martes, 16 de junio de 2015

Miguel Sánchez-Ostiz.


Miguel Sánchez-Ostiz.
Novela La caja china. 1996.
Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, Navarra, 14 de octubre de 1950), es un escritor español, autor de novelas, ensayos, poesía, colaborador habitual en prensa, Premio Nacional de la Crítica en 1998 y experto en la obra y figura de Pío Baroja.
Premio Herralde de novela 1989.
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MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ. Poeta, narrador y ensayista navarro, nacido en Pamplona en 1950. Forma parte del grupo de escritores cuya obra empezó a suscitar la atención en la década de 1980. Posee una sensibilidad muy especial, cuidadosa con el entorno y vinculada al pasado. Poeta de la intrahistoria, volcado en el rescate de lo más valioso, ha producido un conjunto de libros de poesía en los que se recrean los mundos de la fábula y los sueños, como Pórtico de la fuga (1979), Los reinos imaginarios (1980) y De un paseante solitario (1985). En su larga lista de novelas se pueden señalar: Los papeles del ilusionista (1983); El pasaje de la luna (1984), expresión fiel de sus obsesiones provincianas; Tánger Bar (1987), pintura de un universo cerrado; La gran ilusión (Premio Herralde de novela 1989), sobre la amistad que se desvanece; Las pirañas (1992), crítica feroz pero dotada de un propósito moral; Un infierno en el jardín (1995); La caja china (1996); No existe tal lugar (1997), obra localista, evocadora y cargada de ensoñaciones que recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1997; La flecha del miedo (2000); El corazón de la niebla (2001) y En Bayona, bajo los porches (2002), dos novelas con las que iniciaba un ciclo narrativo sobre la historia reciente de España titulado Las armas del tiempo; y La nave de Baco (2004). Ha publicado abundante prosa narrativa y ensayística, como La negra provincia de Flaubert (1986), Mundinovi (1987) y Literatura, amigo Thompson (1989), en las que ensaya el uso de las memorias como recurso expresivo de la incertidumbre, así como La puerta falsa (1991), Correo de otra parte (1993), El árbol del cuco (1994), Veleta de la curiosidad (1994), El santo al cielo (1995), Las estancias del Nautilus (1996), Palabras cruzadas (1998), El vuelo del escribano (1999) y Derrotero de Pío Baroja (2000).



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En La caja china, Sánchez-Ostiz trata de responder, adoptando la forma de un imaginario detective, la pregunta de adónde conducen las huellas que a su espalda ha dejado un hombre desaparecido de forma inesperada en extrañas circunstancias: unas pocas pertenencias banales y los mínimos objetos personales abandonados en la habitación de un hotel fantasmagórico, en el invierno mortecino de una pequeña ciudad de playas y casinos. Su pesquisa lleva al autor a seguir los pasos de un personaje desclasado y de pensamiento errático, experto en la doble vida y en la falta de coraje, poseedor de una notable impericia para gestionar tanto los asuntos propios como los ajenos, y náufrago a todas luces en la sociedad de su época y en su propia vida. Un personaje que en la cuarentena se empeña, a pesar de todo, en encontrar su lugar en el mundo, en reconstruir las pocas certezas de su existencia, sus trampas, engaños, miedos y torpezas, en reconciliarse también consigo mismo y en encontrar una auténtica vía de escape que le libere de las sombras de su conciencia.
  Sánchez-Ostiz aborda la crónica, más irónica que sombría, de un tiempo oscuro y de un mundo turbio que se esconde debajo de una cacareada sociedad del bienestar y traza de paso las precisas siluetas de sus figurantes: una tropa de sonámbulos, extraviada en su propia época, los insatisfechos y marginales, bizcos de manos en ocasiones, pero rigurosamente contemporáneos. Personajes que se debaten consigo mismos en el borroso escenario de una ciudad del sur de Francia encarada al océano, en un territorio a todas luces fronterizo, sin poder diferenciar lo vivido de lo imaginado, el mundo de la luz y el mundo de la sombra, lastrados por un pasado dudoso y casi desprovistos de otro futuro que no sea el de desaparecer en extrañas circunstancias.
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Fuente: Editorial Anagrama.

Miguel Sanchez-Ostiz
La caja china
Título original: La caja china
Miguel Sanchez-Ostiz, 1996
Diseño de portada: Julio Vivas.
Ilustración de portada: Sans titre (Hotel de L’Etoile) caja de Joseph Cornell
 Para Dominique

(Fragmento).
