Dedicatoria
A mi hija Almudena, la XXI marquesa de Santillana
La mujer le sirvió para forjar una armadura de tinta indeleble al dolor,
la intriga y la ambición de un extinto medievo y un incipiente
Renacimiento.
La ciencia no embota el hierro de la lanza ni hace floja la espada en
la mano del caballero.
Prólogo
Desde tiempo inmemorial los moradores de la península ibérica
solo albergaban recuerdos de constantes reyertas.
A finales del siglo XIV, la cruzada que hacía siglos mantenían
contra los invasores musulmanes, las contiendas entre hermanos de
un mismo reino o en contra de los reinos cristianos limítrofes los
traían de cabeza. Castellanos, aragoneses, navarros y portugueses
ya no tenían más ambición que el oscuro sueño de una eterna
contienda enquistada en sus corazones por un odio ancestral, como
el legado perverso de sus mayores.
La palabra paz parecía no existir; nadie la pronunciaba ya o, al
menos, resultaba imposible encontrar a un muchacho que apenas
cumplidos los catorce años no hubiese empuñado una lanza, una
espada o una guadaña, según su condición, al menos una vez en su
todavía corta vida.
La mayoría solo ansiaban la orden de sus personeros, abades,
señores o reyes para acudir a la guerra. No era de extrañar, porque,
con una probable victoria, los plebeyos podrían llenar sus escuálidas
bolsas; los nobles, adquirir las mayores mercedes de sus reyes y los
monjes-soldados podrían tener la oportunidad de afianzarse en sus
extensos dominios.
Los señoríos de realengo, behetría o abadengo, según quien
ostentase la posesión de estos, solían nacer, crecer o desaparecer
dependiendo de las victorias acumuladas por la pujanza de sus
dueños.
Las mujeres, a menudo, solían consumirse en la espera del
incierto retorno de los suyos, con la difícil encomienda de mantener
sus hogares, rezar para vivir el triunfal regreso de sus hombres y
criar a unos niños que, al crecer, irremisiblemente seguirían a sus
progenitores. Nunca llegarían a acostumbrarse a despedir a padres,
maridos, hijos y hermanos en los zaguanetes de sus moradas, pero
no les quedaba otra alternativa.
Las intrigas cortesanas a menudo destrozaban a unos para
beneficiar a otros. Sobre todo después de un medievo cuajado de
precipitadas minorías donde los niños-reyes se convertían en títeres
de feria fácilmente manejados al antojo de los mismos hombres que
un día les juraron fidelidad.
Poco antes del nacimiento de los protagonistas de esta historia,
Castilla se había dividido en dos bandos fratricidas.
De un lado, Enrique de Trastámara, el hijo bastardo que Alfonso
XI tuvo con su amante Leonor de Guzmán. Del otro, su
hermanastro, el legítimo Pedro el Cruel o el Justo, según la posición
del hombre que le mentase.
Después de dos décadas regando los campos con la sangre de
los soldados y las lágrimas de sus mujeres, la única muerte que
pareció prevalecer en la historia fue la de don Pedro cuando, a
traición, una daga le segó la vida en el campamento de su
hermanastro en los campos de Montiel.
Muerto don Pedro, fue don Enrique quien reinó durante toda una
década, eso sí, afrontando las muchas dificultades que le
proporcionó el clamor de los súbditos de don Pedro que, aun
muerto, revindicaban la legítima posición de sus sucesores.
Así las cosas, la concordia entre ambos bandos no llegaría hasta
veinte años después con el Tratado de Bayona. Allí se acordó que el
nieto del triunfador, el futuro Enrique III de Castilla, que a la sazón
contaba tan solo con nueve años, contraería matrimonio con
Catalina de Lancaster, nieta de Pedro I el Cruel. Así, uniendo
definitivamente a los hijos de la rama bastarda de Alfonso XI con la
legítima, creyeron alcanzar la paz. Pero estaban muy equivocados.
A pesar de este enlace, la armonía no quiso irrumpir en el
granero de lujuria guerrera que tan entretenidas había tenido a
varias generaciones, quizá porque a estas alturas de la historia ya
no recordaban cómo dedicarse a otros menesteres más calmos y,
sin duda, porque en aquel mundo de ignorancia la fuerza bruta
parecía haber ganado definitivamente la guerra al raciocinio.
