lunes, 7 de mayo de 2012


PREMIO NOBEL DE LITERATURA 1930.

Novelista estadounidense muy imitado por escritores posteriores, tanto en su estilo naturalista como en su temática. Lewis cambió la tradicional visión romántica y complaciente de la vida estadounidense por otra mucho más realista, e incluso amarga. Nació en Sauk Center (Minnesota), el 7 de febrero de 1885 y estudió en la Universidad de Yale. De 1907 a 1916 trabajó como reportero y editor literario.
Lewis murió cerca de Roma, el 10 de enero de 1951. Su obra póstuma, World too Wide, Este Inmenso Mundo (1951), sigue el sistema jamesiano de estudiar a los estadounidenses sobre un fondo europeo. En 1952 se publicó De Calle mayor a Estocolmo, una selección de las cartas escritas por este autor de fama internacional. Aunque por lo general desdeñaba los premios literarios y rechazó el Premio Pulitzer en 1926 por El doctor Arrowsmith, Lewis aceptó el Premio Nobel de Literatura en 1930, convirtiéndose en el primer escritor estadounidense que obtuvo este importante galardón.
***
Hayden Chart, arquitecto, hombre de bien, viudo deprimido intentando reponerse de la muerte accidental de su insoportable esposa en un accidente de tránsito, producto de su propia impericia al conducir, norteamericano promedio nativo de New Life, Colorado, es el personaje central de la novela póstuma de Sinclair Lewis, el primer Premio Nobel estadounidense, Este Inmenso Mundo, quien luego de una larga convalecencia, experimentó la necesidad de “renunciar a sus sólidas ideas americanas, a sus ladrillos y su madera, para vivir entre las viejas piedras de los dioses paganos europeos”. Este arquitecto al que “le reventaban los tétricos bloques de cemento que colocaban los modernos con toda desfachatez”, luego de un largo periplo por Europa, se topó con Florencia para deslumbrarse con “el formidable poder de sugestión que tenía aquella ciudad tendida a sus pies, una ciudad que parecía metida en una inmensa cesta de oro entre las montañas de Arcetri y, más lejos, el monte Fiesole”.

Se transcribe de este escritor norteamericano, el capítulo primero de su novela póstuma ESTE INMENSO MUNDO.

***



 SINCLAIR LEWIS

 ESTE INMENSO
MUNDO

SALVAT EDITORES, S.A.
ALIANZA EDITORIAL

© Sinclair Lewis- Ediciones Destino
© Salvat Editores, S.A. Alianza Editorial, S.A. 1973

Traducción de Rafael Vázquez-Zamora

Impreso en: Gráficas Estella, S.A. Carretera de Estella a Tafala, km. 2 Estella (Navarra) 1973

Depósito legal N.A. 46-1973

I.S.B.N. 84-345-7.203-6 tomo 98





A Donna Caterina, Alee, John, Tish,
Victor, Margherita, Tina, Claude y tantos otros recuerdos de Italia.




