jueves, 19 de enero de 2023

EL HOMBRE ACECHA. Por Miguel Hernández. (1937-1939)




 EL HOMBRE ACECHA.

Por Miguel Hernández. (1937-1939)

 

Cortesía de: Daniel Vargas

 

 

CANCION PRIMERA


Se ha retirado el campo
al ver abalanzarse
crispadamente al hombre.

¡Qué abismo entre el olivo
y el hombre se descubre!

El animal que canta:
el animal que puede
llorar y echar raíces,
rememoró sus garras.

Garras que revestía
de suavidad y flores,
pero que, al fin, desnuda
en toda su crueldad.

Crepitan en mis manos.
Aparta de ellas, hijo.
Estoy dispuesto a hundirlas,
dispuesto a proyectarlas
sobre tu carne leve.

He regresado al tigre.
Aparta o te destrozo.

Hoy el amor es muerte,
y el hombre acecha al hombre.


LLAMO AL TORO DE ESPAÑA


Alza, toro de España: levántate, despierta.
Despiértate del todo, toro de negra espuma,
que respiras la luz y rezumas la sombra,
y concentras los mares bajo tu piel cerrada.

Despiértate.

Despiértate del todo, que te veo dormido,
un pedazo del pecho y otro de la cabeza:
que aún no te has despertado como despierta un toro
cuando se le acomete con traiciones lobunas.

Levántate.

Resopla tu poder, despliega tu esqueleto,
enarbola tu frente con las rotundas hachas,
con las dos herramientas de asustar a los astros,
de amenazar al cielo con astas de tragedia.

Esgrímete.

Toro en la primavera más toro que otras veces,
en España más toro, toro, que en otras partes.
Más cálido que nunca, más volcánico, toro,
que irradias, que iluminas al fuego, yérguete.

Desencadénate.

Desencadena el raudo corazón que te orienta
por las plazas de España, sobre su astral arena.
A desollarte vivo vienen lobos y águilas
que han envidiado siempre tu hermosura de pueblo.

Yérguete.

No te van a castrar: no dejarás que llegue
hasta tus atributos de varón abundante,
esa mano felina que pretende arrancártelos
de cuajo, impunemente: pataléalos, toro.

Víbrate.

No te van a absorber la sangre de riqueza,
no te arrebatarán los ojos minerales.
La piel donde recoge resplandor el lucero
no arrancarán del toro de torrencial mercurio.

Revuélvete.

Es como si quisieran arrancar la piel al sol,
al torrente la espuma con uña y picotazo.
No te van a castrar, poder tan masculino
que fecundas la piedra; no te van a castrar.

Truénate.

No retrocede el toro: no da un paso hacia atrás
si no es para escarbar sangre y furia en la arena,
unir todas sus fuerzas, y desde las pezuñas
abalanzarse luego con decisión de rayo.

Abalánzate.

Gran toro que en el bronce y en la piedra has mamado,
y en el granito fiero paciste la fiereza:
revuélvete en el alma de todos los que han visto
la luz primera en esta península ultrajada.

Revuélvete.

Partido en dos pedazos, este toro de siglos,
este toro que dentro de nosotros habita:
partido en dos mitades, con una mataría
y con la otra mitad moriría luchando.

Atorbellínate.


De la airada cabeza que fortalece el mundo,
del cuello como un bloque de titanes en marcha,
brotará la victoria como un ancho bramido
que hará sangrar al mármol y sonar a la arena.

Sálvate.

Despierta, toro: esgrime, desencadena, víbrate.
Levanta, toro: truena, toro, abalánzate.
Atorbellínate, toro: revuélvete.
Sálvate, denso toro de emoción y de España.

Sálvate.


RUSIA


En trenes poseídos de una pasión errante
por el carbón y el hierro que los provoca y mueve,
y en tensos aeroplanos de plumaje tajante
recorro la nación del trabajo y la nieve.

De la extensión de Rusia, de sus tiernas ventanas,
sale una voz profunda de máquinas y manos,
que indica entre mujeres: Aquí están tus hermanas,
y prorrumpe entre hombres: Estos son tus hermanos.

Basta mirar: se cubre de verdad la mirada.
Basta escuchar: retumba la sangre en las orejas.
De cada aliento sale la ardiente bocanada
de tantos corazones unidos por parejas.

Ah, compañero Stalin: de un pueblo de mendigos
has hecho un pueblo de hombres que sacuden la frente,
y la cárcel ahuyentan, y prodigan los trigos,
como a un inmenso esfuerzo le cabe: inmensamente.