En aquel momento eran muy pocos los privilegiados que habían
conseguido dejar a un lado la lanza para empuñar la pluma. Acaso
la cultura podría haber sido en aquel momento una alternativa, pero
las letras las escribían y las leían tan solo en algunos monasterios y
en contados aposentos.
Los libros eran tesoros miniados que descansaban en recónditas
bibliotecas reservados para deleite exclusivo de quienes hubieran
tenido la oportunidad y la dicha de aprender a leer.
Fueron muy pocos quienes vaticinaron que la paz no vendría de
mano de la espada, sino de la diplomacia y la pluma. Y de entre
esos pocos destacaron dos mujeres.
Mencía de Cisneros y Leonor de la Vega tuvieron la oportunidad
de educar y criar a un niño según esas convicciones; un niño que,
gracias a las enseñanzas de su madre y su abuela, vería la vida de
otra manera. «Dios e Vos» sería su lema, y «Vos», sin duda, tenía
semblante de mujer, porque de ellas bebió desde su más tierna
infancia.
I
Guadalajara, 1458
Un ilustre cadáver
Ama e serás amado,
e podrás
fazer lo que non farás
desamado.
MARQUÉS DE SANTILLANA
Proverbio I
Como un mandamiento de Dios, aquellas palabras que tantas
veces pronunció y escribió tintineaban ahora en mi cabeza.
El llanto de mis hermanas, cual plañideras a sueldo, delataba su
verdadero estado de dolor, a pesar de la paz que reflejaban sus
rostros. Yo lo contuve, me lo tragué una y otra vez hasta llenarme la
boca de una tristeza salada que apenas podía contener. En más de
una ocasión había oído a mi padre prohibir llorar a los varones de la
casa y yo, a pesar de no serlo, quería seguir su consejo, su ruego.
Aquel hombre que ahora yacía aparentemente dormido estaba
muerto. El alma le había abandonado en el momento de máximo
sosiego, ese en el que uno sabe que se aleja definitivamente del
mundo habiendo dejado sembrada la cosecha que con el tiempo
habría de dar sus frutos; esos años, lustros por venir en los que
todos los hombres y mujeres de su sangre le recordaríamos sin el
más mínimo ánimo de vanidad.
Yo, como su hija mayor, podría haber sentido en ese preciso
momento que mi vínculo paterno-filial se había terminado, pero no
fue así. Era verdad que mi hermano Diego le sucedería en todo lo
grandioso que él había iniciado, pero también lo era que había
dejado sembradas demasiadas hileras de olivos como para que un
solo hombre pudiese varearlas a solas.
Desde mi discreta posición, me propuse ser como uno de esos
manantiales subterráneos que sin emerger de la tierra llegan a nutrir
las raíces de los acebuches. A escondidas, regaría el imaginario
olivar de mi padre y procuraría su prosperidad a pesar de que nadie
me hubiese dado vela en ese entierro. Lucharía encarnizadamente
contra los tiempos de sequías. Prevendría a mi hermano mayor de
cualquier plaga traicionera y le alertaría contra la presencia de
cualquier alimaña, gusano o polilla que ansiase hacerse con él.
Miré su cadáver con añoranza. Aquellos arrugados párpados ya
nunca más dejarían asomar esa mirada penetrante que, tatuada por
las vivencias, había sabido transmitir seguridad o temor. Su
pronunciado y pequeño mentón ahora parecía sobresalir más. Sus
finos labios habían perdido el color como si quisieran rechazar para
siempre cualquier beso de mujer. Y su tez grisácea se suavizaba
ahora por la paz que su expresión imponía y por el reflejo de las
velas que le iluminaban.
Tumbado en su catafalco, iluminado por cientos de cirios, asía
una cruz entre sus dedos agarrotados. Era la cruz de San Andrés, la
misma que su padre le dejó y que antes de enterrarle me la
quedaría yo por su propia voluntad; la misma que siempre llevó
pendida de su cuello junto al corazón aguardando el recuerdo de su
último latido.
El inicio repentino del canto de un tedeum acentuó mi angustiosa
congoja. Tuve que tragarme ese mar de desvalida tristeza. Las
voces angelicales del coro de San Francisco manaban como gloria
bendita de lo más alto del firmamento para filtrarse por las grietas
del artesonado y, a traición, penetrar en nuestros oídos como dagas
de melancolía.
