viernes, 9 de diciembre de 2022

Dominique Urvoy Averroes Las ambiciones de un intelectual musulmán. (FRAGMENTO)




 Dominique Urvoy

Averroes

Las ambiciones

de un intelectual musulmán

El libro de bolsillo

Historia

Alianza Editorial

T ítulo orig ina l; Averroes,

T r a d u c t o r : Delfina Serrano Ruano

Diseño de cubierta; Alianza Editorial

Ilustración: Averroes. Capilla de los españoles (detalle). Iglesia de Santa

María Nóvella. Florencia (Italia),

Fotografía: ORONOZ .

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley,

que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones

por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren

o comunicaren públicamente, en lodo o en parte, una obra literaria, artística

o científico, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en

cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio,.sin la preceptiva

autorización.

© Flammarlon, 1998

© De la traducción; Delfina Serrano Ruano, 1998

© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1998

Calle Juan Ignacio Lucade Tena, 15;

2S027 Madrid; teléfono 91 393 88 88

ISBN: 84-206-3522-7 ■

Depósito legal: M. 45.744-1998

Impreso en Closas-Orcoyen S. L.

Pol. Ind. Igarsa. Paracuellos de Jarama, (Madrid)

Printed in Spain

Uxori dilectissimae

Para la mayor parte de los personajes y términos específicos se dan

referencias en el texto. Sin embargo, algunos de ellos remiten a un

panorama demasiado amplio como para poder darles en la narración

el desarrollo que merecen; por ello, han sido objeto de una

nota en el glosario situado al final del libro.

Prefacio

Una figura mítica y desconocida

Pocos autores han visto su personalidad tan ignorada en beneficio

de sus escritos como Averroes. Sin duda, el papel de

comentador de los autores griegos, que él desempeñó con

convicción, ha influido en este sentido. En el mundo árabe,

los escasos escritores antiguos que le citan como pensador

sólo le conocían -con una excepción mu y notable' - bajo ese

aspecto. En el mundo occidental, por el contrario, su renombre

como filósofo es tal, que se creó el neologismo «averrofstas

» para designar no solamente a aquellos que reconocen

seguirle, sino también a los autores que se contentan con servirse

de él. En este último caso, sin embargo, la consecuencia

no ha sido distinta: ia de que el personaje haya sido relegado

a un pasado indeterminado.

En efecto, durante mucho tiempo, Averroes y Aristóteles

fueron clasificados con la misma etiqueta de «antiguos», sin

tener en cuenta ni los dieciséis siglos que separan el siglo iv

a. C. del xii d. C-, ni la gran diferencia existente entre la civilización

de la Grecia antigua y la de la España musulmana

{llamada ai-Andalus en árabe). Por otra parte, tal confusión

no ha desaparecido totalmente. La imagen de un Averroes

«redescubridor de Aristóteles» que cultivan periodistas y cineastas

da la impresión de una brusca compresión del tiempo,

donde las distancias cronológicas y culturales quedan

como encerradas entre paréntesis por esta exhumación

de un texto olvidado. Ahora bien, eso no tiene sentido,

pues Aristóteles era ya muy conocido por los árabes en el

siglo viii y se había convertido rápidamente en «el primer

maestro» de una escuela que, bajo la denominación de fabafa,

no hacía más que retomar, arabizándolo, el nombre griego

de philosophia. Averroes no «redescubrió» a Aristóteles,

sino que lo enfocó de forma completamente diferente a

como lo habían hecho sus predecesores.

Es, por tanto, el espíritu particular con que nuestro autor

andalusí consideró a los pensadores griegos lo que debe llamar

la atención; lo que nos remite a sus opciones intelectuales,

a sus motivaciones ideológicas y a lo que, en el contexto

de su tiempo, pudo influir sobre ellas.

Pero no es solamente contra el espíritu antihistórico de la

Edad Media y de ios inicios de la Época Moderna contra lo

que hay que reaccionar. El siglo xix, que situó la disciplina

de la Historia en el centro de sus preocupaciones, no se encuentra

por ello exento de errores graves. En esa época, en

efecto, al mismo tiempo que se reemplazó el término «averroísta

» por otro neologismo, el de «averroismo», que supone

la existencia de una unidad de perspectiva entre todos los

considerados averroístas -lo cual se halla lejos de estar probado-

se confinó a nuestro autor árabe en un debate, presentado

como un combate, entre filosofía y religión. En la

primera versión de su tesis, Averroes et Vaverroisme, publicada

en 1852, Ernest Renán, sin conocer más que las obras

aristotélicas de Averroes, basó su análisis en un corpits limitado,

constituido por textos tradicionalmente estudiados en

Occidente. Por esto, el «averroismo», movimiento propio de

tas universidades europeas de la Baja Edad Media y del Renacimiento,

constituyó, más que su epónimo -el pensador

árabe-, el objeto de su interés y Renán se vio tentado de proyectar

sobre la civilización de este último los juicios que formuló

sobre la historia intelectual de Occidente.

