sábado, 8 de julio de 2023

BERNARD MALAMUD Selección, traducción y nota introductoria de FEDERICO PATÁN FRAGMENTO

 




BERNARD MALAMUD

Selección, traducción y nota introductoria de

FEDERICO PATÁN

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DEMÉXICO

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL

DIRECCIÓN DE LITERATURA

MÉXICO 2010

 

ÍNDICE

NOTA INTRODUCTORIA

ÁNGEL LEVINE

LA CUENTA

 

NOTA INTRODUCTORIA

 

En los años cincuenta aparece en la literatura norteamericana un grupo de narradores sobresalientes. Lo componen, entre varios otros, J. D. Salinger (1919),

William Styron (1925), John Updike (1932), Saúl Bellow (1915) y, desde luego, Bernard Malamud. Si el primero creaba, en El cazador en el centeno (1951), un libro clave para entender la rebelión juvenil que desembocaría en los sucesos del 68, el segundo continuaba la tradición sureña, abría el tercero un examen minucioso de la clase media acomodada pero vacía, y al mismo vacío dedicaba Bellow una serie de espléndidas novelas, de las cuales era protagonista un hombre distanciado del sistema por voluntad propia. En cuanto a Malamud, tomaba como tema una visión judía del mundo, situándose en una línea bastante rica de la novelística norteamericana: aquella que incluye a Henry Roth (1907), el ya mencionado Bellow, Norman Mailer (1923) y, posteriormente a Malamud, Philip Roth (1933).

     Malamud nace en Brooklyn el año 1914. Educado en el City College, de Nueva York, sigue lo que se ha vuelto el destino inevitable de tanto escritor: la carrera de profesor universitario, si primero en el Oregon State College, de 1948 a 1961, luego en el Bennington College de Vermont. De tal experiencia sacará el material para su tercera obra: Una vida nueva, de 1961, libro que de esta manera pasa a engrosar las filas de un subgénero narrativo: la llamada novela de “academia”. Malamud muere, víctima de una crisis cardiaca, en 1986.

     Volvamos ahora a esa visión judía arriba mencionada. Su base es algo muy sencillo: la aceptación y la caridad. En tal sentido, las novelas de Malamud exploran la capacidad de comprensión y entrega que pueden adquirir los seres humanos, y aunque la exploración ocurre en un ámbito eminentemente judío, las consecuencias y los resultados de esa comprensión y de esa entrega son factibles de aplicar a cualquier persona. Por ello no carece de razón Malamud cuando dice que todos los hombres son judíos. Si lo escrito por nuestro novelista perteneciera tan sólo a la mentalidad judía, estaríamos ante un creador ciertamente amable de leer, pero asimismo limitado a lo costumbrista. Las zonas de actividad que Malamud toca son de alcance mucho mayor.

     Mediante la exposición cuidadosa de las conductas encontradas en seres menores, pertenecientes a los estratos sociales bajos, Malamud examina la responsabilidad que toda persona tiene respecto a sus congéneres. En otras palabras, el novelista afirma que nuestros actos jamás nos pertenecen por completo, pues con cada movimiento hecho o con cada decisión tomada afectamos las existencias que nos rodean, unas veces para bien, aunque generalmente para mal. De aquí se desprende un par de condiciones vitales en la narrativa de Malamud: la necesidad de buscar la excelencia moral, y la posibilidad de purgar nuestra frágil condición humana aceptando la culpa ajena, de lo cual son bellos ejemplos los dos primeros libros: El natural (1952) y El ayudante (1957).

     Quizás en virtud de lo arriba expuesto, la literatura de Malamud es de las muy pocas que en los Estados Unidos aprovechan un modo de narrar con patentes influjos eslavos. Lo vemos en el cuidadoso análisis hecho de los sentimientos humanos, claramente empeñado en señalar zonas donde el sentido de culpa y el remordimiento acompañan a los personajes. Leer a Malamud es adentrarse en novelas y cuentos henchidos de atmósfera, de modo que nos vemos rodeados de climas, luces y hablas cuyo propósito es meternos en los terrenos mencionados.

     Por lo mismo, en Malamud hay un empleo abundante de lo que Walter Alien ha llamado con razón una ironía chejoviana: cierta amargura burlona ante el modo en el cual se resuelven los conflictos, pero también una especie de sonrisa triste cuando vemos la intervención dolosa de algo que podríamos llamar el azar o tal vez el destino y quizás Dios. En El hombre de Kíev (The Fixer, 1966) tal sonrisa es muy palpable. Dicho sea de paso, Malamud otorga a sus personajes la capacidad de lucha, y aunque no siempre viene el triunfo como recompensa, el mero hecho de la batalla parece retribución suficiente.

      Novelista de indudable talento, Malamud probó asimismo tener buena mano para el cuento. Dejó tres volúmenes publicados: El barril mágico (1958), Los idiotas primero (1963) y Retratos de Fidelman (1969), en los cuales trabaja sus dos temas preferidos: el judío tradicional y de clase baja, con sus muchos problemas, y el artista norteamericano, generalmente de extracción judía, que en Europa busca inspiración para su obra, línea esta última aprovechada asiduamente por la narrativa de los Estados Unidos.

      Si Malamud es autor dedicado a darnos lo que Philip Roth llama “una metáfora que representa ciertas posibilidades humanas”, no son sus cuentos ajenos a tal propósito. Aunque Malamud parte de fuentes folklóricas, ha dado información respecto a otros orígenes de sus textos breves. Hela aquí: “Mis cuentos reconocen su deuda con, específicamente, Chéjov, James Joyce, Hemingway, Sherwood Anderson, tal vez con un toque de Sholem Aleichem y las películas de Charles Chaplin”. Esta última parece una acotación muy pertinente porque, en efecto, hay muchos personajes de Malamud que son el hombrecito golpeado por el mundo, pero capaz de levantarse y seguir en la pelea.

        Hemos elegido como representativos de Malamud dos cuentos donde el judío típico y de clase baja es el protagonista. Sin duda que en tales muestras encontraremos las características especificadas a lo largo de nuestra nota: la mano al parecer inmisericorde de la divinidad, el necesario tránsito por un lapso de prueba y la posibilidad de redención, cumplida en uno de los casos y frustrada en el otro. En ambos ejemplos, una clara demostración de que nadie es una isla, y todo acto es de consecuencia para las vidas que nos rodean. Esto, presentado mediante tramas de una claridad absoluta, apoyadas en diálogos cotidianos y en modos de conducta en nada excepcionales. Es decir, la maestría de la sencillez.

FEDERICO PATÁN

 

 

ÁNGEL LEVINE

 

     Manischevitz, un sastre, sufrió muchos reveses e indignidades en su año cincuenta y uno. Anteriormente hombre de situación acomodada, de la noche a la mañana perdió todo lo que tenía cuando su establecimiento se incendió para luego, tras la explosión de un recipiente de metal con líquido limpiador, quemarse hasta los cimientos. Aunque Manischevitz estaba asegurado contra incendios, las demandas por daños que dos clientes heridos con las llamas hicieron lo privaron de todo centavo recibido. Casi al mismo tiempo su hijo, que mucho prometía, murió en la guerra y su hija, sin por lo menos una palabra de advertencia, casó con un zafio y desapareció con él como si la tierra se la hubiera tragado. A partir de entonces Manischevitz fue víctima de agudísimos dolores de espalda y se vio incapacitado de trabajar hasta como planchador –el único tipo de trabajo a su disposición– por más de una o dos horas diarias, pues transcurrido ese tiempo lo enloquecía el dolor que estar de pie le producía. Su Fanny, buena esposa y madre, quien había aceptado lavar y coser ropa ajena, comenzó a agostarse ante sus propios ojos. Al sufrir cortedad de aliento, terminó por enfermar seriamente y cayó en cama. El doctor, un antiguo cliente de Manischevitz, que los atendía llevado por la piedad, al principio tuvo problemas para diagnosticar la dolencia de la mujer, pero más tarde la atribuyó a un endurecimiento de las arterias en etapa avanzada. Apartando a Manischevitz, prescribió un descanso absoluto y, en susurros, le dio a saber que había pocas esperanzas.

