BERNARD MALAMUD
Selección,
traducción y nota introductoria de
FEDERICO
PATÁN
UNIVERSIDAD
NACIONAL AUTÓNOMA DEMÉXICO
COORDINACIÓN
DE DIFUSIÓN CULTURAL
DIRECCIÓN DE
LITERATURA
MÉXICO 2010
ÍNDICE
NOTA
INTRODUCTORIA
ÁNGEL LEVINE
LA CUENTA
NOTA
INTRODUCTORIA
En los años
cincuenta aparece en la literatura norteamericana un grupo de narradores
sobresalientes. Lo componen, entre varios otros, J. D. Salinger (1919),
William
Styron (1925), John Updike (1932), Saúl Bellow (1915) y, desde luego, Bernard
Malamud. Si el primero creaba, en El cazador en el centeno (1951), un
libro clave para entender la rebelión juvenil que desembocaría en los sucesos
del 68, el segundo continuaba la tradición sureña, abría el tercero un examen minucioso
de la clase media acomodada pero vacía, y al mismo vacío dedicaba Bellow una
serie de espléndidas novelas, de las cuales era protagonista un hombre distanciado
del sistema por voluntad propia. En cuanto a Malamud, tomaba como tema una
visión judía del mundo, situándose en una línea bastante rica de la novelística
norteamericana: aquella que incluye a Henry Roth (1907), el ya mencionado
Bellow, Norman Mailer (1923) y, posteriormente a Malamud, Philip Roth (1933).
Malamud nace en Brooklyn el año 1914.
Educado en el City College, de Nueva York, sigue lo que se ha vuelto el destino
inevitable de tanto escritor: la carrera de profesor universitario, si primero
en el Oregon State College, de 1948 a 1961, luego en el Bennington College de
Vermont. De tal experiencia sacará el material para su tercera obra: Una
vida nueva, de 1961, libro que de esta manera pasa a engrosar las filas de
un subgénero narrativo: la llamada novela de “academia”. Malamud muere, víctima
de una crisis cardiaca, en 1986.
Volvamos ahora a esa visión judía arriba mencionada.
Su base es algo muy sencillo: la aceptación y la caridad. En tal sentido, las
novelas de Malamud exploran la capacidad de comprensión y entrega que pueden adquirir
los seres humanos, y aunque la exploración ocurre en un ámbito eminentemente
judío, las consecuencias y los resultados de esa comprensión y de esa entrega
son factibles de aplicar a cualquier persona. Por ello no carece de razón
Malamud cuando dice que todos los hombres son judíos. Si lo escrito por nuestro
novelista perteneciera tan sólo a la mentalidad judía, estaríamos ante un creador
ciertamente amable de leer, pero asimismo limitado a lo costumbrista. Las zonas
de actividad que Malamud toca son de alcance mucho mayor.
Mediante la exposición cuidadosa de las
conductas encontradas en seres menores, pertenecientes a los estratos sociales
bajos, Malamud examina la responsabilidad que toda persona tiene respecto a sus
congéneres. En otras palabras, el novelista afirma que nuestros actos jamás nos
pertenecen por completo, pues con cada movimiento hecho o con cada decisión
tomada afectamos las existencias que nos rodean, unas veces para bien, aunque
generalmente para mal. De aquí se desprende un par de condiciones vitales en la
narrativa de Malamud: la necesidad de buscar la excelencia moral, y la
posibilidad de purgar nuestra frágil condición humana aceptando la culpa ajena,
de lo cual son bellos ejemplos los dos primeros libros: El natural (1952)
y El ayudante (1957).
Quizás en virtud de lo arriba expuesto, la
literatura de Malamud es de las muy pocas que en los Estados Unidos aprovechan
un modo de narrar con patentes influjos eslavos. Lo vemos en el cuidadoso
análisis hecho de los sentimientos humanos, claramente empeñado en señalar
zonas donde el sentido de culpa y el remordimiento acompañan a los personajes.
Leer a Malamud es adentrarse en novelas y cuentos henchidos de atmósfera, de
modo que nos vemos rodeados de climas, luces y hablas cuyo propósito es
meternos en los terrenos mencionados.