 1
Los policías del tráfico y dos agentes de la Brigada Criminal exa­minaron las huellas dejadas por las ruedas del coche y quedaron con­vencidos de que había cedido el borde reblandecido de la carretera.
Volvían de Bison Park pasada la medianoche pero no habían be­bido más de lo prudente. Hayden Chart conducía el automóvil mientras se le intensificaba el odio por su esposa y se odiaba a sí mismo por estarla odiando. No era rencoroso y, a pesar del reluciente vestido de noche verde pálido y del malintencionado cotilleo de Caprice, ésta no era sino una simplona que no merecía más odio que un crío alboro­tador. Pero es que hablaba sin cesar, insoportablemente. A Hayden le producía el efecto deprimente de un timbre de teléfono sonando ma­chacón en una casa vacía.
Su cotorreo era torrencial:
—¡Qué estúpido es Jesse Bradbin! Un palurdo; y sabe tanto de arquitectura como yo. ¿Por qué no te buscas un socio que valga un poquito más...? Además, qué calamidad jugando al bridge...
—Es buena persona.
—La que me revienta, en realidad, es su mujer. En mi modesta opinión, Mary Eliza Bradbin es el peor bicho que hay en Newlife. No he conocido a nadie que combine mejor la hipocresía, dándoselas de persona moral y religiosa, con una afición tan grande a emborracharse a solas. Y siempre está criticando a algún desgraciado. Tú te las das de tolerar a todo el mundo, pero incluso tú tendrás que reconocer que a Mary Eliza no hay quien la aguante. ¿No es verdad?
—Sí, es tonta, pero sin mala intención.
—¡Lo que tiene es mucho veneno!
Hayden pensaba  que a  Caprice  no había  manera de  reñirla.  Era una criatura volátil, como uno de esos personajes de los cuentos de hadas; menuda, vivaracha, rosa y oro pálido; y entre sus maullidos de gatita tonta le salían, de vez en cuando, unas risitas cariñosas y cálidas. «¡Ojalá se calle de una vez!», suspiró su marido. A cambio de ese silencio sería capaz de seguir queriéndola como un buen ma­rido... En fin, quizá sería capaz.
Anhelaba el silencio. Sobre todo, en una noche como ésta, de luna, deslizándose por el liso cemento con un coche tan suave, le encantaba contemplar las montañas que se recortaban en el cielo pálidamente iluminado por la luna y recrearse con íntima satisfacción viendo las casas que él mismo había planeado en estas lindas afueras de Newlife, «la ciudad que crece más rápidamente en Colorado». Newlife, con sus rascacielos que se elevaban por entre las tiendas (en casas de una sola planta) donde se abastecían los mineros de la plata y los ganaderos de los ranchos. Newlife, con su orquesta sinfónica (dirigida por un es­pañol) que daba sus conciertos en un templo estilo Renacimiento don­de, veinte años antes, había habido un ruidoso salón de baile. Newlife se había «hinchado» de 30.000 a 300.000 habitantes en treinta años y esperaba tener un millón dentro de otros treinta.
Y en Newlife no había una empresa más activa que «Chart, Bradbin & Chart, arquitectos»; el pesado Jesse Bradbin, de sesenta años, y Hayden, de treinta y cinco, fino y conciso, además de paciente, aficio­nado a jugar al tenis y a leer biografías.
Hayden no conocía a su mujer. El defecto de este hombre respecto a las mujeres consistía en querer siempre penetrar con su imaginación hasta el último reducto de la intimidad más recóndita de sus mentes y pensar con los mismos pensamientos de ellas. Aun en contra de su propia voluntad, se ponía siempre de parte de la mujer, y así siempre perdía en la inevitable e incesante guerra entre ella y el hombre.
Ni siquiera podía tratar duramente a una cliente suya de esas que cometen el más imperdonable de los delitos (dejando aparte el peor de verdad: no pagar las facturas): el delito de querer una casa a su gusto sin hacer el menor caso de lo que el arquitecto le aseguraba con­venirle. Y ahora sentíase a la vez furioso y comprensivo cuando Caprice, exasperada al no lograr que él le prestase atención, empezó a lanzar sus truquitos de propaganda equivalentes a «gritos mudos». Era como si estuviese diciendo: «¡Fíjate en mí, fíjate en mí!»
Manteniéndolo muy alto, de manera que Hayden tuviese a la fuer­za que verlo, sacó de su bolso de noche (de piel de lagarto) el mone­dero con cierre de oro. Del monedero extrajo un paquetito hecho con papel de plata. Lo deslió con fingida calma y de él sacó el premio que había ganado en el bridge: un broche de imitación de jade. Luego envolvió el broche con el papel de plata, lo guardó en el monedero, metió éste en el bolso cerrándolo de modo que sonara fuerte, volvió a abrirlo de manera que se oyera otra vez, sacó de nuevo el monedero, extrajo de éste el paquetito, le quitó lentamente el papel de plata...
Caprice era capaz de hacer esto mismo tantas veces como fuera ne­cesario hasta que él reconociese su poder torturante y la riñese.
Pero, esta noche, la irritación que siempre le producían estas mez­quinas artimañas de su mujer quedaba ahogada por la compasión que sentía de que, pasados ya los treinta años, le produjese tanta delicia como a una niña cualquier regalo. Sin embargo, se obligó a decirle:
—Es muy bonito ese amuleto de jade. Me alegro de que lo hayas ganado.
