sábado, 29 de agosto de 2015

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares Nuevos cuentos de Bustos Domecq.


Los dos escritores, con el seudónimo con el que anteriormente habían publicado `Seis problemas para don Isidro Parodi` y `Crónicas de Bustos Domecq`, se unieron para producir una serie de fantasías con el común denominador del humor absurdo:

1.- `Deslindando responsabilidades`
2.- `El enemigo número 1 de la censura`
3.- `El hijo de su amigo`
4.- `La fiesta del monstruo`
5.- `La salvación por las obras`
6.- `Las formas de la gloria`
7.- `Más allá del bien y del mal`
8.- `Penumbra y pompa`
9.- `Una amistad hasta la muerte`

(Fragmentos).
Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares
Nuevos cuentos de Bustos Domecq

H. Bustos Domecq - 4
Título original: Nuevos cuentos de Bustos Domecq
Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares, 1977.
Ilustración: Sir John Tenniel (1820-1914), para Alicia en el país de las maravillas.
Diseño de portada: Viruscat
Editor original: jugaor


Una amistad hasta la muerte

Siempre redunda satisfactoria la visita de un joven amigo. En esta hora preñada de nubarrones, el hombre que no está con la juventud más vale que se quede en el cementerio. Recibí, pues, con la mayor deferencia a Benito Larrea y le sugerí que me efectuara su visita en la lechería de la esquina, cosa de no molestar a mi señora, que baldeaba el patio con creciente mal genio. Nos dimos traslado sin más.
Alguno de ustedes, a lo mejor se acuerda de Larrea. Cuando murió su padre se vio heredero de unos pesitos y del quintón de la familia que el viejo le compró a un turco. Los pesitos los fue gastando en farras, pero sin desprenderse de Las Magnolias, la quinta que decayó a su alrededor, mientras él no salía de la pieza, entregado al mate cocido y a la carpintería como hobby. Prefirió la pobreza decorosa a transar un solo momento con la incorrección o con el hampa. Benito, hoy por hoy, frisaría los treinta y ocho abriles. Venimos viejos y ya nadie se salva. Lo vi por demás caidón y no levantó cabeza cuando el patasucia trajo la leche. Como yo pescase al vuelo que andaba atribulado, le recordé que un amigo está siempre listo a poner el hombro.
—¡Don Bustos! —gimió el otro mientras escamoteaba una media luna sin que yo lo notase—. Estoy sumido hasta las orejas y si usted no me tiende su cable soy capaz de cualquier barbaridad.
Pensé que iba a tirarme la manga y me puse en guardia. El asunto que lo traía al joven amigo era todavía más bravo.
—Este año de 1927 me resultó la fecha nefasta —explicó—. Por un lado, la crianza de conejos albinos, auspiciada por un avisito en recuadro como esos de Longobardi, me dejó la quinta hecha un colador, llena de cuevas y de pelusas; por el otro, no acerté un peso en la quiniela ni en el hipódromo. Le soy verdadero, la situación había revestido ribetes alarmantes. En el horizonte asomaban las vacas flacas. En el barrio me negaban el fiado los proveedores. Los amigos de siempre, al divisarme, cambiaban de vereda. Acogotado por todas partes resolví, como corresponde, apelar a la Maffia.
»En el aniversario de la muerte natural de Carlo Morganti me presenté de luto en el palacete de César Capitano, del Bulevar Oroño. Sin aburrir a ese patriarca con el pormenor pecuniario, que fuera del peor gusto, le di a entender que mi desinteresado propósito era aportar una adhesión a la obra que él presidía tan dignamente. Yo temía los ritos de iniciación, de que se habla tanto, pero aquí donde usted me ve, me franquearon las puertas de la Maffia, como si me respaldara el Nuncio. Don César, en un aparte, me confió un secreto que me honra. Me dijo que su situación, por lo sólida, le había granjeado más enemigos que liendres y que a lo mejor le convendría una temporadita en una quinta medio perdida, donde no lo alcanzaran las escopetas. Como no soy afecto a perder oportunidades, a toda velocidad le respondí:
»—Tengo, precisamente, lo que usted busca: mi quinta Las Magnolias. La ubicación es aparente: no está muy lejos que digamos para quien conoce el camino y las vizcacheras descorazonan al forastero. Se la ofrezco a título amistoso y hasta gratuito.
»La última palabra fue el mazazo que la situación requería. Haciendo gala de esa sencillez que es propia de los grandes, don César inquirió:
»—¿Con pensión y todo?
»Para no ser menos le respondí:
»—Usted podrá contar con el cocinero y el peón, como cuenta conmigo, para satisfacer el más inesperado de sus antojos.