De nuevo, ese almizcle de añoranza y desconsuelo que tanto
intentaba eludir me invadió. Añoranza porque sabía con certeza por
mi fe y mis creencias que la muerte solo es un puente que hay que
cruzar hacia el esencial final de nuestra existencia; un pasadizo solo
de ida que nos deja a la espera de un futuro y certero reencuentro.
Hasta entonces, echaría de menos sus consejos, presencia y
consuelo. Desconsuelo por la inseguridad que se tiene a lo
desconocido, a pesar del frustrado intento de adquirir una fe sin
dudas ni fallas.
Sin pronunciar palabra, le hablé con el pensamiento:
«Demasiado alto, padre; has dejado el pabellón demasiado alto y no
sé si podré igualarte. Te juro que lo intentaré con todas mis
fuerzas».
Desde ese preciso momento, en mayor o menor medida, todos
sus hijos tendríamos que responsabilizarnos de lo que nos tocara,
procurando siempre engrandecerlo. Así, bruñiríamos el eslabón de
la cadena del linaje que nos había tocado vivir hasta que reluciera
con más fuerza.
«¡No te defraudaré! Sé que Nuestra Señora me guiará y así tu
hija, Mencía de Mendoza, llevará tu apellido con el honor que se
merece, porque, aunque pases a la historia con tu título, has vivido
más años como Íñigo López de Mendoza que como marqués de
Santillana, y así te recordaremos los que tuvimos la dicha de
conocerte».
De rodillas como estaba, alcé la vista para escrutar a cada uno
de mis hermanos.
Diego Hurtado de Mendoza, el mayor, delante de todos y
arrodillado en un reclinatorio, mantenía desde hacía horas los ojos
cerrados y la frente apoyada sobre sus finas manos en actitud
orante. Sin duda, se encomendaba a todos nuestros santos para
que le ayudasen a cumplir con el cometido que desde aquel día
pesaba sobre sus hombros. La responsabilidad le aplastaba
inexorablemente.
El siguiente en edad era mi hermano Íñigo López de Mendoza.
Le pusieron ese nombre en honor a nuestro padre. Tenía su misma
mirada, pero su mano derecha, en vez de pasar páginas o afilar
plumas, andaba siempre sobre el mango de su espada. Aquel era
un gesto que recordaba más a nuestros antepasados guerreros que
a mi padre, pues sus inquietudes bélicas siempre quedaban
relegadas a segundo término.
A su lado, Lorenzo Suárez de Figueroa conservaba su porte y la
forma de su cabeza. Entre ambos había un hueco que debía de
haber ocupado mi hermano Pedro Laso de la Vega. Era como si,
inconscientemente, le hubiesen dejado aquel espacio a pesar de
que había muerto antes que mi padre.
Si por edad fuese, la siguiente debería haber sido yo, pero las
mujeres velábamos en un lugar separado de los hombres. Ahí
estaba Pedro González de Mendoza con sus ropas cardenalicias,
que resaltaban en la estancia entre las negras y blancas habituales
del luto.
Sonreí para mis adentros al recordar la discusión que
mantuvieron mi padre y mi madre al nacer Pedro. Mi madre se había
empeñado en bautizarlo con el mismo nombre que su hermano
mayor, hoy desaparecido, y sin duda lo consiguió. Por entonces yo
era aún una niña, pero nunca olvidaría el ímpetu con el que
consiguió convencer a mi padre. Cerré los ojos y la memoria me
trajo aquel recuerdo:
—Solo os pido que hagáis realidad mi sueño. Es nuestra Señora
la Virgen María la que en reiteradas ocasiones me ha dicho en
sueños que pariría un hijo príncipe de la Iglesia y que debería
llamarse Pedro. No es un capricho sino un ruego fundado en una
predicción celestial.
Sin embargo, ante la duda de mi padre, ella insistió:
—Dejadme cumplir con esta obsesión. Mirad al niño; ahora está
sano, pero quién nos puede asegurar que llegue a convertirse en un
hombre fuerte. Son demasiados los pequeños que se entierran a
diario como para no asegurar este empeño.
Su testarudez y el miedo a perdernos prematuramente
consiguieron imponerse. Y así fue como este Pedro no sería el
último de mis hermanos en tener este nombre. Aunque, corriendo el
tiempo, otro Pedro se cruzaría en mi camino y sería mi marido.
En fin, mi padre cedió a su antojo, aunque, a decir verdad, con
ello de paso hacía honor a nuestro bisabuelo, el héroe de la batalla
de Aljubarrota.
