miércoles, 28 de agosto de 2024

DINO CAMPANA CANTOS ÓRFICOS FRAGMENTO.




 DINO CAMPANA

CANTOS ÓRFICOS

(Die Tragodie des letzten Germanen in Italien) 1

Introducción, traducción y notas de

PEDRO LUIS LADRÓN DE GUEVARA MELLADO

UNIVERSIDAD DE MURCIA

1991

CAMPANA, Dino

Cantos Órficos : (Die Tragodie des letzten Gennanen in

Italien) / Dino Campana ; introducción , traducción y notas de

Pedro Luis Ladrón de Guevara Mellado .- Murcia : Universidad,

Secretariado de Publicaciones, 1991

100 p.

I.S.B.N.: 84-7684-897-8

l. Ladrón de Guevara Mellado, Pedro Luis . 11. Universidad

de Murcia . Secretariado de Publicaciones, ed. 111. Título

850-1 "19"

Secretariado de Publicaciones

Universidad de Murcia, 1991

Depósito Legal: MU-277-1991

I.S.B.N.: 84-7684-897-8

Edición a cargo de: COMPOBELL, S.A.

INTRODUCCIÓN

Dino Campana pertenece a esa poco conocida generación europea

que vio truncadas sus vidas, de forma más o menos directa, por

la I Guerra Mundial. Generación de la que forman parte el francés

Alain Fournier o los también italianos Renato Serra o Giovanni

Boine, entre otros.

Nació el poeta en Marradi, pequeño núcleo urbano situado entre

Florencia y Faenza, donde su padre y su tío eran maestros de la

escuela elemental. La modesta situación familiar no impidió que

Campana sintiese una obsesión casi enfermiza por viajar, por lo que

se vio obligado a hacerlo como un vagabundo: unas veces a pie,

otras en tren aunque sin billete; dormía y comía en centros de

beneficencia. Se sabe que de esa forma viajó por Suiza, Francia,

Alemania, Bélgica y probablemente también por Rusia. A Argentina

marchó como emigrante pero, tras una breve permanencia, regresó a

Europa; el viejo continente ejercía sobre él una fascinación aún

mayor que la pasión que sintió por los espacios abiertos de América.

Innumerables fueron también los viajes realizados por Italia;

destaca el realizado al monte Yema, donde trató de poner en orden

sus pensamientos, su deseo de plasmar todas las sensaciones recibi-

En alemán en el original: «La tragedia del último germano en Italia».

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das; para ello eligió el mismo recorrido que siglos antes hiciera San

Francisco de Asís, como si de un peregrinaje se tratara.

Sufrió ciertas alteraciones nerviosas y posteriormente se le diagnosticó

«demencia precoz», término con el que entonces se definía

la esquizofrenia. Fue ingresado en varias ocasiones en diferentes

centros psiquiátricos, permaneciendo en ellos cortos espacios de

tiempo. En enero de 1918 fue internado definitivamente en el Instituto

Psiquiátrico de Castel Pulci, donde fallecería el 1 de marzo de 1932.

La falta de medios económicos y de familiares que pudieran hacerse

cargo de él (sus padres eran ya mayores y sólo tuvo un hermano,

Manlio) hizo que, al igual que otros muchos, permaneciera en el

centro psiquiátrico como un preso al que había que custodiar y no

como un enfermo al que hubiera que medicar y curar.

No obstante sus continuos viajes y los esporádicos síntomas de la

enfermedad, Campana consideró su futura obra poética como lo

único que justificaba su existencia; ser poeta significaba para él

cumplir con su destino. La Poesía era la gran amante por la que

debía renunciar a Manuelita en «Dualismo», era la imagen que se le

aparece en «La Quimera», y, sobre todo, el sueño que se persigue

sin descanso: «La seguí, como se sigue un sueño que se ama en

vano». Esta actitud de total dedicación le llevó a una posterior

desilusión: la poesía, a la que tanto había sacrificado, era incapaz de

proporcionarle un mínimo bienestar económico.

