Ramón
María del Valle-Inclán
Obras completas, I
Narrativa
Ramón
María del Valle-Inclán, 2017
INTRODUCCIÓN
EDITAR
A VALLE-INCLÁN: HACIA SUS OBRAS COMPLETAS
Si
bien es verdad que en las dos últimas décadas se han producido avances
relacionados con la difusión de la obra literaria de Ramón del Valle-Inclán, no
lo es menos que una simple aproximación cuantitativa a la trayectoria literaria
del escritor nos revela lagunas en una tarea editorial que requiere mayor
empeño para alcanzar la publicación de ediciones fiables de la obra del
escritor[1]. Dicho en otros términos, entre 1895 y 1936 Valle-Inclán
publicó en formato libro algo más de 60 títulos originales (Serrano Alonso y
Juan Bolufer, 1995; J. y J del Valle-Inclán, 1995), de los cuales casi la mitad
de ellos ha cumplido el siglo de vida[2]: Femeninas (1895), Epitalamio
(1897), Cenizas (1899), La Cara de Dios [1900], Corte de amor (1903), Jardín umbrío/Jardín novelesco
(1903-1905), las cuatro Sonatas
(1902-1905), Flor de Santidad (1904),
El Marqués de Bradomín (1907), Aromas de leyenda (1907), la trilogía de
La Guerra Carlista (1908-1909), dos
de sus tres Comedias Bárbaras (Águila de Blasón, 1907 y Romance de Lobos, 1908), Una Tertulia de Antaño (1909), Cuento de Abril (1910), Voces de Gesta (1912), La Marquesa Rosalinda (1913), El Embrujado (1913), La Cabeza del Dragón (1914), La Lámpara Maravillosa (1916) y La Media Noche (1917).
Esta
prolija enumeración pretende mostrar una situación que resulta un tanto
paradójica desde el punto de vista editorial, si pensamos que solamente diez de
las veintiséis obras nombradas han sido objeto de una edición crítica con
posterioridad a 1936, proporción que se incrementa ligeramente si hacemos
extensiva la evaluación a la totalidad de las obras que Valle-Inclán editó
sueltas, agrupadas en trilogías o tetralogías o recogió selectivamente en su Opera omnia (1913-1933). Y en todos los
casos llevan el mismo sello editorial —la antigua y desde 1990 renovada
colección Clásicos Castellanos de Espasa-Calpe—, cuyos títulos y editores vale
la pena recordar: Tirano Banderas y Luces de Bohemia (Zamora Vicente), La Guerra Carlista (Alonso Seoane), Divinas Palabras (Iglesias Feijoo), Martes de Carnaval (Ricardo Senabre), Águila de Blasón, Romance de Lobos y Cara de Plata (Antón Risco), Retablo de la Avaricia, la Lujuria y la
Muerte (Rubio Jiménez), Tablado de
Marionetas para Educación de Príncipes (Jorge Urrutia) y Sonata de Primavera (Eliane Lavaud), a
las que se suma la edición de Femeninas,
de Joaquín del Valle-Inclán y Flor de
Santidad, de Díez Taboada (Ed. Cátedra).
A
estas ediciones críticas hay que añadir las divulgativas en colecciones de
amplia tirada: entre 1937 y 1943, la edición de la obra valleinclaniana corrió
esencialmente a cargo de la veterana colección Austral, que publica el primer
título del escritor en 1937 (Tirano
Banderas), y la argentina Losada, que dio a la estampa en 1938 Sonata de Otoño y Sonata de Invierno, que continuaría haciéndolo hasta finales de los
años 50, en que a ellas se sumaría la española Rúa Nueva, a la que me voy a
referir en seguida. Asimismo, contamos con algunas ediciones sueltas en otras
editoriales (vgr. Alianza Editorial,
Taurus, Cátedra, Plaza y Janés o Carisma Libros…). En ningún caso se ha
conseguido alcanzar la cifra que hemos estimado correspondería a la totalidad
de las obras originales de Valle-Inclán publicadas en librería o en colecciones
populares.
Reservo
el último lugar de nuestro repaso a los intentos de reunir la obra completa del
escritor, cuyo precedente más lejano es el propio proyecto valleinclaniano, que
se materializó en una selectiva Opera
omnia, editada entre 1913 y 1933 (ver infra).
Por otra parte, los primeros intentos de compilar el conjunto de la obra de
Valle post mortem los inicia la
editorial Rúa Nova-Rivadeneyra (1944), con un diseño que es una réplica de la Opera omnia valleinclaniana, y que tuvo
continuidad —con un corpus más
amplio— en la editorial Plenitud (1952, 2ª ed. y 1954, 3ª ed.), si bien en
ningún caso son completas. Muy posterior ha sido el intento de la «Biblioteca
Valle-Inclán» del Círculo de Lectores, dirigida por Zamora Vicente, que reunió
en 25 tomos (1990-1992) buena parte de la obra valleinclaniana.
El
proyecto más reciente (2002) acoge las obras del escritor en dos vols. Prosa (I) y Teatro. Poesía. Varia (II), el primero de los cuales se reeditó
después como Narrativa completa
(2010). Ninguna de estas amplias compilaciones pretende ser una edición
crítica, tarea que es inabarcable individualmente por razones que se harán
patentes al completar este panorama, que rescato parcialmente de un trabajo
previo (Santos Zas, 2013: 271-308).
Se
han apuntado como justificación de esta situación editorial factores de
carácter extraliterario y otros propiamente literarios. Es un hecho bien
conocido que la publicación de la obra del escritor gallego se ha vinculado a
Espasa-Calpe, que ha tenido prácticamente la exclusiva, lo que explicaría la
práctica ausencia hasta la fecha de las obras valleinclanianas en otras
empresas. Sin embargo, es necesario señalar que la editorial madrileña
emprendió en 1990 un encomiable proyecto de ediciones críticas, que se frustró
10 años después de iniciarse, con un saldo que, pese a la excelencia de algunos
de sus resultados, sigue siendo insuficiente, si pensamos que Valle-Inclán es
un escritor a quien hoy nadie niega la categoría de «clásico», ni se le regatea
su innovadora aportación literaria ni la vigencia de su obra, sin duda la más
vigorosa de cuantas produjeron sus compañeros de andadura literaria.
Ello
nos induce a pensar que existen otros factores, de orden propiamente literario,
que podrían explicar en cierta medida el fracaso de ese proyecto editorial. Me
refiero, en concreto, al complejo sistema de escritura y publicación de Valle,
más de una vez señalado por la crítica, que dificulta considerablemente poder
alcanzar la meta de estas ediciones críticas, si necesarias en el caso de
cualquier autor, imprescindibles en el de Valle-Inclán para el estudio riguroso
de su obra, precisamente porque su propio sistema de escritura y publicación
determina la existencia de complejas génesis textuales y ediciones sucesivas de
una misma obra, que presentan notables variantes entre sí, que tienen
significativas repercusiones estilísticas, semánticas o estructurales.
Abordar,
pues, la particular problemática editorial del escritor, que integra una
compleja y dispersa suma de testimonios impresos, y apuntar sus estrategias de
escritura y publicación comporta, como paso previo, realizar una rápida
aproximación al corpus
valleinclaniano, ciñéndonos a la obra de creación propiamente dicha (se
prescinde aquí de prólogos a obras propias y ajenas, artículos, conferencias,
etc.), de cuya edición él mismo fue a menudo gestor (Joaquín del Valle-Inclán,
2006), papel que no es soslayable a nuestros fines. Excluimos de este somero
balance el recientemente recuperado Legado
Valle-Inclán Alsina, depositado en la USC desde 2009, que contiene, además
de otros documentos, los «borradores» autógrafos de don Ramón conservados en
distintos estados redaccionales de obras editadas en vida y de títulos
desconocidos que no llegaron a alcanzar la fase de impresa (para su descripción
véase Santos Zas, 2008, 2012 y 2013).
EL
CORPUS IMPRESO VALLEINCLANIANO
Desde
1888 (su primer relato, «Babel») y hasta 1902, en que se publica Sonata de otoño, Valle-Inclán es
esencialmente autor de narrativa breve, que ve la luz inicialmente en la prensa
y/o en antologías sucesivas entre 1895 y 1936. A la narrativa breve se suman
las novelas: La Cara de Dios, la
tetralogía de las Sonatas, Flor de
Santidad, la trilogía de La Guerra
Carlista, Una Tertulia de Antaño, La Media Noche, Tirano Banderas y la
serie histórica e inconclusa de El Ruedo
Ibérico. En paralelo Valle-Inclán desarrolla su obra dramática: no hace
falta insistir en ello, fue, ante todo, «un hombre de teatro»: actor, director,
asesor, adaptador y desde 1899, fecha de publicación de Cenizas, también autor dramático. De su obra teatral es destacable
la diversidad de modalidades genéricas: comedia, tragedia, tragicomedia, autos,
farsas, esperpentos, denominaciones a las que habitualmente añade modificadores
(vgr. Comedias bárbaras, Tragicomedia de
aldea, Tragedia de ensueño, Tragedia pastoril, Melodrama para marionetas o Autos para siluetas, entre otras), en un
deseo de explicitar la subversión de los códigos genéricos convencionales. Por
otra parte, es autor de una obra poética, comparativamente más escueta, la más
desatendida de su producción: tres poemarios publicados entre 1907 y 1920, que
agrupa en 1930 en Claves líricas y
poemas sueltos que nunca incluyó en aquellos libros (Mascato, 2013).
Finalmente, como autor de ensayos, hay que mencionar La Lámpara Maravillosa, su tratado de estética y su obra más
hermética. Esta relación de textos —prosa narrativa y ensayística, teatro y
poesía— conforman el proyecto editorial que nos ocupa, al que voy a referirme
en breve.
Poco
dice, sin embargo, este somero repaso de la obra del escritor villanovés, si no
bosquejamos al menos su historia textual, que afrontaremos en dos niveles,
prensa y libro. En primer lugar, pues, la prensa, cuyo papel es esencial en los
procesos editoriales del autor y su casuística resulta reveladora de la
complejidad que, como decíamos, conlleva editar a Valle-Inclán, tarea que,
adelantémoslo ya, constituye una de las principales líneas de trabajo del Grupo
de Investigación Valle-Inclán-USC, que la presente edición ejemplifica.
LA
PRENSA —EL CORPUS MEDIÁTICO—
(1888-1936)
Hasta
que se produjo la aparición del hasta entonces desconocido corpus manuscrito de Valle-Inclán, la prensa no solo ha sido una
fuente imprescindible para la reconstrucción del proceso de creación de la
mayoría de las obras del escritor, sino que periódicos y revistas han
constituido una suerte de banco de pruebas, un medio idóneo para ejercer su
obsesivo afán de perfección literaria —la «fiebre del estilo», ensayando todo
tipo de modificaciones antes de dar a sus textos su forma definitiva, aunque en
el caso de Valle ese estadio «definitivo» es muy relativo, porque todas sus
obras posteriores a la editio princeps
han sido sometidas a procesos de revisión, que los convierten en nuevas
versiones.
La
firma de Valle-Inclán es una constante en la prensa periódica desde 1888, en
que publica «Babel» y el poema «En Molinares…», ambos en la revista estudiantil
compostelana Café con Gotas (Santos
Zas y Grupo de Investigación Valle-Inclán, 1999), hasta poco antes de su
muerte, con sus últimas colaboraciones en el periódico Ahora. Sus textos aparecen impresos en diversos rotativos gallegos,
nacionales y/o latinoamericanos, de signo político muy dispar, y generalmente,
se reeditan con modificaciones de mayor o menor calado. Un mismo cuento, «A
media noche» (1889) o «Un cabecilla» (1895), pongamos por caso, superan la
decena de versiones, no siempre autorizadas, que constituyen otros tantos
testimonios, que conforman la tradición impresa de cada texto. La prensa,
además de banco de pruebas en el que forja su estilo, supone una imprescindible
fuente de ingresos, si bien a diferencia de la mayoría de sus coetáneos,
Valle-Inclán raras veces publicó en los periódicos textos que no fuesen
propiamente literarios, excepción hecha de sus colaboraciones en la prensa
mexicana (Fichter, 1952) durante su estancia en el país azteca (1892-1893).
Pero,
además, Valle-Inclán suele reunir sus relatos en colecciones, cuyos contenidos
tampoco permanecen inalterables. Tal es el caso de Femeninas (1895), que reedita como Historias Perversas (1907); o las sucesivas ediciones de Corte de Amor (1903, 1908 y 1922), Cofre de Sándalo (1909) o Historias de Amor (1909), entre las que
se advierte un trasvase de sus contenidos, con las consiguientes
modificaciones. ¿Cuál de estas versiones si, por ejemplo, pensamos en
Femeninas, tendría prioridad a la hora de decidir el texto base para su edición
crítica? Si, como suele ocurrir, se optase por la última edición «autorizada»,
habría que elegir Historias Perversas
(1907), en cuyo caso la editio princeps
de estas Seis historias amorosas —es
decir, nada menos que la opera prima
del escritor— quedaría relegada al aparato crítico. De hecho, Serrano Alonso
(1993), Lavaud (1991: 91-111), y especialmente Núñez Sabarís (2005a y 2005b) ponen
de manifiesto la relevancia de esta primera obra, a pesar de su limitada
difusión, como parte esencial de la narrativa breve del escritor.
En
el mismo terreno de la narrativa breve, la mayoría de los relatos de Jardín Umbrío/Jardín Novelesco (alterna
los dos títulos, con un subtítulo común: Historias
de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones, con ligeras
modificaciones entre las varias ediciones) aparecieron en la prensa en paralelo
al proceso de incorporación a las sucesivas ediciones (1903, 1905, 1908, 1914 y
1920), en las que el escritor va incrementando el número de los relatos que las
conforman (de los 5 iniciales a los 17 de la edición de 1920), sin dejar de
retocarlos.
Editar
la narrativa breve de Valle exige, pues, tener en cuenta las versiones
periodísticas dispersas en numerosos rotativos y las sucesivas ediciones de las
compilaciones del autor, atendiendo a todas sus variantes, de origen no siempre
autorial, que forman parte de la historia textual de dichas colecciones, que no
son una rareza, sino el mecanismo habitual del escritor, que diversos
estudiosos se han ocupado de examinar (Lavaud, 1991, Serrano Alonso, 1996; o
Núñez Sabarís, 2005a), al igual que se ha hecho con los varios testimonios de
un mismo texto (poemas y relatos, sobre todo) dispersos en los periódicos.
El
mundo de la prensa es inagotable, y en ella Valle da a conocer los primerísimos
pasos de buena parte de sus novelas y textos teatrales, a modo de relatos
autónomos o breves piezas dramáticas, que incorpora posteriormente a dichas
obras mediante un proceso de reelaboración, que en ocasiones, además de su
reestructuración, implica el fenómeno de la transmodalización. Es decir, la
conversión de un relato en texto dramático o viceversa. Así construye, y es
solo una muestra, Águila de Blasón
(Serrano Alonso, 1990: 83-121) que cuenta con una larga y compleja prehistoria
—pretextos y folletín—, que no es soslayable a la hora de elaborar una edición
crítica.