De unos hombres que apenas a vivir se atrevían
con la boca amarrada y el sueño esclavizado:
de unos cuerpos que andaban, vacilaban, crujían,
una masa de férreo volumen has forjado.

Has forjado una especie de mineral sencillo,
que observa la conducta del metal más valioso,
perfecciona el motor, y señala el martillo,
la hélice, la salud, con un dedo orgulloso.

Polvo para los zares, los reales bandidos:
Rusia nevada de hambre, dolor y cautiverios.
Ayer sus hijos iban a la muerte vencidos,
hoy proclaman la vida y hunden los cementerios.

Ayer iban sus ríos derritiendo los hielos,
quemados por la sangre de los trabajadores.
Hoy descubren industrias, maquinarias, anhelos,
y cantan rodeados de fábricas y flores.

Y los ancianos lentos que llevan una huella
de zar sobre sus hombros, interrumpen el paso,
por desplumar alegres su alta barba de estrella
ante el fulgor que remoza su ocaso.

Las chozas se convierten en casas de granito.
El corazón se queda desnudo entre verdades.
Y como una visión real de lo inaudito,
brotan sobre la nada bandadas de ciudades.

La juventud de Rusia se esgrime y se agiganta
como un arma afilada por los rinocerontes.
La metalurgia suena dichosa de garganta,
y vibran los martillos de pie sobre los montes.

Con las inagotables vacas de oro yacente
que ordeñan los mineros de los montes Urales,
Rusia edifica un mundo feliz y trasparente
para los hombres llenos de impulsos fraternales.

Hoy que contra mi patria clavan sus bayonetas
legiones malparidas por una torpe entraña,
los girasoles rusos, como ciegos planetas,
hacen girar su rostro de rayos hacia España.

Aquí está Rusia entera vestida de soldado,
protegiendo a los niños que anhela la trilita
de Italia y de Alemania bajo el sueño sagrado,
y que del vientre mismo de la madre los quita.

Dormitorios de niños españoles: zarpazos
de inocencia que arrojan de Madrid, de Valencia,
a Mussolini, a Hitler, los dos mariconazos,
la vida que destruyen manchados de inocencia.

Frágiles dormitorios al sol de la luz clara,
sangrienta de repente y erizada de astillas.
¡Si tanto dormitorio deshecho se arrojara
sobre las dos cabezas y las cuatro mejillas!

Se arrojará, me advierte desde su tumba viva
Lenin, con pie de mármol y voz de bronce quieto,
mientras contempla inmóvil el agua constructiva
que fluye en forma humana detrás de su esqueleto.

Rusia y España, unidas como fuerzas hermanas,
fuerza serán que cierre las fauces de la guerra.
Y sólo se verá tractores y manzanas,
panes y juventud sobre la tierra.


LA FÁBRICA-CIUDAD

 

(En una ciudad de la U.R.S.S. -Jarko- he asistido al nacimiento multiplicado, numeroso, rápido del tractor.)


Son al principio un leve proyecto sobre planos,
propósitos, palabras, papel, la nada apenas,
esos graves tractores que parten de las manos
como ganaderías sólidas con cadenas.

Se congregan metales de zonas diferentes,
prueban su calidad los finos probadores,
la fundición, la forja, los metálicos dientes.
Y empieza el nacimiento veloz de los tractores.

Id conmigo a la fábrica-ciudad: venid, que quiero
contemplar con los pueblos las creaciones violentas,
la gestación del aire y el parto del acero,
el hijo de las manos y de las herramientas.

La fábrica se halla guardada por las flores,
los niños, los cristales, en dirección al día.
Dentro de ella son leves trabajos y sudores,
porque la libertad puso allí la alegría.

Fragor de acero herido, resoplidos brutales,
hierro latente, hierro candente, torturado,
trepidando, piafando, rodando en espirales,
en ruedas, en motores, caballo huracanado.

Una visión de hierro, de fortaleza innata,
un clamor de metales probados, perseguidos,
mientras de nave en nave se encabrita y desata
con dólmenes de espuma, chispazos y rugidos.

Es como una extensión de furias que contienen
su casco apasionado sobre desfiladeros,
contra muros en donde se gastan, van y vienen,
con llamas de sudor y grasa los obreros.

Chimeneas de humo largo, sordo, grasiento,
acosan con penumbras a la creadora masa,
a la generadora masa que obra el portento,
el tractor con los dientes sepultados en grasa.

