viernes, 7 de julio de 2023

Los desnudos y los muertos Norman Mailer FRAGMENTO

 




 Los desnudos y los muertos

                      Norman Mailer

 

 

 

 

 Título original: The Naked and the Dead

Norman Mailer, 1948

Traducción: Patricio Canto

 

 

 

 

 


 Deseo agradecer a William Raney, Theodore S. Amussen y Charles Devlin la ayuda y el estímulo que me dieron mientras escribía este libro.

 

 


 Primera parte

 

 

La oleada

 

 

 


 I

 

 

Nadie podía dormir. Al amanecer, se arriarían las lanchas de desembarco, un primer contingente de tropas cruzaría las aguas en ellas y atacaría la playa de Anopopei. En el barco, en toda la flota de asalto, los hombres eran conscientes de que, dentro de pocas horas, algunos de ellos iban a morir.

Un soldado está echado en su litera, cierra los ojos y sigue completamente despierto. A su alrededor, como un rumor de olas, oye en su duermevela el murmullo de los compañeros. «No lo haré; no lo haré», grita alguien en sueños, y el soldado abre los ojos y mira detenidamente la bodega. Su visión se pierde en el intrincado laberinto de hamacas, cuerpos desnudos y mochilas que se balancean. El soldado decide que tiene que ir al retrete y, mientras reniega, consigue sentarse, las piernas colgando en el aire, la espalda encogida bajo uno de los largueros de la litera superior. Suspira, alcanza los zapatos —que había atado a uno de los hierros del armazón— y se los pone lentamente. De las cinco literas superpuestas, la suya es la cuarta, y baja con incertidumbre en la oscuridad, con miedo de pisar a alguno de los hombres de las literas más bajas. Ya en el suelo, busca el camino entre una maraña de bolsas y fardos, tropieza con un fusil y camina hasta una puerta. Cruza otra sección de la bodega, igualmente abarrotada, y llega finalmente al retrete.

Dentro, el aire está impregnado de vapor. Incluso ahora hay un hombre en la única ducha de agua dulce: la ducha ha estado siempre ocupada desde que embarcaron. El soldado pasa junto a las duchas de agua salada, que no se usan, y se sienta en cuclillas sobre las tablas sueltas y mojadas del asiento de la letrina. Se ha olvidado los cigarrillos y pide uno a un compañero sentado a escasa distancia. Mientras fuma, mira el suelo negro, encharcado, cubierto de colillas, y escucha el ruido del agua que corre por la letrina. En realidad, no tenía motivo para ir, pero sigue sentado allí porque está más fresco y las emanaciones del retrete, del agua salada, del cloro, el olor viscoso y dulce del metal mojado, son menos sofocantes que la espesa hedentina de sudor que se respira en las bodegas donde duerme la tropa.

El soldado permanece allí mucho tiempo y después, lentamente, se pone de pie, se sube los pantalones verdes y piensa en los esfuerzos que tendrá que hacer para volver a su litera. El soldado sabe que se echará allí a esperar el alba y se dice: «Ojalá ya hubiera llegado la hora; me importa todo ya una mierda; ojalá ya fuera la hora». De regreso, piensa en un día de su infancia, muy temprano, por la mañana, en el que se quedó en la cama despierto, era su cumpleaños y su madre le había prometido una fiesta.

Esa noche, temprano, Wilson, Gallagher y el sargento Croft se pusieron a jugar una partida de cartas con dos ordenanzas del cuartel general. Se instalaron en el único lugar desocupado donde era posible ver las cartas después de apagarse casi todas las luces. De todos modos, se veían obligados a forzar la vista, pues la única luz encendida era una lamparilla azul, cerca de la escalera, y se hacía difícil distinguir los palos rojos de los negros. Llevaban jugando varias horas y ahora estaban medio ensimismados en el juego. Cuando el valor de las cartas era insignificante, las apuestas se hacían de forma inconsciente, maquinalmente.