    A lo largo de sus aflicciones Manischevitz había permanecido un tanto estoico, no creyendo casi que todo esto le hubiera caído sobre los hombros; como si le estuviera sucediendo, por así decir, a un conocido o a un pariente distante. Tan sólo en cantidad de infortunio, era incomprensible. También era ridículo, injusto y, como siempre había sido un hombre religioso, en cierto modo resultaba una afrenta a Dios. Manischevitz creía esto llevado por el sufrimiento. Cuando su carga se volvió aplastantemente pesada para soportarla, rezó en su silla con los hundidos ojos cerrados: “Mi Dios querido, mi amado, ¿he merecido que me suceda todo esto?” Entonces, al reconocer la inutilidad de lo expresado, hizo de lado su queja y humildemente rogó pidiendo ayuda: “Devuélvele a Fanny la salud y que yo no sufra dolor con cada paso. Ayúdanos hoy, que mañana será muy tarde. No tengo que decírtelo.” Y Manischevitz lloró.

     El piso de Manischevitz, al que se había mudado tras el incendio desastroso, era magro, amueblado con unas cuantas sillas frágiles, una mesa, una cama y en uno de los barrios más pobres de la ciudad. Tenía tres habitaciones: una sala de estar pequeña y pobremente empapelada; una excusa de cocina, con heladera de madera; y el dormitorio comparativamente amplio, donde yacía Fanny en una hundida cama de segunda mano, luchando por respirar. El dormitorio era la habitación más caliente de la casa y en ella, tras su arranque contra Dios, Manischevitz, a la luz de dos pequeños focos situados arriba, sentado leía su periódico judío. En realidad no leía, pues sus pensamientos iban por todos sitios; pero lo impreso ofrecía un conveniente lugar donde reposar los ojos y una o dos palabras, cuando se permitía comprenderlas, causaban el efecto momentáneo de ayudarlo a olvidar sus problemas. Al cabo de un rato descubrió, lleno de sorpresa, que estaba repasando activamente las noticias en busca de un artículo de gran interés para él. No podía decir exactamente qué pensaba leer hasta darse cuenta, con cierto asombro, que esperaba descubrir algo acerca de sí. Manischevitz bajó el periódico y levantó la vista con la clara impresión de que alguien había entrado en el departamento, aunque no recordaba haber escuchado el sonido de la puerta al abrirse. Miró en rededor: la habitación estaba muy quieta y Fanny dormía, por una vez, tranquila. A medias temeroso, la observó hasta satisfacerse de que no estaba muerta; luego, aún perturbado por la idea de un visitante inesperado, caminó torpemente hasta la sala y allí tuvo el sobresalto de su vida, pues sentado a la mesa un negro leía un diario, doblado para que cupiera en una mano.

—¿Qué es lo que quiere aquí? –preguntó Manischevitz temeroso.

     El negro bajó el periódico y miró con expresión amable. “Buenas noches.” Parecía no estar seguro de sí mismo, como si hubiera entrado en la casa equivocada.

Era un hombre grande, de estructura huesosa, la cabeza pesada cubierta por un sombrero hongo, que no hizo el intento de quitarse. Sus ojos parecían tristes pero sus labios, sobre los cuales llevaba un bigotito delgado, procuraban sonreír; fuera de esto, no era imponente. Los puños de las mangas, notó Manischevitz, estaban desgastados hasta verse el forro, y el traje oscuro le ajustaba mal. Tenía pies muy grandes. Recuperado de su miedo, Manischevitz supuso que había dejado la puerta abierta y lo visitaba un empleado del Departamento de Beneficencia –algunos venían de noche–, pues recientemente había solicitado ayuda.

     Por tanto, se acomodó en una silla opuesta al negro, procurando sentirse a gusto ante la incierta sonrisa de aquel hombre. El alguna vez sastre estaba sentado a la mesa rígida aunque pacientemente, esperando que el investigador sacara su libreta y su lápiz y comenzara a hacerle preguntas; pero bastante pronto se convenció de que el hombre nada de eso intentaba.

—¿Qué es usted? –preguntó finalmente Manischevitz, intranquilo.

—Si se me permite, hasta donde esto es posible, identificarme, llevo el nombre de Alexander Levine.

    A pesar de todos sus problemas, Manichevitz sintió que una sonrisa le crecía en los labios. “¿Dijo Levine?” inquirió cortésmente.

    El negro asintió. “Totalmente correcto.”

    Llevando la broma un poco más lejos, Manischevitz preguntó: “¿Es de casualidad judío?”

—Lo fui toda mi vida, voluntariamente.

    El sastre titubeó. Había oído hablar de judíos negros, pero nunca había conocido uno. Le provocaba una sensación desacostumbrada.

    Al precisar poco después algo extraño en el tiempo verbal del comentario hecho por Levine, dijo dubitativo: “¿Ya no es judío?”

    En ese momento Levine se quitó el sombrero, revelando una zona muy blanca en su cabello, pero con prontitud se lo volvió a poner. Replicó: “Recientemente fui desencarnado en ángel. Como tal, le ofrezco mi humilde asistencia, si ofrecerla está dentro de mi competencia y mi habilidad –en el mejor de los sentidos”. Bajó los ojos, disculpándose. “Lo cual pide una explicación adicional: soy lo que se me ha concedido ser, y por el momento la consumación está en el futuro.”

—¿Qué clase de ángel es éste? –preguntó Manischevitz gravemente.

—Un verdadero ángel de Dios, dentro de las limitaciones prescritas –respondió Levine–, a quien no debe confundirse con los miembros de secta, orden u organización particular alguna aquí en la tierra, que funcione con nombre similar.

     Manischevitz estaba por completo alterado. Había estado esperando algo, pero no aquello. ¿Qué clase de burla era esta –aceptando que Levine fuera ángel– a un servidor fiel, que desde la infancia había vivido en sinagogas, siempre atento a la palabra de Dios?

     Para probar a Levine preguntó: “Entonces ¿dónde están sus alas?”

     El negro se sonrojó hasta donde le fue posible. Manischevitz lo entendió por el cambio de expresión. “En ciertas circunstancias perdemos privilegios y prerrogativas al volver a tierra, no importa cuál sea el propósito, o en el esfuerzo de ayudar a quien sea.”

—Dígame entonces –preguntó Manischevitz triunfante– ¿cómo llegó aquí?

—Me transmitieron.

    Aún intranquilo, el sastre dijo: “Si es judío, rece la bendición para el pan”.

    Levine la recitó en hebreo resonante.

Aunque conmovido por las palabras familiares, Manischevitz seguía teniendo dudas de que estuviera en tratos con un ángel.

—Si es un ángel –exigió un tanto enojado–, pruébemelo.

    Levine se humedeció los labios: “Francamente, no puedo hacer milagros o casi milagros, debido al hecho de que estoy sujeto a prueba. Cuanto tiempo persista o incluso en qué consista depende, lo admito, del resultado.”

    Manischevitz hurgaba en su cerebro, buscando algunos medios de lograr que Levine revelara positivamente su identidad, cuando el negro volvió a hablar:

—Se me dio a entender que tanto su esposa como usted necesitan asistencia de naturaleza salutífera.

    El sastre no pudo evitar la sensación de que era blanco de un bromista. ¿Es ésta la apariencia de un ángel judío?, se preguntó. No estoy convencido.

    Hizo una última pregunta: “Si Dios me envía un ángel, ¿por qué un negro? ¿Por qué no un blanco, cuando hay tantos de ellos?”

—Era mi turno –explicó Levine.

    Manischevitz no se convencía: “Creo que usted es un farsante”.

    Levine se puso de pie lentamente. Sus ojos mostraban decepción y zozobra. “Señor Manischevitz”, dijo sin expresión alguna, “si llegara a desear que le sea de ayuda en cualquier momento del futuro próximo, o posiblemente antes, puede encontrarme –y echó una mirada a sus uñas– en Harlem”. Y ya se había ido.

