástil.
Así pasó el tiempo hasta que un día fue Kive a hacer una visita a un amigo suyo que vivía en Kailúa. Le agasajaron mucho, y al día siguiente partió en cuanto pudo, temprano, y se apresuró en su camino, porque tenía prisa de ver su hermosa casa; y, además, la noche que se acercaba era la noche en que los muertos antiguos salen de sus cavernas en las laderas de Kona; y habiéndoselas visto ya con el demonio no tenía el menor deseo de toparse con los difuntos. Un poco más allá de Honaunau, mirando a lo lejos, distinguió a una mujer que se bañaba en la orilla del mar y parecía una muchacha muy rolliza; cuando llegó frente a ésta, ella había terminado ya su tocado y apartándose del mar envuelta en su bata encarnada estaba de pie al lado del sendero, muy fresca con el baño y sus ojos brillaban amables. Apenas la vio Kive cuando se detuvo diciéndole:
-Yo me imaginaba conocer a toda la gente de este país; ¿cómo es que no la conozco a usted?
-Soy Kokúa, hija de Kiano -dijo la joven- y acabo de llegar de Oaku. ¿Quién es usted?
-Pronto se lo diré -respondió Kive apeándose del caba-llo-; pero ahora no. Porque yo tengo un pensamiento, y si usted supiese quien soy yo, podría ser que hubiese ya oído hablar de mí, y no me diría la verdad. Pero dígame ante todo una cosa: ¿es usted casada?
Al oírlo, Kokúa prorrumpió en una gran carcajada, di-ciendo:
-¿También pregunta usted? Pues dígame, ¿está usted ca-sado?
-No -replicó Kive- y nunca pensé en serio hasta este momento, pues ésta es la verdad. La he encontrado a usted junto al camino y he visto sus ojos semejantes a estrellas y mi corazón se fue hacia usted con la ligereza de un pájaro a su nido. De modo que si usted no quiere nada de mí, dígalo y me retiraré a mi casa. Pero si no me encuentra usted peor que a otro joven, dígalo también, y esta noche iré a casa de su padre y mañana hablaré con él.
Kokúa nada dijo, pero miró el mar y se rió.
-Kokúa -dijo Kive-; quien calla otorga; vayamos pues a casa de su padre.
Ella echó a andar ante él, sin decir palabra; sólo a veces miraba hacia atrás una y otra vez, y mantenía sujetas con los dientes las cintas de su sombrero.
Cuando llegaban a la puerta, Kiano salió al balcón y salu-dó a Kive por su nombre dándole la bienvenida. Entonces la joven lo miró detenidamente, porque hasta ella había llegado la fama de la gran casa, y ésta era sin duda una gran tentación. Aquella velada la pasaron muy divertidos; y la muchacha, a los mismos, ojos de sus padres, se mostró osada y se burló de Kive, pues ella tenía un ingenio vivo. Al día siguiente dijo unas pa-labras a Kiano, y habló luego a solas con la joven.
-Kokúa -le dijo-, toda la velada te mofaste de mí; y aún hay tiempo de decirme que me retire. Yo no te quería decir quién era, porque como tengo una casa tan hermosa, temía que estimases en mucho a ésta y en poco al hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no me quieres ver más, dímelo y me marcharé inmediatamente.
-No -respondió Kokúa; pero esta vez no se rió, ni pre-guntó más a Kive.
Este fue el noviazgo de Kive; las cosas habían ido de prisa, pero también van de prisa las flechas y más de prisa aún las balas y con todo pueden dar en el blanco. Las cosas habían ido de prisa, pero habían ido también lejos, y el pensamiento de Kive halló acogida en la mente de la doncella; oía su voz entre el rumor de las olas que se rompían contra las rocas de lava, y
por aquel joven a quien sólo había visto dos veces estaba dis-puesta a dejar padre y madre y la tierra de su nacimiento. Kive marchó al galope de su caballo ascendiendo por el sendero de la montaña rodeado en ambos lados de sepulcros, y el sonido de las pezuñas del bruto y el canto de Kive rebo-sante de placer repercutían en las cavernas de los muertos. Llegó a la Casa Brillante y cantaba aún. Se sentó y comió en el amplio mirador y el chino se admiraba de ver a su amo cantar entre bocado y bocado. Se puso el sol en el marino horizonte y se hizo de noche, y Kive se paseo por sus galerías, iluminadas con lámparas eléctricas, cantando y despertando con su canto a los marineros que dormían en los barcos.
-Aquí estoy -se decía- en mi alto lugar. La vida no puede ser más buena; ésta es la cumbre de la montaña; y nada hay en torno mío más dichoso que yo. Por primera vez ilu-minaré las cámaras y me bañaré en mi hermoso baño con agua caliente y fría, y dormiré solo en el lecho de mi cámara nup-cial.
Mandó al chino que se levantase y encendiese los hornos; y el chino mientras trabajaba abajo junto a las calderas oía a su amo cantar y regocijarse arriba en los iluminados aposentos. Cuando el agua empezó a estar caliente el chino advirtió a su amo, el cual fue al cuarto de baño; y el chino le oía cantar mientras él llenaba la bañera de mármol; y cantar y cantar a voz en cuello mientras se desnudaba; hasta que, de pronto, la canción cesó. El chino escuchó y escuchó; subió y preguntó desde fuera a Kive si todo iba bien y Kive le respondió que sí y le mandó que se retirase a dormir; pero ya no se oyeron más cantos en la Casa Brillante; y durante toda la noche el chino oyó a su amo ir y venir por las galerías sin descanso.