La suerte de Wilson, buena desde el principio, se volvió excepcional cuando ganó tres manos seguidas. Estaba muy contento. Había un montón de libras australianas desparramadas descuidada y ostentosamente junto a sus piernas cruzadas y, aunque creía que contar el dinero traía mala suerte, estaba seguro de haber ganado cerca de cien libras. Esto le producía una intensa sensación voluptuosa en la garganta; la excitación que le daba cualquier forma de abundancia.

—Tenlo por seguro —le dijo a Croft con su melifluo acento del Sur—, este dinero va a ser mi ruina. Nunca podré entender estas malditas libras. Los australianos lo hacen todo al revés.

Croft no contestó. Estaba perdiendo un poco y, lo que más le mosqueaba, en toda la noche no había tenido una buena mano.

Gallagher gruñó.

—¡Qué coño! ¡Con esa suerte no tienes por qué contar el dinero! Basta con alargar la mano y cogerlo.

Wilson rió.

—Tienes razón, pero le hará falta una mano bien grande.

Rió de nuevo con una alegría fácil, casi infantil, y empezó a repartir las cartas. Era un hombre corpulento, de unos treinta años, con una abundante cabellera de pelo castaño dorado y una cara rubicunda, saludable, de rasgos grandes y definidos. Sorprendentemente, llevaba unas gafas redondas de montura fina y plateada que le daban a primera vista el aspecto de estudioso o, por lo menos, de metódico. Al repartir, sus dedos parecían deleitarse con el incitante contacto de las cartas. En ese momento soñaba con tomar una copa, le contrariaba que, con todo el dinero que tenía, no podía comprar ni siquiera una cerveza.

—¿Sabéis? —dijo entre risas—, con lo que he llegado a beber y nunca me acuerdo de cómo sabe hasta que lo vuelvo a probar.

Reflexionó un momento antes de echar la carta que tenía en la mano y luego hizo chasquear la lengua.

—Es lo mismo que joder. Cuando follas a menudo y vas bien servido, nunca te acuerdas de cuando pasas hambre. Y no hay nada más difícil que acordarse del gusto de un coño cuando tienes la cuestión resuelta. Una tía que yo conocía y que vivía en las afueras de la ciudad, que estaba casada con un amigo mío, tenía uno de esos meneos que te vuelven loco. He conocido muchas hembras, pero nunca me olvidaré de aquel conejo.

Meneó la cabeza en señal de reconocimiento. Pasó el dorso de la mano por su frente, alta, como esculpida, y se acarició sus dorados cabellos. Chasqueó la lengua con regodeo y dijo lentamente:

—Tío…, era como meterla en un tarro de miel.

Repartió dos cartas tapadas a cada hombre y volvió a concentrarse en el juego.

Por una vez, Wilson tuvo una mala mano y, después de una vuelta, que aguantó por ser el que iba ganando, se retiró. Cuando terminara la campaña, se decía, iba a inventar alguna forma de hacer alcohol. Había un sargento de cocina en la Compañía Charlie que debía de haber ganado unas dos mil libras australianas vendiendo a cinco libras el litro. Lo único que se necesitaba era azúcar, levadura y algunas latas de melocotones o albaricoques. Sólo de pensarlo, sentía cómo el entusiasmo le crecía en el pecho. ¡Quién sabe si no se podía hacer con menos! Su primo Ed, recordó, había usado melaza y pasas, y el resultado tenía un pase.

Por un momento, sin embargo, Wilson se desanimó. Tendría que robar todos los ingredientes de la tienda de suministros una noche, y luego buscar un lugar para ocultarlos un par de días. Y también necesitaría un buen escondrijo para guardar el menjunje. No debía estar demasiado cerca del campamento porque cualquiera podría encontrarlo, ni demasiado lejos, por si le venían a uno ganas de tomar una copa al momento.

Todo esto acarrearía muchos problemas, a menos que esperara hasta el fin de la campaña, cuando tuvieran un campamento permanente. Pero faltaba mucho para eso. Tal vez tres o cuatro meses. Wilson empezó a sentir cierto fastidio. Uno tenía que darse mucha maña para buscarse la vida en el ejército.

