martes, 2 de junio de 2015

Blish James. Premio Hugo 1959.


Blish James. Premio Hugo 1959.

Estudió biología en la Universidad de Columbia, entre los años de 1942 - 1944 sirvió a las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos como médico asistente. Después de la Guerra obtuvo el puesto de director general en la farmacéutica Pfizer.

Su primera novela publicada apareció en el año de 1940, y poco a poco su actividad literaria creció hasta que optó por convertirse en escritor profesional Blish estuvo casado con la editora Virginia Kidd de 1947 hasta 1963.

Entre 1967 y su muerte en 1975, Blish se vuelve el primer autor en escribir una corta colección de historias basadas en una serie clásica de televisión: Star Trek. En total, Blish escribió once volúmenes de estas cortas historias las cuales eran adaptaciones de la famosa serie de los años sesenta.

Murió mientras escribía el volumen número once de las adaptaciones de Star Trek, su esposa en ese entonces, J. A. Lawrence completó el libro y escribió dos volúmenes más.

Blish vivió en Milford, Pennsylvania hasta la mitad de los sesentas. En 1968, Blish emigró a Inglaterra, y vivió en Oxford hasta que murió a causa de un cáncer de pulmón en 1975. Fue enterrado en el cementerio de Holywell, en Oxford, a lado de la tumba de Kenneth Grahame.

***

Premio Hugo 1959

Un caso de conciencia. Novela.

El padre Ruiz-Sánchez no es sólo un sacerdote, sino además un sabio, y no sólo un sabio, sino además un tipo humano. Por eso, al llegar la planeta Litina, cuyos habitantes -reptiles dotados de inteligencia- únicamente creen en la razón pura, el padre Ruíz-Sánchez se ve confrontado a un problema teológico de cuya solución puede depender el porvenir de dos mundos. Desgarrado entre las enseñanzas de su fe, las de su ciencia y las íntimas exigencias de su humanidad, sólo un camino parece ofrecérsele: el de la herejía.
Fuente:N.N.

(Fragmento. Novela. Un caso de conciencia).

JAMES BLISH.

UN CASO DE CONCIENCIA.

Editor: Martínez Roca, Barcelona

D. L.: 1977

Colección: Súper-ficción; 17

ISBN: 84-270-0397-8



LIBRO PRIMERO.

La puerta de piedra se cerró con estrépito. Era la tarjeta de visita de Cleaver. Jamás puerta alguna, por maciza, complicada o bien encarrilada en sus guías que estuviese había logrado impedir que aquél la cerrara con formidable estruendo, como si el mundo se viniera abajo. Y tampoco había en el universo planeta lo bastante húmedo y con la suficiente densidad atmosférica para amortiguar el ruido- ni siquiera Litina.

El padre Ramón Ruiz-Sánchez, oriundo del Perú, miembro regular de la Compañía de Jesús, con profesión de los cuatro votos, prosiguió la lectura. Los dedos impacientes de Paul Cleaver necesitarían algún tiempo para liberarle del traje de explorador que vestía, y en el ínterin el problema subsistía. Un problema que se remontaba a un siglo atrás —se planteó por vez primera en 1939—, pese a lo cual la Iglesia no había conseguido esclarecerlo. Por lo demás, era de una complicación diabólica (adjetivo oficialmente reconocido, rigurosamente seleccionado y con la pretensión de que fuera interpretado en sentido literal). La propia novela que había promovido el caso figuraba en el Índice de Libros Prohibidos, y sólo por dispensa de la Orden a la que pertenecía tenía el padre Ruiz-Sánchez acceso espiritual a ella.

Volvió la página sin apenas prestar atención al ruido de botas y gruñidos que llegaban del salón. El texto discurría cada vez más inextricable, más insidioso e insoluble conforme avanzaba en la lectura: (...) Magravio amenaza a Anita con inducir a Sila —un bruto integral (jefe de una panda de mercenarios: los silavanos) que pretende abandonar a Felicia en manos de Gregorio, Leo, Vitelio y Macdugalio, cuatro excavadores— a que abuse de ella si no cede a sus apetencias y se aviene a mantener a Honufrio en el engaño realizando el acto conyugal cuando se le pida. Anita, que dice haber descubierto tentaciones incestuosas en Jeremías y Eugenio...