 LA MALETA VACÍA
Rafael Vidán, viajero de una sola noche y sin embargo largamente esperado, no ocultaba su satisfacción por haber conseguido vencer sin ninguna dificultad la desconfianza del hotelero en aquel hotel de aspecto descalabrado, cubierto de desconchados, grietas y remiendos, que se alzaba en un extremo de la plaza de Santa Eugenia de Biarritz, como un testimonio de otra época. Rafael, hombre de prejuicios y de temores las más de las veces infundados, cuando se encontraba en parecidas circunstancias, pensaba que su acento extranjero le delataba y predisponía a sus interlocutores en su contra. Su experiencia de los pocos hoteleros franceses o ingleses que había tenido ocasión de conocer no era muy buena. Había padecido sevicias de distinta consideración. O eso al menos es lo que le parecía. No iba a ser así esta vez, con aquel extraño hotelero del Hotel del Fetiche. Y no iba a ser lo único que no era ni como pensaba ni como parecía.
  «Curioso nombre para un hotel», pensó Rafael cuando se encontró frente a la puerta de entrada. Chocante desde luego en esa parte de la ciudad donde las enseñas ostentaban los nombres de Hotel del Océano —el suyo—, Hotel del Puerto Viejo, de Washington… Él, sin embargo, no había venido en busca de curiosidades, ni de pasatiempos de viajero de una sola noche que persigue el encanto secreto de las ciudades, «en plan Arrensberg», pensó al recodar un recorte de un suplemento dominical que había llevado en la cartera como un manual de instrucciones del viajero sin ataduras que todavía quería ser a ratos. Él había venido en busca de algo más prosaico. Algo que con seguridad se le había escapado una vez más de las manos. No era exactamente culpa lo que sentía. Se trataba tan sólo de la desazón y del agobio que le acometía cuando sospechaba que estaba dando pasos en falso, y también de la perentoria necesidad de acabar con aquel asunto cuanto antes.
  Allí estaba, por fin, en el centro de la habitación que ellos habían ocupado, escuchando distraído la cháchara del hotelero, mirando a su alrededor, con curiosidad nerviosa y a la vez con disimulo, como el mal comprador que era, llevando la vista de un lado a otro, de un objeto a otro, buscando detalles reveladores, intentando fijar esos objetos que veía desparramados a su alrededor, tratando de imaginar, de adivinar cómo, cuál había sido la vida de ellos dos en aquel hotel, mediocre al fin y al cabo, muy poco del estilo de los hoteles que él se imaginaba que a ellos les gustaban o que estaban acostumbrados a frecuentar. Aquélla fue la primera de una larga serie de sorpresas.
  —Acompáñeme si quiere. Estoy desocupando su habitación… Poco queda por hacer —había dicho hacía unos minutos el hotelero después de que hubiesen intercambiado unas banales, corteses y algo confusas palabras de presentación.
  —Fui yo el que llamó ayer… Pensaba encontrarla aquí —había dicho Rafael Vidán.
  —Ya. Le esperaba. Ella me aseguró que usted vendría hoy… No estaba cuando usted llamó… Vino luego, le dije que había llamado, pero se marchó de nuevo. Llamó esta mañana y me dijo que usted se encargaría de todo. En fin, aquí está usted.
  Se veía tratado con una familiaridad que aceptó desde el primer momento de buen grado. Una vez más, o como siempre, había llegado tarde, pensó con un fondo de irritación. No dejó traslucir su enojo. Sonrió ligeramente.
Rafael se acercó a una de las ventanas de la habitación y apartó los visillos que la brisa hinchaba. Desde allí podía ver el mar y en él, cabeceando ligeramente, un pesquero con el casco pintado de color amarillo limón y unas franjas verdes en las amuras; en las pértigas llevaba unos gallardetes rojos requemados por el sol y el salitre. Era un día claro, muy luminoso, de comienzos de primavera. Una mañana en la que las cosas se mostraban con una nitidez que parecía inmovilizarlas. La vida de la ciudad tenía un ritmo lentísimo. Tan sólo, a lo lejos, cerrando el horizonte, había una ligera neblina. Observó con desgana a la gente que pasaba de un lado a otro de la plaza, la fachada blanquecina de la iglesia de Santa Eugenia —salía de ella un hombre de edad que en ese momento se calaba una boina con las dos manos y desaparecía de inmediato detrás de unos tamarindos—, los otros hoteles iluminados por el sol, las terrazas acristaladas desiertas a esa hora, una peluquería en cuya puerta, al sol, había un hombre joven, moreno y repeinado, con los brazos cruzados. A Rafael Biarritz le era casi por completo ajena. Desde que hacía tres años había perdido su pequeño negocio de transportes la frontera era un territorio perdido, antes casi también. Nunca había sabido desenvolverse en ese ambiente espeso. No conocía a nadie en la ciudad.