En
esta misma línea se inscribe la publicación por entregas en periódicos y
revistas españoles y latinoamericanos de la práctica totalidad de sus obras,
como El Imparcial, El Mundo, Relieves,
España Nueva, El Estudiante, España, Heraldo de Madrid, Mundial Magazine, La
Pluma, La Nación (Buenos Aires)… En estos o en otros rotativos da a la
estampa Sonata de Invierno, Águila de
Blasón, Romance de Lobos, las novelas de La Guerra Carlista, Voces de Gesta, La Media Noche, Luces de Bohemia,
La Hija del Capitán y un largo etcétera. Sin excepción, el paso de la
prensa al libro supone con frecuencia una concienzuda reescritura del texto
original, con cambios estructurales, semánticos y estilísticos.
Veamos
un ejemplo: las tres novelas de La Guerra
Carlista se publican por entregas en El
Mundo, a lo largo de un año (entre noviembre de 1908 y noviembre de 1909).
Al editarlas en libro (1908-1909), Valle altera la ordenación de los capítulos
originales, desglosa algunos y los redistribuye, suprime otros y añade algunos
nuevos. Esta reestructuración enfatiza el fragmentarismo constructivo de esas
novelas, tendente a conseguir el efecto de la simultaneidad temporal. Para ello
presta atención a los dos bandos beligerantes —carlista y liberal— en bloques
alternantes, que, mediante un juego contrapuntístico, adquieren una carga
ideológica adicional, que evidencia las preferencias hacia uno de los
contendientes. Pero esa reestructuración determina asimismo modificaciones en
comienzo y final de capítulo orientadas a mantener la coherencia interna. A
estos cambios se suman los estilísticos: adición o supresión de palabras,
frases o párrafos, que comportan cambios semánticos (Santos Zas, 1993: 215 y
ss.).
Es
decir, el paso de la prensa al libro —raras veces sucede a la inversa (vgr. Los Cruzados de la Causa)— no se
puede ignorar a la hora de preparar una edición crítica de cualquiera de las
obras mencionadas. Pero el proceso no concluye aquí. A los pretextos y
ediciones por entregas en prensa —algunas inconclusas— hay que añadir la
casuística de las ediciones en libro, el segundo de los niveles antes
enunciados, que ha sido nuestra auténtica base de operaciones para la presente
edición.
EDICIONES
EN LIBRO ANTERIORES A 1936
Es
sabido que Valle-Inclán a la hora de publicar sus libros raras veces se resigna
a su papel de autor, sino que desempeña la función de editor y se asigna un
doble rol: es editor de sus obras y no pocas veces responsable también de su
diseño gráfico. Este doble papel no se puede perder de vista a la hora de
afrontar las modificaciones que incorpora a sus textos, porque, como bien ha
señalado Joaquín del Valle-Inclán (2006), no siempre obedecen a motivos
literarios sino que en muchas ocasiones se deben a ese papel de editor que
asume con frecuencia. Por otra parte, en la producción de un libro intervienen
distintas manos (impresor, tipógrafo, cajista, corrector de pruebas…) y no
siempre las erratas o errores que se observan son atribuibles al autor sino a
quienes intervienen en el proceso, máxime cuando los originales que se
entregaban en la imprenta eran manuscritos, fuesen autógrafos u hológrafos (en
el caso de Valle nos consta que su esposa, Josefina Blanco, se encargaba de
poner en limpio los autógrafos de su marido y de hacer los traslados para la
imprenta). Teniendo esta situación presente, veamos cuál es la problemática
general de las ediciones valleinclanianas en libro anteriores a 1936.
Son
contadas las obras que Valle-Inclán editó una única vez en formato libro —La Cara de Dios, La Media Noche. Visión
estelar de un momento de guerra, o Luces
de bohemia. Esperpento—; lo habitual es la existencia de obras publicadas
por diferentes impresores o casas editoriales (Andrés Landín, Antonio Marzo,
Fernando Fe, Ambrosio Pérez y Cía., Sucesores de Hernando, Imp. Alemana, Pueyo,
Primitivo Fernández, CIAP…), que reedita en esas mismas o en otras y, a partir
de 1913, reúne además en su Opera omnia,
proyecto que no llegó a completar.
Las
ediciones que siguen a la princeps
presentan casi sin excepción variantes textuales. Resulta elocuente al respecto
la tetralogía de las Sonatas
(1902-1905), no solo porque se han contabilizado 37 ediciones en vida del autor
(aunque su número difiere en cada una de ellas), sino porque los cambios que se
constatan entre la primera y la última de cada Sonata acusan la evolución
estético-estilística de las tres décadas que median entre su editio princeps y la última autorizada.
Este lapso temporal no se puede minimizar so pena de calificar como
pre-esperpénticos rasgos de las primeras Sonatas, que Valle incorpora en las
ediciones posteriores a 1924, fecha en que ha definido el esperpento en la
versión definitiva de Luces de Bohemia.
Lo cual significa que las variantes que se advierten en las versiones tardías
de las Sonatas, potencialmente
deudoras de la estética esperpéntica, no son extrapolables a las primeras. Sin
tener en cuenta esta circunstancia, las conclusiones podrían ser —de hecho así
ha ocurrido más de una vez— equivocadas. Esta situación vuelve a plantear el
problema de la elección del texto base, ya que la última edición en vida del
autor no responde —pongamos por caso la Sonata
de Otoño (1933)— al momento estético en que fue concebida y publicada
(1902). Pues siendo, como es, una obra emblemática del modernismo literario
hispánico, deudor de Rubén Darío, se desvirtúa en su última versión. Bien es
cierto que las variantes —recordemos lo dicho respecto de Femeninas— se consignarían en el aparato crítico de la edición, en
caso de hacerlo explícito, pero aun siendo así ¿no sería más coherente ofrecer
al lector la editio princeps, que,
dada su rareza —es prácticamente inencontrable—, no tendrá ocasión de leer tal
como Valle-Inclán la concibió en 1902, si no es como texto base de una edición
crítica? De hecho, en el plan de trabajo que aquí acometemos, adoptamos, como
explicaré en los criterios editoriales, como texto base de cada obra su editio princeps, si bien contemplamos
excepciones a la norma general que creemos justificadas.
En
la casuística editorial valleinclaniana hay que contar también con coediciones
realizadas por varios libreros, que dan origen a variantes en cubiertas y
portadas de una misma impresión tipográfica, es el caso de las cuatro que
conocemos de Cuento de Abril (1910),
las dos de La Pipa de Kif o el más
complicado de la trilogía de La Guerra
Carlista (1908-1909), editada por cuatro libreros —Pueyo, Victoriano
Suárez, Primitivo Fernández y Perlado Páez y Cía—, que se multiplican en El Resplandor de la Hoguera, un caso
particularmente complejo y elocuente (Santos Zas, 1993: 241-242; Iglesias
Feijoo, 2015: 103-142), que abordaremos en detalle en el volumen II de la
narrativa del autor. Pero además, la tirada de una edición puede contener
variantes, derivadas de la intervención del autor-editor, como hemos podido
comprobar al cotejar diversos ejemplares de El
Resplandor de la Hoguera (1909), en el que de nuevo se verifican pequeños
cambios en el último cuadernillo. La trilogía carlista fue reeditada, sin
mencionar las colecciones populares, en 1920/1927 (salvo Gerifaltes de Antaño) y en 1929 y 1930 en la CIAP.
Igualmente,
Valle-Inclán ha dado a la estampa como textos autónomos capítulos o partes de Tirano Banderas y El Ruedo Ibérico en colecciones populares —Los Novelistas, La Novela de Hoy, La Novela Semanal, La Novela Mundial…—,
que integra en la serie isabelina (Cartel
de ferias, 1925, en cubierta: Cartel
de feria; Ecos de Asmodeo, 1926; Estampas
isabelinas. La Rosa de Oro, 1927; Teatrillo
de enredo, 1928; o Las reales
antecámaras, 1928, son algunas de ellas), mecanismo que vale, aunque en
grado de menor complejidad, para la pionera novela de dictador, Tirano Banderas (vgr. Agüero nigromante, 1926/Agüero
nigromántico, en la cubierta). Pero también acude a la reutilización de
materiales previos: Una Tertulia de
Antaño (1909), que transforma al incorporarla a El Trueno Dorado (publicada en Ahora:
19 de marzo a 23 de abril de 1936).
Agreguemos
a lo expuesto que a partir de 1913 y hasta 1933 Valle-Inclán se ocupa de la
edición de su Opera omnia, vols. I al
XXX, aunque no llegaron a ver la luz los tomos XXIV al XXIX (no incluye Cenizas, La Cara de Dios, El Marqués de
Bradomín. Una Tertulia de Antaño o La
Media Noche), y otros se anunciaron con un número de volumen que, o bien
cambió (el caso de Divinas Palabras)
o se consignaron como obras de próxima publicación, pero nunca se editaron, tal
sucede con Un día de guerra (visión estelar), que apareció en 1926,
en la portadilla del Tirano Banderas
como vol. XVIII de la Opera omnia, y
en la del Retablo de la Avaricia, la
Lujuria y la Muerte, como vol. XX. No es la única vez que Valle anuncia
títulos que, hasta donde sabemos, no llegó a publicar: Hernán Cortés, Las Banderas del Rey, La Guerra en las Montañas y
todos los que conforman las dos últimas series de El Ruedo Ibérico, distribuidos en tres trilogías (véase el vol. III
de la presente edición). Por otra parte, dejó reservado el vol. I de este
proyecto de obras completas para La
Lámpara Maravillosa, su tratado de estética, que incorporó a la colección
en 1916.
Coetáneas
a la Opera omnia se constatan otras
ediciones sueltas de sus obras en empresas editoriales y en colecciones
populares, que ya he ido mencionando a lo largo de esta exposición (queden
citadas de pasada dos antologías, Las
mieles del rosal, 1910, vol. I de la Biblioteca de Autores Galegos; y una
selección de prosa y poesía realizada por G. Jiménez, Cuentos, estética y poemas, 1919).
Por
último, son ediciones póstumas: el ya citado El Trueno Dorado, publicado como libro en 1976; y Flores de Almendro, antología de relatos
que vio la luz el 31 de marzo de 1936, aunque no hay constancia de que fuese
Valle-Inclán su responsable.
En
este complejo proceso de difusión de la obra valleinclaniana se aprecian además
frecuentes cambios de títulos y subtítulos: Cenizas.
Drama en tres actos (1899), se reescribe bajo el nombre: El Yermo de las Almas. Escenas de la vida
íntima (1908); El Terno del Difunto
(1926) se convierte, al incorporarlo a Martes
de Carnaval (1930), en Las Galas del
Difunto, que supone siempre una reelaboración del texto original hasta el
punto de constituir auténticas reescrituras. Igualmente, emplea diferentes
denominaciones genéricas para una misma obra, que subrayan el fenómeno de la
interdiscursividad (Águila de Blasón.
Novela en cinco jornadas, en su paso de la prensa al libro se transforma en
Águila de Blasón. Comedia bárbara en
cinco jornadas; La Cabeza del Bautista y La Rosa de Papel. Novelas macabras
(1924) se subtitulan «Melodramas para marionetas» al reeditarlas en Retablo de la Avaricia, la Lujuria y la
Muerte, 1927). Por último, Valle agrupa tardíamente obras, editadas
inicialmente sueltas, a las que confiere un título general (vgr. Martes de Carnaval, Tablado de
Marionetas para Educación de Príncipes, el citado Retablo de la Avaricia, la Lujuria y la Muerte o Claves Líricas),
agrupaciones que comportan siempre la existencia de variantes, más de una vez
significativas modificaciones estructurales y cambios semánticos derivados de
sus relaciones con los textos que comparten su nuevo destino.
Los
datos expuestos tan solo permiten vislumbrar —no era otra su finalidad— el
complejo sistema de escritura y publicación de Valle-Inclán, quien concibe su
obra no como definitivamente fijada sino como «obra en marcha» —utilizando la
expresión juanramoniana, afín a la valleinclaniana por muchos conceptos—, que
el investigador ha de afrontar a la hora de editar cualquiera de sus textos.
Por ardua que resulte la tarea, la crítica textual nos ofrece la metodología e
instrumentos para resolver los problemas que plantean los diversos testimonios
—desde la editio princeps y sucesivas
versiones, hasta la última edición en vida del autor—, la intrincada historia
textual de cada obra, sus complejas génesis, con largas y dispersas
prehistorias en la prensa, que conforman la historia textual de cada obra, sin
olvidar que el diseño e ilustración de las obras del escritor son
condicionantes —y a veces hasta determinantes— de variantes textuales, como ha
demostrado Joaquín del Valle-Inclán (2006). A esta casuística, que requiere una
paciente indagación hemerográfica, disponer de las ediciones/emisiones de cada
obra e incluso del mayor número de ejemplares posible de cada tirada, ha venido
a sumarse ahora el Legado manuscrito
del escritor, que responde, en términos generales a otra tradición con sus
propios códigos de análisis, edición y difusión.
NUESTRO
PROYECTO EDITORIAL
Se
han mencionado ya los antecedentes del presente proyecto editorial, cuyos
criterios generales y específicos relego a la nota que cierra esta
introducción. Sin embargo, acaso convenga adelantar dos de sus supuestos
básicos, a saber: que nuestro proyecto está concebido como una compilación de
la totalidad de la obra del autor editada en librería, y en esto no discrepa de
otros editores que han asumido similar tarea, pero difiere de sus predecesores
en la elección del texto base —editio
princeps—, una decisión que contempla contadas excepciones, que creemos
poder justificar. Dicho esto, de los cinco volúmenes de que consta esta
edición, tres de ellos se destinan a la prosa de creación de Valle-Inclán,
narrativa de ficción (relato corto y novela) y ensayo (23 títulos originales
del autor); y los dos volúmenes siguientes a su producción teatral (22 títulos
más) y poética (3 títulos). En términos generales y en todos los casos, se
combinan dos criterios: genérico (prosa ficcional y ensayística, teatro y
poesía), que, a su vez, se ordena siguiendo un orden cronológico de
publicación.
La
distribución original de nuestro proyecto, modificada por razones editoriales,
organizaba la narrativa en dos grandes bloques, cuya frontera era La Media Noche. Visión estelar de un momento
de guerra (1917), obra que comporta la formulación de una poética narrativa
que adscribe al autor en el ámbito de la vanguardia literaria. La organización
en tres volúmenes aconsejó un reajuste en ese inicial planteamiento, de manera
que este primer volumen agrupa la narrativa breve del autor: Femeninas (1895), Epitalamio (1897), Corte de
Amor (1903/1922) y Jardín
Umbrío/Jardín Novelesco (1903-1920), y La
Cara de Dios (1900). El volumen II contiene las cuatro Sonatas (1902-1905), Flor de
Santidad (1904), la trilogía de La
Guerra Carlista (Los Cruzados de la
Causa, El Resplandor de la Hoguera y Gerifaltes
de Antaño, 1908-1909), Una Tertulia
de Antaño (1909), La Media Noche
(1917) y Tirano Banderas (1926).
