lunes, 14 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.

 (En la gráfica: Borges y Betina Edelberg).
Miércoles 2 de noviembre de 1966. Clase Nº 9

Raselas, príncipe de Abisinia, de Samuel Jonson.                                                                   La leyenda del Buddha.                                                                                        Optimismo y pesimismo. Leibniz y Voltaire.


Hoy hablaremos del cuento Raselas, príncipe de Abisinia. Este cuento no constituye lo más característico de Johnson. Harto más característica es su carta al conde de Chesterfield.  O unos artículos de The Rambler,  o el prólogo del Diccionario, o el prólogo de su edición crítica de Shakespeare. Pero [Raselas] es la obra más accesible, ya que anda por ahí una versión de Mariano de Vedia y Mitre,  y es además de muy fácil lectura: puede leer-se en una tarde. Johnson la escribió, según dicen, para pagar el entierro de su madre, la escribió después de haber redactado el diccionario, cuando era ya el hombre de letras más famoso de Inglaterra, pero no era un hombre rico. Empezaremos por el tí-tulo: Raselas, príncipe de Abisinia. Y recordaremos así un rasgo significativo: que una de las primeras, acaso la primera publica-ción de Samuel Johnson fue una traducción del Viaje a Abisinia del jesuíta portugués Lobo, que Johnson no ejecutó directamen-te sino a través de una versión francesa.  Lo importante para no-sotros ahora es el hecho de que Johnson tenía noticias precisas sobre Abisinia, ya que había traducido un libro sobre ese país. Y sin embargo, en su novela breve o cuento largo Raselas no usa en ningún momento su conocimiento de Abisinia. Ahora, no debe-mos pensar en una distracción de Johnson o en un olvido. Esto sería del todo absurdo tratándose de un hombre como Johnson. Debemos pensar en su concepto de la literatura —un concepto tan ajeno del nuestro, contemporáneo— y debemos detenernos en él. Hay, por lo demás, un capítulo del mismo Raselas en el cual uno de los personajes, el poeta Imlac, expresa su concepto de la poesía. Y evidentemente, ya que Johnson —que fue tantas otras cosas— nunca fue un creador de caracteres, Imlac expresa en este capítulo —titulado "De la naturaleza de la poesía"— el concepto que Johnson tenía de la poesía, de la literatura en ge-neral, podemos decir. El príncipe Raselas le pregunta al sabio poeta Imlac qué es la poesía, cuál es su índole, e Imlac le dice que la función del poeta no es contar las rayas del tulipán o detener-se en los diversos matices del verde, del follaje. El poeta no debe tratar de lo individual, sino de lo genérico, ya que el poeta escri-be para la posteridad. Dice que al poeta no debe importarle lo local, lo propio de una clase humana, de una región, de un país. Que ya que la poesía tiene esta alta misión de ser eterna, el poe-ta debe ocuparse, no de los problemas —desde luego Johnson no usa la palabra "problemas", que en aquel tiempo se aplicaba es-pecíficamente a las matemáticas—, que no debe ocuparse de lo que inquieta a su época sino que debe buscar lo eterno, las pa-siones eternas del hombre, y luego temas como la brevedad de la vida humana, las vicisitudes del destino, la esperanza que tene-mos de la inmortalidad, los vicios, las virtudes, etcétera.
