jueves, 26 de noviembre de 2015

F. M. Dostoyevski: El doble. Poema de Petersburgo.



Hay obras literarias cuyo sentido y alcance no son cap-tados en la época de su publicación, sino largo tiempo después, cuando cambios en el ambiente intelectual o mu-danzas en la sensibilidad general actualizan lo que el autor, con genial intuición, puso en ellas y que sus contemporá-neos, menos perspicaces, no alcanzaron a penetrar. Así su-cedió con la obra presente. Cuando salió a luz en 1846, lectores y críticos vieron en ella un relato en que un tema que les era familiar venía revestido de extravagante sin-gularidad. En todo caso, quedó frustrada la esperanza de Dostoyevski de que esta su segunda novela sirviera para consolidar el renombre que le había procurado la prime-ra, Pobres gentes, publicada también en 1846.
Lo familiar de El doble era la reaparición de uno de los tipos favoritos de Gogol, escritor a quien tanto debe el temprano Dostoyevski en materia de ficciones nove-lescas: el del funcionario público (chinovnik) de modesta o ínfima categoría que se esfuerza por salvaguardar un mínimo de dignidad y amor propio ante una burocracia que ve en sus servidores sólo un conjunto de nombres y puestos en un desalmado escalafón. El protagonista de El doble, Yakov Petrovich Goliadkin, es ejemplo cabal de ese tipo de funcionario. Consciente de su «grado» (chin) oficial y desdeñoso de las limitaciones que conlleva, aspira a zafarse de ellas en el plano social, sin percatarse de que en el sistema en que vive «persona» y «función» son equivalentes. En el medio social se alcanza el nivel que corresponde al «grado» que se tiene en el escalafón. En alguna medida esta equivalencia es propia de todas las burocracias gubernamentales, y así lo hicieron cons-tar otros maestros del realismo literario como Balzac y Galdós. Pero fue rasgo acentuado de la burocracia que implantó en Rusia Pedro el Grande y que Nicolás I llevó al máximo de mecánica rigidez.
Ahora bien, una vez sentada la coincidencia tipológica con Gogol, las divergencias entre los dos escritores re-sultaban tan profundas que no podían menos de despis-tar a aquellos lectores y críticos empeñados en ver en El doble sólo una malograda y aun perversa imitación de Gogol. Aunque ambos escritores hacían hincapié en la deshumanización del chinovnik, Gogol procedía desde fuera, según un método reductivo consistente en tomar la parte por el todo: el personaje gogoliano se fragmenta en nombre cómico, rasgo facial, gesto, muletilla, artículo de vestir, etc., y cada fragmento adquiere sustancialidad tan vigorosa y autónoma que a menudo nos olvidamos de que es sólo un retazo de caracterización que ha veni-do a suplantar a la caracterización total. Dostoyevski pro-cede a la inversa: su personaje crece y se ensancha desde dentro, según un arbitrio que le empuja a rebasar el cau-ce del yo convencional y derramarse por su contorno vital, convertido así en aditamento inseparable de la persona-lidad. Ese arbitrio es la virtud expansiva de la palabra. Desde sus comienzos como escritor, Dostoyevski hace que sus personajes vivan y se desarrollen —también que se destruyan— hablando, consigo mismos o con otros, razo-nando, delirando, disputando, soñando dormidos o despier-tos. Delirando sobre todo en la obra que nos ocupa. Go-liadkin, cuyo trastorno mental es evidente desde su primera aparición, se va sumiendo gradualmente en un mundo de su propia hechura, en el que se siente perse-guido y acosado por «enemigos» ante quienes se enso-berbece o se humilla para dar al traste con sus aviesos propósitos. Del contraste entre la fantasía demencial de Goliadkin y la realidad presunta deriva la índole grotesca del relato. Y decimos «realidad presunta» porque sólo al-canzamos a entreverla, medio velada como está siempre por las alucinantes interpretaciones del protagonista.
Para neutralizar la simpatía que el lector pueda sentir inicialmente por el protagonista, Dostoyevski inyecta en su personaje inequívocas taras morales. Goliadkin no es una víctima inocente, condenada a la insania por un des-tino adverso. Es soberbio, ambicioso y taimado. Su rebe-lión contra el orden establecido está motivada por el afán de hacerse pasar por lo que no es: por hombre de mundo, rico, distinguido, respetado y admirado de todos. Como tal, aspira secretamente a ascender en su carrera y aun obtener la mano de la hija de su jefe. Cuando su ambición se ve frustrada al ser expulsado del baile con que éste celebra el cumpleaños de aquélla, la mente desquiciada de Goliadkin «inventa» un doble que vendrá a encarnar paródicamente muchos de sus propios defectos y algunas de sus aspiraciones inconfesadas, y de paso a cosechar algunos de los triunfos que a él le son negados. El impos-tor, en suma, da vida imaginaria a otro impostor, con el que trata inútilmente de reconciliarse y que acabará por destruirle.
El tema del doble, caro a los románticos, había sido tratado en particular por Gogol y Hoffmann. Pero fue Dostoyevski quien descubrió en él todas sus espeluznan-tes —trágicas al par que grotescas— posibilidades, lo que explica en parte la perplejidad de sus lectores y críticos contemporáneos. Era necesario llegar al siglo XX, a Kafka y la psicopatología moderna para comprender el alcance de las intuiciones de Dostoyevski en materia de esquizofrenia. En todo caso, el tema del desdoblamiento de la personalidad fue la «idea seria» —así la llamó— que vino a su encuentro al inicio mismo de su carrera como escritor. Goliadkin fue sólo el primero en una serie de personajes «desdoblados» en la que hay que incluir andando el tiempo al «hombre subterráneo», Versilov, Stavrogin, Ivan Karamazov.

JUAN LÓPEZ-MORILLAS

Agosto 1983.

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