Hornos de fogonazos: perspectivas de lumbre.
Irradian los carbones como el sol, las calderas,
los lavaderos donde llega la muchedumbre
del metal que retiene sus escorias primeras.

Laten motores como del agua poseídos,
hélices submarinas, martillos, campanarios,
correas, ejes, chapas. Y se oyen estallidos,
choques de terremotos, rumores planetarios.

Leones de azabache, por estas naves grises,
selvas civilizadas, calenturientas moles,
relucen los obreros de todos los países
como si trabajaran en la creación de soles.

En la sección de fraguas y sonidos más puros,
se hacen más consistentes las domadas fierezas.
Y el tornillo penetra como un sexo seguro,
tenaz, uniendo partes, desarrollando piezas.

Veloz de mano en mano, crece el tractor y pasa
a ser un movimiento de titán laborioso,
un colosal anhelo de hacer la espiga rasa,
fértiles los baldíos, dilatado el reposo.

Ya va a llegar el día feliz sobre la frente
de los trabajadores: aquel día profundo
en que sea el minuto jornada suficiente
para hacer un tractor capaz de arar el mundo.

Ya despliega el vigor su piel generadora,
su central de energías, sus titánicos rastros.
Y los hombres se entregan a la función creadora
con la seguridad suprema de los astros.

La fábrica-ciudad estalla en su armonía
mecánica de brazos y aceros impulsores.
Y a un grito de sirenas, arroja sobre el día,
en un grandioso parto, raudales de tractores.


EL SOLDADO Y LA NIEVE


Diciembre ha congelado su aliento de dos filos,
y lo resopla desde los cielos congelados,
como una llama seca desarrollada en hilos,
como una larga ruina que ataca a los soldados.

Nieve donde el caballo que impone sus pisadas
es una soledad de galopante luto.
Nieve de uñas cernidas, de garras derribadas,
de celeste maldad, de desprecio absoluto.

Muerde, tala, traspasa como un tremendo hachazo,
con un hacha de mármol encarnizado y leve.
Desciende, se derrama como un deshecho abrazo
de precipicios y alas, de soledad y nieve.

Esta agresión que parte del centro del invierno,
hambre cruda, cansada de tener hambre y frío,
amenaza al desnudo con un rencor eterno,
blanco, mortal, hambriento, silencioso, sombrío.

Quiere aplacar las fraguas, los odios, las hogueras,
quiere cegar los mares, sepultar los amores:
y se va elevando lentas y diáfanas barreras,
estatuas silenciosas y vidrios agresores.

Que se derrame a chorros el corazón de lana
de tantos almacenes y talleres textiles,
para cubrir los cuerpos que queman la mañana
con la voz, la mirada, los pies y los fusiles.

Ropa para los cuerpos que pueden ir desnudos,
que pueden ir vestidos de escarchas y de hielos:
de piedra enjuta contra los picotazos rudos,
las mordeduras pálidas y los pálidos vuelos.

Ropa para los cuerpos que rechazan callados
los ataques más blancos con los huesos más rojos.
Porque tienen el hueso solar estos soldados,
y porque son hogueras con pisadas, con ojos.

La frialdad se abalanza, la muerte se deshoja,
el clamor que no suena, pero que escucho, llueve.
Sobre la nieve blanca, la vida roja y roja
hace la nieve cálida, siembra fuego en la nieve.

Tan decididamente son el cristal de roca
que sólo el fuego, sólo la llama cristaliza,
que atacan con el pómulo nevado, con la boca,
y vuelven cuanto atacan recuerdos de ceniza.


LOS HOMBRES VIEJOS

 

I


Nacen puestos de gafas, y una piel de levita,
y una perilla obscena de culo de bellota,
y calvos, y caducos. Y nunca se les quita
la joroba que dentro del alma les explota.

Pedos con barbacana, ceremoniosos pedos,
de su senil niñez de polvo enlevitado,
pasan a la edad plena con polvo entre los dedos,
sonando a sepultura y oliendo a antepasado.

Parecen candeleros infelices, escobas
desplumadas, retiesas, con toga, con bonete:
una congregación de gallardas jorobas
con callos y verrugas al borde del retrete.

Con callos y verrugas, y coles y misales,
la dignidad del asno se rebela en la enjalma,
mirando estos cochinos tan espirituales
con callos y verrugas en la extension del alma.

Alma verruguicida, callicida la vuestra.
Habéis nacido tiesos como los monigotes,
y vivís de puntillas, levantando la diestra
para cornamentar la voz y los bigotes.