»El alma se me fue a los pies. Don César frunció el ceño y me dijo:
»—Qué cocinero ni qué peón. Fiar en usted, un Juan de afuera, es tal vez un dislate, pero ni loco le consiento que meta en el secreto a esos dos, que me pueden vender a Caponsacchi como chatarra.
»La verdad es que no había cocinero ni peón, pero yo le prometí que esa misma noche los ponía de patitas en la calle.
»Arqueado sobre mí el Gran Capo comunicome:
»—Acepto. Mañana, a las veintiuna clavadas, lo espero valija en mano, Rosario Norte. ¡Que crean que me voy a Buenos Aires! Ni una palabra más y retírese; la gente es malpensada.
»El más fulminante de los éxitos coronaba mi plan. Tras un improvisado zapateo, gané la puerta.
»Al otro día invertí buena parte de lo que me prestase el carnicero Kosher en alquilarle el break a un vecino. Yo mismo hice las veces de cochero y desde las ocho p.m. revisté en el bar de la estación, no sin asomarme cada tres o cuatro minutos, para verificar si todavía no me habían robado el vehículo. El señor Capitano llegó con tanto atraso que si quiere tomar el tren lo pierde. No es sólo el hombre de empresa que el Rosario de acción aplaude y recela, sino un pico de oro continuo, que no te deja meter baza. A las cansadas llegamos con el canto del gallo. Un suculento café con leche reanimó al invitado, que presto retomó la palabra. Pocos minutos bastarían para que se revelara como un conocedor infatigable de los más delicados vericuetos del arte de la ópera, singularmente en todo lo que atinge a la carrera de Caruso. Ponderaba sus triunfos en Milán, en Barcelona, en París, en la Opera House de Nueva York, en Egipto y en la Capital Federal. Carente de gramófono, imitaba con voz de trueno a su ídolo en Rigoletto y en Fedora. Como yo me mostrase un tanto remiso, dada mi escasa versación musical, limitada a Razzano, me convenció alegando que por una sola representación londinense le habían abonado a Caruso trescientas libras esterlinas, y que en los Estados Unidos la Mano Negra le había exigido sumas inmoderadas, bajo amenaza de muerte; sólo la intervención de la Maffia logré impedir que esos malandrines llevaran a buen término su propósito, contrario a la moral.
»Una siestita reparadora, que duró hasta las nueve de la noche, obvió el asunto almuerzo. Poco después Capitano ya estaba en pie, blandiendo tenedor y cuchillo, con la servilleta al cogote y cantando, con menos afinación que volumen, Cavalleria rusticana. Una doble ración de pastel de fuente, regada por su fiasco de Chianti, lo entretuvo durante la perorata; arrebatado por la verba, yo casi no probé bocado, pero llegué a compenetrarme de la actuación privada y pública de Caruso, casi como para dar examen. Malogrado el creciente sueño, no perdí una sola palabra, ni pasé por alto este hecho capital: el anfitrión estaba menos atento a las porciones que engullía que al discurso que despachaba. A la una se regresó a mi dormitorio y yo me acomodé en la leñera, que es el otro aposento que no se llueve.
»A la mañana, cuando me espabilé entumecido para revestir mi gorro de cocinero, descubrí justamente que en la despensa raleaban las vituallas. No era milagro: el amigo Kosher, sin embargo de ser lo más proclive a la usura, me previno que no volvería a prestarme un kopek; de mis proveedores de práctica, sólo conseguí Yerba Gato, un mínimo de azúcar y unos restos de cáscaras de naranja, que hicieron las veces de mermelada. Dentro de la más estricta reserva, le confié a uno y a todos que mi quinta hospedaba a un personaje de gran desplazamiento y que en breve no me faltaría el metálico. Mi labia no surtió el menor efecto y hasta llegué a pensar que no me creyesen en cuanto al asilado. Maneglia, el panadero, se propasó y me espetó que ya lo fatigaban mis embustes y que no esperara de su munificencia ni un recorte de miga para el loro. Más afortunado me vi con el almacenero Arruti, a quien importuné hasta arrancarle kilo y medio de harina, lo que me habilitaba para poder capear el almuerzo. No todas son flores para el cristiano que se quiere codear con los que descuellan.
»Cuando volví de la compra, Capitano roncaba a pierna suelta. A mi segundo toque de corneta (reliquia que salvé del remate judicial del Studebaker) el hombre saltó de la cucha con una imprecación y no tardó en absorber ambos tazones de mate cocido y las limaduras de queso. Fue entonces que noté, junto a la puerta, la temida escopeta de dos caños. Usted no me creerá, pero a mí no me agrada por demás vivir en un arsenal que lo carga el diablo.