Es decir, Johnson tenía un concepto de la literatura que di-fiere totalmente del contemporáneo, del nuestro. Ahora la gente siente instintivamente que cada poeta se debe a su nación, a su clase, a las inquietudes contemporáneas. Pero Johnson tiraba a algo más alto. Johnson pensaba que un poeta debe escribir para todos los hombres de su siglo. Por eso en Raselas, fuera de ha-ber una referencia geográfica —se habla del origen del padre de las aguas, el Nilo, hay alguna referencia geográfica al clima—, aunque todo ocurre en Abisinia, podría ocurrir en cualquier otro país. Y esto, lo repito, Johnson no lo hizo por negligencia o por ignorancia, sino porque esto correspondía a su concepto de la literatura. No debemos olvidar, además, que Raselas fue escri-to hace más de doscientos años, y que en ese lapso de tiempo los hábitos y las convenciones de la literatura han cambiado enor-memente. Hay por ejemplo una convención literaria que John-son acepta y que ahora nos resulta incómoda: la del monólogo. Sus personajes abundan en soliloquios, y esto no lo puso John-son porque creía que la gente fuera dada al monólogo, sino co-mo un modo cómodo de expresar lo que sentía y, al mismo tiem-po, de expresar su propia elocuencia, que era grande. Recorde-mos el ejemplo análogo de los discursos de las obras históricas de Tácito. Ahí, naturalmente Tácito no suponía que esos bárba-ros hubieran dirigido esos discursos a sus tribus, pero los discur-sos eran un modo de expresar lo que esas gentes pudieron sen-tir. Y los contemporáneos de Tácito no los aceptaban como do-cumentos históricos, sino como piezas retóricas puestas para fa-cilitar la comprensión de lo que Tácito estaba describiendo. El estilo de Raselas, al principio, corre el peligro de parecernos un poco pueril y demasiado adornado. Pero Johnson creía en la dig-nidad de la literatura. Luego, nos resulta lento, es un estilo mo-roso. Pero al cabo de ocho o diez páginas, esa lentitud nos resul-ta —o me ha resultado a mí, en todo caso, y a muchos lectores— agradable. Hay una tranquilidad en su lectura y debemos habi-tuarnos a ella. Y luego a través de la fábula, Johnson se va abrien-do camino. Sentimos la melancolía, la gravedad, la sinceridad, la probidad, que son fundamentales en Johnson, a través de la fá-bula, que es bastante tenue, desde luego.
Ahora, la fábula de Raselas es ésta: el autor supone que los em-peradores de Abisinia habían separado del resto del reino, cerca de las fuentes del Nilo —el padre de las aguas, como lo llama—, un valle llamado "the Happy Valley", el valle venturoso, que estaba rodeado por altas montañas. El único acceso que ese valle tenía al mundo era una puerta de bronce, continuamente vigilada, y ade-más muy fuerte y muy maciza. Era realmente imposible abrirla. Y luego supone que de ese valle ha sido excluido todo lo que pue-de entristecer a los hombres. En ese valle hay praderas y bosques que lo rodean, es fértil, hay un lago y en el centro del lago, una isla en que está el palacio del príncipe. Y ahí viven los príncipes hasta que muere el emperador, y entonces le toca al primogénito ser emperador de Abisinia. Y mientras tanto el príncipe y los su-yos viven entregados a los placeres, desde luego, no sólo a los pla-ceres físicos, de los que se habla poco en el texto —Johnson era un autor que respetaba al lector, recordemos aquello de "El lec-tor francés / debe ser respetado" de Boileau, que se aplicaba a to-dos los lectores de la época— [sino también] a los placeres inte-lectuales, a los placeres de las ciencias y de las artes. Ahora, en es-ta idea de un príncipe condenado a un cautiverio feliz hay un re-flejo, probablemente ignorado por el propio Johnson, de la le-yenda del Buddha, que habría llegado a él en la historia de Bar-laam y Josafat,  que está tomada como tema en una de las come-dias de Lope de Vega: la idea de un príncipe a quien se lo educa en medio de una felicidad artificial. La leyenda del Buddha, po-demos recordarlo, se puede cifrar así: había un rey en la India, unos cinco siglos antes de la era cristiana, contemporáneo de He-ráclito, de Pitágoras, a quien le es revelado por medio de un sue-ño de su mujer que ésta dará a luz a un hijo, que