viernes, 17 de febrero de 2023

FROST ROBERT. Al norte de Boston. FRAGMENTO.

 

 


Al norte de Boston está compuesto por dieciséis largos poemas (salvo los dos últimos), de carácter narrativo, donde se incluyen extensos diálogos, monólogos dramáticos y descripciones. El origen de su redacción data de su estancia en una granja que adquirió en Dewy, Nueva Inglaterra. La observación de sus vecinos le sirve de referente a la hora de crear los personajes que aparecen en estos poemas, enfrentados a una dura lucha con el clima y la tierra.

 


 

 Robert Frost

Al norte de Boston

 

 

 

 

 


 

 NOTA PREVIA DEL TRADUCTOR

Robert Frost nació en San Francisco de California el 26 de marzo de 1874. Era oriunda su familia de Nueva Inglaterra, y allí tomaría y transcurrirían los años de infancia del poeta y los primeros de su juventud. También en aquel medio rural e ingrato se empleó desde muy pronto en rudas faenas del campo, familiarizándose desde entonces con el ambiente rústico y el contacto con la naturaleza que tan a fondo habrían de influir en su personalidad y en su futura creación poética.

En 1892 se graduó en la Escuela Superior de Lawrence (Massachusetts), junto con su futura esposa Eleanor White. En su primer poema, la clásica oda académica, apuntaban ya indicios de su talento para la expresión lírica. Pasó tres años de constantes y penosos esfuerzos para ganarse la vida en los más diversos y bajos menesteres, el de zapatero entre otros; pero sin desmayar jamás en su infatigable pasión por la lectura.

Contrajo matrimonio en 1895, y esto, junto con los poemas que ya escribía, tuvo en su vida un influjo estabilizador. Escribía, sí, y continuó escribiendo a lo largo de bastantes años, pero sin conseguir convencer y mover a los editores para la publicación y difusión de su obra, ni salir de la estrechez material y la angustia de un vivir esclavizado por el alienante trabajo en talleres y fábricas.

En 1897 siguió dos cursos en Harvard, y, en 1900, su abuelo le hizo donación de una granja en New Hampshire. En aquella comarca desolada y áspera, cerca de Derry, Robert espigó una espléndida cosecha de sugerencias y motivos para sus poemas futuros. Entre 1905 y 1912, ejerció como docente. Fue un profesor estimable, tanto en la Academia Pinkerton, de Derry, donde impartió lengua inglesa, como en la Escuela Normal de Plymouth, donde enseñó psicología.

En 1912 vendió la granja por 1500 dólares y se fue a Inglaterra, dispuesto a darse a conocer y abrirse camino con la poesía. No tardó en entablar relación con un grupo de poetas georgianos que le presentaron a los editores. Fue su suerte. Sus dos primeros libros, A boy’s Will (1913) y North Boston (1914), causaron sensación en Londres. Cuando volvió a los Estados Unidos en 1915 se encontró con que ya era famoso. En adelante, estimulado y dirigido por Eleanor, dedicó por entero su vida a la poesía. Se introdujo de lleno en el mundo cultural y académico y dio frecuentes lecturas de sus poemas en Michigan, en Amherst, en Dartmouth, y en un sinfín de colegios y sociedades. Ganó el premio Pulitzer en 1924,1931, 1937 y 1943, además de otros muchos galardones.

Frost es hoy, después de la época de Whitman, uno de los más grandes poetas norteamericanos, y su obra ha supuesto una notable revolución en la poesía inglesa. Podemos situarla, en principio, dentro de la corriente renovadora que surgió en Estados Unidos hacia 1912 en tomo a la revista Poetry. Fue, en cierto modo, como un nuevo romanticismo que se proponía volver a la observación de la realidad y prescindir del tradicional lenguaje poético. En su génesis influyó particularmente la publicación de algunos libros de versos entre los que destacaba el ya citado A Boy’s Will. Frost, como queda dicho, tenía su principal fuente de inspiración en la vida rural de Nueva Inglaterra, donde residió largo tiempo. De ahí la simplicidad de su vocabulario, que muy a menudo reviste un carácter coloquial. Esto, y el hecho de que se situara en la vanguardia de un movimiento reformista, le relaciona de alguna manera con el poeta inglés Wordsworth, si bien Frost no suele incurrir en el subjetivismo y el ternurismo frecuentes en aquél. En sus poesías apreciamos más bien una fuerza telúrica sabiamente administrada, con el freno consciente de quien se sabe «un hombre hablando a los hombres». Hay un propósito de modulación del verso a partir del referente concreto que suple las limitaciones expresivas de los recursos métricos y retóricos con lo que Frost denomina «el sonido del sentido»: la musicalidad de los significados determinando y enriqueciendo la de los significantes. Por eso no se revela como innovador de las técnicas de versificación, aunque emplea el verso libre de un modo muy personal. Para él lo fundamental es «the sound», la música, llegando a decir que el sonido, en el poema, es como el oro en la ganga. Existe el dilema entre hacer resaltar el poema-como-música o el poema-como-significado. Un poeta, según Frost, debe aprender a «crear cadencias por medio de la ruptura elaborada de los sonidos del sentido con toda su irregularidad de acento a través del metro». Claro que esto no es ninguna novedad: en palabras de Jay Parini, «los poetas siempre han entendido que el metro es una abstracción, y que uno superpone los ritmos del discurso normal sobre el latido teórico del patrón métrico».

Para Frost, el objeto al escribir poesía es hacer que todos los poemas suenen tan distintos unos de otros como sea posible, y para eso no bastan los recursos de vocales, consonantes, puntuación, sintaxis, palabras, frases, métrica… Precisamos del auxilio del contexto, el tema, el significado. Sólo así logramos la variedad. Y el sentido —el sonido— es múltiple aún dentro de un mismo poema. La música —el significado— de un poema no es siempre igual para cada perceptor y en cada momento. En la idea que tiene Frost del acto de creación poética y de su posterior recepción, un poema comienza siempre como placer, predispone al impulso, asume dirección con el primer verso que se escribe, sigue un curso de hallazgos más o menos afortunados y concluye en una clarificación de la vida: no necesariamente una gran clarificación, como aquélla en que se fundan las sectas y los cultos, sino en un punto de apoyo momentáneo frente a la confusión. En suma, tiene un desenlace, que es siempre un atisbo de conocimiento, con lo que cabe decir que la trayectoria de un poema es siempre del placer al conocimiento. Y ese resultado, aunque imprevisto, estaba ya implícito en la idea originaria, aunque el poeta procede de sorpresa en sorpresa, sin conocerlo hasta el final. Es decir, que era predestinación lo que termina como revelación. Y la piedra de toque de la autenticidad de todo poema está en que ese proceso lo viva también, a su manera, cada oyente o lector.

Y, por supuesto, irrenunciablemente también el traductor. Para que el poema resultante de la versión en otra lengua tenga savia propia, vuelo propio; para que no se parezca, como tantas veces ocurre, a esos productos inanes de las máquinas de traducir, el poeta que la realiza (¡tiene que ser poeta, no se olvide!) ha de sumergirse en el texto original como en un río y dejarse calar hasta los huesos por su sentido y su sonido, y sobre todo, como postula Frost, por «el sonido del sentido», ese complejo contrapunto de ritmos y significados, avanzando así, también él de sorpresa en sorpresa, hasta el desenlace/revelación. Sólo esta actitud abierta, de entrega y disponibilidad, le permitirá ir descubriendo la melodía verbal que en su idioma se corresponde con las modulaciones y acordes del poema que intenta convertir. Léxico, sintaxis, puntuación, metro, rima cuando la hay, no deben surgir nunca de una operación de mimesis o de calco. Tienen que nacer de nuevo, a impulso de la vivencia profunda del espíritu que progresa, deslumbrado y torpe, del placer al conocimiento, y obra la metamorfosis. Por eso la recreación de un texto poético en otra lengua suele tener algo de litúrgico: es como una concelebración.

