viernes, 14 de julio de 2023

ALMUDENA DE ARTEAGA MARQUÉS DE SANTILLANA NOVELA FRAGMENTO




 Dedicatoria

A mi hija Almudena, la XXI marquesa de Santillana

La mujer le sirvió para forjar una armadura de tinta indeleble al dolor,

la intriga y la ambición de un extinto medievo y un incipiente

Renacimiento.

La ciencia no embota el hierro de la lanza ni hace floja la espada en

la mano del caballero.

Prólogo

Desde tiempo inmemorial los moradores de la península ibérica

solo albergaban recuerdos de constantes reyertas.

A finales del siglo XIV, la cruzada que hacía siglos mantenían

contra los invasores musulmanes, las contiendas entre hermanos de

un mismo reino o en contra de los reinos cristianos limítrofes los

traían de cabeza. Castellanos, aragoneses, navarros y portugueses

ya no tenían más ambición que el oscuro sueño de una eterna

contienda enquistada en sus corazones por un odio ancestral, como

el legado perverso de sus mayores.

La palabra paz parecía no existir; nadie la pronunciaba ya o, al

menos, resultaba imposible encontrar a un muchacho que apenas

cumplidos los catorce años no hubiese empuñado una lanza, una

espada o una guadaña, según su condición, al menos una vez en su

todavía corta vida.

La mayoría solo ansiaban la orden de sus personeros, abades,

señores o reyes para acudir a la guerra. No era de extrañar, porque,

con una probable victoria, los plebeyos podrían llenar sus escuálidas

bolsas; los nobles, adquirir las mayores mercedes de sus reyes y los

monjes-soldados podrían tener la oportunidad de afianzarse en sus

extensos dominios.

Los señoríos de realengo, behetría o abadengo, según quien

ostentase la posesión de estos, solían nacer, crecer o desaparecer

dependiendo de las victorias acumuladas por la pujanza de sus

dueños.

Las mujeres, a menudo, solían consumirse en la espera del

incierto retorno de los suyos, con la difícil encomienda de mantener

sus hogares, rezar para vivir el triunfal regreso de sus hombres y

criar a unos niños que, al crecer, irremisiblemente seguirían a sus

progenitores. Nunca llegarían a acostumbrarse a despedir a padres,

maridos, hijos y hermanos en los zaguanetes de sus moradas, pero

no les quedaba otra alternativa.

Las intrigas cortesanas a menudo destrozaban a unos para

beneficiar a otros. Sobre todo después de un medievo cuajado de

precipitadas minorías donde los niños-reyes se convertían en títeres

de feria fácilmente manejados al antojo de los mismos hombres que

un día les juraron fidelidad.

Poco antes del nacimiento de los protagonistas de esta historia,

Castilla se había dividido en dos bandos fratricidas.

De un lado, Enrique de Trastámara, el hijo bastardo que Alfonso

XI tuvo con su amante Leonor de Guzmán. Del otro, su

hermanastro, el legítimo Pedro el Cruel o el Justo, según la posición

del hombre que le mentase.

Después de dos décadas regando los campos con la sangre de

los soldados y las lágrimas de sus mujeres, la única muerte que

pareció prevalecer en la historia fue la de don Pedro cuando, a

traición, una daga le segó la vida en el campamento de su

hermanastro en los campos de Montiel.

Muerto don Pedro, fue don Enrique quien reinó durante toda una

década, eso sí, afrontando las muchas dificultades que le

proporcionó el clamor de los súbditos de don Pedro que, aun

muerto, revindicaban la legítima posición de sus sucesores.

Así las cosas, la concordia entre ambos bandos no llegaría hasta

veinte años después con el Tratado de Bayona. Allí se acordó que el

nieto del triunfador, el futuro Enrique III de Castilla, que a la sazón

contaba tan solo con nueve años, contraería matrimonio con

Catalina de Lancaster, nieta de Pedro I el Cruel. Así, uniendo

definitivamente a los hijos de la rama bastarda de Alfonso XI con la

legítima, creyeron alcanzar la paz. Pero estaban muy equivocados.

A pesar de este enlace, la armonía no quiso irrumpir en el

granero de lujuria guerrera que tan entretenidas había tenido a

varias generaciones, quizá porque a estas alturas de la historia ya

no recordaban cómo dedicarse a otros menesteres más calmos y,

sin duda, porque en aquel mundo de ignorancia la fuerza bruta

parecía haber ganado definitivamente la guerra al raciocinio.

En aquel momento eran muy pocos los privilegiados que habían

conseguido dejar a un lado la lanza para empuñar la pluma. Acaso

la cultura podría haber sido en aquel momento una alternativa, pero

las letras las escribían y las leían tan solo en algunos monasterios y

en contados aposentos.

Los libros eran tesoros miniados que descansaban en recónditas

bibliotecas reservados para deleite exclusivo de quienes hubieran

tenido la oportunidad y la dicha de aprender a leer.

Fueron muy pocos quienes vaticinaron que la paz no vendría de

mano de la espada, sino de la diplomacia y la pluma. Y de entre

esos pocos destacaron dos mujeres.

Mencía de Cisneros y Leonor de la Vega tuvieron la oportunidad

de educar y criar a un niño según esas convicciones; un niño que,

gracias a las enseñanzas de su madre y su abuela, vería la vida de

otra manera. «Dios e Vos» sería su lema, y «Vos», sin duda, tenía

semblante de mujer, porque de ellas bebió desde su más tierna

infancia.