Se volvió hacia el hotelero, que entretanto no había dejado de hablar, cuando éste dijo «Bonita vista… ¿Eh?». Le observó con detenimiento y no le contestó. Era un personaje curioso. Con un rostro achinado, de rasgos gruesos y surcado por profundas arrugas, llevaba el cráneo afeitado e iba vestido con descuido: un jersey de marinero azul oscuro debajo de una americana muy usada a cuadros en tonos verdosos y amarillos con coderas de cuero color miel. Había algo en él que le producía una instintiva curiosidad; también confianza.
—Así que usted es el hermano de Adrián —repitió una vez más el hotelero como si hablara consigo mismo—. Le esperaba. Ha sido una desgracia, ya se lo he dicho. Estas cosas ocurren. Unos vienen. Otros van. Y a veces pasan cosas que no podemos prever. Ella dijo que sin duda usted desearía llevarse algunas cosas… ¿Sí? Espere un momento. Bajaré a buscar una caja.
Desapareció silboteando y le dejó solo. Esta vez Rafael pudo examinar con más detenimiento la habitación. La encontraba vulgar y desordenada. Sobre la chimenea, cuyo hogar estaba cerrado con una placa metálica oscura, colgaba un espejo de marco negro azabache coronado por un copete. Le resultó un tanto fúnebre el florón. Escrita con carmín de labios, una palabra escueta trazada con furia y encerrada dentro de un círculo: «Adiós». El leerla no le produjo emoción especial alguna. La miró inclinando la cabeza a un lado y a otro. «Caramba, todo un carácter», se dijo.
Prendidas en el marco había un par de tarjetas postales, una tarjeta de visita —«Alvarado. Antiquaires»—, otros papeles, facturas, una tira de fotografías de fotomatón… Estela. Estela. Estela. Estela y Adrián: Estela con una expresión seria en el rostro, sus grandes ojos acentuados por el maquillaje oscuro. Estela reteniendo una carcajada. Estela tapándose la cara con las manos. Estela abrazada a Adrián, que por lo visto había entrado de improviso en la cabina. La cogió, la miró con más atención y con una cierta aprensión que le hizo frotarse los dedos y la volvió a dejar con cuidado en el mismo lugar donde la había encontrado. Se trataba de algo que le resultaba ajeno. Volvía una vez más la antigua sensación de incomodidad ante todo lo que llegaba a sus manos o le tocaba, y le era extraño por haber pertenecido a otro, a su hermano sobre todo, y a una historia o una situación en la que él no había participado, pero que de inmediato le provocaba el deseo de haber estado presente y de haber sido uno de ellos, uno más de la partida. Una vez más, la molesta sensación del espectador colocado a la fuerza en una segunda fila. Él era ajeno a esa alegría contenida, a ese momento sin duda feliz en la vida de ellos. Como siempre. No era nada nuevo.
A continuación cogió una de las tarjetas postales. Estaba dirigida a Adrián. Una vista de Acapulco. Acantilados, villas, hoteles, el mar, el boscaje de unos jardines… Todo ello de un colorido pastel que le daba el aire de una vieja tarjeta postal coloreada a mano que bien podría haber sido enviada hacía veinte o treinta años. Incluso su formato alargado era inhabitual. En el dorso, cuatro líneas en castellano. Alguien, desconocido para Rafael, invitaba a Adrián, en un tono frívolo más que festivo, que también le resultó insoportable, a reunirse con él en las próximas fechas: «Adrián, querido, deberías apresurarte si todavía quieres disfrutar de estos sensacionales días. Te esperamos aunque sea acompañado. Luego regresaremos a México capital. Y luego quizás otra vez al norte. Estrechos abrazos». El nombre que le pareció adivinar en la firma era Roy. Y otro texto en inglés firmado por Ágata: Everithing would be better if you’d come. «¿Quiénes serán éstos? ¡Bah!, ya me enteraré», se dijo.