Por lo mismo, en Malamud hay un empleo
abundante de lo que Walter Alien ha llamado con razón una ironía chejoviana:
cierta amargura burlona ante el modo en el cual se resuelven los conflictos,
pero también una especie de sonrisa triste cuando vemos la intervención dolosa
de algo que podríamos llamar el azar o tal vez el destino y quizás Dios. En El
hombre de Kíev (The Fixer, 1966) tal sonrisa es muy palpable. Dicho
sea de paso, Malamud otorga a sus personajes la capacidad de lucha, y aunque no
siempre viene el triunfo como recompensa, el mero hecho de la batalla parece
retribución suficiente.
Novelista de indudable talento, Malamud
probó asimismo tener buena mano para el cuento. Dejó tres volúmenes publicados:
El barril mágico (1958), Los idiotas primero (1963) y Retratos
de Fidelman (1969), en los cuales trabaja sus dos temas preferidos:
el judío tradicional y de clase baja, con sus muchos problemas, y el artista
norteamericano, generalmente de extracción judía, que en Europa busca
inspiración para su obra, línea esta última aprovechada asiduamente por la narrativa
de los Estados Unidos.
Si Malamud es autor dedicado a darnos lo
que Philip Roth llama “una metáfora que representa ciertas posibilidades humanas”,
no son sus cuentos ajenos a tal propósito. Aunque Malamud parte de fuentes
folklóricas, ha dado información respecto a otros orígenes de sus textos
breves. Hela aquí: “Mis cuentos reconocen su deuda con, específicamente,
Chéjov, James Joyce, Hemingway, Sherwood Anderson, tal vez con un toque de
Sholem Aleichem y las películas de Charles Chaplin”. Esta última parece una
acotación muy pertinente porque, en efecto, hay muchos personajes de Malamud
que son el hombrecito golpeado por el mundo, pero capaz de levantarse y seguir
en la pelea.
Hemos elegido como representativos de
Malamud dos cuentos donde el judío típico y de clase baja es el protagonista.
Sin duda que en tales muestras encontraremos las características especificadas
a lo largo de nuestra nota: la mano al parecer inmisericorde de la divinidad,
el necesario tránsito por un lapso de prueba y la posibilidad de redención,
cumplida en uno de los casos y frustrada en el otro. En ambos ejemplos, una clara
demostración de que nadie es una isla, y todo acto es de consecuencia para las
vidas que nos rodean. Esto, presentado mediante tramas de una claridad absoluta,
apoyadas en diálogos cotidianos y en modos de conducta en nada excepcionales.
Es decir, la maestría de la sencillez.
FEDERICO
PATÁN
ÁNGEL LEVINE
Manischevitz, un sastre, sufrió muchos
reveses e indignidades en su año cincuenta y uno. Anteriormente hombre de
situación acomodada, de la noche a la mañana perdió todo lo que tenía cuando su
establecimiento se incendió para luego, tras la explosión de un recipiente de
metal con líquido limpiador, quemarse hasta los cimientos. Aunque Manischevitz
estaba asegurado contra incendios, las demandas por daños que dos clientes
heridos con las llamas hicieron lo privaron de todo centavo recibido. Casi al
mismo tiempo su hijo, que mucho prometía, murió en la guerra y su hija, sin por
lo menos una palabra de advertencia, casó con un zafio y desapareció con él como
si la tierra se la hubiera tragado. A partir de entonces Manischevitz fue
víctima de agudísimos dolores de espalda y se vio incapacitado de trabajar
hasta como planchador –el único tipo de trabajo a su disposición– por más de
una o dos horas diarias, pues transcurrido ese tiempo lo enloquecía el dolor
que estar de pie le producía. Su Fanny, buena esposa y madre, quien había
aceptado lavar y coser ropa ajena, comenzó a agostarse ante sus propios ojos. Al
sufrir cortedad de aliento, terminó por enfermar seriamente y cayó en cama. El
doctor, un antiguo cliente de Manischevitz, que los atendía llevado por la piedad,
al principio tuvo problemas para diagnosticar la dolencia de la mujer, pero más
tarde la atribuyó a un endurecimiento de las arterias en etapa avanzada. Apartando
a Manischevitz, prescribió un descanso absoluto y, en susurros, le dio a saber
que había pocas esperanzas.
