miércoles, 28 de agosto de 2024

DINO CAMPANA CANTOS ÓRFICOS FRAGMENTO.




 DINO CAMPANA

CANTOS ÓRFICOS

(Die Tragodie des letzten Germanen in Italien) 1

Introducción, traducción y notas de

PEDRO LUIS LADRÓN DE GUEVARA MELLADO

UNIVERSIDAD DE MURCIA

1991

CAMPANA, Dino

Cantos Órficos : (Die Tragodie des letzten Gennanen in

Italien) / Dino Campana ; introducción , traducción y notas de

Pedro Luis Ladrón de Guevara Mellado .- Murcia : Universidad,

Secretariado de Publicaciones, 1991

100 p.

I.S.B.N.: 84-7684-897-8

l. Ladrón de Guevara Mellado, Pedro Luis . 11. Universidad

de Murcia . Secretariado de Publicaciones, ed. 111. Título

850-1 "19"

Secretariado de Publicaciones

Universidad de Murcia, 1991

Depósito Legal: MU-277-1991

I.S.B.N.: 84-7684-897-8

Edición a cargo de: COMPOBELL, S.A.

INTRODUCCIÓN

Dino Campana pertenece a esa poco conocida generación europea

que vio truncadas sus vidas, de forma más o menos directa, por

la I Guerra Mundial. Generación de la que forman parte el francés

Alain Fournier o los también italianos Renato Serra o Giovanni

Boine, entre otros.

Nació el poeta en Marradi, pequeño núcleo urbano situado entre

Florencia y Faenza, donde su padre y su tío eran maestros de la

escuela elemental. La modesta situación familiar no impidió que

Campana sintiese una obsesión casi enfermiza por viajar, por lo que

se vio obligado a hacerlo como un vagabundo: unas veces a pie,

otras en tren aunque sin billete; dormía y comía en centros de

beneficencia. Se sabe que de esa forma viajó por Suiza, Francia,

Alemania, Bélgica y probablemente también por Rusia. A Argentina

marchó como emigrante pero, tras una breve permanencia, regresó a

Europa; el viejo continente ejercía sobre él una fascinación aún

mayor que la pasión que sintió por los espacios abiertos de América.

Innumerables fueron también los viajes realizados por Italia;

destaca el realizado al monte Yema, donde trató de poner en orden

sus pensamientos, su deseo de plasmar todas las sensaciones recibi-

En alemán en el original: «La tragedia del último germano en Italia».

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das; para ello eligió el mismo recorrido que siglos antes hiciera San

Francisco de Asís, como si de un peregrinaje se tratara.

Sufrió ciertas alteraciones nerviosas y posteriormente se le diagnosticó

«demencia precoz», término con el que entonces se definía

la esquizofrenia. Fue ingresado en varias ocasiones en diferentes

centros psiquiátricos, permaneciendo en ellos cortos espacios de

tiempo. En enero de 1918 fue internado definitivamente en el Instituto

Psiquiátrico de Castel Pulci, donde fallecería el 1 de marzo de 1932.

La falta de medios económicos y de familiares que pudieran hacerse

cargo de él (sus padres eran ya mayores y sólo tuvo un hermano,

Manlio) hizo que, al igual que otros muchos, permaneciera en el

centro psiquiátrico como un preso al que había que custodiar y no

como un enfermo al que hubiera que medicar y curar.

No obstante sus continuos viajes y los esporádicos síntomas de la

enfermedad, Campana consideró su futura obra poética como lo

único que justificaba su existencia; ser poeta significaba para él

cumplir con su destino. La Poesía era la gran amante por la que

debía renunciar a Manuelita en «Dualismo», era la imagen que se le

aparece en «La Quimera», y, sobre todo, el sueño que se persigue

sin descanso: «La seguí, como se sigue un sueño que se ama en

vano». Esta actitud de total dedicación le llevó a una posterior

desilusión: la poesía, a la que tanto había sacrificado, era incapaz de

proporcionarle un mínimo bienestar económico.

Campana fue un hombre amante de la soledad y del silencio, lo

que se refleja en su pasión por la naturaleza y las pequeñas aldeas,

sintiendo un rechazo hacia la ciudad, de la que describía sus aspectos

más sórdidos. Poeta maldito, en el sentido que originalmente le

otorgara Verlaine, no fue un revolucionario como lo definió Binazzi

ni un conservador como lo consideró un sector de la crítica; vivió al

margen de la sociedad, no fue un antisocial sino un asocial.

Gran admirador de Baudelaire y Rimbaud por un lado, y de

D 'Annunzio por otro, su poesía es una síntesis de dos mundos

poéticos diferentes, si bien muestra preferencia por los personajes

marginales, como prostitutas, locos, vagabundos, chulos, etc., criticando

e ironizando a los personajes burgueses y urbanos como el

abogado, el profesor, etc.

También es de destacar en su poesía el elemento cromático y el

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musical: el uso del color, la luminosidad y el contraste luz-sombra

esconden una simbología propia, así como los silencios que el poeta

provoca como preludio a una secuencia significativa.

Campana mantuvo contactos con escritores (Marinetti, Govoni)

y pintores (Carra, Boccioni) del Movimiento Futurista, de ellos

admiraba su búsqueda de nuevas formas, aunque no podía aceptar

los continuos ataques a una tradición cultural de la que se sabía

heredero y donde su poesía hundía sus raíces. También se relacionó

con los escritores de las revistas Lacerba (Papini, Soffici), La Voce

dirigida por De Robertis, y La Riviera Ligure (Novaro, Boine y

Sbarbaro). Cuando en 1913 Giovanni Papini y Ardengo Soffici

perdieron el manuscrito que había preparado para su posible publicación

tuvo que volverlo a reelaborar, efectuando una gran labor de

síntesis y perfeccionamiento. Entre los cambios llevados a cabo se

incluye el del título El día más largo (Il piu fungo giorno) sustituido

por el de Cantos Orficos (Canti Orfici). El manuscrito extraviado se

creyó desaparecido para siempre hasta que fue hallado por la hija de

Soffici en 1971 y dado a conocer por Mario Luzi.

Tiene el lector la primera edición completa de Canti Orfici realizada

en nuestro país. La traducción ha sido problemática por la

complejidad del texto que constantemente esconde referencias culturales

a Dante, Miguel Ángel, Leonardo, Ribera, Ghirlandaio, Durero

y tantos otros. Se caracteriza también por el escaso uso de la

coma, la abundancia de los dos puntos, mayor presencia del pronombre

personal respecto al español, uso de tres o más adjetivos con

un sólo sustantivo, figuras poéticas como la aliteración, anáfora,

reduplicación, polisíndeton o sinécdoque, uso latinizado del hipérbaton

que dificulta la comprensión (a veces el verbo aparece al final

de una larga frase), abundante uso del «que» incluso copulativo,

preferencia por la construcción «de + sustantivo» en lugar de un

adjetivo, etc., así como el uso de toscanismos y otros dialecta¡lismos

o extranjerismos (crea el verbo «tanguear» a partir del sustantivo

«tango»).

