viernes, 29 de agosto de 2014

Ricardo Piglia. Novela policíaca: Plata quemada.



Esta novela cuenta una historia real. Se trata de un caso de la crónica policial que tuvo como escenarios Buenos Aires y Montevideo en 1965. En septiembre de ese año una banda asalta un banco en San Fernando, província de Buenos Aires. También participan varios políticos y policías que se harán con su parte del botín una vez que el robo haya funcionado. El plan se cumple. Sin embargo, en la huida, los maleantes deciden traicionar a sus socios y escapar con toda la plata. La policía no lo va a permitir.
Ricardo Piglia tuvo acceso a materiales confidenciales. El ritmo de Plata quemada es implacable, no da tregua ni concede nada. Es dura y conmovedora, deslumbrante y verdadera.
***
Esta Plata quemada, título de la novela de Ricardo Piglia, fue publicada por primera vez en Buenos Aires en 1997, siendo ganadora, no sin briosa polémica, del Premio Planeta Argentina, siempre con derecho a la duda como tantos otros premios de diferentes autores de esta editorial, no por intranscendente calidad de las obras premiadas, sino por la perplejidad de si es honesta o deshonesta la decisión del jurado correspondiente. De aquí que la concesión del citado premio a Ricardo Piglia despertara una polémica que terminó en juicio, iniciativa del arquitecto y escritor Gustavo Nielsen que quedó finalista con El amor enfermo. La denuncia a tan afamado autor no fue debida a la calidad de la novela premiada, que nadie puso en duda, sino en la conexión que tenía Piglia con la editorial.

Pero independientemente de estas polémicas que continúan produciéndose, para jolgorio y deterioro sobre la credibilidad literaria editorial, esta novela policial es publicada en España por primera vez finales del año 2000 en Anagrama, con la suma hasta finales del pasado año de seis ediciones. Lo que sin trucos y componendas de editoriales y jurados degenerados, garantiza la calidad de esta narración de género policíaco, que comenzó a escribir Piglia en 1968 figurando en el número 47 de la lista seleccionada en 2007 por 81 escritores y críticos latinoamericanos y españoles de los mejores 100 libros en lengua de Cervantes de los últimos 25 años, continuando viva, trepidante y emocional hasta el filo del infarto, por la densidad y lo expuesto en su trama, cuyo contenido fue tomado de un hecho real transcurrido entre Buenos Aires y Montevideo.

La historia de esta delirante novela policiaca y social está sacada del asalto a un banco de San Fernando (Argentina) en 1965. El escritor investigó el caso, pudiendo acceder a toda la documentación confidencial y periodística de aquellas fechas, de un suceso que conmovió a la sociedad produciendo abundancia de noticias sobre el macabro fenómeno social del emocional acontecimiento. Tras esa laboriosa búsqueda documental la pluma de Piglia logró darle vida y esplendor literario semejante a una tragedia griega contemporánea. Lo que con el tiempo transcurrido se ha convertido en una de las excelentes novelas del género policíaco Latinoamericano, fruto de limpio e implacable ritmo narrativo lleno de diálogos envolventes entre los personajes, esclavos, al fin de cuentas de sus peliagudas circunstancias sociales. Comparable historia que se puede semejar por la temática A sangre fría de Truman Capote.

La narración elaborada literariamente desde la una auténtica realidad documental, como expongo, sigue el ejemplar modelo del clásico realismo narrativo de la obra maestra de Capote. La historia de la aventura siniestra se inicia en septiembre de 1965 con un preparado y bien planificado asalto a un banco en San Fernando, provincia de Buenos Aires. En tan estudiado propósito además del equipo de ladrones profesionales, participaron desde un segundo plano, elementos políticos, los cuales, según lo acordado, por facilitar información y estrategia para el asalto al furgón de seguridad portador de los caudales, se llevarían su parte del botín, algo que “pese al mutismo de los jefes policiales, trascendió surgiendo pistas firmes que llevarían a los investigadores hacia los contactos políticos de la banda” Aquí las suposiciones para emprender las investigaciones. En la segunda secuencia, sin embargo, se medita durante la huida tras el atraco, cuando los maleantes deciden traicionar a los socios y escapar con todo el dinero.

