jueves, 6 de junio de 2013

POLISEMIA. ANDRÉS AMORÓS.

Hasta a los programas españoles del bachillerato ha llegado la expresión, ya consagrada: «polisemia de la obra literaria». Dejando aparte la posible pedantería del término, no cabe duda de que alude a algo que es esencial en la creación literaria: su ambigüedad (Empson) o plurivalencia; el estar abierta, por definición, a una pluralidad de lecturas.

Tomemos dos ejemplos clásicos y tópicos: El Quijote y Hamlet. Naturalmente, lo que hay de logro estético mayor o menor en estas obras lo pusieron sus autores, los hombres llamados Miguel de Cervantes y William Shakespeare. Durante cierto tiempo, fue fórmula común hablar de «Cervantes, ingenio lego»; es decir, de un creador inconsciente que, en un momento dado, era favorecido por una especie de iluminación divina y, sin darse bien cuenta de lo que hacía, escribía una novela sobre un hidalgo manchego. A partir, sobre todo, de Américo Castro (El pensamiento de Cervantes) esta concepción ha caído en un total descrédito. El Quijote no es fruto del azar ni lo escribe cualquier pelagatos. Cervantes era mucho más consciente de lo que una concepción romántica del genio podía suponer. Sin embargo, es evidente que pudo no ser consciente del todo de algunos aspectos de su propia obra.


Rozamos, así, un tema general: el papel que juega en la obra literaria la intención del escritor. Este es uno de los elementos de juicio de que dispone el crítico, para ayudarle a entender la obra, pero no el único, ni, muchas veces, el decisivo. Por supuesto, los críticos corremos detrás de las autocríticas de los autores, de las declaraciones o cartas privadas en que cuentan su estado de ánimo al escribir un libro. Pero también tenemos la experiencia de que, en este terreno, todas las precauciones son pocas. Unas veces, el escritor, simplemente, intenta engañarnos, ocultando su verdadera intención, su motivación autobiográfica, o intentando dar un valor universal a lo que nació a partir de un estímulo mucho más limitado. Cualquiera de nosotros podría citar fácilmente ejemplos. Otras veces, el escritor, con la mejor voluntad del mundo, se equivoca, interpreta parcial o erróneamente su propia creación. Lo mismo le puede suceder al crítico, por supuesto, pero éste tiene la ventaja y el inconveniente, a la vez, de una mayor distancia con relación a la obra. Y, en cualquier caso, todos conocemos ya, a partir de Freud, el enorme papel que desempeña el inconsciente en toda creación artística. Así, pues, las declaraciones de los autores sobre sus obras convendrá tomarlas como un elemento de información sobre ellas, uno más, y no darles valor absoluto.
Volvamos a los ejemplos anteriores: si cada hombre y cada generación ven en El Quijote y en Hamlet algo parcialmente distinto, ¿cuál es la auténtica realidad de estas obras, que han dado lugar a torrentes de bibliografía, en gran medida contradictoria? ¿Será solamente lo que quería decir su autor? No, desde luego, sino la suma de todo lo que los lectores (pasados, presentes y futuros) encuentran en ellas. Lo esencial es que los nuevos elementos que se descubran estén efectivamente en el libro, con independencia de lo que pensaron su autor o sus lectores anteriores, y no sea invención, sin fundamento real, de un lector imaginativo.

A través de los teóricos anglosajones y de los novelistas hispanoamericanos se ha difundido últimamente mucho, en nuestro país, la idea de que conviene distinguir, en la obra literaria valiosa, varios niveles de significación. Por supuesto. Por eso pueden disfrutar con la misma obra personas de condiciones, edades y épocas muy variadas.