»Mientras yo echaba mano de una tercera parte de la harina para los ñoquis de su almuerzo, don César no perdió el tiempo que es oro y en una revisada general que no dejó un cajón sin abrir sorprendió una botella de vino blanco, despistada en el taller de carpintería. Ñoqui va, ñoqui viene, agotó la botella y me tuvo boquiabierto con su interpretación personal de Caruso en Lohengrin. Tanto comer, beber y perorar le despertaron el sueño y a las tres y veinte p.m. había ganado la cucha. En el ínterin yo higienizaba el plato y el vaso y gemía con la pregunta ¿qué le voy a servir esta noche? De estas cavilaciones me arrancó un espantoso grito que mientras viva conservaré patente. El hecho superó en horror todas las previsiones. Mi viejo gato Cachafaz había cometido la imprudencia de asomarse a mi dormitorio conforme a su costumbre inveterada y el señor Capitano lo degolló con la tijera de las uñas. Lamenté, como es natural, el deceso, pero en mi fuero interno celebré la valiosa contribución aportada por el barcino al menú de la noche.
»Sorpresa bomba. Engullido el gato, el señor Capitano dejó atrás los temas musicales al uso para darme una prueba de confianza y abocarme a sus proyectos más íntimos, que juzgué improcedentes en grado sumo y que, usted no me creerá, me alarmaron. El plan, de corte napoleónico, no sólo involucraba la supresión, por intermedio de ácido prúsico, del propio Caponsacchi y familia, sino de una porción de compinches a todas luces espectables: Fonghi, el mago de las bombas en mingitorios, el P. Zappi, confesor de los secuestrados, Mauro Morpurgo, alias el Gólgota, Aldo Adobrandi, el Arlequín de la Muerte, todos, quien más, quien menos, caerían a su turno. Por algo me dijo don César, dando un puñetazo que disminuyó la cristalería: “Para los enemigos, ni justicia”. Emitió estas palabras tan enérgicas que cuasi se atoró con un corcho, que manoteó creyendo galleta. Atinó a vociferar:
»—¡Un litro de vino!
»Fue el rayo que ilumina la tiniebla. Administré unas gotas de colorante a un gran vaso de agua que el hombre se zampó entre pecho y espalda y que lo sacó del apuro. El episodio, baladí si se quiere, me tuvo en vela hasta que piaron los pajaritos. ¡Nunca se pensó tanto en una sola noche!
»Disponía de algodón y de naftalina. Con estos ingredientes completé, para la comilona del martes, una fuentada de ñoquis escasany hasta entonces. Día tras día, astutamente incrementé las dosis, en plena impunidad, porque don César inflamábase con Caruso o regodeábase con los planes de su vendetta. Sin embargo nuestro melómano sabía retornar a la tierra. Créame que más de una vez me recriminó bonachón:
»—Lo veo consumido. Aliméntese, sobrealiméntese, caro Larrea. Por lo que más quiera, vigórese. Mi venganza lo necesita.
»Como siempre me perdió la soberbia. Antes que el primer botellero de la mañana berreara su pregón, mi plan ya estaba, en líneas generales, maduro. La suerte quiso que descubriese, en un ejemplar atrasado del Almanaque del Mensajero, unos pesitos bien planchados. Me resistí a la tentación de invertirlos en dos cafés con leche completos y me aboqué sin más a la compra de aserrín, de pinotea y de pintura. Incansable en el sótano, fabriqué con tales enseres un pastel de madera, con bisagra, que pesaría más de tres kilos y que artísticamente recubrí de pintura marrón. Una guitarra desafinada, en desuso, me brindó un juego de clavijas, que remaché con sumo buen gusto a remedo de borde.
»Como quien no quiere la cosa presenté ese capolavoro a mi protector. Éste, engolosinado, le clavó el diente, que cedió antes que la vianda. Prorrumpió en una sola palabra máscula, se incorporó cuan alto era y me ordenó, ya con la escopeta en la diestra, que rezara mi última Ave María. Usted viera cómo lloré. No sé si por desprecio o por lástima, el Capo consintió en alargar el plazo unas horas y me conminó:
»—Esta noche, a las veinte ante mis propios ojos, usted se traga este pastel sin dejar una miga. Si no lo mato. Ahora está libre. Sé que no le da el cuero para delatarme ni para intentar una fuga.
ȃsta es mi historia, don Bustos. Le pido que me salve.
El caso era en verdad delicado. Inmiscuirme en asuntos de la Maffia era del todo ajeno a mi tarea de escritor; abandonar al joven a su destino requería cierto coraje, pero la más elemental cordura lo aconsejaba. ¡Él mismo había confesado albergar en su quinta de Las Magnolias a un Enemigo Público!
Larrea se cuadró como pudo y partió hacia la muerte. La madera o el plomo. Lo miré sin lástima.