 

    Al día siguiente Manischevitz sintió algún alivio en su dolor de espalda y pudo trabajar cuatro horas planchando. Un día después, le dedicó seis horas; el tercer día, cuatro de nuevo. Fanny se sentó un rato y pidió un poco de halvah[1] para chupar. Pero el cuarto día el dolor penetrante y demoledor le afligió la espalda y Fanny, una vez más, reposaba supina, respirando con dificultad entre sus labios azules.     Manischevitz se sintió profundamente decepcionado con la reaparición de su dolor y sufrimientos activos. Había confiado en un intervalo de alivio mayor, lo bastante extenso para ocuparse en pensamientos que no fueran sobre sí y sus problemas. Día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto vivía en el dolor, siendo el dolor su único recuerdo, cuestionando la necesidad de tenerlo, prorrumpiendo en invectivas contra él y también, aunque con afecto, contra Dios. ¿Por qué tanto, Gottenyu? Si Su deseo era enseñarle a Su servidor una lección; por alguna causa –la naturaleza de Su naturaleza– enseñarle, digamos, en razón de sus debilidades, de su orgullo, quizás, durante los años de prosperidad, su descuido frecuente de Dios, darle una breve lección, entonces cualquiera de las tragedias que le habían sucedido, cualquiera habría bastado para castigarlo. Pero todas juntas –la pérdida de ambos niños, sus medios de sustento, su salud y la de Fanny–, era demasiado exigir que las soportara un hombre de huesos frágiles. Después de todo ¿quién era Manischevitz para que se le diera tanto sufrimiento? Un sastre. De seguro no un hombre de talento. En él se desperdiciaba en gran medida el sufrimiento. A ningún sitio iba, excepto a la nada: excepto a volverse más sufrimiento. Su dolor no le compraba pan, no rellenaba las fisuras de la pared, no recogía –en medio de la noche– la mesa de la cocina. Simplemente yacía en él, insomne, tan agudamente opresivo que muchas veces pudo él haber gritado sin escucharse dado el espesor del infortunio.

     En tal estado de ánimo, ningún pensamiento dedicó al señor Alexander Levine; pero en algunos momentos, cuando el dolor se retiraba, disminuía ligeramente, se preguntaba si no se habría equivocado al despedirlo. Un judío negro y, encima de todo, ángel; muy difícil de creer, pero ¿y suponiendo que lo hubieran enviado a ayudarlo y él, Manischevitz, en su ceguera fuera demasiado ciego para comprender? Fue tal pensamiento el que lo puso en el filo mismo de la agonía.

Por consiguiente el sastre, tras mucho cuestionarse y dudar continuamente, decidió buscar en Harlem al supuesto ángel. Desde luego, tuvo grandes dificultades, pues no había preguntado la dirección específica y el movimiento le resultaba tedioso. El metro lo puso en la Calle 116, y desde allí anduvo sin rumbo fijo por aquel mundo oscuro. Era vasto y sus luces nada iluminaban. Por todos sitios sombras, a menudo en movimiento. Manischevitz caminaba dificultosamente con ayuda de un bastón; al no saber dónde buscar en aquellos ennegrecidos edificios de departamentos, miraba sin resultados por los escaparates. En las tiendas había gente, toda negra. Era algo sorprendente de observar.

     Cuando estuvo demasiado cansado, demasiado infeliz para seguir adelante, Manischevitz se detuvo frente al negocio de un sastre. Debido a su familiaridad con la apariencia del sitio, entró con cierta tristeza. El sastre, un viejo negro flacucho con una mata de lanoso pelo gris, estaba sentado sobre su mesa de trabajo con las piernas cruzadas, cosiendo unos pantalones de etiqueta con un corte de navaja a todo lo largo del fondillo.

—Excúseme por favor, caballero –dijo Manischevitz, admirando el diestro y endedalado trabajo digital del sastre–, pero ¿conocerá de casualidad a alguien llamado Alexander Levine?

    El sastre que, pensó Manischevitz, parecía un tanto antagónico hacia él, se rascó la cabeza.

—No creo haber oído ese nombre.

—A-le-xander Le-vine —repitió Manischevitz.

El hombre sacudió la cabeza: “No creo haberlo oído”. Ya por irse, Manischevitz recordó decir: “Es un ángel, tal vez”.

—Oh, él –dijo el sastre cloqueando–. Pierde el tiempo en ese cabaretucho de por allí– y tras señalar con su dedo huesudo, volvió a los pantalones. Manischevitz cruzó la calle con luz roja y casi lo atropelló un taxi. Una manzana después de la siguiente, el sexto negocio a partir de la esquina era un cabaret; el nombre, en luces chispeantes, decía Bella’s. Avergonzado de tener que entrar, Manischevitz echó un vistazo a través de la ventana iluminada por neones; cuando las parejas danzantes se apartaron y fueron retirando, descubrió –en una mesa lateral, hacia el fondo– a Levine.

    Solo, una colilla colgándole de la comisura, jugaba solitario con una baraja sucia; Manischevitz sintió por él un asomo de piedad, pues la apariencia de Levine se había deteriorado. Su sombrero hongo estaba abollado y tenía un tiznajo gris en un lado. Su mal ajustado traje se veía más estropeado, como si hubiera dormido con él puesto. Tenía los zapatos y las valencianas lodosas y el rostro cubierto por una impenetrable barba color orozuz. Aunque profundamente decepcionado, Manischevitz estaba por entrar cuando una negra de pechos enormes y vestido de noche morado apareció ante la mesa de Levine y, con una risa que salía entre muchísimos dientes blancos, rompió en un vigoroso bamboleo de caderas. Levine miró directamente a Manischevitz con una expresión de ser acosado, pero el sastre estaba demasiado paralizado para moverse o responder. Según continuaban los giros de Bella, Levine se levantó, llenos de excitación los ojos. Ella lo abrazó con vigor y él asió con ambas manos las grandes nalgas bullentes; con pasos de tango cruzaron la pista, estruendosamente aplaudidos por los ruidosos clientes. Parecía que ella hubiera levantado en el aire a Levine, cuyos enormes zapatos colgaban flácidos mientras la pareja bailaba. Se deslizaron frente a la ventana donde Manischevitz, el rostro blanco, permanecía mirándolos. Levine guiñó un ojo socarronamente y el sastre se fue a casa.

 

     Fanny estaba a las puertas de la muerte. A través de sus labios arrugados murmuraba sobre su infancia, las tristezas del lecho matrimonial, la pérdida de sus niños y, sin embargo, lloraba por vivir. Manischevitz procuraba no escuchar, pero incluso sin orejas habría oído. No era un don. El doctor jadeaba escaleras arriba, un hombre ancho y blando, sin rasurar (era domingo) que sacudió la cabeza. Un día cuando mucho, o dos. Se fue enseguida, no sin mostrar compasión, para ahorrarse el pesar múltiple de Manischevitz, el hombre que jamás dejaba de herirse. Algún día iba a tener que llevarlo a un asilo público.

     Manischevitz visitó una sinagoga y allí habló con Dios, pero Dios se había ausentado. El sastre buscó en su corazón y no hallo esperanza. Cuando ella muriera, él viviría muerto. Meditó si quitarse la vida, aunque sabía que no iba a hacerlo. Mas era algo en lo cual pensar. Pensándolo, se existía. Lanzó quejas a Dios: ¿Podía amarse una roca, una escoba, un vacío? Descubriéndose el pecho, golpeó los huesos desnudos, insultándose por haber creído.

    Dormido en una silla aquella tarde, soñó con Levine, quien ante un espejo borroso se acicalaba unas alitas decadentes y opalinas. “Esto significa”, murmuró Manischevitz mientras emergía del sueño, “que hay posibilidades de que sea un ángel”. Tras rogar a una vecina que cuidara de Fanny y ocasionalmente le humedeciera los labios con unas gotas de agua, tomó su delgado abrigo, asió un bastón, cambió unos centavos por una ficha para el metro y fue a Harlem. Sabía que esta acción era la última y desesperada de su aflicción: ir sin fe ninguna en busca de un mago negro, que restaurara en su esposa la invalidez. Sin embargo, aunque no hubiera elección, al menos hacía lo elegido.

