domingo, 23 de septiembre de 2018

CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO . FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES. DÍA: 16.


CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXVI. FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES. DÍA: 16.
Nota: Se inicia la trama de la venganza para Caderousse. La "codicia", el diamante.
(Fragmento).

"Tomad, amigo mío ‑dijo a Caderousse. Tomad este diamante, que es vuestro.
¡Cómo! ¡Mío! ¡Mío solo! ‑exclamó Caderousse‑. ¡Ah, señor!, ¿no os burláis?
El precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de manera que teniendo Edmundo uno solo, es imposible la reparti­ción. Tomad este diamante y vendedlo. Os repito que vale cincuenta mil francos. Con semejante cantidad saldréis de la miseria.
¡Oh, señor! ‑dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y enjugándose con la otra el sudor que le bañaba el rostro‑. ¡Oh, se­ñor, no toméis a chanza la felicidad o la desesperación de un hombre!
Bien sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto nunca me chancee. Tomad, pues, el diamante, pero en cambio...
Caderousse retiró su mano, que tocaba ya la sortija.
El abate se sonrió.
En cambio ‑repuso‑, podéis darme ese bolsillo de seda en­carnada que dejó el señor Morrel sobre la chimenea del anciano Dan­tés, y que vos poseéis, según me habéis dicho.
Cada vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina, lo abrió y entregó al abate un bolsillo largo de torzal encar­nado, que adornaban dos anillos de cobre, dorados en otro tiempo.
Cogiólo el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.
¡Oh, señor! Sois un hombre bajado del cielo ‑exclamó Cade­rousse‑. Nadie sabía que Edmundo os dio este diamante, y hubierais podido quedaros con él.
¡Vaya! ‑dijo para sí el abate‑. Según eso tú lo hubieras hecho.
Y cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.
¡Ah! ‑dijo de repente‑, ¿eso que me habéis contado es la pura verdad? ¿Puedo creerlo al pie de la letra?
Esperad, señor abate ‑respondió Caderousse‑, en este rincón hay un Santo Cristo de madera, bendito, y sobre aquel baúl el devo­cionario de mi mujer. Abridlo y colocando una mano sobre él y la otra extendida hacia el crucifijo, os juraré por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que os he contado todo tal como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios el día del juicio final.
Bien ‑repuso el abate, convencido por su acento de que decía Caderousse verdad‑. Está bien. Adiós. Me voy lejos de los hombres, que tanto mal se hacen unos a otros.
Y librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de Ca­derousse, quitó el abate por sí mismo la tranca a la puerta, volvió a montar a caballo, saludó por última vez al posadero, que le despedía con ruidosas señales de agradecimiento, y partió en la misma direc­ción que había seguido a la ida.
Cuando Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida y más temblorosa que nunca.
¿Es cierto lo que he oído? ‑le dijo.
¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? ‑res­pondió Caderousse loco de júbilo.
Sí.
Ciertísimo, y si no, míralo.
La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:
¡Si fuera falso...!
Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.
¡Falso... ! ‑murmuró‑. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me ha­bía de dar un diamante falso?
Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.
Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.
¡Oh! ‑dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza‑, pronto lo sabremos.
¿Cómo?
Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mos­trárselo. Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas estoy de vuelta.
Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el ca­mino opuesto al que seguía el desconocido.
¡Cincuenta mil francos! ‑murmuró la Carconte al verse sola‑, es dinero..., pero no es ningún tesoro".


sábado, 22 de septiembre de 2018

CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXVI. FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES. DÍA 15


CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXVI. FRAGMENTOS. COMENTARIOS. ANOTACIONES. DÍA 15.
*La venganza. La trama. el diamante en discordia. Las confesiones de Caderousse.
*Edmundo Dantés se transforma en un abate para iniciar su venganza.

