miércoles, 17 de junio de 2015

Raúl Argemí. Novela. Retrato de familia con muerta.


RETRATO DE FAMILIA CON MUERTA

  Raúl Argemí

El asesinato sin resolver de una mujer de la alta sociedad argentina persigue a Juan Manuel Galván, juez en activo. La violencia con que es asesinada y la falta de un móvil claro lo mantienen en vilo. Tanto que su curiosidad profesional para que los culpables sean descubiertos y castigados deviene en una peligrosa obsesión. En torno a la muerta y su asesinato va tejiéndose una red que, lejos de aclarar los hechos, la complica todavía más. Su familia, sus amistades, la fundación para la ayuda a los niños necesitados que preside, todo lo que la rodeaba se convierte en una inmensa trampa que la lleva a esa muerte indigna y patética.
  Raúl Argemí consigue con Retrato de familia con muerta descubrirnos las miserias de las clases bienestantes argentinas, la podredumbre que rodea los «countrys» o urbanizaciones cerradas, fuertemente protegidas, que son un campo sembrado para criminales de guante blanco, «inocentes» que no dudan en matar para preservar su estatus. A través de los ojos de un juez que ha perdido la fe en su oficio y en la capacidad de las instituciones para proteger a las verdaderas víctimas nos sumergimos en una sociedad carcomida por la corrupción.


ACERCA DEL AUTOR

  Raúl Argemí (La Plata, Argentina, 1946). Es autor de novela negra. Su obra ha ganado siete premios internacionales, el Dashiell Hammett entre ellos, y ha sido traducida al francés, italiano, holandés y alemán.
  A comienzos de los setenta participó en la lucha armada en Argentina, militando en el ERP - 22 de Agosto. Pasó toda la dictadura encarcelado y recuperó la libertad en 1984. Fue jefe de cultura y director de la revista Claves y colaborador de la edición suramericana de Le monde diplomatique. Vivió más de una década en la Patagonia hasta que se trasladó a Barcelona en 2000.
  Con esta novela, en 2008 Raúl Argemí se convirtió en el ganador del Premio Internacional de novela negra LH Confidencial, en su segunda edición.
Fuente: RocaEditorial.
***
  (Fragmento. Capítulo 1).
  1
Ella: la muerta


