Los
desnudos y los muertos
Norman Mailer
Norman Mailer, 1948
Traducción: Patricio Canto
Deseo agradecer a William Raney, Theodore S.
Amussen y Charles Devlin la ayuda y el estímulo que me dieron mientras escribía
este libro.
Primera parte
La oleada
I
Nadie podía dormir. Al amanecer,
se arriarían las lanchas de desembarco, un primer contingente de tropas
cruzaría las aguas en ellas y atacaría la playa de Anopopei. En el barco, en
toda la flota de asalto, los hombres eran conscientes de que, dentro de pocas
horas, algunos de ellos iban a morir.
Un soldado está echado en su
litera, cierra los ojos y sigue completamente despierto. A su alrededor, como un
rumor de olas, oye en su duermevela el murmullo de los compañeros. «No lo haré;
no lo haré», grita alguien en sueños, y el soldado abre los ojos y mira
detenidamente la bodega. Su visión se pierde en el intrincado laberinto de
hamacas, cuerpos desnudos y mochilas que se balancean. El soldado decide que
tiene que ir al retrete y, mientras reniega, consigue sentarse, las piernas
colgando en el aire, la espalda encogida bajo uno de los largueros de la litera
superior. Suspira, alcanza los zapatos —que había atado a uno de los hierros
del armazón— y se los pone lentamente. De las cinco literas superpuestas, la
suya es la cuarta, y baja con incertidumbre en la oscuridad, con miedo de pisar
a alguno de los hombres de las literas más bajas. Ya en el suelo, busca el
camino entre una maraña de bolsas y fardos, tropieza con un fusil y camina
hasta una puerta. Cruza otra sección de la bodega, igualmente abarrotada, y
llega finalmente al retrete.
Dentro, el aire está impregnado
de vapor. Incluso ahora hay un hombre en la única ducha de agua dulce: la ducha
ha estado siempre ocupada desde que embarcaron. El soldado pasa junto a las
duchas de agua salada, que no se usan, y se sienta en cuclillas sobre las
tablas sueltas y mojadas del asiento de la letrina. Se ha olvidado los
cigarrillos y pide uno a un compañero sentado a escasa distancia. Mientras
fuma, mira el suelo negro, encharcado, cubierto de colillas, y escucha el ruido
del agua que corre por la letrina. En realidad, no tenía motivo para ir, pero
sigue sentado allí porque está más fresco y las emanaciones del retrete, del
agua salada, del cloro, el olor viscoso y dulce del metal mojado, son menos
sofocantes que la espesa hedentina de sudor que se respira en las bodegas donde
duerme la tropa.
El soldado permanece allí mucho
tiempo y después, lentamente, se pone de pie, se sube los pantalones verdes y
piensa en los esfuerzos que tendrá que hacer para volver a su litera. El
soldado sabe que se echará allí a esperar el alba y se dice: «Ojalá ya hubiera
llegado la hora; me importa todo ya una mierda; ojalá ya fuera la hora». De
regreso, piensa en un día de su infancia, muy temprano, por la mañana, en el
que se quedó en la cama despierto, era su cumpleaños y su madre le había
prometido una fiesta.
Esa noche, temprano, Wilson,
Gallagher y el sargento Croft se pusieron a jugar una partida de cartas con dos
ordenanzas del cuartel general. Se instalaron en el único lugar desocupado
donde era posible ver las cartas después de apagarse casi todas las luces. De
todos modos, se veían obligados a forzar la vista, pues la única luz encendida
era una lamparilla azul, cerca de la escalera, y se hacía difícil distinguir
los palos rojos de los negros. Llevaban jugando varias horas y ahora estaban
medio ensimismados en el juego. Cuando el valor de las cartas era
insignificante, las apuestas se hacían de forma inconsciente, maquinalmente.
La suerte de Wilson, buena desde
el principio, se volvió excepcional cuando ganó tres manos seguidas. Estaba muy
contento. Había un montón de libras australianas desparramadas descuidada y
ostentosamente junto a sus piernas cruzadas y, aunque creía que contar el
dinero traía mala suerte, estaba seguro de haber ganado cerca de cien libras.
