CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
viernes, 4 de noviembre de 2016
BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.CLASE 1.
Introducción
"A mí me gusta mucho enseñar, sobre todo porque mientras en-seño, estoy aprendiendo", decía Jorge Luis Borges en una de sus numerosas entrevistas. Poco antes, se había referido a la cátedra como "una de las felicidades que me quedan". Y no hay duda so-bre el doble placer que le causaba a Borges estar al frente de una clase.
Semejante placer puede constatarse en este libro, que recoge un curso completo dictado por el escritor en la Facultad de Fi-losofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, ubicada en-tonces en el viejo edificio de la calle Independencia, en el año 1966. Para ese entonces, Borges ya llevaba varios años dando clases en dicha institución. Había sido aceptado como titular de la cátedra de Literatura Inglesa y Norteamericana en 1956, esco-gido por sus antecedentes frente a otro postulante pese a no ha-ber obtenido nunca un título universitario. Borges expresó en varias oportunidades (en ese tono suyo que combinaba la mo-destia con el humor y la plena confianza en su capacidad) su sor-presa frente a la designación.
En su Autobiografía Borges explicaba, tras referirse a su nombramiento como director de la Biblioteca Nacional en 1955: "Al año siguiente recibí una nueva satisfacción, al ser designado en la cátedra de literatura inglesa y norteamericana de la Univer-sidad de Buenos Aires. Otros candidatos habían enviado minu-ciosos informes de sus traducciones, artículos, conferencias y demás logros. Yo me limité a la siguiente declaración: 'Sin darme cuenta me estuve preparando para este puesto toda mi vida'. Esa sencilla propuesta surtió efecto. Me contrataron y pasé doce años felices en la Universidad".
El curso reunido en este libro nos presenta entonces a un Borges que ya tenía a cuestas diez años dedicados a la enseñan-za, incluyendo no sólo sus clases universitarias, sino también di-ferentes cursos en instituciones como la Asociación Argentina de Cultura Inglesa. Nos presenta además a Borges en una faceta distinta a la del texto literario o la entrevista, y quizá más cerca-na a las conferencias. Sin embargo, las clases difieren de estas úl-timas en un punto esencial: aquí el escritor, tan dado a la anéc-dota y al cambio de tema, debía restringirse a cumplir con un programa fijado. No podía, como hacía con frecuencia en otros ámbitos, al cabo de media hora preguntar en tono jocoso: "¿Cuál era el título de esta charla?" Es por eso interesante ver cómo se las arreglaba —sin dejar de hacer digresiones— para dar a sus clases unidad y coherencia.
Borges mismo era consciente de esta diferencia: "A mí me gustaban más las clases que las conferencias. En las conferencias, si hablo de Spinoza o de Berkeley, al oyente le interesa más mi presencia que el contenido. Por ejemplo, mi forma de hablar, mis gestos, el color de mi corbata o el corte de mi pelo. En las clases de la universidad, que tienen una continuidad, vienen solamente los estudiantes a quienes les interesa el contenido de la clase. De este modo uno puede mantener un diálogo pleno. Yo no veo, pero puedo sentir el ambiente que me rodea. Por ejemplo, si me están escuchando con atención o distraídamente.
Un punto importante en las clases es el lugar que Borges da-ba a la literatura. "Juzgo la literatura de un modo hedónico —di-jo en otra entrevista—. Es decir, juzgo la literatura según el pla-cer o la emoción que me da. He sido durante muchos años pro-fesor de literatura y no ignoro que una cosa es el placer que la li-teratura causa y otra cosa el estudio histórico de esa literatura." Tal postura queda clara ya desde la primera clase, en la que Borges explica que se referirá a la historia sólo cuando el estudio de las obras literarias del programa así lo requiera.
Del mismo modo, Borges pone a los autores por encima de los movimientos literarios, a los que al comienzo de la clase so-bre Dickens define como una "comodidad" de los historiadores. Aunque no olvida las características estructurales de los textos estudiados, Borges se concentra sobre todo en la trama y en la individualidad de los autores. El programa incluye textos que el escritor ama, y esto lo demuestra constantemente en su fascina-ción al narrar los argumentos y las biografías. Lo que Borges pretende como profesor, más que calificar a los estudiantes, es entusiasmarlos y llevarlos a la lectura de las obras y al descubri-miento de los escritores. Así, hay en todo el curso apenas una re-ferencia a los exámenes, y resulta conmovedor su comentario del final de la segunda clase sobre Browning, cuando les dice a los alumnos:
"Tengo una especie de remordimiento. Me parece que he si-do injusto con Browning. Pero con Browning sucede lo que su-cede con todos los poetas, que debemos interrogarlos directa-mente. Creo, sin embargo, haber hecho lo bastante para intere-sarlos a ustedes en la obra de Browning".
Más de una vez ese entusiasmo desvía ligeramente a Borges del camino, y en el segundo teórico sobre Samuel Johnson, tras narrar la leyenda del Buddha, se disculpa:
"Ustedes me perdonarán esta digresión, pero la historia es hermosa".
Otra prueba de que los libros y autores estudiados son algu-nos de los favoritos de Borges, es que él se encargó a lo largo de su vida de prologar ediciones de muchos de ellos, e incluyó a buena parte en la colección Biblioteca personal de Hyspamérica, la última selección de textos ajenos que hizo antes de morir. Es-ta predilección resulta más obvia en el caso de la elección de los poemas. Borges no siempre analiza los versos más famosos de los autores, sino que, al contrario, se ocupa por lo general de los trabajos que más lo impresionaron a él, aquellos que menciona también a lo largo de su obra literaria.
La pasión por las historias o la admiración por los autores no son sin embargo obstáculo para que Borges los someta a un jui-cio crítico con frecuencia implacable. Al exponer las falencias de las obras o los errores de los escritores, Borges no busca denos-tarlos sino quizá quitarles toda aureola sagrada y acercarlos al estudiante. Al resaltar sus falencias, resalta además sus virtudes. De este modo, se atreve a decir en más de una ocasión que la fá-bula del Beowulf está "mal inventada", y describe de este modo a Samuel Johnson: "Era físicamente maltrecho, aunque poseía una gran fuerza. Era pesado y feo. Tenía lo que llamamos 'tics nerviosos'. (...) Se casa con una mujer vieja, mayor que él. Era una mujer vieja, fea y ridícula. Pero él le fue fiel. (...) Tuvo ade-más rasgos maniáticos".