El
volumen III y último de prosa narrativa se dedica casi íntegramente al ciclo
incompleto de El Ruedo Ibérico.
Recordemos que Valle-Inclán llegó a anunciar, bien en la prensa o en las
portadillas de sus libros, todos los títulos que conformaban las tres series de
El Ruedo Ibérico, concebido como tres
trilogías, de las que se publicaron dos novelas completas de la primera serie, La Corte de los Milagros (1927/1931) y Viva mi Dueño (1928); y en la prensa la
tercera, que dejó incompleta, Baza de
Espadas (1932). Los restantes textos que se relacionan directamente con el
ciclo de los «Amenes del reinado isabelino», incluidos asimismo en dicho
volumen, son: Fin de un Revolucionario
(1928), Un Bastardo de Narizotas
(1929), y El Trueno Dorado (1936).
Pero
además de los textos que conforman El
Ruedo Ibérico, este tercer tomo se cierra con la prosa ensayística del
escritor, incorporando La Lámpara
Maravillosa. Ejercicios espirituales (1916), un libro al que Valle-Inclán
reservó el volumen inicial de su Opera
omnia, confiriéndole el valor de «obertura» de la partitura que despliega
ante el lector. Sin embargo, en la presente edición hay dos secciones:
narrativa y ensayo, donde se aloja el tratado de estética del escritor,
siguiendo un criterio condicionado por las características de la colección. No
obstante, como se dice en una nota editorial al vol. III, el carácter
excepcional de La Lámpara Maravillosa
en la producción y trayectoria del escritor gallego (mirada integradora de
pasado y futuro), permite adjudicarle simbólicamente el papel de alfa u omega de su itinerario literario.
El
teatro y la poesía valleinclanianos, por su parte, se distribuyen en dos tomos
(IV y V de las Obras completas), el primero reúne las piezas dramáticas que
abarcan los quince primeros años de su labor dramatúrgica (1899-1914), que se
cierran con la llamada «crisis teatral», que lo aparta de los circuitos
teatrales comerciales, a raíz de su ruptura con María Guerrero y Díaz de Mendoza,
la compañía, junto con la de Irene López Heredia, más potente del país, que
cierran sus puertas a los estrenos de Valle-Inclán. Años de silencio teatral,
que se rompe a partir de 1919 con una serie de obras que marcan la etapa más
creativa y revolucionaria del dramaturgo, que inaugura el esperpento.
Así,
el volumen IV da cabida a piezas dispares: desde el convencional drama en tres
actos, Cenizas (1899), hasta la farsa
La Cabeza del Dragón (1914). Entre
ambos extremos se hallan: El Marqués de
Bradomín (1907), El Yermo de las
almas (1908), las Comedias Bárbaras
(Cara de Plata, 1923; Águila de Blasón, 1907; y Romance de Lobos, 1908); Cuento de Abril (1910), Voces de Gesta (1911), La Marquesa Rosalinda (1913) y El Embrujado (1913). Obras que en su
mayoría Valle-Inclán tuvo ocasión de estrenar, antes o después de editarlas.
Sucede
lo contrario en las obras que integran el volumen V, que responden a un período
de libertad y madurez creativas y sin embargo apenas fueron representadas, a
resultas, entre otras razones, del enfrentamiento que Valle mantuvo con las
principales empresas teatrales, lo que significó su exclusión de los circuitos
comerciales durante la década de los años 20. En este volumen se agrupan Divinas Palabras (1920), las tres farsas
que reunió en Tablado de Marionetas para
Educación de Príncipes: Farsa Infantil de la Cabeza del Dragón (1914), Farsa Italiana de la Enamorada del Rey
(1920), y Farsa y Licencia de la Reina
Castiza (1922). A ellas se suman el primer esperpento, Luces de Bohemia (1924), dos melodramas: La Rosa de Papel (1924) y La
Cabeza del Bautista (1924), de los que se conservan los manuscritos en una
fase redaccional que se podría considerar acabada; Ligazón (1926), Sacrilegio
(1927), Los Cuernos de don Friolera
(1925), El Terno/Las Galas del Difunto
(1926) y La Hija del Capitán (1927).
Buena parte de estos títulos Valle-Inclán los reagrupa de acuerdo con
afinidades temáticas o estético-estilísticas y los designa con un nuevo título
que confiere un nuevo significado a cada texto en ese conjunto. Es el caso, por
poner un ejemplo, de los tres últimos citados, que reunió bajo la designación
de Martes de Carnaval. A esta
relación se suma como broche final la poesía —tantas veces relegada o
sencillamente olvidada—, que tardíamente Valle reunió, reestructurando sus tres
poemarios: Aromas de Leyenda (1907), La Pipa de Kif (1919) y El Pasajero (1920), en Claves Líricas (1930), pero que aquí se
editan en sus correspondientes primeras ediciones.
Estas
obras conforman la edición designada como Obras
completas de Valle-Inclán, sabiendo que lo es con la restricción
inicialmente señalada, que excluye las publicaciones periodísticas, los textos
sueltos, los prólogos a obras ajenas, etc., como recordaré en los criterios
editoriales.
EL
TEXTO EN SU CONTEXTO: LA OBRA VALLEINCLANIANA A VISTA DE PÁJARO (1895-1936)
Con
el marco editorial previamente descrito, nos acercamos ahora desde este prisma
al primer volumen de la narrativa del escritor, que es también el inicial de
estas Obras completas. Reunimos aquí
las colecciones y ediciones sueltas de narrativa breve del autor publicadas
entre 1895 y 1920, junto con la novela de folletín, rara avis en la producción valleinclaniana, como explicaré después,
La Cara de Dios [1900], que ha tenido
una única edición anterior a 1936, una novela sobre la que pesa la duda de la
paternidad de don Ramón, como veremos en su lugar.
Al
contemplar la trayectoria literaria y, en concreto, narrativa de Valle-Inclán,
desde su opera prima, Femeninas. Seis
historias amorosas (1895), hasta la inconclusa Baza de espadas, tercera novela de la inacabada primera serie de El Ruedo Ibérico o, para ser más
precisa, El Trueno Dorado
(marzo-abril, 1936), han transcurrido más de cuatro décadas, que suponen
profundos cambios histórico-políticos, sociales, científicos, culturales… y,
desde luego, biográficos. Y el Arte no solo no escapó a esas radicales
transformaciones, sino que el arte de la escritura fue adalid de ese cambio de
rumbo estético, que dejaba atrás —con el positivismo filosófico— el realismo y
el naturalismo para interpelar el concepto mismo de arte hasta entonces vigente
y el papel del artista, y dar origen a nuevas formas literarias, que se acogen
a la bandera del llamado Modernismo/Modernism.
«Ramón del Valle-Inclán fue de entre los nuestros el escritor al que alcanzó
más directamente esa ola de fecundidad creativa que alumbró la renovación
modernista de la literatura en el primer tercio del siglo XX» (Villanueva,
2010: XI).
La
vida y la obra de Valle-Inclán, histórica y literariamente hablando, cae de
lleno en este proceso de transformaciones. La biografía del autor gallego, que
no es este lugar de trazar ni siquiera en una somera síntesis (ver Joaquín del
Valle-Inclán, 2015), ha empezado a emerger con nuevos perfiles, tras la suma de
esfuerzos realizados en los últimos veinte años por documentarla y conferirle
el rigor que el descomunal y espurio anecdotario, que suscitó su personalidad,
le había restado, hasta el punto de ocultar —como señaló su amigo Manuel Azaña—
su verdadero rostro. Bien es cierto que no ha favorecido su nitidez el
hermetismo del escritor, celoso defensor de su intimidad, poco proclive a la
confidencia, incluso a la expresión de sus afectos, que ha llevado aparejada la
tendencia de la crítica a buscar respuestas en las criaturas de ficción del
escritor, en las que creen hallar su alter
ego (vgr. el Marqués de Bradomín
o don Juan Manuel Montenegro). Con ellas se han establecido afinidades
ideológicas, rasgos parejos de personalidad o preocupaciones e intereses
comunes, un constante trasvase entre su rostro y su máscara, que ha dado como
resultado un cúmulo de contradicciones respecto de su personalidad, carácter y
pensamiento: esteta y hombre comprometido, carlista y bolchevique, religioso y
ateo, bohemio y dandi, pobre y derrochador, asceta y sibarita, iracundo y
tierno, escritor reconocido y fracasado dramaturgo… Dualidades que, no debemos
ignorar, el propio escritor contribuyó a construir con algunos de sus textos,
sus anécdotas ingeniosas, sus comportamientos excéntricos… que en ningún caso
son gratuitos, porque detrás de esas actitudes iconoclastas no se esconde un
hombre cismático y estrafalario, sino un individuo inconformista, independiente
y lúcido, que en lo personal fue capaz de dimitir de puestos no poco golosos,
como Conservador General del Tesoro Artístico o la dirección de la Academia de
Bellas Artes en Roma, porque no le dejaron poner en práctica su renovador
proyecto (y sabemos de sus intentos frustrados, por ejemplo, en la Academia
romana). El desempeño de estos cargos, con sus luces y sombras, hablan de un
hombre que se tomaba su trabajo muy en serio y cuyos objetivos nadie se tomó
realmente en serio. En esta misma línea se inscribe su desconocido papel como
gestor de sus libros, cuyo proceso editorial controlaba personalmente desde el
diseño hasta sus ventas, una imagen que dista mucho de la del bohemio, que
también ha calado en el imaginario popular y siempre va acompañada de una
retahíla de tópicos, que pesan como losas sobre la personalidad y vida del
autor, y siguen resultando todavía hoy difíciles de desterrar.
Igualmente,
don Ramón fue un hombre comprometido con su tiempo, y lo fue incluso cuanto
parecía ser ajeno a cualquier preocupación que no fuese la obra literaria,
porque su declarado esteticismo —el arte por el arte— no era una evasión en
abstracto, sino la forma de manifestar su desacuerdo con la realidad histórica
que le tocó vivir, sembrada de acontecimientos de gran trascendencia a nivel
internacional, como la Guerra de 1914, que el escritor conoció como coyuntural
corresponsal de prensa e invitado por el gobierno francés para visitar el
frente aliado en 1916. De esta experiencia da fe un cuaderno de notas
manuscritas (Santos Zas, 2016), que constituye la raíz de un libro posterior, a
todas luces francófilo, La Media Noche,
editado en el volumen II de estas Obras
completas. La incidencia literaria de una experiencia biográfica de tamaña
importancia se repite en su estancia en México (1921), que tiene un precedente
lejano de no menor importancia, pues en confesión del autor, su primera
estancia en el país azteca (1892-1893) fue el crisol de su vocación literaria.
En la segunda, escritor ya consagrado, fue invitado como huésped de honor del
Gobierno del Presidente Obregón. Valle-Inclán, al margen de la Delegación
oficial, «llevaba al Centenario de parte de ciertos intelectuales españoles, un
mensaje de solidaridad con el espíritu revolucionario de México, adhesión que
traía consigo una protesta ante la falta de ese espíritu en “la España
oficial”» (Dougherty, 1979: 138). México ofrecía un panorama de cambios
profundos de sus estructuras económico-sociales, que bajo la presidencia de
Obregón había cobrado un gran impulso, y cuyos ecos resuenan en Tirano Banderas. Los efectos de otra
revolución, la rusa, también, se dejaron sentir sobre el autor, que firmó dos
manifiestos de los Amigos de la Unión Soviética, uno en 1933, de carácter
nacional; y al año siguiente, el segundo, esta vez internacional («Manifiesto
del Comité Internacional de los Amigos de la URSS»). Dos años antes, en 1932,
había firmado otra —era la única adhesión española, al lado de las de Gorki,
John Dos Passos o Einstein—, para promover un congreso de escritores contra la
guerra; y en 1935 su nombre figura en el presidium
del Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura, junto a Thomas
Mann, Aldous Huxley, Bernard Shaw, etc. (ver Amparo de Juan 2013: 94-95).
En
el ámbito de la política española nacional e internacional, Valle-Inclán vive
desde el llamado Desastre del 98, hasta la sangría económica y humana de la
guerra con Marruecos, que precisamente en julio de 1921 sufrió su peor derrota
en Annual; fue testigo del deterioro del sistema de la Restauración, pasó por
la dictadura de Primo de Rivera («Eximio escritor y extravagante ciudadano»,
llamó a don Ramón) y vivió la República, etapa en la que presentó su
candidatura a diputado en las Constituyentes de 1931, por el Partido Radical de
Alejandro Lerroux, aunque no obtuvo el acta (Serrano y De Juan, 2007; Dougherty,
1986). Fue precisamente durante la República cuando sus piezas dramáticas
volvieron a los escenarios (Divinas
Palabras, El Embrujado, Farsa y Licencia
de la Reina Castiza), después de un larguísimo período de silencio
escénico, a raíz de la ruptura con las principales compañías teatrales de
Madrid, que le cerraron sus puertas desde 1912-1913; y cuando desempeña cargos
importantes y bien remunerados como los arriba citados, al tiempo que coincide
con el contrato con la CIAP que, aunque por poco tiempo, dejaría pingües
beneficios a su autor. En estos años firma cartas colectivas contra la pena de
muerte, la dictadura de Machado o en apoyo de los mineros de Río Tinto… En 1935
retorna desde Roma a Madrid y desde allí a Santiago para ser tratado de un cáncer
de vejiga, que le llevaría a la muerte el 5 de enero de 1936.
En
este contexto Valle-Inclán desenvuelve su itinerario literario, y lo hace un
hombre consciente de su arte, obsesionado por perfeccionarlo constantemente,
capaz de renunciar a sus lectores —como señaló Pío Baroja, que no le profesaba
particular simpatía—: «Si hubiese vislumbrado un sistema literario, una forma
nueva, aunque no la hubiesen estimado más de diez o doce personas, hubiese
abandonado sus viejas recetas y hubiese ido a lo nuevo, aun a riesgo de quedar
en la miseria» (Baroja, 1944: 61).
Fue
un trabajador incansable, a pesar de alardear de una escritura fácil y sin
correcciones. Una declaración repetida, que el Legado Valle-Inclán Alsina, integrado por más de 5000 páginas
autógrafas (además de otros documentos), desmiente categóricamente, pues
muestra a un hombre que corrige, enmienda, tacha, reescribe palabras, frases,
párrafos, páginas enteras… búsqueda infatigable de esa perfección nunca
hallada. En 1916 escribía:
Ambicioné
que mi verbo fuese como un claro cristal, misterio, luz y fortaleza. En esta
palabra cristal yo ponía aquel prestigio simbólico que tenían en los libros
cabalísticos las letras sagradas de los pentáculos […]. Y años enteros trabajé
con la voluntad del asceta, dolor y gozo, por darles emoción de estrellas, de
fontanas y de hierbas frescas (La Lámpara
Maravillosa, 170).