Esto le producía una intensa sensación voluptuosa en la garganta; la excitación
que le daba cualquier forma de abundancia.
—Tenlo por seguro —le dijo a
Croft con su melifluo acento del Sur—, este dinero va a ser mi ruina. Nunca
podré entender estas malditas libras. Los australianos lo hacen todo al revés.
Croft no contestó. Estaba
perdiendo un poco y, lo que más le mosqueaba, en toda la noche no había tenido
una buena mano.
Gallagher gruñó.
—¡Qué coño! ¡Con esa suerte no
tienes por qué contar el dinero! Basta con alargar la mano y cogerlo.
Wilson rió.
—Tienes razón, pero le hará falta
una mano bien grande.
Rió de nuevo con una alegría
fácil, casi infantil, y empezó a repartir las cartas. Era un hombre corpulento,
de unos treinta años, con una abundante cabellera de pelo castaño dorado y una
cara rubicunda, saludable, de rasgos grandes y definidos. Sorprendentemente,
llevaba unas gafas redondas de montura fina y plateada que le daban a primera
vista el aspecto de estudioso o, por lo menos, de metódico. Al repartir, sus
dedos parecían deleitarse con el incitante contacto de las cartas. En ese
momento soñaba con tomar una copa, le contrariaba que, con todo el dinero que
tenía, no podía comprar ni siquiera una cerveza.
—¿Sabéis? —dijo entre risas—, con
lo que he llegado a beber y nunca me acuerdo de cómo sabe hasta que lo vuelvo a
probar.
Reflexionó un momento antes de
echar la carta que tenía en la mano y luego hizo chasquear la lengua.
—Es lo mismo que joder. Cuando
follas a menudo y vas bien servido, nunca te acuerdas de cuando pasas hambre. Y
no hay nada más difícil que acordarse del gusto de un coño cuando tienes la
cuestión resuelta. Una tía que yo conocía y que vivía en las afueras de la
ciudad, que estaba casada con un amigo mío, tenía uno de esos meneos que te
vuelven loco. He conocido muchas hembras, pero nunca me olvidaré de aquel
conejo.
Meneó la cabeza en señal de
reconocimiento. Pasó el dorso de la mano por su frente, alta, como esculpida, y
se acarició sus dorados cabellos. Chasqueó la lengua con regodeo y dijo
lentamente:
—Tío…, era como meterla en un
tarro de miel.
Repartió dos cartas tapadas a
cada hombre y volvió a concentrarse en el juego.
Por una vez, Wilson tuvo una mala
mano y, después de una vuelta, que aguantó por ser el que iba ganando, se
retiró. Cuando terminara la campaña, se decía, iba a inventar alguna forma de
hacer alcohol. Había un sargento de cocina en la Compañía Charlie que debía de
haber ganado unas dos mil libras australianas vendiendo a cinco libras el
litro. Lo único que se necesitaba era azúcar, levadura y algunas latas de
melocotones o albaricoques. Sólo de pensarlo, sentía cómo el entusiasmo le
crecía en el pecho. ¡Quién sabe si no se podía hacer con menos! Su primo Ed,
recordó, había usado melaza y pasas, y el resultado tenía un pase.
Por un momento, sin embargo,
Wilson se desanimó. Tendría que robar todos los ingredientes de la tienda de
suministros una noche, y luego buscar un lugar para ocultarlos un par de días.
Y también necesitaría un buen escondrijo para guardar el menjunje. No debía
estar demasiado cerca del campamento porque cualquiera podría encontrarlo, ni
demasiado lejos, por si le venían a uno ganas de tomar una copa al momento.
Todo esto acarrearía muchos
problemas, a menos que esperara hasta el fin de la campaña, cuando tuvieran un
campamento permanente. Pero faltaba mucho para eso. Tal vez tres o cuatro
meses. Wilson empezó a sentir cierto fastidio. Uno tenía que darse mucha maña
para buscarse la vida en el ejército.
