DIDEROT
Conversación con Diderot
por Umberto Eco
ECO: Señor Diderot, ¿cómo he de presentarle ante el público? ¿Como filósofo? ¿Como novelista, dramaturgo, promotor cultural, moralista, o como editor?
DIDEROT: Como todo a la vez, si lo prefiere. O como filósofo solamente. Por lo que sé, sólo después de mi muerte adquirió esta palabra una connotación académica y especializada. En el siglo XV1U era una palabra muy general. Piense en mi amigo Voltaire. ¿Cómo lo definiría usted? ¿Poeta, dramaturgo, lexicógrafo, moralista? Fue un filósofo, un curioso de la verdad, un «razonadicto».
ECO: «Razonadicto». Buena definición. En elfondo es cierto, todos los ilustrados fueron todas estas cosas, inteligencias versátiles, voraces y dispuestas a arrojar la luz de la crítica sobre todos los misterios, ya fuesen auténticos o supuestos. Pero de todos los ilustrados, usted, señor Diderot, fue el más versátil. Para entendemos: en la actualidad, dAlembert, Montesquieu, Helvétius, etc., obtendrían fácilmente una plaza universitaria, mientras que usted tendría problemas. Yo lo definiría... no sé, periodista, polígrafo, ensayista. Pero recapacite un momento: usted es capaz de escribir una novela original como Los dijes indiscretos, una novela psicológica y anticlerical como La religiosa, opúsculos que abarcan desde las matemáticas hasta la teología, una obra de teatro, crítica de arte y además, en veinticinco años, dirige y lleva a término la Enciclopedia o diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, una treintena de volúmenes de buen tamaño que comprenden todo el saber humano, una de las maravillas del mundo moderno, comparable a las pirámides de Egipto, a la Divina Comedia, a la Capilla Sixtina, al descubrimiento de América, una obra que ha revolucionado el modo de pensar de su propia época y de los siglos posteriores, y que se consideró causa lejana de la revolución francesa... Y aunque no la escribiera usted toda entera, es innegable que la obra os-
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tenía su sello, por la amplitud de sus intereses, por la lucidez de sus comentarios críticos, incluso por sus defectos, por su eclecticismo, por la contemporización teórica que transparentan muchos artículos... En resumen: ¿quién es usted, señor Diderot?
DIDEROT: ¿Quién soy? A veces también yo me lo pregunto, sobre todo durante las largas horas de ocio de que disfruté en la cárcel de Vin- cennes...
ECO: Donde estuvo usted...
DIDEROT: Por haber escrito un folleto, la Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, folleto sobre el que recayó la acusación de «escepticismo y sensualismo rayanos en el materialismo...»
ECO: Típico de su personalidad. Si no me equivoco, aprovechó usted la experiencia de un ciego que había recuperado la vista para elaborar un discurso lleno de aforismos, comentarios brillantes, observaciones científicas agudísimas e incursiones filosóficas de gran ingenio que a la postre le hicieron ganar fama de ateo, de contestatario, de peligro público para el Estadofrancés...
DIDEROT: Nunca he sido ateo. El mundo es un gran animal vivo y Dios es el alma de este organismo; escribí una vez que Dios es como una araña cuya tela es el mundo; y que por los hilos de la misma percibe de maneras diferentes, según la distancia, todo lo que entra en contacto con la tela. Y dije que todos los elementos del universo están dotados de sensibilidad.
ECO: Pero su racionalismo y su deseo de pasarlo todo por el cedazo de la crítica fueron sospechosos de ateísmo. ¿O no?
DIDEROT: Pues no, y usted lo sabe, pero lo dice para tirarme de la lengua. Creía en la verdad de las pasiones más que muchos contemporáneos míos y lo plasmé en mis libros. Si la araña divina trabaja sobre la tela del mundo, el hombre está en contacto directo con la tela en cuestión y en él influye, no Dios, sino la naturaleza, es decir, los instintos y las pasiones. El colmo de la insensatez consiste en plantearse la abolición de las pasiones. Nunca se me ocurrió tal cosa. Proyecto genial el del devoto que se atormenta para no desear nada, para no amar nada, para no sentir nada. Si lo consigue, será un monstruo.