Más allá del bien y del mal

I

Hôtel des Eaux, Aix-les-Bains,25 de julio de 1924. Querido Avelino:
Te pido que disimules la carencia del membrete oficial. El infrascrito ya es todo un cónsul, en representación del país, en esta adelantada ciudad, meca del termalismo. Igual que no dispongo todavía de papel y sobres reglamentarios, tampoco me entregaron el local, donde flameará la celeste y blanca. En el ínterin me las arreglo como puedo en el Hôtel des Eaux, que ha resultado un fiasco. Detentaba hasta tres estrellas en la guía del año pasado y ahora lo eclipsan establecimientos menos de confianza que bambolleros, que figuran como palaces, gracias a la colocación de avisos. El elemento, hablando claro, no ofrece perspectivas halagüeñas para el lancero criollo. El sector mucamas responde tarde y mal a las emergencias de un paladar severo y, en cuanto a la clientela del hotel… Ahorrándote una lista de nombres que no vienen al caso, paso a la palpitante noticia de que por aquí lo que menos falta son viejas, atraídas por la Fata Morgana del agua sulfurosa. Paciencia, hermano.
Monsieur L. Durtain, el patrón, es, no hesito en declararlo, la primera autoridad viviente en la historia de su propio hotel, y no pierde ocasión de lucirla, explayándose con la más variada amplitud. A ratos incursiona en la vida íntima de Clementine, el ama de llaves. Noches hay, te lo juro, que no acabo de conciliar el sueño, de tanto barajar esas patrañas. Cuando por fin me olvido de Clementine, entran a molestarme las ratas, que son la plaga de la hotelería extranjera.
Abordemos tópico más encalmado. Para ubicarte un poco intentaré un brochazo, a grandes rasgos, de la localidad. Ite haciendo a la idea de un largo valle entre dos filas de montañas que, si las comparás con nuestra cordillera de los Andes, no son gran cosa que digamos. Al cacareado Dent du Chat, si lo ponés a la sombra del Aconcagua, tenés que buscarlo con microscopio. Alegran a su modo el tráfico urbano los pequeños ómnibus de los hoteles, atestados de enfermos y de gotosos, que se dan traslado a las termas. En cuanto al edificio de las mismas, el observador más obtuso remarca que constituyen un duplicado reducido de la Estación Constitución, menos imponente, eso sí. En las afueras hay un lago chiquito, pero con pescadores y todo. En el casquete azul, las nubes errabundas tienden a veces cortinados de lluvia. Gracias a las montañas no corre el aire.
Rasgo aflictivo que señalo con las más vivas aprensiones: AUSENCIA GENERAL, POR LO MENOS EN ESTA TEMPORADA, DEL ARGENTINO, ARTRÍTICO O NO. Cuidado que la noticia no se vaya a infiltrar en el ministerio. De saberla me cierran el consulado y quién sabe dónde me despachan.
Sin un compatriota con quien relincharme, no hay modo de matar el tiempo. ¿Dónde topar con un fulano capaz de jugar un truco de dos, aunque para el truco de dos a mí no me agarran? Es inútil. El abismo no tarda en profundizarse, no hay lo que vulgarmente se llama un tema de conversación y el diálogo decae. El extranjero es un egoísta, que no le interesa más que lo suyo. La gente aquí no te habla sino de los Lagrange, que están al llegar. Te lo digo francamente: a mí ¿qué me importan? Un abrazo a toda la barra de la Confitería del Molino. Tuyo,
Félix Ubalde, el Indio de siempre. II