    Renqueó hasta Bella’s, pero el lugar había cambiado de manos. Era en la actualidad, mientras él alentaba, una sinagoga en una tienda. Al frente, cerca de él, había varias filas de bancas de madera vacías. Al fondo estaba el Arca, cubiertos sus portales de madera tosca con arcoíris de lentejuelas; a sus pies, una gran mesa donde yacía abierto el rollo sagrado, iluminado por la luz tenue de un foco que de una cadena colgaba del techo. Alrededor de la mesa, como si congelados a ella y al rollo, que todos tocaban con los dedos, había sentados cuatro negros con solideos. Ahora, mientras leían la Palabra Sagrada, Manischevitz pudo oír, a través de la ventana de vidrio laminado, el cantado sonsonete de sus voces. Uno de ellos era viejo, con la barba gris. Otro, de ojos saltones. Otro, jorobado. El cuarto era un muchacho, no mayor de trece años. Movían las cabezas en un vaivén rítmico. Conmovido con esta visión, llegada de su infancia y juventud, Manischevitz entró y quedó silencioso en la parte trasera.

—Neshoma –dijo ojos saltones, señalando la palabra con un dedo regordete–. ¿Qué significa?

—Es la palabra que significa alma –dijo el muchacho. Usaba lentes.

—Sigamos el comentario –dijo el anciano.

—No es necesario –dijo el jorobado–. El alma es substancia inmaterial. Eso es todo. El alma deriva de esa manera. La inmaterialidad deriva de la sustancia y ambas, sea causalmente o de otro modo, derivan del alma. No puede haber nada superior.

—Eso es lo más elevado.

—Por encima de lo más alto.

—Un momento –dijo ojos saltones–. No entiendo qué es esa sustancia inmaterial. ¿Cómo ocurre que una se enganche a la otra? –se dirigía al jorobado.

—Pregúntame algo difícil. Porque es inmaterialidad sin sustancia. No podrían estar más unidas, como todas las partes del cuerpo bajo la piel... más juntas.

—Escuchen –dijo el anciano.

—Lo único que hiciste fue intercambiar las palabras.

—Es el primer móvil, la sustancia sin sustancia de la que vienen todas las cosas cuya incepción fue en la idea... tú, yo, cualquiera o cualquier cosa.

—Pero ¿cómo sucedió todo eso? Exprésalo con sencillez.

—Es el espíritu –dijo el anciano–. En la superficie del agua se movió el espíritu. Y esto fue bueno. Lo dice la Biblia. Del espíritu surgió el hombre.

—Pero un momento, ¿cómo se volvió sustancia si todo el tiempo era espíritu?

—Dios lo hizo.

—¡Santo, santo! ¡Bendito sea Su Nombre!

—Pero este espíritu ¿tiene algún matiz o color? – preguntó ojos saltones, el rostro impasible.

—Pero hombre, claro que no. El espíritu es el espíritu.

—Y entonces ¿por qué somos de color? –dijo con un brillo de triunfo.

—Eso nada tiene que ver.

—Sin embargo, me gustaría saberlo.

—Dios puso al espíritu en todas las cosas –respondió el muchacho–. En las hojas verdes y en las flores amarillas. En el dorado de los peces y en el azul del cielo. Así fue que vino a nosotros.

—Amén.

—Lee al Señor y expresa en voz alta Su nombre impronunciable.

—Toca la trompeta hasta atronar el cielo. Callaron, atentos a la siguiente palabra. Manischevitz se les acercó.

—Perdónenme –dijo–, busco a Alexander Levine.

Tal vez lo conozcan.

—Es el ángel –dijo el muchacho.

—Oh, ése –resopló ojos saltones.

—Lo encontrará en Bella’s. Es el establecimiento al otro lado de la calle –dijo el jorobado.

    Manischevitz dijo sentir no poder quedarse, les dio las gracias y cojeando cruzó la calle. Ya era de noche. La ciudad estaba oscura y apenas le fue posible encontrar el camino.

    Pero Bella’s estallaba con el blues. A través de la ventana Manischevitz reconoció a la multitud danzante y en ella buscó a Levine. Con labios sueltos, estaba sentado a la mesa lateral de Bella. Bebía de un cuarto de whisky casi vacío. Levine había descartado su ropa vieja, y vestía un recién estrenado traje a cuadros, un sombrero hongo gris perla, un puro y enormes zapatos de dos tonos y con botones. Para desánimo del sastre, una mirada de borracho se le había fijado en el rostro alguna vez digno. Se inclinaba hacia Bella, le cosquilleaba el lóbulo de la oreja con el meñique, a la vez susurrándole palabras que le arrancaban a la mujer oleadas de risa ronca. Ella le acarició la rodilla.

   Manischevitz, dándose fuerza, abrió la puerta y no fue bien recibido.

—Este lugar es privado.

—Lárgate, boca blanca.

—Fuera, yankel, basura semítica.

    Pero él se movió hacia la mesa donde Levine estaba sentado, la multitud apartándose ante él según avanzaba rengueando.

—Señor Levine –habló con voz temblorosa–, aquí Manischevitz.

    Levine, con brillo ofuscado: “Di lo que tengas que decir, hijo”.

    Manischevitz tembló. La espalda lo martirizaba. Estremecimientos fríos le atormentaban las piernas torcidas.

    Miró en rededor, todo mundo el oído atento:

—Perdóneme, me gustaría hablarle en privado.

—Habla, que soy una persona privada.

    Bella rió agudamente: “Cállate, muchacho, que me matas”.

    Manischevitz, infinitamente perturbado, pensó en huir, pero Levine se dirigió a él:

—Sea tan amable de exponer el propósito de su comunicación con este servidor.

El sastre se humedeció los labios agrietados: “Es usted judío. De eso estoy seguro”.

Levine se levantó, las ventanillas de la nariz ensanchadas: “¿Alguna otra cosa que quiera decir?” La lengua de Manischevitz parecía de piedra.

—Habla ahora o calla para siempre.

    Lágrimas cegaron los ojos del sastre. ¿Fue así sujeto a prueba hombre alguno? ¿Debería expresar su creencia de que un negro medio borracho era un ángel?

    El silencio se fue petrificando lentamente.

    Manischevitz recordaba escenas de su juventud mientras en su mente giraba una rueda: cree, no lo hagas, sí, no, sí, no. El apuntador apuntaba al sí, quedaba entre sí y no, en el no, él no era sí. Suspiró. Se movía y sin embargo era necesario elegir.

—Creo que es usted un ángel del Señor –lo dijo en voz quebrada, pensando si lo dijiste, dicho queda. Si lo creías, debes decirlo. Si crees, crees.

    El silencio se quebró. Todos hablaban, pero la música comenzó y se fueron a bailar. Bella, aburrida ya, recogió las cartas y se sirvió una mano.

    Levine rompió en lágrimas: “Cómo se ha humillado”.

    Manischevitz se disculpó.

—Aguarde a que me arregle –Levine fue al baño de hombres y volvió con su vieja ropa.

    Nadie les dijo adiós mientras salían.

Llegaron al piso vía el metro. Según subían la escalera, Manischevitz señaló con el bastón su puerta.

—Ya todo está arreglado –dijo Levine–. Es mejor que entre mientras yo despego.

    Decepcionado de que terminara tan pronto, pero impulsado por la curiosidad, Manischevitz siguió al ángel tres pisos hasta la azotea. Cuando llegó, la puerta se encontraba ya con el cerrojo echado.

    Por suerte pudo ver a través de una ventanilla rota. Oyó un ruido extraño, como batir de alas, y al esforzarse por tener una vista más amplia, habría jurado que vio una figura oscura elevándose gracias a un par de magníficas alas negras.

    Una pluma fue cayendo. Manischevitz lanzó una exclamación al verla cambiar a blanco, pero era tan sólo un copo de nieve.

    Voló escaleras abajo. En el departamento Fanny manejaba el trapeador, metiéndolo bajo la cama y luego por las telarañas de la pared.