Ésa es sólo la preparación para captar el interés de los estu-diantes. Enseguida viene la conclusión: "Y sin embargo, a pesar de estos rasgos de excentricidad, fue una de las inteligencias más razonables de la época, una inteligencia realmente genial".
Frente a las escuelas de crítica literaria que se cuestionan el rol del autor, Borges acentúa el carácter humano e individual de las obras. De cualquier modo, no establece por cierto una rela-ción de necesidad entre la vida de los autores y sus textos. Sen-cillamente se fascina y fascina a los estudiantes narrando las cir-cunstancias vitales de la existencia de los artistas y sumergiéndo-se en sus poemas o narraciones desde una mirada crítica y actual, en la que siempre están presentes la ironía y el humor.
En su afán de bajar los textos a la tierra, Borges establece además insólitas comparaciones, que sin embargo cumplen per-fectamente el rol de enmarcar cada obra y dejar en claro su va-lor. Así, al explorar el tema de la jactancia y la valentía en el Beo-wulf compara a sus personajes con los compadritos porteños de principios de siglo y pasa a recitar no una, sino tres coplas, que deben haber sonado muy curiosas en medio de una clase sobre literatura anglosajona del siglo VIII. El escritor se detiene además en detalles apasionantes que no hubieran sido imprescindibles para el curriculum, como las distintas concepciones sobre los co-lores en la poesía anglosajona, griega y celta, o su digresión so-bre la duración de las batallas, cuando compara a la batalla de Brunanburh con nuestra batalla de Junín.
En su análisis de los textos sajones, por otra parte, Borges se abandona con frecuencia a la narración pura, olvidando su rol de profesor, acercándose más bien al antiguo narrador oral. Refiere historias contadas por otros hombres, por otros hombres muy anteriores a él, y lo hace con absoluta fascinación, como si cada vez que repite un relato lo estuviera descubriendo por primera vez. Y dentro de esa fascinación, sus comentarios son casi cues-tionamientos metafísicos. Borges se pregunta de maneras distin-tas qué pasaba por la mente de los antiguos poetas sajones al escri-bir sus textos, sospechando que nunca alcanzará una respuesta.
Otro gesto típico del narrador es la anticipación de cosas que contará más adelante, con el objeto de mantener a los oyentes en suspenso. Este mecanismo se ve reforzado por el uso permanen-te de adjetivos, declarando que lo que narrará a continuación o en la próxima clase es algo "extraño", "curioso" o "interesante".
En el marco de las clases, un aspecto que salta permanente-mente a la vista es la erudición de Borges. Sin embargo, esa eru-dición no se presenta en ningún momento como una limitación para la comunicación con los estudiantes. Borges no cita para demostrar sus conocimientos, sino sólo cuando las citas le pare-cen apropiadas al tema. Lo que le importa son las ideas, no tan-to la exactitud en el dato. Pese a eso, y a que en un teórico se dis-culpa por su mala memoria para las fechas, es sorprendente la cantidad de datos que recuerda, con increíble exactitud. Debe-mos pensar que para la fecha en que dictó estas clases —y desde 1955— Borges estaba casi completamente ciego, y ciertamente inhabilitado para leer. Sus citas, por lo tanto, y el recitado de los poemas, dependen de su memoria y son testimonio de sus inter-minables lecturas anteriores.
Por las clases deambulan Leibniz, Dante, Lugones, Virgilio, Cervantes y, ciertamente, el infaltable Chesterton, que parece haber escrito prácticamente sobre todo. Aparecen también algu-nos de los fragmentos favoritos de Borges, como el famoso sue-ño de Coleridge que incluyó en tantos libros y conferencias. Pe-ro también tenemos aquí análisis de ciertas obras mucho más profundos y extensos que los que aparecen en sus libros, parti-cularmente la clase sobre Dickens, autor al que no parece haber-se referido en detalle en ninguno de sus escritos, y las lecturas que hace de los textos anglosajones —su última pasión—, a los que les dedica las siete primeras clases, y sobre los que se expla-ya sin las limitaciones de espacio que tenía en sus historias de la literatura.
Con respecto a la textualidad de las citas y el recitado, es in-teresante destacar lo que Borges mismo dice hacia el final del se-gundo teórico sobre Browning. Recordando un volumen de Chesterton dedicado a la vida y obra de aquel poeta, Borges co-menta que Chesterton conocía a tal punto la poesía de Browning que no consultó ninguno de sus libros en el momento de redac-tar el estudio, confiando plenamente en su memoria. Aparente-mente, esas citas eran en muchos casos incorrectas, pero fueron corregidas por los editores. Borges lamenta entonces que se ha-yan perdido esas modificaciones quizá geniales que la mente de Chesterton había hecho a las obras de Browning, y que hubie-ran resultado apasionantes de comparar con los originales. En el caso de estas clases, respetando su postura, los recitados de Bor-ges se han dejado intactos, manteniendo los cambios impuestos por su propia memoria, y en notas al pie se han incluido los poe-mas originales para permitir la comparación.
Asimismo, las notas han pretendido completar algunos datos que Borges da por sobreentendidos, a fin de facilitar la lectura, pero para hacer más claras las clases, ya que éstas son —sin nece-sidad de modificación alguna— claras, didácticas y apasionantes.
Por último, mientras leemos estas clases podemos imaginar a un profesor Borges ciego, sentado frente a sus alumnos, recitan-do con su tono de voz tan personal los versos de ignotos poetas sajones en su lengua original y participando de polémicas con célebres escritores románticos junto a los cuales hoy, quizás, es-té reunido discutiendo.
Martín Arias
Borges en clase
... He ðe us ðas beagas geaf...