Al norte de Boston, que, como ya se ha indicado, publicó Frost por vez primera en 1914, no es por ello obra primeriza, ni menos recia y representativa que el resto de su producción. Aquí aparecen ya todas sus constantes, asoman todos sus demonios. De cuanto en la presente nota queda expuesto, estos dieciséis poemas son muestra más que sobrada. En ellos estamos siempre al aire libre, en contacto con los elementos, enfrentados con la fatalidad y la intemperie. Sobre este cañamazo de vida rural y presencia numinosa de la naturaleza, borda Frost con estro delicado una serie de sencillas escenas, entre la comedia y el drama, tan diferentes entre sí como él en efecto propugnaba. Roza el costumbrismo, pero lo salva siempre. Nos hallamos más bien ante una épica de lo cotidiano. La ironía, el humor —un humor cruel, a veces— recorren sutilmente estos poemas-relato, y el alma de los personajes se revela y desnuda en sus monólogos y sus diálogos; lo que se sugiere es siempre mucho más de lo que se dice, y a veces deja entrever perspectivas inquietantes. Hay casos, como en «Arándanos», o «La casita negra», en que sabemos de los caracteres principales por lo que cuentan otros. Y son figuras conmovedoras, en su simplicidad y su recia humanidad. Otros personajes («Servidora de servidores», «El ama de casa») nos estremecen en su situación de angustiada soledad y desesperanza.

No sé si alguien lo ha constatado antes, pero creo advertir un claro antecedente de esta poesía en el británico Robert Browning: en poemas como «Andrea del Sarto», por ejemplo. Con esta temática, lejos de los niveles de abstracción de sus contemporáneos Eliot. Pound, etc., nada tiene de sorprendente que Frost llegara a ser un poeta muy popular. Salvadas las distancias, que son considerables, podría ser el caso de poetas españoles coetáneos como Ramón de Campoamor y José M.ª Gabriel y Galán, autores a su vez de poemas narrativos, y el segundo en dialecto extremeño bien a menudo. Frost hace hablar a sus personajes en un cierto dialecto de Nueva Inglaterra, con particularidades de dicción y sintaxis de imposible traducción, por lo que cabría aconsejar a todo lector con suficientes nociones de inglés que se aventure a leer los diálogos en esta lengua. Por otra parte, la dimensión trágica, el ingrediente de desesperación y amargura que encontramos en muchos momentos de los poemas de Frost, los abismos y los enigmas que se insinúan tras de sus versos aparentemente sencillos, le sitúan muy por encima, como poeta, de la musa filosofante y moralizante de nuestro asturiano, igualmente tan popular en su tiempo.

Dos palabras, para concluir, acerca de los criterios aplicados en la versión. El endecasílabo inglés raras veces puede reducirse a endecasílabos castellanos, por lo que ha sido preciso optar, como en tantos otros casos, por alargarlo en alejandrinos y otras combinaciones métricas más extensas, manteniendo los ritmos silábicos en una pugna constante por no caer en la prosa pura y simple, difícil empeño cuando el componente anecdótico tiende como un lastre hacia ello. En los poemas con rima en inglés, hemos tratado de rimar también en español, si bien no siempre ha sido posible encontrar consonantes sin distorsionar demasiado el verso, en cuyo caso hemos recurrido a rimas asonantes. Y en cuanto al léxico, nos hemos permitido la mayor libertad con el fin de acercarnos lo más posible a ese ideal que antes exponíamos de que el poema trasvasado tenga savia propia, vuelo propio. Tal ha sido el propósito, claro está, pero es mucho lo que va del deseo al pleno cumplimiento. En esto, cuando el traductor traiciona, se traiciona antes que nada a sí mismo. Y uno siente aquí la tentación de remedar a los viejos actores del teatro clásico cuando concluían humildemente la representación con aquel célebre latiguillo que pedía al público «perdón por las muchas faltas».


 AL NORTE DE BOSTON

CERCA EN REPARACIÓN

Hay algo que se opone a que una cerca exista,

Que hincha la tierra helada y la socava

Y desparrama al sol los pedruscos cimeros,

Y abre boquetes por los que se cuelan

hasta dos cuerpos juntos. Pues ¿y los cazadores?

He ido tras ellos y reparado el estrago

Allí donde no dejan ni piedra sobre piedra;

Pero es que tienen que sacar de su hoyo al conejo

Por dar gusto a los canes plañideros. Los boquetes, creedme,

Que nadie les ha visto hacer, ni hacer ha oído,

Pero, a la primavera, allí los encontramos.

Se lo hago saber a mi vecino, allende el cerro,

Y un día nos damos cita y recorremos la linde

Y volvemos a alzar la cerca entre nosotros,

Manteniéndola siempre entre los dos, al paso.

Cada uno los pedruscos que de su lado cayeron.

Y los hay como panes, y otros tan casi esféricos

Que hemos de usar conjuros para que se sostengan:

«¡Ahí quieto donde estás hasta que nos volvamos!»

Nos pelamos los dedos manejándolos.

Ah, otra especie de juego al aire libre,

Uno por cada bando. A poco más alcanza:

Ahí donde está la cerca, no la necesitamos.

Él es todo pinar; yo, manzanal.

Y mis manzanos no van a cruzar nunca

La cerca y a comerse sus piñas, le digo.

Y él sólo me responde: «Buenas cercas hacen buenos vecinos».

La primavera me trastorna, y no sé

Si podría meterle en la cabeza: «¿Por qué

Hacen buenos vecinos? ¿No será

Donde hay vacas? Pero aquí no hay vacas.

Antes de levantar una cerca, yo siempre considero

Lo que de un lado y otro estoy cercando

Y a quien puedo infligir con ello agravio.

Hay algo que se opone a que una cerca exista,

Que quiere echarla abajo». Podría yo decirle: «Trasgos».

Pero no son exactamente trasgos, y preferiría

Se lo dijera él mismo. Le veo allá venir

Aferrada una piedra en cada mano,

Como un salvaje de la edad de piedra bien armado,

Y me parece verlo en la tiniebla

No tan sólo de bosques y de sombra de árboles.

Él no irá más allá del proverbio ancestral

Y le encanta pensarlo por su cuenta

Y repite: «Buenas cercas hacen buenos vecinos».


 LA MUERTE DEL JORNALERO

Contemplaba María la llama del quinqué, sentada a la mesa,

Esperando a Warren. Cuando oyó sus pasos

Corrió de puntillas por el pasillo a oscuras

A darle la noticia en el umbral

Y ponerle en guardia. «Silas ha vuelto».

Le hizo salir con ella, cerró la puerta y dijo:

«Sé amable». Tomó luego de los brazos de Warren

Las cosas que traía del mercado

Y las dejó en el soportal. Después le hizo bajar

Y sentarse a su lado en los peldaños de madera.

«¿Cuándo dejé de ser con él amable?

Mas no le admitiré de nuevo aquí», repuso el hombre.

«Ya se lo dije en la pasada recolección del heno.

Si se marchaba entonces, le advertí, habíamos terminado.

¿Para qué sirve? ¿Quién le dará acogida

A su edad por lo poco que puede hacer?

Nada depende de su contribución.

Siempre se larga cuando le necesito más.

Cree que debería ganar un módico jornal,

Bastante al menos para comprar tabaco

A fin de no tener que pedir y estar agradecido.

“Bien”, digo yo. “No puedo permitirme

Pagar salarios fijos, aunque ojalá pudiera”.

“Otro sí que podrá”. “Entonces otro tendrá que hacerlo”.

Y no me importaría a mí que mejorase

Si de eso se tratara. Puedes estar segura,

Cuando él empieza así es que tiene a alguien

Que intenta sonsacarle con algún dinerillo…

En pleno henaje, cuando escasea la mano de obra.

Luego en invierno vuelve con nosotros. Estoy harto».

«¡Chis!, no tan algo: te va a oír», dijo María.

«Pues que me oiga: más tarde o más temprano habrá de oírme».

«Está agotado. Duerme junto a la estufa.

Cuando volví de casa de Rowe me lo vi aquí, arrebujado

Contra la puerta del establo, dormido como un tronco.

Daba lástima verlo, y también miedo…

No es para que sonrías… No le reconocí…

No le esperaba yo… y está cambiado.

Aguarda y ya verás».

                                  «¿Dónde dijiste que había estado?»