A lo largo de sus aflicciones Manischevitz
había permanecido un tanto estoico, no creyendo casi que todo esto le hubiera caído
sobre los hombros; como si le estuviera sucediendo, por así decir, a un
conocido o a un pariente distante. Tan sólo en cantidad de infortunio, era
incomprensible. También era ridículo, injusto y, como siempre había sido un
hombre religioso, en cierto modo resultaba una afrenta a Dios. Manischevitz
creía esto llevado por el sufrimiento. Cuando su carga se volvió
aplastantemente pesada para soportarla, rezó en su silla con los hundidos ojos
cerrados: “Mi Dios querido, mi amado, ¿he merecido que me suceda todo esto?”
Entonces, al reconocer la inutilidad de lo expresado, hizo de lado su queja y
humildemente rogó pidiendo ayuda: “Devuélvele a Fanny la salud y que yo no sufra
dolor con cada paso. Ayúdanos hoy, que mañana será muy tarde. No tengo que
decírtelo.” Y Manischevitz lloró.
El piso de Manischevitz, al que se había
mudado tras el incendio desastroso, era magro, amueblado con unas cuantas
sillas frágiles, una mesa, una cama y en uno de los barrios más pobres de la ciudad.
Tenía tres habitaciones: una sala de estar pequeña y pobremente empapelada; una
excusa de cocina, con heladera de madera; y el dormitorio comparativamente
amplio, donde yacía Fanny en una hundida cama de segunda mano, luchando por
respirar. El dormitorio era la habitación más caliente de la casa y en ella,
tras su arranque contra Dios, Manischevitz, a la luz de dos pequeños focos situados
arriba, sentado leía su periódico judío. En realidad no leía, pues sus pensamientos
iban por todos sitios; pero lo impreso ofrecía un conveniente lugar donde
reposar los ojos y una o dos palabras, cuando se permitía comprenderlas,
causaban el efecto momentáneo de ayudarlo a olvidar sus problemas. Al cabo de un
rato descubrió, lleno de sorpresa, que estaba repasando activamente las noticias
en busca de un artículo de gran interés para él. No podía decir exactamente qué
pensaba leer hasta darse cuenta, con cierto asombro, que esperaba descubrir algo
acerca de sí. Manischevitz bajó el periódico y levantó la vista con la clara impresión
de que alguien había entrado en el departamento, aunque no recordaba haber
escuchado el sonido de la puerta al abrirse. Miró en rededor: la habitación estaba
muy quieta y Fanny dormía, por una vez, tranquila. A medias temeroso, la
observó hasta satisfacerse de que no estaba muerta; luego, aún perturbado por
la idea de un visitante inesperado, caminó torpemente hasta la sala y allí tuvo
el sobresalto de su vida, pues sentado a la mesa un negro leía un diario,
doblado para que cupiera en una mano.
—¿Qué es lo
que quiere aquí? –preguntó Manischevitz temeroso.
El negro bajó el periódico y miró con
expresión amable. “Buenas noches.” Parecía no estar seguro de sí mismo, como si
hubiera entrado en la casa equivocada.
Era un
hombre grande, de estructura huesosa, la cabeza pesada cubierta por un sombrero
hongo, que no hizo el intento de quitarse. Sus ojos parecían tristes pero sus
labios, sobre los cuales llevaba un bigotito delgado, procuraban sonreír; fuera
de esto, no era imponente. Los puños de las mangas, notó Manischevitz, estaban
desgastados hasta verse el forro, y el traje oscuro le ajustaba mal. Tenía pies
muy grandes. Recuperado de su miedo, Manischevitz supuso que había dejado la puerta
abierta y lo visitaba un empleado del Departamento de Beneficencia –algunos
venían de noche–, pues recientemente había solicitado ayuda.
Por tanto, se acomodó en una silla opuesta
al negro, procurando sentirse a gusto ante la incierta sonrisa de aquel hombre.
El alguna vez sastre estaba sentado a la mesa rígida aunque pacientemente,
esperando que el investigador sacara su libreta y su lápiz y comenzara a hacerle
preguntas; pero bastante pronto se convenció de que el hombre nada de eso
intentaba.