Hemos procurado respetar todas las estructuras utilizadas por el

poeta, si bien en algunos casos hemos tenido que modificarlas con el

fin de que el lector pudiera comprender su significado; así «notte di

amore di viola» ha sido traducida por «noche de amor violeta»; otras

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veces hemos tenido que añadir algunas comas o suavizar el hipérbaton.

La traducción se ha basado en el riguroso respeto a la edición

que hiciera Campana en 1914 (recogida en edición crítica por Fiorenza

Ceraglioli en Dino

Campana, Canti Orfici, Florencia, Vallecchi, 1985) huyendo de

la tendencia a reescribir e inventar un nuevo poema, y basándonos

también en la necesidad de que la traducción resultante fuese comprensible

en igual medida a como lo es para el lector italiano,

huyendo en este caso de la traducción-interpretación.

No intenta ser ésta una traducción definitiva, conscientes de que

todo nuevo lector, conocedor de la lengua italiana, hará la suya

propia 2.

No puedo finalizar sin agradecer a los profesores José Antonio

Trigueros Cano, Joaquín Hemández Serna y Angélica Valentinetti,

la colaboración prestada y las valiosas sugerencias aportadas.

2 Para una mayor información sobre el poeta y su obra ver mi libro Dino

Campana (Un poeta italiano del siglo XX, entre lo maudit y la esquizofrenia),

Universidad de Murcia, 1990.

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A Guillermo II Emperador de los alemanes

el autor dedica


LA NOCHE

l. LA NOCHE

Recuerdo una vieja ciudad, roja de murallas y torreada, abrasada

en la llanura inmensa durante el tórrido agosto con el lejano frescor

de colinas verdes y húmedas al fondo. Arcos de puentes enormemente

vacíos sobre el río empantanado en delgados estancamientos

plúmbeos: siluetas negras de gitanos inquietos y silenciosos en la

orilla: por el parpadeo lejano de un cañaveral lejanas formas desnudas

de adolescentes y el perfil y la barba judaica de un viejo: y de

repente, de enmedio del agua muerta, las gitanas y un canto; desde

el afónico pantano una elegía primitiva, monótona e irritante: y del

tiempo fue detenido el curso.

* * *

Inconscientemente alcé mis ojos a la torre bárbara que dominaba

la larguísima avenida de plátanos. En el silencio intenso ella revivía

su mito lejano y salvaje: entre tanto por visiones lejanas, por sensaciones

oscuras y violentas, otro mito, también él místico y salvaje,

acudía a ratos a mi mente. Allá abajo habían traído sus largos

vestidos suavemente hacia el vago esplendor de la puerta las pasean-

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tes, las antiguas: el campo se anquilosaba entonces en la red de

canales: muchachas de ligeros peinados, de perfiles de medalla,

desaparecían a trechos en las carretas tras los verdes recodos. Un

toque de campana argéntea y dulce de lejanía: la Tarde: en la ermita

solitaria, a la sombra de las modestas naves, yo la abrazaba a Ella,

de carnes rosadas y de encendidos ojos fugitivos: años, años y años

se fundían en la dulzura triunfal del recuerdo.

* * *

Inconscientemente aquel que fui se encontraba dirigiéndose hacia

la torre bárbara, la mítica guardiana de los sueños de la adolescencia.

Subía por el silencio de las callejuelas antiquísimas a lo

largo de los muros de iglesias y conventos: no se oía el ruido de sus

pasos. Una plazuela desierta, casuchas aplastadas, ventanas mudas:

al lado, en un relampagueo enorme, la torre de ocho cúspides, roja,

impenetrable, árida. Una fuente del siglo XVI callaba aridecida, la

lápida partida por la mitad de la inscripción latina. Se desplegaba

una carretera empedrada y desierta hacia la ciudad.

* * *

Fue sacudido por una puerta que se abrió de par en par. Viejos,

formas oblicuas, huesudas y mudas, se amontonaban empujándose

con los codos perforantes, terribles en la gran luz. Ante la cara

barbuda de un fraile que se asomaba por el hueco de una puerta se

detenían con una trepidante reverencia servil, se arrastraban murmurando,

alzándose poco a poco, arrastrando cada cual su sombra a

lo largo de las paredes rojizas y desconchadas, todos iguales a su

sombra. Una mujer de paso oscilante y de rostro inconsciente se

unía y cerraba el cortejo.

* * *

Arrastraban sus sombras a lo largo de las paredes rojizas y desconchadas:

él seguía, autómata. Dirigió a la mujer una palabra que

cayó en el silencio del mediodía: un viejo se volvió para mirarle con

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una mirada absurda, brillante y vacía. Y la mujer sonreía siempre

con una sonrisa fresca en la aridez meridiana, idiota y sola en la luz

catastrófica.

* * *

No supe nunca cómo, bordeando entumecidos canales, volví a

ver a mi sombra que al fondo se burlaba de mí. Me acompañó por

calles malolientes donde las hembras cantaban en el bochorno. En

los confines del campo una puerta repleta de marcas, guardada por

una joven hembra con vestido rosa, pálida y gorda, le atrajo: entré.

Una antigua y opulenta matrona de perfil de camero, con negros

cabellos ágilmente enredados en la cabeza escultural, bárbaramente

decorada por el ojo líquido como por una gema negra de facetas

extravagantes se sentaba, agitada por gracias infantiles que renacían

con la esperanza, sacando ella de un mazo de cartas largas y grasientas

extrañas historias de reinas desfallecientes, reyes, sotas, espadas

y caballeros. Saludé y una voz monacal profunda y melodramática

me respondió junto a una graciosa sonrisa ajada. Distinguí en la

sombra a la doncella que dormía con la boca entreabierta, con estertores

de un sueño pesado, semidesnudo el bello· cuerpo ágil y

ambarino. Me senté despacio.

* * *

El largo desfile de sus amores discurría monótono por mis oídos.

Antiguos retratos de familia aparecían esparcidos sobre la mesa

untuosa. La ágil forma de mujer de piel ambarina tendida en la cama

escuchaba curiosa, apoyada sobre los codos como una Esfinge: fuera

huertos verdísimos entre tapias rojizas: nosotros tres solos, vivos en

el silencio meridiano.

* * *

Entretanto había caído el crepúsculo y envolvía con su oro el

lugar conmovido por los recuerdos y parecía consagrarlo. La voz de

la Rufiana se había hecho poco a poco más dulce, y su cabeza de

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sacerdotisa oriental se complacía con sus gestos desfallecientes. La

magia de la tarde, lánguida amiga del criminal, era galeote de nuestras

almas oscuras y sus vértices parecían prometer un reino misterioso.

Y la sacerdotisa de placeres estériles, la ingenua y ávida

doncella y el poeta se miraban, almas infecundas buscadoras inconscientes

del problema de sus vidas. Mas la tarde dejaba caer un

mensaje de oro sobre los fríos escalofríos de la noche.