(Fragmento. Capítulo XXVI).
 ‑¡Gaspar, Gaspar! ‑murmuró la mujer desde lo alto de la esca­lera‑. ¡Mira lo que dices!
Caderousse hizo un movimiento de impaciencia, y sin conceder otra respuesta a la pregunta que le hacían más que:
¿Se puede ser amigo de aquel cuya mujer se desea? ‑respondió al abate‑. Pero Dantés, que tenía un corazón de oro, llamaba a todos amigos suyos... ¡Pobre Edmundo... ! En fin, mejor es que no haya sabido nada, porque le hubiese costado algún trabajo perdonarlos al morir... Y digan lo que quieran ‑continuó Caderousse, en su lengua­je, que no carecía de cierta ruda poesía‑, más miedo tengo aún a la maldición de los muertos que al odio de los vivos.
¡Imbécil! ‑murmuró la Carconte.
¿Sabéis lo que hizo Fernando contra Dantés?
¿Que si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé!
Hablad, pues.
Gaspar, haz lo que quieras, eres dueño ‑dijo su mujer‑, pero deberías creerme y no decir una palabra.
Me parece que tienes razón, mujer ‑dijo Caderousse.
¿Conque no queréis decir nada? ‑replicó el abate.
¿Para qué? ‑dijo Caderousse‑. Si el chico estuviese vivo y viniese a preguntarme, no digo que no, pero ya está debajo de tierra, según decís, y de consiguiente no puede odiar, no puede vengarse, dejemos la conversación.
¿Entonces queréis ‑dijo el abate‑ que yo dé a esas personas, que vos consideráis enemigos, una recompensa destinada a la fideli­dad?
Es cierto, tenéis razón ‑dijo Caderousse‑. Por otra parte, ¿de qué les serviría lo que les deja Edmundo...? Lo mismo que una gota de agua que cae en el mar.
Sin contar que esa gente puede aniquilarte con un solo ademán ‑dijo la mujer.
Pues ¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos?
¿Entonces no sabéis su historia?
No; contádmela.
Caderousse pareció reflexionar un instante.
No, porque sería muy largo.
Haced lo que más os convenga, amigo mío ‑dijo el abate con el acento de la más profunda indiferencia‑, yo respeto vuestros escrú­pulos; por otra parte, lo que hacéis es propio de un hombre verdade­ramente bueno, no hablemos más de ello. ¿De qué estaba yo encarga­do? De una simple formalidad. Venderé este diamante ‑y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo brillar por segunda vez a los des­lumbrados ojos de Caderousse.
Ven a verlo, mujer ‑‑dijo éste con voz ronca.
¡Un diamante! ‑dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso bastante firme la escalera‑. ¿Qué diamante es ése?
¿No lo has oído, mujer? ‑dijo Caderousse‑. Es un diamante que nos ha legado el pobre chico a su padre, a sus tres amigos Fer­nando, Danglars y yo, y a Mercedes, su prometida. Este diamante vale cincuenta mil francos.
¡Oh, qué joya tan preciosa! ‑dijo ella.
¿Conque nos pertenece la quinta parte de esta suma? ‑dijo Ca­derousse.
Sí, caballero ‑respondió el abate‑. Además, la parte del padre, que me creo autorizado a repartir entre vosotros cuatro.
¿Y por qué cuatro? ‑preguntó la Carconte.
Porque cuatro son los amigos de Edmundo.
No son amigos los que hacen traición ‑murmuró sordamente la mujer.
Sí, sí ‑dijo Caderousse‑, y esto es lo que yo decía. Es casi una profanación, casi un sacrilegio, recompensar la traición, el crimen tal vez.
Vos lo habéis querido ‑replicó tranquilamente el abate, volvien­do a colocar el diamante en el bolsillo de su sotana‑. Ahora dadme las señas de los amigos de Edmundo, a fin de que pueda ejecutar su última voluntad.
La frente de Caderousse estaba inundada de sudor; vio que el abate se levantó, se dirigió hacia la puerta como para echar una ojeada a su caballo, y volvió.
Marido y mujer se miraban con una expresión indescriptible.
¡Sería para nosotros el diamante entero! ‑dijo Caderousse.
¿Lo crees así? ‑respondió la mujer.
Un eclesiástico no querría engañarnos.
Haz lo que quieras ‑dijo la mujer‑. En cuanto a mí, no quiero meterme en nada.
Y volvió a subir la escalera, tiritando y dando diente con diente, a pesar del excesivo calor que hacía. En el último escalón se detuvo un instante.
Reflexiónalo bien, Gaspar ‑dijo.
Ya estoy decidido ‑respondió Caderousse.
La Carconte entró en su cuarto arrojando un suspiro, oyóse el rui­do de sus pasos al pasar por el pavimento hasta que hubo llegado al sillón, donde cayó sentada.
¿A qué estáis decidido? ‑preguntó el abate.
A decíroslo todo ‑respondió.
Me parece que eso es lo mejor que pudierais hacer ‑dijo el sacerdote‑. No porque yo quiera saber lo que vos queréis ocultar­me, pero, en fin, si podéis ayudarme a distribuir las mandas según la voluntad del testador será mejor.
Así lo espero ‑respondió Caderousse con las mejillas inflamadas por la esperanza y la ambición.
Os escucho ‑dijo el abate.
Aguardad un momento; podrían interrumpirnos en lo más inte­resante de mi relación, lo cual sería algo desagradable; por otra parte, es inútil que nadie sepa que habéis venido aquí.
Se dirigió a la puerta de su posada, la cual cerró y a la que, para mayor precaución, echó la barra, que sólo debía poner por la noche. Durante este tiempo, el abate eligió un lugar para escuchar con toda la comodidad. Se había sentado en un rincón, de manera que queda­ba sumergido en la penumbra, mientras que la luz daba de lleno en el rostro de su interlocutor, disponiéndose con la cabeza inclinada, las manos cruzadas o más bien crispadas, a escuchar con todos sus cinco sentidos.
Caderousse acercó un banquillo y colocóse delante de él.
Acuérdate de que yo no lo he inducido a que hables ‑dijo la temblorosa voz de la Carconte, como si a través del pavimento de su cuarto hubiese podido ver la escena que se preparaba.
Está bien, está bien ‑dijo Caderousse‑. No hablemos más de ello, déjalo todo a mi cargo.

viernes, 21 de septiembre de 2018

EL CONDE DE MONTECRISTO. CAPÍTULO XXV. EL DESCONOCIDO. FRAGMENTOS. ANOTACIONES, COMENTARIOS.


COMENTARIO. A la búsqueda de sus seres queridos por parte de Edmundo Dantés.
J. Méndez-Limbrick.
NOTA:
  • Jacopo O Jacobo Manfredi. Un pobre contrabandista que ayudó a Dantés a sobrevivir después de escaparse de prisión. Cuando Jacopo prueba su lealtad desinteresada, Dantés le recompensa con su propia nave y tripulación.
  • VALORACIÓN DEL TESORO ÉPOCA ACTUAL: $1.400 (MIL CUATROCIENTOS MILLONES DE DÓLARES).

(Fragmento. Capítulo XXV).

"Al llegar a Liorna fue en busca de un judío, y le vendió cuatro de sus diamantes más pequeños, por cinco mil francos cada uno. El mercader hubiera debido informarse de cómo un marinero podía po­seer semejantes alhajas, pero se guardó muy bien de hacerlo, puesto que ganaba mil francos en cada una".