Saludáis con el ano, no arrugáis nunca el traje,
disimuláis los cuernos con laureles de lata.
No paráis en la tierra, siempre vais de viaje
por un pais de luna maquinal, mentecata.

Nacéis inventariados, morís previa promesa
de que seréis cubiertos de estatuas y coronas.
Vais como procesados por el sol, que procesa
aquello que señala delito en las personas.

Os alimenta el aire sangriento de un juzgado,
de un presidio siniestro de abogados y jueces.
Y concedéis los pedos por audiencia de un lado,
mientras del otro lado jodéis, meáis a veces.


Herís, crucificáis con ojos compasivos,
cadáveres de todas la horas y los días:
autos de poca fe, pastos de los archivos,
habláis desde los púlpitos de muchas tonterías.

Nunca tenga que ver yo con estos doctores,
estas enciclopedias ahumanas, aplastantes.
Nunca de estos filósofos me ataquen los humores,
porque sus agudezas me resultan laxantes.

Porque se ponen huecos igual que las gallinas
para eructar sandeces creyéndose profundos:
porque para pensar entran en las letrinas,
en abismos rellenos de folios moribundos.

Sentenciosas tinajas vacías, pero hinchadas,
se repliegan sus frentes igual que acordeones,
y ascienden y descienden, tortugas preocupadas,
y el corazón les late por no sé qué rincones.

No se han hecho para estos boñigos los barbechos,
no se han hecho para estos gusanos las manzanas.
Sólo hay chocolateras y sillones deshechos
para estas incoherencias reumáticas y canas.

Retretes de elegancia, cagan correctamente:
hijos de puta ansiosos de politiquerías,
publicidad y bombo, se corrigen la frente
y preparan el gesto de las fotografías.

Temblad, hijos de puta, por vuestra puta suerte,
que unos soldados de alma patética deciden:
ellos son los que tratan la verdadera muerte,
ellos la verdadera, la ruda vida piden.

La vida es otra cosa, sucios señores míos,
más clara, menos turbia de folios, de oficinas.
Nadan radiantemente sus cuerpos en los ríos
y no usan esa cara de múltiples esquinas.

Nunca fuisteis muchachos, y queréis que persista
un mundo aparatoso de cartón estirado,
por donde el cartón vaya paticojo y turista,
rey entre maniquíes de pulso congelado.

Venís de la Edad Media donde no habéis nacido,
porque no sois del tiempo presente ni del ausente.
Os mata una verdad en el caduco nido:
la que impone la vida del siempre adolescente.

Yo soy viejo: tan viejo, que el primer hombre late
dentro de mis vividos y veintisiete años,
porque combato al tiempo y el tiempo me combate.
A vosotros, vencidos, os trata como a extraños.

II



Trapos, calcomanías, defunciones, objetos,
muladares de todo, tinajas, oquedades,
lápidas, catafalcos, legajos, mamotretos,
inscripciones, sudarios, menudencias, ruindades.

Polvos, palabrería, carcoma y escritura,
cornisas; orinales que quieren ser severos,
y se llevan la barba de goma a la cintura,
y duermen rodeados de siglos y sombreros.

Vilmente descosidos, pálidos de avaricia,
lo que más les preocupa de todo es el bolsillo.
Gotosos, desastrosos, malvados, la injusticia
se viste de acta en ellos con papel amarillo.

Los veréis adheridos a varios ministerios,
a varias oficinas por el ocio amuebladas.
Con el sexo en la boca canosa, van muy serios,
trucosos, maniobreros, persiguiendo embajadas.

Los veréis sumergidos entre trastos y coños
internacionalmente pagados, conocidos:
pasear por Ginebra los cojones bisoños
con cara de inventores mortalmente aburridos.

Son los que recomiendan y los recomendados.
La recomendación es su procedimiento.
Por recomendación agonizan sentados
donde la muerte cómoda pone su ayuntamiento.

Cuando van a acostarse, se quitan la careta,
el disfraz cotidiano, la diaria postura.
Ante su sordidez se nubla la peseta,
se agota en su paciencia la estatua más segura.

A veces de la mala digestión de estos cuervos
que quieren imponernos su vejez, su idioma,
que quieren que seamos lenguas esclavas, siervos,
dependen muchas vidas con signo de paloma.

A veces son marquesas íntimas de ambiciones,
insaciables de joyas, relumbronas de trato:
fracasadas de título, caballares de acciones,
dispuestas a llevar el mundo en el zapato.