Campana fue un hombre amante de la soledad y del silencio, lo

que se refleja en su pasión por la naturaleza y las pequeñas aldeas,

sintiendo un rechazo hacia la ciudad, de la que describía sus aspectos

más sórdidos. Poeta maldito, en el sentido que originalmente le

otorgara Verlaine, no fue un revolucionario como lo definió Binazzi

ni un conservador como lo consideró un sector de la crítica; vivió al

margen de la sociedad, no fue un antisocial sino un asocial.

Gran admirador de Baudelaire y Rimbaud por un lado, y de

D 'Annunzio por otro, su poesía es una síntesis de dos mundos

poéticos diferentes, si bien muestra preferencia por los personajes

marginales, como prostitutas, locos, vagabundos, chulos, etc., criticando

e ironizando a los personajes burgueses y urbanos como el

abogado, el profesor, etc.

También es de destacar en su poesía el elemento cromático y el

8

musical: el uso del color, la luminosidad y el contraste luz-sombra

esconden una simbología propia, así como los silencios que el poeta

provoca como preludio a una secuencia significativa.

Campana mantuvo contactos con escritores (Marinetti, Govoni)

y pintores (Carra, Boccioni) del Movimiento Futurista, de ellos

admiraba su búsqueda de nuevas formas, aunque no podía aceptar

los continuos ataques a una tradición cultural de la que se sabía

heredero y donde su poesía hundía sus raíces. También se relacionó

con los escritores de las revistas Lacerba (Papini, Soffici), La Voce

dirigida por De Robertis, y La Riviera Ligure (Novaro, Boine y

Sbarbaro). Cuando en 1913 Giovanni Papini y Ardengo Soffici

perdieron el manuscrito que había preparado para su posible publicación

tuvo que volverlo a reelaborar, efectuando una gran labor de

síntesis y perfeccionamiento. Entre los cambios llevados a cabo se

incluye el del título El día más largo (Il piu fungo giorno) sustituido

por el de Cantos Orficos (Canti Orfici). El manuscrito extraviado se

creyó desaparecido para siempre hasta que fue hallado por la hija de

Soffici en 1971 y dado a conocer por Mario Luzi.

Tiene el lector la primera edición completa de Canti Orfici realizada

en nuestro país. La traducción ha sido problemática por la

complejidad del texto que constantemente esconde referencias culturales

a Dante, Miguel Ángel, Leonardo, Ribera, Ghirlandaio, Durero

y tantos otros. Se caracteriza también por el escaso uso de la

coma, la abundancia de los dos puntos, mayor presencia del pronombre

personal respecto al español, uso de tres o más adjetivos con

un sólo sustantivo, figuras poéticas como la aliteración, anáfora,

reduplicación, polisíndeton o sinécdoque, uso latinizado del hipérbaton

que dificulta la comprensión (a veces el verbo aparece al final

de una larga frase), abundante uso del «que» incluso copulativo,

preferencia por la construcción «de + sustantivo» en lugar de un

adjetivo, etc., así como el uso de toscanismos y otros dialecta¡lismos

o extranjerismos (crea el verbo «tanguear» a partir del sustantivo

«tango»).

Hemos procurado respetar todas las estructuras utilizadas por el

poeta, si bien en algunos casos hemos tenido que modificarlas con el

fin de que el lector pudiera comprender su significado; así «notte di

amore di viola» ha sido traducida por «noche de amor violeta»; otras

9

veces hemos tenido que añadir algunas comas o suavizar el hipérbaton.

La traducción se ha basado en el riguroso respeto a la edición

que hiciera Campana en 1914 (recogida en edición crítica por Fiorenza

Ceraglioli en Dino

Campana, Canti Orfici, Florencia, Vallecchi, 1985) huyendo de

la tendencia a reescribir e inventar un nuevo poema, y basándonos

también en la necesidad de que la traducción resultante fuese comprensible

en igual medida a como lo es para el lector italiano,

huyendo en este caso de la traducción-interpretación.

No intenta ser ésta una traducción definitiva, conscientes de que

todo nuevo lector, conocedor de la lengua italiana, hará la suya

propia 2.