Ahora bien, la razón de esto era la siguiente: mientras Kive se desnudaba para bañarse apercibió en su cuerpo una mancha semejante a la del líquen sobre la rosa, y esto le hizo cesar en sus cantos; porque él conocía bien lo que significaba aquella mancha y comprendió que estaba atacado de lepra.
Para cualquier hombre, esa enfermedad es terrible; y para cualquiera sería triste dejar una casa tan hermosa y cómoda y despedirse de todos sus amigos para ir a la costa norte de Molokai para vivir entre arrecifes y rompientes. ¿Pero qué se-ría para Kive que el día anterior se había enamorado y que aquel mismo día por la mañana había conseguido el consen-timiento de su amada, y que veía ahora fallidas todas sus es-peranzas y rotas en un momento, como se destroza un objeto de vidrio?
Durante un rato estuvo sentado en el borde del baño; después saltó dando un grito y salió afuera corriendo y andu-vo de acá para allá por las galerías desesperado.
«De buen grado podría yo dejar Hawai, la patria de mis padres -pensaba Kive-. Sin gran pesadumbre podría abandonar mi casa, la alta, la de muchas ventanas, aquí en la cumbre de la montaña. Con valor me iría a Molokai, a Ka-laupapa, cerca de los arrecifes, a dormir entre los afligidos, lejos de mis padres. ¿Pero qué mal he hecho, qué pecado pesa sobre mí alma para que haya encontrado yo a Kokúa saliendo fresca del agua del mar al atardecer? ¡Kokúa, la encantadora! ¡Kokúa, la luz de mi vida! ¡Que nunca me haya de unir a ella, que no la haya de ver más! ¡Y que por ti, por ti, Kokúa, haya yo de la-mentarme así!
Con esto se ve qué clase de hombre era Kive; porque du-rante años podría vivir en la Casa Brillante sin que nadie se diese cuenta de su enfermedad; pero ante el pensamiento de perder a Kokúa no podía razonar de aquel modo. Y además, aun como estaba se podía casar con Kokúa como muchos lo habrían hecho, pero Kive amaba a la doncella virilmente y no quería hacerle daño ni ponerla en peligro.
Pasada un poco la media noche se acordó de la botella. Dio la vuelta yendo a la galería de atrás y trajo a su memoria el día en que el demonio le había mirado saliendo de la botella; y, al solo recuerdo, se le heló el cuerpo.
-Terrible cosa es la botella -pensó Kive-, y temible el genio y temible cosa es también el arriesgarse al peligro de caer en las llamas del infierno. Pero ¿qué otra esperanza tengo yo de curar de mi enfermedad o de casarme con Kokúa? ¿Cómo -pensó- me habré atrevido a hacerle frente una vez para tener una casa y me espantaré de tratar otra vez con él para ganar a Kokúa?
Entonces se acordó de que al día siguiente volvía el Hall de Honolulu. «Debo ir, se dijo, y ver a Lopaka. Porque la única esperanza que tengo es recuperar la botella de la que tan rá-pidamente tuve que deshacerme»,.
No podía dormir; la comida no le sentaba bien; pero es-cribid una carta a Kiano, y a la hora en que debía llegar el buque, bajó por la senda bordeada de tumbas. Llovía; su ca-ballo descendía penosamente; él miraba a las negras bocas de las cavernas y envidiaba a los que yacían allí desde antiguo li-bres de todo cuidado; se acordó de lo alegre que había él ga-lopado el día antes y se asombró. Llegó a Húkeno y encontró a la gente que esperaba como de costumbre el barco. Estaban sentados en los soportales de los almacenes, bromeando y comunicándose noticias; pero Kive no tenía ganas de hablar y se sentó en medio de aquellas gentes y contempló fijamente la lluvia que caía sobre los tejados y la resaca que se quebraba entre las rocas; entonces le ahogaron los sollozos.
Kive, el de la Casa Brillante, está desconsolado, se decían unos a otros. Y en verdad que lo estaba, y no era extraño que lo estuviese.
Después llegó el Hall y Kive se trasladó en un bote a bor-do. La popa estaba llena de europeos que habían ido a visitar el volcán, como acostumbraban; el centro lo ocupaban muchos canacos y en la proa había búfalos de Hilo y caballos de Kaú; pero Kive se sentó aislado y triste y Contempló la casa de Kiano. Ésta se alzaba en la costa baja, entre las negras rocas, y la sombreaban palmeras de coco; allí, en su puerta, se veía una mancha encarnada, no mayor que una mosca y yendo de acá para allá con mucha actividad.
-¡Ah, reina de mi corazón -exclamé Kive-, me aven-turé a los mayores peligros por amor tuyo!
Poco después oscureció y se iluminaron los camarotes, y los europeos se sentaron a las mesas y bebieron whisky y jugaron a las cartas como es su costumbre; pero Kive anduvo paseando por la cubierta toda la noche; y todo el día siguiente mientras navegaban a sotavento de Maui o de Molokai, paseaba aún de un lado para otro, como fiera enjaulada.
Hacia el atardecer pasaron por el Cabo Diamante y llega-ron a Honolulu. Kive saltó entre los tripulantes y comenzó a preguntar por Lopaka. Le dijeron que se decía que Lopaka era propietario de un bergantín precioso, como no había otro en las islas, y que se había dirigido con aquel barco hacia Pola-Pola o Kahikf, de modo que Kive no podía esperar ayuda de Lopaka. Se acordó Kive de un amigo de Lopaka, un abogado de la ciudad (cuyo nombre no debo decir), y preguntó por él. Le dijeron que se había hecho repentinamente muy rico y que tenía una casa nueva y hermosa en la playa de Vaikiki; en se-guida se le ocurrió una idea a Kive, y mandó a un cochero que lo llevase allí.