—Es algo maravilloso, Fanny –dijo Manischevitz–. Créemelo, hay judíos en todas partes.



[1] Turrón judío

 

viernes, 7 de julio de 2023

Los desnudos y los muertos Norman Mailer FRAGMENTO

 




 Los desnudos y los muertos

                      Norman Mailer

 

 

 

 

 Título original: The Naked and the Dead

Norman Mailer, 1948

Traducción: Patricio Canto

 

 

 

 

 


 Deseo agradecer a William Raney, Theodore S. Amussen y Charles Devlin la ayuda y el estímulo que me dieron mientras escribía este libro.

 

 


 Primera parte

 

 

La oleada

 

 

 


 I

 

 

Nadie podía dormir. Al amanecer, se arriarían las lanchas de desembarco, un primer contingente de tropas cruzaría las aguas en ellas y atacaría la playa de Anopopei. En el barco, en toda la flota de asalto, los hombres eran conscientes de que, dentro de pocas horas, algunos de ellos iban a morir.

Un soldado está echado en su litera, cierra los ojos y sigue completamente despierto. A su alrededor, como un rumor de olas, oye en su duermevela el murmullo de los compañeros. «No lo haré; no lo haré», grita alguien en sueños, y el soldado abre los ojos y mira detenidamente la bodega. Su visión se pierde en el intrincado laberinto de hamacas, cuerpos desnudos y mochilas que se balancean. El soldado decide que tiene que ir al retrete y, mientras reniega, consigue sentarse, las piernas colgando en el aire, la espalda encogida bajo uno de los largueros de la litera superior. Suspira, alcanza los zapatos —que había atado a uno de los hierros del armazón— y se los pone lentamente. De las cinco literas superpuestas, la suya es la cuarta, y baja con incertidumbre en la oscuridad, con miedo de pisar a alguno de los hombres de las literas más bajas. Ya en el suelo, busca el camino entre una maraña de bolsas y fardos, tropieza con un fusil y camina hasta una puerta. Cruza otra sección de la bodega, igualmente abarrotada, y llega finalmente al retrete.

Dentro, el aire está impregnado de vapor. Incluso ahora hay un hombre en la única ducha de agua dulce: la ducha ha estado siempre ocupada desde que embarcaron. El soldado pasa junto a las duchas de agua salada, que no se usan, y se sienta en cuclillas sobre las tablas sueltas y mojadas del asiento de la letrina. Se ha olvidado los cigarrillos y pide uno a un compañero sentado a escasa distancia. Mientras fuma, mira el suelo negro, encharcado, cubierto de colillas, y escucha el ruido del agua que corre por la letrina. En realidad, no tenía motivo para ir, pero sigue sentado allí porque está más fresco y las emanaciones del retrete, del agua salada, del cloro, el olor viscoso y dulce del metal mojado, son menos sofocantes que la espesa hedentina de sudor que se respira en las bodegas donde duerme la tropa.

El soldado permanece allí mucho tiempo y después, lentamente, se pone de pie, se sube los pantalones verdes y piensa en los esfuerzos que tendrá que hacer para volver a su litera. El soldado sabe que se echará allí a esperar el alba y se dice: «Ojalá ya hubiera llegado la hora; me importa todo ya una mierda; ojalá ya fuera la hora». De regreso, piensa en un día de su infancia, muy temprano, por la mañana, en el que se quedó en la cama despierto, era su cumpleaños y su madre le había prometido una fiesta.

Esa noche, temprano, Wilson, Gallagher y el sargento Croft se pusieron a jugar una partida de cartas con dos ordenanzas del cuartel general. Se instalaron en el único lugar desocupado donde era posible ver las cartas después de apagarse casi todas las luces. De todos modos, se veían obligados a forzar la vista, pues la única luz encendida era una lamparilla azul, cerca de la escalera, y se hacía difícil distinguir los palos rojos de los negros. Llevaban jugando varias horas y ahora estaban medio ensimismados en el juego. Cuando el valor de las cartas era insignificante, las apuestas se hacían de forma inconsciente, maquinalmente.

La suerte de Wilson, buena desde el principio, se volvió excepcional cuando ganó tres manos seguidas. Estaba muy contento. Había un montón de libras australianas desparramadas descuidada y ostentosamente junto a sus piernas cruzadas y, aunque creía que contar el dinero traía mala suerte, estaba seguro de haber ganado cerca de cien libras. Esto le producía una intensa sensación voluptuosa en la garganta; la excitación que le daba cualquier forma de abundancia.

—Tenlo por seguro —le dijo a Croft con su melifluo acento del Sur—, este dinero va a ser mi ruina. Nunca podré entender estas malditas libras. Los australianos lo hacen todo al revés.

Croft no contestó. Estaba perdiendo un poco y, lo que más le mosqueaba, en toda la noche no había tenido una buena mano.

Gallagher gruñó.

—¡Qué coño! ¡Con esa suerte no tienes por qué contar el dinero! Basta con alargar la mano y cogerlo.

Wilson rió.

—Tienes razón, pero le hará falta una mano bien grande.

Rió de nuevo con una alegría fácil, casi infantil, y empezó a repartir las cartas. Era un hombre corpulento, de unos treinta años, con una abundante cabellera de pelo castaño dorado y una cara rubicunda, saludable, de rasgos grandes y definidos. Sorprendentemente, llevaba unas gafas redondas de montura fina y plateada que le daban a primera vista el aspecto de estudioso o, por lo menos, de metódico. Al repartir, sus dedos parecían deleitarse con el incitante contacto de las cartas. En ese momento soñaba con tomar una copa, le contrariaba que, con todo el dinero que tenía, no podía comprar ni siquiera una cerveza.

—¿Sabéis? —dijo entre risas—, con lo que he llegado a beber y nunca me acuerdo de cómo sabe hasta que lo vuelvo a probar.

Reflexionó un momento antes de echar la carta que tenía en la mano y luego hizo chasquear la lengua.

—Es lo mismo que joder. Cuando follas a menudo y vas bien servido, nunca te acuerdas de cuando pasas hambre. Y no hay nada más difícil que acordarse del gusto de un coño cuando tienes la cuestión resuelta. Una tía que yo conocía y que vivía en las afueras de la ciudad, que estaba casada con un amigo mío, tenía uno de esos meneos que te vuelven loco. He conocido muchas hembras, pero nunca me olvidaré de aquel conejo.

Meneó la cabeza en señal de reconocimiento. Pasó el dorso de la mano por su frente, alta, como esculpida, y se acarició sus dorados cabellos. Chasqueó la lengua con regodeo y dijo lentamente:

—Tío…, era como meterla en un tarro de miel.

Repartió dos cartas tapadas a cada hombre y volvió a concentrarse en el juego.

Por una vez, Wilson tuvo una mala mano y, después de una vuelta, que aguantó por ser el que iba ganando, se retiró. Cuando terminara la campaña, se decía, iba a inventar alguna forma de hacer alcohol. Había un sargento de cocina en la Compañía Charlie que debía de haber ganado unas dos mil libras australianas vendiendo a cinco libras el litro. Lo único que se necesitaba era azúcar, levadura y algunas latas de melocotones o albaricoques. Sólo de pensarlo, sentía cómo el entusiasmo le crecía en el pecho. ¡Quién sabe si no se podía hacer con menos! Su primo Ed, recordó, había usado melaza y pasas, y el resultado tenía un pase.

Por un momento, sin embargo, Wilson se desanimó. Tendría que robar todos los ingredientes de la tienda de suministros una noche, y luego buscar un lugar para ocultarlos un par de días. Y también necesitaría un buen escondrijo para guardar el menjunje. No debía estar demasiado cerca del campamento porque cualquiera podría encontrarlo, ni demasiado lejos, por si le venían a uno ganas de tomar una copa al momento.

Todo esto acarrearía muchos problemas, a menos que esperara hasta el fin de la campaña, cuando tuvieran un campamento permanente. Pero faltaba mucho para eso. Tal vez tres o cuatro meses. Wilson empezó a sentir cierto fastidio. Uno tenía que darse mucha maña para buscarse la vida en el ejército.