I

Guadalajara, 1458

Un ilustre cadáver

Ama e serás amado,

e podrás

fazer lo que non farás

desamado.

MARQUÉS DE SANTILLANA

Proverbio I

Como un mandamiento de Dios, aquellas palabras que tantas

veces pronunció y escribió tintineaban ahora en mi cabeza.

El llanto de mis hermanas, cual plañideras a sueldo, delataba su

verdadero estado de dolor, a pesar de la paz que reflejaban sus

rostros. Yo lo contuve, me lo tragué una y otra vez hasta llenarme la

boca de una tristeza salada que apenas podía contener. En más de

una ocasión había oído a mi padre prohibir llorar a los varones de la

casa y yo, a pesar de no serlo, quería seguir su consejo, su ruego.

Aquel hombre que ahora yacía aparentemente dormido estaba

muerto. El alma le había abandonado en el momento de máximo

sosiego, ese en el que uno sabe que se aleja definitivamente del

mundo habiendo dejado sembrada la cosecha que con el tiempo

habría de dar sus frutos; esos años, lustros por venir en los que

todos los hombres y mujeres de su sangre le recordaríamos sin el

más mínimo ánimo de vanidad.

Yo, como su hija mayor, podría haber sentido en ese preciso

momento que mi vínculo paterno-filial se había terminado, pero no

fue así. Era verdad que mi hermano Diego le sucedería en todo lo

grandioso que él había iniciado, pero también lo era que había

dejado sembradas demasiadas hileras de olivos como para que un

solo hombre pudiese varearlas a solas.

Desde mi discreta posición, me propuse ser como uno de esos

manantiales subterráneos que sin emerger de la tierra llegan a nutrir

las raíces de los acebuches. A escondidas, regaría el imaginario

olivar de mi padre y procuraría su prosperidad a pesar de que nadie

me hubiese dado vela en ese entierro. Lucharía encarnizadamente

contra los tiempos de sequías. Prevendría a mi hermano mayor de

cualquier plaga traicionera y le alertaría contra la presencia de

cualquier alimaña, gusano o polilla que ansiase hacerse con él.

Miré su cadáver con añoranza. Aquellos arrugados párpados ya

nunca más dejarían asomar esa mirada penetrante que, tatuada por

las vivencias, había sabido transmitir seguridad o temor. Su

pronunciado y pequeño mentón ahora parecía sobresalir más. Sus

finos labios habían perdido el color como si quisieran rechazar para

siempre cualquier beso de mujer. Y su tez grisácea se suavizaba

ahora por la paz que su expresión imponía y por el reflejo de las

velas que le iluminaban.

Tumbado en su catafalco, iluminado por cientos de cirios, asía

una cruz entre sus dedos agarrotados. Era la cruz de San Andrés, la

misma que su padre le dejó y que antes de enterrarle me la

quedaría yo por su propia voluntad; la misma que siempre llevó

pendida de su cuello junto al corazón aguardando el recuerdo de su

último latido.

El inicio repentino del canto de un tedeum acentuó mi angustiosa

congoja. Tuve que tragarme ese mar de desvalida tristeza. Las

voces angelicales del coro de San Francisco manaban como gloria

bendita de lo más alto del firmamento para filtrarse por las grietas

del artesonado y, a traición, penetrar en nuestros oídos como dagas

de melancolía.

De nuevo, ese almizcle de añoranza y desconsuelo que tanto

intentaba eludir me invadió. Añoranza porque sabía con certeza por

mi fe y mis creencias que la muerte solo es un puente que hay que

cruzar hacia el esencial final de nuestra existencia; un pasadizo solo

de ida que nos deja a la espera de un futuro y certero reencuentro.

Hasta entonces, echaría de menos sus consejos, presencia y

consuelo. Desconsuelo por la inseguridad que se tiene a lo

desconocido, a pesar del frustrado intento de adquirir una fe sin

dudas ni fallas.

Sin pronunciar palabra, le hablé con el pensamiento:

«Demasiado alto, padre; has dejado el pabellón demasiado alto y no

sé si podré igualarte. Te juro que lo intentaré con todas mis

fuerzas».

Desde ese preciso momento, en mayor o menor medida, todos

sus hijos tendríamos que responsabilizarnos de lo que nos tocara,

procurando siempre engrandecerlo. Así, bruñiríamos el eslabón de

la cadena del linaje que nos había tocado vivir hasta que reluciera

con más fuerza.

«¡No te defraudaré! Sé que Nuestra Señora me guiará y así tu

hija, Mencía de Mendoza, llevará tu apellido con el honor que se

merece, porque, aunque pases a la historia con tu título, has vivido

más años como Íñigo López de Mendoza que como marqués de

Santillana, y así te recordaremos los que tuvimos la dicha de

conocerte».

De rodillas como estaba, alcé la vista para escrutar a cada uno

de mis hermanos.

Diego Hurtado de Mendoza, el mayor, delante de todos y

arrodillado en un reclinatorio, mantenía desde hacía horas los ojos

cerrados y la frente apoyada sobre sus finas manos en actitud

orante. Sin duda, se encomendaba a todos nuestros santos para

que le ayudasen a cumplir con el cometido que desde aquel día

pesaba sobre sus hombros. La responsabilidad le aplastaba

inexorablemente.