Abrí de nuevo los ojos y aparté mis pensamientos del pasado.
Ahí estaba la sala con mi padre de cuerpo presente. Seguí la fila.
Al lado de Pedro González de Mendoza estaba mi hermano Juan
Hurtado de Mendoza, que había recibido ese nombre en honor al tío
de mi padre, su antiguo tutor. Junto a él, mi tercer hermano Pedro,
Pedro Hurtado de Mendoza, que, como he dicho, mi madre fue
persistente en amarrar las cosas y es que las mujeres de mi familia
somos tenaces en nuestras resoluciones, más si estas vienen de la
mano de una profecía soñada.
Este lío de Pedros habría inducido a la confusión a muchos si no
fuese porque fuera de casa se los diferenciaba por el apellido y,
dentro, por los apodos que durante nuestra infancia les dimos. Así,
los tres Pedros se quedaron en el Grande, el Mediano y el Chico.
Ahora, en este preciso instante de tristeza, los distinguía desde la
segunda fila por la forma de sus nucas desnudas y la manera de
llevar cortado el pelo en línea recta sobre las orejas, como era el
uso.
A mi lado estaban mis dos hermanas, María y Leonor, que ya
tenían ahogados los pañuelos de enjugar lágrimas
desconsoladamente.
En tercera fila, tras nuestro tío el conde de Alba y los cuñados,
sobrinos, hijos y maridos, estaba nuestra hermana bastarda. Era la
otra Leonor, que, como había nacido hija de la bastardía, estuvo
recluida en varios monasterios desde su nacimiento. Era la mayor
de todos nosotros y por primera vez en su vida había pedido
permiso para romper la clausura y acudir a despedir a su padre, al
que no conocía.
Enfundada en sus hábitos, observaba a su difunto padre y
rezaba entre susurros. Parecía no expresar demasiado dolor. Al
verla ahora allí, supuse que su curiosidad además estaría
aderezada por la más que probable posibilidad de que nuestro
difunto padre hubiese dejado un generoso legado a su convento.
Después de algunos años en el convento de Santa Clara, hubo
de mudarse al de Las Huelgas, en Burgos, así que hicimos el viaje
de Burgos a Guadalajara juntas. Ella me agradeció que no la dejara
hacer sola aquel camino. Además, siempre repetía que, aparte de
sus hermanas del convento, yo era su única familia. Lo cierto es que
la visitaba con relativa frecuencia, sobre todo desde que mi padre,
ya anciano, quizá arrepentido por su dejadez para con ella, me
informó de su existencia y me pidió en secreto que la visitase para
informarla de cómo se encontraba. Quedó satisfecho al saber que
era una mujer culta, devota y tan capaz de llegar a lo más alto como
el resto de sus hijos. Sabía que mi hermano el cardenal estaba
pensando en proponerla como madre abadesa de Las Huelgas en
cuanto quedase una vacante, pero no quise decirle nada por no
alimentar falsas esperanzas, no fuese a truncarse el intento.
Por alguna razón que desconozco, se llamaba igual que mi
abuela y mi hermana pequeña, de modo que, además de tres
Pedros, teníamos dos Leonores en la familia. Con ella éramos once
los hijos que perpetuaríamos la memoria de mi padre.
Tomando impulso, me levanté. Tenía las rodillas entumecidas y
necesitaba un descanso. Sabía que el desasosiego de su abandono
me impediría conciliar el sueño, pero necesitaba pensar y eso tenía
que hacerlo en otro lugar menos mustio. Crucé un arco gótico del
patio y me asomé a su centro. Me apoyé cansinamente en una de
las columnas y tomé una bocanada de aire; quería limpiarme del
olor a incienso que había en aquella estancia donde se velaba su
cadáver.
Ahí afuera, lloviznaba, de modo que me guarecí en el soportal.
Alcé la vista y me detuve a contemplar los pequeños escudos que
coronaban los capiteles de cada una de las columnas. Eran las
armas de Lasso de la Vega y Mendoza labradas en la piedra de
Tamajón. A pesar de tener derecho a una corona de marqués o de
conde, los escudos no lucían ninguna. Hay que mostrar humildad,
solía decir. Y lo cierto es que su nobleza no necesitaba de coronas
que lo avalasen porque a través de los siglos todos le recordarían
por sus hazañas y creaciones.