ese hijo puede ser emperador del mundo, o puede ser el Buddha, el hombre des-tinado a salvar a los hombres de la infinita rueda de las reencar-naciones. El padre, naturalmente, prefiere que sea emperador del mundo y no redentor de la humanidad. Y sabe que si el hijo co-noce las miserias de la humanidad, renunciará a ser rey y será el Buddha, el redentor —la palabra Buddha significa "despierto"—. Y entonces resuelve que éste viva recluido en un palacio sin saber nada de las miserias de la humanidad. El príncipe es un gran atle-ta, un arquero, un jinete. Tiene un harén populoso y llega a los veintinueve años. Cuando cumple esa edad, sale a dar una vuelta en coche y llega a una de las puertas del palacio, que da al norte. Y entonces ve un ser que no ha visto nunca, una persona rarísi-ma cuyo rostro está surcado por las arrugas, está encorvado, se apoya en un báculo, camina con paso vacilante, el pelo es blanco. [El príncipe] pregunta quién es ese ser extraño, apenas humano, y el cochero le dice que es un anciano, y que con el andar de los años él será ese anciano, y que todos los hombres lo serán o lo han sido. Luego él vuelve a su palacio, muy turbado por ese es-pectáculo, y al cabo de un tiempo hace otro paseo, por otro ca-mino, y se encuentra con un hombre yacente, muy pálido, dema-crado, quizá con la blancura de la lepra. Pregunta quién es y le di-cen que es un enfermo, y que él con el tiempo será ese enfermo, y que todos los hombres lo serán. Luego hace su tercera salida, al sur, digamos, y sucede algo más raro. Ve varios hombres que lle-van a un hombre que parece dormido, pero que no respira. Pre-gunta quién es y le dicen que es un muerto. Es la primera vez que él oye la palabra "muerto". Y hace una cuarta salida y se encuen-tra con un hombre viejo pero robusto que viste un hábito amari-llo y pregunta quién es. Y le dicen que es un asceta, un "yoga". La palabra "yoga" tiene la misma raíz que "yugo" que significa una disciplina, y que ese hombre está más allá de toda la adversidad del mundo. Y entonces el príncipe Siddhartha huye de su palacio y decide buscar la salvación, llega a ser el Buddha, enseña la salva-ción a los hombres. Y según una versión de esta leyenda —uste-des me perdonarán esta digresión, pero la historia es hermosa—, el príncipe, el cochero y los cuatro personajes que ve, el anciano, el enfermo y el asceta son la misma persona. Es decir, él ha toma-do diversas formas para cumplir con su destino de Bodhisattva, de pre-Buddha. Hay un eco de esa palabra en el nombre de Josa-fat. Ahora, algún eco de esa leyenda tiene que haber llegado a Johnson, porque el principio de esa leyenda es el mismo: tenemos a un príncipe recluido en el cautiverio del Happy Valley, del "Va-lle venturoso". Y ese príncipe llega a cumplir veintiséis años —puede haber un eco de los veintinueve de la leyenda del Buddha— y siente la insatisfacción de ver que todos sus deseos están colmados. En cuanto quiere algo, lo tiene. Esto produce en él un estado de desesperación. Se aparta del palacio, de los músi-cos y de los placeres, sale del palacio y va a caminar solo. Enton-ces ve a los animales, a las gacelas, a los ciervos. Más arriba, en la ladera de la montaña, están los camellos, los elefantes. Y piensa que estos animales son felices, porque les basta desear algo y, una vez que han satisfecho sus necesidades, se tienden a dormitar. Pero en el hombre hay como un anhelo infinito, una vez satisfecho todo lo que puede desear, querría desear otras cosas, y él no sabe qué son. Luego él conoce a un inventor. Este inventor ha inven-tado una máquina para volar. Eso le sugiere al príncipe la posibi-lidad de embarcarse en esa máquina, huir del Valle venturoso y conocer directamente las miserias de la humanidad. Hay luego un pasaje un poco jocoso que Alfonso Reyes cita en su libro Ri-lindero, como si aquí estuviera prefigurada la ficción científica de nuestros días, la obra de Wells o de Bradbury, porque luego el in-ventor se lanza desde una torre en su rudimentario avión, se da un golpe espantoso, se rompe una pierna, y entonces el príncipe comprende que debe buscar otras maneras de huir del valle. Ha-bla entonces con Imlac, el poeta cuyo