El siguiente en edad era mi hermano Íñigo López de Mendoza.

Le pusieron ese nombre en honor a nuestro padre. Tenía su misma

mirada, pero su mano derecha, en vez de pasar páginas o afilar

plumas, andaba siempre sobre el mango de su espada. Aquel era

un gesto que recordaba más a nuestros antepasados guerreros que

a mi padre, pues sus inquietudes bélicas siempre quedaban

relegadas a segundo término.

A su lado, Lorenzo Suárez de Figueroa conservaba su porte y la

forma de su cabeza. Entre ambos había un hueco que debía de

haber ocupado mi hermano Pedro Laso de la Vega. Era como si,

inconscientemente, le hubiesen dejado aquel espacio a pesar de

que había muerto antes que mi padre.

Si por edad fuese, la siguiente debería haber sido yo, pero las

mujeres velábamos en un lugar separado de los hombres. Ahí

estaba Pedro González de Mendoza con sus ropas cardenalicias,

que resaltaban en la estancia entre las negras y blancas habituales

del luto.

Sonreí para mis adentros al recordar la discusión que

mantuvieron mi padre y mi madre al nacer Pedro. Mi madre se había

empeñado en bautizarlo con el mismo nombre que su hermano

mayor, hoy desaparecido, y sin duda lo consiguió. Por entonces yo

era aún una niña, pero nunca olvidaría el ímpetu con el que

consiguió convencer a mi padre. Cerré los ojos y la memoria me

trajo aquel recuerdo:

—Solo os pido que hagáis realidad mi sueño. Es nuestra Señora

la Virgen María la que en reiteradas ocasiones me ha dicho en

sueños que pariría un hijo príncipe de la Iglesia y que debería

llamarse Pedro. No es un capricho sino un ruego fundado en una

predicción celestial.

Sin embargo, ante la duda de mi padre, ella insistió:

—Dejadme cumplir con esta obsesión. Mirad al niño; ahora está

sano, pero quién nos puede asegurar que llegue a convertirse en un

hombre fuerte. Son demasiados los pequeños que se entierran a

diario como para no asegurar este empeño.

Su testarudez y el miedo a perdernos prematuramente

consiguieron imponerse. Y así fue como este Pedro no sería el

último de mis hermanos en tener este nombre. Aunque, corriendo el

tiempo, otro Pedro se cruzaría en mi camino y sería mi marido.

En fin, mi padre cedió a su antojo, aunque, a decir verdad, con

ello de paso hacía honor a nuestro bisabuelo, el héroe de la batalla

de Aljubarrota.

Abrí de nuevo los ojos y aparté mis pensamientos del pasado.

Ahí estaba la sala con mi padre de cuerpo presente. Seguí la fila.

Al lado de Pedro González de Mendoza estaba mi hermano Juan

Hurtado de Mendoza, que había recibido ese nombre en honor al tío

de mi padre, su antiguo tutor. Junto a él, mi tercer hermano Pedro,

Pedro Hurtado de Mendoza, que, como he dicho, mi madre fue

persistente en amarrar las cosas y es que las mujeres de mi familia

somos tenaces en nuestras resoluciones, más si estas vienen de la

mano de una profecía soñada.

Este lío de Pedros habría inducido a la confusión a muchos si no

fuese porque fuera de casa se los diferenciaba por el apellido y,

dentro, por los apodos que durante nuestra infancia les dimos. Así,

los tres Pedros se quedaron en el Grande, el Mediano y el Chico.

Ahora, en este preciso instante de tristeza, los distinguía desde la

segunda fila por la forma de sus nucas desnudas y la manera de

llevar cortado el pelo en línea recta sobre las orejas, como era el

uso.

A mi lado estaban mis dos hermanas, María y Leonor, que ya

tenían ahogados los pañuelos de enjugar lágrimas

desconsoladamente.

En tercera fila, tras nuestro tío el conde de Alba y los cuñados,

sobrinos, hijos y maridos, estaba nuestra hermana bastarda. Era la

otra Leonor, que, como había nacido hija de la bastardía, estuvo

recluida en varios monasterios desde su nacimiento. Era la mayor

de todos nosotros y por primera vez en su vida había pedido

permiso para romper la clausura y acudir a despedir a su padre, al

que no conocía.

Enfundada en sus hábitos, observaba a su difunto padre y

rezaba entre susurros. Parecía no expresar demasiado dolor. Al

verla ahora allí, supuse que su curiosidad además estaría

aderezada por la más que probable posibilidad de que nuestro

difunto padre hubiese dejado un generoso legado a su convento.

Después de algunos años en el convento de Santa Clara, hubo

de mudarse al de Las Huelgas, en Burgos, así que hicimos el viaje

de Burgos a Guadalajara juntas. Ella me agradeció que no la dejara

hacer sola aquel camino. Además, siempre repetía que, aparte de

sus hermanas del convento, yo era su única familia. Lo cierto es que

la visitaba con relativa frecuencia, sobre todo desde que mi padre,

ya anciano, quizá arrepentido por su dejadez para con ella, me

informó de su existencia y me pidió en secreto que la visitase para

informarla de cómo se encontraba. Quedó satisfecho al saber que

era una mujer culta, devota y tan capaz de llegar a lo más alto como

el resto de sus hijos. Sabía que mi hermano el cardenal estaba

pensando en proponerla como madre abadesa de Las Huelgas en

cuanto quedase una vacante, pero no quise decirle nada por no

alimentar falsas esperanzas, no fuese a truncarse el intento.