El silencio me abrigaba. Otros días, a esa misma hora, un
tumulto de ruidos de martillazos y cinceles robaba la paz al patio,
pero ese día los canteros y maestros albañiles no trabajaban, en
señal de luto. Inmersa en aquel sosiego, dirigí mi imaginación hacia
cada uno de los hogares que mi padre había mandado construir.
Como a uno de sus halcones, me despojé de la caperuza y alcé
el vuelo, dejando atrás el patio de sus casas mayores de
Guadalajara. Sobrevolé la iglesia de San Francisco, donde muy
pronto descansaría eternamente, rocé los tejados de su hospital de
Buitrago y, dando un quiebro, me dirigí a la fortaleza de Hita, pero
antes me posé a descansar en el campanario del monasterio de
Lupiana. Recuperado el resuello, me dirigí a La Pedriza. Desde el
aire, perfilé a las faldas de la sierra el dibujo de la planta del castillo
de Manzanares que mi hermano Diego concluiría. Después, subí
alto, muy alto, por encima de las nubes, para divisar los valles de la
Asturias de Santillana y la torre de Potes en la que pasó su infancia.
Recorridos sus dominios, mi altivo sueño regresó al patio de
casa. Las grandes construcciones solo eran minucias imperdurables
de su creación. Miré a mi alrededor. Aquellas casas eran las que
realmente habían albergado nuestra infancia en Guadalajara. Diego
pensaba convertirlas en un palacio parecido al que yo me proponía
construir en Burgos junto a mi marido, el conde de Haro, a pesar de
que por aquel entonces solo teníamos pensado el nombre. Se
llamaría la Casa del Cordón y las armas de los Velasco y la de los
Mendoza, como en aquel patio, quedarían esculpidas para siempre,
rememorando un presente que pronto sería pasado.
La fina lluvia había cesado. Las gárgolas ya apenas vomitaban
un hilillo de agua cuando me dispuse a cruzar el patio en dirección a
la biblioteca. Los escarpines se me empaparon al pisar un charco
sin darme cuenta. Las medias de lana merina no me salvaron de
sentir las plantas de los pies mojadas. A pesar de ello, me alcé el
bajo sayo y continué mi camino.
Atravesé la sala donde exponía su colección de armaduras,
ballestas, lanzas y espadas, aquellas que en alguna contienda
empuñó. Allí, colgadas del muro, protegían la entrada de su
aposento preferido. Era el templo de sus ideas, donde guardaba
todo lo que él algún día había escrito y leído. Abrí sin dudar las
pesadas puertas de su mayor tesoro. En esa biblioteca sentiría, más
que en ningún otro lugar, su verdadera presencia.
La chimenea estaba encendida. Me apoyé en su cerco, me
descalcé y me quité las medias para colocarlas en las bolas de
hierro de los morillos y que se secaran lo más rápido posible sin
deformarlas. Mis pies descalzos agradecieron el calor y el cosquilleo
que me producían las lanas de la alfombra.
De inmediato, me dirigí al muro norte de la estancia. La luz
grisácea de la extinta tormenta penetraba a través del alabastro de
la ventana y se reflejaba en los lomos de los libros. Sabía que
aquellos estantes mostraban su oculta identidad. En susurros me
pareció escuchar su voz grave:
—Los libros de un hombre dicen mucho más de él de lo que se
pueda imaginar.
Pasé mis manos por los lomos de las principales obras que él
había adquirido. En un estante descansaban las de los poetas
aragoneses, provenzales y toscanos que tanto le guiaron para
escribir sus versos. Más abajo, la Crónica de España, una Biblia
latina, un Boccaccio, dos de Petrarca, otra de Homero, de Virgilio,
unas Confesiones de san Agustín, un Platón y un Mateo Palmieri, y
otros tantos libros en latín de diversa índole que llenaron sus horas
de lectura aprendiendo de cada uno de ellos.
En el ángulo de la primera página de todos ellos, como exlibris,
había mandado miniar a los monjes de Lupiana su tan secreto lema
Dios e Vos. ¿Quién era Vos? Sonreí al recordar cómo consiguió
guardar el secreto hasta el mismo día de su muerte. Lo cierto es que
todas sus mujeres ansiamos ser las dueñas de ese simple y
enigmático nombre.
Hacía tan solo unas horas que nos lo había revelado. Fue en su
último suspiro. Y es que, cuando se hacía un voto a sí mismo, jamás
rompía el juramento. Así fue como, además de custodiar
celosamente sus secretos, nos enseñó a respetar el valor de la
palabra dada.