Pero la operación se complica y los resultados no se suceden como tenían calculado, no obstante los delincuentes logran no sin apuros y coste económico, saltar a Uruguay con ayuda de cómplices. El comisario Silva que asume el delicado y peligroso asunto de detener a esa banda de atracadores, avisa de que se trata de “unos sujetos peligrosos, antisociales, homosexuales y drogadictos”, nada que ver con grupos del peronismo sino delincuentes comunes, psicópatas y asesinos con frondosos prontuarios”, dispuestos a todo, sin contemplaciones. Logrado cruzar al país vecino tras una vertiginosa y alucinante persecución y ser localizados, pero dos de ellos consiguen hacerse fuertes en un apartamento, bien provistos de armamentos diverso y numeroso, comida para bastante tiempo, y lo más tenebroso, droga en cantidades alucinantes para una feroz y suicida resistencia.

Aquí la narración logra llenar la mayor tensión de la historia al rebozar esta trepidante historia de miedos y locuras envuelta en un peligroso proceso, riesgos y ansiedades provocados por la desesperación donde los dos atracadores, muestran su alto grado la demencia con tan enloquecida resistencia, que los mantiene bajo la desesperación y la euforia, alimentada por la droga para no desfallecer, protagonizando los más las inverosímiles desafíos endemoniados con todas las consecuencias. Una exposición que reconstruye las relaciones entre los protagonistas, sus temores y motivaciones, reacciones frente al miedo y la traición, entre ellos mismos que los lleva a provocar sorprendentes monólogos y recuerdos de tiempos vividos en la desgraciada niñez y adolescencia, que marcó sino y destino de sus vidas hasta convertirlas en tragedia. Exposición que aprisiona al lector por la desazón que se manifiesta. Narrada con estilo y conciencia propio de Ricardo Piglia, que ejerce presión incluso en el lector, necesitando éste de toda concentración para no dejar escapar detalle alguno, de tan excelente narración conmovedora a extremos palpitantes y emocionales.

Temas: ricardo, piglia, autor, trepidante, y, delirante, novela, policíaca, plata, quemada, sociedad, publica,
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Capítulo Primero de esta novela.
Sinopsis
Plata Quemada
Planeta
RICARDO PIGLIA

PLANETA

Esta novela recibió el

Premio Planeta de Novela 1997 (Argentina)

otorgado por el siguiente Jurado:


Mario Benedetti

María Esther de Miguel

Tomás Eloy Martínez

Augusto Roa Bastos

Guillermo Schavelzon




 ¿Qué es robar un banco

comparado con fundarlo?