Bien conocido es el ejemplo del Quijote, en el que sus contemporáneos vieron sólo un libro cómico, la sátira de las novelas de caballería. Después, el Romanticismo alemán, sobre todo, abrió el camino a las interpretaciones modernas que lo ven como libro serio, para pensar más que para reír. A partir de ahí, las interpretaciones se suceden: Herder lo considera como la novela de la salud moral; Turgueniev lo contrapone, como emblema de la fe, al Hamlet, héroe de la duda y el escepticismo; Unamuno se declara, paradójicamente, quijotista y no cervantista; para Ortega, encierra el problema de la cultura española... Más recientemente, construyen a partir de él su teoría de la novela contemporánea Lukács y Girard; Marthe Robert y Arias de la Canal le aplican la lente psicoanalítica; Ramiro Ledesma nos da la interpretación fascista; Ricardo Aguilera, la marxista; Gonzalo Torrente lo ve como juego, etc. En todo caso, según las edades —física y mental—, a unos dará risa, a otros motivo de meditación y a algunos, consuelo irónico.

Muy claro es también, a estos efectos, el caso del Lazarillo. Todos tenemos la experiencia infantil, probablemente, de habernos reído, en la escuela, con las burlas recíprocas que traman Lázaro y el ciego. En este nivel se quedarán siempre algunos lectores, que contribuyen a hacer de esta obra algo permanentemente popular. Cuando hablamos de ella a los alumnos universitarios, es posible que la primera impresión sea de frialdad y aburrimiento, a causa de la distancia histórica y el lenguaje anticuado. Sin embargo, si avanzamos un poco más, con la ayuda de la crítica reciente, los alumnos descubrirán, asombrados, todo un mundo de alusiones y problemas verdaderamente difíciles de resolver, pero apasionantes. Así, el Lazarillo resulta ser una obra complejísima y de permanente actualidad, tanto desde el punto de vista de la evolución formal del género «novela», como si vemos en ella un documento estremecedor sobre la religión y el honor en la España del Siglo de Oro.

Algo semejante sucede también con la comedia clásica española del Siglo de Oro. ¿Cómo podía ser popular un género compuesto por obras de tal refinamiento estético, y hasta complejidad conceptual y alegórica, en el caso de los autos sacramentales? Y, sin embargo, lo era. Evidentemente, había muchas clases de espectadores, y cada una era particularmente sensible a uno de los atractivos del espectáculo, desde la belleza de las comediantas al lirismo de los versos, la espectacularidad de los decorados o la rapidez sin desmayo de la acción dramática.

Así, pues, la obra literaria pide, por definición, una pluralidad de lecturas, que correspondan a sus diversos niveles de significación. Además, eso se produce de acuerdo con los individuos; incluso, en el caso de una misma persona, según las épocas de su vida y los momentos. Todos tenemos la experiencia de releer un libro, diez o veinte años después, y hallar en él cosas nuevas; por supuesto, el libro no ha cambiado, somos nosotros los que leemos con todo el poso que han ido dejando todas nuestras experiencias vitales. Y, como decía Ortega para la música, siempre habrá momentos propicios para que lea a Proust y otros en que me sería imposible, pues lo que «me pide el cuerpo» es una novela de la serie negra. En nuestra lectura influye también de modo decisivo esa predisposición o estado de ánimo, ese talante al que alude el título de la canción sentimental: «I'm in the mood for love».

Además, la pluralidad de lecturas obedece de modo muy claro, como ya hemos visto, al cambio de épocas y de generaciones. Todos redescubrimos «nuestro» Quijote. Comparándolo con el teatro existencialista y del absurdo, Ian Kott ha proclamado, en un libro famoso, que Shakespeare es hoy, una vez más, «nuestro contemporáneo».

En esa capacidad de suscitar nuevas adhesiones vitales, y no sólo eruditas, consiste el clasicismo, según Azorín: «¿Qué es un autor clásico? Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna. La paradoja tiene una explicación: un autor clásico no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los clásicos evolucionan: evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones. Un autor clásico es un autor que siempre se está formando. No han escrito las obras clásicas sus autores; las va escribiendo la posteridad».

Y cada uno de nosotros puede comprobar fácilmente que pocas experiencias son tan atractivas —y peligrosas, a la vez— como la de releer un libro que nos entusiasmó en la juventud. (Dicho con toda sencillez: o la de ver a una chica que nos gustaba.) Por eso se ha afirmado que cada crítica —cada lectura— es como un test, en el que, con más o menos veladuras, se proyecta y manifiesta nuestra personalidad.

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