De ese estante me fui al de enfrente. Allí estaban las obras que
yo más apreciaba, no por su valor material, sino por el sentimental,
porque eran los escritos que habían brotado de su pluma. Un simple
esqueje en crecimiento en el que las raíces eran sus palabras, las
ramas sus pensamientos y los capullos en flor, sus versos.
Los originales y varias copias de sus cuarenta y dos sonetos
hechos al modo italiano eran los primeros, seguidos de los
proverbios que escribió por encargo del rey don Juan para la
educación del entonces príncipe Enrique. Sus decires, canciones
galaico-portuguesas y los refranes, que llamábamos familiarmente
«de las viejas tras el fuego», se hacinaban describiendo el folclore
de nuestro tiempo.
El desorden era evidente porque mi padre, como tantos otros
genios, una vez creada una obra, perdía el interés por ella y se
concentraba en pergeñar la siguiente.
Pasando legajos, encontré la Querella de amor. La leí lentamente
y me recordó a mi madre azuzando la tristeza en mi interior. Para
eludirla, decidí buscar otra más burlesca. La Comedieta de Ponza,
la alegoría sobre «el infierno de los enamorados», el diálogo de
«Bías contra Fortuna» y alguna que otra serranilla en la que reflejara
su sentimiento hacia mujeres desconocidas, que yo siempre
sospeché reales, me servirían para animarme.
No fue así porque en el trasiego de papeles se me cayó al suelo
su Doctrinal de los privados. Al agacharme a recogerlo, me
sorprendí. El azar siempre es caprichoso y esta vez quiso que el
volumen quedase abierto justo donde hacía su particular crítica al
condestable don Álvaro de Luna. Durante aquel raudo recorrido por
entre sus creaciones, me di cuenta de que, mientras que en su
juventud había escrito sobre temas alegres, como canciones y
serranillas, según cumplía años, los asuntos se hacían más graves.
Aquella biblioteca era como su santuario; allí había pasado un
millón de horas de su vida. En aquel recóndito lugar de la casa, se
aislaba del mundo y gozaba con ello. Siempre que ansiaba soledad,
se encerraba entre sus muros y perdía incluso la noción del tiempo.
De alguna manera indescriptible, sentí su presencia como si un
rescoldo de su espíritu hubiese quedado plasmado en cada palabra,
en cada verso, en cada párrafo, en cada libro escrito que reflejaba
un pedazo de su alma. No sabía cuántos había. Él ni siquiera se
había molestado en catalogarlos, ni siquiera en contarlos. La
cantidad no le importaba, solo su contenido.
Sobre un atril junto a la mesa tenía abierto un libro de canciones
y villancicos en el que aparecían los que me dedicó de niña, donde
loaba mi hermosura y la de mis hermanas. Me veía con los cabellos
enjoyados, las manos finas y los pechos pequeños. Entonces,
recordé una de las muchas cosas que en sus últimos días me dijo:
—Un día fuisteis mi musa, Mencía, por eso, cuando yo falte, si
tenéis dudas sobre cómo actuar, buscad, Mencía, buscad. Buscad
entre mis obras y allí encontraréis todo lo que la vida me regaló para
escribirlas. Todo lo que amamantó a este poeta-soldado que es
vuestro padre, porque no solo de la leche materna se alimentan el
ingenio y el proceder de un hombre en su existencia. Buscad,
Mencía y, cuando lo halléis, leedlo con detenimiento. Interpretadlo
entre líneas. Sé que vuestro camino será otro, pero siempre podréis
encontrar similitudes entre las fuentes que con su manar dirigieron
la corriente de mi vida y las que en un futuro dirigirán vuestro cauce.
Siempre con metáforas. ¿A qué se refería? Debía de llevar más
de dos horas encerrada en su tabernáculo recordando su vida,
leyendo cada una de sus palabras. ¡Qué pena no tener sus
prosaicas memorias escritas! Si no fuese pecado de vanidad
escribirlas, quizá lo hubiese hecho. ¿Por qué hasta para recordarle
con más profundidad había de estrujarme la sesera?
Pensaba en él, al tiempo que me sentaba a su escritorio. Estaba
agotada y mis piernas se resentían de tanto tiempo de pie hojeando
libros. Ya oscurecía y encendí la palmatoria que había sobre la
mesa. Por un segundo la llama flameó a punto de apagarse.