No puedo finalizar sin agradecer a los profesores José Antonio

Trigueros Cano, Joaquín Hemández Serna y Angélica Valentinetti,

la colaboración prestada y las valiosas sugerencias aportadas.

2 Para una mayor información sobre el poeta y su obra ver mi libro Dino

Campana (Un poeta italiano del siglo XX, entre lo maudit y la esquizofrenia),

Universidad de Murcia, 1990.

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A Guillermo II Emperador de los alemanes

el autor dedica


LA NOCHE

l. LA NOCHE

Recuerdo una vieja ciudad, roja de murallas y torreada, abrasada

en la llanura inmensa durante el tórrido agosto con el lejano frescor

de colinas verdes y húmedas al fondo. Arcos de puentes enormemente

vacíos sobre el río empantanado en delgados estancamientos

plúmbeos: siluetas negras de gitanos inquietos y silenciosos en la

orilla: por el parpadeo lejano de un cañaveral lejanas formas desnudas

de adolescentes y el perfil y la barba judaica de un viejo: y de

repente, de enmedio del agua muerta, las gitanas y un canto; desde

el afónico pantano una elegía primitiva, monótona e irritante: y del

tiempo fue detenido el curso.

* * *

Inconscientemente alcé mis ojos a la torre bárbara que dominaba

la larguísima avenida de plátanos. En el silencio intenso ella revivía

su mito lejano y salvaje: entre tanto por visiones lejanas, por sensaciones

oscuras y violentas, otro mito, también él místico y salvaje,

acudía a ratos a mi mente. Allá abajo habían traído sus largos

vestidos suavemente hacia el vago esplendor de la puerta las pasean-

13

tes, las antiguas: el campo se anquilosaba entonces en la red de

canales: muchachas de ligeros peinados, de perfiles de medalla,

desaparecían a trechos en las carretas tras los verdes recodos. Un

toque de campana argéntea y dulce de lejanía: la Tarde: en la ermita

solitaria, a la sombra de las modestas naves, yo la abrazaba a Ella,

de carnes rosadas y de encendidos ojos fugitivos: años, años y años

se fundían en la dulzura triunfal del recuerdo.

* * *

Inconscientemente aquel que fui se encontraba dirigiéndose hacia

la torre bárbara, la mítica guardiana de los sueños de la adolescencia.

Subía por el silencio de las callejuelas antiquísimas a lo

largo de los muros de iglesias y conventos: no se oía el ruido de sus

pasos. Una plazuela desierta, casuchas aplastadas, ventanas mudas:

al lado, en un relampagueo enorme, la torre de ocho cúspides, roja,

impenetrable, árida. Una fuente del siglo XVI callaba aridecida, la

lápida partida por la mitad de la inscripción latina. Se desplegaba

una carretera empedrada y desierta hacia la ciudad.

* * *

Fue sacudido por una puerta que se abrió de par en par. Viejos,

formas oblicuas, huesudas y mudas, se amontonaban empujándose

con los codos perforantes, terribles en la gran luz. Ante la cara

barbuda de un fraile que se asomaba por el hueco de una puerta se

detenían con una trepidante reverencia servil, se arrastraban murmurando,

alzándose poco a poco, arrastrando cada cual su sombra a

lo largo de las paredes rojizas y desconchadas, todos iguales a su

sombra. Una mujer de paso oscilante y de rostro inconsciente se

unía y cerraba el cortejo.

* * *

Arrastraban sus sombras a lo largo de las paredes rojizas y desconchadas:

él seguía, autómata. Dirigió a la mujer una palabra que

cayó en el silencio del mediodía: un viejo se volvió para mirarle con

14

una mirada absurda, brillante y vacía. Y la mujer sonreía siempre

con una sonrisa fresca en la aridez meridiana, idiota y sola en la luz

catastrófica.

* * *

No supe nunca cómo, bordeando entumecidos canales, volví a

ver a mi sombra que al fondo se burlaba de mí. Me acompañó por

calles malolientes donde las hembras cantaban en el bochorno. En

los confines del campo una puerta repleta de marcas, guardada por

una joven hembra con vestido rosa, pálida y gorda, le atrajo: entré.