—¿Qué es
usted? –preguntó finalmente Manischevitz, intranquilo.
—Si se me
permite, hasta donde esto es posible, identificarme, llevo el nombre de
Alexander Levine.
A pesar de todos sus problemas, Manichevitz
sintió que una sonrisa le crecía en los labios. “¿Dijo Levine?” inquirió
cortésmente.
El negro asintió. “Totalmente correcto.”
Llevando la broma un poco más lejos,
Manischevitz preguntó: “¿Es de casualidad judío?”
—Lo fui toda
mi vida, voluntariamente.
El sastre titubeó. Había oído hablar de
judíos negros, pero nunca había conocido uno. Le provocaba una sensación
desacostumbrada.
Al precisar poco después algo extraño en el
tiempo verbal del comentario hecho por Levine, dijo dubitativo: “¿Ya no es
judío?”
En ese momento Levine se quitó el sombrero,
revelando una zona muy blanca en su cabello, pero con prontitud se lo volvió a
poner. Replicó: “Recientemente fui desencarnado en ángel. Como tal, le ofrezco
mi humilde asistencia, si ofrecerla está dentro de mi competencia y mi habilidad
–en el mejor de los sentidos”. Bajó los ojos, disculpándose. “Lo cual pide una
explicación adicional: soy lo que se me ha concedido ser, y por el momento la
consumación está en el futuro.”
—¿Qué clase
de ángel es éste? –preguntó Manischevitz gravemente.
—Un
verdadero ángel de Dios, dentro de las limitaciones prescritas –respondió
Levine–, a quien no debe confundirse con los miembros de secta, orden u
organización particular alguna aquí en la tierra, que funcione con nombre
similar.
Manischevitz estaba por completo alterado.
Había estado esperando algo, pero no aquello. ¿Qué clase de burla era esta
–aceptando que Levine fuera ángel– a un servidor fiel, que desde la infancia
había vivido en sinagogas, siempre atento a la palabra de Dios?
Para probar a Levine preguntó: “Entonces
¿dónde están sus alas?”
El negro se sonrojó hasta donde le fue
posible. Manischevitz lo entendió por el cambio de expresión. “En ciertas
circunstancias perdemos privilegios y prerrogativas al volver a tierra, no importa
cuál sea el propósito, o en el esfuerzo de ayudar a quien sea.”
—Dígame
entonces –preguntó Manischevitz triunfante– ¿cómo llegó aquí?
—Me
transmitieron.
Aún intranquilo, el sastre dijo: “Si es
judío, rece la bendición para el pan”.
Levine la recitó en hebreo resonante.
Aunque
conmovido por las palabras familiares, Manischevitz seguía teniendo dudas de
que estuviera en tratos con un ángel.
—Si es un
ángel –exigió un tanto enojado–, pruébemelo.
Levine se humedeció los labios:
“Francamente, no puedo hacer milagros o casi milagros, debido al hecho de que
estoy sujeto a prueba. Cuanto tiempo persista o incluso en qué consista
depende, lo admito, del resultado.”
Manischevitz hurgaba en su cerebro,
buscando algunos medios de lograr que Levine revelara positivamente su
identidad, cuando el negro volvió a hablar:
—Se me dio a
entender que tanto su esposa como usted necesitan asistencia de naturaleza
salutífera.
El sastre no pudo evitar la sensación de
que era blanco de un bromista. ¿Es ésta la apariencia de un ángel judío?, se
preguntó. No estoy convencido.
Hizo una última pregunta: “Si Dios me envía
un ángel, ¿por qué un negro? ¿Por qué no un blanco, cuando hay tantos de
ellos?”
—Era mi
turno –explicó Levine.
Manischevitz no se convencía: “Creo que
usted es un farsante”.
Levine se puso de pie lentamente. Sus ojos
mostraban decepción y zozobra. “Señor Manischevitz”, dijo sin expresión alguna,
“si llegara a desear que le sea de ayuda en cualquier momento del futuro
próximo, o posiblemente antes, puede encontrarme –y echó una mirada a sus uñas–
en Harlem”. Y ya se había ido.