Querido Avelino:
Tu postal me ha traído un poco del calor humano de Buenos Aires. Prometeles a los muchachos que el Indio Ubalde no pierde la esperanza de reintegrarse a la barra querida. Por aquí todo sigue el mismo tranco. Todavía el estómago no termina de tolerar el mate, pero a pesar de todos los inconvenientes que son de prever yo insisto, porque me hice el propósito de matear cada santo día, mientras esté en el extranjero.
Noticias de bulto, ninguna. Salvo que antenoche un alto de valijas y de baúles atrancaba el pasillo. El mismo Poyarré, que es un francés protestador, puso el grito en el cielo, pero se retiró en buen orden cuando le dijeron que toda esa talabartería era de propiedad de los Lagrange o, mejor dicho, Grandvilliers-Lagrange. Cunde el rumor de que se trata de unos señorones de fuste. Poyarré me pasó el dato que la familia de los Grandvilliers es de las más antiguas de Francia, pero que a fines del siglo XVIII, por circunstancias que maldito me incumben, cambió un poco de nombre. Macaco viejo no sube a palo podrido; a mí no me engatusan fácil y me dejo caer con la pregunta de si esta familia, para la que no dieron abasto los dos changadores del hotel, serán de veras tan señorones o simples hijos de emigrantes, que se han llenado los bolsillos. Hay de todo en la viña del Señor.
Un episodio de apariencia banal me resultó reconfortante. Estando en el salón comedor, adosado a mi mesa inveterada, con una mano prendida del cucharón y la otra en la panera, el aprendiz de mozo me sugirió que me diera traslado a una mesita de emergencia, junto a la puerta de vaivén, que el personal, cargado de bandejas, pugna en abrir a las patadas. Por poco me salí de la vaina, pero el diplomático, ya se sabe, debe reprimir los impulsos y opté por acatar con bonhomía esa orden tal vez no refrendada por el maître d’hôtel. Desde mi retiro pude observar con toda nitidez cómo la cuadrilla de mozos arrimaba mi mesa a otra más grande y cómo la plana mayor del comedor se doblaba en serviles reverencias ante el arribo de los Lagrange. Mi palabra de caballero que no los tratan como si fueran basura.
Lo primero que acaparé la atención del lancero criollo fueron dos chicas que, por el parecido, son hermanas, salvo que la mayor es pecosita, tirando a colorada, y la menor tiene las mismas facciones, pero en moreno y pálido. De vez en cuando un urso medio fornido, que ha de ser el padre, me echaba su mirada furibunda, como si yo fuera un mirón. No le hice caso y procedí al examen atento de los demás del grupo. Ni bien me sobre el tiempo, te los detallo a todos. Por ahora a la cucha y el último charuto de la jornada.
Un abrazo del Indio. III

Querido Avelino:
Ya habrás leído, con sumo Interés, mis referencias en materia Lagrange. Ahora las puedo ampliar. Inter nos, el más simpático es el abuelo. Aquí todo el mundo lo llama Monsieur le Baron. Un tipo formidable: vos no darías cinco centavos por él, flaquito, de estatura de monigote y color aceituna, pero con bastón de malaca y sobretodo azul de buena tijera. Tengo de primer agua que ha enviudado y que el nombre de pila es Alexis. Qué le vamos a hacer.
En edad lo siguen su hijo Gastón y señora. Gastón frisa los cincuenta y tantos años y parece más bien un carnicero coloradote, en estado permanente de vigilancia sobre la señora y las chicas. A la señora no sé por qué la cuida tanto. Otra cosa son las dos hijas. Chantal, la rubia, que yo no me cansaría de mirarla, a no ser por Jacqueline, que a lo mejor le mata el punto. Las chicas son de lo más avispadas y te aseguro que resultan tonificantes y el abuelo es una pieza de museo, que mientras te divierte te desasna.
Lo que me trabaja es la duda de si realmente son gente bien. Entendeme: no tengo nada contra el medio pelo, pero tampoco olvido que soy cónsul y que debo guardar, aunque más no sea, las apariencias. Un paso en falso y ya no levanto cabeza. En Buenos Aires no corrés ningún riesgo: el sujeto distinguido se huele a la media cuadra. Aquí, en el extranjero, uno se marea: no sabés cómo habla el guarango y cómo la persona bien.
Te abraza, el Indio. IV