***
"...Dos horas después salía Edmundo del puerto de Génova, admirado por una muchedumbre curiosa, ávida de conocer al caballero español que acostumbraba navegar solo.
Se lució Dantés a las mil maravillas. Con ayuda del timón, y sin ne­cesidad de abandonarlo, hizo ejecutar a su barco todas las evolucio­nes que quiso. No parecía sino que fuese el yate un ser inteligente, siempre dispuesto a obedecer al menor impulso, por lo que Dantés se convenció de que los genoveses merecían la reputación que gozan de primeros constructores del mundo.
Los curiosos siguieron con los ojos la pequeña embarcación hasta que se perdió de vista, y entonces empezaron a discutir adónde se di­rigiría. Unos opinaron que a Córcega, otros que a la isla de Elba, apostaron algunos que al África, otros que a España, y ninguno se acordó de la isla de Montecristo. No obstante, era a Montecristo adonde se dirigía Dantés.
Llegó en la tarde del segundo día. El barco, que era muy velero, efectuó el viaje en treinta y cinco horas. Dantés había reconocido minuciosamente la costa, y en vez de desembarcar en el puerto de cos­tumbre, desembarcó en el ancón que ya hemos descrito.
La isla estaba desierta. Nadie, al parecer, había abordado a ella después de Edmundo, que encontró su tesoro tal como lo había de­jado.
A la mañana siguiente toda su fortuna estaba ya a bordo, guardada en las tres divisiones del armario secreto.
Permaneció Dantés ocho días, haciendo maniobrar a su barco en tomo a la isla, y estudiándolo como un picador estudia un caballo. Todas sus buenas cualidades y todos sus defectos le fueron ya co­nocidos, y determinó aumentar las unas y remediar los otros.
Al octavo día vio Dantés acercarse a la isla a velas desplegadas un barquillo que era el de Jacobo. Hizo una señal convenida, respondióle el marinero y dos horas después el barco estaba junto al yate.
Cada una de las preguntas del joven obtuvo una respuesta bien triste. El viejo Dantés había muerto. Mercedes había desaparecido. Dantés escuchó ambas noticias con semblante tranquilo, pero en el acto saltó a tierra, prohibiendo que le siguiesen. Regresó al cabo de dos horas, ordenando que dos marineros de la tripulación de Jacobo pasasen a su yate para ayudarle, y les ordenó que hiciesen rumbo a Marsella.
La muerte de su padre la esperaba ya, pero ¿qué le habría sucedido a Mercedes?
No podía Edmundo, sin divulgar su secreto, comisionar a un agen­te para hacer indagaciones, y aun algunas de las que estimaba necesa­rias, solamente él podría hacerlas. El espejo le había demostrado en Liorna que no era probable que nadie le reconociera, y esto sin contar que tenía a su disposición todos los medios de disfrazarse. Una maña­na, pues, el yate y la barca anclaron en el puerto de Marsella, precisa­mente en el mismo sitio donde aquella noche de fatal memoria em­barcaron a Edmundo para el castillo de If.
No sin temor instintivo, Dantés vio acercarse a un gendarme en el barco de la sanidad, pero con la perfecta calma que ya había adquiri­do, le presentó un pasaporte inglés que había comprado en Liorna, y gracias a este salvoconducto extranjero, más respetado en Francia que el mismo francés, desembarcó sin ninguna dificultad.
Al llegar a la Cannebière, la primera persona que vio Dantés fue a uno de los marineros del Faraón, que habiendo servido bajo sus órde­nes parecía que se encontrase allí para asegurarle del completo cam­bio que había sufrido. Acercose a él resueltamente, haciéndole mu­chas preguntas, a las que respondió sin hacer sospechar siquiera, ni por sus palabras ni por su fisonomía, que recordase haber visto nunca aquel desconocido.
Dantés le dio una moneda en agradecimiento de sus buenos oficios, y un instante después oyó que corría tras él el marinero. Dantés volvió la cara.
Perdonad, caballero, pero sin duda os habréis equivocado, pues creyendo darme una pieza de cuarenta sueldos, me habéis dado un napoleón doble.
En efecto, me equivoqué, amigo mío ‑‑contestó Edmundo‑‑, pero como vuestra honradez merece recompensa, tomad otro napo­león, que os ruego aceptéis para beber a mi salud con vuestros ca­maradas.
El marinero miró a Edmundo con tanto asombro, que incluso se olvidó de darle las gracias, y murmuraba al verle alejarse:
Sin duda es algún nabab que viene de la India.
Dantés prosiguió su camino, oprimiéndosele el corazón a cada mo­mento con nuevas sensaciones. Todos los recuerdos de la infancia, recuerdos indelebles en su memoria, renacían en cada calle, en cada plaza, en cada barrio. Al final de la calle de Noailles, cuando pudo ver las Alamedas de Meillán, sintió que sus piernas flaqueaban y poco le faltó para caer desvanecido entre las ruedas de un coche. Al fin llegó a la casa de su padre. Las capuchinas y las aristoloquias habían desaparecido de la ventana en donde la mano del pobre viejo las había plantado y regado con tanto afán.
Permaneció algún tiempo meditabundo, apoyado en un árbol, con­templando los últimos pisos de aquella humilde vivienda. Al fin se determinó a dirigirse a la puerta, traspuso el umbral, preguntó si había algún cuarto desocupado, y aunque sucedía lo contrario, insistió de tal modo en ver el del quinto piso, que el portero subió a pedir a las personas que lo habitaban, de parte de un extranjero, permiso para visitar la habitación. Los inquilinos eran un joven y una joven que acababan de casarse hacía ocho días. Al verlos, exhaló Dantés un profundo suspiro.
Nada le recordaba el cuarto de su padre. Ni era el mismo el papel de las paredes, ni existían tampoco aquellos muebles antiguos, com­pañeros de la niñez de Edmundo, presentes en su memoria con toda exactitud. Sólo eran las mismas... las paredes.
Dantés se volvió hacia la cama, que estaba justamente en el mismo sitio que antes ocupaba la de su padre. Sin querer sus ojos se arrasa­ron de lágrimas. Allí había debido expirar el pobre anciano, nombran­do a su hijo.
Los dos jóvenes contemplaban admirados a aquel hombre de frente severa, en cuyas mejillas brillaban dos gruesas lágrimas, sin que su rostro se alterase, pero como la religión del dolor es respetada por todo el mundo, no sólo no hicieron pregunta alguna al desconocido, sino que se apartaron un tanto de él para dejarle llorar libremente, y cuando se marchó le acompañaron, diciéndole que podría volver cuando gustase, que siempre encontraría abierta su pobre morada.
En el piso de abajo, Dantés se detuvo delante de una puerta a pre­guntar si habitaba allí todavía el sastre Caderousse, pero el portero respondió que habiendo venido muy a menos el hombre de que ha­blaba, tenía a la sazón una posada en el camino de Bellegarde a Beau­caire.
Acabó de bajar Dantés, y enterándose de quién era el dueño de la casa de las Alamedas de Meillán, pasó en el acto a verle, anunciándose con el nombre de lord Wilmore (nombre y título que llevaba en el pasaporte), y le compró la casa por veinticinco mil francos; sin duda valía diez mil francos menos, pero Dantés, si le hubiera pedido por ella medio millón, lo hubiera dado.
Aquel mismo día notificó el notario a los jóvenes del quinto piso que el nuevo propietario les daba a elegir una habitación entre todas, sin aumento alguno de precio, a condición de que le cedieran la que elloso cupaban.
Este singular acontecimiento dio mucho que hablar durante unos días a todo el barrio de las Alamedas de Meillán, dando origen a mil conjeturas a cual más inexacta.
Pero lo que sorprendió y admiró sobre todas las cosas fue ver a la caída de la tarde al mismo hombre de las Alamedas de Meillán pa­searse por el barrio de los Catalanes, y penetrar en una casita de pes­cadores, donde estuvo más de una hora preguntando por personas que habían muerto o desaparecido quince o dieciséis años antes.
A la mañana siguiente, los pescadores en cuya casa había entrado para hacer todas aquellas preguntas, recibieron en agradecimiento una barca catalana, armada en regla, para la pesca.
Bien hubieran querido aquellas pobres gentes dar las gracias al ge­neroso desconocido, pero al separarse de ellos le habían visto dar al­gunas órdenes a un marinero, montar a caballo y salir por la puerta de Aix".