Valle,
sin embargo, no fue un escritor de torre de marfil, sino un autor lúcido,
sabedor e intérprete de lo que ocurría en el mundo y en el mundo del arte de su
tiempo, sin embargo son escasos sus textos teóricos («fue un escritor de
grandes atisbos teóricos pero no fue un gran teórico», señaló con acierto Buero
Vallejo, 1966: 140), bien que significativos: desde su temprano artículo
«Modernismo» (1902), declaración de principios de su filiación modernista, que
desarrolla en el prólogo a Corte de Amor
(1908), hasta La Lámpara Maravillosa
(1916), su «hermético» tratado de estética, el único texto teórico que cobra
«la fisonomía sistemática de una doctrina cerrada» (Blasco Pascual, 1995: 9); o
la «Breve Noticia», el prologuillo —tan breve como trascendente— a La Media Noche. Visión estelar de un momento
de guerra (1917), que condensa su innovadora poética narrativa, cuya praxis
adquiere su plenitud en Tirano Banderas y
El Ruedo Ibérico; pasando por una serie de consideraciones críticas sobre
literatura y arte, realizadas con motivo de las Exposiciones Nacionales de
Bellas Artes de 1908 y 1912 o las referidas a Romero de Torres, recogidas en el
Catálogo de la Exposición de Buenos Aires de 1922, reveladoras de su concepción
estética «anti-realista» (Schiavo, 1991). Sin olvidar, desde luego, sus
conferencias o sus declaraciones sobre su teatro y el esperpento en entrevistas
numerosas veces glosadas, así como las frecuentes formulaciones teóricas que
pueden espigarse en sus textos, en particular las contenidas en Luces de Bohemia (1920/1924) y Los Cuernos de don Friolera (1925),
sobre las que descansa de manera primordial la interpretación del esperpento.
No estamos hablando, pues, de un hecho aislado, sino de una reflexión con
diversas manifestaciones, que convierte la labor creativa del escritor en un
trabajo plenamente consciente.
Frente
a esta actitud creativa del escritor de constante indagación, la respuesta de
la crítica ante su magna obra con demasiada frecuencia ha estado muy por debajo
de sus méritos. Como señaló a finales de los años 60 Ricardo Gullón, uno de los
errores más persistentes a la hora de evaluar su obra, que ha llegado a contaminar
la apreciación dominante de su figura y obra, ha sido verlo en el contexto
español, como partícipe peninsular del modernismo hispanoamericano o —en
afortunada expresión de Pedro Salinas— como «hijo pródigo del 98». Esta
temprana reivindicación de un Valle-Inclán inscrito en el ámbito de la
renovación de los lenguajes artísticos, que se produce en el período de
entreguerras, tiene una formulación más decidida en Darío Villanueva, quien
destacó, ya en 1978, el carácter innovador de su obra, cuyo punto de inflexión
es La Media Noche (1917), que asocia
al «vasto movimiento internacional y cosmopolita que se desarrolló
fundamentalmente en el primer tercio del siglo XX y dio sus mejores frutos en
los años veinte de entreguerras» (Villanueva, 2010). Y en este marco, hay que
situar la obra de Valle-Inclán para comprender su importancia y darle la
categoría que merece.
VALLE-INCLÁN,
AUTOR DE RELATO BREVE
Si
nos centramos en los textos que conforman la presente edición, salta a la vista
que la primera producción del autor gallego está formada mayoritariamente por
relatos breves: por una parte, los que integran Femeninas, Epitalamio y Corte
de Amor, que abren este volumen; por otra, los cuentos de Jardín Umbrío/Jardín Novelesco
(1903-1920), que se modifican y amplían en las sucesivas ediciones de esta
colección, que alterna ambos títulos.
Las
tres primeras colecciones son deudoras de la lectura de escritores franceses e
italianos, conocidos a través de la biblioteca pontevedresa que albergaba la
Casa del Arco, de Jesús Muruais, en la que alternaban clásicos de la literatura
gallega con las últimas novedades de la europea (J. M. Lavaud, 1972: 257-401):
prerrafaelistas, parnasianos, simbolistas, decadentistas… ocupaban los
anaqueles de aquella cosmopolita biblioteca, en la que figuraban títulos y
autores tan significativos como Gautier, Banville, Victor Hugo, junto a
Shakespeare y el teatro clásico francés o los tres primeros dramas simbolistas
de Maeterlink, siendo la narrativa de ficción el bloque más amplio, en el que
comparte espacio con D’Annunzio, Manzoni, el Fausto y Werther de
Goethe, Dostoievski, Gogol, Gorki, Tolstoi, Turgueniev… todos traducidos al
francés; siendo los autores galos los mejor representados con nombres tan
significativos como los hermanos Goncourt, Maupassant, Zola, Flaubert,
Huysmans, Barbey d’Aurevilly, Villiers de L’Isle-Adam… que se codeaban con
diversas muestras de literatura sicalíptica o las famosas «regles d’amour» del Kama Sutra. A este sucinto sumario hay
que añadir revistas literarias y gráficas, a las que Muruais estaba suscrito
(más de ciento cincuenta se han contabilizado), que llegaban puntualmente de
París, y muy posiblemente familiarizaron a Valle-Inclán con la iconografía Art
Nouveau. Todo ello resulta revelador de la curiosidad y cosmopolitismo de su
propietario (recibía numerosos catálogos de librerías londinenses y parisinas,
además de madrileñas), cuya influencia se ha señalado como uno de los factores
influyentes en la formación de la personalidad artística del joven Ramón Valle
Peña, que asimila aquellas lecturas del decadentismo finisecular (Leda Schiavo,
1991), una huella que se advierte sin necesidad de pesquisas en estas primeras
obras, Femeninas, Epitalamio y Corte de Amor, que tienden un puente con
el modernismo rubendariano, que hallamos en las «Memorias del Marqués de
Bradomín», protagonista de las cuatro Sonatas.
Este mundo cosmopolita se concilia con el universo gallego, que había tenido a
su alcance en la biblioteca paterna, en el que se han visto concomitancias con
el de escritores irlandeses, como Yeats o Joyce (ver Villanueva, 2005). Una
realidad, la de su Galicia natal, que se reconoce como esencial componente de
los relatos que conforman los «Jardines».
Para
completar este boceto del joven Valle en su etapa de formación, señalaría otros
dos datos significativos: por un parte, el despertar de su interés por las
ciencias ocultas, en su doble vertiente popular —Galicia volvía a ser en este
caso una fuente inagotable— y culta, que fue, además, una afición extendida en
los ambientes intelectuales finiseculares, que fomentó su posterior amistad con
Rafael Urbano o Roso de Luna, que va a adquirir pleno sentido en La Lámpara Maravillosa (1916). Por otra,
hay que señalar el bagaje adquirido en su primer viaje y estancia en México
(1892-1893), país que le deslumbró y donde conoció a los escritores del
modernismo, que trató en las redacciones de los periódicos en los que colaboró,
tanto en la capital azteca como en la ciudad de Veracruz. Sus huellas, con las
de su fugaz paso por Cuba en el viaje de ida y regreso a México, se perciben en
la narrativa breve de Valle-Inclán. Con estos mimbres, pues, escribe sus
primeras obras.
Femeninas. Seis historias amorosas,
Epitalamio y Corte de Amor: vasos
comunicantes
En
1895 la imprenta Landín, de Pontevedra, publica Femeninas. Seis historias amorosas[3], gracias también a
una subvención de 500 pesetas concedida por la Diputación de la ciudad. Valle
se había instalado en esta ilustrada ciudad en 1890, al abandonar sus estudios
de Derecho.
La
obra, dedicada a Pedro Seoane, amigo y contertulio en los años compostelanos,
contiene seis historias galantes (Castro Delgado, 2003: 33-52) que llevan por
título otros tantos nombres de mujer: «La Condesa de Cela», «Tula Varona»,
«Octavia Santino», «La Niña Chole», «La Generala» y «Rosarito». Estas novelitas
acusan de forma nítida el bagaje de lecturas que definen el decadentismo Fin de Siècle —en la línea de Les Diaboliques de Barbey D’Aurevilly— y
responden al principio estético de L’art
pour l’art. De hecho, ya en su tiempo se consideró este libro (así lo
valoraron Torcuato Ulloa y Said Armesto, sus primeros reseñadores; ver Santos
Zas, 2015: 423-464) un modélico ejemplo del modernismo literario, considerado,
desde la perspectiva actual, manifestación hispana del complejo fenómeno de la
modernidad (Villanueva, 2005).
Esta
colección recogía asimismo, debidamente reformulados, algunos de los relatos
que de modo disperso don Ramón había publicado previamente en prensa (Núñez
Sabarís, 2005a y 2005b). Sucede con «Octavia Santino» y «La Generala», que con
los títulos de «La confesión» y «El canario», ambos presentados como «novela
corta», habían aparecido en el periódico mexicano El Universal, durante su significativa estancia en México
(1892-1893), en donde, según confesión propia, se decantó su vocación de
escritor y su determinación de serlo. Aquel año publicó en la prensa mexicana y
veracruzana medio centenar de trabajos de muy variado asunto (Fichter, 1952).
Femeninas no volvería a editarse como
libro; en cambio, lo hicieron sueltos cada uno de los relatos que lo integran,
algunos en publicaciones periódicas y todos ellos en las diferentes colecciones
de narrativa breve. Historias Perversas
(1907), publicada en Barcelona, merced a las relaciones del escritor con la
editorial Maucci (tradujo las obras de Eça de Queirós), serían, junto a la
edición pirata, Historias de Amor
(1909), las últimas en recoger la totalidad de los relatos de 1895, además de Epitalamio.
En
1909, Valle-Inclán, tras haber dado a la estampa varias colecciones de novelas
cortas (Corte de Amor, 1903, 1908) y
cuentos (Jardín Umbrío 1903 y Jardín Novelesco, 1905), reorganiza y
agrupa sus relatos conforme a ambas modalidades genéricas, lo cual determinará,
en adelante, la integración de los textos de Femeninas en diferentes colecciones. Así, la primera modalidad se
integra en Corte de Amor (1914 y
1922) y Cofre de Sándalo (1909 y
1922); la segunda en Jardín Umbrío
(1914 y 1920). De esta manera: «La condesa de Cela», «La Generala», «Tula
Varona» y «Octavia Santino» se incorporarían, casi sin excepción, a Cofre de Sándalo (1909 y a la pirata de
1922) y en los dos primeros casos también a Corte
de Amor (1922). A su vez, la temática fantástica, misteriosa y rural de
«Rosarito» casaba mejor con la ambientación de los cuentos «de santos: de almas en pena: de duendes y de
ladrones», de modo que, a partir de 1905, formará parte sucesivamente de la
serie Jardín Umbrío/Jardín Novelesco.
(Serrano Alonso, 1996; Núñez Sabarís, 2005a).
Mención
aparte merece «La Niña Chole», una vez que se incorpora, casi literalmente, a
los ocho primeros capítulos de Sonata de
Estío (1903), desaparece como relato breve, modalidad que mantuvo solamente
en las citadas colecciones de Historias
Perversas (1907) e Historias de Amor
(1909).
Este
juego de trasvases, que se puede hacer extensivo a toda la narrativa breve de
Valle-Inclán (Serrano Alonso, 1996), supone modificaciones de distinto calado,
que corroboran esa explícita insatisfacción del autor con su propia obra y
comporta para sus editores la obligación de tener en cuenta los testimonios de
cada texto. Piénsese, a modo de ejemplo, en la compleja historia textual de
«Octavia Santino» (Núñez Sabarís, 2005a), que pone el acento en el fenómeno de
la intertextualidad tan característico de la obra de Valle-Inclán.
Si
ahora contemplamos Femeninas como
producto artístico (Núñez Sabarís, 2005b; Santos Zas, 2004 y 2015), las Seis historias amorosas son deudoras de
un modernismo todavía incipiente, que pretende recoger la atmósfera decadente
—depravada y sutil, se dice en «La Niña Chole»— que define la literatura fin de siècle, asumida como estética
combativa por la juventud modernista del novecientos, que importaba las formas
más estridentes de la contemporaneidad literaria parisina para derribar
—renovar, insistían— las anquilosadas formas del patrón realista y las
convenciones académicas de escritores consagrados. Resulta a este respecto
significativo que Valle vaya reduciendo paulatinamente en su reescritura de los
relatos las referencias explícitas a los préstamos literarios, que se
vislumbraban en Femeninas,
probablemente porque no necesitaba ya de referentes consagrados que diesen
lustre a una obra que nunca dejó de reeditar, excepción hecha de la ya
mencionada «La Niña Chole», acaso por fidelidad a aquellos sus primeros pasos
todavía vacilantes, o tal vez por una razón menos nostálgica y más poderosa,
pues tiene que ver con el excelente comportamiento editorial que la narrativa
breve tenía en un momento de expansión de revistas literarias y prensa
periódica, como prueba el hecho de que casi todos los relatos de Femeninas se publicaron en rotativos en
los años posteriores a 1895. Las posibilidades editoriales que se abrían en
1900 van a favorecer los géneros breves, que vivieron su época dorada en el
modernismo.
La
naturaleza galante de esta literatura fin
de siècle (Castro Delgado, 2003: 33-52) tiene su primer punto de apoyo en
las tormentosas relaciones amorosas que se desarrollan en cada uno de los
relatos de Femeninas y en los que
incorpora posteriormente a Epitalamio
(1897) y Corte de Amor (1903).
Las
seis historias reproducen las relaciones amorosas de las seis damas, mucho
menos diabólicas con sus pretendientes, que el precedente daurevillesco que el
propio Valle evoca, y reflejan, con la brevedad que impone el género, el
instante final de unas relaciones eróticas. En este marco se inscriben los dos
prototipos femeninos finiseculares —la femmefatal
y la donna angelicata—, que encarnan
las protagonistas de las Seis historias
amorosas (Litvak, 1979; Hinterhaüser, 1980). En todas ellas se advierte un
premeditado deseo de escandalizar, de épater
le bourgeois, de ahí el cultivo intencionado de lo morboso: el adulterio,
el incesto, la seducción, el ¿suicidio/asesinato?…, pero las más de las veces
domina un toque más frívolo que dramático, con un esteticismo artificioso, que
apunta ya en la dirección de las Sonatas.