Querido Avelino:
El negro nubarrón se disipó. El viernes me arrimé a la portería, como quien no quiere la cosa y, aprovechando el sueño pesado del portero, leí en el memorándum: «9 a.m. Baron G. L. Café con leche y medialunas con manteca». Baron: ile tomando el peso.
Sé que estas noticias, tal vez no truculentas pero jugosas, merecerán también la atención de tu señorita hermana, que se desvive por todo lo alusivo al gran mundo. Prometele, en mi nombre, más material.
Un abrazo del Indio. V

Mi querido Avelino:
Para el observador argentino, el roce con la aristocracia más rancia provoca verdadero interés. En este delicado terreno te puedo asegurar que entré por la puerta grande. En el jardín de invierno yo lo estaba iniciando a Poyarré, sin mayor éxito que digamos, en el consumo del mate, cuando aparecieron los Grandvilliers. Con toda naturalidad se sumaron a la mesa, que es larga. Gastón, a punto de emprender un habano, se palpó de bolsillos, para constatar la carencia de fuego. Poyarré trató de adelantárseme, pero este criollo le ganó de mano con un fósforo de madera. Fue entonces que recibí mi primera lección. El aristócrata ni me dio las gracias y procedió con la mayor indiferencia a fumar, guardándose en el paletó, como si no fuéramos nadie, la cigarrera con los Hoyos de Monterrey. Este gesto, que tantos otros confirmarían, fue para mí una revelación. Comprendí en un instante que me hallaba ante un ser de otra especie, de esos que planean muy alto. ¿Cómo ingeniármelas para penetrar en ese mundo de categoría? Imposible detallarte aquí las vicisitudes y los inevitables tropiezos de la campaña que desarrollé con delicadeza y tesón; el hecho es que a las dos horas y media yo estaba pico a pico con la familia. Hay más. Mientras yo departía del modo más correcto y chispeante, diciendo que sí a todo, como un eco, mi retaguardia era muy otra. Sofrenando visajes y pantomimas que me salían del alma, me atuve a la sonrisa enigmática y a la caída de ojos, dirigidas a Chantal, la pecosita, pero que, dada la ubicación de los circunstantes, hicieron blanco en Jacqueline, la de busto menos turgente. Poyarré, con el servilismo que le es propio, consiguió que aceptáramos una vuelta de anís; yo, para no ser menos, me sobresalté con el grito de «¡Champagne para todos!», que felizmente el mozo echó a la broma, hasta que media palabra de Gastón le bajó el cogote. Cada botella descorchada fue como una descarga en pleno pecho y al escurrirme a la terraza, con la esperanza de que el aire me reanimara, vi mi rostro en el espejo, más blanco que el papel de la cuenta. El funcionario argentino tiene que cumplir con su rol y, a los pocos minutos, me reintegré, relativamente repuesto.
Sin más, el Indio. VI

Querido Avelino:
Gran revuelo en todo el hotel. Un caso que pondría en un zapato la perspicacia de un sabueso. Anoche, en la segunda repisa de la pâtisserie figuraba, según Clementine y otras autoridades, un frasco mediano, con la calavera y las tibias que anuncian el veneno para las ratas. Esta mañana, a las diez a.m., el frasco se ha hecho humo. El señor Durtain no hesitó en tomar los recaudos que los perfiles de la situación imponían; en un arranque de confianza que no olvidaré fácil, me despachó al trote a la estación ferroviaria, para buscar al vigilante. Cumplí, punto por punto. El gendarme, ni bien llegamos al hotel, procedió a interrogar a medio mundo, hasta las altas horas, con resultado negativo. Conmigo se entretuvo un buen rato y, sin que nadie me soplara, contesté casi todas las preguntas.
No quedó cuarto sin revisar. El mío fue objeto de un examen prolijo, que lo dejó lleno de puchos y colillas. Sólo ese pobre zanahoria de Poyarré, que tendrá sus cuñas, y —por supuesto— los Grandvilliers, no fueron molestados. Tampoco la interrogaron a Clementine, que había denunciado el hurto.
No se habló de otra cosa todo el día que de la Desaparición del Veneno (como algún diario dio en llamar al asunto). Hubo quien se quedó sin comer, por temor de que el tóxico hubiérase infiltrado en el menú. Yo me reduje a repudiar la mayonesa, la tortilla y el sambayón, por ser de color amarillo del matarratas. Portavoces aislados presumieron la preparación de un suicidio, pero tan ominoso pronóstico no se ha cumplido hasta la fecha. Sigo atento la marcha de los sucesos, que pasaré a historiarte en mi próxima.
A más ver, el Indio. VII