Tranquila ya al haber reconquistado su atención, Caprice se dedicó nuevamente a su insensato parloteo, pero de un modo aún más des­piadado.
Ahora estaba «pinchándole un poquito», según solía ella decir con felina sonrisa.
—Hijo, la verdad, has estado fatal esta noche. Jugaste peor que Mary Eliza. Tenías tanta vista para las cartas como una cebra. Pero lo que me traía frita (en fin, no creo que te dieras cuenta, porque te crees muy hábil para ocultar tus olisqueos donde haya mujeres), sí, me traías frita con tus miraditas, como quien no quiere la cosa, a las piernas de Roxanna, a la fenomenal delantera de Alice y a esos labios tan mal pintados de Jane. Por tu gusto, serías exactamente igual que uno de esos gatos que andan por los tejados... Pero ¡tienes dema­siado miedo!
Es muy posible que fuera su irritación al oír estas injustas acusa­ciones lo que le hizo ejecutar aquel pequeño movimiento nervioso con el volante, aunque es muy posible que, efectivamente, hubiera tenido la culpa el borde reblandecido de la carretera. Lo cierto es que el co­che salió disparado repentina y asombrosamente por encima del talud que bordeaba aquel lado de la carretera y, mientras Hayden protestaba mentalmente —«¡Esto no puede estarme ocurriendo a mí!»—, el ma­trimonio iba dando vueltas por el aire.
Había algo de comicidad en aquel grotesco horror. Tenía el techo bajo él; luego el automóvil dio una cabriola, como un caballo salvaje, la cabeza de Hayden tropezó con el techo, que otra vez quedaba arri­ba, y después chocó contra el parabrisas. Luego, aquel mundo en tor­bellino empezó a caer dándose golpes contra la tierra y, por fin, llegó la inmovilidad absoluta. El pavoroso estruendo se convirtió en un silen­cio total después de haber dado el coche unas sacudidas como un ani­mal en el estertor. Antes del silencio, sólo aquel breve jadeo. Había quedado algo ladeado pero con el techo hacia arriba. Después de tantas vueltas, era casi un acierto.
Hayden creyó que le sangraba la cabeza y que se le habían roto los brazos. Sabía que estaba en gravísimo estado y creía que Caprice no se hallaba junto a él.
— ¿Dónde estás? ¡Querida! —gritaba. Es decir, quería gritar, pero comprendía que aquella voz no llegaba a sonar. Eran gritos mentales. Le pareció también que su mujer le respondía débilmente, pero se encontraba tan mareado que no podía estar seguro de si era un gemido o, una de sus habituales pullas. Con un tremendo esfuerzo pudo por fin ladear la cabeza lo suficiente para hacerse cargo de la situación.
Como empujada por uno de esos horribles caprichos de un tornado,
su mujer había sido arrojada contra los asientos de atrás. Hayden la
oía  sollozar  ahora  claramente,  pero  no  podía   ayudarla  en   absoluto.
Estaba encajonado entre su asiento y el volante retorcido. El cristal del parabrisas se había roto y le había herido el cráneo.
— ¡Caprice!                                              
— ¡Ooooooh!
— ¿Estás herida?  ¿Te duele mucho?
—No sé... ¡Ah, sí!, el cuello, ¡cómo me duele el cuello!
Más que en los trallazos de dolor que le sacudían rítmicamente la cabeza, Hayden pensaba en su mujer y en su amuleto de jade imitado. Quizá por primera vez en todo un año, no sentía sólo resignación para soportar las estupideces de su mujer, sino un verdadero cariño por ella, y el deseo de sacrificarse para ayudarla.
Intentaba gritar pidiendo socorro con la esperanza de lograrlo inmediatamente. Pero apenas le salía un hilo de voz. Se esforzaba desesperadamente por separar la cabeza del frío tapizado contra el cual tenía
como pegada la mejilla. Quería mirar por el hueco abierto en el cristal
roto del parabrisas.  Por fin  logró  mover  la  cabeza  lo  bastante para
ver (muy confusamente, como entre nubes de humo) que se hallaban
en una hondonada y que la carretera quedaba a mucha altura. Desde ella no podrían verlos si no se asomaban a propósito, y era seguro que tampoco los oirían desde un automóvil que pasara. Veía cruzar, como meteoros, las luces de los coches y oía perfectamente el roce silbante de os neumáticos sobre el cemento.  Aunque no hubiera sido de noche, tampoco los  habrían visto  ni oído.  Allí  podían  seguir  Caprice  y él, desangrándose, muchos días con sus noches.
Oía la voz muy debilitada de Caprice, que le reñía:   
—Un descuido que no tiene perdón... Y luego te las das de buen conductor, cuando no tienes ni idea... y casi me has matado...
Hayden le daba la razón. ¡La quería tanto! Si últimamente había creído que le era indiferente, sólo fue porque estaba demasiado absorbido por sus asuntos, se dijo arrepentido.
No podía saber hasta qué punto estaba Caprice consciente mientras soltaba, con creciente rencor:
—Pero ¿por qué no haces algo de una vez? Sal de ahí, inútil, y pide auxilio. No te estés sentado tan tranquilamente como si nada hubiera pasado y como si fuéramos a pasarnos aquí días y días esperando a que a alguien se le ocurra buscarnos... No tienes iniciativa, eres un perfecto inútil. En la vida te has preocupado por lo que me pueda suceder a mí...
Y luego, como el gato que da, con una mueca de triunfo, el golpe de gracia al pobre ratón moribundo:

—Claro, con tanta cultura y dándote siempre tanta importancia, y venga contarle a todo el mundo que estás leyendo esos librotes de his­toria, cuando la verdad es que nunca acabas ninguno. Siempre estás poniéndote en ridículo y ni siquiera te das cuenta de que se ríen de ti. Te empeñas en que te crean un gran aficionado a la música clásica y sólo la pones en la radio mientras estás leyendo. Nunca oyes ni una nota. ¡Te lo puedo demostrar! Porque sabrás que he apagado la radio cuando estabas leyendo y ni siquiera te has dado cuenta. No me im­portaría que fueras tan hipócrita si por lo menos supieras bandearte en la vida, pero te las dan todas en el mismo lado. En los negocios eres un infeliz...
Hayden le estaba rogando mentalmente: « ¡Cállate, por Dios, cá­llate! No lo estropees ahora que he vuelto a ti. ¡Deja que siga que­riéndote!»
Le pareció que la cabeza no le sangraba ya, pero le dolía horrible­mente, tenía la garganta reseca y no conseguía emitir ni un sonido, mientras ella continuaba implacable su delirante cháchara, ya incompren­sible. Hayden perdía la noción del tiempo y a ratos creía haberse muerto ya. Desde luego, podían morirse los dos antes de que los encontrasen. ¿Sería esto el final de todo?
« ¿Será esto lo único que he sacado de la vida? Hice tan pocas cosas y he visto tan poco de lo mucho que deseaba ver en este mundo... En la Universidad, aquellas palabras de Kipling: "Para admirar y para ver, he vagado por este inmenso mundo." Me proponía verlo todo, ir a todas partes.»
Hizo una monstruosa lista de las cosas que había deseado, y ya era, sin duda alguna, demasiado tarde para convertir en realidad tales deseos. Ser campeón de tenis de su Estado. Acampar en la Columbia británica y pasar un invierno en el Caribe. Aprender francés y vivir en París; entender de vinos y conocer a seductoras actrices y caballeros sabios con venerables barbas. Pasarse varios meses contemplando el místico jardín de un convento.
(Pero tendría que ser un monasterio episcopaliano. Su tatarabuelo ha­bía sido obispo de la Iglesia Anglicana en Carolina del Norte.)
Y (éste era un sueño muy frecuente en él, que había ilustrado en sobres rotos con evocadores dibujos) ya no podría edificar aquel pueblo en una pradera, el pueblo que había de estar contenido en un solo ras­cacielos: la primera solución, en la historia, a la soledad, al aislamiento rural. ¡Se había sentido muy capaz de llevar a la práctica ese proyecto! Y le parecía increíble que estas manos, este dolorido cerebro, tan ardien­temente vivo ahora, pudieran disolverse dentro de poco.
¿Era, efectivamente, demasiado tarde? Pues bien, si conseguía li­brarse de aquella cárcel, renunciaría a su vida provinciana, tan rutinaria, y se dejaría llevar por todas sus fantasías.
Seguramente, Caprice iría con él... Quizás quisiera acompañarle. No tenían que preocuparse de hijos, a pesar de que llevaban casados ocho años. Además, a Caprice le habría fastidiado tenerlos. A los treinta y cinco años, con suficiente dinero heredado de su padre (el fundador de la empresa Chart, Bradbin & Chart) y lo que él había ganado, se en­contraba con una mayor libertad de movimientos que a los dieciocho. Con su tez bronceada, su bigotito, su tipo fino y erguido, Hayden Chart podía pasar por un mayor escocés o un hombre de Yorkshire. Te­nía las facciones bien dibujadas y la gente decía que sus ojos eran ama­bles. En un mundo de negocios donde había tantos seres vacíos, como Jesse Bradbin, dispuestos a apretar sudorosa y entusiásticamente las ma­nos a todo el mundo, a Hayden se le adivinaba seco y duro dentro de una actitud siempre correcta e incluso agradable. Esa cualidad era la de una daga de acero bien bruñido. Una daga que había pasado dema­siado tiempo encerrada en la vaina.