Gallagher había perdido aquella
vuelta también y miraba a Wilson con resentimiento. ¡Sólo los idiotas como él
ganaban todas las puestas grandes! Los remordimientos de conciencia comenzaban
a molestar a Gallagher. Había perdido por lo menos treinta libras, unos cien
dólares, y aunque la mayor parte lo había ganado durante el viaje, eso no le
hacía sentirse mejor Pensó en su mujer, Mary, embarazada de siete meses, y
trató de recordar su aspecto. Pero sólo logró sentirse culpable. ¿Qué derecho
tenía él para tirar el dinero que debía enviarle? Le sobrevino una amargura
profunda y familiar: todo le salía mal, tarde o temprano. Apretó la boca.
Cualquier cosa que intentara, por mucho que se afanara, siempre terminaba por
fracasar. La amargura se hizo más intensa, lo dominó por entero. Había algo que
él deseaba, algo que casi podía tocar, y siempre acababa pegándosela y
desapareciendo. Miró a uno de los ordenanzas, Levy, que barajaba las cartas, y
la garganta de Gallagher se contrajo. Aquel judío estaba teniendo una suerte
del demonio; súbitamente la amargura se transformó en rabia, le oprimió la
garganta, y de ella brotó una crispada retahíla de tacos.
—Ya está bien, hombre, ya está
bien. Volvamos a la partida, mierda. Basta de barajar las jodidas cartas y
juguemos de una puñetera vez.
Hablaba con el feo acento de los
irlandeses de Boston, alargando las «aes» y difuminando las «erres». Levy lo
miró e imitó su pronunciación:
—Estááá bien. Repaaartiré laaas
cartaaas y jugaaaremos.
—Muy gracioso —murmuró Gallagher,
un poco como para sí.
Era un hombre bajo, con cuerpo
robusto, y aspecto de ser áspero y desapacible en el trato. La cara, en
consonancia con el cuerpo, era pequeña y fea, marcada con las cicatrices de un
acné muy virulento, que le había dejado la piel picada y con prominencias. Tal
vez fuera el color de su cara tal vez la forma de su larga nariz irlandesa, que
se torcía a un lado, pero siempre parecía irritado. Pero sólo tenía
veinticuatro años.
El siete de corazones. Miró
cautelosamente sus dos cartas tapadas, vio que eran también corazones y se
permitió abrigar esperanzas. No había ganado en toda la noche, y se dijo que le
llegaba el turno. «Ni siquiera ellos
van a fastidiarme esta vez», pensó.
Wilson apostó una libra y
Gallagher acepto.
—Bueno, hagamos una puesta
decente —gruñó.
Croft y Levy apostaron, pero el
quinto hombre paso, y Gallagher se sintió burlado.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Te
acojonas? De todos modos, nos vuelan la cabeza.
Su frase se perdió entre el rumor
del dinero que arrastraban sobre la manta tendida que utilizaban como tapete y
Gallagher fue presa de una ansiedad fría y estremecedora, como si hubiera
blasfemado. «Santa María, madre de…», dijo para si rápidamente. Se veía tendido
en la playa, con un muñón sangriento en lugar de la cabeza.
Siguiente carta, picas.
¿Embarcarían su cadáver?, se preguntó, ¿visitaría Mary su tumba? La compasión
por sí mismo le resultó placentera. Por un momento anhelo la compasión de los
ojos de su mujer. Ella lo comprendía, se dijo, pero, mientras trataba de pensar
en ella, vio en su lugar una figura de «María, madre de…» que permanecía en su
recuerdo desde que había comprado una estampita en la escuela parroquial. ¿Cómo
era Mary, su Mary? Se esforzaba en
recordar, en formar el rostro de ella en su mente. Pero ahora no podía, se le
escapaba, como la melodía de una canción recordada a medias que insiste en
transformarse en tonadas más conocidas.
Le tocó otra carta de corazones.
Eso le daba cuatro corazones y habría dos oportunidades más de conseguir el
quinto. Su ansiedad se apaciguó y se transformó en un intenso interés por el
juego Miró alrededor. Levy pasó antes de que empezaran las apuestas, y Croft
mostró un par de dieces. Croft apostó dos libras y Gallagher se convenció de
que tenía un tercer diez. Si la mano de Croft no mejoraba, y Gallagher estaba
seguro de ello, Croft no podría ganarle.