BERTOLT BRECHT

 UNO



LOS llaman los mellizos porque son inseparables. Pero no son hermanos, ni son parecidos. Difícil incluso encontrar dos tipos tan diferentes. Tienen en común el modo de mirar, los ojos claros, quietos, una fijeza extraviada en la mirada recelosa. Dorda es pesado, tranquilo, con cara rubicunda y sonrisa fácil. Brignone es flaco, ágil, liviano, tiene el pelo negro y la piel muy pálida como si hubiera pasado en la cárcel más tiempo del que realmente pasó.
Salieron del subte en la estación Bulnes y se detuvieron frente a la vidriera de una casa de fotografías para asegurarse de que nadie los seguía. Eran llamativos, extravagantes, parecían una pareja de boxeadores o una pareja de empleados de una empresa de pompas fúnebres. Iban vestidos con .elegancia, de oscuro, con traje cruzado, el pelo corto, las manos muy cuidadas. La tarde estaba tranquila, una de esas tardes limpias de primavera, con una luz blanca y transparente. La gente se alejaba de las oficinas y volvía a su casa, con aire reconcentrado.
Esperaron que cambiara la luz del semáforo y cruzaron la Avenida Santa Fe hacia Arenales. Habían tomado el subte en Constitución y habían hecho una serie de combinaciones, vigilando que nadie los siguiera. Dorda era muy supersticioso, estaba siempre viendo signos negativos y tenía múltiples cábalas que le complicaban la vida. Le gustaba andar en subte, moverse bajo la luz amarilla de los andenes y de los túneles, subir a los vagones vacíos y dejarse llevar. Cuando estaba en peligro (y siempre estaba en peligro) se sentía seguro y protegido viajando en las entrañas de la ciudad. Era fácil sacarse de encima a los pesquisas. Bastaba quedarse a último momento en el andén vacío y dejar que el tren sé fuera para confirmar que estaba a salvo.
Brignone trataba de calmarlo.
—Va a salir bien, está todo controlado.
—No me gusta que haya tanta gente metida.
—Si algo te tiene que pasar, va a pasar igual aunque no haya nadie. Si te cae la malaria, no hay quien te salve. Te parás a comprar cigarrillos, te desvías un minuto y perdiste.
—¿Y para qué quieren juntamos ahora?
Un asalto primero hay que programarlo y después hay que moverse rápido para impedir las filtraciones. Rápido quiere decir dos días, tres días, desde que se tiene la primera información hasta que se encuentra un aguantadero en otro país. Hay que pagar siempre, poner plata pero también jugarse al riesgo de que el entregador le venda el dato a otro grupo.
Iban a una posta, los mellizos, en un departamento de la calle Arenales. Un lugar limpio, en un barrio seguro, contra la cortada que daba a la fábrica de cerveza. Lo habían alquilado par«tener un centro de operaciones desde el cual organizar los movimientos.
“Es un bulín en un barrio bacán, sólo una guarida para armar el tute y esperar", les había dicho Malito cuando los contrató. Los mellizos eran de la pesada, tipos de acción, y Malito se había jugado por ellos, y les dio toda la información. Pero siempre desconfiado, eso sí, Malito, cuidadoso al mango con las medidas de seguridad, con los controles, un enfermo, nunca se dejaba ver. Era el hombre invisible, era el cerebro mágico, actuaba a distancia, tenía circuitos y contactos y conexiones raras, "la loca Mala", como le decía el loco Dorda. Porque se llama nomás Malito, ése era su apellido. En Devoto había conocido a un cana que se llamaba Verdugo, eso es peor. Llamarse Verdugo, llamarse Esclavo, había uno que se llamaba Battilana, con esos apellidos, mejor llamarse Malito. Los otros tenían sobrenombre (Brignone era el Nene, Dorda era el Gaucho Rubio) pero Malito era su propio seudónimo. Cara de ratón, ojitos pegados a la nariz, nada de mentón, pelo colorado, muy sereno, manos de mujer, inteligentísimo, sabía de motores, de caños, armaba una bomba en dos minutos, movía los deditos así, ajustando el reloj, los frasquitos con la nitro, todo sin mirar, como un ciego, moviendo las manos como un pianista y era capaz de hacer volar una comisaría.