Al día siguiente Manischevitz sintió algún
alivio en su dolor de espalda y pudo trabajar cuatro horas planchando. Un día
después, le dedicó seis horas; el tercer día, cuatro de nuevo. Fanny se sentó
un rato y pidió un poco de halvah[1]
para chupar. Pero el cuarto día el dolor penetrante y demoledor le afligió
la espalda y Fanny, una vez más, reposaba supina, respirando con dificultad
entre sus labios azules. Manischevitz
se sintió profundamente decepcionado con la reaparición de su dolor y sufrimientos
activos. Había confiado en un intervalo de alivio mayor, lo bastante extenso para
ocuparse en pensamientos que no fueran sobre sí y sus problemas. Día tras día,
hora tras hora, minuto tras minuto vivía en el dolor, siendo el dolor su único
recuerdo, cuestionando la necesidad de tenerlo, prorrumpiendo en invectivas
contra él y también, aunque con afecto, contra Dios. ¿Por qué tanto, Gottenyu?
Si Su deseo era enseñarle a Su servidor una lección; por alguna causa –la
naturaleza de Su naturaleza– enseñarle, digamos, en razón de sus debilidades, de
su orgullo, quizás, durante los años de prosperidad, su descuido frecuente de
Dios, darle una breve lección, entonces cualquiera de las tragedias que le
habían sucedido, cualquiera habría bastado para castigarlo. Pero todas
juntas –la pérdida de ambos niños, sus medios de sustento, su salud y la de
Fanny–, era demasiado exigir que las soportara un hombre de huesos frágiles.
Después de todo ¿quién era Manischevitz para que se le diera tanto sufrimiento?
Un sastre. De seguro no un hombre de talento. En él se desperdiciaba en gran medida
el sufrimiento. A ningún sitio iba, excepto a la nada: excepto a volverse más sufrimiento.
Su dolor no le compraba pan, no rellenaba las fisuras de la pared, no recogía
–en medio de la noche– la mesa de la cocina. Simplemente yacía en él, insomne,
tan agudamente opresivo que muchas veces pudo él haber gritado sin escucharse
dado el espesor del infortunio.
En tal estado de ánimo, ningún pensamiento
dedicó al señor Alexander Levine; pero en algunos momentos, cuando el dolor se
retiraba, disminuía ligeramente, se preguntaba si no se habría equivocado al
despedirlo. Un judío negro y, encima de todo, ángel; muy difícil de creer, pero
¿y suponiendo que sí lo hubieran enviado a ayudarlo y él, Manischevitz,
en su ceguera fuera demasiado ciego para comprender? Fue tal pensamiento el que
lo puso en el filo mismo de la agonía.
Por
consiguiente el sastre, tras mucho cuestionarse y dudar continuamente, decidió
buscar en Harlem al supuesto ángel. Desde luego, tuvo grandes dificultades, pues
no había preguntado la dirección específica y el movimiento le resultaba
tedioso. El metro lo puso en la Calle 116, y desde allí anduvo sin rumbo fijo
por aquel mundo oscuro. Era vasto y sus luces nada iluminaban. Por todos sitios
sombras, a menudo en movimiento. Manischevitz caminaba dificultosamente con ayuda
de un bastón; al no saber dónde buscar en aquellos ennegrecidos edificios de
departamentos, miraba sin resultados por los escaparates. En las tiendas había gente,
toda negra. Era algo sorprendente de observar.
Cuando estuvo demasiado cansado, demasiado
infeliz para seguir adelante, Manischevitz se detuvo frente al negocio de un
sastre. Debido a su familiaridad con la apariencia del sitio, entró con cierta
tristeza. El sastre, un viejo negro flacucho con una mata de lanoso pelo gris,
estaba sentado sobre su mesa de trabajo con las piernas cruzadas, cosiendo unos
pantalones de etiqueta con un corte de navaja a todo lo largo del fondillo.
—Excúseme
por favor, caballero –dijo Manischevitz, admirando el diestro y endedalado
trabajo digital del sastre–, pero ¿conocerá de casualidad a alguien llamado
Alexander Levine?
El sastre que, pensó Manischevitz, parecía
un tanto antagónico hacia él, se rascó la cabeza.
—No creo
haber oído ese nombre.
—A-le-xander Le-vine —repitió Manischevitz.