Si los personajes femeninos actualizan figuras como Salomé o la perversa
Lilith, nos ofrecen una variedad de comportamientos en el instante final de sus
relaciones: desde el sentimiento de culpa de Octavia, ya moribunda, por «vivir
en pecado» con su joven amante, hasta el juego sádico y narcisista de Tula con
el suyo, pasando por la actitud desenfadada e intrascendente de Currita —la
Generala—, que contrasta con el final trágico de Rosarito. Por su parte, los
personajes masculinos son tipos donjuanescos, seductores, bohemios o dandis,
forjados sobre modelos de la literatura galante contemporánea (Castro Delgado,
2003), que oscilan entre el joven romántico arrebatado por la pasión y el
maduro seductor de ribetes satánicos: Pedro Pondal, amante de Octavia y Juan
Manuel Montenegro, seductor y ¿asesino? —el final es ambiguo— de la adolescente
Rosarito, respectivamente. Entre ambos extremos se dibujan: el hermoso criollo
Aquiles Calderón, amante de la condesa de Cela, el frívolo y petulante
duquesito de Ordax, pretendiente de la maligna Tula, el rendido admirador de la
cruel y exuberante criolla, Niña Chole, que ejerce absoluta fascinación sobre
el narrador (antecedente del marqués de Bradomín); y Sandoval, el joven
ayudante del General Rojas, que juega a seducir a la irreflexiva Currita
Jimeno. Todas las historias están contadas por narradores externos, con la excepción
de «La Niña Chole», que es una autobiografía ficticia, y sus protagonistas,
caracterizados por sus poses artificiosas y sus estudiados —estereotipados
muchas veces— movimientos, se desenvuelven en ambientes refinados y exquisitos,
mientras los casos excepcionales —la modesta buhardilla de Pondal o la casa de
Aquiles Calderón— se dignifican al asociarse con el escritor bohemio y el
estudiante universitario de la imaginaria Brumosa, convertida en versiones
posteriores en Santiago de Compostela. Por otra parte, hay una preferencia por
ambientes urbanos, con la salvedad de «Rosarito», que se desarrolla en el mundo
rural gallego, concretamente en el señorial pazo de la anciana condesa de Cela
(personaje que nada tiene que ver con el cuento homónimo de esta misma
colección); excepción también a la regla general de desenfado y frivolidad que
preside los restantes relatos, quizá por ello Valle-Inclán, como queda dicho,
lo incorporó a las sucesivas ediciones de las colecciones de cuentos de Jardín Umbrío y Jardín Novelesco (1903, 1905, 1914 y 1920), con las que estaba más
en consonancia tanto por la ambientación gallega, que reitera como marco de
muchas ficciones posteriores, como por la atmósfera de misterio que preside
esta novela corta. En «Rosarito» la inesperada aparición de don Juan Manuel
Montenegro —exiliado en Portugal por razones políticas— en el pazo de la
condesa de Cela provoca el encuentro con la jovencísima nieta de la señora del
pazo y de ahí nace una desigual relación en la que el viejo Montenegro, dueño
de todas las artes de la seducción, las ejerce sobre la inocente Rosarito,
subyugada por el magnetismo erótico que sobre ella proyecta el hombre maduro, y
cuya dramática muerte —aparece en su lecho con el alfilerón que sujetaba su
cabello clavado en el pecho— se convierte en un enigma, porque el autor
voluntariamente escamotea al lector los datos para resolverlo. Todos esos
rasgos justifican su antes comentada supresión en posteriores reagrupaciones de
los relatos galantes, Corte de Amor
(1903, 1908 y 1922) y Cofre de Sándalo
(1909), aunque lo mantiene en Historias
Perversas (1907) e Historias de Amor
(1909).
Las
sucesivas versiones de los seis relatos permiten, no obstante, observar la
preocupación de Valle-Inclán hasta 1909 —año en que fija prácticamente la
versión definitiva de estas novelas cortas—, por ir adecuando estas narraciones
de juventud a su evolución estética. Como se puede observar también en los
relatos de Epitalamio y Corte de Amor, las transformaciones
principales son acometidas en ese año de 1909, en que Valle publica su última
novela corta, «Mi hermana Antonia», cerrando de este modo el ciclo de las
«honestas y nobles damas», aunque continuaría reeditándolas.
En
dichas alteraciones acomete también correcciones de calado para rectificar las
numerosas vacilaciones del texto de 1895: incorrecciones ortográficas,
morfológicas y sintácticas, una puntuación inestable (vgr. el uso de coma entre sujeto y predicado) o el excesivo uso de
interjecciones y exclamaciones, de evidente coloquialismo, que son eliminadas
en las reediciones.
Estas
características de escritura permanecen, aunque en menor medida, en su segundo
libro, Epitalamio (1897), el primero
publicado en Madrid, con escasa fortuna de ventas y críticas, si exceptuamos el
conocido «Palique» de Clarín, que censuraba el modernismo amoral, provocador y
ramplón del texto. En efecto, Epitalamio
profundiza en un decadentismo consciente, que desarrollará años después —si
bien no se puede omitir la clave paródica e irónica— en la tetralogía de las Sonatas.
Epitalamio, como Femeninas, carece de recorrido como publicación independiente, pero
va a incorporarse también a las diferentes colecciones de novela corta, en
concreto se integra, a partir de 1903, en las sucesivas reediciones de Corte de amor.
La
historia relatada en Epitalamio se
construye, igualmente, sobre el eje de una relación amorosa. La ambientación
pagana y decadente decora la relación de Augusta, que aúna todos los tópicos de
la bella femme fatale, con su amante,
el poeta y aristócrata Attilio Bonaparte. Aparece, como novedad —creando un
perverso triángulo amoroso—, Beatriz, la hija de Augusta, que, a su vez,
encarna los tópicos finiseculares de la niña angelical, de belleza dulce e
inocente (ver Litvak, 1979, Hinterhaüser, 1980, Dijkstra, 1994).
La
historia textual de Epitalamio sigue
procesos análogos a los descritos para los relatos de Femeninas (López Mella y Núñez Sabarís, 2006). En la versión de Corte de Amor (1903) en la que se
incluye, se acomete una importante revisión del texto. En primer lugar se
modifica el título de la novelita, que pasará a llamarse «Augusta», en
conformidad con los demás textos de la colección, titulados con el nombre de su
protagonista femenina. También, por dotar de coherencia su universo literario,
el nombre de la niña ya no será Beatriz —coincidente con la protagonista del
relato homónimo e integrado también en la colección de 1903— sino Nelly.
Resulta
significativa, al igual que sucedía en Femeninas,
la desaparición de las referencias explícitas a los préstamos literarios (vgr. D’Annunzio) y la omisión de
términos gallegos, que impregnan las narraciones de un localismo que resulta
incompatible con su pretendido cosmopolitismo; o en este caso con la atmósfera
italianizante, en consonancia con su temática; tal sucede con los galleguismos
«pazo» o «patín», o con la onomástica y, en concreto, con la sustitución de
«Maruxa» por «Foscarina», un cambio que no es inocente, sobre todo porque se
aplica a una vaca.
Ahora
bien, las variantes más notables se registran en 1909 y en la segunda edición
de Corte de Amor, y tienen
significativas consecuencias estilísticas, pues pule expresiones que pecaban de
un exceso de coloquialismo.
La
antología Corte de Amor (1903)
presenta cuatro narraciones en las que el título resalta a su protagonista
femenina, comenzando por «Augusta», un relato cuyo carácter libertino adquiere
irónica relevancia a la luz del subtítulo de la compilación: Florilegio de honestas y nobles damas;
«Rosita» reproduce el tono desenfadado y juguetón de «La Generala», también con
un duquesito como partenaire. Más sombríos resultan los equilibrios de Eulalia
entre sus remordimientos de madre y esposa adúltera y el amor por su joven
amante Jacobo. El último relato «Beatriz» va a seguir una trayectoria semejante
a la de «Rosarito». Por razones análogas, su temática se aproxima más al mundo
misterioso de los cuentos, antes que al mundano de las novelas cortas, de modo
que pasará en 1920 a integrar la versión definitiva de Jardín Umbrío.
Para
terminar este juego de vasos comunicantes entre novelitas de distintas
colecciones, la génesis de los relatos de Corte
de Amor también sigue un recorrido complejo, con versiones que transitan de
la prensa al libro y viceversa. «Rosita» tiene un pre-texto en prensa titulado
«La reina de Dalicam», publicado en 1899 en La
Vida Literaria en Madrid. «Eulalia» también se había editado un año antes
en el periódico El Imparcial, con el
mismo título. Ambas, como «Augusta», continuarían formando parte de las continuas
ediciones de Corte de amor, de las
que cabe destacar la de 1908 que incluye uno de los pocos textos que podríamos
considerar doctrinales del escritor. Me refiero a la «Breve noticia acerca de
mi estética cuando escribí este libro», culminación de esa intermitente
reflexión estética que inicia con su artículo «Modernismo» (Ilustración Española y Americana,
22-02-1902), primer esbozo del prólogo al libro de Melchor Almagro, Sombras de vida (1903), que precisamente
ampliado será el pórtico a esa segunda edición de Corte de Amor, al igual que a la de 1914.
Comentario
aparte merece «Beatriz». Por la temática —una inocente niña expuesta a abusos
explícitos del corrupto fray Ángel, en un clima de misterio y conjuros
(Speratti Piñero, 1974; Garlitz, 1990)— forma, como ha señalado la crítica, una
especie de trilogía con «Rosarito» y «Mi hermana Antonia». Sin embargo, a
diferencia de la novela corta de Femeninas,
tarda en integrarse en las colecciones de cuentos recogidos en la serie Jardín Umbrío/Jardín Novelesco,
incorporándose únicamente a la edición de Jardín
Umbrío, de 1920, que se tiene por la definitiva. Este cuento tiene también
una historia textual previa a su primera publicación en libro en 1903. Con el
título «Satanás» se presentó al concurso del periódico El Liberal, cuyo jurado lo excluyó por considerarlo inmoral, pero
como contrapartida, mereció un comentario elogioso de Juan Valera en la prensa,
que le otorgó cierta notoriedad. En 1901 se publicaba ya como «Beatriz» en la
revista Electra, aunque Valle lo
integró en La Cara de Dios como parte
de la biografía de Víctor Rey. Todavía reaparece en la edición de 1908 de Corte de Amor, antes de pasar a Jardín Umbrío (1920).
Las
redacciones iniciales de estas obritas diseminaban menciones más o menos explícitas
a escritores, textos literarios, tópicos universales que permitían entrever las
fuentes literarias de la etapa de formación. Pero el análisis y estudio crítico
de las primeras narraciones del escritor también ha dejado al descubierto
intertextualidades evidentes en la creación de estas historias, comprometiendo
de algún modo su originalidad. Said Armesto fue el primero en advertir la
similitud de argumento y detalles descriptivo-narrativos entre «Octavia
Santino» y la obra de Maupassant, Fort
comme la mort, que en efecto se puede verificar (Santos Zas, 2015); o como
la historia de «La Generala» que tenía un antecedente bastante explícito en una
noticia titulada «El cadete y el canario», publicada en el Heraldo de Madrid (1891), el mismo día en que aparecía también en
el rotativo el cuento «El mendigo» de Valle.
Las
lecturas (y traducciones) que Valle realizó de Eça de Queirós dejaron una
huella importante en el estilo narrativo de estos primeros años, pero también
apropiaciones prácticamente literales de breves fragmentos y episodios de las
novelas del escritor portugués. Me limito aquí a señalar que Valle toma
prestada —y no es el único préstamo— la historia del cadete y el canario para
idear a Currita y Sandoval; en «La Generala» también hay mucho de la
queirosiana O Mandarim, merced a las
similitudes explícitas en ambos relatos entre los diálogos y coqueteos entre
Sandoval/Teodoro y ambas generalas (Núñez Sabarís, 2011).
Editar
las colecciones de novela corta de Valle-Inclán: Femeninas, Epitalamio y Corte
de Amor
El
mencionado juego de trasvases de textos, se plasma en esta ocasión en la
tendencia a reeditar sus escritos siempre con modificaciones, que nos habla con
elocuencia de su sistema de creación. Porque todas esas versiones revelan el afán
de perfección literaria que guía al escritor y le lleva a revisar sus textos
infatigablemente. Múltiples cambios —adiciones, supresiones, modificaciones—
que el autor incorpora cada vez que edita sus textos sueltos o en colectáneas:
son variantes morfológicas, sintácticas y semánticas, que afectan a la
estructura, estilo y significado de los textos: cambia una palabra, un
topónimo, pule una frase, suprime una descripción, amplía un retrato, depura la
página o el párrafo de todo aquello que considera superfluo o redundante en
procura de la esencialización y la condensación, en busca de una prosa
melódica, elige el adjetivo cuidadosamente y confiere a la palabra la capacidad
de sugerir no solo por su significado o su valor simbólico, sino por su sonido
o su colocación en la frase.
La
edición que aquí presentamos reproduce las únicas ediciones de Femeninas (1895) y Epitalamio (1897) y la primera de Corte de Amor (1903), con los criterios que se explican en la nota
editorial, aquí materializados como correcciones ortográficas y lingüísticas.
Por
otra parte, por su interés «doctrinal» no hemos querido renunciar a ofrecer la
reproducción del prólogo «Breve noticia acerca de mi estética cuando escribí
este libro» (1908), como apéndice a nuestra edición de Corte de Amor, sobre el que volveremos al abordar las Sonatas (volumen II).
Estas
ediciones quieren ofrecer al lector la posibilidad de adentrarse en la lectura
de los textos que corresponden a los años iniciales de la carrera literaria de
Ramón del Valle-Inclán, por tanto, fieles al contexto en que se escribieron y
publicaron, coherentes con una larga trayectoria que evoluciona en pos de una
constante renovación de su propio lenguaje artístico. Valle-Inclán nunca
rechazó estos primeros textos, de hecho los evoca en el prólogo a Corte de Amor (1908) con cierta
nostalgia expresando su amor por aquella literatura juvenil y atrevida con la
que se había iniciado, desmarcándose de los ya trillados caminos de los viejos
prematuros:
He
aquí un libro de juventud, un libro escrito en esa edad dichosa de sueños y de
esperanzas. ¡Hoy esa edad se me aparece ya casi lejana! Al releer estas
páginas, que después de tantos años tenía casi olvidadas, he sentido en ellas
no sé qué alegre palpitar de vida, qué abrileña lozanía, qué gracioso borboteo
de imágenes desusadas, ingenuas, atrevidas, detonantes. Yo confieso mi amor de
otro tiempo por esta literatura (véase apéndice a Corte de Amor).
En
suma, el interés de estos relatos de iniciación radica, en consecuencia, en que
nos permite apreciar el estado de la escritura de Valle-Inclán a principios de
1900 y poder adentrarnos en las particularidades que van definiendo su
trayectoria literaria, en la que se pueden constatar las lecturas que
incidieron en su formación, sus limitaciones y vacilaciones o los hallazgos que
permiten advertir recurrencias en obras posteriores.
LA
COLECCIÓN DE JARDÍN UMBRÍO/JARDÍN
NOVELESCO: GALICIA AL FONDO
Si
Femeninas representa estéticamente el
cosmopolitismo literario y el mundo cultural europeo, con el que el inquieto
Valle-Inclán había conectado a través del círculo pontevedrés de Jesús Muruais,
que frecuentó hasta su marcha a Madrid; no se puede dejar pasar por alto el
hecho de que la opera prima
valleinclaniana esté prologada por Manuel Murguía, cuyo nombre está unido a
destacadas personalidades de la época y del llamado «Rexurdimento Galego»,
entonces en plena efervescencia. Murguía encarna de manera emblemática la
reivindicación de las señas de identidad propias de Galicia y estaba relacionado
estrechamente con el mundo local y familiar de Valle-Inclán, pues el viudo de
Rosalía de Castro era amigo de Ramón Valle Bermúdez, padre del escritor en
ciernes.