Malito era el jefe y había hecho los planes y había armado los contactos con los políticos y los canas que le habían pasado los datos, los planos, los detalles y a quienes tenían que entregarles la mitad del paquete. Había muchos metidos en ese negocio pero Malito pensaba que ellos tenían diez o doce horas de ventaja, que podían dejarlos a todos pagando, rajarse con toda la mosca y cruzar al Uruguay.
Esa tarde se habían dividido en dos grupos. Los mellizos se fueron al depto de Arenales para repasar con cuidado todos los pasos de la operación. Mientras, Malito alquiló una pieza en un hotel enfrente del lugar donde pensaba realizar el asalto. Desde la ventana del hotel veía la plaza de San Femando y el edificio del Banco de la Provincia y trataba de imaginar cómo iban a ser los movimientos, el cronometraje de la acción, la salida a contramano y el ritmo del tráfico.
La camioneta rural IKA propiedad del tesorero iba a marchar hacia la izquierda, siguiendo la dirección de las agujas del reloj, y había que entrar de frente y pararla antes de que cruzara el portón de entrada a la Municipalidad. La dirección del tránsito los obligaba a dar vuelta toda la plaza y cortarles el paso a mitad de camino. Tenían que matar al chofer y a todos los custodios antes de que atinaran a defenderse porque sólo tenían a favor la sorpresa.
Algunos testigos aseguran haber visto a Malito en el hotel con una mujer. Pero otros dicen que sólo vieron a dos tipos y que no había ninguna mujer. Uno de los dos era un flaquito nervioso, que se inyectaba a cada rato, el Chueco Bazán, que estaba realmente esa tarde, con Malito, en la pieza del hotel en San Femando vigilando el movimiento del banco desde la ventana que daba a la calle. Después del asalto la policía allanó el lugar y en el baño encontraron las jeringas y una cuchara y los cristales abandonados. La policía supuso que el Chueco era el joven que bajó al bar y pidió un calentador de alcohol. Los testigos se contradicen como siempre sucede, pero todos coinciden en que el chico parecía un actor y que tenía una mirada extraviada. De ahí infieren que él era el que se inyectaba heroína antes del asalto y el que habría pedido la carucita para calentar la droga. Enseguida los testigos empezaron a llamarlo "El Pibe" y después hubo alguna confusión entre Bazán y Brignone y varios aseguraron que los dos eran uno, al que todos llamaban "El Pibe". Un flaco muy nervioso, que llevaba la pistola en la zurda, con el caño hacia el cielo, como si fuera un tira de civil. La gente en situaciones como esa siente que se le llena la sangre de adrenalina y se emociona y se obnubila porque ha presenciado un hecho a la vez claro y confuso. Algunos vieron un auto que se cruzaba frente a la rural IKA y se oyó un estruendo y un tipo en el suelo pataleaba al morir.
Tal vez pensaron refugiarse en el hotel después del asalto si no alcanzaban a escapar. Lo más seguí o es que había dos tipos controlando el Banco desde el hotel y otros tres que llegaron en un Chevrolet 400 "preparado", según todas la versiones. Rápido como una bala, el auto. Tal vez uno de los malandras era mecánico y lo había afinado y lo dejó hecho una seda, al sedán, con el motor a más de 5.000 resoluciones.
San Femando es un suburbio residencial de Buenos Aires, con calles quietas y arboladas, poblado de grandes mansiones de principio de siglo que han sido transformadas en colegios o están abandonadas sobre las altas barrancas que dan al río.
La plaza estaba quieta bajo la luz blanca de la primavera.
Mientras Malito y el Chueco Bazán pasaban la tarde y la noche de la víspera en el hotel de San Femando, el resto de la gavilla se encerró en el departamento de la calle Arenales. Habían levantado un auto en la provincia y lo habían guardado en el garaje del sótano y después por la escalera de servicio subieron con los equipos y los fierros y se quedaron ahí, con las persianas bajas, a esperar órdenes y dejar pasar las horas.