¡Vaya por Dios! Otra vez había perdido el hilo. ¿Quiénes eran Jeremías y Eugenio? Ah, sí..., los «filadelfos~ o hermanos entrañables (seguro que aquí se ocultaba algo reprobable) que aparecían al comienzo del libro, consanguíneos en último grado de Felicia y Honufrio, este último, a juzgar por las trazas, instigador de todas las villanías y esposo de Anita. Magravio, que por lo visto admira a Honufrio, es instigado por el esclavo Mauricio —probablemente siguiendo instrucciones del propio Honufrio—a solicitar los favores de Anita, a la que llegan estos requerimientos por intermedio de su doncella Fortissa, que era o había sido en algún momento compañera de Mauricio, a quien había dado hijos, todo lo cual obligaba a sopesar con suma cautela el caso. Además, la confesión de Honufrio al inicio de la trama fue obtenida en su integridad bajo tortura, voluntaria si se quiere, pero tortura al fin y al cabo. En cuanto a las relaciones entre Fortissa y Mauricio resultaban todavía más ambiguas. A decir verdad no eran más que una suposición del padre Ware, el glosador...

—Ram6n, ¿quieres ayudarme?—gritó de repente Cleaver—. Apenas puedo moverme y..., y no me siento bien.

El jesuita y biólogo apartó a un lado la novela y se levantó alarmado. Era muy extraño oír a Cleaver expresarse en aquel tono.

El físico estaba sentado en un almohadón de junquillos trenzados relleno con una especie de musgo esfagnáceo que se hundía en el centro bajo el peso de su anatomía. Se había despojado a medias del traje de explorador, confeccionado en fibra de vidrio. Estaba pálido y sudoroso aun después de haberse quitado el casco protector. Los dedos gordezuelos se movían con torpeza tirando de una cremallera que se había atascado.

—Paul, ¿por qué no me dijiste en seguida que te sentías indispuesto? Anda, deja eso ya, no haces más que estropearlo. ¿Qué ha sucedido?

—No lo sé con certeza —contestó Cleaver, jadeante, soltando el extremo de la cremallera. Ruiz-Sánchez se arrodilló junto a él y manipuló con cuidado para encajar de nuevo el diente de la cremallera—. Me adentré en la selva para ver si descubría más mineral de pegmatita. Llevo tiempo pensando que si algún día se instalase hache una planta piloto de tritio, la producción podría ser fabulosa.

—¡No lo quiera Dios! —exclamó Ruiz-Sánchez por lo bajo.

—¿Decías?... De todos modos no encontré nada de particular. Sólo unos cuantos lagartos y saltamontes, como siempre. Luego tropecé con una planta semejante a un ananás y una de las espinas perforó el traje y me hirió. No parecía cosa seria, pero. . .

—No vestimos esos trajes por capricho. Veamos la herida. Vamos, levanta las piernas para que pueda sacar esas botas. ¿Dónde te hiciste...? Ah, ya veo. Caramba, tiene mal aspecto. Habrá que tratarlo. ¿Algún otro síntoma?

—Tengo la boca como despellejada—se quejó Cleaver.

—.Abrela —ordenó el jesuita.

Cleaver obedeció y el sacerdote pudo observar que aquél se había quedado muy corto en sus apreciaciones. Tenía casi toda la mucosa bucal cubierta de visibles ulceraciones que indudablemente debían de causarle intenso dolor y cuyos bordes aparecían muy marcados, como si hubieran sido producidas con un punzón para marcar bizcochos.

Ruiz-Sánchez se abstuvo de formular comentarios y su rostro adopt6 una expresión de fingida indiferencia. Si el físico sentía necesidad de minimizar su dolencia no seria él quien lo impidiera. Un planeta extraño no es el lugar más apropiado para privar a un hombre de sus mecanismos de defensa.

—Ven conmigo al laboratorio —indicó el jesuita—. Tienes eso muy inflamado.

Cleaver se puso en pie, un poco tambaleante, y siguió al biólogo hasta la habitación donde estaba instalado el laboratorio. Ruiz-Sánchez tomó muestras de varias úlceras, las depositó en los cristales portaobjetos y las sometió a tinción por el método de Gram. Mientras tenía lugar el proceso de coloración se aplicó al ritual de orientar el espejo situado bajo la platina del microscopio hacia la ventana, enfocándolo contra una luminosa nube blanca. Cuando sonó la alarma del cronómetro secó la primera preparación con la llama de un mechero de laboratorio y deslizó el portaobjetos hasta afianzarlo con las pinzas de sujeción.