De
la curiosidad e interés de Ramón Valle por todo lo gallego da cuenta su
proyectada, nunca llevada a cabo, Historia
de Galicia, sus tempranas lecturas de la literatura gallega en la
biblioteca paterna, en la que figuraban los escritores más relevantes de la
época, que merecieron su admiración. Tal sucede con Vicetto, cuya famosa novela
histórica, Los hidalgos de Monforte,
recuerda en términos elogiosos en la primera de sus «Cartas Galicianas», pues
en ella encontraba descrita una realidad familiar —«el mundo que conocí de
rapaz»—, que él mismo llegaría a recrear en su obra y, particularmente, en los
cuentos que, en un constante juego de trasvases, van conformando las
colecciones tituladas Jardín Umbrío y
Jardín Novelesco entre 1903 y 1920 (véase su relación más adelante), aunque
algunos de sus relatos no llegaran a formar parte de ninguna de estas
colecciones.
Pero
todos los cuentos que en ellas se integraron a lo largo de los años,
aparecieron en la prensa gallega, nacional y/o latinoamericana antes y después
de su publicación en dichas colecciones y siempre, como si de una suerte de
tela de Penélope se tratase, escribe y reescribe sus textos infatigablemente.
Es decir, en la prensa, de la que Valle fue asiduo colaborador desde sus años
de estudiante universitario, afiló su pluma y ensayó sus primeros textos
narrativos, sus poemas o sus ensayos… la prensa fue una suerte de «forja» para
el escritor, que utilizó también como fuente de ingresos.
De
hecho, Ramón del Valle-Inclán inició su andadura como narrador de cuentos en su
etapa compostelana, en los años 80, considerados unánimemente la Edad de Oro de
la prensa gallega, que registra más de 250 periódicos, portavoces de sectores
sociales, grupos políticos y organismos varios con periodicidad diaria, semanal
o quincenal y una vida por lo común bastante efímera. El Santiago de aquellos
tiempos es, desde esta óptica, muestra patente del vigor de la prensa local.
Una ciudad, no cabe olvidarlo, que fue centro neurálgico del movimiento
regionalista, que tanta resonancia tuvo en el campo ideológico-político y
cultural.
En
este marco se inscribe la revista Café
con Gotas, que nace en 1886 y vive a saltos la década de oro de la prensa
gallega en su propia e intermitente historia (Bouza Brey, 1966; Santos Zas y
Grupo de Investigación Valle-Inclán, 1999). Se trata de una revista
estudiantil, cuyo carácter ilustrado y talante humorístico son sus notas
definitorias, perceptibles ambas desde su mismísima portada. Esa línea
dominante incorpora Café con Gotas a
una tradición de prensa satírica, que cuenta con numerosos antecedentes.
Nos
hemos extendido en esta publicación porque en ella Ramón del Valle de la Peña,
tal era su firma entonces, publicó sus dos primerísimos textos de creación
(Bouza Brey, 1966): un cuento, «Babel», y un poema, cuyo primer verso reza «En
Molinares es verdad notoria» (4 y 11 de noviembre de 1888, respectivamente),
que evidencian en ambos casos su carácter iniciático y su escuálido valor
literario. No obstante, cabe señalar que el cuento, en el marco de la
exaltación de las lenguas autóctonas, bromea desde su propio título con la confusión
plurilingüística. Valle no recogió este relato en ninguna de sus antologías.
Dato curioso, en estas mismas fechas estampa también su firma en la revista su
hermano mayor, y lo hace como Carlos Valle-Inclán.
No
sucede así con el que sería su segundo relato, «A media noche», aparecido en El Globo tan solo un año después, pero
que representa no solo el salto a la prensa nacional (se editará más de una
decena de veces), sino que se convierte en paradigma del trabajo de
reelaboración al que Valle somete sus textos en sus sucesivas reediciones, con
correcciones, supresiones o adiciones siendo, además, uno de los cuatro textos
que Valle-Inclán incluye en todas las versiones de sus «Jardines», en tanto
pionero de las líneas maestras que caracterizan estas compilaciones.
Jardín Umbrío (1920)
Son
diecisiete los relatos que contiene en su última versión Jardín Umbrío (1920), todos ellos publicados en uno u otro de los
anteriores «Jardines» (ver la relación comparada infra), a excepción de dos, «Beatriz» y «Mi hermana Antonia», que
solo se recogieron en 1920 (González del Valle, 1990; Serrano Alonso, 1993).
Estas dos presencias, que tampoco son una novedad (la primera vio la luz en la
revista Electra, en 1901, y ya había
sido utilizada en La Cara de Dios
para desvelar el misterioso pasado del atormentado Víctor Rey; mientras que la
segunda se publicó por vez primera en Cofre
de Sándalo, 1909), sin embargo desempeñan en esta compilación un papel
relevante, si se tiene en cuenta la organización del libro.
A
pesar del dilatado proceso de configuración de esta antología de cuentos, no
estamos ante una recopilación ocasional o fortuita —en Valle-Inclán nada nunca
lo es—, sino que se advierte una unidad de concepción, que se apoya en rasgos
temáticos, constructivos y estilísticos afines, más de una vez apuntados.
Añadiría por mi parte, si nos atenemos a la distribución de los relatos, que
«Mi hermana Antonia» ocupa exactamente el centro, flanqueado por ocho relatos
en cada caso, que suman los dieciséis restantes. Esta posición central confiere
a esta novelita corta una función axial, que Valle-Inclán crea para articular
en torno a ese eje un diálogo que se establece con otros cuentos, que van
creando lazos, que refuerzan asociaciones temáticas, estructurales y recursos
narrativo-descriptivos bastante evidentes.
Estos
diecisiete relatos están enmarcados por un breve texto, a modo de prólogo, que
en las primeras colecciones se designa en el índice como el propio libro; y se
cierra con otro texto, que titula «Oración». Dos textos que se repiten en todas
las ediciones de los «Jardines», aunque con variantes.
Empecemos
por la coda de este Jardín Umbrío
(1920), que reza:
Fue
una amiga ya muerta, quien con amoroso cuidado reunió estos cuentos, escritos a
la ventura y en tantos sitios, para morir olvidados. Cuando un día me los
entregó, después de muchos años, yo creí hallar en ellos el perfume ideal de
sus manos. ¡Pobres manos frías, ojalá pudieseis ahora volver a perfumar estas
páginas!
Estamos
ante un reconocible artificio retórico de larga tradición literaria, que en
este caso evoca de inmediato la figura de la «pobre Concha» cuyo perfume
también impregnaba la carta que, moribunda enviara al marqués de Bradomín
solicitando su presencia. Una evocación que, como en la Sonata de Otoño, también aquí se tiñe de modernismo. Pero además
esta «Oración» justifica la colección, al confiarle a la voz de la enunciación
los relatos de Micaela la Galana, conservados celosamente hasta entonces.
Por
lo que se refiere al prólogo, en 1920 hallamos una voz en primera persona que
presenta la fuente de estas narraciones y explica el título de la compilación,
pero adviértase desde ahora que no solo tiene una función presentativa sino que
crea una atmósfera, un clima que confiere unidad a la obra:
Tenía
mi abuela una doncella muy vieja que se llamaba Micaela la Galana: Murió siendo
yo todavía niño: Recuerdo que pasaba las horas hilando en el hueco de una
ventana, y que sabía muchas historias de santos, de almas en pena, de duendes y
de ladrones. Ahora yo cuento las que ella me contaba, mientras sus dedos
arrugados daban vueltas al huso. Aquellas historias de un misterio candoroso y
trágico, me asustaron de noche durante los años de mi infancia y por eso no las
he olvidado. De tiempo en tiempo todavía se levantan en mi memoria, y como si
un viento silencioso y frío pasase sobre ellas, tienen el largo murmullo de las
hojas secas. ¡El murmullo de un viejo jardín abandonado!
Es
decir, en el preámbulo las historias presentadas por una voz en primera persona
son relatos que tienen su origen en «una vieja criada», que se los contaba a un
niño que de adulto se convierte en su transmisor. Esta presencia en la nota
preliminar de un narrador testigo y la evocación de su propia infancia conecta
con varios relatos de esta antología, que están narrados desde la subjetividad
de un yo adulto, que recuerda —evocación de miedos infantiles— una experiencia
vivida de niño o adolescente («El Miedo», «Mi hermana Antonia», «Del misterio»,
«Milón de la Arnoya» y «Nochebuena»), a diferencia de los restantes relatos,
contados por un narrador en tercera persona, despojado del componente
biográfico ficcional.
Pero
ese preámbulo proporciona otra información fundamental: el sentido de su
título, que remite a los temas dominantes, sintetizados en esta fórmula:
«historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones». A pesar de la
variedad temática y argumental de estos diecisiete relatos, todos ellos se
articulan en torno a los motivos enunciados, que protagonizan personajes
básicamente del ámbito rural gallego —raramente urbano, como el caso de «Mi
hermana Antonia»—, del que se vale el escritor para recrear tradiciones y
creencias populares de endemoniados, almas en pena, pecadores arrepentidos,
santos puestos a prueba… temas que, a modo de teselas, van creando un gran
mosaico de mundo gallego tópico pero poético, marcado por el misterio y la
tragedia, lo mágico maravilloso, que se manifiesta tanto en el contenido de los
relatos como en las técnicas y recursos artísticos utilizados. Un mundo de
ficción en el que se oyen los ecos de la toponimia y la onomástica gallega
(Arnoya, Cela, Brandeso, Santiago, Bretal…), más patente en sus versiones
primeras; una Galicia de saludadoras, mendigos, curas de aldea, señores de pazo,
criados sumisos, bandoleros y ladrones, guerrilleros…
Por
último, conviene aludir al uso del término historias para referirse a las que
se cobijan en este Jardín Umbrío, que
abarcan formas distintas: desde el cuento breve, casi una estampa de gusto arcaizante
e ingenuo y sin apenas argumento («Nochebuena», «La adoración de los Reyes»),
hasta el relato largo que admite la división en capítulos, como «Rosarito»,
«Beatriz» o «Mi hermana Antonia», cuyo carácter axial en el conjunto de los
relatos se refleja también en su capacidad de síntesis de motivos y recursos de
esta colección. Es «Mi hermana Antonia» una de las pocas historias que se
localiza en un espacio urbano, y tiene componentes de misterio en la órbita de
la narrativa gótica, según ha mostrado Luisa Castro (2011: 5-29), siendo su
principal característica la mencionada focalización y enunciación del discurso
por medio de un narrador testigo, que se remonta a su infancia para referir los
funestos hechos familiares relacionados con la supuesta posesión diabólica de
un seminarista que le impartió clases de latín a domicilio, y estableció
relaciones con su hermana mayor, Antonia. La atmósfera, los personajes, la
ambigüedad de los hechos, la finura de la descripción hacen de este relato
extenso una pequeña obra maestra. Por último, es necesario mencionar dos
historias de la colección, que adoptando las formas propias del género
dramático y sus títulos de raigambre teatral («Tragedia de ensueño» y «Comedia
de ensueño»), sin embargo el propio escritor nunca los consideró como tales; de
hecho ambos constituyen muestras tempranas (se publicaron por vez primera en
1901 y 1906, respectivamente) del hibridismo genérico del que hizo gala
Valle-Inclán.
Para
cerrar este panorama a vista de pájaro de la trayectoria del escritor como
autor primordialmente de cuentos, añadiría dos rasgos propios de su sistema de
escritura y publicación que tiene su punto de partida en estos mismos relatos,
y se proyectan hacia otras obras.
Me
refiero, por una parte, al citado fenómeno de la transmodalización, es decir,
la conversión de textos narrativos en dramáticos (vgr. sin ir más lejos, el drama de Arniches transformado en novela
extensa; el cuento «Un bautizo», 1906, reconvertido en escena dramática de Águila de Blasón). Un fenómeno este que
no es ajeno al hibridismo genérico, que como signo de época, Valle lleva a sus
últimas consecuencias, al difuminar las fronteras genéricas y propiciar la
interdiscursividad (la novela se hace dialogada o lírica, el teatro tiene
acotaciones descriptivo-narrativas cercanas a la novela y tan literarias como
el propio diálogo teatral, etc.) y ofrecer obras que no encajan en las
categorías genéricas convencionales. Casos tempranos de este hibridismo
genérico son los textos citados de «Tragedia de ensueño» y «Comedia de
ensueño», que preludian el de textos como Águila
de Blasón, que en su versión periodística (1906) figuraba como «Novela en
cinco jornadas»; o La Rosa de papel y
La Cabeza del Bautista. Novelas macabras.
Por
otra parte, es necesario subrayar el rico diálogo intertextual que las obras de
Valle-Inclán entablan a lo largo del tiempo, un rasgo propio de su sistema de
escritura que se asienta en el uso de la recurrencia. En la obra del escritor
encontramos temas transversales, como el carlismo y la guerra entre carlistas y
liberales, que se atisba en sus primerísimos cuentos («A media noche», 1889), y
alcanza su plenitud en el ciclo histórico de La Guerra Carlista (1908-1909), pero está presente en otras obras,
como las Sonatas o El Ruedo Ibérico. Asociados a los temas
aparecen personajes-tipo que también se repiten, como el caso del bandido, que
representa el cuento «Juan Quinto», o la cuadrilla de bandoleros de «Comedia de
ensueño»; pero esta figura (con el antecedente del artículo sobre el bandido
histórico «Mamed Casanova. Un retrato») la hallamos nuevamente en Sacrilegio y en El Ruedo Ibérico. Otro tipo que se reitera en la obra de
Valle-Inclán es el del guerrillero, que adquiere categoría de protagonista en
el cuento «Un cabecilla» (1895), que, por su parte, tiene versiones distintas,
y alcanza su forma más lograda en la figura del Cura Santa Cruz, protagonista
de Gerifaltes de Antaño (1909) y
entre ambas obras se registra una larga lista de personajes representativos de
las partidas carlistas, que remiten al leitmotiv
de la guerra. Algo similar sucede con la figura del emigrado político, que
tiene su primera imagen en el Montenegro del relato «Rosarito» (1895) y su
figura más emblemática en el Marqués de Bradomín. Es precisamente Xavier de
Bradomín uno de esos personajes cuyas sucesivas apariciones perfilan un
individuo con biografía propia, pues transita la obra de Valle desde sus
primeros cuentos (incluso aparece como topónimo: Bradamín/Bradomín) hasta El Ruedo Ibérico, pasando por las cuatro
Sonatas que además protagoniza;
reaparece en las novelas de La Guerra
Carlista, Una tertulia de antaño e incluso en Luces de Bohemia, en compañía de Rubén Darío, al tiempo que este
personaje enlaza, por su categoría de emigrado político, con la del también
seductor Don Juan Manuel Montenegro, de la novela «Rosarito» de Femeninas.
Valle
igualmente reitera espacios y tiempos históricos que actúan como telón de fondo
de sus ficciones. Así, en los primeros relatos hallamos la forma en que
designará habitualmente el mundo del Trópico, «Tierra Caliente». Este sintagma,
que acuña en un primer relato, «Páginas de Tierra Caliente. Impresiones de un
viaje», es, a su vez, un pre-texto de «La Niña Chole» (1895). Más tarde lo
integra, con la consiguiente reelaboración, en Sonata de Estío (1903), respondiendo al gusto por lo exótico de la
literatura finisecular y, por fin, reaparece para designar el emblemático
espacio en el que se desarrolla nada menos que Tirano Banderas. Novela de Tierra Caliente (1926), espacios
asociados a una doble experiencia biográfica: sus viajes a México en 1892 y
1921. Por otra parte, esas «impresiones de un viaje» sugieren el punto de
partida del género memorias, que
parece querer adelantar las famosas del Marqués de Bradomín.