concepto de la poesía ya hemos discutido, habla con su hermana, que está cansada como él de la felicidad, de la satisfacción inmediata de todos los deseos, y resuelven huir del valle. Y aquí la novela se convierte de pron-to en un relato psicológico. Porque Johnson nos dice que duran-te un año el príncipe estaba tan contento con haber tomado la de-cisión de evadirse del valle, que ya esa resolución le bastaba, que no hizo nada para ponerla en ejecución. Todas las mañanas pen-saba: "Voy a evadirme del valle", y entonces se entregaba a los banquetes, a la música, a los placeres de los sentidos y de la inte-ligencia, y así pasaron dos años. Y una mañana comprendió que había estado viviendo simplemente de la esperanza. Entonces se puso a explorar las montañas, a ver si encontraba algo, y encon-tró finalmente una caverna por la cual se descargaban las aguas de los ríos en el lago. Y acompañado por Imlac la exploró y vio que había un lugar, una especie de grieta, por la cual él podía evadir-se. Al cabo de tres años de tomada la decisión, él, su hermana, Imlac y una dama de la corte llamada Pekuah resuelven dejar el valle feliz. Sabían que les bastaba escalar el círculo de montañas para estar a salvo, porque nadie conocía ese pasaje entre las rocas. Efectivamente, aprovechan una noche para escaparse, y al cabo de algunas vicisitudes —muy pocas, porque Johnson no estaba escribiendo una novela de aventuras sino que estaba reescribien-do su poema sobre la vanidad de las esperanzas humanas— se en-cuentran del otro lado de las montañas, al norte. Luego ven un grupo de pastores y, al principio —éste es un rasgo humano muy verosímil—, el príncipe y la princesa se asombran de que los pas-tores no caigan de rodillas delante de ellos. Porque aunque quie-ren mezclarse con el común de la humanidad, aunque quieren ser hombres como los otros, están naturalmente acostumbrados a las ceremonias de la corte. Luego se dirigen al norte, donde todo les llama la atención, la misma indiferencia de las gentes. Ellos llevan joyas escondidas, porque en el palacio están los tesoros de los re-yes de Abisinia. Además, en el palacio hay columnas huecas lle-nas de tesoros. Hay además espías para vigilar a los príncipes, pe-ro éstos han logrado escaparse. Y luego llegan a un puerto sobre el Mar Rojo. Y el puerto, las naves, les llaman poderosamente la atención. Tardan meses en embarcarse. La princesa al principio está aterrada. Pero su hermano e Imlac le dicen que ella ha toma-do una decisión, y navegan. Aquí uno espera que el autor inter-cale tempestad, para divertir a los lectores. Pero Johnson no está pensando en eso. Además, es notable el hecho de que Johnson haya escrito ese libro, tan de estilo lento y musical, ese libro en el cual todos los períodos están como equilibrados, no hay ninguna frase que termine de un modo brusco, hay una música monóto-na pero muy diestra, y esto es lo que escribió Johnson pensando en la muerte de su madre, a quien quería tanto.
Y finalmente llegan a El Cairo. El lector entiende que El Cai-ro viene a ser como una metáfora, una imagen de Londres. Se ha-bla del comercio de la ciudad, de la princesa y del príncipe, que están como perdidos entre esas muchedumbres humanas que no los saludan, que los codean, que los hacen a un lado. E Imlac vende algunas de las joyas que han llevado, compra un palacio y se establece allí como mercader, y conoce a las personas más considerables de Egipto, es decir de Inglaterra, porque todo es-te ropaje oriental lo tomó Johnson de Las Mil y Una Noches, que había sido traducido a principios del siglo XVIII por el orien-talista francés Galland.  