Putonas de importancia, miden bien la sonrisa
con la categoría que quien las trata encierra:
políticas jetudas, desgastan la camisa
jodiendo mientras hablan del drama de la guerra.

Se cae de viejo el mundo con tanto malotaje.
Hijos de la rutina bisoja y contrahecha,
valoran a los hombres por el precio del traje,
cagan, y donde cagan colocan una fecha.

Van del hotel al banco, del hotel al paseo
con una cornamenta notable de aire insulso.
Es humillar al prójimo su más noble deseo,
y el esfuerzo mayor le hacen meando a pulso.

Hemos de destrozaros en vuestras legaciones,
en vuestros escenarios, en vuestras diplomacias.
Con ametralladoras cálidas y canciones
os ametralllaremos, prehistóricas desgracias.

Porque, sabed: llevamos mucha verdad metida
dentro del corazón, sangrando por la boca:
y os vencerá la ferrea juventud de la vida,
pues para tanta fuerza tanta maldad es poca.

La juventud, motores, ímpetus a raudales,
contra vosotros, viejos exhombres, plena llueve:
mueve unánimemente sus músculos frutales,
sus máquinas de abril contra vosotros mueve.

Viejos exhombres viejos: ni viejos tan siquiera.
La vejez es un don que cederá mi frente,
y a vuestro lado es joven como la primavera.
Sois la decrepitud andante y maloliente.

Sois mis enemiguitos: los del mundo que siento
rodar sobre mi pecho más claro cada día.
Y con un soplo sólo de mi caliente aliento,
con este soplo dicté vuestra agonía.



Haroldo Conti. FRAGMENTO NOVELA.

 


 

Haroldo Conti nació en 1925 en Chacabuco, provincia de Buenos Aires. Fue maestro, seminarista, profesor de latín, empleado de banco, piloto civil, nadador, navegante y guionista de cine. Estudió y se graduó en Filosofía. En 1956 publicó la pieza teatral Examinado. En 1962 ganó el Premio Fabril con su primera novela, Sudeste. Se convirtió en una de las figuras de la llamada "generación de Contorno".

Publicó además: Alrededor de la jaula, (Premio Universidad de Veracruz, México, llevada al cine por Sergio Renán como Crecer de golpe); En vida (Premio Barral, España, cuyo jurado estuvo integrado por García Márquez y Vargas Llosa), y los libros de cuentos Todos los veranos (Premio Municipal), Con otra gente y La balada del álamo Carolina. En 1975 publicó Mascaró (premio casa de las Américas).

El 4 de mayo de 1976, tras el golpe militar, fue secuestrado. Su nombre figura entre los "desaparecidos".

 

 SUDESTE. FRAGMENTO.

 

Entre el Pajarito y el río abierto, curvándose bruscamente hacia el norte, primero más y más angosto, casi hasta la mitad, luego abriéndose y contorneándose suavemente hasta la desembocadura, serpea, oculto en las primeras islas, el arroyo Anguilas. Después de la última curva, el río abierto aparece de pronto, rizado por el viento. A pesar de su inmensidad, allí las aguas son muy poco profundas. Desde la desembocadura del San Antonio hasta la desembocadura del Lujan es todo un banco. El Anguilas vuelca en la mitad de ese banco, entre una llanura de juncos. Según se mire, el paraje resulta desolado y en un día gris, de mucho viento, sobrecoge a cualquiera.

Muy a la izquierda asoma oscura y silenciosa, como un navío, la isla Santa Mónica. Muy a la derecha, perdiéndose en una lejanía azulada, la costa. En un día claro se alcanza a ver, hala el sur, los planos blancos y grises, como bastidores, de los edificios más altos de Buenos Aires, bajo la constante opresión de una nube gris.

 

Durante la bajante emerge parte del banco, y, al término de ella, la tierra firme parece haberse extendido, simulando nuevos arroyos las aguadas que atraviesan la llanura de junco. Algunos pescadores se aventuran sobre esta nueva tierra, húmeda y desolada, pero si no colocan encima de ella los enjaretados de los botes, se hunden casi hasta las rodillas.

