lunes, 13 de julio de 2015

Mempo Giardinelli. Novela: Luna caliente.


Mempo Giardinelli es un escritor argentino cuya obra ha sido muy bien recibida por la crítica y los lectores de diferentes culturas. Nació en Resistencia, Chaco, República Argentina. Vivió en Buenos Aires entre 1969 y 1976, estuvo exiliado en México entre 1976 y 1984 y, cuando regresó, fundó y dirigió la revista `Puro Cuento` (1986-1992). Actualmente, reside en Resistencia.

Su obra ha sido traducida a veinte idiomas y ha recibido numerosos galardones literarios en todo el mundo, entre ellos el Premio Rómulo Gallegos 1993.

Es autor de varias novelas, libros de cuentos y ensayos, y escribe regularmente en diarios y revistas de la Argentina, España, Chile y otros países. Ha publicado artículos, ensayos y cuentos en medios de comunicación de casi todo el mundo.
Ha dictado cursos, seminarios y talleres, y ha dado lecturas en más de un centenar de universidades y academias de América y Europa.

Es frecuentemente invitado a integrar jurados de importantes premios literarios internacionales y ha participado como invitado especial en las Ferias Internacionales del Libro de Buenos Aires, Bogotá, Caracas, Frankfurt, Guadalajara, La Habana, Madrid, Milán, Montevideo, Porto Alegre y Santiago.

Es miembro del Consejo Asesor de la Comisión Provincial de la Memoria, de la Provincia de Buenos Aires. Y del Consejo de Administración de la Organización No Gubernamental Poder Ciudadano, capítulo argentino de Transparency International.

En 1996, donó su biblioteca personal de 10.000 volúmenes para la creación de una fundación, con sede en el Chaco, dedicada al fomento del libro y la lectura, y a la docencia e investigación en Pedagogía de la Lectura. Esta fundación ha creado y sostiene diversos programas culturales, educativos y solidarios: www.fundamgiardinelli.org.ar.

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RESEÑA:
Luna caliente narra una historia de obsesión, de sexo y de crímenes situada en un contexto inusual como marco de novela negra: la Argentina de 1977, sometida a la dictadura militar, donde la lucha antisubversiva y la tortura están a la orden del día. Desde las primeras páginas, el autor nos sumerge de lleno en una atmósfera febril, con personajes dotados de una tremenda realidad y, a la par, de una dimensión casi teratológica, que se adentran por caminos de brutalidad y cinismo.
Fuente:  N.N.
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LUNA CALIENTE. Novela. Fragmento.
PRIMERA PARTE
La muerte es el hecho primero y más antiguo,
y casi me atrevería a decir: el único hecho.
Tiene una edad monstruosa y es sempiternamente nueva.
ELÍAS CANETTI
La conciencia de las palabras