Gallagher había perdido aquella vuelta también y miraba a Wilson con resentimiento. ¡Sólo los idiotas como él ganaban todas las puestas grandes! Los remordimientos de conciencia comenzaban a molestar a Gallagher. Había perdido por lo menos treinta libras, unos cien dólares, y aunque la mayor parte lo había ganado durante el viaje, eso no le hacía sentirse mejor Pensó en su mujer, Mary, embarazada de siete meses, y trató de recordar su aspecto. Pero sólo logró sentirse culpable. ¿Qué derecho tenía él para tirar el dinero que debía enviarle? Le sobrevino una amargura profunda y familiar: todo le salía mal, tarde o temprano. Apretó la boca. Cualquier cosa que intentara, por mucho que se afanara, siempre terminaba por fracasar. La amargura se hizo más intensa, lo dominó por entero. Había algo que él deseaba, algo que casi podía tocar, y siempre acababa pegándosela y desapareciendo. Miró a uno de los ordenanzas, Levy, que barajaba las cartas, y la garganta de Gallagher se contrajo. Aquel judío estaba teniendo una suerte del demonio; súbitamente la amargura se transformó en rabia, le oprimió la garganta, y de ella brotó una crispada retahíla de tacos.

—Ya está bien, hombre, ya está bien. Volvamos a la partida, mierda. Basta de barajar las jodidas cartas y juguemos de una puñetera vez.

Hablaba con el feo acento de los irlandeses de Boston, alargando las «aes» y difuminando las «erres». Levy lo miró e imitó su pronunciación:

—Estááá bien. Repaaartiré laaas cartaaas y jugaaaremos.

—Muy gracioso —murmuró Gallagher, un poco como para sí.

Era un hombre bajo, con cuerpo robusto, y aspecto de ser áspero y desapacible en el trato. La cara, en consonancia con el cuerpo, era pequeña y fea, marcada con las cicatrices de un acné muy virulento, que le había dejado la piel picada y con prominencias. Tal vez fuera el color de su cara tal vez la forma de su larga nariz irlandesa, que se torcía a un lado, pero siempre parecía irritado. Pero sólo tenía veinticuatro años.

El siete de corazones. Miró cautelosamente sus dos cartas tapadas, vio que eran también corazones y se permitió abrigar esperanzas. No había ganado en toda la noche, y se dijo que le llegaba el turno. «Ni siquiera ellos van a fastidiarme esta vez», pensó.

Wilson apostó una libra y Gallagher acepto.

—Bueno, hagamos una puesta decente —gruñó.

Croft y Levy apostaron, pero el quinto hombre paso, y Gallagher se sintió burlado.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Te acojonas? De todos modos, nos vuelan la cabeza.

Su frase se perdió entre el rumor del dinero que arrastraban sobre la manta tendida que utilizaban como tapete y Gallagher fue presa de una ansiedad fría y estremecedora, como si hubiera blasfemado. «Santa María, madre de…», dijo para si rápidamente. Se veía tendido en la playa, con un muñón sangriento en lugar de la cabeza.

Siguiente carta, picas. ¿Embarcarían su cadáver?, se preguntó, ¿visitaría Mary su tumba? La compasión por sí mismo le resultó placentera. Por un momento anhelo la compasión de los ojos de su mujer. Ella lo comprendía, se dijo, pero, mientras trataba de pensar en ella, vio en su lugar una figura de «María, madre de…» que permanecía en su recuerdo desde que había comprado una estampita en la escuela parroquial. ¿Cómo era Mary, su Mary? Se esforzaba en recordar, en formar el rostro de ella en su mente. Pero ahora no podía, se le escapaba, como la melodía de una canción recordada a medias que insiste en transformarse en tonadas más conocidas.

Le tocó otra carta de corazones. Eso le daba cuatro corazones y habría dos oportunidades más de conseguir el quinto. Su ansiedad se apaciguó y se transformó en un intenso interés por el juego Miró alrededor. Levy pasó antes de que empezaran las apuestas, y Croft mostró un par de dieces. Croft apostó dos libras y Gallagher se convenció de que tenía un tercer diez. Si la mano de Croft no mejoraba, y Gallagher estaba seguro de ello, Croft no podría ganarle.

 

Wilson rió un poco y buscó descuidadamente su dinero. Al dejarlo caer sobre la manta, dijo:

—Va a ser una buena puesta.

Gallagher palpó los pocos billetes que le quedaban y se dijo que era la última oportunidad de rehacerse.

—Van dos más —murmuró, y sintió en seguida algo parecido al pánico. Wilson enseñó tres picas. ¿Por qué no se había dado cuenta? ¡Maldita suerte!

Pero el juego aún no había terminado, y Gallagher se tranquilizó. Wilson todavía no tenía la escalera. Sus cartas estaban a la par y tal vez Wilson no consiguiera más picas; hasta era posible que necesitara otra cosa. Esperaba no perder en la siguiente vuelta. Iba a apostar hasta que se le terminara el dinero.

Croft, el sargento Croft, sintió otra clase de excitación cuando se repartieron cartas de nuevo. Hasta aquel momento, había jugado aburrido, pero le tocó un siete, ahora tenía dos parejas. Entonces tuvo la firme y repentina convicción de que iba a ganar. Estaba seguro, le vendría un siete o un diez, tendría un full. Estaba convencido. Una certeza tan intensa como ésa tenía que significar algo. Generalmente jugaba al póquer teniendo una idea muy clara y realista de las pocas probabilidades de sacar una carta determinada, y con un conocimiento exacto de los hombres con quienes jugaba. Era el margen de casualidad existente en el póquer lo que, para él, le daba sentido a ese juego. Ponía en todo lo que hacía la habilidad y la experiencia de que era capaz, pero no ignoraba que, en último término, las cosas dependían del azar. Se alegró de que la suerte estuviera con él. Tenía un convencimiento inexplicable y profundo de que el azar estaba de su parte, y ahora, tras una larga noche de no ligar casi nada, tenía una buena baza.

Gallagher había sacado otra carta de corazones y Croft pensó que tenía una escalera de color. El as de picas que sacó no le sirvió para nada a Wilson, pero Croft adivinó que ya tenía la escalera y que jugaba sin arriesgarse. A Croft siempre le había sorprendido el juego artero de Wilson, en contraste con su aire de hombre bonachón y franco.

—Apuesto dos libras —dijo Croft.

Wilson puso dos billetes y Gallagher saltó.

—Dos más.

Croft tuvo la certeza de que Gallagher tenía una escalera. Dejó caer con parsimonia cuatro libras sobre la manta.

—Dos más.

Había una voluptuosa mueca de tensión en su boca.

Wilson rió con soltura.

—¡Diablos, va a ser una puesta de campeonato! —dijo—. Debería retirarme, pero nunca resisto la tentación de ver la última carta.

Ahora Croft ya no tenía dudas de que también Wilson tenía una escalera. Pudo ver que Gallagher dudaba… Una de las picas de Wilson era un as.

—Dos más —dijo Gallagher con cierto nerviosismo.

«Si ya tiene un full —se dijo Croft—, se las voy a ver todo el rato, aunque sería mejor guardar el dinero para la última vuelta».

Dejó caer dos libras más sobre el montón de la manta y Wilson lo imitó. Levy dio la última carta tapada a cada uno. Croft, conteniendo su excitación, miró en la penumbra de la bodega, vio la maraña de literas que se levantaban, una sobre otra a su alrededor, un soldado se dio la vuelta en sueños. Entonces cogió la última carta. Era un cinco. Barajó las cartas lentamente, sorprendido, no podía creer que hubiera estado tan equivocado. Contrariado, arrojó su mano sin comparar su juego con el de Wilson. Empezaba a estar irritado. En silencio los miró apostar; vio a Gallagher que ponía su último billete.

—Sé que no debo hacerlo, pero te las veo —dijo Wilson—. ¿Qué tienes?

Gallagher estaba huraño, como si supiera que iba a perder.

—¿Qué, te lo esperabas? Escalera de corazones, con la jota.