Sus
temas, personajes y ambientes van perfilándose poco a poco, amplificándose y
modificándose; de modo que una peculiaridad del conjunto de su producción
artística es el diálogo que crea entre sus obras, aunque estas resulten
distantes en el tiempo. Este juego de trasvases, pese a ser una mínima muestra
del diálogo intertextual arriba mencionado, es también revelador de los
procesos de gestación en Valle-Inclán, a veces muy largos, de manera que muchos
de los hallazgos que singularizan su obra están en sus primerísimos textos y
ello confiere a estos relatos no solo el valor intrínseco que poseen, sino
también, un carácter de cantera de obras futuras.
Y
todo ello nos habla de su propio y peculiar sistema de escritura, procesos
lentos y madurados, que van creciendo de manera paulatina hasta alcanzar una
definición acabada y una praxis perfecta años después de haberlas ensayado por
vez primera, siendo esta una de las constantes de su trayectoria, cuyas claves
primeras nos brindan su narrativa breve.
Editar los cuentos de Valle-Inclán: la tela
de Penélope
Si
el trasvase de textos entre las colecciones de relatos «galantes» es frecuente,
otro tanto se puede decir de los cuentos que conforman las sucesivas ediciones
de Jardín Umbrío/Jardín Novelesco, en
las que además han buscado acomodo, por razones explicadas, algunas narraciones
originalmente publicadas en las colecciones protagonizadas por mujeres, como
ocurre con «Rosarito» y «Beatriz», ya comentadas.
Como
excepción a la norma, hemos optado en este caso por editar Jardín Umbrío. Historias de santos: de almas en pena: de duendes y
ladrones (Madrid: Sociedad General de Librería Española, Tip. Europa, Opera omnia, XII, 1920 [colofón: «Este
libro acabose de imprimir en la Villa de Madrid por la Tipográfica Europa a
ocho días del mes de octubre y año de MCMXX»]).
Si
se analizan las cinco compilaciones, que relacionamos después, se advierte que
todas sin excepción comparten, además del prologuillo y la «Oración» final,
cuatro cuentos («El miedo», «Tragedia de ensueño», «El Rey de la máscara» y «Un
cabecilla»); por otra parte, excepto Jardín
Umbrío (1903) todas repiten siete títulos más («La adoración de los Reyes»,
«La misa de San Electus», «Un ejemplo», «Del misterio», «A media noche»,
«Comedia de ensueño» y «Nochebuena»), lo que, significa que, con la salvedad de
Jardín Umbrío (1903), las colecciones
de los «Jardines» (1905-1920) tienen en común once títulos. Las semejanzas se
van estrechando a partir de esa cifra, de manera que solamente dos colecciones,
Jardín Umbrío 1914 y 1920, tienen
nuevamente en común otros cuatro relatos («Juan Quinto», «Milón de la Arnoya»,
«Mi bisabuelo» y «Rosarito», que procede de Femeninas).
Son quince —la totalidad en el primer caso— los que comparten ambas antologías,
pero la edición de 1920, por su parte, contiene dos narraciones más en
exclusiva («Beatriz» y «Mi Hermana Antonia»). Estas dos novelitas cortas, sin
embargo, no la convierten numéricamente en la colección que reúne mayor número
de historias, record que tiene Jardín Novelesco (1908), que relaciona
en su índice dieciocho relatos. Sin embargo, la prelación dada a la edición de
1920, que cuenta con un relato menos, se fundamenta en otros criterios: por una
parte, las narraciones que contiene en exclusiva la edición de 1908 son todas
ellas pre-textos de novelas, a las que se asimilaron tras un proceso de
reelaboración; mientras que los dos relatos, que no comparte la edición de 1920
con los restantes «Jardines», son novelitas cortas, que han tenido antes y
después su propia trayectoria y su presencia proporciona a dicha colección un
equilibrio estructural del que carece Jardín
Novelesco de 1908, pues «Mi hermana Antonia» ocupa el centro de una
distribución simétrica de relatos (8+1+8), equilibrio caro a Valle-Inclán, que
además es el vértice de un triángulo que ocupan otras dos novelas con nombre de
mujeres, «Beatriz» y «Rosarito», que comparten temas, motivos y ambientes. Por
último, la elección de Jardín Umbrío
(1920) como texto base de nuestra edición se justifica, no tanto por ser la
última edición autorizada (criterio que no ha regido la concepción de estas Obras completas), con la importancia que
sin duda ello comporta, sino porque se podría considerar la compilación más
completa de relatos propiamente autónomos de todas las publicadas por el
escritor, y esto le otorga una singularidad que nos ha parecido importante
poner de relieve.
Por
otra parte, los textos que integran esta edición han sufrido a lo largo de su
propia trayectoria (prensa y libro) transformaciones que incluso han modificado
la propia estructura del relato (caso más notable es el citado «A media noche»,
cuento que ha tenido más de una decena de ediciones) o han cambiado su título
(valga el mismo ejemplo que en 1905 pasó a denominarse «Del camino»). Frente a
esos casos extremos, que pueden llegar a transformar un texto de mano inexperta
en un cuento logrado, lo habitual en estos relatos es la presencia de variantes
textuales de muy diverso alcance. En el caso de nuestra edición, hemos querido
ser fieles al texto de cada cuento tal como aparece en 1920, aplicándole los
criterios que se explicitan en la nota final de esta introducción, siempre que
no contradigan el usus escribendi del
autor, criterio antepuesto incluso a la norma actual.
Ediciones
sucesivas y sus contenidos de Jardín
Umbrío/Jardín Novelesco (1903-1920), consultadas para esta edición:
1903:
Jardín Umbrío, Madrid, Casa Editorial
Viuda de Rodríguez Serra, Biblioteca Mignon, vol. XXXIII [1903]. [Contiene:
«Jardín umbrío», «Malpocado», «El miedo», «Tragedia de ensueño», «El rey de la
máscara», «Un cabecilla», «Oración»]. Adviértase que el título «Jardín umbrío»,
que aparece en el índice, no es un cuento sino un breve prólogo, en el que se
explica el origen de los cuentos antologados; de la misma forma que se cierra
con un breve texto, titulado «Oración», que tampoco es un relato.
1905:
Jardín Novelesco. Historias de santos: de
almas en pena: de duendes y de ladrones, Madrid, Tip. de la Revista de
Archivos, Bibliotecas y Museos, 1905. [Contiene: «Jardín novelesco»,
«¡Malpocado!», «La adoración de los Reyes», «El miedo», «Tragedia de ensueño»,
«Un cabecilla», «La misa de San Electus», «El rey de la máscara», «Don Juan
Manuel», «Un ejemplo», «Del misterio», «A media noche», «Comedia de ensueño», «Nochebuena»,
«Geórgicas», «Oración»]. Adviértase que el título «Jardín novelesco», que
aparece en el índice, no es un cuento sino que corresponde al prólogo en el que
se explica el origen de los cuentos antologados; de la misma forma que se
cierra con un breve texto, titulado «Oración», que tampoco es un relato.
1908:
Jardín Novelesco. Historias de santos: de
almas en pena: de duendes y ladrones, Barcelona, Maucci, 1908. [Contiene:
«¡Malpocado!», «La adoración de los Reyes», «El miedo», «Tragedia de ensueño»,
«Un cabecilla», «La misa de San Electus», «El rey de la máscara», «Un ejemplo»,
«Del misterio», «A media noche», «Comedia de ensueño», «Nochebuena»,
«Geórgicas», «Fue Satanás», «La hueste», «Égloga», «Una desconocida», «Hierbas
olorosas», «Oración»]. Véase la advertencia supra.
1914:
Jardín Umbrío. Historias de santos: de
almas en pena: de duendes y ladrones, Madrid, Perlado, Páez y Cía., Imp. de
José Izquierdo, Opera omnia, XII,
1914 [colofón: «Acabose de imprimir este libro en la Imprenta de José Izquierdo
en Madrid a XII días del mes de julio de MCMXIV años»]. [Contiene: «Jardín
umbrío», «Juan Quinto», «La adoración de los Reyes», «El miedo», «Tragedia de
ensueño», «Un cabecilla», «La misa de San Electus», «El rey de la máscara»,
«Rosarito», «Del misterio», «A media noche», «Mi bisabuelo», «Comedia de
ensueño», «Milón de la Arnoya», «Un ejemplo», «Nochebuena», «Oración»]. Véase
la advertencia supra.
1920:
Jardín Umbrío. Historias de santos: de
almas en pena: de duendes y ladrones, Madrid, Sociedad General de Librería
Española, Tip. Europa, Opera omnia,
XII, 1920 [colofón: «Este libro acabose de imprimir en la Villa de Madrid por
la Tipográfica Europa a ocho días del mes de octubre y año de MCMXX»].
[Contiene: «Jardín umbrío», «Juan Quinto», «La adoración de los Reyes», «El
miedo», «Tragedia de ensueño», «Beatriz», «Un cabecilla», «La misa de San
Electus», «El rey de la máscara», «Mi hermana Antonia», «Del misterio», «A
media noche», «Mi bisabuelo», «Rosarito», «Comedia de ensueño», «Milón de la
Arnoya», «Un ejemplo», «Nochebuena», «Oración»]. Véase la advertencia supra.
La Cara de Dios (1900), modelo de novela
popular
En
el conjunto de la producción literaria de Valle-Inclán La Cara de Dios cobra importancia por varias razones. En primer
lugar, constituye la primera novela extensa del autor. En segundo lugar, la
singularidad del producto final responde al molde de la novela popular y de
este aprende el escritor, al igual que Galdós u otros novelistas, recursos que
luego rentabiliza en otras de sus creaciones. Posee, pues, no solo interés
literario sino valor histórico y sociológico intrínseco.
Además
es un texto polémico por cuanto se sospecha, no sin fundamento, una posible
autoría compartida —obra de varios autores (Zamora Vicente, 1973: 67) o colectiva
(Cabañas Vacas, 1987: 57-67)—, sospecha que ha inclinado a cuantos han
afrontado una edición de obra completa (Valle-Inclán, 2002 y 2010) o escogida a
ni siquiera contemplar la inclusión de este texto, que el escritor nunca volvió
a publicar ni a reclamar, una razón más para excluirlo de cualquier trabajo
compilatorio. A su historia textual me referiré después.
A
finales de 1899 Valle-Inclán acepta el encargo editorial de escribir una novela
por entregas a partir del drama homónimo de Arniches, estrenado con éxito
lisonjero en el Teatro Parisch de Madrid el 28 de noviembre de ese mismo año.
Resulta evidente que su triunfo inmediatamente fue aprovechado para hacer un
buen negocio de ventas: ya el 27 de diciembre, apenas un mes después del
estreno, Arniches escribe una carta a Valle-Inclán concediendo su permiso para
transformar el drama en novela, carta que puede verse reproducida en nuestra
edición.
Esta
saldría por entregas, hasta el momento ilocalizables, probablemente desde enero
o febrero de 1900, destinada a un público lector poco exigente con la calidad
literaria de este producto, pero ávido de un argumento que lo mantuviese
atrapado hasta el desenlace apaciguador.
Fueron
56 las entregas de la novela que se vendieron a sus suscriptores; no obstante
contradice este dato el apuntado por Joaquín del Valle-Inclán (2009: 5-13), que
habla de 29 entregas y aporta el precio de venta de cada entrega (25 céntimos)
y los recibos de 28 pesetas abonados a Valle-Inclán por cada cuadernillo; por
otra parte, López del Arco, hijo del editor declaró en 1973 que Valle había
cobrado 1000 pesetas en total. Estos datos, siendo del mayor interés, no nos
permiten, sin embargo, dirimir el número de entregas correcto. Se sabe, sin
embargo, que las entregas no fueron distribuidas por un único editor sino por
dos a través de un proceso de compra-venta: el primer editor, quizá el que
formuló el encargo a Valle-Inclán, fue Tomás Q. de Alarcón quien, después de
repartir las seis primeras entregas, vendió la novela a otro editor, Antonio
López del Arco. Este segundo editor publicó las cincuenta entregas restantes
con nuevas ilustraciones y con toda probabilidad Valle las vendió de acuerdo
con lo preceptuado en el contrato. Esta circunstancia de la cesión explicaría
que Valle-Inclán dejase de ser dueño de la obra y perdiese sus derechos de
autor una vez finalizado el trabajo (Míguez Vilas, 1998: 78-79).
Pues
bien, la novela conoció con posterioridad a la difusión por entregas, que al
menos se mantuvo hasta el mes de agosto de 1901, una nueva edición, ahora en
libro, realizada por la madrileña «La Nueva Editorial», de J. García, que la
dio a la estampa con ilustraciones en blanco y negro y en color. Esta edición
consta de 688 páginas, pero carece de colofón y fue impresa por la Tipografía
Moderna. En la cubierta del ejemplar consultado figura el nombre del autor,
Ramón del Valle Ynclán [sic]. Esta
aparición conjunta de entregas y edición en libro era práctica bastante
habitual en la época y pone de relieve que la venta seriada de La Cara de Dios debió de constituir un
éxito comercial notable. Teniendo en cuenta, además, que la difusión de 50
entregas necesitaba aproximadamente de un año para ser completada, se puede
colegir que en el caso de la novela de Valle-Inclán su difusión en libro no
debió hacerse efectiva hasta 1901. Las entregas, cuadernillos o pliegos
independientes que semanalmente distribuían el texto de una obra, presentaban
una impresión muy descuidada, numerosos errores tipográficos y la calidad del
papel era muy baja. Pero poseían la ventaja de facilitar la compra progresiva
del producto a precio asequible por parte de los lectores suscritos.
Toda
esta información sobre La Cara de Dios
era desconocida —de hecho lo era la propia obra— hasta que en 1972 Domingo García-Sabell
la publica en la editorial madrileña Taurus con un prólogo, que proporciona
esos datos. Su aparición destapó la caja de Pandora y no solo arreciaron los
comentarios en prensa acusando a Valle-Inclán de plagio, sino que se cuestionó
su autoría.
A
estas alturas de su carrera literaria Valle-Inclán ya tiene claro su método de
trabajo, pues el proceso de génesis de sus obras mayores pasa por la escritura
previa de textos independientes, dados a conocer a través de periódicos y
revistas, que potencia el rico diálogo intertextual entre sus creaciones. En La Cara de Dios el procedimiento de
asimilar por vías distintas textos propios y ajenos participa de ese mismo
método creativo según el cual los textos literarios en sí mismos poseen
autonomía, pero pueden llegar a formar parte de nuevas obras gracias a la
oportuna contextualización. Además, con La
Cara de Dios en concreto se ve obligado a escribir espoleado por la
obligación de vender un número fijo de páginas cada semana al editor con quien
ha firmado un contrato. Este círculo vicioso mercantilista en que crea el autor
de novelas populares condiciona la escritura de la obra, concebida siempre bajo
presión editorial y del público lector, e impide la revisión de la misma.