La casa era impecable y nueva y los árboles del jardín no eran, mayores que bastones; y el abogado, cuando Kive llegó, tenía el aspecto de un hombre satisfecho.
-¿En qué puedo servirle? -preguntó.
-Usted es amigo de Lopaka -replicó Kive- y Lopaka me compró cierto objeto cuyo paradero actual tal vez pueda usted indicarme.
El rostro del abogado se tornó.
-No quiero engañarle, señor Kive -dijo-, aunque el asunto no es agradable. Puede usted estar seguro de que no sé nada; pero con todo tengo una sospecha y si va usted a tal si-tio obtendrá noticias.
Y le dio el nombre de un lugar y de una persona, que también debió ocultar. Aquello duró varios días, y Kive fue de uno a otro, encontrando en todas partes vestidos nuevos, ca-rruajes, casas nuevas y preciosas y hombres muy contentos; aunque desde luego, al indicarles el objeto de su visita, se en-tristecían sus rostros.
-No hay duda -pensaba Kive- de que estoy sobre la pista. Esos vestidos nuevos y carruajes son todos dones del pequeño genio, y esos rostros alegres son los rostros de hom-bres que han sacado el provecho de la cosa maldita y se han deshecho de ella con seguridad. Cuando vea caras pálidas y oiga suspirar será señal de que estoy cerca de la botella.
Por fin le dirigieron a cierto europeo en la calle de Berita-nia. Cuando llegó a la puerta a eso de la hora de cenar, vio las usuales circunstancias de casa nueva, jardín recién plantado, y las lámparas eléctricas iluminando los miradores; pero cuando se presentó el dueño, Kive se estremeció de temor y de espe-ranza, pues era un joven pálido como un cadáver, con unas ojeras negras, y el pelo descuidado y todo el aspecto del hombre a quien van a ejecutar.
-Aquí está seguramente -pensó Kive; y, desde luego, dijo claramente lo que quería-: Vengo a comprar la botella. Al oírlo, el joven europeo de la calle de Beritania vaciló y se apoyó contra la pared.
-¡La botella! -murmuró-. ¡A comprar la botella! Después pareció atragantarse y asiendo a Kive de un brazo lo llevó dentro de una habitación y escanció vino en dos vasos. -A su salud -dijo bebiendo Kive, que en sus tiempos había tratado mucho con los blancos-. Sí -añadió-, he venido a comprar la botella. ¿Qué precio tiene ahora?
Al oír preguntar el precio el joven dejó escapar el vaso de la mano y miró como un espectro a Kive.
-¡El precio! -dijo-. ¡El precio! ¿No sabe usted el precio? -Es lo que le pregunto a usted -replicó Kive-. Pero ¿qué le pasa a usted? ¿Hay algo irregular acerca del precio? -Que ha bajado mucho desde que usted la vendió, señor Kive -dijo el joven tartamudeando.
-Bueno, bueno; menos tendré que pagar por ella -res-pondió Kive-. ¿Cuánto le costó a usted?
El joven estaba más pálido que una sábana.
-Dos centavos -dijo.
-¿Qué? -gritó Kive-. ¿Dos centavos? De modo que usted sólo la puede vender por uno y el que la compre...
Las palabras se le extinguieron en la boca; el que la com-prase no la podría vender nunca más, la botella y el genio de la botella vivirían con él hasta que él muriese y entonces le lle-varían al infierno.
El joven de la calle de Beritania cayó de rodillas ante él, exclamando:
-¡Por amor de Dios, cómpremela usted! Le daré en cam-bio toda mi fortuna; estaba yo loco cuando a tal precio la compré; pero había hecho un desfalco, y estaba perdido y tenía que ir a presidio.
-¡Pobre hombre! -dijo Kive-. Usted arriesgó su alma en aventura tan desesperada para evitar el castigo merecido de su propia culpa; y ¿piensa usted que dudaré yo instigado por el amor? Déme la botella y el cambio, que estoy seguro de que todo lo tiene usted preparado. Aquí va una pieza de cinco centavos.
Como Kive lo supuso así fue; el joven tenía el cambio dispuesto en una gaveta; la botella cambió de dueño, y apenas Kive asió con sus dedos el cuello cuando formuló su deseo de quedar limpio de la lepra y ciertamente, cuando llegó a su casa y se desnudó ante un espejo, se vio la carne tersa y limpia como la de un niño. Y entonces sucedió una cosa extraña y fue que apenas vio aquel prodigio ya no le importó nada la lepra ni Kokúa y sólo tuvo un pensamiento: que estaba ya ligado con el genio de la botella de por vida y que no le quedaba otro remedio que llegar a tizón en el infierno. Ante sí veía en su mente arder las llamas infernales y su alma temblaba; y las ti-nieblas apagaron la luz del día.
Cuando Kive volvió en sí se dio cuenta de que era de no-che, la hora en que la banda tocaba en el hotel. A éste se dirigió porque temía estar solo; y allí entre rostros alegres, yendo de aquí para allí, y oyendo las tocatas y viendo al músico mayor llevar el compás con la batuta, le parecía oír crepitar las llamas y veía el rojo fuego ardiendo en el impío abismo. De pronto la banda ejecutó el Hikiao-ao, canción que él había cantado con Kokúa, y al oírla recuperó el valor.