El hombre
sacudió la cabeza: “No creo haberlo oído”. Ya por irse, Manischevitz recordó
decir: “Es un ángel, tal vez”.
—Oh, él –dijo
el sastre cloqueando–. Pierde el tiempo en ese cabaretucho de por allí– y tras
señalar con su dedo huesudo, volvió a los pantalones. Manischevitz cruzó la
calle con luz roja y casi lo atropelló un taxi. Una manzana después de la
siguiente, el sexto negocio a partir de la esquina era un cabaret; el nombre, en
luces chispeantes, decía Bella’s. Avergonzado de tener que entrar, Manischevitz
echó un vistazo a través de la ventana iluminada por neones; cuando las parejas
danzantes se apartaron y fueron retirando, descubrió –en una mesa lateral,
hacia el fondo– a Levine.
Solo, una colilla colgándole de la
comisura, jugaba solitario con una baraja sucia; Manischevitz sintió por él un
asomo de piedad, pues la apariencia de Levine se había deteriorado. Su sombrero
hongo estaba abollado y tenía un tiznajo gris en un lado. Su mal ajustado traje
se veía más estropeado, como si hubiera dormido con él puesto. Tenía los zapatos
y las valencianas lodosas y el rostro cubierto por una impenetrable barba color
orozuz. Aunque profundamente decepcionado, Manischevitz estaba por entrar
cuando una negra de pechos enormes y vestido de noche morado apareció ante la mesa
de Levine y, con una risa que salía entre muchísimos dientes blancos, rompió en
un vigoroso bamboleo de caderas. Levine miró directamente a Manischevitz con
una expresión de ser acosado, pero el sastre estaba demasiado paralizado para
moverse o responder. Según continuaban los giros de Bella, Levine se levantó,
llenos de excitación los ojos. Ella lo abrazó con vigor y él asió con ambas
manos las grandes nalgas bullentes; con pasos de tango cruzaron la pista, estruendosamente
aplaudidos por los ruidosos clientes. Parecía que ella hubiera levantado en el
aire a Levine, cuyos enormes zapatos colgaban flácidos mientras la pareja
bailaba. Se deslizaron frente a la ventana donde Manischevitz, el rostro
blanco, permanecía mirándolos. Levine guiñó un ojo socarronamente y el sastre
se fue a casa.
Fanny estaba a las puertas de la muerte. A
través de sus labios arrugados murmuraba sobre su infancia, las tristezas del
lecho matrimonial, la pérdida de sus niños y, sin embargo, lloraba por vivir.
Manischevitz procuraba no escuchar, pero incluso sin orejas habría oído. No era
un don. El doctor jadeaba escaleras arriba, un hombre ancho y blando, sin
rasurar (era domingo) que sacudió la cabeza. Un día cuando mucho, o dos. Se fue
enseguida, no sin mostrar compasión, para ahorrarse el pesar múltiple de Manischevitz,
el hombre que jamás dejaba de herirse. Algún día iba a tener que llevarlo a un
asilo público.
Manischevitz visitó una sinagoga y allí
habló con Dios, pero Dios se había ausentado. El sastre buscó en su corazón y
no hallo esperanza. Cuando ella muriera, él viviría muerto. Meditó si quitarse
la vida, aunque sabía que no iba a hacerlo. Mas era algo en lo cual pensar.
Pensándolo, se existía. Lanzó quejas a Dios: ¿Podía amarse una roca, una escoba,
un vacío? Descubriéndose el pecho, golpeó los huesos desnudos, insultándose por
haber creído.
Dormido en una silla aquella tarde, soñó
con Levine, quien ante un espejo borroso se acicalaba unas alitas decadentes y
opalinas. “Esto significa”, murmuró Manischevitz mientras emergía del sueño,
“que hay posibilidades de que sea un ángel”. Tras rogar a una vecina que cuidara
de Fanny y ocasionalmente le humedeciera los labios con unas gotas de agua,
tomó su delgado abrigo, asió un bastón, cambió unos centavos por una ficha para
el metro y fue a Harlem. Sabía que esta acción era la última y desesperada de
su aflicción: ir sin fe ninguna en busca de un mago negro, que restaurara en su
esposa la invalidez. Sin embargo, aunque no hubiera elección, al menos hacía lo
elegido.