Una antigua y opulenta matrona de perfil de camero, con negros

cabellos ágilmente enredados en la cabeza escultural, bárbaramente

decorada por el ojo líquido como por una gema negra de facetas

extravagantes se sentaba, agitada por gracias infantiles que renacían

con la esperanza, sacando ella de un mazo de cartas largas y grasientas

extrañas historias de reinas desfallecientes, reyes, sotas, espadas

y caballeros. Saludé y una voz monacal profunda y melodramática

me respondió junto a una graciosa sonrisa ajada. Distinguí en la

sombra a la doncella que dormía con la boca entreabierta, con estertores

de un sueño pesado, semidesnudo el bello· cuerpo ágil y

ambarino. Me senté despacio.

* * *

El largo desfile de sus amores discurría monótono por mis oídos.

Antiguos retratos de familia aparecían esparcidos sobre la mesa

untuosa. La ágil forma de mujer de piel ambarina tendida en la cama

escuchaba curiosa, apoyada sobre los codos como una Esfinge: fuera

huertos verdísimos entre tapias rojizas: nosotros tres solos, vivos en

el silencio meridiano.

* * *

Entretanto había caído el crepúsculo y envolvía con su oro el

lugar conmovido por los recuerdos y parecía consagrarlo. La voz de

la Rufiana se había hecho poco a poco más dulce, y su cabeza de

15

sacerdotisa oriental se complacía con sus gestos desfallecientes. La

magia de la tarde, lánguida amiga del criminal, era galeote de nuestras

almas oscuras y sus vértices parecían prometer un reino misterioso.

Y la sacerdotisa de placeres estériles, la ingenua y ávida

doncella y el poeta se miraban, almas infecundas buscadoras inconscientes

del problema de sus vidas. Mas la tarde dejaba caer un

mensaje de oro sobre los fríos escalofríos de la noche.

* * *

Vino la noche y se cumplió la conquista de la doncella. Su

cuerpo ambarino, su boca voraz, sus hirsutos cabellos negros, a ratos

la revelación de sus ojos atemorizados de voluptuosidad, enredaron

un fantástico acontecimiento. Mientras, más dulce, próxima ya a

apagarse, reinaba todavía en la lejanía el recuerdo de Ella, la matrona

persuasiva, la reina todavía en su postura clásica entre sus grandes

hermanas del recuerdo: después que Miguel Ángel 3 había replegado

sobre sus rodillas cansadas del camino a aquella que doblega,

que doblega y no descansa, reina bárbara bajo el peso de todo el

sueño humano, y el agitarse de poses arcanas y violentas de las

bárbaras y derrotadas reinas antiguas Dante había oído 4 apagarse en

el grito de Francesca allá en las orillas de los ríos que cansados de

guerra llegan a la desembocadura, mientras sobre sus orillas se

recrea la pena eterna del amor. Y la doncella, la ingenua Magdalena

de cabellos hirsutos y de ojos brillantes, llamaba convulsionada

desde su cuerpo estéril y dorado, crudo y salvaje, dulcemente encerrado

en la humanidad de su misterio. La larga noche llena de

engaños de las diferentes imágenes.

* * *

Se asomaban a las verjas de plata de las primeras aventuras las

antiguas imágenes, endulzadas por una vida de amor, para proteger-

3 Constantes son las alusiones a Miguel Ángel y concretamente a su escultura

«La Noche».

4 Alude al canto V del Infierno de Dante que trata sobre la lujuria y donde

aparecen antiguas reinas (Semíramis, Cleopatra ... ).

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se todavía con su sonrisa de misteriosa y encantadora ternura. Se

abrían las cerradas aulas donde la luz ahonda por igual dentro de los

espejos hasta el infinito, apareciendo las imágenes aventureras de

las cortesanas en la luz de los espejos palidecidas en su actitud de

esfinges: y todavía todo lo que era árido y dulce, desfloradas las

rosas de la juventud, volvía a revivir en el panorama esquelético del

mundo.