-Ya está hecho -pensó- y una vez mas tomaré el bien junto con el mal.
Así, pues, volvió a Hawai en el primer vapor y tan pronto como pudo arreglarlo se casó con Kokúa y la llevó a lo alto de la montaña la Casa Brillante.
Y les sucedía a los nuevos esposos que, cuando estaban juntos, el corazón de Kive estaba tranquilo, y en cuanto se quedaba solo le comía un miedo horrible y oía crepitar las llamas y veía el rojo fuego ardiendo en el impío abismo. La muchacha se le había entregado de corazón; cuando veía a Kive le palpitaba el corazón alegremente y le estrechaba la mano con amor; y era tan linda desde los pies a le cabeza que nadie la podía mirar sin regocijo. Era de carácter agradable; siempre tenía buenas palabras. Cantando iba de un sitio a otro en la Casa Brillante, y era el objeto más precioso que había en sus tres pisos; y godeaba como los aros. Kive la contemplaba y oía con deleite, y después se recogía a un rincón y lloraba y se
lamentaba el pensar en el precio que había pagado por ella; después enjugaba sus ojos y lavaba su rostro, e iba y se sentaba con ella en los amplios miradores, cantando con ella; y, con melancólico espíritu, respondía a sus sonrisas.
Llegó un día en que los pasos de Kokúa fueron más pesa-dos y más raras sus canciones; y entonces ya no era Kive sólo el que se recogía aparte para llorar, sino que los dos se sepa-raban uno de otro y se sentaban en las opuestas galerías te-niendo de por medio toda la anchura de la casa. Kive estaba tan sumido en su desesperación, que apenas se dio cuenta del cambio, y se alegró de tener más horas para estar aislado y cavilar sobre su destino, y no estaba condenado tan frecuen-temente a poner un rostro risueño teniendo el corazón lace-rado. Pero un día, andando despacio por la casa, oyó gemir a su esposa y vio a Kokúa con el rostro en el suelo de la galería llorando a lágrima viva.
-Haces, bien en llorar en esta casa, Kokúa -dijo él-, y con todo yo daría mi cabeza para que tú, por lo menos, pu-dieses haber sido feliz.
-¡Feliz! -exclamó ella-. Kive, cuando vivías solo en tu Casa Brillante, en la isla se hablaba de tu felicidad; en tu boca había risas y cantares y tu rostro lucía como el sol naciente. Después te casaste con la pobre Kokúa, y el buen Dios sabe qué falta en ella, pero lo cierto es que desde aquel día no has sonreído. ¡Oh! ¿Qué tengo? ¡Yo creí que era bonita y sabía que te amaba, Dios mío! ¿Qué tengo yo para arrojar esa nube sobre mi esposo?
-Pobre Kokúa -dijo Kive; y se sentó a su lado, y quiso tomarle una mano, pero ella la retiró-. Pobre Kokúa -dijo de nuevo-, pobre hija mía, hermosura mía. ¡Y yo que había pensado en librarte del horror de saberlo! Pero lo sabrás todo. Después, por lo menos, tendrás compasión del pobre Kive; sabrás también cuánto te ha amado, tanto que ha desafiado al
infierno por poseerte, y cuánto te ama todavía (él, pobre condenado), pues aún puede sonreír cuando te contempla. Entonces él le contó todo desde el principio.
-¿Has hecho eso por mí? -gritó ella-. Ah, bien, ¿en-tonces qué he de temer? -y cruzó las manos y lloró sobre él.
-¡Ah, hija! -exclamó Kive-, pues yo sí que temo mu-cho cuando considero el fuego eterno.
-No me digas eso -replicó Kokúa-; ningún hombre puede condenarse por la sola falta de haber amado a Kokúa. Te digo, Kive, que te salvaré con mis manos o pereceré en tu compañía. ¡Cómo! ¿Tú me amaste, diste tu alma por mí, y piensas que no moriré por salvarte a mi vez?
-¡Ah, querida mía! Aunque muriese cien veces, ¿qué po-dría eso aliviar mi destino? ¿No me dejarías solo hasta que llegase el tiempo de mi condenación?
-Eres un ignorante -dijo ella-. Yo me eduqué en una escuela de Honolulu; no soy una muchacha ordinaria. Y te digo que salvaré a mi amador. ¿Qué es lo que dices del centa-vo? Todo el mundo no es americano. Los ingleses tienen una moneda que llaman farthing (cuarto de penique) que vale aproximadamente medio centavo. ¡Pero qué dolor! -gritó, eso apenas remedia nada, porque el comprador debe conde-narse y no encontraremos a nadie tan valiente como mi Kive. Pero tenemos ahí a Francia; los franceses usan una moneda pequeña que llaman céntimo y cinco céntimos es cosa así equivalente al centavo. No podíamos encontrar cosa mejor. Vamos Kive, vamos a las islas francesas; vamos a Tahití tan rápidamente como podamos. Allí tendremos ocasión de ven-derla por cuatro, tres, dos céntimos o uno, cuatro ventas po-sibles y seremos dos para realizar el negocio. Vamos, Kive mío, desecha todo temor. Kokúa te defenderá.
-¡Oh, don de Dios! -respondió Kive-; no puedo creer que Dios me castigue por desear una cosa tan buena. Sea, pues, como quieres; llévame a donde quieras; pongo mi vida y mi salvación en tus manos.