No hay nada peor que el día antes, cuando ya todo está listo y sólo falta salir a la calle y apretar, porque uno se pone vidente, ve visiones, cualquier cosa parece una señal de mala suerte, un buchón que caza movimientos raros y le pasa el dato a la policía y te arman una emboscada al llegar, por eso si uno tiene “mala fariña” (dice Dorda) hay que levantar todo, volver a empezar, dejar que venga el mes que viene.
La entrega era siempre el 28 de cada mes, a las tres de la tarde: la guita se movía del Banco de la Provincia al edificio de la Municipalidad. Un vagón de plata, casi seiscientos mil dólares, que daban la vuelta a la manzana, siguiendo la línea de la plaza de izquierda a derecha, en total eran siete minutos desde que aparecían con el dinero en la puerta del banco, la subían a la camioneta IKA, y la entraban en el edificio de la Intendencia por el portón del fondo.
—Te digo una cosa, hermanito —le sonrió a Dorda, el Nene Brignone—, nunca estuviste metido en una cosa tan "científica" como esta, tenemos todo bajo control.
Dorda lo miraba, desconfiado, y tomaba cerveza del pico de la botella, tendido en el sofá, en mangas de camisa y sin zapatos, de cara a la tele que brillaba sin sonido, en el living que daba a la calle Arenales. El departamento era silencioso, era nuevo, estaba limpio, los papeles en orden. Lo había alquilado el chofer de la banda, el Cuervo Mereles para su “novia” dijo y en el barrio todos pensaban que Mereles era un hacendado de la provincia de Buenos Aires que mantenía a la chica y a su familia. Ahora la familia de la novia se había ido a pasear a Mar del Plata y el depto se convirtió en lo que Malito llamaba su base de operaciones.
Tenían que andar con cuidado esa noche, no hacerse ver, no hablar con nadie, estar tranquilos. Había un teléfono, abajo, en el segundo subsuelo del edificio y desde allí cada dos o tres horas se comunicaban con la pieza del hotel en San Femando. Malito les había dicho: —Usen siempre el teléfono del garage, no llamen nunca con el fono de la casa.
Tenía varias obsesiones, Malito: el teléfono era una. Según él, todos los teléfonos de la ciudad estaban pinchados. Pero tenía otros rayes, la loca Mala, según el revirado de Dorda. No podía ver la luz del sol, no podía ver mucha gente junta, todo el tiempo se estaba lavando las manos con alcohol puro. Le gustaba la sensación fresca y seca del alcohol en la piel. El padre era médico, decían, los médicos se lavan las manos con alcohol, hasta el codo, al terminar las visitas, y a él le quedó la costumbre.
—Todos los gérmenes —explicaba Malito— se trasmiten por las manos, por las uñas. Si la gente no se diera la mano, moriría el diez por ciento menos de la población, que mueren por los bichos.
Los muertos por la violencia (según él) eran menos de la mitad de los muertos por enfermedades contagiosas y nadie llevaba preso a los médicos (se reía Malito). A veces se imaginaba a las mujeres y los chicos por la calle con guantes de cirujano y caretas antigérmenes, iodos enmascarados en la ciudad, para evitar las enfermedades y el contacto.
Malito venía de Rosario, había estudiado hasta cuarto año de Ingeniería y a veces se hacía llamar el Ingeniero aunque todos en secreto le decían el Rayado. Porque era loco pero también a causa de las marcas que tenía en el cuerpo, como costurones, porque le habían dado unos azotes, en una comisaría de Turdera, con el fleje de una cama, un bruto de la policía de la provincia. Malito lo fue a buscar y se lo levantó una noche, cuando el tipo bajaba de un colectivo en Varela, y lo ahogó en una zanja. Lo hizo arrodillar y le hundió la cara en el barro y dicen que le bajó los pantalones y lo violó mientras el cana se sacudía con la cabeza enterrada en el agua. Dicen, nunca se sabe. Un tipo simpático, Malito, entrador, un poco taimado. Hay pocos como él en este ambiente. Siempre logra que los otros hagan lo que él quiere como si fuera idea de ellos.