Wilson suspiró.

—No me gusta hacerte esto, macho. Pero estas picas te ganan, y llevo un solanas. —Y señaló el as.

Durante algunos segundos Gallagher permaneció silencioso, pero las rojas prominencias de su cara se volvieron violáceas. Después pareció estallar.

—¡Este hijo de puta tiene una suerte de cojones! —dijo mientras se erguía temblando.

Un soldado en una litera cerca de una puerta de la bodega se apoyó irritado sobre un codo y gritó:

—¡Coño, a ver si calláis y dejáis dormir!

—¡Qué te jodan! —gritó Gallagher.

—¿Por qué no lo dejáis de una vez?

Croft se puso en pie. Era un hombre flaco, de mediana estatura, pero iba tan tieso que parecía alto. Su enjuta cara triangular carecía totalmente de expresión bajo la luz azul; nada parecía sobrar en su dura y pequeña mandíbula, en las hundidas y firmes mejillas, en la breve nariz recta. Su escaso pelo oscuro tenía reflejos rojizos que se acentuaban bajo aquella luz y sus fríos ojos eran de un azul intenso.

—Oye, bulto —dijo en un tono frío y tranquilo—, ¿y tú, por qué no dejas de joder? Jugamos como nos da la gana, y no veo qué vas a hacer para impedirlo, a menos que quieras pelear contra los cuatro.

Hubo una réplica confusa desde la litera y Croft continuó:

—Si quieres algo, aquí estoy. —Pronunció aquellas palabras tranquila y claramente, con un dejo de acento del Sur. Wilson no le quitaba ojo.

Esta vez el soldado que se había quejado no respondió y Croft, con una leve sonrisa, volvió a sentarse.

—Estás buscando camorra —dijo Wilson.

—No me gustaba su tono —dijo Croft secamente.

Wilson se encogió de hombros.

—Bueno, sigamos —sugirió.

—Yo me retiro —dijo Gallagher.

Wilson se sintió mal. No era nada divertido sacarle a un hombre todo el dinero que tenía. Gallagher solía ser un buen tipo, y resultaba doblemente mezquino esquilmar a un compañero con el que se ha vivido tres meses en la misma tienda.

—Oye, tío, si a uno se le acaba el dinero no hay motivo para interrumpir el juego. Deja que te preste algunas libras —le ofreció.

—No, me retiro —dijo Gallagher de mal humor.

Wilson se encogió otra vez de hombros. No podía entender a hombres como Croft y Gallagher, se tomaban el juego demasiado en serio. A él le gustaba jugar y no veía otra forma de pasar el tiempo hasta la mañana; pero el juego no era tan importante. Tener un montón de dinero delante de los ojos estaba bien, pero hubiera preferido beber. O una mujer. Chasqueó la lengua con amargura. Una mujer… anda que no quedaba lejos.

Después de un largo rato, Red se cansó de estar echado en la litera y, tras esquivar a la guardia, subió a cubierta. El aire parecía frío después de permanecer tanto tiempo en la bodega. Red inspiró hondamente y durante unos segundos se movió con cautela en la oscuridad, hasta que empezó a distinguir los contornos del barco. La luna iluminaba las superestructuras de cubierta y las lanchas con un sereno resplandor plateado. Miró alrededor, consciente ahora del rumor sofocado de las hélices, el lento y contenido vaivén del barco que había sentido abajo, en la vibración de la litera. Se sintió mejor en seguida, la cubierta estaba casi desierta. Había un marinero de guardia junto al cañón más próximo, pero, comparado con la bodega, esto era el aislamiento.

Red caminó hacia la borda y miró el mar. El barco apenas se movía, toda la flota parecía detenerse y husmear su camino en el agua, como un sabueso no muy seguro de la pista. Lejos, en el horizonte, se alzaba abruptamente la silueta de una isla, una montaña que se elevaba entre una serie de colinas. Era Anopopei, dedujo, y se encogió de hombros. ¿Qué importaba? Todas las islas eran iguales.

De repente, pensó en la semana que tenían por delante. Mañana, cuando desembarcaran, los pies se les mojarían y los zapatos se les llenarían de arena. Una lancha tras otra iría desembarcando a los soldados; y una caja tras otra se iría apilando sobre la playa, a unos cuantos metros de la orilla. Si tenían suerte, no se encontrarían con la artillería de los japos y no habría demasiados defensores apostados. Sentía un miedo cansino. Vendría esta campaña, y luego otra, y otra más. Nunca terminarían. Mientras miraba el agua con el ceño fruncido se palpó el cuello; sentía flojear todas las articulaciones de su largo y delgado cuerpo. Era alrededor de la una. Dentro de tres horas empezaría el cañoneo. Y se chuparían un caliente y estomagante desayuno de plomo.

No había nada que hacer sino dejar que a un día le siguiera otro. El pelotón tendría suerte, mañana por lo menos. Habían calculado que las tareas que les habían asignado en la playa los mantendrían ocupados probablemente una semana; las primeras patrullas que se internarían por rutas desconocidas habrían cumplido sus misiones, y la campaña se reduciría a una rutina soportable y familiar. Escupió de nuevo, se tocó con sus dedos toscos y llenos de cicatrices sus pronunciados, hinchados, nudillos.

De pie, contra la amurada, el perfil de Red casi se reducía a una gran nariz y una mandíbula alargada, descolgada; pero a la luz de la luna, su aspecto era engañoso, pues no se veía lo rubicundo de su piel y de su pelo. Su cara siempre parecía encendida, colérica, salvo los ojos, que eran serenos, celestes, hundidos en una maraña de pecas y arrugas. Mostraba los dientes al reír, grandes, amarillos y torcidos; su áspera voz parecía relinchar cuando soltaba sus despreciativas y recias carcajadas. Todo en él era huesudo y nudoso, y, aunque medía más de un metro ochenta, apenas pesaba sesenta y ocho kilos.

Se rascó el estómago con la mano, palpó durante unos instantes y se detuvo. Se había olvidado el chaleco salvavidas. De inmediato pensó en volver a buscarlo, y se enfadó consigo mismo. «¡Jodido ejército! Te hace tener miedo hasta de darte la vuelta». Escupió. «Uno se pasa media vida tratando de acordarse de las instrucciones». Por un momento siguió preguntándose si debía ir a buscarlo, y luego, con una mueca, pensó: «Sólo pueden matarte una vez».

Eso era lo que le había dicho a Hennessey, un chaval que se había unido al pelotón unas semanas antes de que la fuerza expedicionaria se hubiera embarcado. «Un chaleco salvavidas: que se preocupe Hennessey de chorradas como ésa… Un chaleco salvavidas…».

Estaban juntos en cubierta una noche en la que sonó una alarma de ataque aéreo y se acurrucaron bajo un bote de salvamento, contemplando los barcos en formación deslizándose sobre las negras aguas, mientras la dotación del cañón más cercano aguardaba tensa junto al cargador. Un Zero atacó y una docena de reflectores intentó enfocarlo. Centenares de proyectiles luminosos trazaron sus arcos en el cielo. Había sido muy diferente del combate que había visto anteriormente, sin calor, sin cansancio, hermoso e irreal como una película en color o una lámina de calendario. Lo había contemplado absorto; y ni siquiera se había agachado cuando una bomba estalló en un barco a unos centenares de metros formando un abanico amarillo plomizo.

Su estado de ánimo había sido interrumpido por Hennessey.

—¡Dios mío, ahora que me acuerdo! —había dicho.

—¿Qué?

—Tengo el chaleco salvavidas desinflado.

Red soltó una carcajada.

—Te diré lo que puedes hacer. Cuando el barco se hunda, te agarras a una rata bien maciza que te lleve hasta la costa.

—Esto es muy serio. Lo mejor que puedo hacer es inflarlo.

Y en la oscuridad tanteó buscando el tubo de aire, lo encontró e infló el salvavidas. Divertido, Red lo miraba hacer. Era un crío. Dado cómo los educaban, ahora todos los chavales querían obedecer las normas. Red casi se entristeció.