Querido Avelino:
El día de ayer, no te exagero, fue toda una novela de peripecias, que pusieron a prueba el temple de su héroe (ya maliciás quién es) con final imprevisto. Empecé por tirarme un lance. Durante el desayuno, de mesa a mesa, las chicas pusieron sobre el tapete el renglón excursiones. Yo aproveché un pitido oportuno de la cafetera, para deslizar el susurro: «Jacqueline, si luego fuéramos al lago…» Aunque me creas embustero, la respuesta fue: «A las doce, en el saloncito de té». A las menos diez yo estaba de facción, anticipando las más rosadas perspectivas y tascando el bigote negro. Por último apareció Jacqueline. Ni un segundo tardamos en escurrirnos al aire libre, donde noté que el eco de nuestros pasos era más bien toda la familia, inclusive Poyarré, que se había colado y nos pisaba, festivamente, los talones. Para el traslado recurrimos al ómnibus del hotel, que me salió más barato. De saber que a orillas del lago hay un restaurant, de lujo para peor, me trago la lengua antes de proponer el paseo. Pero ya era tarde. Acodada a la mesa, empuñando los cubiertos y arrasando con la panera, la aristocracia reclamaba el menú. Poyarré me susurró con el vozarrón: «Felicitaciones, mi pobre amigo. Por chiripa, se salvó del aperitivo». La sugerencia involuntaria no cayó en saco roto. La propia Jacqueline fue la primera en pedir una vuelta general de Bitter de Basques, que no fue la última. Después le tocó el turno a la gastronomía, donde no faltó ni el foie gras ni el faisán, pasando por el fricandeau y el filet, para redondearla con flanes. Empujose tanta comida con el descorche del Bourgogne y del Beaujolais. El café, el Armagnac y los cigarros de hoja rubricaron el ágape. Hasta Gastón, que es un cogotudo, no me escatimó la deferencia y cuando el barón en persona me pasó, en propia mano, la vinagrera, que resultó vacía, yo hubiera contratado un fotógrafo, para remitir la instantánea a la Confitería del Molino. Me la figuro ya en la vidriera.
A Jacqueline la tuve tentada de la risa, con el cuento de la monja y el papagayo. Acto continuo, con la desazón del galán al que se le terminan los temas, dije lo primero que se me ocurrió: «Jacqueline, ¿si luego fuéramos al lago?». «¿Luego?», dijo ella y me dejó con la boca abierta. «Vamos más pronto que ligero».
Esta vez nadie nos siguió. Estaban como Budas con la comida. Bien solitos los dos, bordeamos la chacota y el flirt, dentro del marco impuesto, claro está, por el alto nivel de mi acompañante. El rayo solar pirueteó su fugitivo garabato sobre las aguas de anilina y la naturaleza toda tomó altura para responder al momento. En el redil balaba la oveja, mugía en la montaña la vaca y en la iglesia vecina las campanas rezaban a su modo. Sin embargo, como la formalidad se imponía, me cuadré a lo estoico y volvimos. Una tonificante sorpresa nos aguardaba. En el ínterin, los patrones del restaurant, so pretexto del cierre vespertino, habían conseguido que Poyarré, que ahora repetía como gramófono la palabra «extorsión», abonara la cuenta del total, complementando el pago con el reloj. Convendrás que una jornada como ésta da ganas de vivir.
Hasta la próxima, Félix Ubalde. VIII

Querido Avelino:
Mi temporada aquí me está resultando un verdadero viaje de estudio. Sin mayor esfuerzo me aboco a un examen a fondo de esa napa social que, dicho sea de paso, está a punto de agotamiento. Para el observador alertado, estos últimos retoños del feudalismo constituyen un espectáculo que reclama algún interés. Ayer, sin ir más lejos, a la hora del té en el saloncito, Chantal se presentó con una fuentada de panqueques cargados de frambuesas, que ella misma, por deferencia del pastelero, preparara en las propias cocinas del hotel. Jacqueline les sirvió a todos el five o’clock y me arrimó una taza. El barón, sin más, inició el ataque a los manjares, copando hasta dos por mano, mientras nos hacía morir de la risa, alternando casos y anécdotas, del color más subido, con una retahíla de burlas a los panqueques de Chantal, que declaró incomibles. Declaró que Chantal era una chambona, que no sabía prepararlos, a lo que Jacqueline le observó que más le valía no hablar de preparaciones, después de lo ocurrido en Marrakesh, donde el gobierno lo salvó como pudo, repatriándolo a Francia en la valija diplomática. Gastón la paró en seco, pontificando que no hay familia a la que le falten casos delictuosos y aun censurables, que es del peor gusto ventilar ante perfectos desconocidos, entre los que embóscase uno de nacionalidad extranjera. Jacqueline retrucole que si al dogo no se le ocurre meter el hocico en el obsequio del barón y caer redondo, Abdul Melek no cuenta el cuento. Por su parte Gastón se limitó a comentar que felizmente en Marrakesh no se practicaba la autopsia y que según el diagnóstico del veterinario que atendía al gobernador se trataba de un ataque de surmenage, tan común entre los caninos. Yo asentía por turno con la cabeza a lo que cada uno alegaba, avistando al soslayo cómo el viejito no perdía tiempo y se anexaba más y más panqueques. Yo no soy manco y me las arreglé, como quien no quiere la cosa, para quedarme con el sobrante.
À l’avantage, Félix Ubalde. IX