Por otro lado nunca nadie vio a un tipo con la suerte de Malito. Tenía un Dios aparte. Un halo de perfección que hacía que todos quisieran trabajar con él. Por eso había armado en dos días el asalto al camión pagador de la Municipalidad de San Fernando. Un asunto grosso, que no es un chiche (según el Chueco Bazán), con más de medio palo en juego.
Había un teléfono entonces, en una caja de madera, abajo, en el garaje del depto de la calle Arenales y desde ahí le hablaron a Malito, la noche antes.
Malito concebía el asalto como una operación militar y les había dado instrucciones estrictas y los complotados revisaban ahora por última vez el plan.
El Cuervo Mereles, un flaco de ojos saltones, tenía una hoja con un plano de la plaza y estaba terminando de definir los detalles principales.
—Tenemos cuatro minutos. El camión viene desde el banco y tiene que dar la vuelta a la plaza por acá. ¿Es así o no?
El entregador era un cantor de tangos que se hacía llamar Fontán Reyes; había llegado último al bulo de la calle Arenales, nervioso, pálido, y se había sentado en un costado. Después de la pregunta del Cuervo, todos se quedaron en silencio y lo miraron. Entonces, Reyes se levantó y se acercó a la mesa.
—El camión viene con las ventanillas abiertas —dijo.
Había que hacer todo a la luz del día, a las tres y diez de la tarde, en el centro de San Fernando. El dinero de los sueldos salía del Banco y era llevado al edificio de la Municipalidad que estaba a doscientos metros. Por la dirección del tránsito, el camión pagador tenía que dar toda la vuelta a la plaza.
—Tarda, término medio, entre siete y diez minutos, según el tráfico.
—¿Y cuántos son los custodios? —dijo el Nene.
—Dos policías acá y acá. Un policía en el camión son tres.
Estaba nervioso Reyes. Muerto de miedo, en realidad (según declaró más tarde). Fontán Reyes, era su nombre artístico, su verdadero nombre es Atir Ornar Nocito y tiene treinta y nueve años, había cantado en la orquesta de Juan Sánchez Gorio y había actuado en radio y en televisión, incluso llegó a grabar un disco con dos tangos, "Esta noche de copas" y "Noche de locura", acompañado por el pianista Osvaldo Manzi. Su momento de mayor gloria fue en los carnavales del 60, cuando debutó con Héctor Varela como el sucesor de Argentino Ledesma. Enseguida empezó a tener problemas con las drogas. En junio viajó a Chile formando dúo con Raúl Lavié pero al mes se le terminó la voz y quedó afónico. Demasiada cocaína, pensaban todos. Lo cierto es que tuvo que volver y empezó a andar en la malaria y terminó cantando en una cantina de Almagro acompañado con guitarras. Últimamente había tenido algunos bolos en festivales, bailes de clubes y recorridas por piringundines del Gran Buenos Aires.
La suerte es rara, la precisa llega cuando nadie la espera. Una noche, en un boliche, lo buscaron para pasarle un dato y como en un sueño se enteró de un movimiento muy grosso de plata, supo que podía sacarse la grande y se jugó. Llamó a Malito. Quería entrar y salir Fontán Reyes, pero esa tarde en el depto de Arenales sintió que se estaba quedando pegado, no sabía cómo irse, tenía miedo, el cantor, miedo de todo (en especial, dijo, del Gaucho Dorda, un chiflado, un subnormal), que lo maten antes de darle su parte, que lo entreguen, que la policía lo esté usando de pichi. Está desesperado, en la lona, quiere zafar. Su ilusión es dar el golpe de su vida, cobrar y levantar vuelo, empezar de nuevo, en otro lado (cambiar de nombre, cambiar de país), piensa poner, con esa plata, un restorán argentino en Nueva York y trabajar con la clientela latina. Una vez pasó por Manhattan con Juan Sánchez Gorio e hicieron capote en el Charlie de la calle 53 West, un restorán que regenteaba un cubano loco por el tango. Necesitaba la plata para instalarse porque el cubano le había prometido ayudarlo si llegaba a Nueva York con capital, pero todo era cada vez más peligroso porque se había tenido que mezclar con estos tipos que parecían alucinados, como si estuvieran siempre pichicateados. Se reían por cualquier cosa y no dormían nunca. Tipos pesados, asesinos, les gusta matar por matar, no se podía confiar.