Wilson rió un poco y buscó
descuidadamente su dinero. Al dejarlo caer sobre la manta, dijo:
—Va a ser una buena puesta.
Gallagher palpó los pocos
billetes que le quedaban y se dijo que era la última oportunidad de rehacerse.
—Van dos más —murmuró, y sintió
en seguida algo parecido al pánico. Wilson enseñó tres picas. ¿Por qué no se
había dado cuenta? ¡Maldita suerte!
Pero el juego aún no había
terminado, y Gallagher se tranquilizó. Wilson todavía no tenía la escalera. Sus
cartas estaban a la par y tal vez Wilson no consiguiera más picas; hasta era
posible que necesitara otra cosa. Esperaba no perder en la siguiente vuelta.
Iba a apostar hasta que se le terminara el dinero.
Croft, el sargento Croft, sintió
otra clase de excitación cuando se repartieron cartas de nuevo. Hasta aquel
momento, había jugado aburrido, pero le tocó un siete, ahora tenía dos parejas.
Entonces tuvo la firme y repentina convicción de que iba a ganar. Estaba seguro, le vendría un siete o un diez,
tendría un full. Estaba convencido.
Una certeza tan intensa como ésa tenía que significar algo. Generalmente jugaba
al póquer teniendo una idea muy clara y realista de las pocas probabilidades de
sacar una carta determinada, y con un conocimiento exacto de los hombres con
quienes jugaba. Era el margen de casualidad existente en el póquer lo que, para
él, le daba sentido a ese juego. Ponía en todo lo que hacía la habilidad y la
experiencia de que era capaz, pero no ignoraba que, en último término, las
cosas dependían del azar. Se alegró de que la suerte estuviera con él. Tenía un
convencimiento inexplicable y profundo de que el azar estaba de su parte, y
ahora, tras una larga noche de no ligar casi nada, tenía una buena baza.
Gallagher había sacado otra carta
de corazones y Croft pensó que tenía una escalera de color. El as de picas que
sacó no le sirvió para nada a Wilson, pero Croft adivinó que ya tenía la
escalera y que jugaba sin arriesgarse. A Croft siempre le había sorprendido el
juego artero de Wilson, en contraste con su aire de hombre bonachón y franco.
—Apuesto dos libras —dijo Croft.
Wilson puso dos billetes y
Gallagher saltó.
—Dos más.
Croft tuvo la certeza de que
Gallagher tenía una escalera. Dejó caer con parsimonia cuatro libras sobre la
manta.
—Dos más.
Había una voluptuosa mueca de
tensión en su boca.
Wilson rió con soltura.
—¡Diablos, va a ser una puesta de
campeonato! —dijo—. Debería retirarme, pero nunca resisto la tentación de ver
la última carta.
Ahora Croft ya no tenía dudas de
que también Wilson tenía una escalera. Pudo ver que Gallagher dudaba… Una de
las picas de Wilson era un as.
—Dos más —dijo Gallagher con
cierto nerviosismo.
«Si ya tiene un full —se dijo Croft—, se las voy a ver
todo el rato, aunque sería mejor guardar el dinero para la última vuelta».
Dejó caer dos libras más sobre el
montón de la manta y Wilson lo imitó. Levy dio la última carta tapada a cada
uno. Croft, conteniendo su excitación, miró en la penumbra de la bodega, vio la
maraña de literas que se levantaban, una sobre otra a su alrededor, un soldado
se dio la vuelta en sueños. Entonces cogió la última carta. Era un cinco.
Barajó las cartas lentamente, sorprendido, no podía creer que hubiera estado
tan equivocado. Contrariado, arrojó su mano sin comparar su juego con el de
Wilson. Empezaba a estar irritado. En silencio los miró apostar; vio a Gallagher
que ponía su último billete.
—Sé que no debo hacerlo, pero te
las veo —dijo Wilson—. ¿Qué tienes?
Gallagher estaba huraño, como si
supiera que iba a perder.
—¿Qué, te lo esperabas? Escalera
de corazones, con la jota.
Wilson suspiró.
—No me gusta hacerte esto, macho.
Pero estas picas te ganan, y llevo un solanas. —Y señaló el as.