ECO: Lo sé, señor Diderot; ni siquiera en su vida privada dijo usted que no a las pasiones.
DIDEROT: Por favor, no entremos en intimidades.
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ECO: Bueno, pero las intimidades sirven para perfilar al personaje, incluso para que el público actual comprenda por qué usted, uno de los campeones del racionalismo ilustrado, fue en otros aspectos un precursor de la sensibilidad romántica; Goethe lo admiraba y... Aunque precisamente por ello nos parece usted enigmático y complejo. ¿Por qué si no la Enciclopedia, por qué este intento racional, perfecto como un templo clásico, de poner orden en el universo? Permítame preguntárselo otra vez, señor Diderot: ¿quién es usted?
DIDEROT: Digamos que un agente en el campo de la industria cultural.
ECO: Una definición muy moderna. ¿Le importaría explicarse?
DIDEROT: Desde luego. En mi siglo, y desde hada ya den años, la figura del hombre de cultura, poeta, pintor o filósofo, al servido de un príncipe, entregado al ocio creativo gradas a un mecenas generoso, y aparentemente en situación de responder sólo ante sí mismo, aunque en el fondo obligado a complacer a quien le pagaba, esta figura, digo, ya no podía existir. Había ya un público burgués, de artesanos, profesionales, pequeños propietarios, comerciantes, un público que sabía leer, que compraba libros, que alimentaba un mercado editorial y ante el que los escritores tenían que responder. Un público compuesto asimismo por mujeres. Usted sabe cómo nadó lo que hoy llaman novela; fue en Inglaterra, más o menos en mi época, y predsamente con el fin de contar historias para mujeres, historias de amores contrariados, de virtudes impugnadas, de interiores familiares burgueses. O bien para contar la historia de un comerciante que resuelve el problema de su supervivenda, de sus relaciones con la naturaleza y con Dios mismo, con la obstinación de un empresario burgués, anotando en el libro mayor el debe y el haber de su lucha con las adversidades... la historia de un comerdante llamado Robinson Crusoe. Le digo esto, que usted no ignora, para hacerle comprender qué significaba ser escritor en mi época. Había que tener en cuenta al público, la industria editorial, un comercio floredente. La responsabilidad del escritor era una responsabilidad social. Ya no se trataba de dirigirse al emperador, o al papa, como hacía Dante, o a los príncipes italianos como Maquiavelo. Una situadón sin esperanza; para el primero consistía en ponerse en el lugar de Dios y enviar a los grandes de la tierra al infierno o al paraíso; para el segundo en encontrar quien quisiera ser intérprete de las esperanzas propias o de la propia desesperación. En mi época era diferente: el escritor decía lo que se podía hacer y se lo decía a un público susceptible de llevarlo a efecto. Usted ha dicho que la
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Enciclopedia condujo a la revolución francesa. No sé si condujo a ella, pero es innegable que dijo a miles de lectores: «He aquí el mundo en que vivís, no el de las fábulas teológicas, sino el de todos los días, y he aquí las herramientas conceptuales y materiales con que el hombre transforma dicho mundo». Este argumento, para ponerlo en práctica, necesitaba los canales de la industria editorial. Si usted quiere, incluso aquellas obras mías que podríamos llamar «personales» participan de la misma lógica: se dirigen al lector burgués, tocan de cerca sus problemas sentimentales, morales o filosóficos, y tienen por añadidura ciertos adornos, paradojas elegantes, guiños atrevidos... porque han de venderse. Si no, nadie me las publica, y en tal caso ¿a quién me dirijo?
ECO: Hace falta volver pues a la Enciclopedia, porque me parece la clave de todo el problema. ¿Cómo fue usted a parar, por decirlo de algún modo, al campo de las enciclopedias ?