«No lo ha dicho. Le llevé como pude hasta la casa

Y le di té, y procuré que fumara.

Intenté hacerle hablar sobre sus viajes.

No hubo manera: se limitó a cabecear sin soltar prenda».

«¿Pero qué dijo? ¿Dijo algo?»

«Poca cosa».

                     «¿Pero algo? Confiésame, María,

Ha dicho que está aquí para avenarme el prado».

«¡Warren!»

                «¿Pero lo dijo? Sólo quiero saberlo».

«Pues claro que lo dijo. ¿Qué quieres que dijese?

No irás a escatimarle al pobre viejo

Alguna forma simple de salvar su amor propio.

Y añadió, si de veras te interesa saberlo,

Que pensaba aclarar la dehesa alta también.

¿Te suena a historia ya antes oída?

Warren, quisiera que hubieses oído cómo

Lo embarullaba todo. Dos, tres veces

Me paré yo a observar —tan perpleja me tenía—

Si no sería que hablaba en sueños. Continuó luego

Con Harold Wilson —recuérdalo—, el muchacho

Que empleabas en el henaje desde hacía cuatro años.

Ha terminado sus estudios, cursado magisterio.

Silas afirma que tendrás que mandarlo volver.

Dice que ambos formarán un buen par para la labor:

¡Que entre los dos tendrán esta heredad como una seda!

Si vieras cómo mezclaba eso con otras cosas.

Él tiene al joven Wilson por un chico capaz,

Aunque chiflado con la educación: tú sabes

Cómo bregaron todo el mes de julio, bajo el sol llameante,

Silas subido al carro, acoplando la carga,

Harold al pie, echándola hacia arriba con el bieldo».

«Sí, yo me cuidaba de estar lejos, donde no los oyera».

«Pues bien, aquellos días, a Silas lo turbaron como un sueño.

Quién podría creerlo. ¡Cómo persisten ciertas cosas!

El desparpajo estudiantil de Harold picaba su amor propio.

Después de tantos años aún anda buscando

Razones que ahora entiende podría haberle opuesto.

Me da lástima. Sé muy bien cómo sienta

Que se te ocurra la razón cabal demasiado tarde.

Harold asociado en su mente con el latín…

Ha querido saber qué pienso yo sobre el decir de Harold

De que estudió el latín, como el violín,

Porque le gustaba… ¡vaya un argumento!

Dice que no logró hacer creer al mozo

Que él descubre agua con una vara de avellano…

Lo cual demuestra el provecho que ha sacado de los estudios.

Pasaría por eso. Pero ante todo piensa

En poder disponer de otra oportunidad

De enseñarle a apilar una carga de heno…»

«Lo sé, ésa es la única habilidad de Silas.

Pone cada horconada en su lugar exacto,

Y la marca y numera para futura referencia,

A fin de hallarla y removerla, en la descarga,

Con facilidad. Silas hace eso bien. Lo saca

En parvas grandes como nidos de grandes aves

Y nunca le verás de pie sobre el forraje

Que intenta echar arriba, pues quien se empina es él».

«Él piensa que podría enseñarle eso, así sería

Quizá de algún provecho para alguien en el mundo.

Detesta ver a un chico víctima de los libros.

Pobre Silas, tan preocupado siempre por el prójimo.

Sin nada en el ayer que mirar con orgullo,

Sin nada en el mañana que ver con esperanza,

Nada distinto nunca para él».

Un segmento de luna caía hacia poniente

Llevándose consigo el cielo entero hacia las lomas.

Su luz le llovió blanda en el regazo. Lo vio ella

Y se cubrió con el delantal. Como quien pulsa un arpa,

Tendió luego la mano entre los dondiegos de día

Acicalados de rocío desde el arriate a los aleros,

Cual si arrancara, música inaudible, no sé qué ternura

Que obró en él su virtud junto a ella en la noche.

«Warren», dijo María, «ha venido a casa a morir:

No tienes que temer que esta vez te abandone».

«A casa», ironizó él con voz queda.

                                                        «Sí, ¿pues qué, si no es a casa

Vas a decir? Todo depende de lo que se entienda por la casa de uno.

Claro, para nosotros él no es nada; no más

Que el perro aquel que se llegó a nosotros,

Desconocido, despernado, por el carril del monte».

«Tu casa es aquel sitio donde si tienes que acudir

han de darte acogida».

                                    «Yo lo definiría como algo

Que en cierto modo no has de merecer».

Warren a esto se inclinó, dio un paso o dos,

Echó mano a un bastoncillo, se lo trajo

Consigo, lo quebró y lo arrojó a un lado.

«¿Crees tú que Silas es más acreedor de nuestra hospitalidad

Que de la de su hermano? Trece millas escasas

A vueltas del camino le llevarían ante su puerta.

Silas ha caminado hoy todo eso y más, sin duda alguna.

¿Por qué no acude allí? Su hermano es rico,

Un personaje… director del banco».

«Él nunca nos lo ha dicho».

                                           «Lo sabemos, no obstante».

«Yo creo que su hermano debería ayudar en algo, por supuesto.

Me encargaré de ello, si hace falta. Debería, en justicia,

Acogerle en su hogar, y acaso esté dispuesto…

Tal vez sea mejor de lo que nos parece.

Pero ten lástima de Silas. ¿Piensas tú

Que si él cifrara algún orgullo en el linaje

O en cualquier cosa que pudiera esperar de su hermano

Habría callado respecto a él todo este tiempo?»

«Me gustaría saber qué hay entre ellos».

                                                                «Puedo decírtelo.

Silas es lo que es; a nosotros no nos importa;

Pero es justo la clase de persona que los parientes no soportan.

Jamás ha hecho nada tan execrable, en realidad.

Él no sabe por qué no es él tan bueno

Como cualquier otro. Pero, indigno como se considera,

No se dejará avergonzar por agradar a su hermano».

«No puedo creer que Si haya jamás herido a nadie».

«No, pero me ha herido en el alma ver la forma

En que yacía y giraba la senil cabeza en ese puntiagudo

Respaldar. No me ha permitido acomodarle en el sofá.

Debes entrar y ver lo que puedes hacer tú.

Le he preparado allí la cama para esta noche.

Te sorprenderá cuando lo veas, lo maltrecho que está.

Ya no podrá volver a trabajar. Estoy segura».

«Yo no diría eso así tan pronto».

«Tampoco yo. Anda, mira, compruébalo tú mismo.

Pero Warren, hazme el favor, recuerda los sobrentendidos:

Ha venido a ayudarte a drenar el prado.

Tiene un plan. No debes reírte de él.

Quizás no hable del asunto, y luego sí que hable.

Yo miraré entretanto si aquella nubecilla

Acierta o no a cubrir la luna».

                                               La cubrió.

Entonces hubo tres allí: una guirnalda

Difusa: la luna, la nubecilla plateada y ella.

Regresó Warren —demasiado pronto, pensó María—.

Se deslizó a su lado, le tomó la mano y esperó.

«¿Warren…?», inquirió ella.

                                    «Muerto», fue toda la respuesta de él.

sábado, 11 de febrero de 2023

MAX FRISCH No soy Stiller Traducción de Margarita Fontseré FRAGMENTO PRÓLOGO Y NOTAS.

 




 

MAX FRISCH

 

 

No soy Stiller

 

 Traducción de Margarita Fontseré

 SEIX BARRAL

 

Sinopsis

 

Debido a un incidente en la aduana, James Larkin, un ciudadano norteamericano, es retenido en prisión preventiva en Suiza. Se le acusa de ser Anatol Stiller, un suizo desaparecido ocho antes y tal vez relacionado con un caso de espionaje. Para que demuestre la falsedad de la acusación, se le entrega un cuaderno en blanco para que escriba 'sencillamente la verdad'. Es decir, el señor White debería escribir su vida, pero acaba escribiendo la del ausente Stiller.

En su cuaderno, White se limita a escribir lo que sobre Stiller le cuentan sus visitas. Debido a su parecido físico con el desaparecido, todo el mundo da por supuesto que habla con el auténtico Stiller. Así, White puede reconstruir la vida de su doble: su participación en la Guerra Civil española, su matrimonio, su trabajo como escultor y hasta sus aventuras extramatrimoniales.