Aquella silla me cobijó en su sosiego. El cuero de su respaldo
estaba dado de sí por tanto tiempo como aguantó el peso de su
cuerpo allí sentado. Era como amoldarme a su huella imperturbable.
En el suelo, había un montón de pieles de diferentes colores y
texturas. Zahones, zurrones, odres o viejos botos que, como su silla
de montar, estaban marcadas por el tinte del sudor de su corcel y la
punta de su flecha.
Eran sus borradores, aquellos que le sirvieron, en cualquier
momento o lugar, para tomar notas sobre el nacimiento de una idea.
Cerrando los ojos, pasé los dedos sobre la que más a mano
tenía sobre la mesa. Era el tapete que le servía de apoyo al papel.
Fue entonces cuando sentí en las yemas la huella de algunas de
sus palabras. Estaban tan claras que parecían grabadas a fuego por
el hierro de ganadero. Lentamente fui perfilando cada una de las
letras. Y, al unirlas, tuve las palabras y con ellas una sola frase: Vida
y semblanza del marqués de Santillana.
No era posible, se había atrevido. Íñigo López de Mendoza había
escrito sus sinceras memorias. Pero ¿dónde estaban?
Después de pensar y pensar, me indigné tanto que no pude
contener la rabia y pegué una palmada tan fuerte a la mesa que su
tapa saltó por los aires. Al mirar el destrozo, me quedé perpleja.
¡Cómo podía conocerme tan bien! Era como si supiese y hubiese
calculado cada uno de mis movimientos. En un cajón oculto bajo
aquel tablero había un montón de legajos asidos por una cinta de
color verde y vino y sellados por el escudo de armas de la familia.
En la primera página leí: Romped el lacre. Es solo para vos.
Como siempre, no especificaba quién era vos. Era como con su
lema «Dios e Vos». Su garganta muda quiso desvelar esa incógnita,
pero otras muchas habían quedado sin esclarecer. Sin dudarlo un
momento, rompí el lacre.
Dependiendo del alcance del hallazgo, pensé, lo compartiría o
me desharía de él para no perturbar su honor.
Me recliné sobre el respaldo, inspiré hondo y apoyé el grueso
legajo sobre el atril. Con cierto temblor, deshice los lazos que lo
sujetaban. Abrí la tapa de piel de cerdo curtida y comencé a leer la
carta que precedía al grueso manuscrito.
Cada vez tengo más frío; es la muerte que me acosa. Hoy la
vitalidad se me escapa por cada una de las fisuras de mi cuerpo,
ese cuerpo tatuado de cicatrices que tan pronto abandonaré.
Tengo el cráneo hundido por los golpes de las contiendas, el dedo
encallecido de tanto escribir y los ojos demasiado nublados como
para seguir leyendo. He tenido la suerte de que Dios me preparase
poco a poco para este tránsito.
Ya solo pienso en dejaros a todos bien dotados. Tanto a los hijos de
mi sangre, como a los de mi tinta. Porque, así como los primeros
lleváis mi abolengo encarnado, los segundos forman parte del
tornasol oscuro que un día fluyó por mis manos y mi mente.
En esta mi postrera obra dejo la cuenca profunda de mi anciana
existencia que ha manado más vertiginosamente que nunca para
derramarse en este río de narración.
Es mi particular crónica. No soy rey, pero tampoco quiero
desaparecer sin dejarla plasmada. Dios me perdone por la vanidad
que esto pueda significar. Confío en vos y en vuestra prudente
diligencia. Sé que cumpliréis con creces engrandeciendo este yugo
de responsabilidad que hoy, Mencía, cuelgo de vuestro cuello.
Vuestro padre que os quiere
Solo al saber que aquel documento estaba dirigido a mí, sentí los
pies helados. Ansiosa por continuar, sacudí los dedos, pero el
movimiento no calentó su desnudez.
Contrariada por tener que levantarme, me acerqué al hogar.
Tomé las medias y los escarpines y me los calcé. Entonces, sentí
cómo el ardor de mis pies me subía hasta el corazón. De algún
modo extraño, aquella calentura atizó las brasas de mi curiosidad.
Adapté de nuevo mi cuerpo al asiento y me froté los ojos
dispuesta a buscar sin descanso respuesta a todas las preguntas
que se agolpaban en mi mente, a todas aquellas incógnitas que por
ser demasiado personales nunca me hubiese atrevido a plantear.