Tal como casi se temía, el biólogo descubrió pocos de los bacilos y espiroquetas entremezclados que hubiesen delatado la existencia de una enfermedad común conocida en la Tierra como «angina de Vincent,. —pese a que el cuadro clínico de Cleaver así lo sugería—, y que Ruiz-Sánchez habría podido curar de la noche a la mañana con una simple tableta de espectromicina. La flora bucal de Cleaver era normal, aunque con tendencia a proliferar debido a la cantidad de tejido expuesto.

—Voy a inyectarte—advirtió el jesuita con voz sosegada—. Luego será mejor que te acuestes.

—¡Ni hablar de eso!—protestó Cleaver—. Tengo nueve veces más trabajo del que puedo hacer para añadir ahora obstáculos suplementarios.

—Las enfermedades siempre vienen a destiempo—argumentó Ruiz-Sánchez—. Y digo yo: ¿a santo de qué preocuparse de si pierdes un día o dos cuando de todos modos no estás eh condiciones de tenerte en pie?

—¿Qué tengo?—preguntó el físico con recelo.

—No tienes nada—repuso Ruiz-Sánchez, casi deplorando tener que decirlo—. Me refiero a que no padeces una infección. Pero eso que tú llamas ananás te ha jugado una mala pasada. En Litina la mayor parte de esta familia vegetal va provista de espinas o tiene unas hojas recubiertas de polisacáridos venenosos para el hombre. En concreto, el glucósido con el que tropezaste era sin duda una escila o algo muy parecido. Produce los mismos síntomas que la angina de Vincent, sólo que tarda mucho más en desaparecer.

—¿Y cuánto tiempo me llevará recuperarme? —preguntó Cleaver, resistiéndose

todavía, si bien replegado ahora a la defensiva.

—Varios días por lo menos; hasta que estés inmunizado. La inyección que voy a darte es una globulina gamma específica contra la escila y debería aminorar los síntomas hasta que tu organismo haya elaborado una elevada concentración de anticuerpos. Pero mientras eso no ocurra, Paul, tendrás mucha fiebre y me veré obligado a atiborrarte de antipiréticos, pues en este clima un poco de fiebre puede resultar gravísimo.

—Lo sé —dijo Cleaver, más apaciguado—. A medida que voy conociendo mejor este planeta, menos dispuesto estoy a votar en sentido afirmativo cuando llegue el momento. Bueno; adelante con tus inyecciones y tus aspirinas. Supongo que debo alegrarme de que no sufra una infección bacterial, ya que entonces las Serpientes me acribillarían con antibióticos.

—No es probable que eso ocurra—dijo Ruiz-Sánchez—. Estoy seguro de que los

litinos disponen de por lo menos cien clases de drogas que tarde o temprano acabaremos utilizando; pero por el momento no hay tal cosa, de forma que tranquilízate. Antes será preciso estudiar desde el principio su farmacología... Bien, Paul, ¡a tu hamaca! Te aseguro que dentro de diez minutos te arrepentirás de haber nacido.

Cleaver forzó una sonrisa. Su rostro sudoroso, rematado por una desgreñada mata de pelo rubio, no había perdido el vigor ni la energía de trazos a pesar de su estado de postración. Cleaver se puso en pie y pausadamente se bajó las mangas de la camisa.

—En lo que a ti concierne no me cabe duda de cuál va a ser tu voto—dijo—. Te agrada este planeta, ¿verdad, Ramón? Debe de ser un auténtico paraíso para un biólogo.

—Sí, me gusta—dijo el sacerdote, devolviéndole la sonrisa. Siguió a Cleaver

hasta la reducida estancia que hacia las veces de dormitorio. Salvo por el detalle de la ventana, uno hubiera dicho que se encontraba en el interior de un botijo. Las paredes, lisas y curvas, eran de algún tipo de material cerámico que no permitía filtraciones ni dejaba penetrar la humedad, aunque tampoco estaba completamente seco. Las hamacas pendían de unos ganchos que asomaban ligeramente del muro, de forlpa que parecían revestidos de materia cerámica como el resto de la casa—. Quisiera que mi colega la doctora Meid estuviese hache. Creo que aún se sentiría más a gusto que yo.

—Las mujeres metidas a científico no me inspiran confianza —dijo Cleaver, con ambigua y extemporánea irritación—. Siempre dejan que los sentimientos interfieran con sus hipótesis. Por cierto, ese nombre... Meid... ¿de dónde proviene?