Beowulf: 2631
Editar este libro fue como correr detrás de un Borges que se per-día entre los libros de una biblioteca o —para usar una metáfo-ra cara a nuestro escritor— que se nos escapaba corriendo, gi-rando en cada esquina de un vasto laberinto. No bien encontrá-bamos el año o la biografía que buscábamos, Borges se nos ade-lantaba y desaparecía detrás de un ignoto personaje o de una os-cura leyenda oriental. Cuando otra vez lo encontrábamos, tras mucho buscar, Borges arrojaba enseguida a nuestras manos algu-na anécdota sin fecha, alguna cita sin autor, y de nuevo lo veía-mos perderse, escapando por la rendija entreabierta de una puer-ta o entre filas de estantes y anaqueles. Para recuperar sus pala-bras lo seguimos por las páginas de incontables enciclopedias y las salas de la Biblioteca Nacional, lo buscamos en las páginas de sus libros y en decenas de conferencias y entrevistas, lo encon-tramos en su nostalgia del latín, en las sagas del Norte y en los recuerdos de sus colegas y amigos. Cuando llegamos por fin a nuestra meta, habíamos recorrido más de dos mil años de histo-ria, los siete mares y los cinco continentes. Pero Borges nos es-peraba tranquilo y sonriente. Correr de la antigua India al me-dioevo europeo no lo había fatigado. Pasar de Caedmon a Cole-ridge era para él moneda común.
Dos alegrías nos reconfortan después de terminada esta la-bor. La primera es haber contribuido a abrir una puerta en el es-pacio y en el tiempo; permitir a otros lectores asomarse con no-sotros a las aulas de la calle Independencia. La segunda es haber disfrutado estas clases con la misma intensidad que aquellos es-tudiantes que las presenciaron hace más de treinta años. Investi-gar y revisar cada recoveco del texto nos llevó —sin quererlo— a memorizar cada poema y cada frase, a asociar cada oración de Borges con sus cuentos, sus poemas y sus dichos, a formar y des-cartar hipótesis sobre cada coma, cada punto y cada renglón. Borges escribe: "Que alguien repita una cadencia de Dunbar o de Frost o del hombre que vio en la medianoche el árbol que sangra, la Cruz, y piense que por primera vez la oyó de mis la-bios. Lo demás no me importa". Al terminar este libro, el lector encontrará que recuerda con placer líneas de Wordsworth y de Coleridge, que la música de William Morris lo ha hechizado, que personajes remotos como Hugh O'Neill o Harald Hardrada se han vuelto familiares, que gracias a Borges resuenan en sus oídos los hierros de la batalla de Brunanburh o los versos anglosajones de la Visión de la Cruz. Borges sonreiría satisfecho.
En las veinticinco clases que conforman este curso, Borges nos lleva en un verdadero viaje por la literatura inglesa, tan cer-cana a sus lecturas y a su obra. Este viaje —que comienza en las nieblas del tiempo con la llegada a Inglaterra de anglos, jutos y sajones, continúa luego con las obras de Samuel Johnson, se de-tiene en Macpherson, los poetas románticos y la época victoria-na— nos ofrece un panorama de la vida y obras de los prerrafae-listas, y termina en el siglo XIX, en Samoa, con uno de los escri-tores más cercanos a Borges: Robert Louis Stevenson.
"He enseñado exactamente cuarenta trimestres de literatura inglesa en la facultad, más que enseñado, he tratado de traducir el amor de esa literatura" —dijo Borges una vez—. "He preferi-do enseñarles a mis estudiantes no la literatura inglesa —que ig-noro— pero sí el amor de ciertos autores, o, mejor aún, de cier-tas páginas, o mejor aún, de ciertas líneas. Y con eso basta, me parece. Uno se enamora de una línea, después de una página, después del autor. ¿Bueno, por qué no? Es un hermoso proceso. Yo he tratado de llevar a mis estudiantes a eso."
Desde la primera clase queda claro que se trata de un reco-rrido particular, guiado por las preferencias literarias del escritor. El hilo que une a todas estas clases es el placer literario, el afec-to con el que Borges aborda cada una de estas obras, y su inten-ción clara de contagiar su entusiasmo por cada autor y período estudiado.
Dentro de estas preferencias, hay una que ocupa un lugar prominente: la literatura anglosajona, a la que el profesor dedica nada menos que siete clases, más de una cuarta parte del curso. Esto —que es ya del todo inusual para cualquier curso de litera-tura inglesa— resulta aun más curioso para un curso dictado en un país de lengua castellana. Borges dedica una clase a las ken-nings, dos al estudio de la Gesta de Beowulf y otras tantas al bes-tiario anglosajón, a los poemas guerreros de Maldon y Brunan-burh, a "La visión de la Cruz" y "La sepultura". Indagar las ra-zones de este énfasis en las letras de la Inglaterra medieval se vuelve entonces inevitable: ¿Qué encontraba Borges en esta lite-ratura? ¿Qué representaba para Borges el estudio del inglés an-tiguo? Preguntas amplias en cuyas respuestas se entretejen reali-dad y ficción, el pasado familiar de Borges y su concepción filo-sófica y literaria del mundo.
Para responderlas, debemos analizar brevemente la historia del idioma inglés, tradicionalmente dividida en tres períodos:
Inglés antiguo o anglosajón: siglo V hasta 1066
Inglés medio: 1066-1500
Inglés moderno: 1500 hasta el presente
El anglosajón, primer estadio de la lengua inglesa, es una for-ma arcaica que conserva muchas de las características del germá-nico común, entre ellas tres géneros gramaticales (tenemos así sustantivos masculinos como se eorl, "el hombre" o se hring, "el anillo" y neutros como þæt hus, "la casa", o þæt boc, "el libro", y femeninos como seo sunne, "el sol", o seo guð, "la batalla"), tres números en los pronombres (singular ic: "yo" plural we: "noso-tros", dual wit: "nosotros dos"), un complejo sistema de conju-gación de verbos, cinco casos de inflexión y numerosos paradigmas de declinación de sustantivos y adjetivos, junto con un vo-cabulario casi puro, influido al comienzo apenas por unas pocas palabras de origen celta y latino. Se trata pues de una lengua del todo incomprensible incluso para los hablantes de inglés moder-no, quienes deben estudiarlo como si fuera un idioma extranje-ro para poder entenderlo. Vaya a modo de ejemplo el anal co-rrespondiente al año 793 de la Crónica anglosajona:
Her wæron reðe forebecna cumene ofer Norðanhymbra land, and pæt folc earmlic bregdon, pæt wæron ormete ligræs-cas, and fyrenne dracan wæron gesewene on þam lifte fleo-gende. þam tacnum sona fyligde mycel hunger, and litel æfter þam, pæs ilcan geares, on vi Idus Ianuarii, earmlice heþenra manna hergung adilegode Godes cyrican in Lindisfarnaee purh hreaflac ond mansliht.