* * *

En el olor pírico de la noche de feria, en el aire los últimos

clangores, veía a las antiquísimas muchachas de la primera ilusión

perfilarse en mitad de los puentes construídos desde la ciudad hasta

los suburbios en las noches del tórrido verano: vueltas tres cuartos,

oyendo desde el suburbio el clangor que se acentúa anunciando las

lenguas de fuego de las lámparas inquietas que taladran la atmósfera

cargada de luces orgiásticas: entonces atenuadas: en el ya muerto

cielo dulces y rosadas, aligeradas del velo: como Santa Marta 5

,

destrozados por el suelo los instrumentos, cesado ya sobre los siempre

verdes paisajes el canto que el corazón de Santa Cecilia concilia

con el cielo latino, dulce y rosada junto al crepúsculo antiguo en la

línea heroica de la gran figura femenina romana, descansa. Recuerdos

de gitanas, recuerdos de amores lejanos, recuerdos de sonidos y

luces: cansancios de amor, cansancios improvisados sobre el lecho

de una taberna lejana, otra cuna aventurera de incertidumbre y de

añoranza: así lo que todavía era árido y dulce, deshojadas las rosas

de la juventud, surgía por encima del panorama esquelético del

mundo.

* * *

En la noche de los fuegos de la fiesta de verano, en la luz

deliciosa y blanca, cuando nuestros oídos apenas reposaban en el

silencio y nuestros ojos estaban cansados de la girándulas de fuego,

5 Describe el cuadro de Rafael «Santa Cecilia» (Pinacoteca Nacional, Bolonia).

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de las estrellas multicolores que habían dejado un olor pírico, una

vaga pesadumbre roja en el aire, y caminar juntos nos había languidecido

mostrándonos nuestra demasiado diversa belleza, ella fina y

morena, pura en sus ojos y en su rostro, perdido el brillo del collar

en su cuello desnudo, caminaba entonces a ratos inexperta agarrando

fuertemente el abanico. Fue atraída hacia la barraca 6: su bata

blanca con finas rayas azules ondeó en la luz difusa, y yo seguí la

palidez impresa en su frente por la franja nocturna de sus cabellos.

Entramos. Unos rostros morenos de autócratas, serenos por la infancia

y la fiesta, se volvieron hacia nosotros, profundamente límpidos

en la luz. Y miramos las vistas. Todo era de una irrealidad espectral.

Había panoramas esqueléticos de ciudades. Extraños muertos miraban

el cielo en posición leñosa. Una odalisca de goma respiraba

sumisamente y dirigía a su alrededor sus ojos de ídolo. Y el olor

agudo del serrín que amortiguaba los pasos y el murmullo continuado

de las señoritas de pueblo atónitas ante aquel misterio. «¿Así es

París? Mira Londres. La batalla de Muckden». Mirábamos a nuestro

alrededor: debía ser tarde. ¡Todas aquellas cosas vistas por los ojos

magnéticos de las lentes en aquella luz de ensueño! Inmóvil junto a

mí, la sentía volverse lejana y extraña mientras su encanto se escondía

bajo la franja nocturna de sus cabellos. Se movió. Y sentí, con

un pinchazo de amargura rápidamente consolado, que nunca más

estaría tan cerca de ella. La seguí, como se sigue un sueño que se

ama en vano: así de repente nos habíamos convertido en seres

lejanos y extraños tras el estruendo de la fiesta, delante del panorama

esquelético del mundo.

* * *

Yo estaba bajo la sombra de los pórticos destilada de gotas y

gotas de luz sanguínea en la niebla de una noche de diciembre. De

repente una puerta se abrió en una ostentación de luz. Al fondo,

delante, apoyaba en el boato de una roja cama turca, sosteniendo el

codo su cabeza, apoyaba el codo sosteniendo su cabeza una matro-

6 Barraca de cine de principios de siglo. Las imágenes de París, Londres y las

de la batalla de Muckden son proyecciones cinematográficas.