Por alguna razón que desconozco, se llamaba igual que mi

abuela y mi hermana pequeña, de modo que, además de tres

Pedros, teníamos dos Leonores en la familia. Con ella éramos once

los hijos que perpetuaríamos la memoria de mi padre.

Tomando impulso, me levanté. Tenía las rodillas entumecidas y

necesitaba un descanso. Sabía que el desasosiego de su abandono

me impediría conciliar el sueño, pero necesitaba pensar y eso tenía

que hacerlo en otro lugar menos mustio. Crucé un arco gótico del

patio y me asomé a su centro. Me apoyé cansinamente en una de

las columnas y tomé una bocanada de aire; quería limpiarme del

olor a incienso que había en aquella estancia donde se velaba su

cadáver.

Ahí afuera, lloviznaba, de modo que me guarecí en el soportal.

Alcé la vista y me detuve a contemplar los pequeños escudos que

coronaban los capiteles de cada una de las columnas. Eran las

armas de Lasso de la Vega y Mendoza labradas en la piedra de

Tamajón. A pesar de tener derecho a una corona de marqués o de

conde, los escudos no lucían ninguna. Hay que mostrar humildad,

solía decir. Y lo cierto es que su nobleza no necesitaba de coronas

que lo avalasen porque a través de los siglos todos le recordarían

por sus hazañas y creaciones.

El silencio me abrigaba. Otros días, a esa misma hora, un

tumulto de ruidos de martillazos y cinceles robaba la paz al patio,

pero ese día los canteros y maestros albañiles no trabajaban, en

señal de luto. Inmersa en aquel sosiego, dirigí mi imaginación hacia

cada uno de los hogares que mi padre había mandado construir.

Como a uno de sus halcones, me despojé de la caperuza y alcé

el vuelo, dejando atrás el patio de sus casas mayores de

Guadalajara. Sobrevolé la iglesia de San Francisco, donde muy

pronto descansaría eternamente, rocé los tejados de su hospital de

Buitrago y, dando un quiebro, me dirigí a la fortaleza de Hita, pero

antes me posé a descansar en el campanario del monasterio de

Lupiana. Recuperado el resuello, me dirigí a La Pedriza. Desde el

aire, perfilé a las faldas de la sierra el dibujo de la planta del castillo

de Manzanares que mi hermano Diego concluiría. Después, subí

alto, muy alto, por encima de las nubes, para divisar los valles de la

Asturias de Santillana y la torre de Potes en la que pasó su infancia.

Recorridos sus dominios, mi altivo sueño regresó al patio de

casa. Las grandes construcciones solo eran minucias imperdurables

de su creación. Miré a mi alrededor. Aquellas casas eran las que

realmente habían albergado nuestra infancia en Guadalajara. Diego

pensaba convertirlas en un palacio parecido al que yo me proponía

construir en Burgos junto a mi marido, el conde de Haro, a pesar de

que por aquel entonces solo teníamos pensado el nombre. Se

llamaría la Casa del Cordón y las armas de los Velasco y la de los

Mendoza, como en aquel patio, quedarían esculpidas para siempre,

rememorando un presente que pronto sería pasado.

La fina lluvia había cesado. Las gárgolas ya apenas vomitaban

un hilillo de agua cuando me dispuse a cruzar el patio en dirección a

la biblioteca. Los escarpines se me empaparon al pisar un charco

sin darme cuenta. Las medias de lana merina no me salvaron de

sentir las plantas de los pies mojadas. A pesar de ello, me alcé el

bajo sayo y continué mi camino.

Atravesé la sala donde exponía su colección de armaduras,

ballestas, lanzas y espadas, aquellas que en alguna contienda

empuñó. Allí, colgadas del muro, protegían la entrada de su

aposento preferido. Era el templo de sus ideas, donde guardaba

todo lo que él algún día había escrito y leído. Abrí sin dudar las

pesadas puertas de su mayor tesoro. En esa biblioteca sentiría, más

que en ningún otro lugar, su verdadera presencia.

La chimenea estaba encendida. Me apoyé en su cerco, me

descalcé y me quité las medias para colocarlas en las bolas de

hierro de los morillos y que se secaran lo más rápido posible sin

deformarlas. Mis pies descalzos agradecieron el calor y el cosquilleo

que me producían las lanas de la alfombra.

De inmediato, me dirigí al muro norte de la estancia. La luz

grisácea de la extinta tormenta penetraba a través del alabastro de

la ventana y se reflejaba en los lomos de los libros. Sabía que

aquellos estantes mostraban su oculta identidad. En susurros me

pareció escuchar su voz grave:

—Los libros de un hombre dicen mucho más de él de lo que se

pueda imaginar.

Pasé mis manos por los lomos de las principales obras que él

había adquirido. En un estante descansaban las de los poetas

aragoneses, provenzales y toscanos que tanto le guiaron para

escribir sus versos. Más abajo, la Crónica de España, una Biblia

latina, un Boccaccio, dos de Petrarca, otra de Homero, de Virgilio,

unas Confesiones de san Agustín, un Platón y un Mateo Palmieri, y

otros tantos libros en latín de diversa índole que llenaron sus horas

de lectura aprendiendo de cada uno de ellos.