Gallagher había perdido aquella vuelta también y miraba a Wilson con resentimiento. ¡Sólo los idiotas como él ganaban todas las puestas grandes! Los remordimientos de conciencia comenzaban a molestar a Gallagher. Había perdido por lo menos treinta libras, unos cien dólares, y aunque la mayor parte lo había ganado durante el viaje, eso no le hacía sentirse mejor Pensó en su mujer, Mary, embarazada de siete meses, y trató de recordar su aspecto. Pero sólo logró sentirse culpable. ¿Qué derecho tenía él para tirar el dinero que debía enviarle? Le sobrevino una amargura profunda y familiar: todo le salía mal, tarde o temprano. Apretó la boca. Cualquier cosa que intentara, por mucho que se afanara, siempre terminaba por fracasar. La amargura se hizo más intensa, lo dominó por entero. Había algo que él deseaba, algo que casi podía tocar, y siempre acababa pegándosela y desapareciendo. Miró a uno de los ordenanzas, Levy, que barajaba las cartas, y la garganta de Gallagher se contrajo. Aquel judío estaba teniendo una suerte del demonio; súbitamente la amargura se transformó en rabia, le oprimió la garganta, y de ella brotó una crispada retahíla de tacos.

—Ya está bien, hombre, ya está bien. Volvamos a la partida, mierda. Basta de barajar las jodidas cartas y juguemos de una puñetera vez.

Hablaba con el feo acento de los irlandeses de Boston, alargando las «aes» y difuminando las «erres». Levy lo miró e imitó su pronunciación:

—Estááá bien. Repaaartiré laaas cartaaas y jugaaaremos.

—Muy gracioso —murmuró Gallagher, un poco como para sí.

Era un hombre bajo, con cuerpo robusto, y aspecto de ser áspero y desapacible en el trato. La cara, en consonancia con el cuerpo, era pequeña y fea, marcada con las cicatrices de un acné muy virulento, que le había dejado la piel picada y con prominencias. Tal vez fuera el color de su cara tal vez la forma de su larga nariz irlandesa, que se torcía a un lado, pero siempre parecía irritado. Pero sólo tenía veinticuatro años.

El siete de corazones. Miró cautelosamente sus dos cartas tapadas, vio que eran también corazones y se permitió abrigar esperanzas. No había ganado en toda la noche, y se dijo que le llegaba el turno. «Ni siquiera ellos van a fastidiarme esta vez», pensó.

Wilson apostó una libra y Gallagher acepto.

—Bueno, hagamos una puesta decente —gruñó.

Croft y Levy apostaron, pero el quinto hombre paso, y Gallagher se sintió burlado.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Te acojonas? De todos modos, nos vuelan la cabeza.

Su frase se perdió entre el rumor del dinero que arrastraban sobre la manta tendida que utilizaban como tapete y Gallagher fue presa de una ansiedad fría y estremecedora, como si hubiera blasfemado. «Santa María, madre de…», dijo para si rápidamente. Se veía tendido en la playa, con un muñón sangriento en lugar de la cabeza.

Siguiente carta, picas. ¿Embarcarían su cadáver?, se preguntó, ¿visitaría Mary su tumba? La compasión por sí mismo le resultó placentera. Por un momento anhelo la compasión de los ojos de su mujer. Ella lo comprendía, se dijo, pero, mientras trataba de pensar en ella, vio en su lugar una figura de «María, madre de…» que permanecía en su recuerdo desde que había comprado una estampita en la escuela parroquial. ¿Cómo era Mary, su Mary? Se esforzaba en recordar, en formar el rostro de ella en su mente. Pero ahora no podía, se le escapaba, como la melodía de una canción recordada a medias que insiste en transformarse en tonadas más conocidas.

Le tocó otra carta de corazones. Eso le daba cuatro corazones y habría dos oportunidades más de conseguir el quinto. Su ansiedad se apaciguó y se transformó en un intenso interés por el juego Miró alrededor. Levy pasó antes de que empezaran las apuestas, y Croft mostró un par de dieces. Croft apostó dos libras y Gallagher se convenció de que tenía un tercer diez. Si la mano de Croft no mejoraba, y Gallagher estaba seguro de ello, Croft no podría ganarle.