EDITORIAL PORRÚA. 1954. EDICIÓN ESPECIAL. MÉXICO.

NOVELA Y CINE NEGRO. SALAMANCA. UN RODEO POR LATINOAMÉRICA. 4-mayo-2017 XIII Edición.


(Gracias a todas aquellas personas que se han interesado en mis dos novelas negróticas y sus análisis tanto dentro como fuera de Costa Rica).

Las diferentes facetas del neopolicial latinoamericano han sido abordadas en la sesión celebrada esta mañana en el Aula 18 de Anayita. Procedentes del Instituto Tecnológico y la Universidad Nacional de Costa Rica, Ariadne Camacho Arias y Sigrid Solano Moraga han presentado “Acercamientos a una definición de novela negra costarricense: evaluación de la narrativa de Limbrick a partir de Mariposas negras para un asesino y El laberinto del verdugo“. La siguiente ponencia ha corrido a cargo de Vanesa Taboada Vázquez, de la Universidade de Santiago de Compostela, bajo el título de “La novela policiaca y la política en América Latina en el siglo XX”. Por último, Manuel Botero Camacho, de la Complutense de Madrid, ha expuesto su trabajo “El existencialismo como auténtico sociópata: los oscuros laberintos de Juan Pablo Castel y Frederick Clegg”.

http://www.congresonegro.com/un-rodeo-por-latinoamerica/

jueves, 20 de septiembre de 2018

EL CONDE DE MONTECRISTO. NOTAS, FRAGMENTOS Y COMENTARIOS.DÍA 13.