En el ángulo de la primera página de todos ellos, como exlibris,

había mandado miniar a los monjes de Lupiana su tan secreto lema

Dios e Vos. ¿Quién era Vos? Sonreí al recordar cómo consiguió

guardar el secreto hasta el mismo día de su muerte. Lo cierto es que

todas sus mujeres ansiamos ser las dueñas de ese simple y

enigmático nombre.

Hacía tan solo unas horas que nos lo había revelado. Fue en su

último suspiro. Y es que, cuando se hacía un voto a sí mismo, jamás

rompía el juramento. Así fue como, además de custodiar

celosamente sus secretos, nos enseñó a respetar el valor de la

palabra dada.

De ese estante me fui al de enfrente. Allí estaban las obras que

yo más apreciaba, no por su valor material, sino por el sentimental,

porque eran los escritos que habían brotado de su pluma. Un simple

esqueje en crecimiento en el que las raíces eran sus palabras, las

ramas sus pensamientos y los capullos en flor, sus versos.

Los originales y varias copias de sus cuarenta y dos sonetos

hechos al modo italiano eran los primeros, seguidos de los

proverbios que escribió por encargo del rey don Juan para la

educación del entonces príncipe Enrique. Sus decires, canciones

galaico-portuguesas y los refranes, que llamábamos familiarmente

«de las viejas tras el fuego», se hacinaban describiendo el folclore

de nuestro tiempo.

El desorden era evidente porque mi padre, como tantos otros

genios, una vez creada una obra, perdía el interés por ella y se

concentraba en pergeñar la siguiente.

Pasando legajos, encontré la Querella de amor. La leí lentamente

y me recordó a mi madre azuzando la tristeza en mi interior. Para

eludirla, decidí buscar otra más burlesca. La Comedieta de Ponza,

la alegoría sobre «el infierno de los enamorados», el diálogo de

«Bías contra Fortuna» y alguna que otra serranilla en la que reflejara

su sentimiento hacia mujeres desconocidas, que yo siempre

sospeché reales, me servirían para animarme.

No fue así porque en el trasiego de papeles se me cayó al suelo

su Doctrinal de los privados. Al agacharme a recogerlo, me

sorprendí. El azar siempre es caprichoso y esta vez quiso que el

volumen quedase abierto justo donde hacía su particular crítica al

condestable don Álvaro de Luna. Durante aquel raudo recorrido por

entre sus creaciones, me di cuenta de que, mientras que en su

juventud había escrito sobre temas alegres, como canciones y

serranillas, según cumplía años, los asuntos se hacían más graves.

Aquella biblioteca era como su santuario; allí había pasado un

millón de horas de su vida. En aquel recóndito lugar de la casa, se

aislaba del mundo y gozaba con ello. Siempre que ansiaba soledad,

se encerraba entre sus muros y perdía incluso la noción del tiempo.

De alguna manera indescriptible, sentí su presencia como si un

rescoldo de su espíritu hubiese quedado plasmado en cada palabra,

en cada verso, en cada párrafo, en cada libro escrito que reflejaba

un pedazo de su alma. No sabía cuántos había. Él ni siquiera se

había molestado en catalogarlos, ni siquiera en contarlos. La

cantidad no le importaba, solo su contenido.

Sobre un atril junto a la mesa tenía abierto un libro de canciones

y villancicos en el que aparecían los que me dedicó de niña, donde

loaba mi hermosura y la de mis hermanas. Me veía con los cabellos

enjoyados, las manos finas y los pechos pequeños. Entonces,

recordé una de las muchas cosas que en sus últimos días me dijo:

—Un día fuisteis mi musa, Mencía, por eso, cuando yo falte, si

tenéis dudas sobre cómo actuar, buscad, Mencía, buscad. Buscad

entre mis obras y allí encontraréis todo lo que la vida me regaló para

escribirlas. Todo lo que amamantó a este poeta-soldado que es

vuestro padre, porque no solo de la leche materna se alimentan el

ingenio y el proceder de un hombre en su existencia. Buscad,

Mencía y, cuando lo halléis, leedlo con detenimiento. Interpretadlo

entre líneas. Sé que vuestro camino será otro, pero siempre podréis

encontrar similitudes entre las fuentes que con su manar dirigieron

la corriente de mi vida y las que en un futuro dirigirán vuestro cauce.

Siempre con metáforas. ¿A qué se refería? Debía de llevar más

de dos horas encerrada en su tabernáculo recordando su vida,

leyendo cada una de sus palabras. ¡Qué pena no tener sus

prosaicas memorias escritas! Si no fuese pecado de vanidad

escribirlas, quizá lo hubiese hecho. ¿Por qué hasta para recordarle

con más profundidad había de estrujarme la sesera?

Pensaba en él, al tiempo que me sentaba a su escritorio. Estaba

agotada y mis piernas se resentían de tanto tiempo de pie hojeando

libros. Ya oscurecía y encendí la palmatoria que había sobre la

mesa. Por un segundo la llama flameó a punto de apagarse.

