PREMIO NOBEL DE LITERATURA 1930.
Novelista estadounidense muy imitado por escritores posteriores, tanto en su estilo naturalista como en su temática. Lewis cambió la tradicional visión romántica y complaciente de la vida estadounidense por otra mucho más realista, e incluso amarga. Nació en Sauk Center (Minnesota), el 7 de febrero de 1885 y estudió en la Universidad de Yale. De 1907 a 1916 trabajó como reportero y editor literario.
Lewis murió cerca de Roma, el 10 de enero de 1951. Su obra póstuma, World too Wide, Este Inmenso Mundo (1951), sigue el sistema jamesiano de estudiar a los estadounidenses sobre un fondo europeo. En 1952 se publicó De Calle mayor a Estocolmo, una selección de las cartas escritas por este autor de fama internacional. Aunque por lo general desdeñaba los premios literarios y rechazó el Premio Pulitzer en 1926 por El doctor Arrowsmith, Lewis aceptó el Premio Nobel de Literatura en 1930, convirtiéndose en el primer escritor estadounidense que obtuvo este importante galardón.
***
Hayden Chart, arquitecto, hombre de bien, viudo deprimido intentando reponerse de la muerte accidental de su insoportable esposa en un accidente de tránsito, producto de su propia impericia al conducir, norteamericano promedio nativo de New Life, Colorado, es el personaje central de la novela póstuma de Sinclair Lewis, el primer Premio Nobel estadounidense, Este Inmenso Mundo, quien luego de una larga convalecencia, experimentó la necesidad de “renunciar a sus sólidas ideas americanas, a sus ladrillos y su madera, para vivir entre las viejas piedras de los dioses paganos europeos”. Este arquitecto al que “le reventaban los tétricos bloques de cemento que colocaban los modernos con toda desfachatez”, luego de un largo periplo por Europa, se topó con Florencia para deslumbrarse con “el formidable poder de sugestión que tenía aquella ciudad tendida a sus pies, una ciudad que parecía metida en una inmensa cesta de oro entre las montañas de Arcetri y, más lejos, el monte Fiesole”.
Se transcribe de este escritor norteamericano, el capítulo primero de su novela póstuma ESTE INMENSO MUNDO.
***
SINCLAIR
LEWIS
ESTE INMENSO
MUNDO
SALVAT
EDITORES, S.A.
ALIANZA
EDITORIAL
© Sinclair Lewis- Ediciones Destino
© Salvat Editores, S.A. Alianza
Editorial, S.A. 1973
Traducción de Rafael Vázquez-Zamora
Impreso en: Gráficas Estella, S.A.
Carretera de Estella a Tafala, km. 2 Estella (Navarra) 1973
Depósito legal N.A. 46-1973
I.S.B.N. 84-345-7.203-6 tomo 98
A
Donna Caterina, Alee, John, Tish,
Victor, Margherita, Tina, Claude y
tantos otros recuerdos de Italia.
1
Los policías del tráfico y dos agentes de la Brigada
Criminal examinaron las huellas dejadas por las ruedas del coche y quedaron
convencidos de que había cedido el borde reblandecido de la carretera.
Volvían de Bison Park pasada la medianoche pero no
habían bebido más de lo prudente. Hayden Chart conducía el automóvil mientras
se le intensificaba el odio por su esposa y se odiaba a sí mismo por estarla
odiando. No era rencoroso y, a pesar del reluciente vestido de noche verde
pálido y del malintencionado cotilleo de Caprice, ésta no era sino una simplona
que no merecía más odio que un crío alborotador. Pero es que hablaba sin
cesar, insoportablemente. A Hayden le producía el efecto deprimente de un
timbre de teléfono sonando machacón en una casa vacía.
Su cotorreo era torrencial:
—¡Qué estúpido es Jesse Bradbin! Un palurdo; y sabe
tanto de arquitectura como yo. ¿Por qué no te buscas un socio que valga un
poquito más...? Además, qué calamidad jugando al bridge...
—Es buena persona.
—La que me revienta, en realidad, es su mujer. En mi
modesta opinión, Mary Eliza Bradbin es el peor bicho que hay en Newlife. No he
conocido a nadie que combine mejor la hipocresía, dándoselas de persona moral y
religiosa, con una afición tan grande a emborracharse a solas. Y siempre está
criticando a algún desgraciado. Tú te las das de tolerar a todo el mundo, pero
incluso tú tendrás que reconocer que a Mary Eliza no hay quien la aguante. ¿No
es verdad?