—Del Japón—aclaró Ruiz-Sánchez—. Su nombre de pila es Liu. Allí siguen la misma costumbre que en Occidente y colocan el apellido familiar a continuación del nombre.

—Entiendo—dijo Cleaver, perdiendo interés en el tema—. Hablábamos de Litina.

—Bien. No olvides que Litina es el primer planeta extrasolar que visito-aclaró el jesuita—. Creo que me sentiría igualmente fascinado ante cualquier

mundo nuevo y habitado. Esta infinita mutabilidad de las formas de vida y la sabiduría inherente en cada una de ellas... Todo resulta asombroso y fascinante.

—¿Y por qué no ha de bastar con eso?—preguntó Cleaver—. ¿Por qué mezclar

siempre a Dios en el mejunje? No me parece Lógico.

—Al contrario; es lo que confiere sentido a las cosas—arguyó Ruiz-Sánchez—. La fe y la ciencia no se excluyen mutuamente, sino todo lo contrario. Pero si antepones los postulados de la ciencia y excluyes la fe, admitiendo sólo lo que está probado, no encuentras más que una serie de actos desprovistos de sentido. Para mí, la biología es un acto religioso, porque sé que todas las criaturas son obra de Dios y que cada nuevo planeta, con sus múltiples manifestaciones, es una afirmación del poder de Dios.

—Eres un hombre muy entregado —dijo Cleaver—. Pues bien, también yo, pero

sólo a mayor gloria del hombre. Así pienso yo.

Se dejó caer pesadamente en la hamaca. Transcurrido un intervalo razonable, Ruiz-Sánchez se levantó, y al hacerlo elevó la pierna del paciente, de la que por lo visto se había olvidado. Cleaver no se dio cuenta, señal evidente de que la inyección empezaba a surtir efecto.

—Conforme—sentenció Ruiz-Sánchez—, pero has dejado la frase a medias. El

resto dice: «...y a mayor gloria de Dios».

—No me sermonees, padre—se revolvió Cleaver. Pero en seguida añadió—: Perdona..., no he querido decir tal cosa. Es que para un físico este planeta resulta un verdadero infierno. Será mejor que me des esta aspirina. Tengo frió.

—Claro, Paul.

Ruiz-Sánchez retornó con paso vivo al laboratorio, preparó una masa de barbiturato-salicilato en uno de los soberbios morteros que poseían los litinos y la comprimió hasta formar varias tabletas (la húmeda atmósfera de Litina no permitía el acopio de pastillas por ser éstas excesivamente higroscópicas). Le hubiese gustado estampar en ellas la marca «Bayer,- antes de que se endurecieran, pues si para Cleaver la aspirina era un remedio contra todos los males, no tenia inconveniente en que siguiera pensando que las tabletas que iba a ingerir eran aspirinas.

Pero como era lógico, no disponía de la matriz necesaria para dicha operación.

Tomó dos tabletas y regresó junto a Cleaver con un vaso y una jarra de agua pasada por un filtro Berkefeld.

El corpulento hombretón estaba ya dormido, y Ruiz-Sánchez tuvo que desvelarlo a medias. Cleaver dormiría aún largo rato, y a cambio de aquel trato en apariencia brusco, despertaría muy avanzado en el camino de su recuperación. La verdad es que el paciente apenas se dio cuenta de que le hacían tragar las pastillas, y al poco volvía a respirar afanosa y entrecortadamente.

Acto seguido Ruiz-Sánchez volvió al salón, tomó asiento y empezó a inspeccionar el traje de explorador. No le costó mucho localizar el desgarro causado por la espina vegetal, y vio que podría remendarlo con facilidad. Mucho más difícil era, en cambio, remendar la idea que Cleaver tenía de que las defensas orgánicas de los terrestres les hacia invulnerables en Litina y que uno podía topar impunemente con una planta espinosa. Ruiz-Sánchez se preguntó si los dos restantes miembros del Grupo Explorador de Litina seguían compartiendo la idea.

Cleaver había dicho que el pinchazo se lo había ocasionado un «ananás». Cualquier biólogo hubiese podido indicarle que hasta en el planeta Tierra el ananás es una planta prolífica y dañina que sólo por afortunada y casual contingencia resulta comestible. Ruiz-Sánchez recordaba que en Hawai sólo era posible atravesar la fronda tropical calzando botas altas y vistiendo pantalones de burdo y resistente paño. Incluso en las plantaciones Dale, los ananás, indómitos y amazacotados, podían destrozarle a uno las piernas si no las llevaba bien protegidas.