I
Sabía que iba a pasar; lo supo en cuanto la vio. Hacía muchos años que no volvía al Chaco y en medio de tantas emociones por los reencuentros, Araceli fue un deslum-bramiento. Tenía el pelo negro, largo, grueso, y un flequi-llo altivo que enmarcaba perfectamente su cara delgada, modiglianesca, en la que resaltaban sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida pero astuta. Flaca y de piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos que empezaban a explotarle bajo la blu-sa blanca. Ramiro la miró y supo que habría problemas: Araceli no podía tener más de trece años.
Durante la cena, sus miradas se cruzaron muchas veces, mientras él hablaba de los años pasados, de sus es-tudios en Francia, de su casamiento, de su divorcio, de todo lo que habla una persona que los demás suponen trashumante porque ha recorrido mundo y ha vivido le-jos, cuando regresa a su tierra después de ocho años y tie-ne apenas treinta y dos. Ramiro se sintió observado toda la noche por la insolencia de esa niña, hija del ahora vete-rano médico de campaña que fuera amigo de su padre, y que lo había invitado con tanta insistencia a su casa de Fontana, a unos veinte kilómetros de Resistencia.
La noche cayó con grillos tras los últimos cantos de las cigarras, y el calor se hizo húmedo y pesado y se pro-longó después de la cena, rociada de vino cordobés, dulzón como el aroma de las orquídeas silvestres que se abrazaban al viejo lapacho del fondo de la finca. Ramiro nunca sabría precisar en qué momento sintió miedo, pe-ro probablemente sucedió cuando descruzó las piernas para levantarse, al cabo del segundo café, y bajo la mesa los pies fríos, desnudos, de Araceli le tocaron el tobillo, casi casualmente, aunque acaso no.
Cuando se pusieron de pie para ir al jardín, porque el calor era sofocante, Ramiro la miró. Ella tenía sus ojos clavados en él; no parecía turbada. Él sí. Caminaron, con las copas en las manos, detrás del médico, que ya estaba bastante achispado, y de su esposa, Carmen, quien no de-jaba de hablar. Los más chicos se habían acostado y Ara-celi, decía su madre, era raro que estuviera despierta a esa hora. "Los chicos crecen', dijo el médico. Y Araceli hizo como que miraba algo, al costado, en un gesto que Rami-ro interpretó cargado de la intención de que él viera su media sonrisa.
Charlaron y bebieron en el jardín trasero, hasta las doce de la noche. Fue una velada que a Ramiro le resultó inquietante porque no podía dejar de mirar a Araceli, ni a su falda corta que parecía remontarse sobre las piernas morenas, suavemente velludas, impregnadas de sol, que en ese momento brillaban a la luz de la luna. Era incapaz de apartar de su cabeza algunas excitantes fantasías que parecían querer metérsele en la conversación, y que no sabía reprimir. Araceli no dejó de mirarlo ni un minuto, con una insistencia que lo turbaba y que él imaginó insi-nuante.
Al despedirse, cometió la torpeza de volcar un vaso sobre la muchacha. Ella se secó la pollera, alzándola un poco y mostrando las piernas, que él miró mientras el médico y su esposa, bastante bebidos los dos, hacían co-mentarios que pretendían ser graciosos.
Cuando se adelantaron para abrir la puerta que daba al patio, a fin de atravesar la casa hasta la calle, Ramiro to-mó a Araceli de un brazo y se sintió estúpido, desespera-do, porque lo único que se le ocurrió preguntar fue:
-¿Te manchaste mucho?
Se miraron. Él frunció el ceño, dándose cuenta de que temblaba a causa de su excitación. Araceli cruzó los brazos por debajo de sus pechos, que parecieron saltar hacia adelante, y se encogió con un ligero estremeci-miento.
-Está bien -dijo, sin bajar la mirada, que a Ramiro ya no le pareció lánguida.
Minutos después, cuando cruzó la carretera y entró al viejo Ford del 47 que le habían prestado, Ramiro se dio cuenta de que tenía las manos transpiradas, y que no era por el agobiante calor de la noche. Entonces fue que se le ocurrió la idea, que no quiso pensar ni por un segundo: apretó varias veces, violentamente, el acelerador, hasta que no dudó que había ahogado el motor. Con rabia, y ahora sin apretar el pedal, hizo girar en vano el arranque. El motor se ahogó más. Repitió la operación varias veces, empecinado, furioso, haciendo un ruido que se fue apa-gando junto con la batería.
-¿No arranca, Ramiro? -preguntó el médico desde la casa. Ramiro pensó que ese hombre, ya borracho, era un estúpido por preguntar algo tan obvio. Con un gesto exagerado, y secándose el sudor de la frente, salió del co-che y dio un portazo.
-No sé qué le pasa, doctor. Y me quedé sin batería. ¿No me daría un empujón?
-No, hombre, quedate a dormir y listo; mañana lo arreglamos. Además es tarde y hace demasiado calor. Y en el viaje a Resistencia se te puede descomponer de nuevo.
Y sin esperar respuesta caminó hacia la casa y empe-zó a ordenar a su mujer que le prepararan a Ramiro el dormitorio de Braulito, el mayor de sus hijos, que estu-diaba en Corrientes.
Ramiro se dijo que acaso se iba a arrepentir de su propia locura. Se preguntó qué estaba haciendo. Dudó un instante, petrificado sobre el camino de tierra. Pero capituló cuando vio a Araceli, en la ventana del primer piso, mirándolo.

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