 

Wilson rió un poco y buscó descuidadamente su dinero. Al dejarlo caer sobre la manta, dijo:

—Va a ser una buena puesta.

Gallagher palpó los pocos billetes que le quedaban y se dijo que era la última oportunidad de rehacerse.

—Van dos más —murmuró, y sintió en seguida algo parecido al pánico. Wilson enseñó tres picas. ¿Por qué no se había dado cuenta? ¡Maldita suerte!

Pero el juego aún no había terminado, y Gallagher se tranquilizó. Wilson todavía no tenía la escalera. Sus cartas estaban a la par y tal vez Wilson no consiguiera más picas; hasta era posible que necesitara otra cosa. Esperaba no perder en la siguiente vuelta. Iba a apostar hasta que se le terminara el dinero.

Croft, el sargento Croft, sintió otra clase de excitación cuando se repartieron cartas de nuevo. Hasta aquel momento, había jugado aburrido, pero le tocó un siete, ahora tenía dos parejas. Entonces tuvo la firme y repentina convicción de que iba a ganar. Estaba seguro, le vendría un siete o un diez, tendría un full. Estaba convencido. Una certeza tan intensa como ésa tenía que significar algo. Generalmente jugaba al póquer teniendo una idea muy clara y realista de las pocas probabilidades de sacar una carta determinada, y con un conocimiento exacto de los hombres con quienes jugaba. Era el margen de casualidad existente en el póquer lo que, para él, le daba sentido a ese juego. Ponía en todo lo que hacía la habilidad y la experiencia de que era capaz, pero no ignoraba que, en último término, las cosas dependían del azar. Se alegró de que la suerte estuviera con él. Tenía un convencimiento inexplicable y profundo de que el azar estaba de su parte, y ahora, tras una larga noche de no ligar casi nada, tenía una buena baza.

Gallagher había sacado otra carta de corazones y Croft pensó que tenía una escalera de color. El as de picas que sacó no le sirvió para nada a Wilson, pero Croft adivinó que ya tenía la escalera y que jugaba sin arriesgarse. A Croft siempre le había sorprendido el juego artero de Wilson, en contraste con su aire de hombre bonachón y franco.

—Apuesto dos libras —dijo Croft.

Wilson puso dos billetes y Gallagher saltó.

—Dos más.

Croft tuvo la certeza de que Gallagher tenía una escalera. Dejó caer con parsimonia cuatro libras sobre la manta.

—Dos más.

Había una voluptuosa mueca de tensión en su boca.

Wilson rió con soltura.

—¡Diablos, va a ser una puesta de campeonato! —dijo—. Debería retirarme, pero nunca resisto la tentación de ver la última carta.

Ahora Croft ya no tenía dudas de que también Wilson tenía una escalera. Pudo ver que Gallagher dudaba… Una de las picas de Wilson era un as.

—Dos más —dijo Gallagher con cierto nerviosismo.

«Si ya tiene un full —se dijo Croft—, se las voy a ver todo el rato, aunque sería mejor guardar el dinero para la última vuelta».

Dejó caer dos libras más sobre el montón de la manta y Wilson lo imitó. Levy dio la última carta tapada a cada uno. Croft, conteniendo su excitación, miró en la penumbra de la bodega, vio la maraña de literas que se levantaban, una sobre otra a su alrededor, un soldado se dio la vuelta en sueños. Entonces cogió la última carta. Era un cinco. Barajó las cartas lentamente, sorprendido, no podía creer que hubiera estado tan equivocado. Contrariado, arrojó su mano sin comparar su juego con el de Wilson. Empezaba a estar irritado. En silencio los miró apostar; vio a Gallagher que ponía su último billete.

—Sé que no debo hacerlo, pero te las veo —dijo Wilson—. ¿Qué tienes?

Gallagher estaba huraño, como si supiera que iba a perder.

—¿Qué, te lo esperabas? Escalera de corazones, con la jota.

Wilson suspiró.