Este año terribles portentos asolaron a las tierras de Nor-tumbria y atemorizaron miserablemente a sus gentes: hubo terribles relámpagos de luz y se vieron feroces dragones vo-lando en el aire. A estos ominosos signos siguió una gran hambruna, y muy poco después, el 8 de junio de ese mismo año, las hordas de hombres paganos cayeron sobre la iglesia de Dios en Lindisfarne, a la que devastaron con rapiña y muerte.
Que el inglés antiguo fuera el ancestro remoto de la lengua inglesa, tan querida por nuestro escritor, es explicación suficien-te para justificar su interés en estudiarlo: las composiciones que el profesor Borges analiza en sus clases se encuentran entre las primeras escritas en una lengua que podríamos llamar inglesa. Pero el idioma anglosajón tiene para Borges dos atractivos adi-cionales. En primer lugar, posee una significación personal: se trata de la lengua que hablaban los ancestros remotos del escri-tor por vía paterna: su abuela Frances Haslam había nacido en Staffordshire. "Quizá no sea más que una superstición mía" —escribió Borges una vez— "pero el hecho de que los Haslam hayan vivido en Nortumbria y Mercia —o, como se las llama hoy, Northumberland y las Midlands— me vincula con un pasa-do sajón y quizá también danés."
En su conferencia sobre "La ceguera" de Siete noches, Bor-ges escribe:
Yo era profesor de literatura inglesa en nuestra universidad. ¿Qué podía hacer para enseñar esa casi infinita literatura, esa literatura que sin duda excede el término de la vida de un hombre o de las generaciones?... Vinieron a verme unas alumnas que habían dado examen y lo habían pasado. ..A las niñas (serían nueve o diez) les dije: 'Tengo una idea, ahora que ustedes han pasado y yo he cumplido con mi deber de pro-fesor, ¿no sería interesante que emprendiéramos el estudio de un idioma y una literatura que apenas conocemos?' Me pre-guntaron cuál era ese idioma y cuál era esa literatura. 'Bueno, naturalmente, el idioma inglés y la literatura inglesa. Vamos a empezar a estudiarlos, ahora que estamos libres de la frivoli-dad de los exámenes; vamos a empezar por los orígenes'.
En segundo lugar, Borges encuentra en las escenas de esta poesía el auténtico "sabor de lo épico" que lo conmueve y emo-ciona. Más de una vez Borges explica este disfrute contraponien-do la pluma a la espada, lo sentimental a lo heroico, su condición de poeta enfrentada al coraje que mostraron sus mayores en combate.
A esto se agrega lo inesperado de su descubrimiento. En su "Ensayo autobiográfico", Borges afirma:
Siempre consideré a la literatura inglesa como la más rica del mundo; el descubrir una cámara secreta en los orígenes de esa literatura me pareció un regalo adicional.
Esta idea se repite en el hermosísimo prólogo a su Breve an-tología anglosajona.
Hará unos doscientos años se descubrió que [la literatura in-glesa] encerraba una suerte de cámara secreta, a manera del oro subterráneo que guarda la serpiente del mito. Ese oro an-tiguo es la poesía de los anglosajones.
Borges encuentra en ese oro antiguo algo remoto, extraño y valioso, un tesoro que, al ser desenterrado y recuperado, lo de-vuelve a la época azarosa y heroica de sus mayores. A este carác-ter originario y épico se suma el placer fonoestético que este idioma le produce. Al comenzar a estudiarlo, Borges siente que sus palabras resuenan con una extraña belleza:
Los versos en un idioma extranjero tienen un prestigio que no tienen en el idioma propio, porque se oye, porque se ve cada una de las palabras.
Borges nunca olvidará esta embriaguez inicial. Cada vez que se refiera al inglés antiguo, describirá una vez más este mundo auditivo:
El lenguaje anglosajón, el inglés antiguo, estaba por su mis-ma aspereza predestinado a la épica, es decir a la celebración del coraje y de la lealtad. Por eso... lo que les sale especial-mente bien a los poetas es la descripción de batallas. Es como si oyéramos el ruido de las espadas, el golpe de las lanzas so-bre los escudos, el tumulto de los gritos de la batalla.
Pareciera que a nuestro profesor le hubiera gustado estar allí, en medio de la lucha, presenciando el choque de las espadas, el crujido de los estandartes y el encuentro de los hombres. Pero el poder evocativo que los versos anglosajones tienen para Borges no termina allí. A estas imágenes auditivas las complementan otras, de carácter visual. Cada vez que la parquedad del poeta deja un detalle o una imagen sin describir, Borges complementa los versos con descripciones de su propia imaginación. Encontramos un ejemplo en su narración de la Batalla de Maldon. El poema original comienza con las siguientes líneas:
Het þa hyssa hwæne hors forlætan, feor afysan, and forð gangan,
Que se traducen literalmente de la siguiente manera:
Le ordenó entonces a cada guerrero que dejara atrás su caballo Que lo enviara lejos y que avanzara
La traducción que Borges ofrece, sin embargo, tiene ligeras variaciones:
Les pidió que rompieran filas, que se apearan, que mandaran a latigazos a los caballos a la querencia y que avanzaran.