Pero hay poco de color oriental, esto no le interesaba a Johnson. Luego se habla de las naciones de Euro-pa. Imlac dice que ellos, comparados con las naciones de Eu-ropa, son bárbaros. Que las naciones de Europa tienen medios para comunicarse. Habla de las cartas que llegan en poco tiem-po, habla de los puentes, vuelve a hablar de las muchas naves. Ellos ya han viajado en una de Abisinia a El Cairo. Y el prínci-pe le pregunta si los europeos son más felices. E Imlac le contes-ta que la sabiduría y la ciencia son preferibles a la ignorancia, que la barbarie y la ignorancia no pueden ser fuentes de felicidad, que los europeos son ciertamente más sabios que los abisinios, pero que él no puede afirmar, por el comercio que ha tenido con ellos, que sean más felices. Luego asistimos a diversas conversa-ciones con filósofos. Uno de ellos dice que el hombre puede ser feliz si vive según las leyes de la naturaleza, pero no puede expli-car cuáles son esas leyes. El príncipe comprende que, cuanto más converse con él, menos entenderá al filósofo de la naturaleza. Se despide cortésmente de él, y luego le llegan noticias de un asce-ta, un hombre que hace catorce años vive en la Tebaida,  en la so-ledad. Y resuelve ir a visitarlo. Al cabo de varios días —creo que el viaje se hace en camello— llegan a la caverna del asceta. La ca-verna ha sido dispuesta en varias habitaciones. El asceta los con-vida con carne y con vino. El mismo es un hombre frugal, y se alimenta de legumbres y leche. El príncipe pide que cuente su historia. El otro le dice que ha sido militar, que ha conocido el tumulto de las batallas, la vergüenza de las derrotas, el goce de las victorias, que llegó a ser famoso y que luego vio que por in-trigas cortesanas le daban un cargo más alto a un oficial menos experto y menos valiente que él. Y entonces fue a buscar el reti-ro, y desde hace muchos años vive solo ahí, entregado a la medi-tación. Y el príncipe —este cuento es una parábola, es una fábu-la del hombre que busca la felicidad— le pregunta si es feliz. El filósofo le responde que la soledad no le ha servido para alejarse de la imagen de la ciudad, de sus vicios y sus placeres. Que más bien antes, cuando él tenía sus placeres a su alcance, él se saciaba y pensaba en otra cosa. Pero en cambio ahora, que está viviendo en la soledad, lo único que hace es pensar en la ciudad y en los placeres a los que ha renunciado. Les dice que es una suerte que ellos hayan llegado esa noche, porque él ha tomado la decisión de volver al día siguiente a El Cairo. Sale de la soledad. El prín-cipe le dice que cree que está equivocado. El otro le dice que cla-ro, naturalmente, para él la soledad es nueva, pero que ya lleva catorce o quince años de soledad, que está harto y entonces los dos se despiden y el príncipe va a visitar la gran pirámide. Y Johnson dice que la pirámide es la obra más considerable que han ejecutado los hombres. La pirámide y la Muralla China. Di-ce que a ésta podemos explicarla: de un lado tenemos un pueblo temeroso, pacífico, muy civilizado, y del otro hordas de jinetes bárbaros que podrían ser detenidos por la muralla. Se entiende por qué la muralla fue construida. En cuanto a las pirámides, sa-bemos que son un monumento sepulcral, pero para conservar a ese hombre no se necesita esa vasta estructura.
Luego el príncipe y la princesa, Imlac y Pekuah, llegan a la entrada de la pirámide. La princesa se aterra —el temor es el úni-co rasgo suyo que vemos en la novela—, dice que ella no quiere entrar, que adentro pueden estar los espectros de los muertos. Imlac le dice que no hay razón alguna para suponer que a los es-pectros les gusten los cadáveres, y que ya ha venido ahí. Le pide que entre. Él, en todo caso, entra primero. La princesa accede a entrar. Y luego llegan a una cámara espaciosa y ahí hablan sobre el fundador de las pirámides. Y dicen: "Aquí tenemos un hom-bre omnipotente sobre un vasto imperio, un hombre que sin du-da disponía de todas las satisfacciones posibles. Y sin embargo, ¿a qué llega? Llega al tedio. Llega a la tarea inútil de hacer que miles de hombres acumulen una piedra sobre otra hasta cons-truir una pirámide inútil". Aquí podemos recordar a Sir Thomas Browne,  un buen escritor del siglo XVII, autor de una frase que ustedes conocen: "el espectro de la rosa", "the ghost of a rose".  Esa frase fue, creo, inventada por Sir Thomas Browne. Y el sa-bio Imlac, al hablar de las pirámides dice: "¿Who can't have pity on the builder of the pyramids?" La frase anterior es "¿Quién puede no compadecer al constructor de las pirámides?" Enton-ces el príncipe dice: "¿Quién cree que el poder, el lujo, la omni-potencia, pueden hacer felices a los hombres? Y a éste le digo: mira la pirámide y confiesa tu insensatez". 