DIDEROT: Nací en el seno de una familia modesta. Mi padre era cuchillero. Tuve que ganarme la vida como mejor pude. Empleado de un procurador, preceptor y sobre todo traductor. Una trayectoria típica en la industria cultural. Y como traductor me contrató en 1746 el editor Le Bretón, que estaba traduciendo al francés una enciclopedia inglesa, la Cyclopaedia or Universal Dictionary of Arts and Sciences, de Chambers. D’Alembert trabajaba como consultor de la parte matemática. Y así, poco a poco, discutiéndolo todo con ellos, surgió el proyecto de una obra nueva, distinta, más ambiciosa. Un cometido editorial, desde luego, pero también algo más, un replanteamiento científico y crítico de todo el saber tradicional. Se decía en el Prospecto: «analizarlo todo, airearlo todo sin excepción ni reservas».
ECO: ¿Airear qué?
DIDEROT: Bueno, para ser breves, la concepción medieval del universo. Pues que en el ínterin hubiesen existido Descartes, Galileo y Newton no había servido todavía de mucho. Recuerde cómo era la Francia de entonces: un imperio feudal, una inmensa pirámide de poder organizada según jerarquías rígidas e inmutables, un puñado de aristócratas que gobernaban la propiedad de la tierra junto con el clero, un tercer estado que ya era el esqueleto económico de la nación pero que carecía de poder, por no hablar de los pobres, de los marginados, de los trabajadores, que no tenían fisonomía civil. Esta estructura política se sustentaba en una estructura del conocimiento, me refiero a la oficial, que todavía no había recibido el contragolpe de la revolución científica
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de Galilco o del empirismo inglés. Un sistema del universo donde en la jerarquía inamovible de los seres el hombre terna un lugar, pero subalterno, periférico, dominado por la férrea lógica de las esencias inmutables. Así las cosas, nuestro diccionario quería devolver al hombre a sí mismo y a su propia dignidad. Es la existencia del hombre lo que vuelve importante la existencia de los demás seres. Si se elimina al hombre de la faz de la tierra, el espectáculo de la naturaleza enmudece. Se trataba pues de reintroducir al hombre, dándole en nuestra obra el mismo papel que representa en el universo. El de protagonista.
ECO: Así se explica que el Prospecto provocase el pánico. Ponía en peligro las ideas religiosas de la época (y no fue casualidad que el papa Clemente XIII, en 1759, condenara la Enciclopedia/ Pero sobre todo ponía en peligro las estructuras mismas del consenso político. En resumen: eran ustedes una banda de ateos que se atrevían a redefinir a Dios, el alma, la moral...
DIDEROT: Sí, de eso se trataba también, pero no crea usted que fue lo principal. Ay, la violencia de la censura, los varapalos de la represión se concentraron justamente sobre todos los artículos de carácter filosófico y teológico. Hubo que suavizar mucho. Si se leen atentamente estos artículos, se verá que eran muy respetuosos con los valores religiosos. Ninguno de nosotros negaba la existencia de la divinidad ni de una moral natural... No, estoy convencido de que el peligro estaba en otra parte, aunque no se identificara como tal. El peligro estaba en las ilustraciones, en las voces técnicas que las acompañaban, donde se decía cómo se recolecta el cáñamo, cómo se aventa el grano, cómo se cura el tabaco, cómo se fabrican los alfileres...
ECO: Entiendo.
DIDEROT: Usted sabe cómo era la concepción clásico-medieval de las ciencias y las artes. Eran dignas de interés las llamadas artes liberales, lo que hoy llaman literatura, música, matemáticas, ciencias teóricas, filosofía. Las otras se llamaban artes «mecánicas» y no eran dignas de interés científico. Pero en el amanecer de la nueva civilización industrial eran precisamente las otras, los oficios, las técnicas, las operaciones artesanales y mecánicas lo que constituía ya la esencia del trabajo social. La Enciclopedia subvirtió la concepción del mundo imperante porque puso en primer plano al hombre que trabaja, porque expuso los procesos ríe la inteligencia, no en el ejercicio abstracto de la lógica o la dialéctica, sino en el ejercicio concreto de la transformación manual del mundo. ¿Comprende qué acto revolucionario representó hablar con respeto y
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precisión de las faenas del agricultor (ochenta y tres láminas), del ebanista (ochenta y ocho láminas), del trabajador de la seda (ciento treinta y cinco láminas)? No creo que en todo el tiempo transcurrido se haya prestado tanta atención científica a los trabajos humanos de «segundo orden»: tres mil láminas, ¿se da usted cuenta? Y partiendo de cero. No existía documentación previa. Había que ir a los talleres y mientras que un tapicero me entregaba diez láminas pictóricas de figuras y tres cuadernos llenos de anotaciones para explicarme su técnica, otro que me tema que explicar una manufactura complicadísima me daba una pequeña lista de palabras sin definición, arguyendo que de su arte no se podía decir nada más. Lo que pasaba era que los artesanos no teman conciencia crítica de su trabajo; o que defendían celosamente los secretos del oficio después de largos siglos durante los que no habían tenido más remedio que velar por su única fuente de riqueza para que otros no se apoderasen de ella. A veces temamos que introducimos como espías en un taller, fingiéndonos aprendices, para entender algo. Y después conseguir que los dibujantes trabajaran con exactitud y coherencia. Veinte años de trabajo, pero en estas tres mil láminas (doce volúmenes de ilustraciones) estaba el secreto explosivo de la Enciclopedia, el primer poema realmente didáctico sobre el trabajo humano.