Pese a su pormenorizada anotación de la vida de Stiller, White en ningún momento reconoce ser el desaparecido. Escribe sobre la vida íntima de ese hombre con distancia y desapasionamiento. De hecho, rara vez toma parte por Stiller en su relato, sino que siempre parece ponerse del lado de los otros, sea su mujer, su hermano o su amigo.

 

 ¿ES POSIBLE SER SUIZO?

¿ES TAN terrible ser suizo? Leyendo a algunos autores contemporáneos de ese país se diría que no hay pesadilla más siniestra que la civilización. Ser prósperos, bien educados y libres resulta, por lo visto, de un aburrimiento mortal. El precio que se paga por gozar de semejantes privilegios es la monotonía de la existencia, un conformismo endémico, la merma de la fantasía, la extinción de la aventura y una formalización de las emociones y los sentimientos que reduce las relaciones entre los seres humanos a gestos y palabras rituales carentes de sustancia.

Tal vez sea así. Tal vez el progreso material y el desarrollo político que tantos pueblos pobres y reprimidos miran como paradigma tenga un aspecto deprimente. Ello sólo prueba, claro está, algo que podíamos saber echando una ojeada a la historia que ha corrido: todo estadio del progreso humano trae consigo nuevas formas de frustración e infelicidad para la especie, distintas de aquellas que ha dejado atrás, y, por lo tanto, nuevas razones para la inconformidad y el deseo de una vida distinta y mejor. Eso no significa que no exista algo llamado «progreso», que la «civilización» sea un fraude, sino que estas nociones nunca se traducen en formas acabadas y perfectas de existencia. Ambas son provisionales y relativas y valen sobre todo como términos de comparación. Por avanzada y admirable que sea una sociedad, el descontento habitará en ella y, si no fuera así, convendría provocarlo aunque sea artificialmente, para la salud futura de aquel pueblo. Pero el progreso existe: es preferible morirse de aburrimiento siendo suizo que perecer de hambre en Etiopía o por obra de las torturas en cualquier satrapía tercermundista.

Pero es importante, sobre todo, que los hombres que luchan para que algún día sus países alcancen los niveles de desarrollo de una Suiza, conozcan las máculas que pueden afear un logro así, a ver si de esta manera las evitan o por lo menos atenúan. Y para conocer aquel peligro nada mejor que la literatura, actividad que atestigua mejor que ninguna otra sobre el espíritu de contradicción del ser humano, su resistencia a conformarse con aquello —no importa cuán digno y elevado sea— que ha conseguido. A esa insatisfacción que acompaña como una sombra al hombre de Occidente desde los albores griegos, debe esta cultura haber llegado tan lejos; pero, también, el haber sido incapaz de hacer más felices a esos ciudadanos que, tropezones aparte, iba haciendo cada día menos pobres, más cultos y más libres.

Ésta es la problemática que anida en el corazón de No soy Stiller, y no es extraño que el libro tuviera tanto éxito en Europa y en Estados Unidos cuando apareció, en 1954. La novela de Max Frisch, aunque situada en Suiza, aludía a un asunto que concierne íntimamente a todas la sociedades liberales desarrolladas. Se puede formular de manera muy simple: ¿quién es culpable, en países así, de que la felicidad sea imposible: los individuos particulares o la sociedad en general? La pregunta no es académica. Averiguar si el desarrollo material y político que ha alcanzado el Occidente es incompatible con vidas individuales intensas y ricas, capaces de colmar las inquietudes más íntimas y el deseo de plenitud y originalidad que alienta en los seres humanos (en muchos de ellos, por lo menos), es saber si la civilización democrática no conduce también a la uniformización y a la destrucción del individuo, ni más ni menos que aquellas sociedades cerradas y organizadas bajo el rígido patrón de un ideal colectivista.

Anatol Stiller, escultor de Zurich que peleó en las brigadas internacionales en la guerra de España (donde protagonizó un humillante episodio por no atreverse a disparar cuando debía), un buen día, siguiendo un impulso difuso, huye de su mujer, de su vocación, de su país y de su nombre. Vagabundea por Estados Unidos y por México y casi siete años más tarde reaparece en Suiza, con un pasaporte norteamericano, bajo el nombre de Sam White. Allí es detenido por la policía, que sospecha su verdadera identidad y quiere establecer si tuvo participación en un hecho criminal, el «asunto Smyrnov».

La novela son los cuadernos que escribe Stiller en la cárcel, mientras se investiga su caso, y un epílogo redactado por el fiscal Rolf, cuya mujer, Sibylle, fue amante de Stiller poco antes de la misteriosa desaparición del escultor.

Durante buena parte de la historia, una incógnita impregna de tensión al relato: ¿es Stiller el señor White, como pretende la policía, o se trata de un absurdo malentendido, según afirma el arrestado? La duda está alimentada por contradicciones objetivas y, sobre todo, por la categórica convicción con la que el autor de los cuadernos niega ser Stiller. Pero luego, cuando, a través de su propio testimonio, va transpareciendo la verdad y resulta evidente que Stiller y White son la misma persona, otra incógnita toma el relevo de la primera, para mantener alerta el interés del lector. ¿Qué ocurre con el escultor? ¿Por qué huye de sí mismo y rechaza su pasado y su nombre con esa obcecada desesperación? ¿Es ésta una fuga dictada por el remordimiento, una inconsciente manera de rehuir la responsabilidad que le incumbe en el fracaso de su relación sentimental con Julika? ¿O se trata de algo más abstracto y complejo, del rechazo de una cultura, de unas maneras de ser y de vivir que fueron siempre para Stiller incompatibles con una realización plena de la existencia?

A diferencia de la primera, esta segunda incógnita no la resuelve la novela: la tarea concierne al lector. El libro se limita a suministrarle un abundante y heterogéneo material de episodios y situaciones de la vida de Stiller a fin de que, expurgándolos y cotejándolos, cada cual saque sus conclusiones. Y la densidad y sutileza de esta documentación existencial son tales que, en verdad, las conclusiones que se pueden sacar sobre Stiller son muy diversas. Desde la patológica, un simple caso de esquizofrenia, hasta la metafísica cultural, una recusación alegórica del «ser suizo», o, mejor dicho, de la imposibilidad, siéndolo, de asumir la condición humana en todas sus ricas y múltiples posibilidades.

¿Qué es lo que Stiller detesta de su mundo zuriqués? Que todo esté tan limpio y ordenado y que la vida sea para sus compatriotas una rutina previsible de la que han sido excluidos los excesos y la grandeza. A la mediocridad, piensa, sus compatriotas la han disfrazado con el virtuoso nombre de «templanza», y, como han renunciado a la «audacia», han ido perdiendo espiritualidad y muriéndose, vaciándose de fuerza vital: «La atmósfera suiza está necesitada de vida, necesitada de espíritu en el sentido de que el hombre pierde espiritualidad al no aspirar a la perfección.» Ni siquiera la libertad de que se jactan los suizos le parece real, pues el conformismo ha erradicado de sus vidas «el peligro de la duda» y esa actitud es para el escultor prototípica de la falta de libertad.

En esta atmósfera de «suficiencia opresiva», todo lo que implica un riesgo o una ruptura con las formas establecidas de existencia tiende a ser reprimido y evitado, y por ello esa mediocridad disimulada bajo la bonanza material se infiltra también en las relaciones humanas, empobreciéndolas y frustrándolas, como muestran las dos historias de amor —si se las puede llamar así— que figuran en la novela: la de Julika y Stiller y la de Rolf y Sibylle.

Pese a los desplantes y arrebatos anticonformistas del escultor, sus conflictos conyugales con Julika, la bella bailarina de ballet víctima de la tuberculosis, a quien hace sufrir y maltrata antes de abandonar —para luego recuperar a medias a su retorno a Suiza—, son típicamente burgueses (y un tanto tediosos). Nunca queda muy claro qué reprocha Stiller a la delicada y paciente Julika. ¿Su delicadeza y paciencia, tal vez? ¿Su resignación a lo que es y a lo que tiene? ¿No «amar lo imposible», según la fórmula de Goethe que él quisiera convertir en norma de conducta? O tal vez sea el temor de verse arrastrado por ella a la vida convencional, a la aurea mediocritas de sus conciudadanos, lo que repele a Stiller en esa mujer a la que, por otra parte, no hay duda de que ama. Cuando, a su regreso a su país y a su identidad, Stiller trata de reconstituir aquel amor frustrado es ya tarde y una muerte vulgar —de folletín— pone fin al intento.