—Sí, es tonta, pero sin mala intención.
—¡Lo que tiene es mucho veneno!
Hayden pensaba
que a Caprice no había
manera de reñirla. Era una criatura volátil, como uno de esos
personajes de los cuentos de hadas; menuda, vivaracha, rosa y oro pálido; y
entre sus maullidos de gatita tonta le salían, de vez en cuando, unas risitas
cariñosas y cálidas. «¡Ojalá se calle de una vez!», suspiró su marido. A cambio
de ese silencio sería capaz de seguir queriéndola como un buen marido... En
fin, quizá sería capaz.
Anhelaba el silencio. Sobre todo, en una noche como
ésta, de luna, deslizándose por el liso cemento con un coche tan suave, le
encantaba contemplar las montañas que se recortaban en el cielo pálidamente
iluminado por la luna y recrearse con íntima satisfacción viendo las casas que
él mismo había planeado en estas lindas afueras de Newlife, «la ciudad que
crece más rápidamente en Colorado». Newlife, con sus rascacielos que se
elevaban por entre las tiendas (en casas de una sola planta) donde se
abastecían los mineros de la plata y los ganaderos de los ranchos. Newlife, con
su orquesta sinfónica (dirigida por un español) que daba sus conciertos en un
templo estilo Renacimiento donde, veinte años antes, había habido un ruidoso
salón de baile. Newlife se había «hinchado» de 30.000 a 300.000 habitantes en
treinta años y esperaba tener un millón dentro de otros treinta.
Y en Newlife no había una empresa más activa que
«Chart, Bradbin & Chart, arquitectos»; el pesado Jesse Bradbin, de sesenta
años, y Hayden, de treinta y cinco, fino y conciso, además de paciente, aficionado
a jugar al tenis y a leer biografías.
Hayden no conocía a su mujer. El defecto de este
hombre respecto a las mujeres consistía en querer siempre penetrar con su
imaginación hasta el último reducto de la intimidad más recóndita de sus mentes
y pensar con los mismos pensamientos de ellas. Aun en contra de su propia
voluntad, se ponía siempre de parte de la mujer, y así siempre perdía en la
inevitable e incesante guerra entre ella y el hombre.
Ni siquiera podía tratar duramente a una cliente
suya de esas que cometen el más imperdonable de los delitos (dejando aparte el
peor de verdad: no pagar las facturas): el delito de querer una casa a su gusto
sin hacer el menor caso de lo que el arquitecto le aseguraba convenirle. Y
ahora sentíase a la vez furioso y comprensivo cuando Caprice, exasperada al no
lograr que él le prestase atención, empezó a lanzar sus truquitos de propaganda
equivalentes a «gritos mudos». Era como si estuviese diciendo: «¡Fíjate en mí,
fíjate en mí!»
Manteniéndolo muy alto, de manera que Hayden tuviese
a la fuerza que verlo, sacó de su bolso de noche (de piel de lagarto) el monedero
con cierre de oro. Del monedero extrajo un paquetito hecho con papel de plata.
Lo deslió con fingida calma y de él sacó el premio que había ganado en el
bridge: un broche de imitación de jade. Luego envolvió el broche con el papel
de plata, lo guardó en el monedero, metió éste en el bolso cerrándolo de modo
que sonara fuerte, volvió a abrirlo de manera que se oyera otra vez, sacó de
nuevo el monedero, extrajo de éste el paquetito, le quitó lentamente el papel
de plata...
Caprice era capaz de hacer esto mismo tantas veces
como fuera necesario hasta que él reconociese su poder torturante y la riñese.
Pero, esta noche, la irritación que siempre le
producían estas mezquinas artimañas de su mujer quedaba ahogada por la
compasión que sentía de que, pasados ya los treinta años, le produjese tanta
delicia como a una niña cualquier regalo. Sin embargo, se obligó a decirle:
—Es muy bonito ese amuleto de jade. Me alegro de que
lo hayas ganado.
Tranquila ya al haber reconquistado su atención,
Caprice se dedicó nuevamente a su insensato parloteo, pero de un modo aún más
despiadado.
Ahora estaba «pinchándole un poquito», según solía
ella decir con felina sonrisa.