Renqueó hasta Bella’s, pero el lugar había
cambiado de manos. Era en la actualidad, mientras él alentaba, una sinagoga en
una tienda. Al frente, cerca de él, había varias filas de bancas de madera
vacías. Al fondo estaba el Arca, cubiertos sus portales de madera tosca con arcoíris
de lentejuelas; a sus pies, una gran mesa donde yacía abierto el rollo sagrado,
iluminado por la luz tenue de un foco que de una cadena colgaba del techo. Alrededor
de la mesa, como si congelados a ella y al rollo, que todos tocaban con los
dedos, había sentados cuatro negros con solideos. Ahora, mientras leían la Palabra
Sagrada, Manischevitz pudo oír, a través de la ventana de vidrio laminado, el
cantado sonsonete de sus voces. Uno de ellos era viejo, con la barba gris. Otro,
de ojos saltones. Otro, jorobado. El cuarto era un muchacho, no mayor de trece
años. Movían las cabezas en un vaivén rítmico. Conmovido con esta visión, llegada
de su infancia y juventud, Manischevitz entró y quedó silencioso en la parte
trasera.
—Neshoma
–dijo ojos saltones, señalando la palabra con un dedo regordete–. ¿Qué
significa?
—Es la
palabra que significa alma –dijo el muchacho. Usaba lentes.
—Sigamos el
comentario –dijo el anciano.
—No es
necesario –dijo el jorobado–. El alma es substancia inmaterial. Eso es todo. El
alma deriva de esa manera. La inmaterialidad deriva de la sustancia y ambas,
sea causalmente o de otro modo, derivan del alma. No puede haber nada superior.
—Eso es lo
más elevado.
—Por encima
de lo más alto.
—Un momento
–dijo ojos saltones–. No entiendo qué es esa sustancia inmaterial. ¿Cómo ocurre
que una se enganche a la otra? –se dirigía al jorobado.
—Pregúntame
algo difícil. Porque es inmaterialidad sin sustancia. No podrían estar más
unidas, como todas las partes del cuerpo bajo la piel... más juntas.
—Escuchen
–dijo el anciano.
—Lo único que
hiciste fue intercambiar las palabras.
—Es el
primer móvil, la sustancia sin sustancia de la que vienen todas las cosas cuya
incepción fue en la idea... tú, yo, cualquiera o cualquier cosa.
—Pero ¿cómo
sucedió todo eso? Exprésalo con sencillez.
—Es el espíritu
–dijo el anciano–. En la superficie del agua se movió el espíritu. Y esto fue
bueno. Lo dice la Biblia. Del espíritu surgió el hombre.
—Pero un
momento, ¿cómo se volvió sustancia si todo el tiempo era espíritu?
—Dios lo
hizo.
—¡Santo,
santo! ¡Bendito sea Su Nombre!
—Pero este
espíritu ¿tiene algún matiz o color? – preguntó ojos saltones, el rostro
impasible.
—Pero
hombre, claro que no. El espíritu es el espíritu.
—Y entonces
¿por qué somos de color? –dijo con un brillo de triunfo.
—Eso nada
tiene que ver.
—Sin
embargo, me gustaría saberlo.
—Dios puso
al espíritu en todas las cosas –respondió el muchacho–. En las hojas verdes y
en las flores amarillas. En el dorado de los peces y en el azul del cielo. Así
fue que vino a nosotros.
—Amén.
—Lee al
Señor y expresa en voz alta Su nombre impronunciable.
—Toca la trompeta
hasta atronar el cielo. Callaron, atentos a la siguiente palabra. Manischevitz se
les acercó.
—Perdónenme
–dijo–, busco a Alexander Levine.
Tal vez lo
conozcan.
—Es el ángel
–dijo el muchacho.
—Oh, ése –resopló
ojos saltones.
—Lo
encontrará en Bella’s. Es el establecimiento al otro lado de la calle –dijo el
jorobado.
Manischevitz dijo sentir no poder quedarse,
les dio las gracias y cojeando cruzó la calle. Ya era de noche. La ciudad estaba
oscura y apenas le fue posible encontrar el camino.