La historia sentimental del fiscal Rolf y su mujer Sibylle, contada al sesgo de la aventura de Stiller, es acaso lo más logrado del libro y la que mejor ilustra aquella enajenación del amor por obra de la civilización moderna que es la gran acusación de No soy Stiller.

Jóvenes, cultos, desprejuiciados, los esposos han decidido que su matrimonio será una relación abierta y sin servidumbres, en la que ambos conservarán su independencia y libertad. La bella teoría —como suele ocurrir— no llega a funcionar en la práctica. Cuando Sibylle tiene un amante (Stiller), Rolf sufre una profunda impresión. Tal vez descubre entonces, por primera vez, que ama y necesita a su mujer. Y la aventura de ésta con el escultor da la impresión de una instintiva estrategia de Sibylle para provocar el amor de Rolf, o, en otras palabras, para animarlo, encenderlo, cargarlo de sustancia y salvarlo de la rutina. Las condiciones están dadas para que esta pareja, que en el fondo se ama, se ame también en las formas y resulte de ello una relación intensa y recíprocamente enriquecedora. Pero ello es imposible, porque ninguno es capaz de apartarse de las buenas maneras, contenidas y frías, que constituyen en ambos algo así como una segunda naturaleza. Formales hasta en la informalidad que han querido introducir en su matrimonio, Rolf y Sibylle acaban separándose. Más tarde se reconcilian y, en cierto modo, llegan a ser felices, pero de esa manera pasiva y resignada —formal— que a Stiller causa espanto.

Ocurre que en el escultor hay un sustrato romántico —amar lo imposible— que lo condena a la desdicha. Lamartine, comentando Los miserables de Víctor Hugo, escribió que lo peor que le podía ocurrir a un pueblo era contraer la «pasión de lo imposible». También para los individuos es ésta una enfermedad muy arriesgada. Pero de ella, agreguemos, no sólo han resultado muchos sufrimientos para los hombres; también, las más extraordinarias hazañas del espíritu humano, las obras maestras del arte y el pensamiento, los grandes descubrimientos científicos y —lo más importante— la noción y la práctica de la libertad. «Amar lo imposible» forma parte de la naturaleza del hombre, ser trágico a quien han sido dados el deseo y la imaginación, que lo inducirán siempre a querer romper los límites y alcanzar aquello que no es y que no tiene.

Es esto, probablemente, más que las imperfecciones de su país, lo que lleva a Anatol Stiller a huir, en busca de aquello que intuye como una garantía de plenitud: la aventura y el exotismo. En sus años de exilio voluntario parece haber llevado una existencia errante y primordial, en Estados Unidos y en México, de la que sus diarios nos dejan entrever algunas briznas. Son evocaciones impregnadas de cierta melancolía y que, a menudo, alcanzan un alto nivel artístico, como la hermosa descripción de los jardines de Xochimilco, o la del mercado de Amecameca y la del día de los muertos en Janitzio, y una amenidad muy pintoresca, como el relato de la súbita aparición de un volcán en la hacienda tabacalera de Paricutín donde Stiller —su fantasma, más bien— trabajaba como bracero.

¿Encontró el escultor prófugo de la castradora civilización urbana occidental la intensidad de vida que buscaba, viviendo de manera primitiva en los bosques de Oregón o compartiendo la miseria y la explotación de los campesinos mexicanos? Su testimonio es vago, pero la ironía y el sarcasmo que a veces brotan en esos recuerdos parecerían indicar que la respuesta es negativa. Aunque no lo diga, se tiene la impresión de que al retorno de su peregrinaje, Stiller ha comprendido esta dura verdad: que la vida real no estará nunca a la altura de los sueños de los individuos, y que, por lo tanto, la insatisfacción que lo llevó a desaparecer está condenada a no ser jamás satisfecha.

Salvo, sin duda, en el plano de lo imaginario, en el de la ficción. Allí sí los hombres pueden saciar —y de manera inocua— su vocación por el exceso, el apetito por existencias fuera de lo común, o por el drama y el apocalipsis. Es algo que por lo visto aprende Stiller en la prisión preventiva donde lo encierran las autoridades mientras averiguan su identidad. Al buenazo de Knobel, su guardián, lo entretiene y aterra refiriéndole supuestos crímenes que habría cometido y diversas anécdotas, llenas de gracia y de color, que se adivinan falaces o profundamente distorsionadas. Son páginas que el lector agradece por el humor y la picardía que hay en ellas, pues hacen el efecto de un refrescante bálsamo en un libro, en su conjunto, de movimientos lentos y saturado de sombrío pesimismo.

Por lo demás, la mera existencia de una novela como No soy Stiller contradice la tesis que ella propone. La atroz civilización del país donde la historia sucede no debe ser tan destructora del espíritu crítico ni tan generalizado el conformismo que ella segrega, cuando en su seno surgen contradictores tan severos como Max Frisch y protestas tan aceradas como esta novela.

No hay que perder, pues, las esperanzas: con un poco de suerte, el limbo suizo llegará, tal vez, algún día, a ser el infierno tan deseado por gentes como Anatol Stiller.

 

Barranco, 12 de febrero de 1988

 

 

 

A mí respetado amigo Peter Suhrkamp

en testimonio de gratitud.

 

 

 

«Ves, si resulta tan difícil a cada uno escoger su propio yo es precisamente porque en ese acto la soledad absoluta se hace idéntica a la más profunda continuidad, puesto que el acto de escoger ese yo propio excluye definitivamente toda posibilidad de devenir otro y aún más: de imaginarse otro.»

«Mientras la pasión por la libertad despierta en él (y despierta en el acto de escoger porque está implicada en ese acto mismo), escoge su propio yo y lucha por poseerlo como lucharía por su salvación; y es que su salvación está en ello.»

 

KIERKEGAARD


FUENTE:

Título Original: Stiller.

Traductor: Fontseré, Margarita

Autor: Frisch, Max

©1954, SEIX BARRAL

ISBN: 9788422624059

Generado con: QualityEbook v0.87

Max Frisch

No soy Stiller

 

Con prólogo de Mario Vargas Llosa

y semblanza biográfica de Pilar Ylla

 

 

 

Título del original alemán: Stiller.

Traducción: Margarita Fontseré.

Año de edición: 1954

Editorial: SEIX BARRAL

ISBN 84-226-2405-2

Mario Vargas Llosa

 

jueves, 9 de febrero de 2023

Charles FourierJerarquía de cornudos PRÓLOGO.

             



El tema de la mujer adúltera, del marido engañado, ha sido tratado por infinidad de autores, ya sea en forma parcial o como tema básico de toda una obra. Fourier enfoca el asunto desde otro punto de vista: lo analiza, lo enumera y lo despliega como una baraja de naipes. Cada uno de los cornudos es descrito minuciosamente en su esencia fundamental por una mentalidad lúcida y con un profundo conocimiento de la sociedad. Juega con todas las cartas, las despliega a su antojo, las une, las entrelaza, las mezcla, y salen de su manga setenta y siete cornudos… Jerarquía de cornudos podría ser un pequeño diccionario en el que cada víctima puede encontrar su propia descripción, donde otros pueden sentir una rabia loca y en el que la mayoría reconocerá a sus semejantes y soltará la burla que caerá después sobre él. Para Fourier, el principio de esta desgracia radica en el matrimonio, sin su existencia el cornudo no se daría. El único defecto que han señalado algunos críticos a este libro, es que Fourier no diera algún tipo de consuelo para los desafortunados, ya que si bien son propietarios de un bien raíz del cual los otros sólo usufructan, es la mujer quien tiene todas las ventajas y desventajas del trabajo. De este mundo es del que nos habla Fourier, como para hacer sangrar aún más la herida de “los dolidos”, y que von Bayros se deleita ilustrando lúbricas escenas en las que, como decía Balzac: “Un amante enseña a una mujer todo aquello que el marido le oculta”.