Nota: Isla de Montecristo. Mar Mediterráneo. Frente a las costas de Italia.
Comentario:
  1. Aquí Dantés violenta lo pactado con el abate: utilizar el tesoro de Montecristo para hacer el bien y no como su instrtumento de venganza.
  2. Todos sus enemigos van siendo destruidos, despojados de sus pertenencias materiales o de lo más querido, e incluso otros mueren. Esto lo hace asumiendo personalidades falsas desde un abate italiano hasta fingir ser un banquero inglés.
  3. Ya en el capítulo anterior observamos una IDEA de venganza por parte de Edmundo Dantés.
FRAGMENTO. CAPÍTULO XXIV. (NOTA: EL TESORO).
"El arca se abrió. Estaba dividida en tres compartimientos.
En el primero brillaban escudos de dorados reflejos. En el segun­do, barras casi en bruto, colocadas simétricamente, que no tenían de oro sino el peso y el valor. El tercer compartimiento, por último, sólo estaba medio lleno de diamantes, perlas y rubíes, que al cogerlos Edmundo febrilmente a puñados, caían como una cascada deslumbra­dora, y chocaban unos con otros con un ruido como el de granizo al chocar en los cristales.
Harto de palpar y enterrar sus manos en el oro y en las joyas, le­vantóse y echó a correr por las grutas, exaltado, como un hombre que está a punto de volverse loco. Saltó una roca, desde donde podía dis­tinguir el mar, pero a nadie vio. Encontrábase solo, enteramente solo con aquellas riquezas incalculables, inverosímiles, fabulosas, que ya le pertenecían. Solamente de quien no estaba seguro era de sí mismo. ¿Era víctima de un sueño, o luchaba cuerpo a cuerpo con la realidad? Necesitaba volver a deleitarse con su tesoro, y, sin embargo, compren­día que le iban a faltar las fuerzas. Apretóse un instante la cabeza con las manos, como para impedir a la razón que se le escapara, y luego se puso a correr por toda la isla, sin seguir, no diré camino, que no lo hay en Montecristo, sino línea recta, espantando a las cabras sal­vajes y a las aves marinas, con sus gestos y sus exclamaciones. Al fin, dando un rodeo, volvió al mismo sitio, y aunque todavía vacilante, se lanzó de la primera a la segunda gruta, hallándose frente a frente con aquella mina de oro y de diamantes.
Cayó de rodillas, apretando con sus manos convulsivas su corazón, que saltaba, y murmurando una oración, inteligible sólo para el cielo. Esto hizo que se sintiese más tranquilo y más feliz, porque empezó a creer en su felicidad.
Acto seguido, se puso a contar su fortuna. Había mil barras de oro, y su peso como de dos a tres libras cada una. Hizo luego un montón de veinticinco mil escudos de oro, con el busto del Papa Alejandro VI y sus predecesores; cada uno podía valer ochenta francos de la actual moneda francesa. Y el departamento en que estaban no quedó, sin embargo, sino medio vacío. Finalmente, contó diez puñados de sus dos manos juntas de pedrería y diamantes, que montados por los me­jores plateros de aquella época poseían un valor artístico casi igual a su valor intrínseco.
Entretanto, el sol iba acercándose a su ocaso, por lo que temiendo Dantés ser sorprendido en las grutas durante la noche, cogió su fusil y salió al aire libre. Un pedazo de galleta y algunos tragos de vino fue­ron su cena. Después colocó la baldosa en su sitio, se acostó encima de ella y durmió, aunque pocas horas, cubriendo con su cuerpo la entrada de la gruta. Esta noche fue deliciosa y terrible al mismo tiempo, como las que había pasado ya dos o tres en su vida".
Editorial Porrúa. Edición Especial 1954. MÉXICO.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

EL CONDE DE MONTECRISTO. FRAGMENTOS. NOTAS, COMENTARIOS. CAPÍTULOS XIX-XXI-XXII. DÍA 12.

CASTILLO DE IF
 ISLA DE MONTECRISTO


(EL ROSTRO DE LA VENGANZA).

Capítulo diecinueve
El tercer ataque
Ese tesoro tanto tiempo objeto de las meditaciones del abate, que podía asegurar la dicha futura del que amaba en realidad como a un hijo, había ganado a sus ojos en valor. No hablaba de otra cosa todo el día más que de aquella inmensa cantidad, explicando a Dantés cuánto puede servir a sus amigos en los tiempos modernos el hom­bre que posee trece o catorce millones. Estas palabras hicieron que el rostro de Dantés se contrajera, porque el juramento que había hecho de vengarse cruzó por su imaginación, haciéndole pensar también cuánto mal puede hacer a sus enemigos en los tiempos modernos el hombre que posee un caudal de trece o catorce millones.

***
CAP. XXI

"Una ráfaga de odio acompañó luego su mirada, al pensar en aque­llos tres hombres que le ocasionaron tan duro y prolongado cauti­verio.
Y renovó contra Danglars, Fernando y Villefort aquel juramento de venganza implacable que había ya pronunciado en su calabozo".

***
CAP.XII.
"Su cara ovalada era ahora angulosa; su boca risueña formaba esos pliegues tirantes que indican firmeza y resolución, sus cejas se junta­ban debajo de una arruga, que aunque única, declaraba la actividad de su pensamiento, sus ojos se habían como impregnado de profun­dísima tristeza, y a veces emitían fulminantes destellos de odio y de misantropía; su tez, por tanto tiempo privada de la luz del día y de los rayos del sol, había tomado ese color mate que cuando va unido a cabellos negros constituye la belleza aristocrática de los hombres del Norte. La profunda ciencia que había aprendido ceñía su rostro como una aureola de inteligente superioridad.
Además, aunque de estatura bastante elevada, tenía el vigor de un cuerpo que vive siempre concentrando sus fuerzas. La elegancia de sus formas, nerviosas y enjutas, había adquirido muscular solidez; los sollozos, las oraciones y las blasfemias habían cambiado tanto su voz, que unas veces era de exquisita dulzura y otras tenía un acento agreste y casi bronco.

Como acostumbrados a la oscuridad y a la luz opaca, sus ojos ha­bían adquirido esa rara facultad que tienen los de la hiena y el lobo de distinguir los objetos en medio de la oscuridad. Edmundo sonrió al contemplar su imagen en el espejo. Era impo­sible que su mejor amigo, si le quedaba algún amigo todavía, le reconociese, puesto que apenas se conocía a sí mismo".

martes, 18 de septiembre de 2018

(Fragmento. Capítulo XX. El Conde de Montecristo). LA FUGA DE LA ISLA DE IF. DÍA 11