ECO: ¿Y dice usted que de este potencial explosivo nadie se dio cuenta inmediatamente?
DIDEROT: Qué se van a dar cuenta. Y eso que lo había escrito clarísimamente en uno de los artículos de la Enciclopedia, que los hombres que se habían esforzado por hacemos creer que éramos felices habían recibido más elogios que los que se habían esforzado por hacemos felices de verdad. Estaba claro como el agua que los héroes de nuestro libro eran los cardadores, los constructores de diques, los recolectores de algodón y no los que hablaban del infinito, de lo sobrenatural, de la trascendencia. Pero aquí es donde surge uno de los aspectos curiosos de toda la empresa...
ECO: ¿Cuál?
DIDEROT: Que no puede decirse que el poder se opusiera a nuestra iniciativa. El poder... ¿qué significará esto? Como en toda época histórica, el poder estaba encamado por una clase conservadora que tendía a dejar las cosas como estaban, pero al mismo tiempo estaba representado por elementos dinámicos que vislumbraban que el futuro económico de Francia radicaba en el desarrollo técnico. Para esta clase, la Enciclopedia era una empresa que había que apoyar.
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ECO: ¿Me está diciendo que gestaba usted una revolución con ayuda delpoder?
DIDEROT: Yo no digo que fuese un revolucionario en el sentido en que se entiende actualmente, como tampoco la revolución francesa fue una revolución tal como se entiende en la actualidad. Fue una revolución puesta en práctica por la clase burguesa. ¿Y quién debía hacer la revolución sino la clase más joven, más fresca, más incorrupta ante las viejas estructuras del Estado? La Enciclopedia fue el manual revolucionario de la burguesía revolucionaria, si lo prefiere usted así. Fue un libro liberador también para los trabajadores subalternos, cuya liberación sólo podía comenzar mediante la liberación de las energías burguesas. Así, la Enciclopedia glorificaba el trabajo anónimo de los tejedores, pero la financiaba una clase de empresarios de nuevo cuño que sacarían provecho del trabajo anónimo mencionado, construyendo la industria moderna y explotando a los mismos tejedores. ¿Concibe usted un camino diferente? ¿Qué otra cosa podía hacer?
ECO: Pero ¿y los grupos más reaccionarios, los que lo pusieron a usted entre rejas?
DIDEROT: Eran los más peligrosos, qué duda cabe, pero también los más fáciles de engañar. Nos divertíamos mucho, no crea. Mandábamos los artículos de biología al censor especializado en teología y los artículos de moral al censor experto en matemáticas. Y así colábamos muchas cosas. Luego, en 1762, con la expulsión de los jesuitas de Francia, cambió el panorama y pudimos acelerar los trámites. Como es lógico, muchos se asustaron por el camino, el mismo Voltaire desertó, muchos nombres ilustres redactaron pocos artículos, la Bastilla daba miedo a todos. Pero la Enciclopedia no tenía por qué ser un desfile de primeras figuras, los mejores artículos los redactaron personajes de segunda fila, casi todos los revisé yo, algunos los censuraron los mismos editores, y no hubo más remedio que aceptarlo porque la obra estaba ya en la imprenta. El resultado fue un almodrote ecléctico, desigual, afectado por las componendas, no lo niego. Pero se publicaron cuatro mil ejemplares en la primera edición (no olvide usted que tema un tamaño de órdago) que circularon por todas partes. No le pido pues que valore los medios de que me serví, sino los resultados.