 
   Charles FourierJerarquía de cornudosePub r1.0GONZALEZ 29.06.14
            Título original: Hiérarchie du cocuage

 

            Charles Fourier, 1837

 

            Traducción: PREMIA editora

 

            Ilustraciones: von Bayros

 

            Editor digital: GONZALEZ

 

            ePub base r1.1

 

              

 

 
            INTROITUS

 

            Dos grandes monstruos marginados por la plebe, surgen de los abismos. Uno de ellos es Charles Fourier, quizá el más grande profeta de la utopía universal, el otro es Franz von Bayros, artista, dibujante casi tan sagrado como Bemdsley pero más caprichoso, sensual y erótico (su trazo delicado, la ornamentación de sus ilustraciones, hacen presentir nítidamente la gran influencia del Rococó).

            En este libro, Fourier pone el texto y von Bayros las ilustraciones. Es un encuentro fortuito, fruto de un azar que las complementa y las armoniza en el clímax. Fourier satiriza, ridiculiza una época, unas costumbres, una sociedad mal constituida, levantando su mordaz y punzante dedo contra lo que considera el fraude familiar. Von Bayros es más sutil; su pluma de dibujante se desliza con una elegante morbosidad y, aunque de hecho delata las costumbres sociales, las pasiones y los deleites desenfrenados, sus arabescos disfrazan y hacen olvidar por un instante toda la sugerencia explosivamente erótica que aflora de ellos.

            Este texto navega en solitario entre las obras de Fourier como una nave loca (Recordar El nuevo mundo amoroso, la Teoría de los cuatro movimientos), pero no por eso deja de tener sentido dentro de su producción. Es posible que esta infeliz humanidad que nos rodea pululante y desconcertada no sepa, no haya leído, no haya siquiera escuchado hablar de Fourier, cumpliendo así la profecía del siglo pasado: “habia en la Academia de Ciencias un cierto Fourier célebre, que la posteridad ha olvidado, y en no sé qué granero, un Fourier oscuro, que el futuro recordará”. Pero quizá este destino que la historia ha deparado a Fourier no duela tanto como el que se haya privado a más personas de conocerlo.

            Víctor Hugo leía alucinadamente a Fourier, se sentía fascinado por sus teorías sobre la reconstrucción y transformación de la sociedad, la verosimilitud de sus sistemas dentro de su peculiar estilo, la fuerza utópica de su pensamiento y la despiadada denuncia que elevaba contra los mecanismos fraudulentos del comercio y de la unión familiar. Todo fue posteriormente olvidado e incluso ridiculizado, tal como lo predijo el mismo Fourier. Pero por lo menos queda el consuelo de que de la misma forma como lo leyó Víctor Hugo, lo leyeron Marx y Engels, y posiblemente de alguna forma sirvió a la demoledora fuerza constructiva del socialismo.

            El tema de la mujer adúltera, del marido engañado, ha sido tratado por infinidad de autores, ya sea en forma parcial o como tema básico de toda una obra. Fourier enfoca el asunto desde otro punto de vista: lo analiza, lo enumera y lo despliega como una baraja de naipes. Cada uno de los cornudos es descrito minuciosamente en su esencia fundamental por una mentalidad lúcida y con un profundo conocimiento de la sociedad en que vivía. Juega con todas las cartas, las despliega a su antojo, las une, las entrelaza, las mezcla, y salen de su manga setenta y siete cornudos. Pero aún le quedan cinco más, que sólo indica, que se quedan flotando en el aire como mudo testimonio de otras ocupaciones o, tal vez más despiadadamente, por la imposición del tiempo que los secuestro a nuestro conocimiento.

            Jerarquía de cornudos podría ser un pequeño diccionario en el que cada víctima puede encontrar su propia descripción, donde otros pueden sentir una rabia loca y en la que la mayoría reconocerá a sus semejantes y soltará la burla que caerá después sobre él.

            Para Fourier, el principio de esta “desgracia” radica en el matrimonio, sin su existencia el cornudo no se daría. (Esta teoría está explicada ampliamente en El falansterio). El único defecto que han señalado algunos críticos a este libro, es que Fourier no diera algún tipo de consuelo para los desafortunados, ya que si bien son propietarios de un bien raíz del cual los otros sólo usufructan, es la mujer quien tiene todas las ventajas y desventajas del trabajo. En realidad, el mundo del cornudaje, es un mundo donde está en juego toda una gama de tentaciones, provocaciones, equívocos, “pecados”, y en el que la trama se desarrolla con la máxima discreción y concluye con las más refinadas tácticas. De este mundo es del que nos habla Fourier como para hacer sangrar aún más la herida de “los dolidos”, y que von Bayros se deleite ilustrando lúbricas escenas en las que, como decía Balzac, “Un amante enseña a una mujer todo aquello que el marido le oculta”. Termina el prólogo para que Fourier y von Bayros dejen caer su satírica y sensual carcajada sobre todos nosotros.

A. POPOF. 

miércoles, 8 de febrero de 2023

E. M. Forster Donde los ángeles no se aventuran FRAGMENTO




S ituada en Monteriano, localidad imaginaria de la Toscana cuyo

modelo real es San Gimignano, el libro se centra en las reacciones

inesperadas y violentas que provoca en un grupo de ingleses de

buena crianza una situación que rebasa los límites de su

experiencia. El agente catalizador es la boda de la viuda Lilia

Herriton con un italiano doce años más joven que ella, Gino; y el

tema fundamental del relato es el contraste entre las pautas de

conducta inglesas y el comportamiento de Gino.

Irónica en unos pasajes y grave en otros, tan certera en su

sátira de las hipocresías sociales como en la sutileza de su

observación psicológica, esta primera novela de E. M. Forster,

revela ya la maestría característica del escritor.

E. M. Forster

Donde los ángeles no se

aventuran


1

Estaban todos en Charing Cross para despedir a Lilia —Philip,

Harriet, Irma y la propia Mrs. Herriton—. Incluso Mrs. Theobald,

acompañada de Mr. Kingcroft, había hecho frente a un viaje desde

Yorkshire para decir adiós a su única hija. Miss Abbott también

estaba asistida por numerosos parientes, y el panorama de tanta

gente hablando al mismo tiempo y diciendo cosas tan dispares

hacía que Lilia estallara en incontrolables carcajadas.

—Es toda una ovación —gritó, dejándose caer fuera del vagón

de primera clase—. Nos van a tomar por miembros de la familia real.

Oh, Mr. Kingcroft, tráiganos unos calientapiés.

El amable joven se fue corriendo y Philip, ocupando su lugar, la

desbordó con una última retahíla de órdenes y consejos: dónde

detenerse, cómo aprender italiano, cuándo utilizar mosquiteras, qué

cuadros mirar.

—Recuerda —concluyó Philip— que la única manera de llegar

a conocer el país es descarrillando. Tenéis que ver los pueblos

pequeños: Gubbio, Pienza, Cortona, San Gimignano, Monteriano. Y,

permite que te lo ruegue, no vayas con esa horrible idea del turista

de que Italia sólo es un museo de arte y antigüedades; ama y

comprende a los italianos, porque la gente es más maravillosa que

la tierra.

—¡Cuánto me gustaría que vinieras, Philip! —dijo Lilia,

halagada por la insólita atención que su cuñado le prestaba.

—También me gustaría a mí.

Hubiera podido arreglárselas para ir sin demasiadas

dificultades, ya que su trabajo de abogado no era tan intenso como

para impedirle unas vacaciones de vez en cuando. Pero la familia no

aprobaba sus asiduas visitas al continente, y él mismo disfrutaba a

menudo con la idea de que estaba demasiado ocupado para salir de

la ciudad.

—Adiós, queridos todos. ¡Qué mareo! —Reparó en su hija

Irma, y le pareció que la ocasión requería una nota de solemnidad

maternal—. Adiós, querida. Pórtate bien, y haz lo que te diga la

abuelita.

No se refería a su madre, sino a su madre política, Mrs.

Herriton, la cual odiaba el título de «abuelita».