—No me gusta hacerte esto, macho. Pero estas picas te ganan, y llevo un solanas. —Y señaló el as.

Durante algunos segundos Gallagher permaneció silencioso, pero las rojas prominencias de su cara se volvieron violáceas. Después pareció estallar.

—¡Este hijo de puta tiene una suerte de cojones! —dijo mientras se erguía temblando.

Un soldado en una litera cerca de una puerta de la bodega se apoyó irritado sobre un codo y gritó:

—¡Coño, a ver si calláis y dejáis dormir!

—¡Qué te jodan! —gritó Gallagher.

—¿Por qué no lo dejáis de una vez?

Croft se puso en pie. Era un hombre flaco, de mediana estatura, pero iba tan tieso que parecía alto. Su enjuta cara triangular carecía totalmente de expresión bajo la luz azul; nada parecía sobrar en su dura y pequeña mandíbula, en las hundidas y firmes mejillas, en la breve nariz recta. Su escaso pelo oscuro tenía reflejos rojizos que se acentuaban bajo aquella luz y sus fríos ojos eran de un azul intenso.

—Oye, bulto —dijo en un tono frío y tranquilo—, ¿y tú, por qué no dejas de joder? Jugamos como nos da la gana, y no veo qué vas a hacer para impedirlo, a menos que quieras pelear contra los cuatro.

Hubo una réplica confusa desde la litera y Croft continuó:

—Si quieres algo, aquí estoy. —Pronunció aquellas palabras tranquila y claramente, con un dejo de acento del Sur. Wilson no le quitaba ojo.

Esta vez el soldado que se había quejado no respondió y Croft, con una leve sonrisa, volvió a sentarse.

—Estás buscando camorra —dijo Wilson.

—No me gustaba su tono —dijo Croft secamente.

Wilson se encogió de hombros.

—Bueno, sigamos —sugirió.

—Yo me retiro —dijo Gallagher.

Wilson se sintió mal. No era nada divertido sacarle a un hombre todo el dinero que tenía. Gallagher solía ser un buen tipo, y resultaba doblemente mezquino esquilmar a un compañero con el que se ha vivido tres meses en la misma tienda.

—Oye, tío, si a uno se le acaba el dinero no hay motivo para interrumpir el juego. Deja que te preste algunas libras —le ofreció.

—No, me retiro —dijo Gallagher de mal humor.

Wilson se encogió otra vez de hombros. No podía entender a hombres como Croft y Gallagher, se tomaban el juego demasiado en serio. A él le gustaba jugar y no veía otra forma de pasar el tiempo hasta la mañana; pero el juego no era tan importante. Tener un montón de dinero delante de los ojos estaba bien, pero hubiera preferido beber. O una mujer. Chasqueó la lengua con amargura. Una mujer… anda que no quedaba lejos.

Después de un largo rato, Red se cansó de estar echado en la litera y, tras esquivar a la guardia, subió a cubierta. El aire parecía frío después de permanecer tanto tiempo en la bodega. Red inspiró hondamente y durante unos segundos se movió con cautela en la oscuridad, hasta que empezó a distinguir los contornos del barco. La luna iluminaba las superestructuras de cubierta y las lanchas con un sereno resplandor plateado. Miró alrededor, consciente ahora del rumor sofocado de las hélices, el lento y contenido vaivén del barco que había sentido abajo, en la vibración de la litera. Se sintió mejor en seguida, la cubierta estaba casi desierta. Había un marinero de guardia junto al cañón más próximo, pero, comparado con la bodega, esto era el aislamiento.

Red caminó hacia la borda y miró el mar. El barco apenas se movía, toda la flota parecía detenerse y husmear su camino en el agua, como un sabueso no muy seguro de la pista. Lejos, en el horizonte, se alzaba abruptamente la silueta de una isla, una montaña que se elevaba entre una serie de colinas. Era Anopopei, dedujo, y se encogió de hombros. ¿Qué importaba? Todas las islas eran iguales.