Poco después, el arabista alemán Müller publicó los textos

teológicos personales de Averroes, y otro semitista,

Munk, aportó las indicaciones históricas que permitieron

proyectar nueva luz sobre los escritos de Averroes. En la segunda

versión de su libro Renán mencionó esos trabajos,

pero no modificó en nada sus conclusiones iniciales.

Más tarde, se llevó a cabo un enorme trabajo de publicación

de textos en lengua original -en la medida de lo posible-

o al menos en traducciones fiables, y de trabajos con

perspectiva histórica, pese a lo cual la figura de Averroes

sigue siendo objeto de discusiones y reivindicaciones partidistas.

Aún hoy en día, subsisten defensores del Averroescomentador

que se lamentan de que se haya concedido demasiada

importancia a los textos teológicos de este autor, e

islamólogos que sólo examinan estos uhimos y que se preguntan

cándidamente si «Averroes era verdaderamente musulmán

», por no hablar de las múltiples afiliaciones que tienen

lugar en el seno de tal o cual clan ideológico dei islam

contemporáneo.

De la biografía como empresa arquitectónica

«La biografía es como un andamiaje levantado para la construcción

de un monumento. Una vez culminado éste, se retira

el andamiaje y solamente queda lo que es interesante; a

saber, la obra», decía Geoiges Dumézil- Más que un andamiaje

destinado a ser suprimido, ¿no se sitúa la biografía entre

los parámetros que el arquitecto debe tener en cuenta:

objetivo del encargo, consistencia de los materiales disponibles,

resistencia del suelo, capacidad del propio arquitecto,

etc.? Tenerlos en cuenta no suple la contemplación del edificio,

sino que permite comprender la naturaleza y la organización

del mismo.

Es a la biografía intelectual a la que han sido consagradas

las páginas que siguen. La vida misma de Averroes sólo se

conoce por fragmentos, y lo que se sabe no resulta en modo

alguno pintoresco. Por otra parte, sería ilusorio creer que un

autor musulmán ha de ser necesariamente «exótico». Las

peripecias de su vida no fueron en absoluto novelescas ni invitan

a la evasión soñadora. Las referencias sobre las que llamaremos

la atención se hal Ian desprovistas de todo carácter

romántico. No puede hablarse de Averroes como Washington

Irving o Chateaubriand hablaron de las últimas dinastías

de la Granada islámica.

En nuestro caso, hemos pretendido enriquecer las escasas

indicaciones de los biógrafos y de los cronistas con todos los

complementos exteriores de los que disponíamos: la descripción

de la época, de las vicisitudes políticas y de las tensiones

ideológicas, de las características de los medios sociales,

profesionales o políticos en los que evolucionó nuestro

personaje; en fin, de los movimientos de ideas a los que se

adhirió o que, por el contrario, combatió. Para ello, de vez en

cuando tendremos necesariamente que retroceder en el

tiempo, pues en el islam el peso del pasado, y más exactamente

de los orígenes, es mucho mayor que en Occidente.

Por todas estas razones he elegido denominar a Averroes

un intelectual musulmán. Por supuesto, el término «intelectual

» es una noción occidental, forjada recientemente, ya

que su acepción sociológica aparece con el affaire D rey fus.

Pero por su «contenido combativo» tiene la ventaja de definir

no tanto una categoría existente cuanto un grupo que aspira

a hacerse reconocer. En un libro célebre, Jacques Le Goff

parecía pensar que la Edad Media latina había concedido ya

un estatuto social al intelectual. Si él escogió este término,

decía, «no era el resultado de una elección arbitraria. Entre

tantos nombres: sabios, doctos, clérigos, pensadores [la terminología

del mundo del pensamiento siempre ha sido

vaga], el término intelectual designa un medio de contornos

bien delimitados: el de los maestros de las escuelas. Se anunció

en la alta Edad Media, se desarrolló en las escuelas urbanas

del siglo xii y se extendió a partir del xin en las universidades,

englobando a aquellos que tienen el oficio de pensar y

de enseñar su pensamiento»2. Pero reconoció enseguida que

fue a posteriori cuando esta clase se distinguió y cuando los

que pertenecían a ella tuvieron dificultades para ponerse de

acuerdo en una denominación que fijara claramente su

orientación. De forma significativa, Le Goff se detiene en el

término elegido por el primer gran «averroísta», Siger de

Brabante, philosophus, que el historiador declaró preferir al

de «clérigo», generalmente admitido entonces, pero no obstante

«equivocado». ¿No es cierto que llegó a afirmar que

«fue en el medio averroísta de la Facultad de Artes [de París]

donde se elaboró el ideal más riguroso del intelectual?3»