Ni los latigazos ni ningún equivalente a la "querencia" figu-ran en el texto original. No nos consta que los guerreros de Byrhtnoth tuvieran fustas a la mano, y el poema anglosajón no indica el lugar adonde debían ser enviados sus caballos (el alcal-de sólo ordena que los alejen). Son estos agregados de Borges, que tienen tal vez poco que ver con la Inglaterra medieval, pero que contribuyen sin lugar a dudas a acercar la batalla de Maldon y a los protagonistas de ese combate del siglo X a nuestro país y nuestra época.
Al continuar el estudio de este poema, Borges recrea el pai-saje y la escena inicial del combate:
Entonces el alcalde les dice que se formen en fila. Más allá se verían las altas naves de los vikings, esas naves con un dra-gón en la proa y con velas rayadas, y los vikings noruegos ha-brían desembarcado ya.
Una vez más, la descripción de Borges es una versión libre, enriquecida por su imaginación. La orden del alcalde sí se en-cuentra en los versos de "Maldon", pero ni las altas naves, ni las velas rayadas ni el desembarco de los vikings figuran en el poe-ma, cuyo comienzo se ha perdido. Borges, sin embargo, necesi-ta imaginar la escena en detalle para que la acción comience a transcurrir:
Los sajones ven cómo van desembarcando los vikings. Pode-mos imaginar a los vikings con sus yelmos ornamentados de cuernos, ver que llega toda esta gente...
Estas descripciones parecen verdaderas películas, y Borges de hecho asocia estas imágenes visuales con el cinematógrafo en más de una oportunidad:
Y luego entra en escena —porque este poema es muy lindo— un muchacho... Y este muchacho... tiene un halcón en el pu-ño: es decir, estaba entregado a lo que se llama caza de alta-nería. Y algo hay que ocurre, algo que un director cinemato-gráfico aprovecharía ahora. El muchacho siente que las cosas van en serio, y entonces deja que el querido halcón vuele al bosque, y entra en la batalla.
Igual procedimiento utiliza al describir la batalla de Stam-ford Bridge:
El ejército sajón salió con treinta o cuarenta jinetes... Podemos imaginarlos cubiertos de hierro. Quizá los caballos tuvieran hierro también. Si ustedes [la] han visto, [la película] Alejan-dro Nevsky puede servirles para imaginar esta escena.
Como si se tratara de films de acción, las descripciones de Borges nos sumergen en la tensión de los versos. En su rol de profesor, Borges no sólo describe y analiza, sino que, de alguna manera, insufla vida, significado y movimiento a estas obras épi-cas.
Es esta misma sensibilidad la que lleva a Borges a entretejer en estas clases historia y leyenda, mito y realidad. Sin las restric-ciones que imponen una conferencia o el número de páginas de un manual, Borges despliega aquí su costumbre de mezclar he-chos reales con ficción literaria, desdibujando los límites de esos dos ámbitos que en el universo borgeano se desdoblan siempre para luego fusionarse.
Así, en su descripción de la batalla de Hastings, Borges in-tercala un episodio poético de Heine o hechos legendarios toma-dos de la Gesta Regum Anglorum de William de Malmesbury; en su explicación sobre las expediciones vikingas irrumpen citas de la Crónica de los Reyes de Noruega, obra que combina verda-des históricas con material de carácter legendario o ficticio. De más está decir que no se trata de descuidos, sino de una actitud coherente con la cosmovisión del escritor. A Borges, para quien la historia representaba por momentos una rama más de la literatura fantástica, le preocupaban menos la realidad de los he-chos que el goce literario o la emoción que produce cada relato o escena. Así, al explicar las razones que llevaron a la batalla de Stamford Bridge, nuestro profesor se lamenta:
Tenemos pues al rey Harold y a su hermano, el conde Toste o Tostig, según los textos. Ahora, el conde creía que él tenía de-recho a parte del reino, que el rey debía dividir Inglaterra con él. El rey Harold no accedió, y entonces Tostig se fue de Inglaterra y se hizo aliado del rey de Noruega, a quien lla-maban Harald Hardrada, Harald el resuelto, el duro... Es una lástima que tenga casi el mismo nombre de Harold, pero no se puede modificar la historia.
¡A Borges le gustaría cambiar nada menos que los nombres de los protagonistas para mejorar la calidad literaria de este epi-sodio!
En conclusión: No importa si en realidad hubo un vikingo que saqueó una ciudad creyendo que era Roma; no importa si el Rey Olaf Haraldsson poseía en verdad una agilidad extraordina-ria; no importa si el juglar Taillefer entró realmente en Hastings haciendo malabarismos con su espada. Más allá de su veracidad puntual, estas escenas tienen valor por la atmósfera que contri-buyen a crear.
Entregado al placer literario que le producen estas obras, su exaltación del coraje y las sílabas de hierro de su idioma, Borges juega durante estas clases con etimologías, intercala en su análi-sis palabras y versos anglosajones; los recita, explica y analiza, e intenta —por sobre todo— despertar en sus alumnos el mismo placer que él encuentra en esta lengua.
En otras palabras: Borges siente la necesidad y la vocación de compartir este oro antiguo. En las últimas líneas de la Gesta, los geatas afirman que Beowulf era un guerrero gentil, amable con sus súbditos y ansioso de alabanza. Sabemos que Borges era un hombre gentil; nos consta que no le interesaba la fama. Podemos estar seguros, sin embargo, de que hubiera recibido con agrado el título real del que lo hace merecedor este curso: beahgifa, "dador de anillos", "distribuidor de tesoros", "repartidor de ri-quezas" expresión que utilizaban los anglosajones para subrayar la generosidad del monarca al repartir el oro entre sus hombres.
Martín Hadis
Agradecimientos
Agradecemos muy especialmente a la Dra. Ana María Barrenechea, quien re-visó las pruebas e hizo valiosas sugerencias; a los profesores Dan Donoghue y Joseph Harris de la Universidad de Harvard por sus observaciones y comenta-rios en temas relacionados con las literaturas medievales de Inglaterra e Islan-dia; a María Kodama por su amable disposición en la preparación de este libro. Queremos agradecer también a las siguientes personas: profesor Roberto Ca-sazza y Eduardo Calabrese, de la Biblioteca Nacional; profesor Hugo M. Cas-tro, profesora Silvia Delpy; profesora Carmen Dragonetti; profesora Alejandri-na Falcón; profesor Jack Lynch, de la Universidad de Rutgers; Lic. Pablo Man-tel; Dr. Orrin W. Robinson, de la Universidad de Stanford; Amanda Sobel, de la Universidad de Harvard; profesora María Teresa Villares, de la U.B.A.