La tarjeta estaba fechada más de siete meses atrás, en el otoño del año anterior. Le llamó la atención que la dirección adonde había sido enviada no fuera la del Hotel del Fetiche. Se alegró de que Adrián no hubiese podido ir a Acapulco. En cierta manera había sido gracias a él. Ni a Acapulco ni a ninguna parte. Pero, como siempre, se arrepintió de inmediato de su mezquindad, se sintió culpable. Rafael Vidán tenía una idea muy distinta de adonde pensaban dirigirse Adrián y Estela. O mejor dicho no tenía ninguna. Él se había creído lo que ellos le habían dicho en su primera carta: que pensaban marcharse a Venezuela, donde, según decían, a Adrián le habían ofrecido un trabajo de representante de no recordaba qué producto comercial, algo tan vago que le había hecho sonreír, algo relacionado con materiales de construcción o con telefonía. La historia no le había llegado a interesar. No pensó en que tal vez la tarjeta no era más que una vaga invitación de circunstancias; tampoco en que pudiera ser una broma privada o una burla a él dirigida. No era seguro que esta vez hubiesen tratado de engañarle de nuevo, como él había sospechado.
Al tiempo que dejaba la postal en el marco del espejo, pensó que de todas formas no les había prestado el dinero que le pedían, y que en cualquier caso todo aquello carecía ya de importancia.
La otra postal era una vista, en tonos grises y azafranados, de Venecia. Era una postal vieja, con los bordes dentados. La fachada del palacio Loredan. No importaba, él nunca había estado allí y además estaba escrito al dorso. La firmaba un tal Ed. Fresneda. No le conocía. Nunca había oído hablar de él.
Con otra tinta firmaba una tal Nina. Estaba remitida desde París. Una postal elegida al azar, sin duda. «¿Vendréis este año? Ya lo dicen los philosophes: Nada como tomarse un helado en Nochevieja en el Florián. Hasta pronto. Hemos visto a Arrensberg. Es impresionante». «Menuda gilipollez», pensó Rafael. Al igual que la anterior, estaba fechada varios meses atrás. La colocó junto con la de Acapulco en el marco del espejo. En éste contempló el desorden que reinaba a su espalda. Alguien había desaparecido precipitadamente de escena. El desorden de la habitación de un viejo hotel que antaño, más que lujoso, pudo haber sido confortable, regentado por un pintoresco personaje que le había producido una cierta curiosidad y que hacía ya un buen rato que había desaparecido de escena.
Rafael se miró en el espejo. Sacó la lengua. Blancuzca. Se pasó por delante de la boca el dorso de la mano. Se arregló el nudo de la corbata, el pañuelo. La camisa no estaba del todo limpia y tenía los bordes desgastados. En la solapa de la americana lucía una mancha oscura. El poco pelo que le quedaba estaba repeinado en largas mechas y daba una impresión de desaliño. No se gustaba. No se había gustado nunca. Se dijo como siempre, con el único fin de infundirse ánimos, que no tenía muy buen aspecto. Tal vez estuviese enfermo. A la altura del rostro, la última palabra de Estela. Fue a borrarla y se pringó la mano. Sacó un pañuelo y se la frotó. Sobre el mármol de la chimenea había cajas de cerillas y varios paquetes de cigarrillos sin abrir, apilados cuidadosamente, un par de cigarrillos sueltos, una barra de carmín, que Rafael abrió, olió y cerró. Era de un color muy oscuro. Se le cayó un trozo. De un puntapié lo lanzó a un rincón. Un caballito de madera lavada de origen norte africano que examinó con poca curiosidad y un barco encerrado en una botella… Mapas Michelin del norte de África, Marruecos, el Rif, el Atlas, algunas guías antiguas y modernas de viajes en la zona, un manual de navegación…
Se dirigió al secreter de limoncillo que se encontraba abierto entre las dos ventanas. El mueble estaba desvencijado y alabeado, tenía marcas de vasos y de humedad y su interior estaba en completo desorden. Le dio la impresión de que alguien había estado buscando apresuradamente algo entre todo aquello. No se reprochaba el tener una imaginación vagamente novelesca. Pilas de periódicos y revistas, cartas, un telegrama en papel azul, alguna factura, objetos menudos… Sobre el mueble había una botella de whisky más que mediada, tres vasos sucios, una pila de libros de bolsillo: novelas policiacas… Las repasó. Aquellos autores a él no le decían mucho. Él se había jactado en alguna ocasión, incluso ante su hermano, de no entender nada de lo que leía, de no saber gran cosa fuera de la música y del cine, y aun esto como distraído espectador. La de hacerse el bobo era una de las especialidades de Rafael Vidán.