¡Oh!, ¡oh! ‑murmuró‑. ¿Quién me envía este pensamiento? ¿Sois vos, Dios mío? Pues que sólo los muertos salen de aquí, ocu­pemos el lugar de los muertos.
Y sin vacilar un momento siquiera, por no cambiar aquella resolu­ción desesperada, inclinóse sobre el nauseabundo saco, lo abrió con el cuchillo que Faría había hecho, sacó el cadáver, lo llevó a su propio calabozo, lo acostó en su cama, poniéndole en la cabeza el pañuelo de hilo que él acostumbraba llevar puesto, lo cubrió con su cobertor, besó por última vez aquella frente helada, pugnó por cerrar aquellos ojos rebeldes que seguían abiertos y horribles en su inmovilidad, le puso el rostro vuelto a la pared, para que el carcelero al traerle la cena creyese que estaba acostado como solía, volvió al subterráneo, sacó de su escondite la aguja y el hilo, se quitó sus harapos para que se sintiera por el tacto la carne desnuda, metióse en el saco embreado, se colocó en la misma situación que el cadáver tenía, y sujetó por den­tro la costura. Si por desgracia hubiesen entrado en este momento, hubieran podido oír los latidos de su corazón.
Habíale sido posible esperar que pasase la visita de la noche, pero temía que el gobernador cambiase de idea, mandando sacar el ca­dáver. Con esto perdería su última esperanza. Ahora lo que tenía que temer era muy poco. He aquí su plan:
Si por el camino los enterradores conocían que llevaban un vivo en lugar de un muerto, no les daba tiempo para nada, con una cuchillada vigorosa abría de arriba abajo el saco, y se aprovechaba de su terror para escaparse. Si querían apoderarse de él, ¿no llevaba un cuchillo? Si lo conducían hasta el cementerio y le metían en una fosa, dejá­base cubrir de tierra, y apenas los enterradores volviesen la espalda, se abría paso a través de la tierra removida, y como era de noche, escapaba. Pensaba que el peso no sería tan grande que no lo pudiera resistir.
Si se equivocaba, si, por el contrario, la tierra le pesaba mucho y le ahogaba, ¡tanto mejor para él!, todo concluiría entonces.
No había comido desde la víspera, pero ni aquella mañana había pensado en el hambre, ni ahora pensaba tampoco. Era demasiado precaria su situación para que pudiera ocuparse de otra cosa.
El primer peligro a que estaba expuesto era que el carcelero, al lle­varle su comida a las siete, echase de ver la sustitución verificada. Por fortuna, veinte veces había recibido Dantés acostado al carcelero, ya fuese por misantropía, ya por cansancio, y en este caso generalmente aquel hombre dejaba sobre la mesa el pan y la sopa y se iba sin ha­blarle.
Pero esa vez el carcelero podía hablarle y como Dantés no le res­pondería, acercarse a la cama y descubrirlo todo.
Hacia las siete de la noche fue cuando empezaron, a decir verdad, las agonías de Dantés. Con una mano apoyada en el pecho trataba de ahogar los latidos de su corazón mientras enjugaba con la otra el su­dor de su frente, que corría hasta por sus mejillas. De vez en cuando todo su cuerpo se estremecía con un temblor convulsivo, oprimiéndo­sele el corazón como si estuviese sometido a la presión de un torno. Transcurrían las horas sin que en el castillo se notase ningún movi­miento por lo que comprendió que se había librado del primer pe­ligro. Esto era de buen agüero. Por último, a la hora señalada por el gobernador, se oyeron pasos en la escalera. Edmundo conoció que el momento había llegado, y llamó en su ayuda todo su valor, contenien­do su aliento. Feliz él si hubiera podido contener de igual modo los violentos latidos de su corazón.
Los pasos, que iban en aumento, se detuvieron a la puerta. Dantés supuso que eran dos los enterradores que iban a buscarle. Esta sos­pecha se trocó en certidumbre cuando oyó el ruido que hacían al po­ner en el suelo las parihuelas.
Abrióse la puerta y una luz confusa hirió los ojos de Edmundo. A través del lienzo que le envolvía, vio acercarse dos sombras a su cama, en tanto que otra, con un farol en la mano, se quedó a la puerta. Cada uno de los que se acercaron a la cama cogió el saco por uno de sus extremos.
Para ser viejo y tan flaco, pesa bastante ‑dijo uno de ellos levan­tando la cabeza de Dantés.
He oído decir que el peso de los huesos aumenta media libra to­dos los años ‑contestó el otro asiéndole por los pies.
¿Has hecho el nudo? ‑preguntó el primero.
Buena tontería fuera añadir un peso inútil. Allá lo haré.
Tienes razón. Vamos.
« ¿Pare qué será ese nudo? », se preguntaba Dantés.
Desde la cama trasladaron a las angarillas al falso muerto. Edmun­do se puso todo lo rígido que pudo para desempeñar mejor su papel de cadáver. Pusiéronle, pues, en las angarillas, y alumbrados por el del farol, que iba delante, empezaron a subir la escalera.
De súbito, el aire fresco de la noche, en el que Dantés reconoció al mistral, azotó su cuerpo. Esta súbita sensación fué a la vez angustiosa y dulcísima.
A unos veinte pasos detuviéronse los que le llevaban, y pusieron en el suelo las angarillas. Uno de ellos debió de alejarse un tanto, porque Edmundo oyó sus pisadas en las losas.
« ¿Dónde estoy? », se preguntó.
¿Sabes que no pesa poco? ‑dijo el que había permanecido jun­to a Dantés, sentándose al borde de las angarillas.
La primera idea de Dantés fué escaparse entonces, pero por fortuna se contuvo.
Alúmbrame, animal ‑dijo el que se había separado‑, alúmbra­me o no podré encontrar lo que busco.
El hombre de la linterna obedeció a la demanda del enterrador, aunque, como se ha visto, no tenía nada de cortés.
«¿Qué buscará? ‑dijo para sí Dantés‑,sin duda un azadón.»
Una exclamación dio a entender que el enterrador había encon­trado al fin lo que buscaba.
Menudo trabajo ha costado ‑dijo el otro.
Sí, pero nada se ha perdido por esperar ‑contestó el primero.
Y dicho esto se acercó a Edmundo, que oyó poner a su lado una cosa pesada y sonora. Al mismo tiempo una cuerda atada a sus pies le causó viva y dolorosa impresión.
¿Está ya hecho el nudo? ‑preguntó el enterrador que no se ha­bía movido de allí.
Y bien hecho ‑respondió el otro.