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na, sus ojos morenos y vivaces, los pechos enormes: al lado, una

muchacha arrodillada, ambarina y fina, sus cabellos cortados sobre

la frente, con gracia juvenil, las piernas lisas y desnudas bajo la bata

resplandeciente: y por encima de ella, sobre la matrona pensativa de

ojos jóvenes, una cortina, una cortina blanca de encaje, una cortina

que parecía provocar imágenes, imágenes sobre ella, imágenes cándidas

sobre ella, pensativa en sus ojos jóvenes. Arrojado a la luz

desde la sombra de los pórticos destilada de gotas y gotas de luz

sanguínea yo miraba fijamente fascinado y atónito la gracia simbólica

y aventurera de aquella escena. Era ya tarde, estábamos solos y

entre nosotros nació una intimidad libre, y la matrona de ojos jóvenes,

recostada, al fondo la cortina móvil de encaje, habló. Su vida

era un largo pecado: la lujuria. La lujuria todavía llena toda para ella

de curiosidades inalcanzables: «La hembra le picoteaba todo de

besos por la derecha: ¿Por qué por la derecha? Después el pichón

macho permanecía encima, ¿inmóvil?, diez minutos, ¿por qué?» 7

• Las

preguntas quedaban todavía sin respuesta, entonces ella empujada

por la nostalgia recordaba, recordaba largo tiempo el pasado. Hasta

que la conversación languideció, la voz se calló a nuestro alrededor,

el misterio de la voluptuosidad había envuelto a aquella que lo

evocaba. Trastornado, con lágrimas en los ojos frente a la cortina

blanca de encaje yo seguía, seguía todavía las blancas fantasías. La

voz se había callado a nuestro alrededor. La rufiana había desaparecido.

La voz se había callado. Ciertamente la había sentido pasar

con un roce silencioso y fundente. Ante la ajada cortina de encaje la

muchacha se apoyaba todavía en sus rodillas ambarinas, dobladas,

dobladas con gracia de afeminado.

* * *

Fausto era joven y bello, tenía los cabellos rizados. Las boloñesas

se parecían entonces a medallas siracusanas y los rasgos de sus

ojos eran tan perfectos que gustaban parecer inmóviles contrastando

armoniosamente con sus largos rizos morenos. Por la noche era fácil

7 Al igual que hiciera anteriormente con la barraca de cine, también aquí pone

entre comillas una imagen concreta. En este caso es el acto amoroso.

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encontrarlas en las calles oscuras (la luna iluminaba entonces las

calles) y Fausto alzaba sus ojos a las chimeneas de las casas que

bajo la luz de la luna parecían puntos interrogativos y permanecía

pensativo en el arrastrarse de aquellos pasos que se atenuaban. Desde

la vieja taberna abovedada que acogía a los estudiantes, le gustaba

escuchar entre las tranquilas conversaciones del invierno boloñés,

frío y nebuloso como el suyo, y el chasquido de los troncos y

los destellos de la llama en el ocre de las bóvedas, los pasos apresurados

bajo los cercanos arcos. Le gustaba entonces retirarse a un

rincón mientras la joven tabernera, rojo el tosco vestido y las bellas

mejillas bajo el peinado difuminado, pasaba y pasaba ante él. Fausto

era joven y bello. En un día como ése, desde la salita tapizada, entre

los estribillos de los organillos automáticos y una decoración florea!,

desde la salita ya oía a la multitud deslizarse y los sordos ruidos del

invierno. ¡Oh! ¡Recuerdo!: yo era joven, la mano nunca quieta,

apoyada sosteniendo el rostro indeciso, gentil de ansia y de cansancio.

Y o prestaba entonces mi enigma a las modistillas pulidas y

ondulantes, consagradas por mi ansia de supremo amor, por el ansia

de mi atormentada adolescencia sedienta. Todo era misterio para mi

fe, mi vida era toda «un ansia del secreto de las estrellas, toda un

inclinarse sobre el abismo». Yo era bello en mi tormento, inquieto,

pálido, sediento, errante tras las larvas del misterio. Después hui.

Me perdí en el tumulto de las ciudades colosales, vi las blancas

catedrales elevarse, montón enorme de fe y de sueño con las mil

puntas en el cielo, vi los Alpes elevarse como catedrales todavía más

grandes, y llenos de las grandes sombras verdes de los abetos y

llenos de la melodía de los torrentes de los que oía el canto naciente

desde lo infinito del sueño. Allá arriba, entre los abetos difuminados

en la niebla, entre los miles y miles de sonidos las mil voces del

silencio, desvelada una joven luz entre los troncos, por senderos de

claridad subía: subía los Alpes, blanco delicado misterio al fondo.