  Me llamo Juan Manuel Galván, y soy juez. En activo. He hecho el proceso de muchos, pasando desde la convicción más cerrada hasta la aceptación de que las cosas son como son, y no se pueden cambiar. Sólo que, de tanto en tanto, una chispa de rebeldía, de inconformidad, aparece para estropear un camino de rutinas hacia la nada.
  Fue un 28 de octubre cuando soñé con ella. Imposible olvidar la fecha, y su cara. Sonriéndome, y con el mismo gesto de la mano con que unos días antes Mariela, mi hija, le contaba a todo el mundo cuántos años cumplía. Cuatro dedos regordetes, Mariela. Cuatro dedos afilados tal vez por las sombras, la muerta.
  Sonreía con esa cara un poco boba, que yo conozco tanto; desde la primera vez que tuve conciencia de que ese reflejo en los espejos era yo mismo. Una cara un poco boba; de retrasado, de idiota.
  Me miraba con los ojos dolidos del que no entiende, del que llega siempre un poco tarde a la comprensión de los hechos más sencillos.
  Mariela no tiene esa cara, y doy gracias a Dios.
  Ella sí. Tal vez porque cumplía sus primeros cuatro años como muerta y aún ni ella ni nadie sabía quién había sido su asesino. Me equivoco. Ella sabe, y el dolor de su mirada es porque los otros, los que miran con viveza, siguen ensuciando el juego.
  La vi con tanta claridad que de pronto estaba tan despierto como si nunca en la vida hubiera necesitado dormir. Como si hubiera recibido un mandato que no podía rechazar, porque si lo hacía, nunca más volvería a dormir sin que ella volviera a mostrarme sus dedos y su sonrisa de simple.
  Todavía estuve unos minutos horizontal, preguntándome qué era aquello. Por qué la muerta recurría a mí, que había dejado de seguir esa causa hacía tiempo, cuando a pesar de mi cara me nombraron juez.
  Me había quedado dormido en el sofá de mi despacho, donde muchas veces trabajo toda la noche, sin volver a casa. Muchos dicen que soy un empecinado, que soy despiadadamente ambicioso, que muerdo como un perro de pelea; y es cierto. Cuando uno tiene cara de tonto, de lento, y no lo es, no puede dar ventajas. No quiere dar ventajas.
  Está bien, ella no miraba así por las mismas razones que yo. A mí, cuando era un recién nacido, se me cruzó un algo sobre lo que los médicos nunca se pusieron de acuerdo, y desde entonces arrastro un poco la pierna izquierda. Unos días más, otros menos. El brazo izquierdo también se me suele declarar en huelga en los momentos más incómodos, pero ya estoy acostumbrado. El presagio de que la parálisis de medio cuerpo me haría un inútil para siempre no se cumplió. No del todo. Pero me dejó la cara afilada, y a veces un arrastre al hablar, y esa mirada de tonto dolido que no puedo evitar, ni aunque pudiera hacer un pacto con el diablo.
  Es cierto, muchas veces fue una ventaja. Cuando llegué a secretario judicial y debía interrogar a los procesados llevaba las de ganar. Ellos se relajaban, y sus mentiras se hacían fáciles; predecibles. Nunca se me escapaban. Pero en otros terrenos todo era contra. No era fiable, no parecía inteligente, no imponía, y en la justicia, entre los que mandan, parecer es lo que cuenta.
  Por eso tenía que morder como un perro. O nunca llegaría a ninguna parte.
  ¿Por qué estoy contando esto? ¿Para que me tengan lástima? Error. Pienso más rápido que la mayoría, pienso con rabia, con furia domada por años de sentirme desvalorizado. Puedo morder hasta sacar sangre, si es necesario. Y casi siempre es necesario.
  La verdad es que ya me había olvidado de la muerta. Era un episodio del pasado. Pero ella se me apareció en ese sueño para compartir su cuarto cumpleaños en el limbo de los asesinados sin asesino. Y me vi en sus ojos desconcertados.
  Es verdad, eso ya me había llamado la atención cuando fui parte de una de las investigaciones más enredadas, confusas y sórdidas que puedo recordar.
  Por aquellos días pude ver una serie de fotos que la mostraban jugando al tenis, en fiestas familiares, estrenando una bicicleta de un infantil color de rosa, pocas veces sola, casi siempre con alguno de sus asesinos en las cercanías. Y también estaban los tapes de la televisión. Cuando ella se transformó en una figura pública un poco desconcertante, y la llevaban a los programas de entrevistas para la hora de la siesta. Ya se sabe, un vendedor de helados que recibe mensajes extraterrestres cuando duerme, la inventora del yoga que adelgaza veinte kilos en tres semanas, el político joven que sonríe constantemente, como si en ello le fuera la vida; la vieja actriz que aparenta hablar de otra cosa, pero lo que quiere es lucir sus tetas nuevas.
  Tenía esa mirada. De simple. En algunos sitios al tonto del pueblo, al niño o al hombre retardado, no se lo llama tonto o tarado, se le tiene piedad, se lo llama «simple», como si los otros fueran demasiado complejos.
  Y ella, la muerta, tenía esa mirada, de simple.
  Seguramente la misma sorprendida mirada con que recibió los seis tiros que terminaron con su vida.
  En ese mes de octubre, con el olor de la primavera entrando por las ventanas, junto al perfume ácido y ruidoso de los coches que cruzaban la noche, me di cuenta de que no sabía quién era ella. Que nunca me había preguntado quién había sido la muerta, antes de ser eso, un cadáver plantado en el centro de una investigación procesal.
  Y me sentí deudor. ¿De quién? De mí mismo, que no había sabido reconocer mi mirada en sus ojos. ¿Ocultaba también un secreto?
  Entonces tomé la decisión de violar un poco la ley. Cualquiera de mis profesores de derecho penal diría que la ley se respeta o se viola. Que como las mujeres, no se puede estar «un poco» embarazada; o está o no lo está. Pero yo ya soy perro viejo. Y no tengo necesidad de decir tonterías.
  Por eso me propuse violar las normas «un poco», y aventurarme sin permiso en los registros informáticos que vinculan los juzgados. Se supone que eso no se puede hacer, porque la técnica lo impide, y no se debe hacer porque la ética otro tanto. Pero yo sé que se puede. Y lo hago.
  Si no hubiera tenido esta cara que tengo, mi mujer habría sospechado que mis prolongadas ausencias ocultaban una amante. No lo hizo, o tal vez sí lo hizo, en todo caso se equivocó a medias. Porque noche tras noche me recluía en el despacho, cuando no salía de fantasma a invadir despachos ajenos, para encontrarme con mi amante, la muerta. Necesitaba saber quién había sido.
  Otro seguramente se hubiera conformado con buscar el caso en Internet, y en las bases de datos judiciales, pero para mí no era suficiente. Necesitaba saber cómo habían construido, las miradas de los otros, la vida y la muerte de esa mujer.
  —¡Pirandello ataca otra vez! —hubiera dicho el Ritter, con ese tono burlón, irónico, que adoptó para siempre cuando íbamos a la secundaria.
  Ritter tenía razón, porque el escritor italiano decía que somos la suma de las miradas de quienes nos ven. Y yo necesitaba sumar los ojos que convergían sobre la muerta, para saber quién era.
  A Ritter todavía no le había llegado el turno, pero ya era seguro que tendría que apelar a él para enterarme de lo que yo no podía saber de ninguna manera. Ritter era muchas personas, y también mis ojos en el lado oscuro de la Luna.
  Con el tono burlón del Ritter en el oído, arrastré mi pierna hasta el escritorio, encendí la pantalla y entré en los archivos a lo bestia, sin preguntarme si me estaba permitido.
  Para construirla. Para saber cómo era. Quería entender su mirada.
  Lo confieso. Por primera vez en mi vida me sentí libre. No tenía la obligación de juzgar a nadie. No tenía que cumplir rituales, ni plazos, ni formalidades. Estaba violando las normas que me tocaba defender, y saberme un delincuente me hacía libre.
  No era una bestia de juzgado, era un cazador. Y mi presa una mujer muerta que miraba de cierta manera. El rastro eran los otros. Los que estuvieron allí, rondando su cadáver.

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