Durante algunos segundos
Gallagher permaneció silencioso, pero las rojas prominencias de su cara se
volvieron violáceas. Después pareció estallar.
—¡Este hijo de puta tiene una suerte
de cojones! —dijo mientras se erguía temblando.
Un soldado en una litera cerca de
una puerta de la bodega se apoyó irritado sobre un codo y gritó:
—¡Coño, a ver si calláis y dejáis
dormir!
—¡Qué te jodan! —gritó Gallagher.
—¿Por qué no lo dejáis de una
vez?
Croft se puso en pie. Era un
hombre flaco, de mediana estatura, pero iba tan tieso que parecía alto. Su
enjuta cara triangular carecía totalmente de expresión bajo la luz azul; nada
parecía sobrar en su dura y pequeña mandíbula, en las hundidas y firmes
mejillas, en la breve nariz recta. Su escaso pelo oscuro tenía reflejos rojizos
que se acentuaban bajo aquella luz y sus fríos ojos eran de un azul intenso.
—Oye, bulto —dijo en un tono frío
y tranquilo—, ¿y tú, por qué no dejas de joder? Jugamos como nos da la gana, y
no veo qué vas a hacer para impedirlo, a menos que quieras pelear contra los
cuatro.
Hubo una réplica confusa desde la
litera y Croft continuó:
—Si quieres algo, aquí estoy.
—Pronunció aquellas palabras tranquila y claramente, con un dejo de acento del
Sur. Wilson no le quitaba ojo.
Esta vez el soldado que se había
quejado no respondió y Croft, con una leve sonrisa, volvió a sentarse.
—Estás buscando camorra —dijo
Wilson.
—No me gustaba su tono —dijo
Croft secamente.
Wilson se encogió de hombros.
—Bueno, sigamos —sugirió.
—Yo me retiro —dijo Gallagher.
Wilson se sintió mal. No era nada
divertido sacarle a un hombre todo el dinero que tenía. Gallagher solía ser un
buen tipo, y resultaba doblemente mezquino esquilmar a un compañero con el que
se ha vivido tres meses en la misma tienda.
—Oye, tío, si a uno se le acaba
el dinero no hay motivo para interrumpir el juego. Deja que te preste algunas
libras —le ofreció.
—No, me retiro —dijo Gallagher de
mal humor.
Wilson se encogió otra vez de hombros.
No podía entender a hombres como Croft y Gallagher, se tomaban el juego
demasiado en serio. A él le gustaba jugar y no veía otra forma de pasar el
tiempo hasta la mañana; pero el juego no era tan importante. Tener un montón de
dinero delante de los ojos estaba bien, pero hubiera preferido beber. O una
mujer. Chasqueó la lengua con amargura. Una mujer… anda que no quedaba lejos.
Después de un largo rato, Red se
cansó de estar echado en la litera y, tras esquivar a la guardia, subió a
cubierta. El aire parecía frío después de permanecer tanto tiempo en la bodega.
Red inspiró hondamente y durante unos segundos se movió con cautela en la
oscuridad, hasta que empezó a distinguir los contornos del barco. La luna
iluminaba las superestructuras de cubierta y las lanchas con un sereno
resplandor plateado. Miró alrededor, consciente ahora del rumor sofocado de las
hélices, el lento y contenido vaivén del barco que había sentido abajo, en la
vibración de la litera. Se sintió mejor en seguida, la cubierta estaba casi
desierta. Había un marinero de guardia junto al cañón más próximo, pero,
comparado con la bodega, esto era el aislamiento.
Red caminó hacia la borda y miró
el mar. El barco apenas se movía, toda la flota parecía detenerse y husmear su
camino en el agua, como un sabueso no muy seguro de la pista. Lejos, en el
horizonte, se alzaba abruptamente la silueta de una isla, una montaña que se
elevaba entre una serie de colinas. Era Anopopei, dedujo, y se encogió de
hombros. ¿Qué importaba? Todas las islas eran iguales.
De repente, pensó en la semana
que tenían por delante. Mañana, cuando desembarcaran, los pies se les mojarían
y los zapatos se les llenarían de arena. Una lancha tras otra iría
desembarcando a los soldados; y una caja tras otra se iría apilando sobre la
playa, a unos cuantos metros de la orilla. Si tenían suerte, no se encontrarían
con la artillería de los japos y no habría demasiados defensores apostados.