Su tío, Niño Nocito, era un puntero del peronismo proscripto de la Zona Norte, dirigente de la Unión Popular y presidente interino del Concejo Deliberante de San Femando. Unos días antes ocasionalmente surtió había presenciado una reunión de la comisión de finanzas y se había enterado de todo. Esa noche fue a escuchar cantar a su sobrino a un boliche de mala muerte en Serrano y Honduras y a la segunda botella de vino ya empezó a farolear.
—Fontán... hay por lo menos cinco millones.
Necesitaban contratar una gavilla de toda confianza, un grupo de profesionales que se hiciera cargo de la operación. Reyes tenía que garantizar que su tío estuviera cubierto.
—Nadie tiene que saber que yo estoy en esto. Nadie —dijo Nocito. Tampoco quería saber quién se iba a ocupar del trabajo. Sólo quería la mitad de la mitad, es decir, quería limpio setenta y cinco mil dólares (según sus cálculos).
Fontán Reyes los tenía que esperar en una casa en Martínez donde se iban a refugiar enseguida del asalto. Calcularon que en media hora estaría todo listo.
—Si no llegamos en media hora —dijo el Cuervo Mereles— quiere decir que vamos al segundo retén.
Fontán Reyes no sabía dónde quedaba el segundo retén y tampoco sabía qué quería decir esa palabra. Malito había aprendido el sistema con Nando Heguilein, un ex integrante Je la Alianza Libertadora Nacionalista, del que se hizo amigo una vez que estuvo preso en Sierra Chica. Una estructura celular impide las caídas en cadena y te da tiempo para escapar (dice Nando). Hay que tener siempre cubierta la retirada.
—¿Y entonces? —dijo Fontán Reyes—. ¿Si no llegan?
—Entonces —dijo el Gaucho Rubio—, escondéte Catalina.
—Quiere decir que hubo algún problema —dijo Mereles. Fontán Reyes vio las armas amontonadas sobre la mesa y por primera vez se dio cuenta de que se había jugado todo a cara o ceca. Hasta entonces había servido de tapadera a algunos trabajos sucios de sus amigos. Los había escondido, después de un asalto, en su casa en Olivos, había cruzado merca a Montevideo y había vendido algunos "ravioles" en los boliches del bajo. Trabajo liviano, pero esta vez era distinto. Había fierros, iba a haber muertos, él era un cómplice directo. Claro que se arriesgaba por un paquete.
—Por lo bajo —le había dicho su tío— es un millón de mangos por cabeza.
Con cien mil dólares podía abrir el boliche en Nueva York. Un lugar para retirarse y vivir tranquilo.
—¿Tenés esta noche dónde ir? —le preguntó Mereles y Fontán Reyes se sobresaltó.
Los iba a esperar en un lugar que nadie conocía y los iba a llamar por teléfono.
—La operación debe durar seis minutos —insistió el Nene—. Más de eso es muy peligroso porque hay dos comisarías en un radio de veinte cuadras.
—La clave —dijo Fontán Reyes— es que no haya filtraciones.
—Hablás como si fueras plomero —dijo Dorda.
En eso se abrió la puerta y una muchacha rubia, casi una nena, vestida con mini y una blusita floreada entró en la pieza. Estaba descalza y se abrazó a Mereles.
—¿Tenés, papi? —dijo.
Mereles le acercó un vidrio con cocaína y la muchacha se fue a un costado y empezó a picarla sobre el espejito con una gillette. Después la calentó con un encendedor mientras tarareaba “Yesterday" de Paul McCartney. Tenía un billete de cincuenta pesos enrollado como un cucurucho y se lo puso en la nariz y aspiró con un ronquido suave. Dorda la miró de reojo y se dio cuenta de que la nena no usaba corpiño, se le veían las tetitas bajo la blusa liviana. r—Tarda, término medio, diez minutos, según el tránsito.
—Vienen dos custodios y un cana —recitó Brignone.
—Hay que matarlos a todos —dijo Dorda de golpe—. Si dejás testigos te encanastan porque son todos guanacos.