Luego visitan un convento. En el convento conversan con los monjes, y los monjes les dicen que están acostumbrados a una vida áspera, que saben que su vida será áspera pero que no tienen la certidumbre de que será feliz. Se habla también del amor, de las vicisitudes de la ansiosa e incierta felicidad del amor, y después de haber conocido así el mundo, de haber visto a los hombres y sus ciudades, el príncipe, Imlac, la princesa y Pekuah, la dama de la princesa, resuelven volver al valle feliz, donde no serán felices pero no serán más desdichados que fuera del valle.
Es decir, toda esta historia de Raselas es realmente una nega-ción de la felicidad de los hombres y ha sido comparada con el Cándido de Voltaire.  Ahora bien, si nosotros comparamos pá-gina por página, línea por línea el Cándido de Voltaire y el Ra-selas de Johnson, notaremos inmediatamente que el Cándido es un libro mucho más ingenioso que Ráselas, pero que el propio ingenio de Voltaire sirve para desmentir su tesis. Leibniz,  con-temporáneo de Voltaire, había proclamado la teoría de que vivi-mos en el mejor de los mundos posibles, y a esto se lo llamó en sorna "optimismo". La palabra "optimismo", que ahora utiliza-mos para significar "buen humor", fue una palabra inventada pa-ra ir contra Leibniz. Éste creía que vivimos en el mejor de los mundos posibles, y hay una parábola de Leibniz en que imagina una pirámide. Esa pirámide no tiene base, pero sí ápice. Cada uno de los pisos de la pirámide corresponde a un mundo, y el mundo de cada piso es superior al piso que está debajo, y así in-finitamente, porque la pirámide no tiene base, es estrictamente infinita. Y entonces Leibniz hace que su héroe viva una vida en-tera en cada uno de los pisos de la pirámide. Y al fin, al cabo de infinitas reencarnaciones, llega al ápice. Y cuando llega al último piso, tiene una impresión parecida a la felicidad, cree que ha lle-gado al cielo, y entonces pregunta: "¿Dónde estoy ahora?" Y en-tonces le explican que está en la Tierra. Es decir que nosotros es-tamos en el más feliz de los mundos posibles. Ahora, desde lue-go, este mundo está lleno de desdichas, creo que basta un dolor de muelas para convencernos de que no somos habitantes del Paraíso. Pero esto lo explica Leibniz diciendo que eso equivale a los colores oscuros que hay en un cuadro. Él nos inventa una ilustración tan ingeniosa como falaz. Dice que imaginemos una biblioteca de mil volúmenes. Cada uno de esos volúmenes es la Eneida. Se pensaba que la Eneida era la obra más alta —o la Ilía-da si ustedes prefieren— de la literatura humana. Esa biblioteca consta de mil ejemplares de la Eneida. Ahora, ¿qué prefieren us-tedes, una biblioteca con mil ejemplares de la Eneida —o de la llíada, o de cualquier otro libro que a ustedes les guste mucho, porque lo mismo es para el ejemplo— o prefieren una bibliote-ca en la cual hay un solo ejemplar de la Eneida y obras de escri-tores tan inferiores como cualquier contemporáneo nuestro? Entonces el lector contesta naturalmente que prefiere la otra bi-blioteca, de temas variados. Y entonces Leibniz le contesta: "Pues bien, esa otra biblioteca es el mundo". En el mundo tene-mos seres perfectos y momentos de felicidad tan perfectos como el de Virgilio. Pero tenemos otros tan malos como la obra de Fu-lano o Mengano, no tengo por qué especificar el nombre.
