miércoles, 24 de septiembre de 2014

Lolita de Nabokov. "Un eros que quema... un eros pervertido y en la sombra..."


Recomendación de la semana.

PRIMERA PARTE


1

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuan-do firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.
¿Tuvo Lolita una precursora? Por cierto que la tuvo. En verdad, Lolita no pudo existir para mí si un verano no hubiese amado a otra... «En un principado junto al mar.» ¿Cuándo? Tantos años antes de que naciera Lolita como tenía yo ese verano. Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa fantástica.
Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que envidiaron los serafines de Poe, los errados, simples serafines de nobles alas. Mirad esta maraña de espinas.  (...)


Amid Hamed.

El novelista aristócrata, metamorfoseado en un suizo Humbert Humbert, confrontado a la cegadora ordinariez de Loly Haze, logró rescatar al pedófilo semienterrado en París y, pulcramente, ir destilando en cientos de páginas el ergon de la lolita

El renacimiento y el barroco dieron multitud de figuras, como entre otros Quijote, Lazarillo, Fausto, Hamlet, Otelo, Don Juan, que pasaron a constituir categorías de pensamiento, es decir, modos de interpretar la realidad o paradigmas. El fenómeno se fue desdibujando y, para el siglo XIX, el registro guarda excepciones como Madame Bovary, Goriot, probablemente una niña transgresora de espejos llamada Alicia, acaso una ballena blanca y -también de Melville- cierto I rather not Bartleby. Salvo el bovarismo, éstos no son paradigmas, sino referentes fuertes, a través de los cuales se pueden atisbar ciertas obsesiones y búsquedas. A su turno, el vigésimo, comido desde el principio por ismos, alcanzó a promulgar algunos adjetivos tentaculares, como proustiano, kafkiano, o borgeano, anos que tratan de capturar los mundos fabulatorios de unos escasos autores. Tal vez, si se lo repasa, se pueda encontrar un solo paradigma, tenuemente patrocinado por Alicia y por el Pygmaleon de Shaw, que entró con furor al siglo XXI de la mano de proxenetas digitales y de millones de desdoblados navegantes de Internet: la Lolita.

Si se la considera patrimonio de un caballero errante, que se iba corriendo de Rusia hacia el Far West perseguido por la meticulosidad bolchevique y por nazis no menos puntillosos. Si se entiende que Vladimir Nabokov, hereje de toda identidad, iba abandonando sucesivos inquilinatos o lenguas en las que escribía (primero el ruso nativo, luego el alemán y el francés, hasta radicarse en el inglés americano), hasta publicar -traducida al francés- una de las mejores novelas norteamericanas -como, probablemente sin exagerar, señala Roberto Echavarren-, podría considerarse que, a primera vista, la lolita es hija de la perversidad: su génesis sería una especie de parto anal, o a contracorriente.

Sin embargo, si se la entiende como un reclamo del siglo, que buscaba su intérprete o traductor hasta que lo encontró en el huidizo Nabokov, el nacimiento de Lolita sólo puede verse como necesario y como prueba de la cuantiosa paciencia que requieren las obras cardinales para ver la luz.

En el bélico París de 1938, y en francés, don Vladimir borroneó El hechicero, una nouvelle con pederasta culposo como protagonista. Si allí hubiera terminado la historia, acaso el mercado de niños del sudeste asiático succionara diecisiete turistas occidentales menos por año, nos hubiésemos ahorrado una película de Adrian Lyne y, sin duda, al siglo se le hubiera atragantado una de sus mejores novelas.

Es evidente que la lolita, para irrumpir y señorear, necesitó que a Estados Unidos, en el momento exacto, llegara su intérprete. Estaban las lolitas a punto de inventar a Elvis y al rock and roll (Dolores Haze ama a los crooners ); estaba a un tris Estados Unidos de exportar la tanda definitiva de adolescencia que terminó marcándonos; estaba en su punto el ruso escapista para revivir la fiesta del espacio -perdida en su Rusia natal- y para afinar la lengua de Chaucer, Lucille Ball y Desi Arnaz.

El novelista aristócrata, metamorfoseado en un suizo Humbert Humbert, confrontado a la cegadora ordinariez de Loly Haze, logró rescatar al pedófilo semienterrado en París y, pulcramente, ir destilando en cientos de páginas el ergon de la lolita.

"El buen actor sólo entra escena cuando han construido el teatro", señalaba con acento chino Bustos Domecq. La lolita había estado guardándose paciente en los camerinos del siglo, con la planicie de su pecho, su bagaje de refrescos cola y jeans, sus caderas de chiquilín, un emporio de juke boxes y una cincuentena de estados adolescentes. Un día llegó ese señor maduro, que venía de Rusia y de cualquier otra parte, que tenía cierta historia o gana atrasada y que, seducido al instante, fue desplegando un papel para ofrecerle un lento y meticuloso teatro. Por cierto, también está el argumento de que Estados Unidos era un teatro núbil, Vladimir un actor viejo, recalentado y corruptor, etcéteras. Pero, como se sabe, la inocencia es la madre del perverso.


* Publicado originalmente en Insomnia








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