* * *

Vino la noche y se cumplió la conquista de la doncella. Su

cuerpo ambarino, su boca voraz, sus hirsutos cabellos negros, a ratos

la revelación de sus ojos atemorizados de voluptuosidad, enredaron

un fantástico acontecimiento. Mientras, más dulce, próxima ya a

apagarse, reinaba todavía en la lejanía el recuerdo de Ella, la matrona

persuasiva, la reina todavía en su postura clásica entre sus grandes

hermanas del recuerdo: después que Miguel Ángel 3 había replegado

sobre sus rodillas cansadas del camino a aquella que doblega,

que doblega y no descansa, reina bárbara bajo el peso de todo el

sueño humano, y el agitarse de poses arcanas y violentas de las

bárbaras y derrotadas reinas antiguas Dante había oído 4 apagarse en

el grito de Francesca allá en las orillas de los ríos que cansados de

guerra llegan a la desembocadura, mientras sobre sus orillas se

recrea la pena eterna del amor. Y la doncella, la ingenua Magdalena

de cabellos hirsutos y de ojos brillantes, llamaba convulsionada

desde su cuerpo estéril y dorado, crudo y salvaje, dulcemente encerrado

en la humanidad de su misterio. La larga noche llena de

engaños de las diferentes imágenes.

* * *

Se asomaban a las verjas de plata de las primeras aventuras las

antiguas imágenes, endulzadas por una vida de amor, para proteger-

3 Constantes son las alusiones a Miguel Ángel y concretamente a su escultura

«La Noche».

4 Alude al canto V del Infierno de Dante que trata sobre la lujuria y donde

aparecen antiguas reinas (Semíramis, Cleopatra ... ).

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se todavía con su sonrisa de misteriosa y encantadora ternura. Se

abrían las cerradas aulas donde la luz ahonda por igual dentro de los

espejos hasta el infinito, apareciendo las imágenes aventureras de

las cortesanas en la luz de los espejos palidecidas en su actitud de

esfinges: y todavía todo lo que era árido y dulce, desfloradas las

rosas de la juventud, volvía a revivir en el panorama esquelético del

mundo.

* * *

En el olor pírico de la noche de feria, en el aire los últimos

clangores, veía a las antiquísimas muchachas de la primera ilusión

perfilarse en mitad de los puentes construídos desde la ciudad hasta

los suburbios en las noches del tórrido verano: vueltas tres cuartos,

oyendo desde el suburbio el clangor que se acentúa anunciando las

lenguas de fuego de las lámparas inquietas que taladran la atmósfera

cargada de luces orgiásticas: entonces atenuadas: en el ya muerto

cielo dulces y rosadas, aligeradas del velo: como Santa Marta 5

,

destrozados por el suelo los instrumentos, cesado ya sobre los siempre

verdes paisajes el canto que el corazón de Santa Cecilia concilia

con el cielo latino, dulce y rosada junto al crepúsculo antiguo en la

línea heroica de la gran figura femenina romana, descansa. Recuerdos

de gitanas, recuerdos de amores lejanos, recuerdos de sonidos y

luces: cansancios de amor, cansancios improvisados sobre el lecho

de una taberna lejana, otra cuna aventurera de incertidumbre y de

añoranza: así lo que todavía era árido y dulce, deshojadas las rosas

de la juventud, surgía por encima del panorama esquelético del

mundo.

* * *

En la noche de los fuegos de la fiesta de verano, en la luz

deliciosa y blanca, cuando nuestros oídos apenas reposaban en el

silencio y nuestros ojos estaban cansados de la girándulas de fuego,

5 Describe el cuadro de Rafael «Santa Cecilia» (Pinacoteca Nacional, Bolonia).

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de las estrellas multicolores que habían dejado un olor pírico, una

vaga pesadumbre roja en el aire, y caminar juntos nos había languidecido

mostrándonos nuestra demasiado diversa belleza, ella fina y

morena, pura en sus ojos y en su rostro, perdido el brillo del collar

en su cuello desnudo, caminaba entonces a ratos inexperta agarrando

fuertemente el abanico. Fue atraída hacia la barraca 6: su bata

blanca con finas rayas azules ondeó en la luz difusa, y yo seguí la

palidez impresa en su frente por la franja nocturna de sus cabellos.

Entramos. Unos rostros morenos de autócratas, serenos por la infancia

y la fiesta, se volvieron hacia nosotros, profundamente límpidos

en la luz. Y miramos las vistas. Todo era de una irrealidad espectral.

Había panoramas esqueléticos de ciudades. Extraños muertos miraban

el cielo en posición leñosa. Una odalisca de goma respiraba

sumisamente y dirigía a su alrededor sus ojos de ídolo. Y el olor

agudo del serrín que amortiguaba los pasos y el murmullo continuado

de las señoritas de pueblo atónitas ante aquel misterio. «¿Así es

París? Mira Londres. La batalla de Muckden». Mirábamos a nuestro

alrededor: debía ser tarde. ¡Todas aquellas cosas vistas por los ojos

magnéticos de las lentes en aquella luz de ensueño! Inmóvil junto a

mí, la sentía volverse lejana y extraña mientras su encanto se escondía

bajo la franja nocturna de sus cabellos. Se movió. Y sentí, con

un pinchazo de amargura rápidamente consolado, que nunca más

estaría tan cerca de ella. La seguí, como se sigue un sueño que se

ama en vano: así de repente nos habíamos convertido en seres

lejanos y extraños tras el estruendo de la fiesta, delante del panorama

esquelético del mundo.

* * *

Yo estaba bajo la sombra de los pórticos destilada de gotas y

gotas de luz sanguínea en la niebla de una noche de diciembre. De

repente una puerta se abrió en una ostentación de luz. Al fondo,

delante, apoyaba en el boato de una roja cama turca, sosteniendo el

codo su cabeza, apoyaba el codo sosteniendo su cabeza una matro-

6 Barraca de cine de principios de siglo. Las imágenes de París, Londres y las

de la batalla de Muckden son proyecciones cinematográficas.

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na, sus ojos morenos y vivaces, los pechos enormes: al lado, una

muchacha arrodillada, ambarina y fina, sus cabellos cortados sobre

la frente, con gracia juvenil, las piernas lisas y desnudas bajo la bata

resplandeciente: y por encima de ella, sobre la matrona pensativa de

ojos jóvenes, una cortina, una cortina blanca de encaje, una cortina

que parecía provocar imágenes, imágenes sobre ella, imágenes cándidas

sobre ella, pensativa en sus ojos jóvenes. Arrojado a la luz

desde la sombra de los pórticos destilada de gotas y gotas de luz

sanguínea yo miraba fijamente fascinado y atónito la gracia simbólica

y aventurera de aquella escena. Era ya tarde, estábamos solos y

entre nosotros nació una intimidad libre, y la matrona de ojos jóvenes,

recostada, al fondo la cortina móvil de encaje, habló. Su vida

era un largo pecado: la lujuria. La lujuria todavía llena toda para ella

de curiosidades inalcanzables: «La hembra le picoteaba todo de

besos por la derecha: ¿Por qué por la derecha? Después el pichón

macho permanecía encima, ¿inmóvil?, diez minutos, ¿por qué?» 7

• Las

preguntas quedaban todavía sin respuesta, entonces ella empujada

por la nostalgia recordaba, recordaba largo tiempo el pasado. Hasta

que la conversación languideció, la voz se calló a nuestro alrededor,

el misterio de la voluptuosidad había envuelto a aquella que lo

evocaba. Trastornado, con lágrimas en los ojos frente a la cortina

blanca de encaje yo seguía, seguía todavía las blancas fantasías. La

voz se había callado a nuestro alrededor. La rufiana había desaparecido.