En la pared, clavadas con alfileres de los usados en los bancos franceses para prender billetes, dos buenas fotografías. En una de ellas podía verse a Estela y a Adrián una mañana soleada de invierno —llevaban los abrigos puestos— en la terraza del Royalty ¿O era en Les Colonnes? ¡Bah! Qué importaba. Se trataba en todo caso de un claroscuro muy acusado. Enero. La otra era una fotografía de Estela, esbozando una sonrisa divertida, en la playa, con el cabello revuelto. El fotógrafo era el mismo. Un tal Marc Darrigade. Estaba impreso al pie, al vacío.
Apareció de nuevo el hotelero. Traía una caja de cartón de gran tamaño, de color negro, con una franja blanca en la que aparecían ideogramas orientales. A Rafael le pareció la caja de un mago y de inmediato pensó con enojo que le resultaría embarazosa. El hotelero la dejó sobre una mesa baja que ocupaba el centro de la habitación y que también estaba cubierta de periódicos. Una parte de éstos se derrumbaron. El hotelero cogió la caja y se la dio a Rafael, despejó la mesa de los periódicos que quedaban y los apiló sobre una silla. Con un gesto le volvió a pedir la caja y la colocó sobre la mesa.
—Excúseme si he tardado. Quería encontrar una buena caja. Ésta es excelente ¿No le parece?… Ya le he dicho que ella se marchó ayer, a última hora de la tarde, después de que usted llamara. Dijo que usted se encargaría de recoger estas cosas y de pagarme una pequeña factura. No es mucho. Tan sólo un par de semanas. Ella lo dijo…
Rafael pensó que casi con seguridad el hotelero y Estela habrían tenido una discusión subida de tono. No creía que éste la hubiese dejado salir así como así, sin pagar la nota. Sin saber de qué cantidad se trataba, Rafael dijo que no había ningún problema, que él la pagaría.
—No era necesario —continuaba el hotelero cambiando de conversación—. Yo les había cogido aprecio. Me gustaban. Los dos. Su hermano era un hombre encantador. Y ella es una belleza. Sé lo que me digo, no en vano han pasado buena parte de este invierno en mi hotel. Ya sé que no es gran cosa, pero a ellos parecía gustarles. Además está, como ve, muy céntrico y soy de los pocos que abren en invierno. Estuvieron bien aquí… Sí. Su hermano y yo hablábamos mucho. Le gustaban mis historias. Él también tenía muchas cosas que contar. Era muy divertido…
A Rafael le azoró la forma en que aquel hombre hablaba de Adrián. Sí, claro, lo de siempre: un hombre encantador, divertido, brillante. Todos habían pensado siempre lo mismo. Él no. Él había pensado otra cosa. Le fastidiaba. Siempre le había fastidiado. Ahora no, ahora menos, en el fondo, ya no había motivo alguno.
—Bien, supongo que querrá llevarse algo de todo esto —decía el hotelero mientras que Rafael Vidán, distraído, cogía alguna cosa y la dejaba de inmediato—. Estaba desasosegado, agobiado por la situación en la que se encontraba y en la que no sabía cómo desenvolverse; era perezoso y le costaba mucho trabajo tener que tratar de asuntos concretos con extraños. Se dirigió al armario ropero. Lo abrió. En su interior no quedaba mucho. Un par de camisas. Una de algodón y otra de seda, con las iniciales «A.V.» bordadas. Un abrigo de pelo de camello algo gastado, una americana de tweed en tonos grises, unos pantalones de franela también grises claros y una corbata de seda un poco ajada a listas oro viejo, azul oscuro y vino burdeos que él le había regalado en una de las últimas ocasiones en que se habían visto: unas navidades —las últimas navidades de la familia— en la casa familiar de Umbría, hacía de eso cinco o seis años, tal vez más, cuando todavía vivían sus padres. Parecía como si desde entonces hubiese transcurrido toda una vida… Dobló la corbata con cuidado y la depositó en el fondo de la caja que el hotelero había dejado abierta sobre la mesa.
—¿Qué va a hacer con la ropa? —le preguntaba el hotelero. Rafael pensó que se lo preguntaba porque se había dado cuenta de que él y Adrián no eran en absoluto de la misma talla. Él era más alto, mucho más grueso, más desgarbado también. Todo lo contrario que su hermano.
—No sé —contestó Rafael—, por el momento podemos meterla en esa maleta. —Era una maleta que se encontraba sobre el armario. Una desvencijada maleta de piel de cerdo con restos de viejas etiquetas de hoteles que Adrián habría llevado consigo en sus viajes, donde había encerrado su mundo.
—Déjeme. Yo le ayudo —dijo solícito el hotelero.