ECO: ¿Muchas componendas?
DIDEROT: Muchas, y no me arrepiento. Hay que señalar que algunas fueron automáticas. Cuando me metieron en la cárcel, por ejemplo. ¿Sabe usted quién me sacó?
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ECO: ¿Quién?
DIDEROT: Los editores, con ayuda del gobierno. La Enciclopedia era un asunto económico de mucho empaque. Un beneficio del cincuenta por ciento para los editores, ganancias que no habría proporcionado nunca el comercio con las Indias, miles de obreros contratados por veinte años. Era un asunto de estado al que contribuían los libreros holandeses, que estaban estropeando el mercado. Y únicamente yo estaba en situación de entender lo que pasaba en aquel caos de bosquejos, manuscritos, pruebas de imprenta. Me sacaron; aunque hubiese atacado las costumbres y la religión. ¿Y quiénes me sacaron? Los que me habían metido. Lo sabe usted muy bien, la economía francesa no se podía permitir imprudencias en aquella época.
ECO: Así pues, la Enciclopedia se llevó a cabo con ayuda de sus mismos enemigos.
DIDEROT: Que objetivamente tenían que ser amigos. Cuando, después de la aparición de los dos primeros volúmenes, estalló el escándalo político-religioso-filosófico, el consejo del rey decretó la prohibición de la obra por el siguiente motivo: «Se han introducido máximas tendentes a destruir la autoridad real, a difundir el espíritu de independencia y rebeldía, y con términos oscuros y equívocos, a sembrar las semillas del error, de la corrupción de las costumbres y de la impiedad». El censor mayor, Malesherbes, ordenó que se registrase mi casa para confiscar el material de los siguientes volúmenes, pero me avisó de antemano y se ofreció a esconderlo en su propia casa para que no se perdiese. Increíble, ¿verdad? ¡Incluso madame de Pompadour intervino junto al rey para que prosiguiera la publicación!
ECO: ¡Pero bueno! ¿Eran imbéciles? ¿O es que eran ilustrados de incógnito?
DIDEROT: Ni lo uno ni lo otro. Eran hombres y mujeres de su época, que vivían las contradicciones de una sociedad feudal que se estaba convirtiendo en industrial. Yo tenía una misión y quizá radique aquí mi único mérito: terna que jugar las cartas de las contradicciones, ponerme por encima y aprovecharme de ellas. Los caminos de la libertad son infinitos.
ECO: ¿O sea que usted, el terrible subversor, fue un hombre del poder?
DIDEROT: Un agente de la industria cultural. Viví en el poder, pues quedarse fuera sólo servía para mitigar la mala conciencia. Si quiere
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usted encontrarme méritos, le diré que fui el primer intelectual que comprendió la nueva estructura del poder, estructura que todo intelectual habría tenido que tener en cuenta.
ECO: Usted se define, no se juzga. ¿Cómo sejuzgaría?
DIDEROT: No me defino a mí mismo; defino la Enciclopedia. Mírela, la tiene usted delante, en esta mesa. Deje de hablar conmigo. Hable con sus páginas.
Prefacio
El mundo ha rendido homenaje a El sobrino de Rameau de Diderot, al igual que a las Memorias del subsuelo de Dostoyevski y a algunos cuentos de Kafka, como a uno de esos libros que nunca se pueden llegar a poseer del todo y que siempre permanecen un paso, o varios, por delante del lector. No hay duda de que tuvo defensores ilustres. Goethe mostró un enorme entusiasmo por él, al igual que Hegel y Marx; y en tres ocasiones diferentes Freud llamó la atención sobre el hecho curioso de que parecía que este autor del siglo XV11I se le hubiera adelantado. «No se puede olvidar —afirmó en su Introducción al psicoanálisis— que los dos líeseos criminales del complejo de Edipo fueron reconocidos como los verdaderos representantes de la vida desinhibida de los instintos mucho antes de la época del psicoanálisis. Entre los escritos del enciclopedista I )iderot se encuentra un diálogo célebre, El sobrino de Rameau, que fue traducido al alemán nada menos que por Goethe. Allí se puede leer la siguiente frase notable: “Si la bestezuela tuviera que arreglárselas sola y permanecer sumida en la más absoluta ignorancia, combinando la mente sin desarrollar del recién nacido con las pasiones violentas del hombre de treinta años, retorcería el cuello a su padre y se iría a la cama con su madre”.»