—Hijo, la verdad, has estado fatal esta noche.
Jugaste peor que Mary Eliza. Tenías tanta vista para las cartas como una cebra.
Pero lo que me traía frita (en fin, no creo que te dieras cuenta, porque te
crees muy hábil para ocultar tus olisqueos donde haya mujeres), sí, me traías
frita con tus miraditas, como quien no quiere la cosa, a las piernas de
Roxanna, a la fenomenal delantera de Alice y a esos labios tan mal pintados de
Jane. Por tu gusto, serías exactamente igual que uno de esos gatos que andan
por los tejados... Pero ¡tienes demasiado miedo!
Es muy posible que fuera su irritación al oír estas
injustas acusaciones lo que le hizo ejecutar aquel pequeño movimiento nervioso
con el volante, aunque es muy posible que, efectivamente, hubiera tenido la
culpa el borde reblandecido de la carretera. Lo cierto es que el coche salió
disparado repentina y asombrosamente por encima del talud que bordeaba aquel
lado de la carretera y, mientras Hayden protestaba mentalmente —«¡Esto no puede
estarme ocurriendo a mí!»—, el matrimonio iba dando vueltas por el aire.
Había algo de comicidad en aquel grotesco horror.
Tenía el techo bajo él; luego el automóvil dio una cabriola, como un caballo
salvaje, la cabeza de Hayden tropezó con el techo, que otra vez quedaba arriba,
y después chocó contra el parabrisas. Luego, aquel mundo en torbellino empezó
a caer dándose golpes contra la tierra y, por fin, llegó la inmovilidad
absoluta. El pavoroso estruendo se convirtió en un silencio total después de
haber dado el coche unas sacudidas como un animal en el estertor. Antes del
silencio, sólo aquel breve jadeo. Había quedado algo ladeado pero con el techo
hacia arriba. Después de tantas vueltas, era casi un acierto.
Hayden creyó que le sangraba la cabeza y que se le
habían roto los brazos. Sabía que estaba en gravísimo estado y creía que
Caprice no se hallaba junto a él.
— ¿Dónde estás? ¡Querida! —gritaba. Es decir, quería
gritar, pero comprendía que aquella voz no llegaba a sonar. Eran gritos
mentales. Le pareció también que su mujer le respondía débilmente, pero se
encontraba tan mareado que no podía estar seguro de si era un gemido o, una de sus habituales pullas. Con un
tremendo esfuerzo pudo por fin ladear la cabeza lo suficiente para hacerse
cargo de la situación.
Como empujada por uno de esos horribles
caprichos de un tornado,
su mujer había sido arrojada contra los asientos de atrás. Hayden la
oía sollozar ahora claramente, pero no podía ayudarla en absoluto.
Estaba encajonado entre su asiento y el volante retorcido. El cristal del parabrisas se había roto y le había herido el cráneo.
su mujer había sido arrojada contra los asientos de atrás. Hayden la
oía sollozar ahora claramente, pero no podía ayudarla en absoluto.
Estaba encajonado entre su asiento y el volante retorcido. El cristal del parabrisas se había roto y le había herido el cráneo.
— ¡Caprice!
— ¡Ooooooh!
— ¿Estás herida?
¿Te duele mucho?
—No sé... ¡Ah, sí!, el cuello, ¡cómo me duele el
cuello!
Más que en los trallazos de dolor que le sacudían
rítmicamente la cabeza, Hayden pensaba en su mujer y en su amuleto de jade
imitado. Quizá por primera vez en todo un año, no sentía sólo resignación para
soportar las estupideces de su mujer, sino un verdadero cariño por ella, y el
deseo de sacrificarse para ayudarla.
Intentaba gritar pidiendo socorro con la
esperanza de lograrlo inmediatamente. Pero apenas le salía un hilo de voz. Se
esforzaba desesperadamente por separar la cabeza del frío tapizado contra el
cual tenía
como pegada la mejilla. Quería mirar por el hueco abierto en el cristal
roto del parabrisas. Por fin logró mover la cabeza lo bastante para
ver (muy confusamente, como entre nubes de humo) que se hallaban
en una hondonada y que la carretera quedaba a mucha altura. Desde ella no podrían verlos si no se asomaban a propósito, y era seguro que tampoco los oirían desde un automóvil que pasara. Veía cruzar, como meteoros, las luces de los coches y oía perfectamente el roce silbante de os neumáticos sobre el cemento. Aunque no hubiera sido de noche, tampoco los habrían visto ni oído. Allí podían seguir Caprice y él, desangrándose, muchos días con sus noches.