El jesuita volvió el traje del revés. La cremallera que se le había atascado a Cleaver era de un material plástico cuyas moléculas llevaban incorporados radicales de varias sustancias terrestres antifungicidas, en especial la tiolutina, un veneno protoplásmico: Cierto que los hongos de Litina no hacían mella en esta protección; pero la compleja molécula del plástico en si, expuesta a la humedad y elevada temperatura que prevalecían en Litina, tendía a polimerizarse de forma más o menos espontánea. Éste era el caso. Uno de los dientes de la cremallera presentaba el aspecto de una roseta de maíz tostado.

Mientras Ruiz-Sánchez manipulaba en el traje empezó a oscurecer. Se oyó un chasquido y la estancia se iluminó con la pequeña y pálida llama surgida de unas oquedades en cada una de las paredes. La sustancia combustible era gas natural, del que Litina tenía un suministro inagotable y constantemente renovado. La llama se producía por absorción de un catalizador al fluir el gas de las conducciones. Si se deseaba una luz más intensa, se colocaba en la llama una camisa de calcio protegida por cristal refractario y que se graduaba mediante un tornillo. Sin embargo, el sacerdote prefería, como los propios litinos, la tenue luz amarilla y sólo utilizaba la de calcio en el laboratorio.

Con todo, los habitantes de la Tierra necesitaban de la electricidad para ciertos menesteres, lo cual les había obligado a proveerse de generadores. En electrostática los litinos estaban mucho más avanzados que los terrestres, pero en materia de electrodinámica sus conocimientos eran parcos. Habían descubierto el magnetismo sólo unos pocos años antes de la llegada de la misión exploradora, pues en el planeta no existían magnetos naturales. Experimentaron por vez primera el fenómeno no en el hierro, mineral del que apenas existían trazas, sino en el oxigeno liquido, sustancia evidentemente inadecuada para fabricar núcleos de dinamo.

Los resultados obtenidos a tenor de la técnica empleada por los litinos eran insólitos para un terrícola. Las reptiloides criaturas de tres metros y medio habían construido varios gigantescos generadores electrostáticos y veintenas de otros más pequeños, pero no tenían nada que se pareciera ni remotamente a nuestros teléfonos. Poseían notables conocimientos prácticos de electrólisis, pero consideraban un alarde técnico llevar la corriente eléctrica a larga distancia—digamos un kilómetro y pico—. Desconocían el motor eléctrico, pero efectuaban veloces vuelos intercontinentales en aviones de propulsión a chorro impulsados por electricidad estática. Cleaver había asegurado que comprendía perfectamente este fenómeno, pero Ruiz-Sánchez, por supuesto, no acertaba a explicárselo, y mucho menos después del rollo que Cleaver le largara sobre plasmas de electrones-iones calentados por inducción de corrientes de hiperfrecuencia.

Los litinos disponían de un fantástico sistema de comunicaciones por radio que, entre otras cosas, formaba una red de navegación «natural» que comprendía a la totalidad del planeta, con base en un árbol (tal vez el detalle que más evidenciaba el talento de los litinos para la paradoja), pese a lo cual no habían logrado fabricar un tubo de vacío de serie y su teoría atómica era poco más avanzada que la de Demócrito.

Cierto que estas paradojas se explicaban en parte por las carencias de Litina. Como toda masa sólida en rotación, Litina tenía su propio campo magnético. Sin embargo, es difícil que los habitantes de un planeta en el que no existe mineral de hierro descubran los postulados teóricos del magnetismo. La radiactividad superficial de aquel mundo les era por completo desconocida, por lo menos hasta la llegada de los terrestres, lo que explicaba la vaguedad y confusión de que adolecía la teoría atómica de los litinos. Como los griegos, habían descubierto que la fricción del vidrio con la seda produce una clase de energía o carga, al igual que ocurre con la seda y el ámbar. De aquí habían pasado a los generadores Van de Ciraaf, a la electroquímica y al chorro de electricidad estática. Pero al no disponer de metales idóneos les era imposible construir baterías de alta tensión o rebasar las bases de la electricidad dinámica.