Parte de la profunda extrañeza de El sobrino de Rameau también se encuentra en las otras dos novelas de Diderot, La religiosa y Jacques elfatalista, así como en su fantasía filosófica El sueño de cTAlembert. Es un autor cuya obra nos habla hoy como no lo hace la de Voltaire, con la excepción de Cándido. Claro que Diderot, como todo el mundo sabe, fiie un polígrafo, luchó con Voltaire y d’Alembert contra la superstición y el despotismo y preparó la publicación de la gran Encyclopédie, ariete o biblia de la Ilustración. Estos datos son importantes pero un poco indigestos para que el lector medio los aproveche.
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He expuesto dos respuestas distintas ante el nombre «Diderot» y la lista no está completa. Pues es un lugar común entre los historiadores del arte, aunque no tanto para otros lectores, que Diderot fiie (más o menos) el inventor de la crítica de arte moderna; y los lectores franceses (aunque los extranjeros quizá no tanto) saben muy bien que fue uno de los mayores epistológrafos del mundo. Es más: de todos es sabido que hubo un jacobino sanguinario que habló de ahorcar al último rey con los intestinos del último cura, pero no todo el mundo sabe que fue el bondadoso Diderot quien ideó la frase en un poema festivo de Nochevieja, unos veinte años antes de la Revolución.
En términos generales, hay alguna incoherencia en las ideas aceptadas sobre Diderot y no se trata de un fenómeno tardío: también ocurría en su propia época. Creo que son varias la razones que explican esta circunstancia, pero un dato de suma importancia en este sentido es que no publicó El sobrino de Ramean ni, en realidad, ninguna de sus obras más originales. En consecuencia, había una faceta que sus contemporáneos desconocían y que podría haberles intrigado mucho si la hubieran descubierto. Mi propósito en este libro es contribuir a relacionar las distintas ideas que sugiere el nombre de Diderot.
Toda persona que aborde un nuevo estudio sobre Diderot estará en deuda, y bastante impresionada además, con la magnífica biografía que Arthur Wilson publicó en dos volúmenes hace unos treinta años. Yo, por supuesto, no pretendo tener un conocimiento del tema tan amplio como Wilson. Sin embargo, el objetivo de mi libro es levemente diferente del suyo. En primer lugar, lo que yo presento es una «biografía crítica»: es decir, en ella los capítulos narrativos se entremezclan —y en mayor proporción a medida que avanza el libro— con capítulos de crítica literaria. Es ésta una estructura difícil (hace tiempo dije algunas groserías sobre ello), pero creo que en este caso es la más indicada. No estoy muy seguro de saber por qué; pero en parte, sin duda, se debe a que lo que me interesa de Diderot no es tanto lo que «representó» como lo que logró. En realidad, las obras por las que sobrevivirá y por las que ha sobrevivido son muy escasas, pero para mí son asombrosas.
Quisiera expresar mi más sincero agradecimiento a las siguientes personas por sus consejos y su ayuda: Andrew Best, Peter Biller, Piers Brendon, Tony Coulson, el reverendo John Fellows, Tony Lentin, Douglas Matthews, Derwent May, Bob Owens, Ben Spackman. También quisiera manifestar mi especial gratitud a mi editor, John Black- well, y a Elisabeth Sifton por toda una serie de sugerencias y comentarios constructivos.
FUENTE:
Título original: Diderot. A Critical Biography
Traducción: M* Teresa La Valle
Diseño de la cubierta: Pedro del Carril
Copyright © 1992 by P.N. Furbank © Emecé Editores, Barcelona 1994
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