—No hace falta —le contestó Rafael algo molesto por tanta amabilidad. Advertía que la amabilidad no iba dirigida a él, sino a ellos: un resto de complicidad o de afecto. Y eso le molestaba.
—Antes me gustaría pagarle la factura que dejaron pendiente —dijo Rafael por ver de poner algo de distancia entre él y la excesiva amabilidad del hotelero.
—Bueno, ya le he dicho que son sólo las dos últimas semanas. La dejó ella… Bien, como quiera. Ahora mismo subo… —Volvió a dejarle solo.
Rafael abrió la puerta que daba al cuarto de baño. Un cuarto de baño bastante amplio, anticuado, con una ventana de vidrios traslúcidos que dejaba pasar una luz glauca. Definitivamente el hotel era algo pasado de moda, anacrónico, y su decoración una superposición de estilos y de mobiliario superviviente de sucesivos y periódicos naufragios. La brocha y la maquinilla de afeitar de Adrián, el jabón y el agua de colonia Roger Gallet, un cepillo para el pelo, se encontraban en uno de los estantes que había junto al lavabo y fueron a parar a la papelera. Le produjo una cierta repugnancia tocar aquellos objetos. Como si fueran contagiosos de una enfermedad mortal, como si la muerte estuviera prendida en ellos.
En otro estante había un frasco de perfume Vol de nuit. Quedaba un resto en su fondo. Lo abrió y lo olió. No le gustó. Demasiado dulzón para ella —pensó—, ¿pachulí? Él la recordaba usando perfumes muy distintos, más intensos, nocturnos, o más ácidos: un verano ya lejano bajo la enramada de los plátanos, en Fuenterrabía, el olor fuerte, intenso del aire, el murmullo de las conversaciones, las risas, su nunca logrado deseo de atraer por completo su atención, de hacer que se interesara en sus asuntos… Eran muy jóvenes entonces, los otros, siempre los otros, más ingeniosos, más atractivos, y Adrián como centro de la reunión, y el perfume de Estela a su lado, vivo, ácido y nada corriente, expresión de su vitalidad, de su querer imponer a toda costa su indudable atractivo. Todo aquello había pasado, era irremediable. En realidad duró menos de lo que él creía. Pensó que todo verano es un último verano; sobre todo para él. Y lo pensó sin nostalgia alguna, tan sólo con una ligera irritación. Estela no le había escogido a él. Ciertos fragmentos de su pasado se le ofrecían como un tiempo no vivido, o al menos no como a él le hubiese gustado vivirlo. Como algo que transcurría ante sus ojos, en forma de falsos decorados, falsas ciudades, falsas perspectivas. Pensó todo esto mientras daba vueltas en la mano al frasco de perfume. Un frasco de vidrio de color verde oscuro. Probablemente se lo habría regalado Adrián. Le habría gustado a él.
De forma maquinal lo llevó a la otra habitación y lo metió en la caja. Se dijo que le preguntaría al hotelero de qué era aquella caja que despedía un raro olor que recordaba el de las hierbas agostadas, el de los desvanes de su infancia.
El hotelero volvió con la nota, se la entregó y Rafael la repasó con atención. Podía pagarla sin sentir remordimientos. Tal vez un exceso en las llamadas telefónicas. Nada que discutir. Pagó.
—Ahora le subo la vuelta —dijo el hotelero.
—No, quédesela —replicó Rafael al tiempo que doblaba la nota y la metía en la caja. Era una vuelta ridícula.
—Ya siento que haya llegado usted tarde —decía el hotelero mientras se metía los billetes que le acababa de dar Rafael en el bolsillo trasero del pantalón—. Las cosas no podían haber sido de otra manera. Su hermano tenía niebla en la cabeza. Los conocí parecidos en Tonkín… En la infantería de marina. Sí, allí estuve… He estado en muchos sitios, sí… Tonkín, Argelia… También las Antillas… Yo le contaría. A su hermano y a la señorita les conté muchas historias. Ella dijo que iba a escribirlas… No sé. Nos sentábamos abajo, en el bar… Así pasábamos las horas. Es largo el invierno en nuestra ciudad. Una ciudad para gentes solitarias, como yo, señor. Su hermano era un soñador, además… ¿Treinta y ocho años dice usted? Yo le creía más joven. Lo que son las cosas. En fin.