Mi querido Avelino:
Agarrate bien que ahora te remito una escena de esas que te hielan la sangre en el Gaumont. Esta mañana, yo me deslizaba lo más campante por el corredor de alfombra colorada que desemboca en el ascensor. Al pasar ante la pieza de Jacqueline, no dejé de notar que la puerta de referencia estaba a medio abrir. Ver la hendija y filtrarme fue todo uno. En el recinto no había nadie. Sobre una mesa de ruedas dominé, intacto, el desayuno. Mi madre, en eso resonaron pasos de hombre. Como pude me perdí de vista entre los abrigos colgados en la percha. El hombre de los pasos era el barón. Furtivamente se arrimó a la mesita. Yo casi me traiciono por la risa, adivinando que el barón estaba a punto de engullirse el alimento de la bandeja. Pero no. Extrajo el frasco de la calavera y las tibias y, frente a mis ojos, que retrataban el espanto, espolvoreó el café con un polvillo verdoso. Misión cumplida, se retiró como había entrado, sin dejarse tentar por las medias lunas, también espolvoreadas.
No tardé en sospechar que maquinase la eliminación de su nieta, tronchada por el hado, antes de tiempo. Me quedé con la duda de estar soñando. ¡En una familia tan unida y tan bien como los Grandvilliers no suelen suceder esas cosas! Venciendo la pavura, traté de acercarme como sonámbulo hasta la mesa. El examen imparcial confirmó la evidencia de los sentidos: ahí estaba el café todavía teñido de verde, ahí las nocivas medias lunas. En un segundo sopesé las responsabilidades en juego. Hablar era exponerme a un paso en falso; de repente me habían engañado las apariencias y yo, por calumniador y alarmista, caía en desgracia. Callar podía ser la muerte de la inocente Jacqueline y acaso el brazo de la ley me alcanzara. Esta consideración final me hizo desgañitar en un grito sordo, cosa que el barón no me oyera. Jacqueline se asomó envuelta en una salida de baño. Principié, como la situación lo exigía, por el tartamudeo; después articulé que mi deber era decirle algo tan monstruoso que las palabras no querían salir. Pidiéndole perdón por la osadía le dije, no sin antes cerrar la puerta, que su señor abuelo, que su señor abuelo, y ya me atranqué. Ella se echó a reír, miré medias lunas y taza, y me dijo: «Habrá que pedir otro desayuno. Que el que envenenó Gran Papá lo sirvan a las ratas». Me quedé de una pieza. Con el hilo de voz le pregunté cómo lo sabía. «Todo el mundo lo sabe» fue su respuesta. «A Gran Papá le da por envenenar a la gente y, como es tan chambón, casi siempre le sale mal».
Fue sólo entonces que entendí. La declaración era concluyente. Ante mi visión de argentino se abrió de golpe esa gran terra incognita, ese jardín vedado al medio pelo: LA ARISTOCRACIA EXENTA DE PREJUICIOS.
La reacción de Jacqueline, aparte de su encanto femenino, sería, no tardé en constatarlo, la de todos los miembros de la familia, grandes y chicos. Fue como si me dijeran en coro, sin mala voluntad, «chocolate por la noticia». El propio barón, no me lo van a creer, aceptó con sonriente bonhomía el fracaso del plan que tanto desvelo le había costado y me repitió, pipa en mano, que no nos guardaba rencor. Durante el almuerzo menudearon las bromas y, al calor de la cordialidad, les confié que mañana era el día de mi santo.
¿Brindaron por mi salud en el Molino?
Tuyo, el Indio. X

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