La voz se había callado. Ciertamente la había sentido pasar

con un roce silencioso y fundente. Ante la ajada cortina de encaje la

muchacha se apoyaba todavía en sus rodillas ambarinas, dobladas,

dobladas con gracia de afeminado.

* * *

Fausto era joven y bello, tenía los cabellos rizados. Las boloñesas

se parecían entonces a medallas siracusanas y los rasgos de sus

ojos eran tan perfectos que gustaban parecer inmóviles contrastando

armoniosamente con sus largos rizos morenos. Por la noche era fácil

7 Al igual que hiciera anteriormente con la barraca de cine, también aquí pone

entre comillas una imagen concreta. En este caso es el acto amoroso.

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encontrarlas en las calles oscuras (la luna iluminaba entonces las

calles) y Fausto alzaba sus ojos a las chimeneas de las casas que

bajo la luz de la luna parecían puntos interrogativos y permanecía

pensativo en el arrastrarse de aquellos pasos que se atenuaban. Desde

la vieja taberna abovedada que acogía a los estudiantes, le gustaba

escuchar entre las tranquilas conversaciones del invierno boloñés,

frío y nebuloso como el suyo, y el chasquido de los troncos y

los destellos de la llama en el ocre de las bóvedas, los pasos apresurados

bajo los cercanos arcos. Le gustaba entonces retirarse a un

rincón mientras la joven tabernera, rojo el tosco vestido y las bellas

mejillas bajo el peinado difuminado, pasaba y pasaba ante él. Fausto

era joven y bello. En un día como ése, desde la salita tapizada, entre

los estribillos de los organillos automáticos y una decoración florea!,

desde la salita ya oía a la multitud deslizarse y los sordos ruidos del

invierno. ¡Oh! ¡Recuerdo!: yo era joven, la mano nunca quieta,

apoyada sosteniendo el rostro indeciso, gentil de ansia y de cansancio.

Y o prestaba entonces mi enigma a las modistillas pulidas y

ondulantes, consagradas por mi ansia de supremo amor, por el ansia

de mi atormentada adolescencia sedienta. Todo era misterio para mi

fe, mi vida era toda «un ansia del secreto de las estrellas, toda un

inclinarse sobre el abismo». Yo era bello en mi tormento, inquieto,

pálido, sediento, errante tras las larvas del misterio. Después hui.

Me perdí en el tumulto de las ciudades colosales, vi las blancas

catedrales elevarse, montón enorme de fe y de sueño con las mil

puntas en el cielo, vi los Alpes elevarse como catedrales todavía más

grandes, y llenos de las grandes sombras verdes de los abetos y

llenos de la melodía de los torrentes de los que oía el canto naciente

desde lo infinito del sueño. Allá arriba, entre los abetos difuminados

en la niebla, entre los miles y miles de sonidos las mil voces del

silencio, desvelada una joven luz entre los troncos, por senderos de

claridad subía: subía los Alpes, blanco delicado misterio al fondo.

Lagos, allá arriba entre los escollos, claros pantanos velados por la

sonrisa del sueño, los claros pantanos, los lagos estáticos del olvido

que tú, Leonardo, plasmabas. El torrente me contaba oscuramente la

historia. Y o, quieto entre las lanzas inmóviles de los abetos, creyendo

que a ratos vagaba una nueva melodía salvaje y no obstante triste,

tal vez miraba fijamente las nubes que curiosas parecían entretenerse

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un instante en aquel paisaje profundo, y espiarlo y desaparecer tras

las lanzas inmóviles de los abetos. Y pobre, desnudo, feliz por ser

un pobre desnudo, por reflejar un instante el paisaje en el fondo de

mi corazón como un recuerdo encantador y hórrido, subía: y llegué,

llegué allá donde las nieves de los Alpes me cerraban el paso. Una

muchacha en el torrente lavaba, lavaba y cantaba en las nieves de

los blancos Alpes. Se volvió, me acogió, en la noche me amó. Y

todavía al fondo los Alpes, el blanco delicado misterio, en mi recuerdo

se encendió la pureza de la lámpara estelar, brilló la luz de la noche

de amor.

* * *

¿Mas qué pesadilla oprimía todavía mi juventud toda? ¡Oh besos,

besos vanos de la muchacha que lavaba, lavaba y cantaba en la

nieve de los blancos Alpes! (Al recordar, las lágrimas aparecieron

en mis ojos). Volví a oír el torrente todavía lejano: diluviaba mojando

las antiguas ciudades desoladas, largas calles silenciosas, desiertas

como después de un saqueo. Un calor dorado en la sombra de la

habitación presente, una cabellera abundante, un cuerpo jadeante

tendido en la noche mística del antiguo animal humano. Dormía la

muchacha olvidada en sus sueños oscuros: como un icono bizantino,

como un mito arabesco blanqueaba en el fondo la palidez incierta de

la cortina.

* * *

Y entonces figuraciones de una antiquísima vida libre, de enormes

mitos solares, de matanzas, de orgías se crearon ante mi espíritu.

Reviví una antigua imagen, una esquelética forma viviente por la

fuerza misteriosa de un mito bárbaro, los ojos vívidos remolinos

cambiantes de linfas oscuras, en la tortura del sueño descubrir el

cuerpo vulcanizado, dos pecas, dos orificios de bala de mosquetón

sobre sus pechos extintos. Creí oír vibrar las guitarras allá en la

chabolas de tablas y de zinc en los vagos terrenos de la ciudad,

mientras una vela clareaba el terreno desnudo. Frente a mí, una

matrona salvaje me miraba fijamente sin parpadear. La luz era esca-

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sa en el terreno desnudo en el vibrar de las guitarras. Al lado, al

tesoro floreciente de una muchacha en sueño, la vieja se había ya

aferrado como una araña mientras parecía susurrarle al oído palabras

que yo no oía, dulces como el viento sin palabras de la Pampa

que sumerge. La matrona salvaje me agarró: mi sangre tibia era sin

duda bebida por la tierra: entonces la luz era más escasa sobre el

terreno desnudo en el aliento metálico de las guitarras. De repente la

muchacha libertada exhaló su juventud, lánguida en su gracia salvaje,

los ojos dulces y agudos como un remolino. Sobre los hombros

de la bella salvaje languideció la gracia a la sombra de sus cabellos

fluidos y la cabellera augusta del árbol de la vida se tramó en el

descanso sobre el terreno desnudo, invitando a las guitarras al lejano

sueño. Desde la Pampa se oyó un piafar, un patalear de caballos

salvajes, se oyó al viento alzarse claramente, el pataleo parecía

perderse sordo en el infinito. En el marco de la puerta abierta las

estrellas brillaban rojas y ardientes en la lejanía: la sombra de las

salvajes en la sombra.

martes, 27 de agosto de 2024

Carta a Richard Wagner Viernes, 17 de febrero de 1860. CHARLES BAUDELAIRE


 


Carta a Richard Wagner 

Viernes, 17 de febrero de 1860.