Aquella silla me cobijó en su sosiego. El cuero de su respaldo

estaba dado de sí por tanto tiempo como aguantó el peso de su

cuerpo allí sentado. Era como amoldarme a su huella imperturbable.

En el suelo, había un montón de pieles de diferentes colores y

texturas. Zahones, zurrones, odres o viejos botos que, como su silla

de montar, estaban marcadas por el tinte del sudor de su corcel y la

punta de su flecha.

Eran sus borradores, aquellos que le sirvieron, en cualquier

momento o lugar, para tomar notas sobre el nacimiento de una idea.

Cerrando los ojos, pasé los dedos sobre la que más a mano

tenía sobre la mesa. Era el tapete que le servía de apoyo al papel.

Fue entonces cuando sentí en las yemas la huella de algunas de

sus palabras. Estaban tan claras que parecían grabadas a fuego por

el hierro de ganadero. Lentamente fui perfilando cada una de las

letras. Y, al unirlas, tuve las palabras y con ellas una sola frase: Vida

y semblanza del marqués de Santillana.

No era posible, se había atrevido. Íñigo López de Mendoza había

escrito sus sinceras memorias. Pero ¿dónde estaban?

Después de pensar y pensar, me indigné tanto que no pude

contener la rabia y pegué una palmada tan fuerte a la mesa que su

tapa saltó por los aires. Al mirar el destrozo, me quedé perpleja.

¡Cómo podía conocerme tan bien! Era como si supiese y hubiese

calculado cada uno de mis movimientos. En un cajón oculto bajo

aquel tablero había un montón de legajos asidos por una cinta de

color verde y vino y sellados por el escudo de armas de la familia.

En la primera página leí: Romped el lacre. Es solo para vos.

Como siempre, no especificaba quién era vos. Era como con su

lema «Dios e Vos». Su garganta muda quiso desvelar esa incógnita,

pero otras muchas habían quedado sin esclarecer. Sin dudarlo un

momento, rompí el lacre.

Dependiendo del alcance del hallazgo, pensé, lo compartiría o

me desharía de él para no perturbar su honor.

Me recliné sobre el respaldo, inspiré hondo y apoyé el grueso

legajo sobre el atril. Con cierto temblor, deshice los lazos que lo

sujetaban. Abrí la tapa de piel de cerdo curtida y comencé a leer la

carta que precedía al grueso manuscrito.

Cada vez tengo más frío; es la muerte que me acosa. Hoy la

vitalidad se me escapa por cada una de las fisuras de mi cuerpo,

ese cuerpo tatuado de cicatrices que tan pronto abandonaré.

Tengo el cráneo hundido por los golpes de las contiendas, el dedo

encallecido de tanto escribir y los ojos demasiado nublados como

para seguir leyendo. He tenido la suerte de que Dios me preparase

poco a poco para este tránsito.

Ya solo pienso en dejaros a todos bien dotados. Tanto a los hijos de

mi sangre, como a los de mi tinta. Porque, así como los primeros

lleváis mi abolengo encarnado, los segundos forman parte del

tornasol oscuro que un día fluyó por mis manos y mi mente.

En esta mi postrera obra dejo la cuenca profunda de mi anciana

existencia que ha manado más vertiginosamente que nunca para

derramarse en este río de narración.

Es mi particular crónica. No soy rey, pero tampoco quiero

desaparecer sin dejarla plasmada. Dios me perdone por la vanidad

que esto pueda significar. Confío en vos y en vuestra prudente

diligencia. Sé que cumpliréis con creces engrandeciendo este yugo

de responsabilidad que hoy, Mencía, cuelgo de vuestro cuello.

Vuestro padre que os quiere

Solo al saber que aquel documento estaba dirigido a mí, sentí los

pies helados. Ansiosa por continuar, sacudí los dedos, pero el

movimiento no calentó su desnudez.

Contrariada por tener que levantarme, me acerqué al hogar.

Tomé las medias y los escarpines y me los calcé. Entonces, sentí

cómo el ardor de mis pies me subía hasta el corazón. De algún

modo extraño, aquella calentura atizó las brasas de mi curiosidad.

Adapté de nuevo mi cuerpo al asiento y me froté los ojos

dispuesta a buscar sin descanso respuesta a todas las preguntas

que se agolpaban en mi mente, a todas aquellas incógnitas que por

ser demasiado personales nunca me hubiese atrevido a plantear.

jueves, 13 de julio de 2023

Ausiàs March Cantos de amor FRAGMENTO




 Ausiàs March renovó las formas de expresión poética

trobadorescas y ofreció nuevos instrumentos intelectuales

para analizar la naturaleza del amor y el mundo interior del

enamorado. Los Cantos de Amor, traducidos por Jorge de

Montemayor, nos proporcionan una guía indispensable para

acceder a este poeta universal.