Sentía un miedo cansino. Vendría esta campaña, y luego otra, y otra más. Nunca
terminarían. Mientras miraba el agua con el ceño fruncido se palpó el cuello;
sentía flojear todas las articulaciones de su largo y delgado cuerpo. Era
alrededor de la una. Dentro de tres horas empezaría el cañoneo. Y se chuparían
un caliente y estomagante desayuno de plomo.
No había nada que hacer sino
dejar que a un día le siguiera otro. El pelotón tendría suerte, mañana por lo
menos. Habían calculado que las tareas que les habían asignado en la playa los
mantendrían ocupados probablemente una semana; las primeras patrullas que se
internarían por rutas desconocidas habrían cumplido sus misiones, y la campaña
se reduciría a una rutina soportable y familiar. Escupió de nuevo, se tocó con
sus dedos toscos y llenos de cicatrices sus pronunciados, hinchados, nudillos.
De pie, contra la amurada, el
perfil de Red casi se reducía a una gran nariz y una mandíbula alargada,
descolgada; pero a la luz de la luna, su aspecto era engañoso, pues no se veía
lo rubicundo de su piel y de su pelo. Su cara siempre parecía encendida,
colérica, salvo los ojos, que eran serenos, celestes, hundidos en una maraña de
pecas y arrugas. Mostraba los dientes al reír, grandes, amarillos y torcidos;
su áspera voz parecía relinchar cuando soltaba sus despreciativas y recias
carcajadas. Todo en él era huesudo y nudoso, y, aunque medía más de un metro
ochenta, apenas pesaba sesenta y ocho kilos.
Se rascó el estómago con la mano,
palpó durante unos instantes y se detuvo. Se había olvidado el chaleco
salvavidas. De inmediato pensó en volver a buscarlo, y se enfadó consigo mismo.
«¡Jodido ejército! Te hace tener miedo hasta de darte la vuelta». Escupió. «Uno
se pasa media vida tratando de acordarse de las instrucciones». Por un momento
siguió preguntándose si debía ir a buscarlo, y luego, con una mueca, pensó: «Sólo
pueden matarte una vez».
Eso era lo que le había dicho a
Hennessey, un chaval que se había unido al pelotón unas semanas antes de que la
fuerza expedicionaria se hubiera embarcado. «Un chaleco salvavidas: que se
preocupe Hennessey de chorradas como ésa… Un chaleco salvavidas…».
Estaban juntos en cubierta una
noche en la que sonó una alarma de ataque aéreo y se acurrucaron bajo un bote
de salvamento, contemplando los barcos en formación deslizándose sobre las
negras aguas, mientras la dotación del cañón más cercano aguardaba tensa junto
al cargador. Un Zero atacó y una docena de reflectores intentó enfocarlo.
Centenares de proyectiles luminosos trazaron sus arcos en el cielo. Había sido
muy diferente del combate que había visto anteriormente, sin calor, sin
cansancio, hermoso e irreal como una película en color o una lámina de
calendario. Lo había contemplado absorto; y ni siquiera se había agachado
cuando una bomba estalló en un barco a unos centenares de metros formando un
abanico amarillo plomizo.
Su estado de ánimo había sido
interrumpido por Hennessey.
—¡Dios mío, ahora que me acuerdo!
—había dicho.
—¿Qué?
—Tengo el chaleco salvavidas
desinflado.
Red soltó una carcajada.
—Te diré lo que puedes hacer.
Cuando el barco se hunda, te agarras a una rata bien maciza que te lleve hasta
la costa.
—Esto es muy serio. Lo mejor que
puedo hacer es inflarlo.
Y en la oscuridad tanteó buscando
el tubo de aire, lo encontró e infló el salvavidas. Divertido, Red lo miraba
hacer. Era un crío. Dado cómo los educaban, ahora todos los chavales querían
obedecer las normas. Red casi se entristeció.
—Ahora ya estás preparado para
todo, ¿eh?