En los terrenos en que habían contado con pistas suficientes realizaron grandes progresos. Así, a pesar de la constante nubosidad y la persistente llovizna, poseían unos conocimientos extraordinarios de astronomía descriptiva, gracias en especial a la afortunada circunstancia de poseer un pequeño satélite lunar que desde antiguo había atraído su atención hacia el espacio exterior. Ello, a su vez, había influido en la consecución de progresos determinantes en el campo de la óptica, convirtiéndoles en consumados y fantásticos manipuladores del vidrio. La química que practicaban obtenía el máximo provecho tanto del mar como de la floresta. El primero les proporcionaba productos tan vitales y diversos como el agar, yodo, sales, metales inferiores y alimentos de variado tipo. Del frondoso bosque obtenían los restantes productos que necesitaban: resinas, caucho, madera en toda la gama de durezas, aceites para condimento y derivados, «mantecas» vegetales, colorantes, drogas, corcho y papel. Sólo se abstenían de cazar animales terrestres, y a uno le costaba imaginar la causa. El jesuita lo atribuía a motivos de orden religioso. Sin embargo, los litinos no profesaban religión alguna y, por supuesto, consumían buena parte de las especies de la fauna marina sin escrúpulos de conciencia.

Ruiz-Sánchez lanzó un suspiro y abandonó el traje de explorador sobre las rodillas, pese a que todavía no había terminado de encajar el diente de la cremallera en forma de roseta. En el exterior, envuelta en la húmeda oscuridad, Litina bullía de vida. Era un zumbido estimulante, vital, de extrañas resonancias, que abarcaba casi todo el espectro auditivo de un terrestre, producido por las miríadas de insectos que poblaban el aire de Litina. Eran en su mayoría sonidos vibrantes y agudos, parecidos al gorjeo de algunos pájaros, y también ronroneos de ala y zurridos característicos de los insectos terrestres. En cierto modo era una suerte, ya que no había pájaros en Litina.

«¿Eran éstas las armonías del Edén antes de que el demonio hiciera su aparición en la Tierra?», se preguntó Ruiz-Sánchez. Desde luego, allá en su patria, en Perú, no se conocían sonidos tan melodiosos...

Escrúpulos de conciencia: eso era lo que en el fonda le preocupaba, más, mucho más que los laberintos taxonómicos de la biología ya bastante intrincados en la Tierra antes de que los vuelos espaciales contribuyeran con los dédalos de cada nuevo planeta, con los laberintos de cada nueva estrella. Que los litinos fueran bípedos evolucionados de los reptiles, con bolsas abdominales como los marsupiales y sistemas circulatorios pterópsidos, eran aspectos en extremo interesantes. Que tuvieran o no escrúpulos de conciencia, era una cuestión vital.

Un calendario atrajo su atención. Se trataba de uno de esos calendarios llamados «artísticos. que Cleaver había sacado de su equipaje cuando llegaron al planeta. En él aparecía una muchacha falsamente espontánea enmarcada por densas capas de refulgentes tonalidades anaranjadas. Era el 19 de abril del año 2045, es decir, casi Pascua de Resurrección, el más señalado recordatorio de que el cuerpo es una simple envoltura de la vida espiritual. Sin embargo para Ruiz-Sánchez era una fecha tan destacada como la propia Pascua, pues 2050 era Año Santo.

La Iglesia había retornado a la tradición—instituida oficial mente por Bonifacio VIII en el año 1300—de proclamar Año Santo cada cincuentenario. En el supuesto de que Ruiz-Sánchez no pudiera acudir a Roma el año próximo, en que se abría la Sacra Puerta, ya no tendría ocasión de presenciarlo en lo que le quedaba de vida.
«¡Apresúrate, apresúrate!» martilleaba en su cerebro algún demonio personal. O ¿era quizá la voz de su propia conciencia? ¿Tanto era el lastre de sus pecados—que él mismo ignoraba— como para compelerle a emprender el peregrinaje? Tal vez todo fuera una tentación sin importancia inducida por el pecado de la vanidad...


En cualquier caso no podía precipitar la misión que les había llevado allí. 1~1 y sus tres colegas se hallaban en el planeta para determinar si la Tierra podía utilizarlo como puerto de escala sin riesgo ni perjuicio para terrestres y litinos. Los tres miembros restantes del grupo explorador eran antes que nada científicos, como Ruiz-Sánchez. La diferencia estaba en que éste sabía que su recomendación final dependería en última instancia de su conciencia, no de la taxonomía. Y la conciencia, como el acto de creación, no puede ser espoleada ni programada.

Con semblante preocupado bajó la mirada hacia el todavía

~rrado traje de explorador, hasta que oyó quejarse a Clea~ Entonces 5e levantó

y abandonó la estancia al aulce siseo |~I s Ilamas en las paredes.

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