Ausiàs March

Cantos de amor

ePub r1.0

Titivillus 05.07.2019

Título original: Cants d’amor

Ausiàs March, 1560

Traducción: Jorge De Montemayor

Diseño de cubierta: RLull

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1

Índice

Al muy magnífico señor Mossén Simón Ros

Al lector

Soneto de Micer Christóval Pillicer al intérprete

Soneto de un cavallero valenciano a Jorge de Montemayor

Jorge de Montemayor, a Mossén Ausias March

CANTOS DE AMOR

Síguense las esparsas de Ausias March

Pregunta hecha por Mossén Ausias March a la señora

Ucleta de Borja, sobrina del padre sancto. —

Respuesta de la dicha señora

Syreno a Rosenio. — Rosenio a Syreno

Jorge de Montemayor contra el tiempo

Al muy magnífico señor

Mossén Simón Ros,

Jorge de Montemayor

Quando del trabajo de traduzir este libro no se saque otro

premio sino servir con él a V. M., es harto mayor que nadie

podría ymaginar. Y aunque mi deuda es tan grande, que

para corresponder a ella no menos alto havía de ser el

estylo de la tradución de lo que es el del original, assí como

no hay otro ingenio como el de Ausias March (y sólo podía

hazello), assí no puede haver valor como el de V. M. para

supplir esta falta. Yo he gastado muchos días en él, y

mucho tiempo en informarme de algunos secretos que el

autor dexó reservados a mejores ingenios que el mío. Mas

assí como la vida es corta

ara acaballo de entender, assí también lo será la mía

(por larga que fuesse) para servir tantas mercedes como

cada hora recibo. Y una de las mayores será acceptar este

pequeño servicio, haziéndosela tan grande al libro, en

tomalle debaxo de su amparo, como al intérprete dél ha

hecho, en ponelle en el número de los servidores de V. M.

cuya vida y estado nuestro Señor por muchos años

acresciente.

Al lector

La segunda parte deste libro dexé de traduzir hasta ver

cómo contenta la primera, en la qual también dexé algunas

estanças, porque el autor habló en ellas con más libertad de

lo que aora se usa: cinco originales he visto deste Poeta, y

algunos diffieren en la letra de ciertas estanças, por donde

la sentencia quedava confussa en algo. Yo me he llegado

más al que hizo tresladar el señor don Luis Carroz, bayle

general desta ciudad, porque según todos lo affirman, él lo

entendió mejor que ninguno de los de nuestros tiempos. Yo

he hecho en la tradución todo quanto a mi parescer puede

suffrirse en tradución de un verso en otro. Quien otra cosa

le paresciere, tome la pluma y calle la lengua, que aý le

queda en qué poder mostrar su ingenio.

5

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Soneto de Micer Christóval Pillicer

al intérprete

Si la toalla es prueva muy entera

por el pintor Parrasio debuxada,

con que fue la ventaja averiguada

que al muy famoso Zeuxis él tuviera;

pues siendo tal artífice qual era,

la toalla que en la tabla vio pintada

quiso quitar con mano apresurada,

creyendo Zeuxis fuesse verdadera.

Quien con Ausias March os ygualare,

illustre Portugués, muy poco haría,

si n’os hiziesse más aventajado.

Pues si el mesmo Ausias resuscitasse,

esta versión, sin falta, pensaría

ser más original que no traslado.

5

10

Soneto de un cavallero valenciano

a Jorge de Montemayor

Si la opinión de Horacio ha d’estimarse

do alaba aquél por más artificioso,

que juntando lo dulce y provechoso

sabe entre los demás aventajarse;

a Montemayor sólo deve darse

devidamente el premio glorioso,

qu’en verso castellano y sonoroso

á hecho que Ausias March pueda gozarse.

La empresa fue d’ingenio al mundo raro,

qual le pedía la aspereça fiera

de la escabrosa lengua lemosina.

Y aquí Montemayor muestra bien claro

qu’esperiencias d’Amor le abren carrera

por do sólo él tan fácil s’encamina.

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10

Jorge de Montemayor,

a Mossén Ausias March

Soneto

Divino ingenio que con alto buelo,

tus versos a las nuves levantaste,

y a tu Valencia tanto sublimaste,

qu’Esmirna y Mantua quedan por el suelo.

Con alta erudición divino zelo,

en tal grado tu Musa aventajaste,

que claro acá en la tierra nos mostraste

la parte que ternás allá en el cielo.

No fue Minerva, no, la que ayudava

a levantar tu stylo sobrehumano,

ni uviste menester al roxo Apollo.

Spíritu divino te inspirava,

el qual assí movió tu pluma y mano,

que fuiste, entre los hombres, uno solo.

Cantos de Amor

de Ausiàs March

Las obras del excellentíssimo

poeta Mossén Ausias March

caballero valenciano

traduzidas de lemosín

en castellano

por Jorge de Montemayor

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Canto I

Qui no és trist de mos dictats no cur

No cure de mis versos, ni los lea

quien no fuere muy triste, o lo aya sido;

y quien lo es, para que más lo sea

lugar no pida escuro, ni escondido.

Mis dichos puede oýr, y en ellos vea

cómo sin arte alguna me han salido

del alma, y la razón de mi querella

muy bien la sabe Amor qu’es causa d’ella.

Alguna parte (y mucha) he yo hallado

de gran deleyte al triste pensamiento;

si alguno de dolor me vio cercado,

mi alma acompañó muy gran contento:

en quanto un simple amor m’á conversado,

no creo que hay más bien, ni aun yo lo siento,

y si con atención se mira y siente,

deléytame el dolor mezcladamente.

Muy presto haré vida d’ermitaño

por más honrrar de Amor su grande fiesta,

y a nadie duela mi bivir estraño,

que amor me cita, emplaza, y amonesta.