 

Las últimas cartas señalan la desembocadura del Anguilas con la silueta de un pez, para indicar que allí abunda la pesca, pero esto es bien relativo. Por lo demás, no hay nada más tonto que tomar en cuenta estas referencias. Si durante la semana, por las noches, algunos pescadores atraviesan allí sus redes, se debe más bien al hecho de que se trata de un paraje muy poco frecuentado durante ese tiempo. Esta maldita costumbre los ha hecho sentirse dueños del lugar y el desprevenido que se monta sobre la relinga corre peligro de que le hundan el bote a tiros. Cierta vez, el Polo tuvo que abrirse camino disparando sobre ambas márgenes, y hacia los juncos, con aquella vieja escopeta inglesa fabricada por Purdey en 1903, con cañones de acero recortados, y que utilizaba para ocasiones por el estilo. Arrastró las redes sobre el mismo banco, aprovechando una crecida, y una vez en el río abierto las izó a bordo. Algo después las vendió en San Fernando. Pero esto es historia vieja. El Polo hace tiempo que desapareció. Los tipos están todavía allí y durante la semana, por las noches, atraviesan la red.

Trabajó con el viejo casi hasta la primavera. Hacía nueve años que el viejo vivía en el Anguilas y siete que procuraba vivir del junco. En el 48 bajó desde el Romero, donde, hasta entonces, desde el 34, se dedicaba a la manzana. En el 47 zozobró la Elbita, una chata frutera de seis toneladas, y se ahogó el único hijo que había quedado con ellos. De manera que en el 48, ya demasiado viejo, bajó al Anguilas con el bote de la Elbita. Hizo dos viajes. Uno con las cosas y otro con la vieja y Urbano, el perro, y dos o tres gallinitas. Ocuparon una de las tres chozas vacías, la más próxima a la desembocadura, en el punto donde empalma con el Anguilas ese arroyito ciego que muere un poco más allá, y que los que no conocen el paraje toman generalmente por la continuación del Anguilas. El mismo se había confundido, cuando bajó en el 48.

La choza era de dos piezas o, mejor, una sola pieza dividida por un tabique de barro. Con los años, el viejo le agregó dos piezas más y una letrina, ubicada al fondo. El tiempo uniformó el conjunto haciendo de él una sola masa abultada y oscura, con dos o tres boquetes más oscuros todavía. La base era muy alta y bastante mal trabada, con algunos travesaños podridos. Poco a poco fue cediendo de un lado, el más débil, de manera que la choza se recostó blandamente en ese sentido.

La angostura del arroyo en ese punto le impedía colocar un muelle. De todas maneras, resultaba dudoso que el viejo lo hubiese colocado. En su lugar, afirmó a la costa una escalera de sauce y amarró el bote de la Elbita a uno de los travesaños.

Todo el mundo sabe que el junco, cuanto más se corta, más crece. Cuando cortan muchos y estos muchos cortan demasiado, la plaza se abarrota y nadie da gran cosa por un galpón repleto de juncos. No existe nada más maldito ni miserable. Y, por desgracia, en estas islas parece vivir gente que no sabe hacer otra cosa.

El anteaño había sucedido algo por el estilo, de manera que al año siguiente, el pasado, nadie cortó junco, al menos nadie intentó venderlo.

Tampoco cortó el viejo y casi se muere de hambre. Pero resistió con dignidad alimentándose la mayor parte de esos días con bagres o, en el invierno, con el pejerrey, al que él llamaba latterino o lattarina, y que, después de todo, es un bocado de reyes.

De manera que al año siguiente, este último del viejo, el junco repuntó un poco.

No bien comenzó el corte, apareció el Boga y estuvieron trabajando juntos hasta ahora, al borde de la primavera.

En el año muerto, es decir, el anterior, el viejo había terminado de construir un refugio de sauce y paja que había comenzado tres años antes, cuando murió el Urbano. Era muy bajo y sin paredes, ubicado en una elevación del terreno, junto a un ceibo solitario. El viejo cavó el piso hasta una profundidad de medio metro y armó una especie de fogón en una de las esquinas. Se metían allí al mediodía o cuando se desataba el mal tiempo. Comían un pedazo de tocino con galleta y tomaban mate. Algunas veces el Boga asaba los bagres que se habían enganchado en la línea, aunque prefería volver con ellos a la casa. Después dormían un rato. El viejo dormía sentado, apoyando la cabeza en las rodillas y los brazos rodeando las piernas.