como pegada la mejilla. Quería mirar por el hueco abierto en el cristal
roto del parabrisas. Por fin logró mover la cabeza lo bastante para
ver (muy confusamente, como entre nubes de humo) que se hallaban
en una hondonada y que la carretera quedaba a mucha altura. Desde ella no podrían verlos si no se asomaban a propósito, y era seguro que tampoco los oirían desde un automóvil que pasara. Veía cruzar, como meteoros, las luces de los coches y oía perfectamente el roce silbante de os neumáticos sobre el cemento. Aunque no hubiera sido de noche, tampoco los habrían visto ni oído. Allí podían seguir Caprice y él, desangrándose, muchos días con sus noches.
Oía la voz muy debilitada de Caprice,
que le reñía:
—Un descuido que no tiene perdón... Y luego te las
das de buen conductor, cuando no tienes ni idea... y casi me has matado...
Hayden le daba la razón. ¡La quería
tanto! Si últimamente había creído que le era indiferente, sólo fue porque
estaba demasiado absorbido por sus asuntos, se dijo arrepentido.
No podía saber hasta qué punto estaba
Caprice consciente mientras soltaba, con creciente rencor:
—Pero ¿por qué no haces algo de una vez?
Sal de ahí, inútil, y pide auxilio. No te estés sentado tan tranquilamente como
si nada hubiera pasado y como si fuéramos a pasarnos aquí días y días
esperando a que a alguien se le ocurra buscarnos... No tienes iniciativa, eres
un perfecto inútil. En la vida te has preocupado por lo que me pueda suceder a
mí...
Y luego, como el gato que da, con una
mueca de triunfo, el golpe de gracia al pobre ratón moribundo:
—Claro, con tanta cultura y dándote siempre tanta
importancia, y venga contarle a todo el mundo que estás leyendo esos librotes
de historia, cuando la verdad es que nunca acabas ninguno. Siempre estás
poniéndote en ridículo y ni siquiera te das cuenta de que se ríen de ti. Te
empeñas en que te crean un gran aficionado a la música clásica y sólo la pones
en la radio mientras estás leyendo. Nunca oyes ni una nota. ¡Te lo puedo
demostrar! Porque sabrás que he apagado la radio cuando estabas leyendo y ni
siquiera te has dado cuenta. No me importaría que fueras tan hipócrita si por
lo menos supieras bandearte en la vida, pero te las dan todas en el mismo lado.
En los negocios eres un infeliz...
Hayden le estaba rogando mentalmente: « ¡Cállate,
por Dios, cállate! No lo estropees ahora que he vuelto a ti. ¡Deja que siga
queriéndote!»
Le pareció que la cabeza no le sangraba ya, pero le
dolía horriblemente, tenía la garganta reseca y no conseguía emitir ni un
sonido, mientras ella continuaba implacable su delirante cháchara, ya incomprensible.
Hayden perdía la noción del tiempo y a ratos creía haberse muerto ya. Desde
luego, podían morirse los dos antes de que los encontrasen. ¿Sería esto el
final de todo?
« ¿Será esto lo único que he sacado de la vida? Hice
tan pocas cosas y he visto tan poco de lo mucho que deseaba ver en este
mundo... En la Universidad, aquellas palabras de Kipling: "Para admirar y
para ver, he vagado por este inmenso mundo." Me proponía verlo todo, ir a
todas partes.»
Hizo una monstruosa lista de las cosas que había
deseado, y ya era, sin duda alguna, demasiado tarde para convertir en realidad
tales deseos. Ser campeón de tenis de su Estado. Acampar en la Columbia
británica y pasar un invierno en el Caribe. Aprender francés y vivir en París;
entender de vinos y conocer a seductoras actrices y caballeros sabios con
venerables barbas. Pasarse varios meses contemplando el místico jardín de un
convento.
(Pero tendría que ser un monasterio episcopaliano.
Su tatarabuelo había sido obispo de la Iglesia Anglicana en Carolina del
Norte.)