De repente, pensó en la semana que tenían por delante. Mañana, cuando desembarcaran, los pies se les mojarían y los zapatos se les llenarían de arena. Una lancha tras otra iría desembarcando a los soldados; y una caja tras otra se iría apilando sobre la playa, a unos cuantos metros de la orilla. Si tenían suerte, no se encontrarían con la artillería de los japos y no habría demasiados defensores apostados. Sentía un miedo cansino. Vendría esta campaña, y luego otra, y otra más. Nunca terminarían. Mientras miraba el agua con el ceño fruncido se palpó el cuello; sentía flojear todas las articulaciones de su largo y delgado cuerpo. Era alrededor de la una. Dentro de tres horas empezaría el cañoneo. Y se chuparían un caliente y estomagante desayuno de plomo.

No había nada que hacer sino dejar que a un día le siguiera otro. El pelotón tendría suerte, mañana por lo menos. Habían calculado que las tareas que les habían asignado en la playa los mantendrían ocupados probablemente una semana; las primeras patrullas que se internarían por rutas desconocidas habrían cumplido sus misiones, y la campaña se reduciría a una rutina soportable y familiar. Escupió de nuevo, se tocó con sus dedos toscos y llenos de cicatrices sus pronunciados, hinchados, nudillos.

De pie, contra la amurada, el perfil de Red casi se reducía a una gran nariz y una mandíbula alargada, descolgada; pero a la luz de la luna, su aspecto era engañoso, pues no se veía lo rubicundo de su piel y de su pelo. Su cara siempre parecía encendida, colérica, salvo los ojos, que eran serenos, celestes, hundidos en una maraña de pecas y arrugas. Mostraba los dientes al reír, grandes, amarillos y torcidos; su áspera voz parecía relinchar cuando soltaba sus despreciativas y recias carcajadas. Todo en él era huesudo y nudoso, y, aunque medía más de un metro ochenta, apenas pesaba sesenta y ocho kilos.

Se rascó el estómago con la mano, palpó durante unos instantes y se detuvo. Se había olvidado el chaleco salvavidas. De inmediato pensó en volver a buscarlo, y se enfadó consigo mismo. «¡Jodido ejército! Te hace tener miedo hasta de darte la vuelta». Escupió. «Uno se pasa media vida tratando de acordarse de las instrucciones». Por un momento siguió preguntándose si debía ir a buscarlo, y luego, con una mueca, pensó: «Sólo pueden matarte una vez».

Eso era lo que le había dicho a Hennessey, un chaval que se había unido al pelotón unas semanas antes de que la fuerza expedicionaria se hubiera embarcado. «Un chaleco salvavidas: que se preocupe Hennessey de chorradas como ésa… Un chaleco salvavidas…».

Estaban juntos en cubierta una noche en la que sonó una alarma de ataque aéreo y se acurrucaron bajo un bote de salvamento, contemplando los barcos en formación deslizándose sobre las negras aguas, mientras la dotación del cañón más cercano aguardaba tensa junto al cargador. Un Zero atacó y una docena de reflectores intentó enfocarlo. Centenares de proyectiles luminosos trazaron sus arcos en el cielo. Había sido muy diferente del combate que había visto anteriormente, sin calor, sin cansancio, hermoso e irreal como una película en color o una lámina de calendario. Lo había contemplado absorto; y ni siquiera se había agachado cuando una bomba estalló en un barco a unos centenares de metros formando un abanico amarillo plomizo.

Su estado de ánimo había sido interrumpido por Hennessey.

—¡Dios mío, ahora que me acuerdo! —había dicho.

—¿Qué?

—Tengo el chaleco salvavidas desinflado.

Red soltó una carcajada.

—Te diré lo que puedes hacer. Cuando el barco se hunda, te agarras a una rata bien maciza que te lleve hasta la costa.

—Esto es muy serio. Lo mejor que puedo hacer es inflarlo.

Y en la oscuridad tanteó buscando el tubo de aire, lo encontró e infló el salvavidas. Divertido, Red lo miraba hacer. Era un crío. Dado cómo los educaban, ahora todos los chavales querían obedecer las normas. Red casi se entristeció.

—Ahora ya estás preparado para todo, ¿eh?