En
la trayectoria de Valle-Inclán La Cara de
Dios, además de ser su primera novela extensa, es una obra singular, tanto
por la distancia estética que media con el resto de la producción
valleinclaniana como por su amplia recepción contemporánea. Pero, sobre todo,
cobra interés por el método creativo utilizado que parte del reciclaje de
materiales propios y ajenos, estrategia que el escritor ensaya más de una vez a
lo largo de su carrera, para mostrar cómo una historia en otro contexto
literario, si está bien integrada, funciona de modo distinto. En este sentido, La Cara de Dios constituye un buen
ejemplo de prácticas transtextuales, en el sentido genettiano, que responden a
la concepción valleinclaniana de la literatura, combinando la libertad creativa
y la recreación libresca.
En
este sentido, es conocida la polémica que acompañó la primera edición moderna
de La Cara de Dios (1972), asociada a
los «plagios» del escritor —cuyas pistas él mismo facilitó—, que en este caso
se relacionaron con una traducción francesa de la novela de Dostoievski, Niétoschka Nezvánova (1849), publicada
bajo el título de Âme d’enfant
(Míguez Vilas, 1998: 53). Pero si el «plagio» remite a las relaciones
intertextuales, hay que subrayar que La
Cara de Dios es desde su mismo título deudora explícita del drama de Arniches,
como se ha indicado, y cuya reescritura supuso, ante todo, un ejercicio de
transmodalización, al convertir en novela un texto originalmente teatral. A la
ampliada versión del drama arnichesco y los textos de su admirado Dostoievski,
que integra de forma discontinua entre los caps, X al XIX, se suma la inserción
literal de dos cuentos de Baroja («El trasgo» y «Médium») en los capítulos V y
IX; otros dos relatos breves del propio Valle-Inclán: «Satanás» y «Ádega
(Historia milenaria)», en los capítulos VII y VIII. Por último, se han
detectado también ecos, reminiscencias —siguiendo la terminología de Genette—
de Poe, Balzac y del Dostoievski de Crimen
y castigo (Míguez Vilas, 1998: 31-65). En suma, el escritor se sirvió de un
conjunto de materiales literarios muy diversos con los que configura un mundo
de ficción a partir de textos pre-existentes, es decir: hace literatura sobre
literatura y esto apunta inequívocamente hacia una concepción antirrealista de
la misma, ya apuntada, que es una las señas de identidad de su obra, sea cual
sea la etapa de su trayectoria.
Si
Valle-Inclán busca con la presencia de todos estos materiales aumentar las
entregas, no es su único objetivo. El autor intenta dotar a su novela de la
suficiente coherencia en cuanto a desarrollo argumental, por eso incorpora
cambios que afectan a la filiación entre personajes, su función y su
significado. Hay un empeño denodado por situar convenientemente los textos
reutilizados, aunque la integración de estos materiales llegue a resultar
artificiosa y los vínculos temáticos y argumentales no sean suficientes para
dotar de trabazón al conjunto. No obstante, esta novela popular gustó al
público lector de la época, ávido de tramas laberínticas y de historias que
alimenten al máximo su interés.
Al
margen de su compleja génesis literaria y los problemas que ha suscitado la
reelaboración de ese conjunto de materiales propios y ajenos, desde el punto de
vista de las estrategias genéricas y narrativas, La Cara de Dios es un alarde del conocimiento que Valle poseía de
las convenciones y técnicas propias de un género específico, la novela popular
de crímenes (Míguez Vilas, 1998: 12 y 77-83), en cuyo análisis cabe destacar la
habilidad del escritor para adaptarse a una estructura compositiva y a unas
estrategias deudoras del subgénero literario mencionado, incrustando esa
diversidad de materiales con una técnica similar al collage, sin soslayar los condicionantes derivados del tipo de
destinatario y la sujeción a un ritmo de publicación preestablecido, que
imponía además un número de páginas cada semana.
Pues
bien, de la novela popular retoma Valle-Inclán estrategias y recursos varios
como pueden ser el origen misterioso del protagonista Víctor Rey, que
Valle-Inclán rentabiliza al máximo; la presencia de elementos melodramáticos en
el desarrollo de la trama tales como la convivencia de víctimas y traidores, la
recompensa de la virtud y el castigo del vicio; las reiteradas intrusiones del
narrador externo, que llega a dialogar con un destinatario ficticio al que
guía; la historia contada por el propio protagonista para conmover a los
lectores; los personajes estereotipados del folletín —excepción hecha del
personaje principal—, hasta el punto de que el personaje arnichesco de Ramón
pierde la complejidad adquirida en el drama; el desenlace en que de manera
satisfactoria para el lector de folletín se restablece el orden perdido, y muy
alejado de la tragedia con la que concluye el drama de Arniches; la repetición
de esquemas conocidos y de tópicos manidos; una intriga convencional pero
cargada de efectismos; la presencia del misterio, los crímenes y las
desapariciones; el manejo de la sorpresa y la tensión expectante; la existencia
de enigmas pendientes de resolución hasta el final; la estructura temporal retrospectiva
pues la novela de crímenes se organiza desde el desenlace y camina hacia el
inicio de la historia; el truco del suspense para despertar la curiosidad del
lector e incesantes preguntas; los cambios bruscos de fortuna; la sucesión
laberíntica de peripecias; el maniqueísmo y el enfoque didáctico-moralizante
dado al desarrollo de la historia, en cuyo desenlace triunfan el bien y la
virtud…
Desde
el punto de vista de su diseño, la obra está organizada en dos libros con 25 y
19 capítulos respectivamente, numerados en romanos (salvo el primero y último
de cada libro), cuya extensión es desigual.
Los
capítulos están titulados (exc. XIX de la primera parte, y XVIII de la
segunda), pero solo los primeros van sistemáticamente acompañados de una
ilustración, que sirve como carta de presentación del episodio correspondiente.
En otros casos, aparecen ilustraciones a inicio, mitad o final de página. Las
ilustraciones intercaladas a página completa (recto, con ilustración; verso, en
blanco) no siguen la paginación correlativa del folletín. Esto es, carecen de
numeración, por lo que podrían aparecer insertadas en cualquier otro punto del
capítulo.
La
influencia de la entrega, unidad de creación y de consumo, de esa transmisión
señalizada y de las normas genéricas en el diseño de los capítulos, la manera
de distribuirlos, sus divisiones internas, sus títulos y el diseño de sus
finales, interrumpidos de manera inesperada, es más que notable. Pero otros
aspectos estructurales de La Cara de Dios
también quedan condicionados por ese mecanismo de difusión y por el deseo de
mantener atrapado al lector mientras dura la venta de las entregas. Típicos del
género son, por ejemplo, los motivos de la traición, la enfermedad, la envidia
o el crimen. El tratamiento de los temas centrales de la novela (amor, muerte,
miseria y destino) responde asimismo a los gustos de los lectores de
folletines. En cuanto a los espacios, estos solo interesan como marco de las
acciones, de ahí que apenas aparezcan descritos, salvo aquellos pertenecientes
a los textos valleinclanianos insertados dentro de la novela. La contraposición
entre ámbitos rurales galaicos y los urbanos no parece casual, sino que
refuerza la idea de que Madrid es centro del vicio y del peligro, en suma, un
laberinto amenazador.
No
será solo esta última característica de La
Cara de Dios, en lo que respecta a la visión de la ciudad-monstruo de
Madrid, la que vuelva a reaparecer en obras posteriores de Valle-Inclán,
notablemente en Luces de Bohemia. En
este su primer esperpento también acude el autor a la ficcionalización de
personas reales, al motivo de la venta de la capa, a un diálogo entre Max y el
preso catalán en el que podemos advertir concomitancias con el mantenido entre
Víctor y Palomero sobre el anarquismo. Y no olvidemos que los diálogos de Luces de Bohemia adeudan al género chico
buena parte de los modismos y expresiones que el dramaturgo depura. Un trabajo
de estilo en parte ya realizado por Valle-Inclán cuando en 1900 adapta y
aumenta el drama homónimo de Carlos Arniches. En fin, el entramado del folletín
y varios de sus motivos afloran en los otros esperpentos, todos ellos de
ambientación urbana y varios presididos por el personaje colectivo.
EDITAR
LA CARA DE DIOS
Llegados
a este punto y antes de clarificar en qué medida Valle-Inclán sigue los
parámetros de la novela popular de crímenes, conviene hacer varias
puntualizaciones acerca de la apuntada hipótesis de una autoría compartida o
colectiva de La Cara de Dios, razón
que ha llevado a excluirla de proyectos similares al nuestro. Ciertamente nada
es descartable mientras no se demuestre lo contrario y, sobre todo, porque las
colaboraciones entre escritores y el intercambio de los mismos dentro del
proceso de escritura de una novela de folletín eran usuales en la época. Pero
igual de frecuente lo era que proyectos inicialmente pactados entre ellos, a la
postre los resolviese un único escritor (por ejemplo, Ramiro de Maeztu).
Acaso
ante la mera sospecha, bastaría seguir el argumento que fray Benito Jerónimo Feijoo
adujo para justificar el uso del castellano en lugar del latín en su Teatro Crítico Universal ante quienes se
lo reprochaban: hemos decidido editar La
Cara de Dios por considerar, como principal razón, que no tenemos ninguna
en contra. Pero siendo esta un buen motivo, creemos estar en condiciones de
ofrecer argumentos nuevos a los conocidos.
Ya
Catalina Míguez Vilas había aportado en una de las poquísimas monografías
dedicas a esta novela (1998: 19-22) razones de orden extraliterario y
literario, que nos inclinan a considerar a Valle-Inclán como artífice de La Cara de Dios.
Empecemos
por recordar las palabras del propio don Ramón en el prólogo a Sonata de Primavera (1904), reproducido
en el volumen II: «No hace todavía tres años vivía yo escribiendo novelas por
entregas, que firmaba orgullosamente, no sé si por desdén, si por despecho».
Palabras que —¿por qué dudarlo?— reconocen malgré
lui la paternidad de un tipo de novelas, a la que se adscribe La Cara de Dios. Parece corroborarlo la
siguiente declaración de Ricardo Baroja:
Aquella
época era ingrata para los jóvenes literatos […]. Valle-Inclán, como todos
—recuerda Ricardo Baroja en La Pluma,
1923—, se resentía de la crisis […]. Un editor de novelas por entregas le
encargó que convirtiera en narración novelesca una obra estrenada con éxito, y
Valle-Inclán satisfizo el deseo del escritor, hinchando aquel perro
melodramático de modo que diera muchas entregas (ver Esteban, 1973: 58).
Pero
a las declaraciones se agregan los datos: por una parte, los recibos de cobro
conservados están firmados por Valle-Inclán —quien llegaría a ganar unas 1 000
pesetas de la época por las entregas de La
Cara de Dios—; por otra, la carta de autorización de Arniches va dirigida
al autor gallego (ver su reproducción en edición); en la cubierta de la novela
figura su nombre como autor: «Don Ramón del Valle-Inclán», y la huella del
escritor se aprecia en infinidad de detalles, sobre todo, rasgos de estilo
reconocibles, cuando justamente brillan por su ausencia en este tipo de novelas
que repiten fórmulas.
Y
aquí es necesario explicar que el estudio comparado con otros textos del autor,
cotejo que facilita el trabajo en equipo, nos ha permitido observar la
presencia de vocablos y expresiones que Valle reitera en otras obras, pero
sobre todo se aprecia el uso de galleguismos, construcciones sintácticas y
tiempos verbales típicamente gallegos (vgr.
el uso del imperfecto de subjuntivo, que equivale al pluscuamperfecto español).
Si hubo varias manos colaboradoras durante la escritura de las entregas de la
novela, la dificultad estriba en determinar el grado de intervención de cada
«ayudante» en tanto la escritura de este tipo de novelas populares responde a
tópicos y estereotipos muy marcados. Existen, además, testimonios de amigos y
literatos del momento, como «Azorín» o Ricardo Baroja, cuyas declaraciones
juegan a favor o en contra de la autoría valleinclaniana exclusiva o de la
colectiva. A pesar del momento vital difícil por el que debía atravesar
Valle-Inclán, debieron disfrutar quienes con gran sentido del humor tuvieron
implicación directa o indirecta en este juego literario, al tiempo que
resolvían los apuros monetarios del autor gallego. En la novela Valle-Inclán
pone en práctica el mismo procedimiento que luego reaparece en Luces de Bohemia: el de ficcionalizar
entes reales hasta verlos convertidos en personajes literarios. Lo llamativo de
este guiño de complicidad es que entre esos entes de ficción, que enmascaran a
los amigos y conocidos reales de Valle-Inclán (Cornuty, Bargiela, Baroja,
Palomero…), no figura nunca el nombre de don Ramón.
Por
otra parte, el hecho de que Valle-Inclán no la incluyera en su Opera omnia no obedece necesariamente a
la voluntad de olvidarla sino, como he apuntado, al contrato firmado, un contrato
de cesión que suponía la pérdida de los derechos sobre la obra una vez
finalizadas las entregas (Míguez Vilas, 1998: 78-79).
En
suma, a pesar de la exclusión de los varios intentos de obra completa y
escogida del escritor y sobre todo de la más reciente edición de la Obra
completa y de la Narrativa completa
(Valle-Inclán, 2002 y 2010, respectivamente), que nos disuadían de su edición,
creemos haber dado razones que justifican su presencia en estas páginas y desde
luego no hemos encontrado otra más poderosa que nos desaconsejase hacerlo.
En
esta edición, de los 44 capítulos numerados en romanos (salvo el primero y el
último de cada libro), hemos enmendado dos errores en la numeración. Por otra
parte, nuestro texto base ha sido el publicado por la editorial J. García
[1900], que a diferencia de otros, que nos constan autorizados por el autor,
hemos intervenido con mayor libertad para enmendar erratas y errores derivados
de un tipo de publicación, cuyas características propician los descuidos. Los
más comunes en esta obra son: guiones, signos de interrogación o admiración
olvidados, que se han restablecido, al igual que son frecuentes la falta de
concordancia de género, número y de tiempo verbal. En nombres propios se ha
optado por la forma mayoritaria en el texto, cuando este presenta fluctuaciones
(en cursiva la opción elegida): Baroja
/ Baraja; Morucho / Moruno; Bradomín / Bradamín; con una excepción:
el topónimo gallego Céltigos, que el
texto registra mayoritariamente sin acento, como tantas veces sucede con
topónimos o vocablos gallegos, muy usados por el autor, que los tipógrafos,
cajistas, no identifican. Unificamos también en mayúscula la Generala, Condesa o Misia
Carlota y se enmienda la minúscula de Hermana
de la Caridad por ser el nombre abreviado de una congregación religiosa, al
igual que Cárcel Modelo y Cuartel de los Docks, por referirse a
espacios concretos localizados en Madrid.
Hemos
mantenido, finalmente, el ideolecto propio de los personajes, de acuerdo con
los criterios generales establecidos, expuestos en la nota final.
MARGARITA
SANTOS ZAS