"Yo sé, o más bien me dicen, porque desde luego yo no puedo verlo, que mis clases se llenan cada vez más de alumnos, y que muchos no están ni siquiera inscriptos en la materia. De modo que debiéramos suponer que quieren oírme, ¿no?"
Jorge Luis Borges, entrevista con B.D., 1968 Publicada en Clarín el 7 de diciembre de 1989.
Los títulos de libros, publicaciones periódicas, films y obras de teatro se indican en cursiva.
Los nombres de poemas, cuentos, artículos y ensayos se indi-can entre comillas.
Los números de página indicados en citas tomadas de Litera-turas germánicas medievales y Breve antología anglosajona co-rresponden a la edición de 1997 de las Obras Completas en cola-boración (OCC) publicadas por Emecé Editores.
Las demás citas que se refieren a otras obras de Borges corres-ponden a la edición de sus Obras Completas (OC), publicadas por Emecé Editores en Buenos Aires en 1997.
Cuando se especifica en una nota el número del capítulo de una saga, éste corresponde siempre a la edición que aparece en la Bibliografía seleccionada, al final de este volumen.
Viernes 14 de octubre de 1966
Clase Nº 1
Los anglosajones. La poesía y las kennings. Genealogía de los reyes germánicos.
La literatura inglesa comienza a desarrollarse a fines del siglo VII o a principios del VIII. De esa época son las primeras manifesta-ciones que poseemos, anteriores a las de las demás literaturas eu-ropeas. En las dos primeras bolillas vamos a tratar de esa literatu-ra: de la poesía y la prosa anglosajonas. Será útil, para cubrir el material de estas bolillas, un libro que he escrito con la señorita Vázquez, llamado Literaturas germánicas medievales. Está en Editorial Falbo. Antes de continuar, deseo aclarar que este estu-dio que vamos a hacer lo desarrollaremos de acuerdo al punto de vista de la literatura, con referencia al medio económico, político o social sólo cuando sea necesario para la inteligibilidad del texto.
Empezamos entonces la primera bolilla, que trata de la épica y los anglosajones que llegaron a las Islas Británicas luego del abandono de éstas por las legiones romanas; se señala el siglo V, aproximadamente el año 449. Las islas británicas eran la colonia más alejada de Roma, la más septentrional y habían sido con-quistadas hasta Caledonia, actual territorio escocés, donde vi-vían los pictos, pueblo de origen celta separado del resto de Bre-taña por la muralla de Adriano. Al sur habitaban los celtas con-vertidos al cristianismo y los romanos. En las ciudades, la gente culta hablaba latín; las clases bajas hablaban diversos dialectos gaélicos. Los celtas eran un pueblo que ocupaba los territorios de Iberia, Suiza, Tirol, Bélgica, Francia y Bretaña. La mitología que poseían fue borrada por la acción de los romanos y de las in-vasiones bárbaras, a no ser en los territorios de Gales y en Irlan-da, donde se salvaron algunos restos de ella.
En el año 449, Roma se desintegra y retira las legiones de Bre-taña. Este fue un acontecimiento importantísimo, porque el país quedó sin la defensa con que contaba y expuesto a los ataques de los pictos por el norte y de los sajones por el este. Se supone que estos últimos eran una confederación de pueblos piratas, ya que como pueblo no están incluidos en la Germania de Tácito. Eran "germanos del mar", afines a los posteriores vikings. Habitaron en el Rhin bajo y en los Países Bajos. Los anglos vivían en el sur de Dinamarca y los jutos, como lo dice su nombre, en Jutlandia. Y ocurrió entonces que a un jefe celta, britano, al ver que el sur y el oeste estaban amenazados por los piratas, se le ocurrió usar a los unos contra los otros. A este fin, llamó a los jutos para que lo ayudaran en la lucha con los pictos. Y es entonces que llegan dos jefes germanos, Hengest, cuyo nombre significa "potro", y Horsa, cuyo nombre significa "yegua".
"Germanos" es, entonces, el nombre de una serie de tribus con diversos gobiernos y que hablaban dialectos afines, que lue-go originaron las actuales lenguas danesa, alemana, inglesa, etc. Tenían mitologías comunes, de las que se ha salvado solamente la escandinava, en el punto más alejado de Europa: Islandia. Co-nocemos por esta mitología salvada en las Eddas algunas corres-pondencias: por ejemplo, el Odín escandinavo era el Wotan ale-mán y el Woden inglés. Los nombres de los dioses han quedado en los días de la semana, que se tradujeron del latín al inglés an-tiguo: Monday, lunes, día de la luna, "moon"; martes, día de Marte, es Tuesday, día del dios germano de la guerra y de la glo-ria; miércoles, día de Mercurio, se asimiló a Woden en Wednes-day; el día de Jove, Jueves, dio Thursday, día de Thor, con el nombre escandinavo; el día de Venus es Friday, la Frija alemana, Frig en Inglaterra, la diosa de la belleza; Saturday es el día de Sa-turno; el domingo, día del señor —cosa que se ve en el italiano, "domenica"— quedó como el día del sol: Sunday.
De las mitologías sajonas queda poco. Como sabemos, en Es-candinavia se adoraba a las valquirias, divinidades guerreras que volaban y llevaban el alma de los guerreros muertos al paraíso; y sabemos que también fueron veneradas en Inglaterra gracias a un proceso del siglo IX, en el que una vieja fue acusada de ser una valquiria. Es decir que estas mujeres guerreras que en sus caba-llos voladores llevaban al paraíso a los muertos, fueron transfor-madas por el cristianismo en brujas. Así, en el concepto común, los viejos dioses fueron interpretados como demonios.