—Oye —respondió Hennessey muy
digno—, no quiero correr riesgos. ¿Qué pasa si hunden el barco? Quiero estar
preparado por si acabo en el agua.
En la distancia, la costa de
Anopopei parecía deslizarse lentamente, casi como un gran barco. No, pensó Red,
Hennessey no se iba a meter en el agua sin tenerlo todo preparado. Era de esos
chavales que ahorran dinero para casarse antes de tener novia. Ése es el
resultado de seguir las normas.
Red inclinó el cuerpo sobre la
borda y miró el mar que iba quedando atrás. A pesar del aletargamiento del
barco, su estela burbujeaba con viveza. La luna se había ocultado detrás de una
nube y el agua parecía oscura, muy profunda, siniestra. Una aureola parecía
rodear al barco y extenderse unos cincuenta metros alrededor de él, pero más
allá sólo había oscuridad, tan vasta, tan densa, que ya no podía divisar la
línea montañosa de Anopopei. Por la popa, las aguas espumarajeaban grises y
espesas, estremeciéndose en remolinos allí por donde el barco abría el oleaje
al avanzar. Después de un rato, Red sintió ese estado de triste comprensión en
que uno cree entenderlo todo, todo lo que los hombres buscan y no consiguen.
Por primera vez en muchos años recordó su regreso de la mina en el crepúsculo
invernal, su carne de un color pálido y sucio contra la nieve; recordó la
vuelta a casa, la comida en silencio, mientras su madre lo servía con
hosquedad… Había sido un hogar gélido y agrio, donde cada persona se volvía una
extraña para las otras, y que tras todos los años transcurridos, él siempre
recordaba con amargura. Y sin embargo, ahora, al mirar el agua, podía sentir un
poco de compasión, podía acordarse de su madre y de sus hermanos, que casi
había olvidado. Entendió muchas cosas, recordó hechos tristes o desagradables
de los años en que había estado vagabundeando, se acordó de un borracho al que
habían robado en los escalones que llevan a Bowery Park, cerca del puente de
Brooklyn. Era una clase de comprensión que sólo podía venirle en este momento,
fruto de toda su experiencia, de la impaciencia forzada de dos semanas a bordo
y del ambiente de esta noche, mientras se acercaban a las playas del
desembarco.
Pero esta compasión duró sólo
unos minutos. Lo comprendió todo, supo que ya no podía hacer nada y ni siquiera
se sintió tentado de hacerlo. ¿Para qué? Suspiró, y la aguda percepción de su
estado de ánimo se perdió con su suspiro. Había cosas que nunca podrían
arreglarse. Era demasiado complicado. Un hombre tenía que arreglarse por su
cuenta o se convertía en una especie de Hennessey, siempre preocupándose por
tonterías.
Se sentía distante de todo
aquello. Si podía evitarlo, él no hacía daño a nadie, y no toleraba que se lo
hicieran. Nunca lo había tolerado, se dijo con orgullo.
Permaneció mirando el agua largo
rato. Nunca había encontrado nada. Lo único que sabía era lo que no le gustaba.
Resopló. Se quedó oyendo cómo el viento rozaba contra el barco. Todo su cuerpo
sentía el paso de los segundos que corrían al encuentro del alba ya cercana.
Ésta era la primera vez que estaría solo en meses y saboreó la sensación.
Siempre había sido un solitario.
Se sentía distante de todo,
volvió a repetirse, no quería nada. Ni dólares, ni una mujer, ni a nadie. Sólo
una putilla cuando tenía ganas de estar acompañado. De todos modos, nadie más
lo querría. Hizo una mueca y se asió a la borda. El viento le azotaba la cara
al tiempo que le traía a través de las aguas los cada vez más intensos olores de
la vegetación de la isla.
—Me es igual lo que digas —dijo
el sargento Brown a Stanley—, no se puede confiar en ninguna.
Conversaban en voz baja desde sus
literas. Stanley había tenido cuidado de elegirlas contiguas cuando subieron a
bordo.
—No se puede confiar en ninguna
mujer —concluyó Brown.
—No sé. Eso que dices no es del
todo verdad —murmuró Stanley—. Mira, yo confío en mi mujer.