Pues en marcha.

COMENTARIO.
Dantès, escapa de la bolsa evitando las rocas y nada hasta una isla desierta donde pasa una noche tormentosa. Al día siguiente ve en el mar un barco naufragado, nada hacia los restos y ve otro barco que lo recoge, y Edmond se hace pasar por un náufrago a causa de la tormenta. Hace amistad con ellos, se rasura, cambia el nombre y se dedica durante un tiempo a ser contrabandista. Varias de las transacciones que hacían los contrabandistas era en la Isla de Montecristo, por ser ésta, una isla desierta, y sin ninguna atracción aparente; Edmond dedica varias horas y varios viajes, a reconocer los alrededores de la isla, aún dudando de lo que su viejo amigo le dijera.
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

lunes, 17 de septiembre de 2018

EL CONDE DE MONTECRISTO. FRAGMENTOS, ANOTACIONES, COMENTARIOS. DÍA 10


(Fragmento. Capítulo XIX. El Conde de Montecristo). LA FIDELIDAD DE EDMUNDO DANTÉS.

Este es mi verdadero tesoro, amigo mío, con esto sí que me habéis dado riqueza y felicidad. Creedme y consolaos, esto vale más para mí que montes de oro y de diamantes, aunque no fuesen tan problemá­ticos como esas nubes que en las alboradas se ven flotar sobre el mar, que a primera vista las cree uno tierra firme, y a medida que se va acercando a ellas se evaporan, se volatilizan y se esfuman. Teneros a mi lado el tiempo mayor posible, oír vuestra elocuente voz, ador­nar mi inteligencia, fortalecer mi alma, predisponer mi organización entera a grandes y terribles cosas para cuando goce de libertad, ejecu­tarlas de manera que no vuelva a dominarme la desesperación, de que ya estaba casi poseído cuando os conocí; ésta es la fortuna que os debo, y no quimérica, sino tan verdadera, que todos los soberanos del mundo, aunque fuesen como César Borgia, no podrían arrebatármela.

NOTA:
Poco después se encuentra con el otro prisionero, el abate Faria, que en su intento de escapar, cavó a una dirección contraria y llegó a la celda de Edmond, con quien forma una muy buena amistad, llegándolo a considerar como su padre. Faria se convierte en su instructor en varios temas, desde la historia, las matemáticas, el lenguaje, filosofía, idiomas, y química, mientras ya juntos, cavan hacia otro lado de la celda, intentado escapar del castillo. Como resultado de sus conversaciones con Faria, Dantés empieza a juntar las piezas de la historia que lo condenó a su penuria actual, Faria le hace ver, que la carta acusadora fue escrita con una mano izquierda y por un obvio rencor con hacia él. Edmond y Faria trabajan durante largas horas en el túnel para escapar, pero el viejo y frágil Faria no sobrevive para verlo terminado. Queda paralítico a causa de un segundo derrame cerebral (el primero le dio cuando aún se encontraba en libertad), y muere en el tercer derrame. Viéndose moribundo, Faria le confía a Dantés el escondite de un gran tesoro en la isla de Montecristo que ascendía a lo que hoy serían aproximadamente 1400 millones de dólares, él, sorprendido, al principio desconfía del abate por ser ese el tema el que le ganó su apodo de "el abate loco" por los guardias. Al morir Faria, los guardias envuelven su cuerpo en una pesada manta, a Dantés se le ocurre ocupar el lugar del cadáver de Faria, llevando el verdadero cadáver a la otra celda. Los carceleros, en lugar de enterrar el cuerpo como él suponía, lo atan una pesada bala y lo lanzan al mar por un barranco cercano.
investigador y anotador.
Dr. Enrico Pugliatti.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

NOTAS, FRAGMENTOS Y COMENTARIOS A EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 9.


(Fragmento. Cap. XVIII. EL CONDE DE MONTECRISTO).
EL TESORO.

"Edmundo, vacilando entre la alegría y la incredulidad, creía estar soñando.
Si os he ocultado este secreto tanto tiempo ‑prosiguió Faria‑, ha sido para probaros y sorprenderos. Si nos hubiéramos escapado antes de mi ataque de catalepsia, os habría llevado a la isla de Monte­Cristo, pero ahora ‑añadió con un suspiro‑, vos me llevaréis a mí. Ea, Dantés, ¿no me dais las gracias?
Ese tesoro os pertenece, amigo mío ‑respondió el joven‑, os pertenece a vos solo, yo no tengo ningún derecho a él, ni siquiera soy pariente vuestro.
¡Vos sois hijo mío, Dantés! ‑exclamó el anciano‑. Sois el hijo de mi prisión. Mi estado me condenaba al celibato, y Dios os envió a mí para consuelo juntamente del hombre que no podía ser padre, y del preso que no podía ser libre.

Y el abate tendió el brazo que tenía libre y Dantés se arrojó a su cuello, sollozando".

NOTAS:
"El conde de Montecristo (Le comte de Monte-Cristo) es una novela de aventuras clásica de Alexandre Dumas, padre y Auguste Maquet. Éste último no figuró en los títulos de la obra ya que Alexandre Dumas pagó una elevada suma de dinero para que así fuera. Maquet era un colaborador muy activo en las novelas de Dumas, llegando a escribir obras enteras, reescribiéndolas Dumas después. Se suele considerar como el mejor trabajo de Dumas, y a menudo se incluye en las listas de las mejores novelas de todos los tiempos. El libro se terminó de escribir en 1844, y fue publicado en una serie de 18 partes durante los dos años siguientes".
Fuente: Wikipedia.

martes, 11 de septiembre de 2018

NOTAS, FRAGMENTOS Y COMENTARIOS A EL CONDE DE MONTECRISTO. DÍA 8.