Si bien no existía una unidad política germana, esos pueblos reconocían una unidad de otro tipo, nacional. Así a los extranje-ros se los llamaba "wealh", que luego da en el inglés "welsh" que se aplica a los galeses. Queda esta palabra también en el nombre "Galicia", "galo", etc. Es decir que aplicaban este nombre a todo aquel que no fuera germano. El jefe celta Vortigern llamó a los jutos en su ayuda. Éstos partieron en sus naves a remo —no te-nían mástiles— y desembocaron en el condado de Kent. Inme-diatamente emprendieron la guerra y derrotaron a los pictos con gran facilidad. Y tan fácil lo hicieron que pensaron en ocupar el país. No se puede, en realidad, hablar de una invasión armada, porque esta conquista fue llevada a cabo casi pacíficamente. In-mediatamente después se forma el primer reino germánico de Inglaterra, regido por Hengest. Se fueron formando así multitud de pequeños reinos. Al mismo tiempo, los germanos abandona-ron en masa los territorios del sur de Dinamarca y Jutlandia y fundaron Northumbria, Wessex, Bernicia. Toda esta muche-dumbre de pequeños reinos se convirtió un siglo después al cris-tianismo, por la acción de monjes venidos de Roma y de Irlan-da. Estas acciones, en principio complementadas, llegaron a crear rivalidades entre los monjes de las dos procedencias. Acer-ca de esta conquista espiritual hay varios detalles para subrayar, primeramente la manera en que recibieron a Cristo los paganos. Cuenta Beda el Venerable de un rey que tenía dos altares: uno dedicado a Cristo y otro para los demonios. Estos demonios son, sin duda alguna, los dioses germánicos.
Aquí se presenta otro problema. Los reyes germánicos des-cendían directamente de los dioses. No había cómo negarle a un jefe que rindiese homenaje a sus antepasados. Así que los sacer-dotes cristianos que fueron encargados por su cultura de redac-tar las genealogías de los reyes —algunas han llegado a noso-tros—, se encontraron en el dilema de no contradecir a los reyes y, al mismo tiempo, de no negar la Biblia. La solución que en-contraron fue realmente curiosa. Tenemos que notar que para los antiguos el pasado se remontaba no más allá de quince o veinte generaciones: no podían ellos concebir un pasado en la extensión con que lo concebimos nosotros. Así que en estas ge-nealogías, luego de unas cuantas generaciones, vemos el entron-que con los dioses, que a su vez se entroncaban con los patriar-cas hebreos. Así que, por ejemplo, el bisabuelo es Odín, el cual es nieto de algún patriarca. Y luego se remontan directamente a Adán. Como máximo, su concepción del pasado llegaba a quin-ce generaciones, o poco más.
La literatura de estos pueblos abarca muchos siglos. Se ha per-dido en grandísima parte. Por Beda el Venerable la fechamos co-mo desde mediados del siglo V. Y desde el año 449 hasta el año 1066, en que se libró la batalla de Hastings, de todo ese gran pe-ríodo, sólo nos quedan cuatro códices y poco más. El primero, el Códice de Vercelli, fue encontrado en el monasterio del mismo nombre, en el norte de Italia, en el siglo pasado. Es un cuaderno en anglosajón, que se supone fue llevado por peregrinos ingleses que volvían de Roma y que, afortunadamente para nosotros, ol-vidaron en el convento este manuscrito. Hay otros códices: la Crónica anglosajona, una traducción de Boecio, de Orosio, leyes, un "Diálogo de Salomón y Saturno". Y nada más. Están luego las epopeyas. El famoso Beowulf, composición de más de 3.200 ver-sos, supondría, quizás, otras epopeyas desaparecidas. Pero éstas son absolutamente hipotéticas. Además, dado que, luego de la proliferación de cantos breves y a partir de éstos, se forma la epo-peya, es lícito suponer que ésta pueda estar aislada.
La poesía es, en todos los casos, anterior a la prosa. Parecería que el hombre canta antes de hablar. Pero hay otras razones muy importantes. Un verso, una vez compuesto, actúa como mode-lo. Se lo repite una y otra vez y llegamos al poema. En cambio, la prosa es mucho más complicada, requiere un esfuerzo mayor. Además, no debemos olvidar la virtud mnemónica del verso. Así, en la India, los códigos están en verso. Supongo que han de tener algún valor poético, pero no están escritos en verso por eso sino simplemente porque en esa forma es más fácil recordarlos.
Debemos ver bien lo que significa "verso". Esta palabra tiene un sentido muy elástico. No es la misma concepción en todos los pueblos ni en todas las épocas. Por ejemplo, nosotros pensa-mos en verso isosilábico y rimado; los griegos pensaban en ver-so entonado, caracterizado por el paralelismo, frases que se ba-lancean. Pero nada de esto es el verso germánico. Fue difícil en-contrar la ley de construcción de estos versos, porque en los có-dices no están —como lo hacemos nosotros— escritos uno bajo el otro, sino que se encuentran escritos en forma corrida. Ade-más, no hay signos de puntuación. Pero de todas maneras, al fin se encontró que en cada verso hay tres palabras cuya primera sí-laba es tónica y que estaban aliteradas. Se han encontrado rimas, pero son casuales: el que escuchara esa poesía seguramente no las oiría. Y digo el que las escuchara, porque eran poemas para ser leídos o cantados con acompañamiento de arpa. Con respecto al verso aliterado, un germanista dice que tiene la ventaja de confi-gurar una unidad. Pero debemos agregar su desventaja y es que no permite la estrofa. En efecto, si en castellano nosotros escu-chamos el juego de rimas, éstas nos conducen a esperar la con-clusión; esto es, si en un cuarteto se empieza con rima en "-ía", siguen dos versos con "-aba", esperamos que el cuarto sea tam-bién en "-ía". Pero con la aliteración no ocurre así. Al cabo de unos cuantos versos, el sonido del primero, por ejemplo, ha de-saparecido de nuestra mente y así la sensación de estrofa desapa-rece. La rima, en cambio, permite la agrupación en estrofas.