Mientras hablaba, el hotelero había bajado la maleta y, ante la indiferencia de Rafael, la había ido llenando con el contenido del armario. Lo hacía meticulosamente, como un ayuda de cámara profesional. Daba la impresión de que se había pasado la vida haciendo lo mismo: unas maneras que no tenían nada que ver con las briznas del pasado en apariencia turbulento del que acababa de jactarse.
—Es una pena —decía de nuevo el hotelero— que se pierda esta ropa. Tengo un amigo a quien le quedaría que ni hecha a medida. Le vendría muy bien, además… Siempre anda necesitado.
A Rafael le extrañó que no hubiese más ropa, pero dijo:
—Puede quedársela. Haga con ella lo que quiera.
Rafael fue buscando más cosas para meterlas en la caja negra. Primero las fotografías, las que estaban en el secreter y las que estaban prendidas en el espejo. En uno de los cajones encontró un sobre con más fotografías, un cuchillo, unos anzuelos de pesca, un plomo de red comido por el salitre, unos mapas de carreteras y algunas otras menudencias, entre las que había unos carretes sin revelar. Todo ello fue a parar a la caja.
Metió también la botella de whisky y, sin prestarles demasiada atención, las cartas, las facturas, las postales del espejo, una gruesa carpeta con papeles, más folletos de viajes, mapas y recortes de revistas. En uno de los cajoncitos interiores del escritorio, junto con muestras vacías de perfumes, un paquete abierto de pañuelos de papel, monedas fraccionarias y unos fósforos, publicidad de un club nocturno, Bestondo, Piano-Bar, encontró algo que le interesó más: una pequeña agenda de piel sujeta con una lengüeta. La abrió. Tenía algunas páginas en blanco, pero otras estaban cubiertas de direcciones, teléfonos, nombres, lugares y algunas breves anotaciones que en una primera lectura no entendió y que le resultaron enigmáticas. Reconoció la letra de Estela; probablemente la habría olvidado, o tal vez la había abandonado porque ya no le servía para nada. Dejó para más tarde el examen minucioso de la agenda.
Volvió a la chimenea. Cogió el barco encerrado en la botella y una rosa de los vientos giratoria, una reproducción de un instrumento antiguo. Los envolvió con cuidado en una hoja de periódico. Bagatelas, pensó; pero también trató de imaginar rápidamente en qué momento habrían comprado ellos aquellas pequeñas cosas, a qué rito privado habrían pertenecido. Volvería sobre ello. Imaginó su paseo apacible por la ciudad, al borde del mar, en el margen de una época, exentos, sin cuidado. Fue dejando los periódicos y las revistas, de viajes sobre todo, sobre una silla, pasándolos de uno en uno por ver de hallar entre ellos alguna cosa. Se encontraba incómodo. El hotelero le observaba desde hacía rato sin decir nada. Sentía su mirada clavada en su espalda.
—Leían muchos periódicos —dijo de pronto por decir algo.
—Sí —contestó el hotelero lacónicamente—, qué otra cosa podrían hacer.
Encontró también tres mazos de cartas, dos de ellos cerrados. Los guardó junto con las demás cosas.
—No han dejado gran cosa —dijo Rafael.
El hotelero se excusó enseguida de no haber tocado nada.
—Oh, solamente ha querido venir él, Alvarado; pero no le dejé subir, no vaya usted a pensar, le dije que esperara a que usted llegara, porque usted iba a venir, ¿no es cierto?… Uno tiene su conciencia profesional.
Rafael recogía aquellos mínimos restos, que bien podían ser una burla siniestra, como si fueran preciosas reliquias, y no reparó en las últimas palabras del hotelero. Entre el desorden de papeles del secreter encontró una estilográfica, un cuaderno y unas cintas de radiocasete que fueron a parar con las demás cosas.
Se acercó a la cabecera de la cama. Abrió los cajones de las mesillas. Una caja de tranquilizantes fuertes. Nada más. Más periódicos. La gente que leía mucho los periódicos le inquietaba. Volvió hasta el escritorio. No, allí no quedaba nada. Se sintió avergonzado por las muestras de rapacidad que estaba dando en presencia de aquel hombre que seguía sus movimientos con los brazos cruzados. «A fin de cuentas es posible que nada de esto me pertenezca», pensó por un momento, aunque Estela le hubiese dicho al hotelero que sería él quien con seguridad vendría a recogerlas. Un sarcasmo más por parte de ella, porque allí no quedaba nada; en realidad habían vuelto a mofarse de él, pensó, y se sintió ridículo con aquella caja a su disposición.