Caprice seguía murmurando palabras ininteligibles con un extraño sonido que quizá pudiera compararse al de las hojas secas arrastradas por la brisa de otoño. Hayden sentía por ella una compasión aún más intensa. Era una mujer tan joven: sólo treinta y un años; la habían en­tusiasmado tanto su nuevo automóvil y la casa nueva, de estilo georgiano, y todo lo que había en la casa, desde el cuarto de estar, de mosaicos negros y blancos, hasta el dormitorio, con grandes cristaleras y precio­sas cortinas. Con un esposo más cordial, más bruto, más dado a la be­bida, Caprice lo habría pasado estupendamente, entregada a un con­tinuo bailoteo y a jugar en grande. Pero él siempre la había estado hiriendo. Al pensarlo, Hayden reconocía que, efectivamente, la había herido e innumerables ocasiones, pero nunca lo había hecho a propósito. No, nunca quiso fastidiarla.
Todo este tiempo no cesaba de esforzarse en gritar, pero sólo con­seguía que el esfuerzo le destrozase la garganta y no le salía sino un leve gemido. Sin embargo, creyó que lo habían oído porqué cerca de ellos alguien encendía un fósforo, revelando a su luz la aplastada cu­bierta del motor y un rostro asustado, la cara de un campesino barbudo que se asomaba por el parabrisas. Hayden logró, a la desesperada, pro­nunciar estas palabras:
—Busque a alguien... para sacarnos.
El fósforo se apagó y la agotada mente de Hayden también.
En un ensueño sobresaltado vio o le pareció ver que un faro ilu­minaba cegadoramente el coche, y pensó que era el faro de un equipo de salvamento. Sintió que le extraían de entre el volante y el asiento, y le sacaban del coche. Notó en seguida que unos dedos expertos le recorrían el cuero cabelludo y la cara, los brazos... Volvió a perder el conocimiento por completo y nunca pudo saber si había llegado a ver o si solamente creyó haber visto el cuerpo mutilado e inerte de Ca­price. Durante muchos años iba a oír en su mente una protesta: «Era una muñeca tan bonita y tan frágil; no deberían haberle hecho daño.»

Cuando recobró el sentido, se hallaba en un hospital con la cabeza vendada y, junto a su cama, el doctor Crittenham, el indeciso y bona­chón médico de cabecera de la familia. Sentíase milagrosamente salvado y tardó un par de días en enterarse de que habían enterrado a Caprice el día anterior, y que ahora él era absolutamente libre, desoladoramente libre, para vagar por un mundo demasiado tétrico, un mundo tan in­menso que asustaba.


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