Pero este ejemplo es falso, porque el lector puede elegir en-tre los libros, pero si a nosotros nos toca ser la obra deleznable de Fulano de Tal, quién sabe si somos muy felices. Hay un ejem-plo parecido de Kierkegaard.  Él dice que vamos a suponer un plato riquísimo. Todos los ingredientes de ese plato son riquísi-mos, pero para los ingredientes de ese plato es necesario que ha-ya una gota de acíbar, por ejemplo. Y ahora bien, dice: "Cada uno de nosotros es uno de los ingredientes de ese plato, pero si a mí me toca ser la gota de acíbar, ¿voy a ser tan feliz como el que es la gota de miel?" Y Kierkegaard, que tenía un sentimien-to religioso profundo, dice: "Desde el fondo del Infierno agra-deceré a Dios ser la gota de acíbar que es necesaria para la varie-dad y la concepción del universo". Voltaire no pensaba así, pen-saba que en este mundo hay muchos males, que los males son más que los bienes, y entonces escribió el Cándido como demos-tración del pesimismo. Y uno de los primeros ejemplos que él elige es el del terremoto de Lisboa, y dice que Dios permitió el terremoto de Lisboa para castigar a los habitantes por sus mu-chos pecados. Y Voltaire se pregunta si realmente los habitantes de Lisboa son más pecadores que los habitantes de Londres o de París, que no han sido juzgados dignos de un terremoto de jus-ticia divina. Ahora, lo que podría decirse en contra del Cándido y a favor de Raselas, es que un mundo en el cual existe el Cán-dido, que es una obra deliciosa, llena de bromas, no es un mun-do tan malo, ya que permite el Cándido. En cambio, se puede pensar que Voltaire está jugando con la idea de que el mundo es terrible. Porque seguramente, cuando escribió el Cándido, él no sintió el mundo como terrible. Estaba mostrando una tesis y es-taba divirtiéndose mucho al mostrarla. En cambio, en el Raselas de Johnson sentimos la melancolía de Johnson. Sentimos que para él la vida era esencialmente horrible. Y la misma pobreza de invención que hay en el Raselas hace que el Raselas sea más con-vincente.
Ya veremos por el libro que daremos la próxima vez la pro-funda melancolía de Johnson. Sabemos que él sentía la vida co-mo horrible, de un modo que no pudo sentirla Voltaire. Es ver-dad que Johnson también tiene que haber derivado un conside-rable placer en el ejercicio de la literatura, de su facilidad en es-cribir largas sentencias musicales, sentencias que nunca son hue-cas, que siempre tienen un sentido. Pero sabemos que fue un hombre melancólico. Johnson vivía además atormentado por el temor de volverse loco, era muy consciente de sus manías. Creo que comenté la última vez que era común que tuvieran una reu-nión y que él se pusiera a decir en voz alta el Padrenuestro. John-son era una persona halagada por la sociedad, pero sin embargo conservaba deliberadamente su rusticidad. Estaba por ejemplo en una gran comida, tenía a un lado a una duquesa, del otro la-do a un académico, y cuando comía —sobre todo si la comida estaba un poco pasada, a él le gustaba la comida un poco pasa-da— se le hinchaban las venas de la frente. La duquesa le hacía una observación cortés, y él le contestaba apartándola con la ma-no y emitiendo un gruñido cualquiera. Era un hombre que, di-gamos, aceptado por la sociedad, la desdeñaba. Y en su obra li-teraria hay, como en la obra literaria de Swinburne, muchas ple-garias. Una de las composiciones a las que él usaba entregarse era a las oraciones, en las cuales le pedía perdón a Dios por lo poco que había soportado, por las muchas insensateces y locuras que había hecho en su vida. Pero todo esto, el examen del carácter de Johnson, vamos a dejarlo para la otra clase, porque las intimida-des de Johnson están reveladas menos por él —que trató de ocultarlas y que no se quejó de ellas— que por un personaje ex-traordinario, James Boswell, que se dedicó a frecuentar a John-son y a anotar día por día todas las conversaciones de Johnson, y ha dejado así la mejor biografía de toda la literatura, según di-ce Macaulay.  De modo que dedicaremos nuestra próxima clase a la obra de Boswell y al examen del carácter de Boswell, tan dis-cutido, negado por unos y alabado por otros.

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