—Ahora ya estás preparado para todo, ¿eh?

—Oye —respondió Hennessey muy digno—, no quiero correr riesgos. ¿Qué pasa si hunden el barco? Quiero estar preparado por si acabo en el agua.

En la distancia, la costa de Anopopei parecía deslizarse lentamente, casi como un gran barco. No, pensó Red, Hennessey no se iba a meter en el agua sin tenerlo todo preparado. Era de esos chavales que ahorran dinero para casarse antes de tener novia. Ése es el resultado de seguir las normas.

Red inclinó el cuerpo sobre la borda y miró el mar que iba quedando atrás. A pesar del aletargamiento del barco, su estela burbujeaba con viveza. La luna se había ocultado detrás de una nube y el agua parecía oscura, muy profunda, siniestra. Una aureola parecía rodear al barco y extenderse unos cincuenta metros alrededor de él, pero más allá sólo había oscuridad, tan vasta, tan densa, que ya no podía divisar la línea montañosa de Anopopei. Por la popa, las aguas espumarajeaban grises y espesas, estremeciéndose en remolinos allí por donde el barco abría el oleaje al avanzar. Después de un rato, Red sintió ese estado de triste comprensión en que uno cree entenderlo todo, todo lo que los hombres buscan y no consiguen. Por primera vez en muchos años recordó su regreso de la mina en el crepúsculo invernal, su carne de un color pálido y sucio contra la nieve; recordó la vuelta a casa, la comida en silencio, mientras su madre lo servía con hosquedad… Había sido un hogar gélido y agrio, donde cada persona se volvía una extraña para las otras, y que tras todos los años transcurridos, él siempre recordaba con amargura. Y sin embargo, ahora, al mirar el agua, podía sentir un poco de compasión, podía acordarse de su madre y de sus hermanos, que casi había olvidado. Entendió muchas cosas, recordó hechos tristes o desagradables de los años en que había estado vagabundeando, se acordó de un borracho al que habían robado en los escalones que llevan a Bowery Park, cerca del puente de Brooklyn. Era una clase de comprensión que sólo podía venirle en este momento, fruto de toda su experiencia, de la impaciencia forzada de dos semanas a bordo y del ambiente de esta noche, mientras se acercaban a las playas del desembarco.

Pero esta compasión duró sólo unos minutos. Lo comprendió todo, supo que ya no podía hacer nada y ni siquiera se sintió tentado de hacerlo. ¿Para qué? Suspiró, y la aguda percepción de su estado de ánimo se perdió con su suspiro. Había cosas que nunca podrían arreglarse. Era demasiado complicado. Un hombre tenía que arreglarse por su cuenta o se convertía en una especie de Hennessey, siempre preocupándose por tonterías.

Se sentía distante de todo aquello. Si podía evitarlo, él no hacía daño a nadie, y no toleraba que se lo hicieran. Nunca lo había tolerado, se dijo con orgullo.

Permaneció mirando el agua largo rato. Nunca había encontrado nada. Lo único que sabía era lo que no le gustaba. Resopló. Se quedó oyendo cómo el viento rozaba contra el barco. Todo su cuerpo sentía el paso de los segundos que corrían al encuentro del alba ya cercana. Ésta era la primera vez que estaría solo en meses y saboreó la sensación. Siempre había sido un solitario.

Se sentía distante de todo, volvió a repetirse, no quería nada. Ni dólares, ni una mujer, ni a nadie. Sólo una putilla cuando tenía ganas de estar acompañado. De todos modos, nadie más lo querría. Hizo una mueca y se asió a la borda. El viento le azotaba la cara al tiempo que le traía a través de las aguas los cada vez más intensos olores de la vegetación de la isla.

—Me es igual lo que digas —dijo el sargento Brown a Stanley—, no se puede confiar en ninguna.

Conversaban en voz baja desde sus literas. Stanley había tenido cuidado de elegirlas contiguas cuando subieron a bordo.

—No se puede confiar en ninguna mujer —concluyó Brown.

—No sé. Eso que dices no es del todo verdad —murmuró Stanley—. Mira, yo confío en mi mujer.

No le agradaba el giro que tomaba la conversación, alimentaba algunas dudas en su mente. Además, sabía que al sargento Brown no le gustaba que no estuvieran de acuerdo con él.

—Bueno —dijo Brown—, tú eres un buen muchacho y espabilado, pero de nada sirve confiar en una mujer. Mira la mía. Es guapa. Te enseñé su foto.

—Sí, es una mujer muy atractiva —asintió Stanley rápidamente.

—Sí que lo es, sí. ¿Y crees que va a esperarme sentada? Claro que no. Procurará pasárselo bien.

—Yo no me atrevería a decir eso —sugirió Stanley.

—¿Por qué no? No me hace daño si lo piensas. Sé lo que está haciendo y, cuando regrese, arreglaremos cuentas. Primero le preguntaré: «¿Has salido alguna noche?» y si dice que sí, en dos minutos le sacaré toda la verdad. Y si dice: «No cariño, ya me conoces», entonces haré averiguaciones entre mis amigos y si descubro que ha mentido, bueno, entonces la habré pillado y ¡menuda paliza le voy a dar antes de echarla a patadas!

Brown sacudió la cabeza solemnemente. Era de mediana estatura, un poco gordo, con cara de muchacho, nariz chata y respingona, pecas y pelo castaño claro. Pero se le habían formado arrugas alrededor de los ojos y tenía algunas pústulas en el mentón, recuerdo de la selva. Mirándolo detenidamente, se advertía que no llegaba a los treinta años.

—Sí, es una putada para el tío que vuelve a casa —concedió Stanley.

El sargento Brown asintió con gravedad; luego, su cara se avinagró.

—¿Qué te esperas? ¿Qué te van a recibir como un héroe? Cuando hayas vuelto, la gente te dirá: «Arthur Stanley, has estado mucho tiempo fuera», y tú contestarás: «Sí…», y entonces te dirán: «Aquí lo hemos pasado bastante mal, pero las cosas están empezando a arreglarse. Has tenido suerte, te has librado de lo peor».

Stanley rió.

—Yo no he visto mucho de esta guerra —comentó a renglón seguido con modestia—. Pero sé que esos pobres civiles ni siquiera han empezado a enterarse de lo que pasa.

—No saben nada —dijo Brown—. Pero tú viste en Motome lo suficiente para hacerte una idea. Mira, cuando pienso que mi mujer se está divirtiendo, probablemente en este mismo instante, mientras yo estoy aquí, sudando sólo de pensar en lo que nos espera mañana, me pongo negro, negro… —Hizo crujir sus nudillos nerviosamente y asió la tubería metálica que había entre las dos literas.

—No creo que mañana la cosa se ponga fea para nuestro pelotón, aunque tendremos que trabajar como bestias, pero en fin, un poquito de trabajo no nos va a matar —gruñó—. Si el general Cummings viniera mañana y me dijera: «Brown: lo voy a destinar a trabajos de descarga mientras dure la guerra», ¿crees que protestaría? Estaría más contento que un cerdo en una charca. Sabes, tengo bastante experiencia para sobrevivir a diez hombres, y te aseguro que, aunque en el desembarco de mañana nos hicieran volver a cañonazos desde la playa hasta el barco, lo que se dice ida y vuelta, no empezaría aún a parecerse a Motome. Ese día creí que me iban a matar. Aún no entiendo cómo me libré.

—¿Qué pasó? —preguntó Stanley. Dobló las rodillas con cuidado para no golpear la espalda del hombre que estaba en la litera de arriba, a sólo unos treinta centímetros de su cabeza. Desde que lo asignaron al pelotón había oído la historia una docena de veces, pero sabía que a Brown le gustaba repetirla.

—Bueno, desde el principio, cuando asignaron el pelotón a la compañía de Baker para aquella mierda de las lanchas neumáticas, estaba cantado que nos iban a joder, pero ¿qué ibas a hacerle?

Continuó contando la historia de cómo descendieron desde un acorazado hasta las lanchas neumáticas y de cómo los sorprendió la marea baja y los descubrieron los japoneses.

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