Al día siguiente, temprano, Kokúa comenzó sus prepara-tivos. Cogió el baúl que Kive usaba cuando navegaba, y pri-mero que nada puso en un rincón la botella y después lo llenó con sus vestidos más ricos y las baratijas más preciosas de la casa. «Debemos -decía- aparecer como muy ricos; pues de lo contrario ¿quién creería en la virtud de la botella?». Mientras hacía los preparativos estaba más alegre que un pájaro; sólo cuando ponía los ojos en Kive sentía que se le aguaban, y se arrojaba a él y lo besaba y lo abrazaba. Kive se había quitado como un peso del alma; habiendo comunicado su secreto y con alguna esperanza ante sí, parecía un hombre nuevo, an-daba de prisa y estaba casi contento. No obstante el terror no le abandonaba; y una y otra vez, como el viento apaga una candela, moría en él la esperanza y veía las agitadas llamas y el rojo fuego ardiente del infierno.
Hicieron correr la voz en el país de que iban en viaje de recreo a los Estados, y lo estimaron todos bastante raro, y con todo en realidad aquel pretexto no era tan extraño como el motivo verdadero del viaje, si alguno lo hubiese adivinado. Fueron, pues, a Honolulu en el Hall y desde allí en el Umatila a San Francisco, con muchos europeos; y allí tomaron pasaje en el correo bergantín Tropic Bird (Ave Tropical), para Papit, ciudad principal de las islas francesas del sur. Llegaron, después de un placentero viaje en un día precioso de los vientos Alisios, y vieron la espuma romperse blandamente en la costa, y el bergantín navegar cercano a la orilla, y las blancas casas de la ciudad a lo largo de la playa entre árboles verdes, y sobre ellas las montañas las nubes de Tahití, la isla sabia.
Lo más adecuado les parecía alquilar una casa; como lo hicieron con una que estaba frente a la del cónsul inglés, para hacer gran ostentación de riquezas con coches y caballos. Esto
era sumamente fácil, pues tenían en su poder la botella; porque Kokúa era más atrevida que Kive y siempre que tenía un deseo pedía al genio veinte o cien dólares. De este modo pronto se hicieron notar en la ciudad; y los extranjeros de Hawai, su tren y su lujo, y los ricos encajes de Kokúa, fueron pronto objeto de la general conversación.
Después de algún tiempo en que adquirieron soltura en el tahitiano, que se parece bastante al hawaiano con el cambio sólo de unas letras, empezaron a procurar vender la botella, y se ha de convenir en que era difícil asunto; no era fácil per-suadir a nadie que se estaba ansioso de venderla cuando se ofrecía por cuatro céntimos un venero inestimable e inextin-guible de riquezas. Además era necesario explicar los peligros de la botella; y la gente no creía en nada y se reía, o se fijaban mucho en los inconvenientes, se ponían graves y se apartaban de Kive y Kokúa, como de personas que tenían tratos con el demonio. En vez de ganar terreno, empezaron a notar que en la ciudad los evitaban; los jóvenes huían de ellos gritando, y esto era intolerable para Kokúa; los católicos, al pasar junto a ellos, se persignaban, y todos de común acuerdo empezaron a liberarse de los préstamos que de ellos habían recibido.
El desánimo se apoderó de sus espíritus. Se sentaban en su nueva casa después del fatigoso día y permanecían sin cambiar palabra, o el silencio se interrumpía por los sollozos repentinos de Kokúa. A veces oraban juntos; otras ponían la botella en el suelo y pasaban horas interminables viendo cómo en su centro se agitaba la sombra. Entonces tenían miedo de acostarse. Pasaba mucho tiempo antes de que pudieran dormir y si al-guno de los dos cabeceaba era para despertarse y ver al otro llorando en la oscuridad, o quizá para verse solo, porque el otro había huido de la casa y de la vecindad de la botella para pasear bajo los plátanos en el pequeño jardín o para andar errante por la playa a la luz de la luna.
Una noche sucedió esto cuando se despertó Kokúa. Kive se había ido. Ella tentó el lecho y notó que el lado de él estaba frío. Le entró miedo y se sentó en la cama. A través de los postigos se filtraban débiles rayos de luz lunar. El cuarto esta-ba claro y pudo ver la botella en el pavimento. Fuera el vien-to soplaba tempestuoso; los grandes árboles de la avenida sil-baban y las colgantes ramas azotaban el balcón. En medio de estos ruidos, Kokúa dio cuenta de otro sonido; si procedía de una bestia o de un hombre no lo podía discernir, pero era tan triste como la muerte y le llegó al alma. Despacio se le-vantó, abrió de par en par la puerta miró al iluminado por la luna. Allí, bajo los plátanos, yacía tendido Kive, su boca con-tra la tierra y lamentándose.
El primer pensamiento de Kokúa fue correr a consolarle; pero se detuvo pensando que Kive se había portado ante ella, su esposa, como un valiente; por tanto no estaba bien que
ella, en la hora de la debilidad de su marido, se introdujese en su vergüenza. Con este pensamiento volvió a la casa.
-¡Cielos -pensó-, qué descuidada y débil he sido! Él es y no yo, el que está expuesto al peligro de la eterna condena-ción; él fue, no yo, quien tomó la maldición sobre su alma. Por mí, por amor de una criatura tan indigna como yo y que tan poco puedo ayudarle, es por lo que él ve ahora tan cerca de sí las llamas del infierno, y huele el humo del abismo yaciendo ahí, al viento y a la luz de la luna. ¿De cuándo acá he dejado yo de cumplir mi deber? Ahora por lo menos tomaré mi alma como todo mi afecto y diré adiós a las blancas escalinatas del cielo y a los rostros de mis amigos que en él me esperan. ¡Amor por amor! ¡Igualaré mi amor al de Kive! ¡Alma por alma! ¡Sea la mía la que perezca!