Un recurso que los poetas germánicos descubrieron tardía-mente y que utilizaron poco fue el estribillo. Pero la poesía ha-bía desarrollado otro instrumento poético de jerarquía: éste está representado por los kennings, metáforas descriptivas, cristali-zadas. Porque como los poetas hablaban siempre de las mismas cosas, tocaban los mismos temas siempre —esto es: la lanza, el rey, la espada, la tierra, el sol— y éstas eran palabras que no em-pezaban con la misma letra, debieron buscar un recurso. La poe-sía era, como digo, solamente épica. No existía la poesía erótica. La poesía sentimental aparecerá mucho después, en el siglo IX, con las elegías anglosajonas. Así que en la poesía, que era sola-mente épica, para nombrar esas cosas cuyos nombres no empe-zaban con la misma letra, se formaron palabras compuestas. Es-te tipo de formaciones son absolutamente posibles y usuales en las lenguas germánicas. Y luego se dieron cuenta de que esas pa-labras compuestas podían perfectamente ser utilizadas como metáforas. Así fue que comenzaron a llamar al mar "camino de la ballena", "camino de las velas" o "baño del pez"; llamaron a la nave "potro del mar" o "ciervo del mar" o "jabalí de las olas", siempre usando nombres de animales; como regla general, sen-tían a la nave como un ser vivo. Al rey se lo llamó "pastor del pueblo" y también —esto seguramente por los juglares, para su beneficio—, "generoso de anillos" Estas metáforas, algunas de las cuales son hermosas, se utilizaron como lugares comunes. Todos las usaban y todos las entendían.
En Inglaterra, los poetas acabaron por darse cuenta, sin em-bargo, de que estas metáforas —algunas de las cuales, repito, eran muy hermosas, como aquella que hablaba del pájaro diciéndole "guardián del verano"—, llegaban a trabar la poesía, así que pau-latinamente las abandonaron. Pero en cambio, en Escandinavia, se las llevó a su último grado de desarrollo: se hicieron metáforas de metáforas, mediante combinaciones sucesivas. Así que si nave era "caballo del mar" y mar era "campo de la gaviota", entonces la nave sería "el caballo del campo de la gaviota". Y ésta es una metáfora, por así decirlo, de primer grado. Como el escudo era la "luna de los piratas" —los escudos eran redondos, hechos de ma-dera— y la lanza era la "serpiente del escudo", ya que lo destruía, entonces la lanza sería la "serpiente de la luna de los piratas"
Evolucionando así, se llegó a una poesía complicadísima, os-cura. Por supuesto, esto se dio en la poesía culta, en los medios más altos de la sociedad. Y como estos poemas eran recitados o cantados, se suponía que las metáforas primeras, las que sirven de base, ya eran conocidas por el público. Conocidas y muy co-nocidas, casi identificadas con la palabra. Pero sea como sea, lle-garon a ser oscurísimas, tanto que hay que hacer un verdadero acertijo para reconocerlas en su sentido real. Tanto es así que transcriptores de siglos posteriores, en otras versiones de los mismos poemas que tenemos, demuestran no entenderlas. Una bastante simple, como ésta: "el cisne de la cerveza de los muer-tos", a nosotros, cuando nos la presentan, no sabemos interpre-tarla. Así que si la desglosamos y vemos que "la cerveza de los muertos" significa la sangre y que el "cisne de la sangre" es de-cir el ave de la muerte, es el cuervo, tenemos que "el cisne de la cerveza de los muertos" significa simplemente "cuervo". Y en Escandinavia se hicieron así poemas enteros y con una comple-jidad cada vez mayor. Pero esto no ocurrió en Inglaterra. Las metáforas se mantuvieron en primer grado, sin avanzar más allá.
Con respecto al uso de la aliteración, es curioso notar que, si en un verso aparecen las palabras tónicas que comienzan por vo-cales distintas entre sí, el verso se considera igualmente alitera-do. Si en un verso hay una palabra con vocal "a", otra con "e" y otra con "i", están aliteradas. En realidad, no podemos saber exactamente cómo se pronunciaban las vocales en el anglosajón. El inglés antiguo era, sin duda, de un sonido más abierto y más sonoro que el actual. El actual se construye con las consonantes actuando como cumbres de la sílaba. En cambio, el anglosajón o inglés antiguo —ambas palabras son sinónimas— era de carác-ter eminentemente vocálico.
El léxico del anglosajón era, por lo demás, absolutamente ger-mánico. Antes de la conquista normanda, la única influencia de interés que pueda registrarse es la entrada de unas quinientas pa-labras aproximadamente, que fueron tomadas del latín. Estas pa-labras eran religiosas sobre todo o, si no, conceptos que no exis-tían anteriormente en esos pueblos.
En cuanto a la conversión de los germanos, cabe decir que a los germanos politeístas no les fue difícil aceptar otro dios: uno más no es nada. Pero a nosotros, por ejemplo, aceptar el paga-nismo politeísta nos sería bastante difícil. A los germanos, no; en un principio Cristo no fue más que un dios nuevo. El problema de la conversión, además, no ofrecía grandes dificultades. La conversión no era, como sería actualmente, individual, sino que, convertido el rey, se convertía todo el pueblo.
Las palabras que encontraron cabida en el anglosajón por re-presentar conceptos nuevos fueron aquellas tales como "empera-dor", noción que ellos no poseían. Aún ahora, la palabra alemana "kaiser", que tiene esa significación, viene de la latina "cæsar". En efecto, los germanos, en general, conocían bien a Roma. La reco-nocían como una cultura superior y la admiraban. Por eso, la conversión al cristianismo significaba la conversión a una civili-zación superior. Era un incontrastable atractivo, sin duda.
En la próxima clase veremos el Beowulf, poema del siglo VII, el más antiguo de toda la épica, anterior al Poema del Cid, del si-glo XI o X, y a la Chanson de Roland, un siglo anterior al Cid y al Nibelungenlied. Es la más antigua epopeya de todas las li-teraturas europeas. Luego proseguiremos con el "Fragmento de Finnsburh".
Sin fecha, probablemente 15/10/1966
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FRAGMENTO. NOVELA. EN PROCESO. EL VUELO DE LA URRACA.
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