Y (éste era un sueño muy frecuente en él, que había
ilustrado en sobres rotos con evocadores dibujos) ya no podría edificar aquel
pueblo en una pradera, el pueblo que había de estar contenido en un solo rascacielos:
la primera solución, en la historia, a la soledad, al aislamiento rural. ¡Se
había sentido muy capaz de llevar a la práctica ese proyecto! Y le parecía
increíble que estas manos, este dolorido cerebro, tan ardientemente vivo
ahora, pudieran disolverse dentro de poco.
¿Era, efectivamente, demasiado tarde? Pues bien, si
conseguía librarse de aquella cárcel, renunciaría a su vida provinciana, tan
rutinaria, y se dejaría llevar por todas sus fantasías.
Seguramente, Caprice iría con él... Quizás quisiera
acompañarle. No tenían que preocuparse de hijos, a pesar de que llevaban
casados ocho años. Además, a Caprice le habría fastidiado tenerlos. A los
treinta y cinco años, con suficiente dinero heredado de su padre (el fundador
de la empresa Chart, Bradbin & Chart) y lo que él había ganado, se encontraba
con una mayor libertad de movimientos que a los dieciocho. Con su tez
bronceada, su bigotito, su tipo fino y erguido, Hayden Chart podía pasar por un
mayor escocés o un hombre de Yorkshire. Tenía las facciones bien dibujadas y
la gente decía que sus ojos eran amables. En un mundo de negocios donde había
tantos seres vacíos, como Jesse Bradbin, dispuestos a apretar sudorosa y
entusiásticamente las manos a todo el mundo, a Hayden se le adivinaba seco y
duro dentro de una actitud siempre correcta e incluso agradable. Esa cualidad
era la de una daga de acero bien bruñido. Una daga que había pasado demasiado
tiempo encerrada en la vaina.
Caprice seguía murmurando palabras ininteligibles
con un extraño sonido que quizá pudiera compararse al de las hojas secas
arrastradas por la brisa de otoño. Hayden sentía por ella una compasión aún más
intensa. Era una mujer tan joven: sólo treinta y un años; la habían entusiasmado
tanto su nuevo automóvil y la casa nueva, de estilo georgiano, y todo lo que
había en la casa, desde el cuarto de estar, de mosaicos negros y blancos, hasta
el dormitorio, con grandes cristaleras y preciosas cortinas. Con un esposo más
cordial, más bruto, más dado a la bebida, Caprice lo habría pasado
estupendamente, entregada a un continuo bailoteo y a jugar en grande. Pero él
siempre la había estado hiriendo. Al pensarlo, Hayden reconocía que,
efectivamente, la había herido e innumerables ocasiones, pero nunca lo había
hecho a propósito. No, nunca quiso fastidiarla.
Todo este tiempo no cesaba de esforzarse en gritar,
pero sólo conseguía que el esfuerzo le destrozase la garganta y no le salía
sino un leve gemido. Sin embargo, creyó que lo habían oído porqué cerca de
ellos alguien encendía un fósforo, revelando a su luz la aplastada cubierta
del motor y un rostro asustado, la cara de un campesino barbudo que se asomaba
por el parabrisas. Hayden logró, a la desesperada, pronunciar estas palabras:
—Busque a alguien... para sacarnos.
El fósforo se apagó y la agotada mente de Hayden
también.
En un ensueño sobresaltado vio o le pareció ver que
un faro iluminaba cegadoramente el coche, y pensó que era el faro de un equipo
de salvamento. Sintió que le extraían de entre el volante y el asiento, y le
sacaban del coche. Notó en seguida que unos dedos expertos le recorrían el
cuero cabelludo y la cara, los brazos... Volvió a perder el conocimiento por
completo y nunca pudo saber si había llegado a ver o si solamente creyó haber
visto el cuerpo mutilado e inerte de Caprice. Durante muchos años iba a oír en
su mente una protesta: «Era una muñeca tan bonita y tan frágil; no deberían
haberle hecho daño.»
Cuando recobró el sentido, se hallaba en un hospital
con la cabeza vendada y, junto a su cama, el doctor Crittenham, el indeciso y
bonachón médico de cabecera de la familia. Sentíase milagrosamente salvado y
tardó un par de días en enterarse de que habían enterrado a Caprice el día
anterior, y que ahora él era absolutamente libre, desoladoramente libre, para
vagar por un mundo demasiado tétrico, un mundo tan inmenso que asustaba.
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