NOTA: La "fidelidad" de Dantés con sus "seres queridos" es proporcional a su venganza con aquellos que fraguaron un plan y conspiraron en contra de su persona.
Ejemplo de lo anterior es el fragmento del presente capítulo.
J. Méndez-Limbrick.

(Fragmento. Capítulo XVII. El calabozo del Abate Faria). 

Este había recobrado ya el conocimiento, pero seguía tendido inerte sobre su lecho.
Ya creía no volveros a ver ‑dijo a Edmundo.
¿Por qué? ‑le preguntó el joven‑. ¿Pensabais morir?
No, pero como todo está dispuesto para la fuga, creí que os es­caparíais.
La indignación se pintó en el rostro de Dantés.
¡Sin vos! ¡Me habéis creído capaz de escaparme solo! ¿De veras? ‑exclamó.
Ya veo que estaba equivocado ‑dijo el enfermo‑. ¡Qué débil y qué rendido estoy!
¡Valor! Pronto recobraréis las fuerzas ‑le dijo Edmundo sen­tándose junto a la cama y cogiendo una de sus manos.
El abate Faria movió la cabeza:
La otra vez ‑le dijo‑ el ataque me duró una hora, y luego tuve hambre y pude andar solo. Hoy no puedo levantar mi pierna ni mi brazo derecho, y mi cabeza está aturdida, lo que prueba un derrame cerebral. A la tercera vez quedaré enteramente paralítico o tal vez moriré de repente.
No, no, tranquilizaos; no moriréis. Cuando os dé, si os da, ese tercer ataque, ya estaremos libres, entonces os salvaremos como ahora y mejor que ahora, porque tendremos todos los recursos necesarios.
Amigo mío ‑le contestó el anciano‑, no os engañéis a vos mis­mo. La crisis que acabo de pasar me ha condenado a prisión eterna. Para huir es preciso poder nadar.
Pues bien, esperaremos ocho días, un mes, dos meses si es nece­sario. En ese intervalo recobraréis vuestras fuerzas. Todo está prepa­rado para nuestra fuga, y hasta podremos elegir la hora y la ocasión que más nos convenga. El día que os sintáis capaz de nadar, aquel mismo día pondremos nuestro proyecto en ejecución.
Yo jamás podré nadar ‑dijo Faria‑, este brazo está paralítico, y no para un día, sino para siempre. Levantadlo vos mismo y veréis cuánto pesa.
El joven levantó aquel brazo, y volvió a caer inerte por su propio peso.
Edmundo suspiró.
Ya estáis convencido, ¿no es cierto? ‑le preguntó Faria‑. Creedme, sé bien lo que me digo. Desde que sufrí el primer ataque de este mal, no he dejado un punto de pensar en él. Ya me lo espera­ba, porque es hereditario en mi familia. Mi padre murió al tercer ata­que, y mi abuelo también. El médico que preparó ese licor, que no es otro que el famoso Cabanis, me predijo la misma suerte.
¡El médico se engaña! ‑exclamó Dantés‑. Y tocante a la pará­lisis, no me importa. Cargaré con vos y nadaré llevándoos a la es­palda.
Joven ‑repuso el abate‑, sois marino y nadador, y debéis sa­ber por consiguiente que con tal peso ningún hombre es capaz de nadar cincuenta brazas. Dejad de alucinaros con quimeras, que no pue­de creer ni vuestro mismo corazón, tan generoso. Yo permaneceré aquí hasta que suene la hora de mi libertad, que será la de la muerte. Vos huid, huid. Sois joven, diestro y fuerte, no os cuidéis de mí, os de­vuelvo vuestra palabra.
¡Oh! Entonces ‑dijo Edmundo‑, también yo permaneceré aquí.
Luego, levantándose y extendiendo su mano sobre Faria, añadió solemnemente:
Por la sangre de Cristo, juro no abandonaros hasta la muerte.
El abate contempló a aquel joven tan noble y sencillo, tan grande, leyendo en sus facciones, animadas con el fuego del entusiasmo más puro, la sinceridad de su afecto y la lealtad de su juramento.
Lo acepto ‑contestó‑. Gracias.
Y tendiéndole la mano añadió:
Quizá seréis recompensado por ese afecto tan desinteresado, empero como yo no puedo escaparme y vos no queréis, lo que importa es cegar el subterráneo que hemos hecho debajo de la galería. El sol­dado puede advertir que el suelo repite el eco de sus pasos, y avisar al gobernador, con lo cual nos descubrirían. Id, pues, a cegarlo vos, ya que desgraciadamente yo no puedo ayudaros. Emplead toda la noche si es preciso, y no volváis a verme hasta mañana después de la visita del carcelero. Entonces acaso tendré que deciros alguna cosa impor­tante.
Dantés estrechó la mano del abate, que el pagó con una sonrisa, y salió de la prisión, obediente y respetuoso, como era en todas ocasio­nes con su anciano amigo.


***
El conde de Montecristo (Le comte de Monte-Cristo) es una novela de aventuras clásica de Alexandre Dumas, padre y Auguste Maquet. Éste último no figuró en los títulos de la obra ya que Alexandre Dumas pagó una elevada suma de dinero para que así fuera. Maquet era un colaborador muy activo en las novelas de Dumas, llegando a escribir obras enteras, reescribiéndolas Dumas después. Se suele considerar como el mejor trabajo de Dumas, y a menudo se incluye en las listas de las mejores novelas de todos los tiempos. El libro se terminó de escribir en 1844, y fue publicado en una serie de 18 partes durante los dos años siguientes.
Fuente: Wikipedia.

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