Irma alzó, para que se lo besara, un rostro grave y dijo con

cautela:

—Haré todo lo posible.

—Seguro que será buena —dijo Mrs. Herriton, que se

mantenía, pensativa, algo apartada del alboroto. Pero Lilia ya estaba

llamando a Miss Abbott, una joven bastante bonita, alta y seria, que

llevaba su despedida de un modo más decoroso en el andén.

—¡Caroline, mi Caroline! Sube de un salto, o tu carabina se irá

sin ti.

Y Philip, que siempre se embriagaba con la idea de Italia,

volvió a hablarle de los momentos supremos de su prometedor viaje:

la Campanile de Airolo, que se le echaría encima cuando emergiera

del túnel de San Gotardo, presagiando el futuro; la vista del Ticino y

del lago Maggiore cuando el tren se encaramara a las faldas del

monte Ceneri; la vista del Lugano, la vista del Como —Italia se

acumulaba tupida a su alrededor—, la llegada a su primer lugar de

descanso, cuando, después de un largo trayecto por calles sucias y

oscuras, contemplaría por fin, entre el rugido de los tranvías y la luz

deslumbrante de los faroles de arco, los contrafuertes de la catedral

de Milán.

—¡Pañuelos y cuellos —vociferó Harriet—, en mi caja

damasquinada! Te he prestado mi caja damasquinada.

—¡Mi querida Harry!

Lilia volvió a besarlos a todos, y se hizo un momento de

silencio. Todos sonreían fijamente, excepto Philip, que tosía en

medio de la niebla, y la anciana Mrs. Theobald, que se había puesto

a llorar. Miss Abbott subió al vagón. El jefe de tren en persona cerró

la puerta y le dijo a Lilia que todo iría bien. Entonces el tren se puso

en marcha, y con él todos se desplazaron un par de pasos, agitaron

pañuelos y dieron grititos de alegría. En aquel momento apareció

Mr. Kingcroft, con el calientapiés cogido por ambos extremos, como

si se tratara de la bandeja del té. Lamentaba haber llegado

demasiado tarde, y gritó con voz temblorosa: —Adiós, Mrs. Charles.

Que usted lo pase bien, y que Dios la bendiga.

Lilia sonrió y asintió con la cabeza, pero luego la absurda

imagen del calientapiés pudo más que ella, y se echó a reír de

nuevo.

—¡Oh, lo siento! —gritó—. Pero es que tiene un aspecto tan

divertido… ¡Oh, están todos tan divertidos agitando las manos! ¡Oh,

por favor! —Y riéndose inconteniblemente fue transportada hacia la

niebla.

—Muchos ánimos para empezar un viaje tan largo —dijo Mrs.

Theobald, frotándose los ojos.

Mr. Kingcroft hizo un gesto solemne con la cabeza para

manifestar su conformidad.

—Me hubiera gustado —dijo— que Mrs. Charles llevara su

calientapiés. Estos mozos londinenses no prestan ninguna atención

a los campesinos.

—Pero usted hizo todo lo posible —dijo Mrs. Herriton—. Y me

parece verdaderamente generoso de su parte que haya traído a

Mrs. Theobald desde tan lejos en un día como éste. —Entonces, un

poco precipitadamente, le estrechó la mano, y dejó que el joven

condujera de regreso a Mrs. Theobald.

FUENTE:

Donde los angeles no se aventuran. E. M. Forster.
Editorial. SUR.
Impreso en Argentina.
Encuadernación: tapa blanda.
Páginas. 153.

sábado, 4 de febrero de 2023

lyá Ehrenburg La fábrica de sueños Título original: Fabrika snov Traducción: Jorge Ferrer FRAGMENTO.

 




Ilyá Ehrenburg


La fábrica de sueños

Título original: Fabrika snov

Traducción: Jorge Ferrer


. . .

 

FUERA DEL CINEMATÓGRAFO, no se da otro caso de un arte que en tan poco tiempo haya logrado más firme apoyo del público. Ese mundo fabuloso y extravagante de “estrellas” y “astros” de magnitud casi mítica que él ha creado, resulta fuente perenne de curiosidad y apasionamiento que en esta notable obra de Ilyá Erenburg alcanza proyecciones insospechables. Hay un mundo cinematográfico de leyenda, cuyo pintoresquismo mantiene vivo las gacetillas publicitarias, y hay otro menos idílico y más real, que Will Hays, otrora “zar del cine”, definiera con estas certeras palabras: «En otro tiempo se decía: el comercio sigue a las banderas; ahora habría que decir: el comercio sigue a las películas». Fábrica de sueños descorre de manera maestra el telón que oculta la otra cara del cine: la que devora bellas ilusiones, la que pospone nobles proyectos, la que lo desvía de su verdadera misión en holocausto al dios mercancía. En este libro rico de información, ágil de estilo y pleno de humor —de un humor punzante que acentúa la crítica—, traza Erenburg un panorama Insuperable de ese proceso, tan certero, que en nada lo modifica el que algunos nombres hayan desaparecido actualmente de la escena, tanta identidad hay entre ellos y sus reemplazantes. Han cambiado los actores, pero queda el mismo argumento. Notable por su valor literario Fábrica de sueños es imprescindible, además, para formarse una imagen nítida de un cinematógrafo supeditado totalmente a la industria, particularmente el norteamericano y aquellos que siguen su tendencia. Y al mismo tiempo, al ponerla en evidencia, no deja de reivindicar sus enormes posibilidades como arte de masas.


Nota del editor

 

ILYÁ EHRENBURG (Kiev, 1891-Moscú, 1967) vivió una vida fascinante no exenta de polémicas. Poeta y propagandista soviético, Vladimir Nabokov dijo en una ocasión de él que no existía como escritor, pues era «periodista. Siempre fue un corrupto». Escritor y cronista lúcido de su tiempo, le tocó vivir una de las épocas más descarnadas de todos los tiempos —el grueso del siglo XX— con sus incompresibles y letales guerras mundiales, el genocidio judío y el auge de los totalitarismos, en particular, el que construyeron los bolcheviques sobre las ascuas de la Rusia de los zares.

Amigo de Bujarin, con quien colaboró en actividades subversivas en 1905, emigró a una temprana edad a París y trabó amistad con Picasso, Apollinaire y Ferdinand Léger. Trabajó como corresponsal en el frente durante la Gran Guerra, luego regresó a Rusia pero, no sintiéndose a gusto, volvió a partir en 1921, esta vez hacia Berlín.

Cuando estalló nuestra guerra civil, Ehrenburg no dudó en acudir tras la noticia y conoció a Buenaventura Durruti. Durante la segunda guerra mundial, publicó una serie de artículos incendiarios sobre los soldados alemanes en la revista Estrella Roja que avivaron la ferocidad del Ejército Rojo en su conquista del III Reich. Entre 1943 y 1946, trabajó junto con Vasili Grossman en el Comité antifascista judío. Este fue el origen del Libro negro, obra de ambos, en el que se documenta el exterminio judío en Europa oriental; el libro no fue publicado hasta 1970 y no en Moscú sino en Jerusalén.

Al finalizar la guerra, Ehrenburg se convirtió en una personalidad destacada del régimen soviético. Tras la muerte de Stalin, escribió la novela El deshielo (1954), título que daría nombre a la nueva situación interna, generada por el proceso de «desestalinización» que se activó en la Unión Soviética.

La presente edición de La fábrica de sueños está basada en la versión que figura en las Obras Escogidas del autor, editadas en Moscú en 1966, un año antes de su muerte. La obra allí recogida, versión definitiva de La fábrica de sueños, difiere del texto anteriormente traducido al castellano en 1932 por José María Quiroga Pía para la Editorial Cénit —la única versión existente en nuestro idioma— tanto en la extensión como en el orden. Esta nueva traducción, pues, ofrece la que el propio Ehrenburg quiso que fuera la edición definitiva del libro: un texto más conciso y que sigue una línea narrativa más coherente que la exhibida por la edición publicada en Berlín en 1931.

El objeto de esta nueva edición estriba en rescatar para las jóvenes generaciones un texto portentoso en el que se narra la génesis de una de las industrias más revolucionarias de nuestro tiempo.