Señor:

Siempre he imaginado que, por acostumbrado que esté

a la gloria un gran artista, no habría de ser insensible a

una felicitación sincera cuando esta felicitación fuera

como un grito de agradecimiento y que, en definitiva, este

grito podría tener un valor de un género singular viniendo

de un francés; es decir, de hombre poco hecho al entusiasmo

y nacido en un país donde apenas se presta más

atención a la poesía y a la pintura que a la música. Ante

todo, quiero decirle que le debo el mayor gozo musical que

jamás haya experimentado. A mi edad apenas atrae ya

escribir a los hombres célebres y habría dudado mucho en

testimoniarle por carta mi admiración si mis ojos no se

tropezaran cada día con artículos indignos, ridículos, en

los que se hacen todos los esfuerzos posibles por difamar

su genio. No es usted, señor, el primer hombre con ocasión

del cual haya tenido yo que sufrir y avergonzarme de

mi país. Por fin, la indignación me ha empujado a testimoniarle

mi reconocimiento; me he dicho a mí mismo:

quiero distinguirme de todos esos imbéciles.

La primera vez que fui a los Italianos* a escuchar sus

obras, lo hice bastante mal dispuesto e incluso -lo confesaré-

lleno de malos prejuicios; mas tengo excusa: me han

embaucado tantas veces...; he escuchado tanta música de

charlatanes precedidos de bombo y platillo... Usted me

venció inmediatamente. Lo que experimenté es indescriptible

y, si me hace el favor de contener la risa, intentaré

transmitírselo. Al principio me pareció que conocía aquella

música, y, al reflexionar más tarde, comprendí de

dónde provenía este espejismo; me parecía que aquella

música era mi música y la reconocía como todo hombre

reconoce las cosas que esté destinado a amar. Para cualquiera

que no sea hombre de talento, esta frase sería

inmensamente ridicula y más escrita por un hombre que,

como yo, no sabe música y cuya toda educación se limita

a haber escuchado (con gran placer, es cierto), algunos

bellos fragmentos de Weber y Beethoven.

El carácter que, a continuación, me chocó principalmente

en su música, fue su grandeza, aquello representaba

algo grande e impulsaba a la grandeza. Después he

vuelto a encontrar por doquier sus obras, la solemnidad

de los sonidos grandiosos, de los aspectos grandiosos de

la naturaleza, y la solemnidad de las pasiones grandiosas

* Se refiere a los tres conciertos, celebrados en el Teatro Italiano de

París el 25 de enero y el 1 y 8 de febrero de 1860, en los que R.

Wagner dirigió fragmentos de Tannhduser y Lohengrin y la obertura

de Derfliegende Hollander y de Tristan und Isolde (N. del Ed.).

del hombre. Y uno se siente al instante arrebatado y subyugado.

Entre los fragmentos más extraños y que me

aportaron una sensación musical nueva, está el dedicado

a pintar el éxtasis religioso. El efecto producido por la

Entrada de los invitados y por la Fiesta nupcial es inmenso.

Sentí toda la majestuosidad de una vida más amplia

que la nuestra. Aún algo más: experimenté con frecuencia

un sentimiento de una naturaleza harto singular, el orgullo

y el gozo de comprender, de dejarme penetrar e invadir,

voluptuosidad realmente sensual, que se asemeja a la

de ascender a los aires o rodar por la mar. Y la música, al

mismo tiempo, respiraba orgullo por la vida. Por regla

general, estas profundas armonías me parecían semejantes

a esos excitantes que aceleran el pulso de la imaginación.

También experimenté, en fin (y le suplico que no se

ría) sensaciones que derivan, probablemente, del talante

de mi espíritu y de mis más frecuentes preocupaciones.

Por todas partes hay algo de arrebatado y de arrebatador,

algo que aspira a ascender más arriba, algo de excesivo y

de superlativo. Por ejemplo, y sirviéndome de un símil

tomado de la pintura, supongo ante mis ojos una vasta

extensión de un rojo sombrío. Si este rojo representa la

pasión, veo a ésta acercarse gradualmente, a través de

todas las transiciones del rojo y el rosa, hasta la incandescencia

de la hoguera. Se diría que es difícil, imposible

incluso, convertirse en algo más ardiente, y, sin embargo,

una última onda viene a trazar un surco más blanco aún

sobre el blanco que le sirve de fondo. Este será, si usted me

lo concede, el grito supremo del alma elevada a su paroxismo.

Había empezado a escribir unas meditaciones sobre los

fragmentos de Tannháuser y de Lohengrin que escuchamos;

más hube de reconocer la imposibilidad de decirlo

todo. ■

De modo que podría continuar esta carta interminablemente.

Si ha podido usted leerme, se lo agradezco. No me

queda nada que agregar sino unas pocas palabras. Desde

el día en que escuché su música me digo sin cesar, sobre

todo en los momentos bajos: Si, al menos, pudiera escuchar

esta tarde un poco de Wagner... Existen, sin duda,

otros hombres en la misma situación. En definitiva,

debería sentirse satisfecho con el público, cuyo instinto ha

resultado bien superior a la mala ciencia de los periodistas.

¿Por qué no da unos cuantos conciertos más añadiendo

fragmentos nuevos? Nos ha hecho conocer el aperitivo

de unos gozos desconocidos; ¿tiene usted derecho a privarnos

del resto?... Una vez más, señor, le doy las gracias;

usted me ha restituido a mí mismo y a lo elevado, en un

momento bajo.

Ch. Baudelaire

No le adjunto mi dirección, no vaya a creer que tengo algo que pedirle.

domingo, 25 de agosto de 2024

Charles Baudelaire El pintor de la vida moderna fragmento

 

 




Charles Baudelaire

El pintor de la vida moderna

 Título original: Le peintre de la vie moderne, L’oeuvre et la vie d’Eugène Delacroix y Salon de 1859 (L’artiste moderne, Le publique moderne et la photographie)

Charles Baudelaire, 1863

Traducción: Martín Schifino

Edic. digital: LMM

 El pintor de la vida moderna

  I. Lo bello, la moda y la felicidad

 Hay en este mundo, e incluso en el mundo de los artistas, personas que van al museo del Louvre, pasan rápidamente, sin volver la vista, ante muchos cuadros interesantísimos aunque de segundo orden, y se detienen absortos delante de un Tiziano o de un Rafael, alguno de los que se han vuelto muy populares gracias a los grabados; luego salen satisfechos, y más de uno se dice: «Qué bien conozco el museo». También existen personas que, por haber leído antaño a Bossuet o a Racine, creen poseer la historia de la literatura.

Por fortuna, cada tanto aparecen desfacedores de agravios, críticos, curiosos, aficionados, que afirman que no todo está en Rafael, que no todo está en Racine, que los poetae minores tienen aspectos buenos, sólidos y exquisitos; y que, en definitiva, no por mucho amar la belleza universal, expresada por poetas y artistas clásicos, se ha de descuidar la belleza particular, la belleza circunstancial y los rasgos de las costumbres.