No le agradaba el giro que tomaba
la conversación, alimentaba algunas dudas en su mente. Además, sabía que al
sargento Brown no le gustaba que no estuvieran de acuerdo con él.
—Bueno —dijo Brown—, tú eres un
buen muchacho y espabilado, pero de nada sirve confiar en una mujer. Mira la
mía. Es guapa. Te enseñé su foto.
—Sí, es una mujer muy atractiva
—asintió Stanley rápidamente.
—Sí que lo es, sí. ¿Y crees que
va a esperarme sentada? Claro que no. Procurará pasárselo bien.
—Yo no me atrevería a decir eso
—sugirió Stanley.
—¿Por qué no? No me hace daño si
lo piensas. Sé lo que está haciendo y, cuando regrese, arreglaremos cuentas.
Primero le preguntaré: «¿Has salido alguna noche?» y si dice que sí, en dos
minutos le sacaré toda la verdad. Y si dice: «No cariño, ya me conoces»,
entonces haré averiguaciones entre mis amigos y si descubro que ha mentido,
bueno, entonces la habré pillado y ¡menuda paliza le voy a dar antes de echarla
a patadas!
Brown sacudió la cabeza
solemnemente. Era de mediana estatura, un poco gordo, con cara de muchacho,
nariz chata y respingona, pecas y pelo castaño claro. Pero se le habían formado
arrugas alrededor de los ojos y tenía algunas pústulas en el mentón, recuerdo
de la selva. Mirándolo detenidamente, se advertía que no llegaba a los treinta
años.
—Sí, es una putada para el tío
que vuelve a casa —concedió Stanley.
El sargento Brown asintió con
gravedad; luego, su cara se avinagró.
—¿Qué te esperas? ¿Qué te van a
recibir como un héroe? Cuando hayas vuelto, la gente te dirá: «Arthur Stanley,
has estado mucho tiempo fuera», y tú contestarás: «Sí…», y entonces te dirán:
«Aquí lo hemos pasado bastante mal, pero las cosas están empezando a
arreglarse. Has tenido suerte, te has librado de lo peor».
Stanley rió.
—Yo no he visto mucho de esta
guerra —comentó a renglón seguido con modestia—. Pero sé que esos pobres
civiles ni siquiera han empezado a enterarse de lo que pasa.
—No saben nada —dijo Brown—. Pero
tú viste en Motome lo suficiente para hacerte una idea. Mira, cuando pienso que
mi mujer se está divirtiendo, probablemente en este mismo instante, mientras yo
estoy aquí, sudando sólo de pensar en lo que nos espera mañana, me pongo negro,
negro… —Hizo crujir sus nudillos nerviosamente y asió la tubería metálica que
había entre las dos literas.
—No creo que mañana la cosa se
ponga fea para nuestro pelotón, aunque tendremos que trabajar como bestias,
pero en fin, un poquito de trabajo no nos va a matar —gruñó—. Si el general
Cummings viniera mañana y me dijera: «Brown: lo voy a destinar a trabajos de
descarga mientras dure la guerra», ¿crees que protestaría? Estaría más contento
que un cerdo en una charca. Sabes, tengo bastante experiencia para sobrevivir a
diez hombres, y te aseguro que, aunque en el desembarco de mañana nos hicieran
volver a cañonazos desde la playa hasta el barco, lo que se dice ida y vuelta,
no empezaría aún a parecerse a Motome. Ese día creí que me iban a matar. Aún no entiendo cómo me libré.
—¿Qué pasó? —preguntó Stanley.
Dobló las rodillas con cuidado para no golpear la espalda del hombre que estaba
en la litera de arriba, a sólo unos treinta centímetros de su cabeza. Desde que
lo asignaron al pelotón había oído la historia una docena de veces, pero sabía
que a Brown le gustaba repetirla.
—Bueno, desde el principio,
cuando asignaron el pelotón a la compañía de Baker para aquella mierda de las
lanchas neumáticas, estaba cantado que nos iban a joder, pero ¿qué ibas a
hacerle?
Continuó contando la historia de
cómo descendieron desde un acorazado hasta las lanchas neumáticas y de cómo los
sorprendió la marea baja y los descubrieron los japoneses.
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