Pero Bella’s estallaba con el blues. A
través de la ventana Manischevitz reconoció a la multitud danzante y en ella
buscó a Levine. Con labios sueltos, estaba sentado a la mesa lateral de Bella. Bebía
de un cuarto de whisky casi vacío. Levine había descartado su ropa vieja, y
vestía un recién estrenado traje a cuadros, un sombrero hongo gris perla, un
puro y enormes zapatos de dos tonos y con botones. Para desánimo del sastre, una
mirada de borracho se le había fijado en el rostro alguna vez digno. Se inclinaba
hacia Bella, le cosquilleaba el lóbulo de la oreja con el meñique, a la vez susurrándole
palabras que le arrancaban a la mujer oleadas de risa ronca. Ella le acarició
la rodilla.
Manischevitz, dándose fuerza, abrió la
puerta y no fue bien recibido.
—Este lugar
es privado.
—Lárgate,
boca blanca.
—Fuera,
yankel, basura semítica.
Pero él se movió hacia la mesa donde Levine
estaba sentado, la multitud apartándose ante él según avanzaba rengueando.
—Señor
Levine –habló con voz temblorosa–, aquí Manischevitz.
Levine, con brillo ofuscado: “Di lo que
tengas que decir, hijo”.
Manischevitz tembló. La espalda lo
martirizaba. Estremecimientos fríos le atormentaban las piernas torcidas.
Miró en rededor, todo mundo el oído atento:
—Perdóneme,
me gustaría hablarle en privado.
—Habla, que
soy una persona privada.
Bella rió agudamente: “Cállate, muchacho,
que me matas”.
Manischevitz, infinitamente perturbado,
pensó en huir, pero Levine se dirigió a él:
—Sea tan
amable de exponer el propósito de su comunicación con este servidor.
El sastre se
humedeció los labios agrietados: “Es usted judío. De eso estoy seguro”.
Levine se
levantó, las ventanillas de la nariz ensanchadas: “¿Alguna otra cosa que quiera
decir?” La lengua de Manischevitz parecía de piedra.
—Habla ahora
o calla para siempre.
Lágrimas cegaron los ojos del sastre. ¿Fue
así sujeto a prueba hombre alguno? ¿Debería expresar su creencia de que un negro
medio borracho era un ángel?
El silencio se fue petrificando lentamente.
Manischevitz recordaba escenas de su
juventud mientras en su mente giraba una rueda: cree, no lo hagas, sí, no, sí,
no. El apuntador apuntaba al sí, quedaba entre sí y no, en el no, él no era sí.
Suspiró. Se movía y sin embargo era necesario elegir.
—Creo que es
usted un ángel del Señor –lo dijo en voz quebrada, pensando si lo dijiste,
dicho queda. Si lo creías, debes decirlo. Si crees, crees.
El silencio se quebró. Todos hablaban, pero
la música comenzó y se fueron a bailar. Bella, aburrida ya, recogió las cartas
y se sirvió una mano.
Levine rompió en lágrimas: “Cómo se ha
humillado”.
Manischevitz se disculpó.
—Aguarde a
que me arregle –Levine fue al baño de hombres y volvió con su vieja ropa.
Nadie les dijo adiós mientras salían.
Llegaron al
piso vía el metro. Según subían la escalera, Manischevitz señaló con el bastón
su puerta.
—Ya todo
está arreglado –dijo Levine–. Es mejor que entre mientras yo despego.
Decepcionado de que terminara tan pronto,
pero impulsado por la curiosidad, Manischevitz siguió al ángel tres pisos hasta
la azotea. Cuando llegó, la puerta se encontraba ya con el cerrojo echado.
Por suerte pudo ver a través de una
ventanilla rota. Oyó un ruido extraño, como batir de alas, y al esforzarse por
tener una vista más amplia, habría jurado que vio una figura oscura elevándose
gracias a un par de magníficas alas negras.
Una pluma fue cayendo. Manischevitz lanzó
una exclamación al verla cambiar a blanco, pero era tan sólo un copo de nieve.
Voló escaleras abajo. En el departamento
Fanny manejaba el trapeador, metiéndolo bajo la cama y luego por las telarañas
de la pared.
—Es algo
maravilloso, Fanny –dijo Manischevitz–. Créemelo, hay judíos en todas partes.