Era una mujer hábil de manos, y pronto estuvo vestida para salir. Tomó en sus manos el cambio (los céntimos que siempre tenían preparados, pues estas diminutas monedas no se usan mucho, y se proveyeron de ellas en la oficina del gobierno). Cuando salió a la avenida el viento había impulsado unas nubes que ocultaron la luz lunar. El pueblo dormía, y ella no sabía a donde dirigirse, hasta que oyó toser a alguien en la sombra de los árboles.
-Anciano -dijo Kokúa-. ¿Qué hace usted aquí a la intemperie en la fría noche?
El anciano apenas podía hablar de tos; pero ella vio que era un viejo y pobre forastero en la isla.
-¿Quiere usted prestarme un servicio? -preguntó Kokúa-. Como un extranjero a otro, como un anciano a una joven, ¿quiere usted ayudar a una hija de Hawai?
-Ah -dijo el viejo-. ¿De modo que eres tú la bruja de las Ocho Islas y procuras enredar aún a mi pobre vieja alma? Pero ya he oído hablar de ti y desafío tu maldad.
-Tome asiento aquí -respondió Kokúa- y permítame que le cuente una historia. -Y le contó la historia de Kive, desde el principio al fin.
-Pues bien -añadió-, yo soy la esposa a quien él com-pró con la dicha de su alma. ¿Y qué voy a hacer? Si yo en persona me ofrezco a comprarle la botella, lo rehusará. Pero si va usted se la venderá en seguida; yo le esperaré a usted aquí; usted la comprará por cuatro céntimos y yo se la compraré de nuevo a usted por tres. ¡Y que Dios fortalezca a esta pobre joven!
-Si mientes -replicó el anciano- que Dios te mate en el acto.
-¡Así sea! -contestó Kokúa-. Esté usted seguro de que Dios no permitiría que cometiese yo tal traición.
-Dame los cuatro céntimos y espérame aquí -dijo el anciano.
Ahora bien, mientras Kokúa permaneció sola en la calle, decayó su espíritu. El viento rugía en los árboles y le parecía a
ella ser el rugido de las llamas infernales; las sombras bailaban a la luz del farol de la calle y le parecían las garras de los de-monios. Si hubiese tenido fuerzas hubiera echado a correr y si hubiese tenido alientos, hubiese gritado; pero no podía ni lo uno ni lo otro, y permaneció de pie en la calle temblando como un niño aterrorizado.
Después vio al viejo que volvía con la botella en la mano.
-He hecho -dijo- lo que me has mandado. He dejado a tu marido llorando como un chiquillo; esta noche dormirá tranquilo. -Y alargó la botella.
Antes de que yo la tome -le dijo Kokúa-, aprovéchese usted y pida ser librado de su tos.
-Soy ya un viejo -replicó el hombre- y estoy muy cerca del cementerio para querer aceptar un favor del demonio. Pero ¿qué es esto? ¿por qué vacila usted en coger la botella?
-¡No vacilo! -gritó Kokúa-. Solamente estoy débil. Déme usted un momento; mi mano se resiste, mi carne se estremece ante este maldito objeto. ¡Sólo un momento!
El viejo miró a Kokúa bondadosamente:
-¡Pobre niña! -dijo-. Temes; tu alma te engaña. Bueno, yo me quedaré con la botella. Yo soy viejo y en este mundo ya no puedo ser dichoso, y respecto del otro...
-¡Démela! -murmuró Kokúa-. Aquí está el dinero. ¿Piensa usted que soy tan vil como eso? ¡Déme la botella! -¡Dios te bendiga hija! -dijo el anciano.
Kokúa ocultó la botella bajo su chambra, se despide del anciano y echó a caminar sin tino por la avenida, puesto que para ella todos los caminos eran iguales y le conducían al in-fierno. Unas veces andaba; otras, corría; a veces gritaba, y a veces se echaba al borde del camino, pegaba su rostro a la tie-rra y lloraba. Acordándose de cuanto le habían referido del infierno, veía lucir las llamas, olía el humo, y sentía su carne marchitarse sobre los tizones.
Al alba se recuperó un poco y volvió a la casa. Según le había dicho el anciano, Kive dormía como un niño. Kokúa le miró atentamente.
-Ahora -dijo-, esposo mío, te toca a ti dormir. Cuando te despiertes cantarás y reirás. Pero la pobre Kokúa ¡ay! no dormirá ya ni cantará ni se deleitará, ni en la tierra ni en el cielo.
Se tumbó en el lecho junto a su esposo y tanto era su aba-timiento, que al instante se quedo profundamente dormida. Entrada la mañana, su marido la despertó y le comunicó la buena noticia. Parecía loco de contento, pues no se dio cuenta del desconsuelo de su esposa, a pesar de que ésta no lo sabía disimular. No podía hablar tan siquiera, pero su esposo hizo todo el gasto de la conversación; no podía atravesar un bocado, pero su esposo rebaño los platos. Kokúa le veía y oía como una cosa extraña entre sueños; a veces ella olvidaba o dudaba y se llevaba las manos a la frente; saber que ella estaba condenada y oír charlotear a su marido, le parecía monstruoso.