—Bien, creo que no nos queda nada por hacer aquí —dijo Rafael, una vez más por decir algo, echando una mirada a su alrededor: los periódicos y las revistas ilustradas apiladas sobre una de las sillas, los libros de bolsillo. Los repasó de nuevo. No había nada que le interesara. Cogió en cualquier caso la novela de Leo Mallet. Le gustaban las historias del detective Néstor Burma. La metió en la caja y dejó el resto. Se acercó por última vez a la ventana desde la que podía ver el mar más allá de la iglesia de Santa Eugenia. El pesquero seguía cabeceando en el mismo lugar, cerca de los arrecifes. Un día muy hermoso. Demasiado hermoso para ocuparlo en recoger despojos. Con seguridad no volvería a ver ese panorama. Se encogió de hombros.
La caja abultaba más de lo que habla supuesto. Se la puso bajo el brazo. Notó cómo en su interior las cosas se movían y chocaban entre sí. Se sintió algo ridículo. El hotelero cogió la maleta y abrió la puerta, pero de inmediato pareció arrepentirse y dijo: «Perdone, la cogeré luego», y la dejó sobre la mesa. Rafael echó una última mirada a aquella maleta cerrada que contenía los otros restos de su hermano. Los otros restos, pensó, tan inservibles como los que él llevaba en su caja. «Después de tantas idas y venidas, Adrián no parece que tuviera gran cosa», se dijo. Empezaron a bajar las escaleras. Crujían. Decididamente el hotel estaba algo descalabrado. La moqueta de color rojo oscuro desgastada con cercos negros, el empapelado oscurecido y sucio, los apliques tuertos. Ni siquiera se trataba de lujo ajado, sino de algo más turbio, más agobiante y sutil. Allí, en aquel aire enrarecido, flotaba algo furtivo, no del todo decadente ni pasado de moda: un escenario abandonado por sus actores a la carrera tras escuchar una voz de alarma, y no precisamente, o no tan sólo, por Adrián y Estela. Pesaba un raro silencio en aquel ambiente de colores apagados, como si la vida de la ciudad no hubiese llegado desde hacía mucho tiempo hasta el interior del hotel.
Llegaron a la planta baja, donde el hotel cambiaba de decoración y ésta se hacía decididamente extravagante. Ambos se encontraban incómodos y se observaban con disimulo. Rafael querrá llegar cuanto antes a su hotel para dejar en algún sitio aquella caja molesta. Sin embargo aceptó la invitación del hotelero a tomar algo en el bar del hotel. Una invitación demasiado cálida, como si de pronto existiera entre ellos una evidente complicidad, que no podía ser otra que la que había habido entre Adrián y aquel pintoresco personaje que ni siquiera había dicho su nombre, o al menos él no lo recordaba. Hablaba el castellano con fluidez, pero con un acento muy acusado que parecía impostado.
Rafael era un experto en contarse historias y se imaginaba con toda clase de detalles cuál había sido la vida que habían llevado en aquel hotel y en aquella ciudad; pero quería saber algo más. Tal vez penetrar en la historia, hacerse con ella, con sus detalles más nimios. Hacerse daño en el fondo. Saber algo que sin duda nadie le iba a contar, que Estela no le contaría jamás. Muy a su pesar, siempre le había atraído la vida, lo poco que había sabido de ella, que habían llevado Estela y su hermano en los últimos años. Y ahora era el hotelero el único vínculo que le unía a ellos.
—No me lo dijo… Había hablado de subir a París… O Italia. No lo sé… Tampoco creo que a cierta edad se pueda ir a muchos sitios… ¿No le parece?… De todas formas ayer noche se fue con su amigo Darrigade… —había dicho el hotelero sonriendo.
—¿Cómo dice?
—Sí, Marc Darrigade, el fotógrafo… Puede llamar a su casa si quiere, el número vendrá en la guía.
—¿Cómo no me lo ha dicho antes?
—No me lo ha preguntado.
«No importa», pensó Rafael, «tarde o temprano nuestros caminos volverán a cruzarse». Siempre había sido así y no veía ninguna razón para que las cosas cambiaran. Creía saber dónde podía encontrarla. Sus escenarios —pensaba— eran demasiado reducidos. Todo se arreglaría. Ahora le tocaba a él la oportunidad largo tiempo acariciada de acercarse a Estela. No había obstáculo alguno. Adrián ya no se interponía entre ellos.
Podía permitirse el lujo de interrogar al hotelero. O mejor, de dejarle hablar sobre Estela y sobre Adrián. «Seguro que quiere hacerlo. Seguro que lo hará», pensó Rafael con una leve sonrisa de satisfacción.

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