Se trata de un glosa mordaz y muy divertida sobre los entresijos del mundo del cine que no gustó a las autoridades soviéticas al considerar que no era lo suficientemente «socialista» y, sin duda alguna, tampoco debió de ser del agrado de los magnates capitalistas retratados sin ningún pudor en sus páginas: Adolph Zukor, Samuel Goldwyn, Alfred Hugenberg, George Eastman y tantos otros.

Resulta cuando menos sorprendente la vigencia de un texto escrito hace tanto tiempo pero, quizás, ello se explique porque Ehrenburg tuvo la oportunidad de vivir el nacimiento de la poderosa industria del cine y de extraer las conclusiones correctas: en la fábrica de sueños se imbrican intereses económicos de enorme calado así como estrategias políticas guiadas por una nueva razón de Estado. Aunque no hay que olvidar un tercer factor crucial: el cine y no la religión, tal y como apunta con una pizca de cinismo burlón nuestro autor, es el verdadero «opio de las masas», un paraíso simbólico de dos dimensiones en el que anhelamos zambullirnos cada noche para olvidar nuestras propias y efímeras vidas. Estos tres factores obedecen a una biopolítica dirigida a movilizar, instrumentalizar y neutralizar las nuevas sociedades de masas. Es éste un análisis sin duda trasladable a toda la ingente industria visual y a la del ocio electrónico contemporáneo en general. En La fábrica de sueños simplemente descubrimos los engranajes esenciales de una máquina panóptica que en ese momento todavía está en pañales pero que —tantos son los intereses en juego— no tardará mucho en adquirir la mayoría de edad.

Pasen y vean…


El cine

1. Una idea de Zukor

 

CUESTA MÁS UN METRO CUADRADO en Broadway que una amplia hacienda situada en cualquiera de los estados más remotos del país. De hecho, se trata del suelo más caro de todo el mundo. Y en ese suelo más caro se alza el más caro de los templos. Para poder admirarlo en toda su envergadura, uno tiene que echar la cabeza hacia atrás. Así miraban antes los hombres a los dioses y las estrellas. La altura del templo de marras alcanza los ciento treinta metros. Lo corona una inmensa cúpula de cristal. En las noches, la cúpula emite señales de aviso a los aviones. De día, colma de orgullo los corazones de los transeúntes. La construcción de este templo costó la friolera de dieciséis millones de dólares. Cuenta con treinta y seis plantas. Y doce ascensores que discurren sin parar. Cuatro gigantescos relojes miran hacia otros tantos puntos del orbe. Son los encargados de mostrar la hora a Nueva York. El portal por el que se accede al templo supera en altura a los portales de todos los templos. Es mayor que sus similares de Nuestra Señora de París o la Catedral de San Pedro, en Roma. Adentro, pulula una muchedumbre de ajetreados empleados de uniforme. Adentro hay mármol, bronce y lienzos antiguos. Adentro, miles de máquinas de escribir Underwood entonan febril canto y hay arpas que despiden tiernas melodías.

Un malintencionado europeo podría pensar que ha entrado a la bolsa o a algún banco. Por algo es un europeo malintencionado. Mas no. Se trata, en efecto, de un templo, del sagrario de un nuevo culto, y está dedicado a su incansable apóstol, el gran Paramount, conocido en el mundo entero como Adolph Zukor.

El templo es espacioso y son muchos los negociados que acoge. Abajo, hay jóvenes anémicas que lloran las desgraciadas cuitas de dos enamorados. En la vigésimo cuarta planta, sofocados contables suman números de siete cifras. En el silencio de las cámaras más recónditas, hay leves sombras que lloran sobre sus literas: se trata de una clínica en la que reposan los empleados exhaustos. Y, por fin, en el más espacioso de todos los despachos, al que se accede a través de colosales puertas, mister Adolph Zukor ejercita su rara inteligencia cuatro días a la semana.

En tanto norteamericano, Zukor respeta la paz de los domingos; en tanto judío, observa el descanso sabatino. Por consiguiente, su descanso comienza los viernes. Descansa tres días. Trabaja cuatro. Hoy es martes, de manera que Zukor ha venido a trabajar. En este instante, repasa un montón de papeles. No hay espías en su despacho, así que Zukor no sonríe. Torcidos sus labios en un gesto de impaciencia, no se parece ahora su rostro al que reproduce su retrato, impreso en cien mil ejemplares. Si sonríe en presencia de testigos, lo hace para dar testimonio de su buen corazón y su firmeza como hombre de negocios. Ahora, en cambio, se muestra sombrío. Los hermanos Warner le han tomado la delantera. Zukor no creyó al principio en el cine sonoro. Y los hermanos Warner se tomaron en serio la patente de la Western Electric. Rodaron la película El cantante de jazz. Habían estado al borde de la bancarrota. Fueron una pequeña empresa que Zukor pudo haber comprado sin el menor esfuerzo. Pero ahora estaban comenzando a erguirse hasta alcanzar a la Paramount. Controlaban el First National. Están comprando cines a montones. ¡Y todo gracias a una sola película! Una, por cierto, bastante simplona: la historia de un niño judío a quien le destinan la carrera de rabino, pero que se resiste a ello porque, vaya usted qué cosa, quiere ser artista…

Adolph Zukor se hunde un instante en sus propias ensoñaciones. Ya no repasa los folios llenos de cifras, esos trofeos que se han llevado los hermanos Warner. Ante su mirada perdida pasan un pesado candelabro, los enrevesados rollos del Talmud y la enjuta y seca mano del rabino.

No se trata del guión de alguna nueva película: son sus recuerdos. Todo hombre tiene el derecho a recordar su niñez. Incluso alguien tan ocupado como mister Zukor y que no nació precisamente bajo una cúpula de cristal. Lo hizo, por el contrario, en la pequeña ciudad de Riese, en Hungría, entre judíos devotos y gansos chillones, rodeado de campos empobrecidos y preceptos divinos. Entonces, aún no existían esas mágicas cintas de celuloide que proporcionan a los hombres esperanzas y réditos. Aquellos devotos judíos vivían entonces, según las costumbres legadas por sus ancestros. El tío del pequeño Adolph, el señor Liebermann, ocupaba un cargo principalísimo: era la máxima autoridad en la sinagoga. Y era su deseo que su sobrino inculcara esperanzas en la gente, es decir, quería que se convirtiera en rabino titular. Así, sentaron a Adolph a estudiar el Talmud. Estudió qué carnes le está permitido ingerir a un buen judío y cuándo le está permitido ayuntarse con su legítima esposa. Reflexionó acerca de los pecaminosos paganos y el Jehová vengador. En torno a él alborotaban los húngaros. Bebían vodka de ciruelas, entonaban tristes baladas y ensartaban a pesados cerdos. Adolph se repetía una y otra vez unas palabras llenas de sabiduría: «El viento vuela hacia el sur y se vuelve hacia el norte, gira y gira mientras avanza y regresa el viento a entretenerse en sus giros». La escasa llama de un cirio amenaza con apagarse. Al otro lado de la ventana, graznaban los gansos.

Hacía mucho, mucho tiempo de todo aquello. Cuarenta años enteros. Por aquel entonces, Adolph Zukor tenía rollizos mofletes y hermosos rizos que lo dotaban de un aire soñador. No obstante, no vale la pena dedicar tanto rato al pasado.

Zukor está demasiado ocupado como para permitírselo. En sus ratos de ocio, se entretiene jugando a cartas, golpeando una pelota con una raqueta o jugando al golf. Ahora está trabajando. El éxito de la Warner Bros, es algo provisional. ¡Jamás podrán con la Paramount! ¡Manos a la obra, pues!

En Inglaterra, tenemos el Plaza y el Carlton, en Londres, el Royal, en Manchester, y las salas Futurist y Scala, en Birmingham… «Sam Katz, nuestro representante en Inglaterra, informa sobre la disponibilidad de otras seis salas de cine en las afueras de Londres. Catorce mil lunetas…»

Bajo la cúpula de vidrio, el trabajo prosigue sin cesar.

Características principales

Título del libroLa fabrica de sueños
AutorIlya Ehrenburg
IdiomaEspañol
Editorial del libroMelusina

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