Kive no hacía más que comer y cantar y hablar y planear el viaje de regreso, y darle gracias por haberle salvado, y acari-ciarla y llamarla su salvadera. Se reía él del viejo que había sido bastante necio para comprar la botella.
-Parecía un buen viejo -decía Kive-; pero nadie puede juzgar por las apariencias. Porque ¿para qué quería aquel ré-probo la botella?
-Esposo mío -dijo Kokúa humildemente-, puede ser que la haya comprado con buena intención.
Kive se rió como hombre airado.
-¡Qué disparate! -gritó-. Te digo que era un pillo y un burro de marca mayor. Porque la botella era difícil de vender por cuatro céntimos y por tres será completamente imposible. Ya no queda margen para otras ventas; la cosa empieza a oler a chamusquina. ¡Brrrr! -dijo, y se estremeció-. Es verdad que yo la compré por un centavo, cuando no sabía que existiesen monedas menores. Yo fui un loco por mis pesares, pero no se encontrará otro, y cualquiera que tenga ahora aquella botella se irá con ella al infierno.
-¡Oh, esposo mío! -dijo Kokúa-. ¿No es horrible el salvarse mediante la condenación eterna de otro? A mí me parece que no me podría reír. Estaría humillada, llena de me-lancolía. Rogaría por el pobre que la tuviese.
Entonces Kive, y precisamente porque veía ser muy razo-nable lo que su esposa decía, se airó más.
-¡Bueno, bueno! -gritó-, llénate de melancolía si quie-res; no es ésa la mente de una buena esposa. Si me apreciases, te avergonzarías de pensar así.
Después se fue de la casa y Kokúa se quedó sola.
¿Qué probabilidad tenía ella de vender aquella botella por dos céntimos? Ninguna, bien claro lo veía. Y aunque tuviese alguna allí estaba su marido que le daba prisa para llevarla a un país donde la moneda menor era un centavo. Y aquel día, en la misma mañana de su sacrificio, su esposo la abandonaba y la vituperaba.
No intentó ella aprovecharse del tiempo que aún le que-daba, para intentar vender la botella, sino que se sentó en la casa, y ora sacaba la botella y la miraba con miedo inefable, ora la ocultaba con espanto y aborrecimiento.
Kive volvió al poco tiempo y quiso sacarla de paseo.
-Esposo mío -respondió ella-, estoy triste y descora-zonada; dispénsame, no puedo divertirme.
Kive se encolerizó más que nunca con ella, porque él pensaba que Kokúa estaba triste de lamentar la desgracia del anciano; consigo mismo, porque veía que su esposa tenía razón y él se avergonzaba de sentirse tan dichoso.
-¡Esta es tu fidelidad -gritó él- y tu cariño! Tu marido se acaba de salvar de la ruina eterna, a que se expuso por amor hacia ti, y ¡no puedes divertirte! Kokúa tienes un corazón desleal.
Se marchó nuevamente enfurecido y anduvo errante todo el día por la población. Se encontró con varios amigos y bebió con ellos; alquilaron un carruaje, salieron al campo y allí be-bieron de nuevo. Durante todo el tiempo Kive estuvo intran-quilo, porque se estaba divirtiendo mientras su mujer estaba triste y porque conocía en su corazón que ella era más recta que él; y esta persuasión le hada beber más.
Entre sus amigotes había un blanco brutal, uno que había sido contramaestre de un ballenero, un perdido, minero en los yacimientos de oro y expresidiario. Tenía ideas bajas y boca procaz y le gustaba beber y ver a los demás borrachos. Éste es el que hacía beber más a Kive; pero pronto se les acabó el di-nero a todos.
-Eh tú -dijo el contramaestre-, tú eres rico, siempre lo has estado diciendo. Tú tienes una botella o no sé qué patraña.
-Sí -dijo Kive, soy rico, iré a mi casa y traeré algún di-nero, porque mi mujer lo guarda.
-Mala cosa, compadre -dijo el contramaestre-. No confíes nunca un dólar a la mujer; todas son más falsas que el agua; vigílala bien.
Esta palabra se grabó en la mente de Kive; porque estaba trastornado por lo que había bebido.
-En verdad -pensó- que no me extrañaría hubiese incurrido en falta; o si no ¿por qué apenarse tanto al salvarme yo? Pero le enseñaré que no soy hombre de quien se pueda burlar. La pillaré infraganti.
Según esto, cuando estuvieron de vuelta en la ciudad, Kive mandó al contramaestre que lo esperase en la esquina, cerca del antiguo presidio, y siguió solo por la avenida hasta llegar a la puerta de su casa. Era ya de noche; dentro había luz, pero no se oía nada y Kive dio la vuelta, abrió sin ruido la puerta tra-sera y miró hacia dentro.
Kokúa estaba sentada en el suelo con la lámpara a su lado; ante ella había una botella blanquecina, ancha y de cuello largo; y mientras Kokúa la contemplaba, Kive se retorció las manos.
Durante un gran rato Kive estuvo de pie mirando desde la puerta. Al principio se quedó petrificado; después le entró el temor de que el trato se hubiese deshecho y que la botella hubiese vuelto a él como en San Francisco; y al pensar así le temblaron las piernas y los vapores del vino se esfumaron despejando su cabeza, como se desvanece la neblina de un río ante la luz del sol. Después se le ocurrió otro pensamiento que le hizo enrojecer.
-Me he de asegurar de esto -se dijo.
Cerró la puerta y dio de nuevo la vuelta y entró por la puerta delantera haciendo ruido, como si acabara de llegar. Y ¡cosa extraña! cuando entró ya no vio la botella, y Kokúa se levantaba de una silla como quien acaba de despertarse.