—Oye —respondió Hennessey muy digno—, no quiero correr riesgos. ¿Qué pasa si hunden el barco? Quiero estar preparado por si acabo en el agua.

En la distancia, la costa de Anopopei parecía deslizarse lentamente, casi como un gran barco. No, pensó Red, Hennessey no se iba a meter en el agua sin tenerlo todo preparado. Era de esos chavales que ahorran dinero para casarse antes de tener novia. Ése es el resultado de seguir las normas.

Red inclinó el cuerpo sobre la borda y miró el mar que iba quedando atrás. A pesar del aletargamiento del barco, su estela burbujeaba con viveza. La luna se había ocultado detrás de una nube y el agua parecía oscura, muy profunda, siniestra. Una aureola parecía rodear al barco y extenderse unos cincuenta metros alrededor de él, pero más allá sólo había oscuridad, tan vasta, tan densa, que ya no podía divisar la línea montañosa de Anopopei. Por la popa, las aguas espumarajeaban grises y espesas, estremeciéndose en remolinos allí por donde el barco abría el oleaje al avanzar. Después de un rato, Red sintió ese estado de triste comprensión en que uno cree entenderlo todo, todo lo que los hombres buscan y no consiguen. Por primera vez en muchos años recordó su regreso de la mina en el crepúsculo invernal, su carne de un color pálido y sucio contra la nieve; recordó la vuelta a casa, la comida en silencio, mientras su madre lo servía con hosquedad… Había sido un hogar gélido y agrio, donde cada persona se volvía una extraña para las otras, y que tras todos los años transcurridos, él siempre recordaba con amargura. Y sin embargo, ahora, al mirar el agua, podía sentir un poco de compasión, podía acordarse de su madre y de sus hermanos, que casi había olvidado. Entendió muchas cosas, recordó hechos tristes o desagradables de los años en que había estado vagabundeando, se acordó de un borracho al que habían robado en los escalones que llevan a Bowery Park, cerca del puente de Brooklyn. Era una clase de comprensión que sólo podía venirle en este momento, fruto de toda su experiencia, de la impaciencia forzada de dos semanas a bordo y del ambiente de esta noche, mientras se acercaban a las playas del desembarco.

Pero esta compasión duró sólo unos minutos. Lo comprendió todo, supo que ya no podía hacer nada y ni siquiera se sintió tentado de hacerlo. ¿Para qué? Suspiró, y la aguda percepción de su estado de ánimo se perdió con su suspiro. Había cosas que nunca podrían arreglarse. Era demasiado complicado. Un hombre tenía que arreglarse por su cuenta o se convertía en una especie de Hennessey, siempre preocupándose por tonterías.

Se sentía distante de todo aquello. Si podía evitarlo, él no hacía daño a nadie, y no toleraba que se lo hicieran. Nunca lo había tolerado, se dijo con orgullo.

Permaneció mirando el agua largo rato. Nunca había encontrado nada. Lo único que sabía era lo que no le gustaba. Resopló. Se quedó oyendo cómo el viento rozaba contra el barco. Todo su cuerpo sentía el paso de los segundos que corrían al encuentro del alba ya cercana. Ésta era la primera vez que estaría solo en meses y saboreó la sensación. Siempre había sido un solitario.

Se sentía distante de todo, volvió a repetirse, no quería nada. Ni dólares, ni una mujer, ni a nadie. Sólo una putilla cuando tenía ganas de estar acompañado. De todos modos, nadie más lo querría. Hizo una mueca y se asió a la borda. El viento le azotaba la cara al tiempo que le traía a través de las aguas los cada vez más intensos olores de la vegetación de la isla.

—Me es igual lo que digas —dijo el sargento Brown a Stanley—, no se puede confiar en ninguna.

Conversaban en voz baja desde sus literas. Stanley había tenido cuidado de elegirlas contiguas cuando subieron a bordo.

—No se puede confiar en ninguna mujer —concluyó Brown.

—No sé. Eso que dices no es del todo verdad —murmuró Stanley—. Mira, yo confío en mi mujer.