He de decir que, desde hace unos años, el mundo se ha corregido un poco. El precio que los aficionados fijan hoy a las finezas grabadas y coloreadas del pasado siglo demuestra que ha habido una reacción en el sentido en que la necesitaba el público; los Debucourt, los Saint-Aubin y muchos otros han entrado en el diccionario de artistas dignos de estudio. Pero estos representan el pasado; hoy quisiera dedicarme a la pintura de costumbres del presente. El pasado es interesante no solo por la belleza que supieron extraer de él los artistas para quienes era presente, sino además por pasado, por su valor histórico. Lo mismo ocurre con el presente. El placer que obtenemos en las representaciones del presente depende no solo de la belleza que este pueda revestir, sino además de su cualidad esencial de presente.

Tengo ante mis ojos una serie de grabados de modas que van desde la Revolución hasta más o menos el Consulado. Esos vestidos, que hacen reír a mucha gente irreflexiva, gente grave falta de verdadera gravedad, presentan un encanto de naturaleza doble: artística e histórica. A menudo son bellos y están dibujados con vivacidad; pero lo que me importa al menos otro tanto, y lo que me alegra encontrar en todos o en casi todos, es la moral y la estética de una época. La idea que el hombre se hace de lo bello se imprime en toda su estampa, arruga o tensa su traje, redondea o endereza su gesto y, a la larga, incluso penetra sutilmente en los rasgos de su cara. El hombre acaba por parecerse a lo que quisiera ser. Estos grabados pueden tomarse como imágenes bellas o feas; feas, se convierten en caricaturas; bellas, en estatuas antiguas.

Las mujeres que llevaban aquellos atuendos se parecían en mayor o menor medida a unas o a otras, según el grado de poesía o vulgaridad que las distinguiera. La materia viva volvía ondulante lo que nos resulta en exceso rígido. Aún hoy la imaginación del espectador puede echar a andar o hacer temblar esta túnica o ese chal. Un día de estos, tal vez, se montará en un teatro un drama en el que veremos la resurrección de los atuendos bajo los que nuestros padres eran tan agradables como nosotros bajo nuestras pobres prendas (que también tienen su gracia, es cierto, pero de una naturaleza más bien moral y espiritual), y, si los visten y los resucitan actrices y actores inteligentes, nos asombrará el habernos reído de ellos tan a la ligera. El pasado, sin perder lo intrigante del fantasma, recuperará la luz y el movimiento de la vida, y se hará presente.

Si un hombre imparcial repasara una por una todas las modas francesas desde el origen de Francia hasta el presente, no encontraría nada de chocante ni de asombroso. Las transiciones serían tan abundantes como en la escala del mundo animal. Nada de lagunas; por tanto, nada de sorpresas. Y si aquel agregara, a la viñeta representativa de cada época, el pensamiento filosófico que más la ocupaba o la inquietaba, pensamiento que la viñeta recuerda inevitablemente, vería que una profunda armonía rige a todos los miembros de la historia y que, aun en los siglos que se nos antojan más monstruosos y demenciales, se ha satisfecho siempre el inmortal apetito por lo bello.

Se nos presenta aquí una buena ocasión, por cierto, para plantear una teoría racional e histórica de lo bello, en contra de la teoría de lo bello único y absoluto; para demostrar que lo bello tiene siempre, inevitablemente, una composición doble, aunque la impresión que produce sea singular; pues la dificultad que tenemos para discernir en la unidad de dicha impresión los elementos variables de lo bello no invalida la necesidad de variedad en la composición. Lo bello consiste en un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es muy difícil determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, por turno o en su conjunto, la época, la moda, la moral, la pasión. Sin este segundo elemento, que es como la envoltura entretenida, estimulante, atractiva, del dulce divino, el primer elemento sería indigerible, inapreciable, inapropiado y no apto para la naturaleza humana. Desafío a que se descubra un ejemplo cualquiera de belleza que no contenga estos dos elementos.

Tomo, por así decir, los dos grados extremos de la historia. En el arte hierático, la dualidad aparece a primera vista; la parte de belleza eterna solo se manifiesta con el permiso y bajo las normas de la religión a la que pertenece el artista. La dualidad se observa igualmente en la obra más frívola de un artista refinado, perteneciente a una de esas épocas que con excesiva vanidad llamamos civilizadas; la porción eterna de belleza se hallará al mismo tiempo velada y expresada, si no por la moda, cuando menos por el temperamento particular del autor. La dualidad del arte es consecuencia fatal de la dualidad del hombre. Piénsese, si se quiere, en lo que subsiste eternamente como en el alma del arte, y en el elemento variable como en su cuerpo. De ahí que Stendhal, un espíritu impertinente, burlón, incluso odioso, se acercara más que muchos otros a la verdad al decir que «Lo bello no es sino la promesa de la felicidad». Sin duda esta definición sobrepasa su objetivo; somete lo bello al ideal infinitamente variable de la felicidad; despoja con excesiva ligereza lo bello de su carácter aristocrático; pero tiene el gran mérito de alejarse decididamente del error de los académicos.

Más de una vez expliqué estas cuestiones; estas líneas dirán lo suficiente para quienes aprecien los juegos del pensamiento abstracto; pero sé que, en su mayoría, los lectores franceses rara vez se complacen en ellos, y a mí mismo me urge entrar en la parte concreta y real de mi tema.

 

 

 


 II. El croquis de costumbres

 

 

 

Para hacer un croquis de las costumbres, la vida burguesa y los espectáculos de la moda, el medio más expeditivo y menos costoso es con toda evidencia el mejor. Cuanta más belleza ponga en ello el artista, más preciosa será la obra; pero hay en la vida trivial, en la metamorfosis diaria de las cosas exteriores, un movimiento rápido que igualmente exige al artista velocidad de ejecución. Los grabados en varias tintas del siglo XVIII han obtenido una vez más el favor de la moda, como decía hace un momento; el pastel, el aguafuerte, el aguatinta han contribuido por turno al inmenso diccionario de la vida moderna que se encuentra disperso en bibliotecas, en los bocetos de los aficionados y en los escaparates de las tiendas populares. Desde su aparición, la litografía ha demostrado ser muy apta para esta tarea enorme, aunque en apariencia frívola. Tenemos en ese género verdaderos monumentos. Con justicia se ha llamado a las obras de Gavarni y de Daumier complementos de La comedia humana. El mismo Balzac, estoy seguro, no habría rechazado la idea, que es tanto más justa por cuanto el artista que pinta costumbres posee un talento de naturaleza mixta, es decir que en él interviene en buena parte el espíritu literario. Observador, paseante, filósofo, llámenlo como quieran; pero, al caracterizar a este artista, se verán movidos a premiarlo con un epíteto que no prestarían al pintor de cosas eternas, o al menos de las más duraderas, las cosas religiosas o heroicas. A veces es poeta; más a menudo se acerca al novelista o al moralista; es el pintor de la circunstancia y de todo lo que esta sugiere de eterno. Cada país, para su placer y su gloria, ha dado algunos de estos hombres. En la época actual, a Daumier y a Gavarni, los primeros nombres que acuden a la memoria, pueden añadirse los de Devéria, Maurin, Numa —historiadores de las sospechosas galas de la Restauración—, Wattier, Tassaert, Eugène Lami —este último casi inglés a fuerza de su amor por la elegancia aristocrática— y Trimolet y Traviès, cronistas de la pobreza y la vida humilde.