La vida de la chica había cambiado de pronto y seguía la rosca con la seguridad de que otra oportunidad como esa no se le iba a dar en la vida. Se llamaba Blanca Galeano. En enero había viajado sola a Mar del Plata a visitar a una amiga y a festejar porque había pegado los exámenes de diciembre del tercer año del Normal 1. Una tarde en la rambla había conocido a Mereles, un tipo flaco y elegante que paraba en el Hotel Provincial. Mereles se presentó como el hijo de un hacendado de la provincia de Buenos Aires, y Blanquita le creyó. Tenía quince años recién cumplidos y cuando supo quién era el Cuervo Mereles y a qué se dedicaba, ya no le importó. (Al contrario, le gustó más, se calentó como loca con el pistolero que la llenaba de regalos y le hacía todos los gustos.) Empezó a vivir con él y los tipos de la banda la miraban como si fueran perros hambrientos. Una vez había visto en un potrero una jauría de perros muertos de hambre atados a una cadena que se abalanzaban sobre todo lo que se movía y se trenzaban entre ellos y aliara tuvo la misma impresión. Cuando Mereles los soltara se le iban a venir encima. Y alguna vez, tarde o temprano, iba a pasar. Se los imaginó que la miraban mientras ella se paseaba desnuda, con tacos altos, y después se vio encamada con el Nene como a veces la incitaba Mereles. Querés que lo traiga, le decía el degenerado y elle: se calentaba. Le gustaba el morochito, tan pálido, parecía tener la edad de ella. Pero era bufarrón (según el Cuervo). O te gusta el grandote, le decía Mereles, mirá que es en un gaucho bruto y Blanca se reía, se le tiraba encima. "Dame" decía. "Papito." Desnuda, con tacos altos, se paseaba la Nena, él la paraba contra el espejo, ella se apoyaba en la banqueta, se sacaba el gusto.
No quería enterarse de lo que estaban planeando y se volvió a la pieza. Estaban tramando algo pesado (porque algo siempre tramaban cuando se juntaban a hablar en voz baja y se pasaban los días sin salir de la casa). Tenía que estudiar porque debía dos materias y quería terminar el secundario. Iba a estar con Mereles unos meses, como una vacación y después todo iba a volver a ser como antes. "Tenés que aprovechar ahora que sos joven", le dijo su madre cuando empezó a llevar plata. El padre, don Antonio Galeano, vivía en babia, no sabía nada, trabajaba en Obras Sanitarias, en el edificio que parecía un palacio, en Río Bamba y Córdoba. La que se malició todo enseguida fue su mamá, se quejaba siempre de su padre, que no ganaba más que para vivir con lo justo, y en cuanto se enteró, empezó a quedarse sola con la nena para que le contara. Las hijas hacen siempre lo que las madres quieren. Y cuando lo conoció a Mereles la madre sintió los ojos de degenerado del Cuervo en las tetas y se empezó a reír. La nena la miró y ella supo que también podía tener celos de su madre. “Parecen hermanas", dijo Mereles, "permítame que le dé un besito".
—Claro querido—dijo la madre—, me tenés que cuidar a Blanquita, mirá que si el padre se entera...
—¿Se entera de qué?
De que era casado. Casado y separado y siempre con negras baratas que sacaba de los cabarutes del bajo.
La Nena se tiró en la cama con el libro de matemáticas y empezó a pensar en cualquier cosa. Mereles le había prometido llevarla a Brasil a ver el carnaval. Del otro lado de la puerta habían bajado la voz y no se oía nada hasta que al rato le llegaron unas risas.
Dorda parecía un poco ido y era un derrotista y veía todo negro y siempre hacía chistes catastróficos y por eso al final todos se divertían con él.
—Nos van a encerrar en la salida de la plaza y vamos a quedar enganchados y nos van a matar como a cachirlas.
—No seas yeta, Gaucho —dijo el Cuervo—, que va a manejar papá y te va a sacar por la vereda esquivando a los canas.
Dorda se empezó a reír, le daba risa la visión del auto saliendo a contramano por la vereda hacia la plaza en medio de los tiros y los muertos.

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