No le agradaba el giro que tomaba la conversación, alimentaba algunas dudas en su mente. Además, sabía que al sargento Brown no le gustaba que no estuvieran de acuerdo con él.

—Bueno —dijo Brown—, tú eres un buen muchacho y espabilado, pero de nada sirve confiar en una mujer. Mira la mía. Es guapa. Te enseñé su foto.

—Sí, es una mujer muy atractiva —asintió Stanley rápidamente.

—Sí que lo es, sí. ¿Y crees que va a esperarme sentada? Claro que no. Procurará pasárselo bien.

—Yo no me atrevería a decir eso —sugirió Stanley.

—¿Por qué no? No me hace daño si lo piensas. Sé lo que está haciendo y, cuando regrese, arreglaremos cuentas. Primero le preguntaré: «¿Has salido alguna noche?» y si dice que sí, en dos minutos le sacaré toda la verdad. Y si dice: «No cariño, ya me conoces», entonces haré averiguaciones entre mis amigos y si descubro que ha mentido, bueno, entonces la habré pillado y ¡menuda paliza le voy a dar antes de echarla a patadas!

Brown sacudió la cabeza solemnemente. Era de mediana estatura, un poco gordo, con cara de muchacho, nariz chata y respingona, pecas y pelo castaño claro. Pero se le habían formado arrugas alrededor de los ojos y tenía algunas pústulas en el mentón, recuerdo de la selva. Mirándolo detenidamente, se advertía que no llegaba a los treinta años.

—Sí, es una putada para el tío que vuelve a casa —concedió Stanley.

El sargento Brown asintió con gravedad; luego, su cara se avinagró.

—¿Qué te esperas? ¿Qué te van a recibir como un héroe? Cuando hayas vuelto, la gente te dirá: «Arthur Stanley, has estado mucho tiempo fuera», y tú contestarás: «Sí…», y entonces te dirán: «Aquí lo hemos pasado bastante mal, pero las cosas están empezando a arreglarse. Has tenido suerte, te has librado de lo peor».

Stanley rió.

—Yo no he visto mucho de esta guerra —comentó a renglón seguido con modestia—. Pero sé que esos pobres civiles ni siquiera han empezado a enterarse de lo que pasa.

—No saben nada —dijo Brown—. Pero tú viste en Motome lo suficiente para hacerte una idea. Mira, cuando pienso que mi mujer se está divirtiendo, probablemente en este mismo instante, mientras yo estoy aquí, sudando sólo de pensar en lo que nos espera mañana, me pongo negro, negro… —Hizo crujir sus nudillos nerviosamente y asió la tubería metálica que había entre las dos literas.

—No creo que mañana la cosa se ponga fea para nuestro pelotón, aunque tendremos que trabajar como bestias, pero en fin, un poquito de trabajo no nos va a matar —gruñó—. Si el general Cummings viniera mañana y me dijera: «Brown: lo voy a destinar a trabajos de descarga mientras dure la guerra», ¿crees que protestaría? Estaría más contento que un cerdo en una charca. Sabes, tengo bastante experiencia para sobrevivir a diez hombres, y te aseguro que, aunque en el desembarco de mañana nos hicieran volver a cañonazos desde la playa hasta el barco, lo que se dice ida y vuelta, no empezaría aún a parecerse a Motome. Ese día creí que me iban a matar. Aún no entiendo cómo me libré.

—¿Qué pasó? —preguntó Stanley. Dobló las rodillas con cuidado para no golpear la espalda del hombre que estaba en la litera de arriba, a sólo unos treinta centímetros de su cabeza. Desde que lo asignaron al pelotón había oído la historia una docena de veces, pero sabía que a Brown le gustaba repetirla.

—Bueno, desde el principio, cuando asignaron el pelotón a la compañía de Baker para aquella mierda de las lanchas neumáticas, estaba cantado que nos iban a joder, pero ¿qué ibas a hacerle?

Continuó contando la historia de cómo descendieron desde un acorazado hasta las lanchas neumáticas y de cómo los sorprendió la marea baja y los descubrieron los japoneses.

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