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 FUENTE:

Diseño de cubierta: Mario Blanco / María Inés Linares Diseño de interior: Orestes Pantelides

© Emecé Editores S.A., 1995

© De esta edición, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C., 2002 Independencia 1668, 1100 Buenos Aires

Edición especial para La Nación

ISBN 950-49-0876-4

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723 Impreso en la Argentina

Esta edición se terminó de imprimir en:

New Press Grupo Impresor S.A.,

Paraguay 264, Avellaneda,  provincia de Buenos Aires en el mes de diciembre de 2002


 

  

martes, 17 de enero de 2023

Benjamin Constant El cuaderno rojo Prólogo. MANUEL ARRANZ

 

 


 

 

Benjamin Constant

 

 El cuaderno rojo

 

 

 Prólogo

 

 

Constant el Inconstante

 

Sola inconstantia constants[1]

 

 

Lo mismo que otros famosos cuadernos de la historia deben sus nombres al color de las tapas de los cuadernos en que fueron escritos sus respectivos manuscritos, El cuaderno rojo de Benjamin Constant se lo debe al color de las suyas. Constant, sin embargo, había puesto un título clásico a su manuscrito: Ma vie. Pero puesto que ni lo publicó en vida, pues al parecer pensaba continuarlo o utilizarlo para otros fines (y en cualquier caso lo abandonó, reclamado tal vez por sus obras políticas o, sencillamente, cansado de él), la baronesa Charlotte de Constant, a quien fue a parar finalmente el manuscrito, y a la que debemos la primera edición del mismo en fecha tan tardía como 1907, prefirió el título, sin duda más enigmático y atractivo, de El cuaderno rojo. A fin de cuentas, ya había muchas Ma vie en aquella época, pero El cuaderno rojo era todavía un título original. Las diferencias entre aquella primera edición, que publicaría Calmann-Lévy en un pequeño volumen, poco después de haber aparecido en dos entregas ese mismo año en la famosa Revue des Deux Mondes, y el manuscrito original (ciento dieciocho folios escritos a mano por el propio Benjamin Constant) son numerosas, aunque no sustanciales.

Constant escribió El cuaderno rojo cuando tenía ya cuarenta y cuatro años, en 1811, como precisa en un pasaje del mismo, y a juzgar por todos los indicios del manuscrito lo retocó posteriormente, y es posible incluso que lo reescribiera por completo. Para entonces ya se había casado dos veces, la segunda en secreto, seguramente por temor a Madame de Staël, con quien seguía manteniendo una tortuosa relación, después de que ésta hubiese rechazado años atrás su proposición de matrimonio. Había escrito ya el Adolphe, y ese mismo año, si no antes, comenzaría Cécile, por limitarnos a sus obras más autobiográficas (Alfred Roulin ha apuntado la hipótesis de que tal vez las páginas de El cuaderno rojo fuesen originalmente las de los primeros capítulos de Adolphe, desechados por Constant).[2]

El relato de El cuaderno rojo abarca los primeros veinte años del autor, de 1767 a 1787, y más de la mitad del mismo está dedicado al último año, en el que se interrumpe de forma un tanto abrupta. Por lo que sabemos de su vida, tanto a través de los relatos de sus contemporáneos como de su copiosa correspondencia y Diario íntimo, el Benjamin Constant maduro no fue muy diferente del joven que aparece retratado aquí. Impulsivo, ingenuo, caprichoso, tímido, temerario, voluble, apasionado, indeciso, decidido, intrigante; en fin, una lista interminable de atributos contradictorios que hicieron de él un personaje singular, adorable para algunos, generalmente algunas, y aborrecible para otros, como suele ser casi siempre el caso de los temperamentos que mezclan la vehemencia con la indolencia en dosis similares. Hombres que, dicho en otras palabras, logran convertir sus peores vicios en sus mejores virtudes. Constant el Inconstante se llamaba a sí mismo con humor, otro rasgo éste de su compleja y contradictoria personalidad. Émile Faguet, en la célebre semblanza que hiciera de él, lo resume todavía mejor: «Un liberal que no es optimista, un escéptico dogmático, un hombre sin ningún sentimiento religioso que se pasa la vida escribiendo sobre la religión, un hombre de moralidad muy lasa que basa todo su sistema político en el respeto a la ley moral; y, además, un hombre de una maravillosa rectitud de pensamiento y una conducta más que dudosa (…) nunca supo lo que quería, pero siempre supo lo que pensaba».[3]