Yo le amo por sí solo, y no m’engaño:

si el bien me da que puede, ¿qué le resta?;

que si a dexar su mal me determino,

será bivir más triste de contino.

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Jamás pudo negar mi entendimiento

que sus tristezas son mejor partido

que otr’alegría qualquiera, ni contento,

pues trae allá su mal un bien cumplido;

y parte del que a causa suya siento

es el que a qualquier triste es concedido,

que más si él mismo llora se consuela,

que todo el mundo llore, y dél se duela.

De mil gentes seré reprehendido

porque la vida triste alabo y quiero;

mas yo que vi su gloria no he querido

huyr d’un mal do tanto bien espero:

sin esperiencia nadie havrá sabido

el bien que da un querer puro y syncero,

y haviéndose desta arte con su Dama

él mismo se ama a sí en ver que ama.

Amor os dé a entender, señora mía,

que a todo estremo soy por vos llegado:

con sólo mi poder me ha derribado,

el suyo s’escusó con mi porfía.

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Canto II

Axí com cell que desija vianda

Como el hambriento, que hartar dessea

su peligrosa hambre en la vianda,

y aunque en un ramo dos mançanas vea,

que ygualmente el desseo le demanda,

jamás lo cumplirá hasta que sea

inclinado el desseo a la una vanda;

assí elegí de dos a quien servía

a vos, en quien Amor sin fin sería.

Si dos ferozes vientos ygualmente

la mar combaten, brama y s’embravesce:

Levante sopla tanto y el Poniente,

qu’el uno vence y otro s’enflaquesce.

Assí es mi pensamiento, a do se siente

que dos desseos combaten, y él se offresce

a luego elegir uno, el qual se inflama

derechamente en vos, do bive y ama.

Y no creáys que soy tan innocente,

que vuestra gran ventaja no he sabido,

mas muere el cuerpo triste porque siente

que su deleyte solo va perdido;

y de su parte alega (astutamente)

qu’el fuego allí primero es encendido,

y qu’él siente más gloria, o más tormento,

y no hay que hazer más, si él es contento.

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El casto entendimiento acude presto

y su razón deshaze a gran porfía,

diziéndole que amo, con prosupuesto

con que un raposo o lobo amar podría:

límite hay en su amor, y no es honesto,

sino appetito bruto y osadía.

Si en fuego el que assí ama está caýdo,

no sea llorado, no, ni defendido.

Su gran sensualidad vence contino;

si aquél no es el primero movimiento,

allí está el ser, allí el juyzio fino,

la voluntad se rinde en un momento.

Querer contradezillo es desatino,

ni obrar la voluntad sin su contento,

el señorío le otorga, y si es astuta,

se dexará vencer quando hay disputa.

Al cuerpo dize, ¿aún tu desseo porfía?

Tu amor es vano, y tu desseo incierto;

en un punto es enojo tu alegría,

cansado quedas y enojado cierto.

No havrá plazer en ti que ture un día,

ni sirve al buen amor tu desconcierto;

el bien querer es bueno de contino,

y deste bien no aciertas el camino.

Si el mundo tiene en sí un bien cumplido

por mí lo alcança (en fin) el hombre humano,

quien algo sin mí espera está tenido

por loco, nescio, o del todo vano;

que quanto el entender es más subido,

tanto es aquel deleyte más que humano:

¡quán subtil arte el pensamiento tiene

si de manjares finos se mantiene!

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Dulce señora mía, yo no veo

plazer sin vos que pueda dar contento;

en vos los mis deleytes aposiento,

vuestra alma sola es fin de mi desseo.

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Canto III

Algú no pot haver en si, etc.

¿Quién hay que piense, o qué hombre pretende

hazer a otro amar a su despecho?

¿Quién hay que pueda, o qué ingenio entiende

los ñudos deshazer que amor ha hecho?

¿Qué loco al que no ama reprehende

o culpa al que de amor se ha satisfecho?:

pues nunca fue el amor jamás forçado,

no puede el que no ama ser culpado.

¡O, verdadero Amor do el ser se afina!,

suplícote me des, pues me heriste,

aquel ungüente que es la medicina

de quien el mal de Amor sanar quesiste.

Las manos puestas pido a la contina

piedad, pues que tu siervo me heziste,

y no pido merced, sino el servicio,

pues nadie como yo hizo su officio.

¡O!, tú que das dolor muy brabo y fuerte,

y no el querer ygual con la ventura!,

antes de tal dolor vea yo mi muerte;

¡qué dulce será entonces su amargura!

La lumbre d’esperar me quepa en suerte,

y no la que das siempre, pues no tura;

llegada a la razón sea mi esperança,

jamás sea vana en mí la confiança.

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Como el enfermo cree que bivir puede

quando lo está de un mal en él usado,

que quando otro accidente le succede,

ya muerto se ymagina y enterrado;

assí fuy yo, qu’el mal que me procede

de Amor sostuve siempre; mas mi hado

me dio otro nuevo, que es tan insuffrible,

que muerte no podrá ser más terrible.

¡O, tú, Amor, passión tan preeminente,

que a un niño hazes viejo en el sentido,

al más sabio le buelves innocente,

y al qu’es más fuerte dexas por vencido!;

tú eres aquel ayre pestilente

que al mundo ha inficionado y destruydo;

cegar antes del golpe bueno fuera,

qu’el medio del herido es que se muera.

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