 

 

 

 III. El artista, hombre de mundo, hombre de multitudes y niño

 

 

 

Hoy voy a entretener al público con un hombre singular, de una originalidad tan pujante y decidida que se basta a sí misma y ni siquiera busca la aprobación ajena. Ninguno de sus dibujos lleva su firma, si firma puede llamarse a las pocas letras, fáciles de falsificar, que cifran un nombre y que tantos otros ponen fastuosamente al pie de croquis descuidados. Pero todas sus obras llevan la firma de su alma resplandeciente, y los aficionados que han visto y admirado aquellas las reconocerán con facilidad en el retrato que haré de esta. Gran amante de la multitud y el anonimato, el señor C. G. lleva la originalidad al grado de modestia. El señor Thackeray, que, como bien se sabe, es muy curioso en cuestiones artísticas, y que ilustra sus propias novelas, habló un día del señor G. en un pequeño periódico de Londres. Este se enfadó como si hubieran ultrajado su pudor. Y hace poco, al enterarse de que me proponía esbozar una apreciación de su espíritu y de su genio, me suplicó, de manera imperiosa, que suprimiera su nombre y no hablara de sus obras sino como de obras anónimas. Respetaré humildemente ese extraño deseo. El lector y yo haremos como que el señor G. no existe, y nos ocuparemos de sus dibujos y acuarelas, por los que él profesa un desdén de patricio, como estudiosos que juzgaran preciosos documentos históricos preservados por el azar y de los que nunca se conocerá al autor. Más aún, para mi absoluta tranquilidad de conciencia, supondremos que cuanto he de decir sobre su naturaleza, tan curiosa y misteriosamente deslumbrante, lo sugieren con mayor o menor justeza las obras en cuestión; pura hipótesis poética, conjetura, labor imaginativa.

El señor G. es mayor. Jean-Jacques, dicen, empezó a escribir a los cuarenta y dos años. Fue quizá por esa edad cuando el señor G., obsesionado por las imágenes que colmaban su cerebro, tuvo la audacia de verter tinta y colores sobre una hoja en blanco. A decir verdad, dibujaba como un bárbaro, como un niño, enfadado con la torpeza de sus dedos y la desobediencia de su instrumento. He visto muchos de sus garabatos primitivos y admito que casi todos los que saben de estas cosas, o fingen saber, habrían podido, sin deshonra, pasar por alto el genio latente que habitaba en esos bocetos tenebrosos. Hoy en día el señor G., que ha descubierto por sí solo todas las pequeñas mañas del oficio y que se ha educado a sí mismo prescindiendo de consejos, es a su manera un pujante maestro, y no ha conservado de su primera ingenuidad más que lo necesario para añadir a sus sobradas facultades un condimento imprevisible. Cuando da con uno de sus ensayos de juventud, lo hace trizas o lo quema con una vergüenza de lo más divertida.

Durante diez años quise conocer al señor G., que es por naturaleza muy viajero y muy cosmopolita. Sabía que había colaborado largo tiempo con un periódico ilustrado inglés, en el que habían aparecido estampas basadas en sus croquis de viaje (España, Turquía, Crimea). De entonces a esta parte he visto un número considerable de esos dibujos hechos in situ, y además he podido leer un informe minucioso y cotidiano de la campaña de Crimea, muy preferible a cualquier otro. Aquel periódico también había publicado, siempre sin firma, numerosas composiciones del mismo autor sobre ballets y óperas nuevas. Cuando por fin lo conocí, supe de entrada que no estaba ante un artista, sino más bien ante un hombre de mundo. Entiéndase, por favor, la palabra artista en un sentido muy restringido y la expresión hombre de mundo en uno muy amplio. Hombre de mundo, es decir hombre del mundo entero, hombre que comprende las razones misteriosas y legítimas de todas sus usanzas; artista, es decir especialista, hombre unido a su paleta como el siervo a la gleba. Al señor G. no le gusta que lo llamen artista. ¿No tiene un poco de razón? Le interesa el mundo entero; quiere saber, comprender, apreciar todo lo que ocurre en la superficie del globo. El artista vive poco, o incluso nada, en el mundo moral y político. Quien reside en el barrio de Bréda ignora lo que pasa en el de Saint-Germain. Salvo por dos o tres excepciones que es inútil nombrar, la mayoría de los artistas son, hay que decirlo, animales muy diestros, manipuladores puros, inteligencias de pueblo, cerebros de aldea. Su conversación, limitada por fuerza a un ámbito muy restringido, pronto resulta insoportable para el hombre de mundo, el ciudadano espiritual del universo.

En consecuencia, para comprender al señor G., tomen enseguida nota de lo siguiente: que la curiosidad puede considerarse el punto de partida de su genio.

¿Recuerdan ustedes un cuadro (por cierto, es un cuadro) salido de la pluma más potente de la época actual, que se titula El hombre de la multitud? Tras la ventana de un café, un convaleciente, mientras contempla gozoso la multitud, se mezcla por medio del pensamiento con todos los pensamientos que se agitan a su alrededor. De vuelta desde hace poco de entre las sombras de la muerte, aspira con deleite los gérmenes y efluvios de la vida; como ha estado a punto de olvidar todo, recuerda y arde en deseos de recordar todo. Al final, se precipita entre la multitud en pos de un desconocido cuya fisionomía, entrevista en un abrir y cerrar de ojos, le ha fascinado. ¡La curiosidad se ha vuelto una pasión fatal, irresistible!

Imaginen a un artista que se encontrara siempre, espiritualmente hablando, en la situación del convaleciente, y hallarán la clave del carácter del señor G.

Ahora bien, la convalecencia es como una vuelta a la infancia. El convaleciente goza en grado máximo, como el niño, de la facultad de interesarse vivamente por las cosas, incluso las de apariencia trivial. Remontémonos, si es posible, por medio de la imaginación retrospectiva, a nuestras impresiones más tempranas, aurorales; reconoceremos que guardan un parentesco singular con las impresiones, vivamente matizadas, que tuvimos más tarde tras una enfermedad física, siempre y cuando esta no perturbara nuestras facultades espirituales. El niño ve en todo novedad; está siempre ebrio. Nada se parece tanto a lo que llamamos inspiración como la dicha con que el niño absorbe la forma y el color. Diría más: la inspiración se vincula con la congestión cerebral, y todo pensamiento sublime viene acompañado de una sacudida nerviosa, más o menos intensa, que repercute hasta en el cerebelo. El hombre de genio tiene nervios robustos; el niño los tiene débiles. En uno, la razón ocupa un lugar considerable; en el otro, la sensibilidad abarca casi todo el ser. Pero el genio no es sino la infancia recobrada a voluntad, la infancia que ahora está dotada, para expresarse, de los órganos viriles y del espíritu analítico que le permiten ordenar materiales acopiados de manera involuntaria. A esa profunda y alegre curiosidad ha de atribuirse la mirada fija y animalmente extática de los niños ante lo nuevo, en cualquiera de sus formas, rostro o paisaje, luz, doradura, colores, telas tornasoladas, encanto de la belleza realzada por el vestuario. Un amigo me contó un día que, de pequeño, solía mirar a su padre vestirse, y que entonces contemplaba, con un estupor mezclado de delicias, los músculos de los brazos, las gradaciones cromáticas de la piel matizada de rosa y amarillo, la red azulada de las venas. El cuadro de la vida exterior ya le inspiraba respeto y se apoderaba de su cerebro. La forma ya le obsesionaba y lo poseía. La predestinación asomaba precozmente la nariz. Se había sellado la condena. ¿Hace falta decir que aquel niño es hoy un pintor famoso?