El carácter autobiográfico de El cuaderno rojo está fuera de toda duda, y la mayoría de los hechos que relata se han podido documentar, aunque su valor no resida únicamente ahí. Charles Du Bos dijo de él que era «una obra maestra que en el género del retrato autobiográfico no tenía igual»,[4] y a pesar del tiempo transcurrido y de la proliferación de vidas y cuadernos de todos los colores, literarios y no literarios, que han aparecido y desaparecido desde entonces, El cuaderno rojo sigue conservando toda su frescura. Si tuviéramos que decir por qué, no nos iba a ser fácil. El perdurar en el tiempo es una cualidad de los clásicos, y al final no sabemos nunca si perduran porque son clásicos, o si son clásicos porque perduran. Posiblemente las dos cosas sean la misma. Pero sí podemos decir que hay algunas cualidades por las que se reconoce a los clásicos, y entre ellas no es la menor la observación inteligente y sincera del alma humana y de las fragilidades y contradicciones del hombre, que en el caso de Constant, como hemos dicho, no eran precisamente pocas. Éste era incapaz de disfrazar sus sentimientos, incluso cuando éstos no le favorecían. La sinceridad fue quizás su cualidad más alta, y su Adolphe o su Diario íntimo son la mejor prueba de ello. No es ésta una cualidad estrictamente literaria, evidentemente, pero sí la cualidad con la que se hace la buena literatura, la única literatura, incluso diría yo, pues la otra es indigna de ese nombre. Y, respecto a las cualidades propiamente literarias, en Constant podríamos decir que se daban por añadidura, a pesar, o quizás por eso mismo, de que nunca estuvo satisfecho de su obra, lo mismo que no lo estuvo de su vida. Y si bien es cierto que en ambos casos podía haber mucho de pose, tenemos que reconocer también que la insatisfacción y la inseguridad eran lo que le daba vuelo. De hecho, no otro fue el origen de sus éxitos y fracasos más rotundos en la vida.

Constant, en sus obras que consideró menores, y a las que dedicó mucho menos tiempo y estudio (las mencionadas Adolphe, Cécile, El cuaderno rojo, y posiblemente también su Diario íntimo y su abundantísima correspondencia, casi toda ella con mujeres), pues las mayores fueron para él las políticas y las religiosas, consiguió precisamente sus logros más imperecederos y universales. Esto es algo que ha sucedido con frecuencia en la historia de la literatura y que tiene su profunda razón de ser. No es una regla absoluta, pero las obras menores, las que se escapan de la pluma por así decirlo, suelen ser producto del genio, mientras que las mayores lo son del trabajo y del estudio. O si lo prefieren, mientras unas son producto del sentimiento, las otras lo son de la razón. Y, al contrario de lo que se dice a menudo, los sentimientos son imperecederos, mientras que la razón no lo es. Quince días dedicó a la composición inicial del Adolphe, y quince años a una apología del sentimiento religioso. (Seguramente fueron bastantes más de quince días, pues aunque la frase está en su Diario íntimo, Constant era muy dado a exagerar). Yo creo que si hay un caso en la literatura que pueda ilustrar la famosa, y seguramente falsa, dicotomía entre obras de la razón y obras del corazón, es precisamente el suyo. Por eso tal vez nunca dejó de amar a todas las mujeres que pasaron por su vida, que no fueron pocas, y nunca dio una relación por terminada. Eran, la mayoría de aquellas mujeres, cultas e inteligentes, generalmente mayores que él, y generalmente también casadas, y cuando les faltaba alguna de estas virtudes, la suplían con la belleza. La mayoría también mantenía un salón donde se rendía culto a la conversación, se leía, se escuchaba música, e incluso se conspiraba entre galanteo y galanteo. En El cuaderno rojo aparecen ya algunas de ellas, Madame Trevor, Madame Pourras o Madame de Charrière. Constant no ocultó nunca la identidad de sus amantes, que en ocasiones mantuvo simultáneamente, y a las que llegaba incluso a hacer confidentes de sus éxitos o sus fracasos con otras mujeres. Escribir una apasionada carta a una por la mañana e irse luego tranquilamente a pasar la tarde con otra, era en él la cosa más natural del mundo. Luego vendrían las más famosas, Anna Lindsay, Madame de Staël, Charlotte de Hardenberg, que fue su segunda esposa, la Cécile del relato homónimo, la actriz Julie Talma o Madame Récamier. Con muchas de ellas mantuvo a lo largo de su vida una apasionada correspondencia. En fin, «un hombre libre, pero siempre encadenado por las mujeres», dijo de él Marcel Arland. Un hombre que fue de fracaso en fracaso, hasta convertirse finalmente en un héroe nacional y un clásico de la literatura universal que, casi dos siglos después de muerto, sigue teniendo todavía lectoras y lectores fieles.

MANUEL ARRANZ

FUENTE:

Título original: Le cahier rouge

 

Benjamin Constant, 1907

 

Traducción: Manuel Arranz

 

Prólogo y cronología: Manuel Arranz

 

Diseño de cubierta: Editorial Periférica

 

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