Lagos, allá arriba entre los escollos, claros pantanos velados por la

sonrisa del sueño, los claros pantanos, los lagos estáticos del olvido

que tú, Leonardo, plasmabas. El torrente me contaba oscuramente la

historia. Y o, quieto entre las lanzas inmóviles de los abetos, creyendo

que a ratos vagaba una nueva melodía salvaje y no obstante triste,

tal vez miraba fijamente las nubes que curiosas parecían entretenerse

20

un instante en aquel paisaje profundo, y espiarlo y desaparecer tras

las lanzas inmóviles de los abetos. Y pobre, desnudo, feliz por ser

un pobre desnudo, por reflejar un instante el paisaje en el fondo de

mi corazón como un recuerdo encantador y hórrido, subía: y llegué,

llegué allá donde las nieves de los Alpes me cerraban el paso. Una

muchacha en el torrente lavaba, lavaba y cantaba en las nieves de

los blancos Alpes. Se volvió, me acogió, en la noche me amó. Y

todavía al fondo los Alpes, el blanco delicado misterio, en mi recuerdo

se encendió la pureza de la lámpara estelar, brilló la luz de la noche

de amor.

* * *

¿Mas qué pesadilla oprimía todavía mi juventud toda? ¡Oh besos,

besos vanos de la muchacha que lavaba, lavaba y cantaba en la

nieve de los blancos Alpes! (Al recordar, las lágrimas aparecieron

en mis ojos). Volví a oír el torrente todavía lejano: diluviaba mojando

las antiguas ciudades desoladas, largas calles silenciosas, desiertas

como después de un saqueo. Un calor dorado en la sombra de la

habitación presente, una cabellera abundante, un cuerpo jadeante

tendido en la noche mística del antiguo animal humano. Dormía la

muchacha olvidada en sus sueños oscuros: como un icono bizantino,

como un mito arabesco blanqueaba en el fondo la palidez incierta de

la cortina.

* * *

Y entonces figuraciones de una antiquísima vida libre, de enormes

mitos solares, de matanzas, de orgías se crearon ante mi espíritu.

Reviví una antigua imagen, una esquelética forma viviente por la

fuerza misteriosa de un mito bárbaro, los ojos vívidos remolinos

cambiantes de linfas oscuras, en la tortura del sueño descubrir el

cuerpo vulcanizado, dos pecas, dos orificios de bala de mosquetón

sobre sus pechos extintos. Creí oír vibrar las guitarras allá en la

chabolas de tablas y de zinc en los vagos terrenos de la ciudad,

mientras una vela clareaba el terreno desnudo. Frente a mí, una

matrona salvaje me miraba fijamente sin parpadear. La luz era esca-

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sa en el terreno desnudo en el vibrar de las guitarras. Al lado, al

tesoro floreciente de una muchacha en sueño, la vieja se había ya

aferrado como una araña mientras parecía susurrarle al oído palabras

que yo no oía, dulces como el viento sin palabras de la Pampa

que sumerge. La matrona salvaje me agarró: mi sangre tibia era sin

duda bebida por la tierra: entonces la luz era más escasa sobre el

terreno desnudo en el aliento metálico de las guitarras. De repente la

muchacha libertada exhaló su juventud, lánguida en su gracia salvaje,

los ojos dulces y agudos como un remolino. Sobre los hombros

de la bella salvaje languideció la gracia a la sombra de sus cabellos

fluidos y la cabellera augusta del árbol de la vida se tramó en el

descanso sobre el terreno desnudo, invitando a las guitarras al lejano

sueño. Desde la Pampa se oyó un piafar, un patalear de caballos

salvajes, se oyó al viento alzarse claramente, el pataleo parecía

perderse sordo en el infinito. En el marco de la puerta abierta las

estrellas brillaban rojas y ardientes en la lejanía: la sombra de las

salvajes en la sombra.

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