-Todo el día lo he pasado de bebiendo y jugando -dijo Kive-; he estado con unos buenos amigos y ahora vengo solamente a buscar dinero para volver a beber y divertirme con ellos.
Su rostro y sus palabras denotaban bastante alteración; pero Kokúa estaba demasiado cavilosa para observarlo.
-Haces bien en emplear tu dinero como mejor te plazca -dijo ella; y sus palabras temblaban de emoción.
-Oh, todo lo hago bien -respondió Kive, y se fue al cofre y sacó dinero. Pero miró además en el rincón donde guardaban la botella, y allí no había rastros de semejante cacharro.
Entonces le pareció que la casa daba vueltas en torno suyo, como una espiral de humo, pues comprendió que estaba per-dido y sin escape posible.
-Es lo que me temía -pensó-; ella es quien ha com-prado la botella.
Después se calmó un poco y se levantó; pero de su rostro le caía un sudor tan copioso como la lluvia y tan frío como el agua de un pozo.
-Kokúa -dijo-; ya te he dicho lo que me ha pasado hoy; ahora vuelvo a divertirme con mis alegres compañeros -y se rió algo más tranquilo-; si me permites me divertiré un poco más. Ella le abrazó y le besó llorando.
-Oh -exclamó Kokúa-, sólo quiero que me digas una palabra afable.
-No pensemos nunca uno mal del otro -respondió Kive, y salió de la casa.
Ahora bien, el dinero que Kive había tomado eran unos céntimos de los que se habían provisto al llegar. Naturalmen-te que no pensaba en seguir bebiendo. Su esposa había dado su alma por él; y él, entonces, debía dar otra vez la suya por la de ella; sólo pensaba en esto.
En la esquina, cerca del antiguo presidio, estaba esperando el contramaestre.
-Mi esposa tiene la botella -dijo Kive- y a menos que me ayudes para recuperarla, no tendremos más dinero ni más bebida esta noche.
-¿Pero es que es verdad lo de esa botella? -preguntó el contramaestre.
-Aquí está la linterna -respondió Kive-; mírame: ¿tengo cara de bromas?
-No, ciertamente -contestó el contramaestre-; estás serio como un aparecido.
-Bueno, pues -dijo Kive-; aquí tienes dos céntimos; vete a mi casa y ofréceselos a mi mujer por la botella, y si no me engaño, te la venderá en seguida. Me la traes aquí y te la compraré por uno, porque es ley de esa botella que se ha de vender a un precio menor. Pero que mi mujer no sospeche que vas de mi parte.
-Oye, oye ¿es que te burlas de mí? -preguntó el con-tramaestre.
-Aunque así fuese, no te causaría mal alguno con eso -replicó Kive.
-Verdad es -respondió el contramaestre.
-Y si dudas de mí -añadió Kive- haz la prueba. En cuanto tengas la botella y estés fuera de la casa desea tener el bolsillo repleto de dinero, o una botella del ron más exquisito, o lo que se te antoje; y verás la virtud de la cosa.
-Muy bien, canaco -dijo el contramaestre-. Lo pro-baré; pero si te diviertes conmigo yo me divertiré contigo dándote de palos.
El contramaestre avanzó por la avenida, y Kive esperó, casi en el mismo sitio en que Kokúa había esperado la noche antes; pero Kive estaba más resuelto y no desmayaba en su propósito; a estaba desesperada, solamente su alma estaba desesperada.
Le parecía que había esperado una eternidad, cuando oyó una voz cantando en la oscuridad de la avenida. Conoció la voz del contramaestre; pero parecía extraño que tan de pron-to pareciese estar tan borracho. Luego el mismo contramaestre apareció haciendo eses a la luz del farol; la botella del demonio la llevaba dentro de un bolsillo de su chaquetón, pero en la mano llevaba otra botella; y al punto mismo que llegaba frente a Kive, se la empinó y echó un trago.
-Ya la tienes -dijo Kive-; la veo.
-¡Fuera! -gritó el contramaestre-; da un paso hacia mí y te parto la boca. ¿Te creías que me ibas a engañar como a un chino?
-¿Qué quieres decir? -gritó Kive.
-¿Decir? -gritó el contramaestre-; pues que esta botella es una botella excelente; no sé cómo es posible que la haya yo adquirido por dos céntimos; pero de lo que estoy seguro es de que tú no la tendrás por uno.
-¿Pero es que no me la vas a vender? -preguntó Kive.
-No señor -gritó el contramaestre-. Pero sí que te daré un trago de ron, si quieres.
-Es que te advierto que el que tenga esa botella va al in-fierno.
Admito que voy a alguna parte -respondió el marino -y que esta botella es la mejor compañía con que he topado en mi vida. No, señor, ésta es mi botella y usted puede ir a pescar otra.
-¿Pero eso es verdad? -exclamó Kive-. Por tu salvación, véndemela.
-No me importa nada tu palabrería -explicó el contra-maestre-. Tú pensabas que yo era un tonto y ahora ya ves que no; y hemos acabado. Si no quieres echar un trago, beberé yo. A tu salud, y buenas noches.
De modo que se fue hacia la ciudad y la botella con él, sin que la historia sepa nada más de ésta.
Pero Kive se fue hacia Kokúa tan ligero como el viento, y su alegría aquella noche no tuvo fin; y desde entonces gozan ambos una paz inmensa en la Casa Brillante.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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