Hace un momento pedí que se considerase al señor G. un eterno convaleciente; para completar esa concepción, debemos tomarlo también por un hombre-niño, un hombre que posee minuto a minuto el genio de la infancia, es decir, un genio para el que ningún aspecto de la vida se ha atenuado.

He dicho que me resistía a llamarlo un puro artista y que él mismo renegaba de ese título, con una modestia teñida de pudor aristocrático. Con gusto lo llamaría dandi; y tendría mis razones, pues la palabra dandi denota refinamiento de carácter y una comprensión sutil del mecanismo moral del mundo; pero, por otro lado, el dandi aspira a la insensibilidad, y en ese sentido el señor G., a quien domina la pasión insaciable de ver y de sentir, se distancia con ímpetu del dandismo. Amabam amare, decía san Agustín. «Amo apasionadamente la pasión», diría con gusto el señor G. El dandi está hastiado, o finge estarlo, por política y cuestiones de casta. El señor G. aborrece a la gente hastiada. Posee el dificultoso arte (los espíritus refinados me comprenderán) de ser sincero sin hacer el ridículo. Lo condecoraría con el nombre de filósofo, al que tiene derecho en más de un sentido, si su excesivo amor a las cosas visibles, tangibles, condensadas en su estado plástico, no le inspirara cierta repugnancia por aquellas que forman el reino impalpable del metafísico. Reduzcámoslo, pues, a la condición de puro moralista pintoresco, como lo fue La Bruyère.

La multitud es su ámbito, como el aire es el del pájaro, el agua el del pez. Su pasión y su profesión es fundirse con la multitud. El paseante perfecto, el observador apasionado, halla un goce inmenso en lo numeroso, en lo ondulante, en el movimiento, en lo fugitivo y en lo infinito. Estar fuera de casa y, no obstante, sentirse en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los ínfimos placeres de estos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua solo puede definir con torpeza. El observador es un príncipe que disfruta en todas partes de su anonimato. El amante de la vida hace del mundo su familia, como el amante del bello sexo compone una familia con todas las bellezas halladas, hallables e inhallables; como el amante de los cuadros vive en una sociedad encantada de sueños pintados sobre tela. Así el enamorado de la vida universal entra en la multitud como en una inmensa reserva de electricidad. También se lo puede comparar con un espejo tan grande como esa multitud; con un caleidoscopio dotado de conciencia que, con cada movimiento, representa la vida múltiple y la gracia cambiante de los elementos de la vida. Es un yo insaciable de no-yo que, a cada instante, lo capta y lo expresa en imágenes más vivas que la vida misma, siempre inestable y fugaz. «Todo hombre —decía un día el señor G. en una de las conversaciones que ilumina con una mirada intensa o un gesto evocador—, todo hombre que no esté afligido por una de esas penas que son demasiado concretas como para no enturbiar las facultades, y que se aburra en medio de la multitud, ¡es un tonto!, ¡un tonto!, y lo desprecio».

Al despertar, cuando el señor G. abre los ojos y ve el sol chillón que asalta los paneles de las ventanas, se dice con pesar, con remordimiento: «¡Qué orden imperioso! ¡Qué fanfarria de luz! ¡Desde hace varias horas, luz por doquier! ¡Luz perdida durante el sueño! ¡Cuántas cosas iluminadas habría podido ver y no he visto!». Y se pone en movimiento, y mira correr el río de la vitalidad, majestuoso y brillante. Admira la eterna belleza y la asombrosa armonía de la vida en las capitales, armonía que mantiene de manera tan providencial en el tumulto de la libertad humana. Contempla los paisajes de la gran ciudad, paisajes de piedra acariciados por la bruma, o golpeados por el sol. Disfruta de los bellos carruajes, los caballos briosos, la impecable pulcritud de los mozos, la destreza de los ayudas de cámara, el paso de las mujeres sinuosas, los niños apuestos, felices de estar vivos y de ir bien vestidos; en dos palabras, de la vida universal. Si se ha modificado ligeramente una moda, el corte de una prenda, si las escarapelas han destronado los nudos de cintas o los bucles, si la cofia se ha ensanchado y el rodete ha descendido un pellizco hacia la nuca, si el cinturón se usa ahora más alto y la falda más amplia, créanme que desde una distancia enorme su ojo de halcón ya lo ha detectado. Pasa un regimiento, que acaso se dirige hacia el fin del mundo, soltando por los bulevares fanfarrias llevaderas y ligeras como la esperanza, y el ojo del señor G. ya ha visto, repasado, analizado las armas, la marcha y la fisionomía de la tropa. Arreos, centelleos, música, miradas decididas, bigotes serios y tupidos, todo entra en él sin orden ni concierto; y en pocos minutos el poema que resultará de todo ello estará prácticamente compuesto. Y he aquí que su alma vive con el alma de ese regimiento que marcha como un solo animal, noble imagen de la alegría en la obediencia.

Pero llega la noche. Es la hora extraña y dudosa en que cae el telón del cielo, en que las ciudades se alumbran. Las farolas de gas manchan la púrpura del poniente. Honestos o deshonestos, razonables o locos, los hombres se dicen: «¡Por fin termina el día!». Prudentes e infames piensan en el placer, y cada cual corre a su lugar favorito para beber la copa del olvido. El señor G. se quedará el último en cualquier sitio donde pueda destellar la luz, retumbar la poesía, pulular la vida, vibrar la música; en cualquier sitio donde una pasión pueda posar delante de sus ojos, donde el hombre natural y el hombre de las convenciones se muestren con una extraña belleza, donde el sol ilumine las presurosas alegrías del animal depravado. «Ha sido, sin duda, un día bien aprovechado», se dice cierto lector al que todos hemos conocido, «cada uno de nosotros tiene suficiente talento para llenarlo de la misma manera». ¡No! Pocos hombres están dotados de la capacidad de ver; menos aún poseen el poder de expresar. Ahora, cuando los demás duermen, él se halla encorvado sobre su mesa, clavando en una hoja de papel la misma mirada que posaba hace un rato en las cosas, afanándose con el lápiz, la pluma, el pincel, arrojando el agua del vaso al techo, limpiándose la pluma en la camisa, apresurado, violento, activo, como si temiera que se le escapasen las imágenes, combativo aun en soledad y agitándose por su cuenta. Y las cosas renacen sobre el papel, naturales o más que naturales, bellas o más que bellas, singulares y dotadas de una vida entusiasta como el alma del autor. Se ha extraído la fantasmagoría de la naturaleza. Los materiales acumulados en la memoria se ordenan, se alinean, se armonizan y experimentan la idealización forzosa que resulta de una percepción infantil, es decir, de una percepción aguda, mágica a fuerza de ingenuidad.

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