Silos averroístas latinos, que constituyen la mejor ilustración

del intelectual, difícilmente son reconocidos como tales,

la dificultad se incrementa aún más si nos referimos al

entorno musulmán de Averroes. Incluso la lengua árabe

moderna no dispone de un vocablo para designar exactamente

al intelectual. En el mejor de los casos, se habla de la

clase cultivada (al-tabaqa al-mutaqqafa). Pero si se quiere

pasar del adjetivo al sustantivo se retoma la fórmula de la

lengua clásica: el letrado (adib). Ahora bien, tal expresión no

conviene a nuestro autor, que experimentó por ella la misma

aversión que Siger de Brabante por «clérigo». A menudo,

Averroes, para referirse colectivamente a la categoría de la

gente cultivada, de la que esperaba un esfuerzo filosófico,

empleó el término corriente de sabio (h u k am á sing.

hakím), que sería ei más próximo al philosophus de Siger.

Pero eso no le parecía suficientemente explícito y, según los

contextos, recurrió a otros vocablos.

La fórmula más próxima a «sabios» sería «gente de la

prueba» (ahí al-burhán). Sin embargo, sigue siendo ambigua

» pues puede designar tanto a los que son capaces de buscar

la prueba a través de la argumentación, a lo cual aspiraba

Averroes, como a los que pretenden disponer de la prueba absoluta,

establecida por el Corán (XII, 24) en la «manifestación

» de Dios, lo cual designaría entonces a sus enemigos

teológicos. Asimismo, buscó otras expresiones, pero fue

como salir de Málaga para entrar en Malagón; sólo en la

obra conocida como su manifiesto doctrinal, El discurso decisivo

sobre el acuerdo entre la religión y la filosofía, vemos

aparecer varios términos que tienen todos el inconveniente

de haberse cargado, a lo largo de la historia del islam, de un

sentido religioso, incluso místico, cuando no sectario: la

«gente de la verdad» (ahí al-haqq), «el que sabe» {al-carif), el

«gnóstico» (al-‘árifbi-Lláh)...*

Averroes cayó, por tanto, en la trampa del lenguaje y sus

convenciones. Sus esfuerzos por definir al grupo de personas

que, a la vez, saben de una cierta ciencia, de orden divino,

pero que proceden por argumentación, pecan de fórmula

ambigua y estereotipada, no satisfaciéndole ni a él ni a sus

interlocutores. De todas formas, tales esfuerzos fueron innegables

y, en la medida en que prepararon una aportación

cultural considerable para la modernidad, nos corresponde

tratar de sacarlos a la luz.

jueves, 8 de diciembre de 2022

Cancion De Cuna Y Otros Poemas (Bilingue)Auden W H

 


Cancion De Cuna Y Otros Poemas (Bilingue)

Muchos consideran a Wystann Hugh Auden (York, 1907) el mejor poeta inglés del siglo XX. Su obra, caracterizada por una amplia y arriesgada paleta de preocupaciones morales y destrezas formales, conforma uno de los testimonios más lúcidos, implacables y memorables de su época. La poesía de Auden ha sido, además, una de las más influyentes y rompedoras, un influjo que no ha hecho más que agrandarse con el paso del tiempo.
Eduardo Iriarte ha llevado a cabo en esta edición, con excelente criterio e impecable oído, una selección cronológica de los mejores poemas de Auden (con piezas memorables como Gare du midi y Lullaby, la canción de cuna que da título a la antología), cuya lectura, hoy como ayer, supone una de las experiencias más iluminadoras y enriquecedoras que nos puede brindar la poesía universal.

 

Auden W H

Wystan Hugh Auden es un poeta, dramaturgo y crítico literario estadounidense. Nació el 21 de febrero de 1907 en York.

En el año 1925 entra en el Christ Church College de Oxford, convirtiéndose en el líder de un grupo de intelectuales entre los que figuraban Stephen Spender, Christopher Isherwood, Cecil Day Lewis y Louis MacNeice. Trabajó como maestro de escuela en Escocia e Inglaterra durante cinco años. En los años 30, formó parte en Londres de un círculo de jóvenes poetas de izquierdas.

Su libro Poemas (1930), que le dio fama, trata del hundimiento de la sociedad capitalista. Posteriormente escribe tres obras de teatro junto a Isherwood: El perro bajo la piel (1935), El ascenso del F-6 (1936) y En la frontera (1938).

En 1935, contrajo matrimonio con Erika Mann para proporcionarle un pasaporte británico y ayudarla a escapar de la Alemania nazi. Su pareja fue sin embargo Chester Kallman, a quien conoció en Estados Unidos. En el año 1937, colaboró con los republicanos en la Guerra Civil española, conduciendo una ambulancia. Ese mismo año recibió la medalla de Oro del Rey a la poesía, máximo galardón en su país. Viaja a Islandia y China.

Escribió Carta desde Islandia (1937) y Viaje a una guerra (1939). En 1939, se radica en Estados Unidos y posteriormente adoptó la nacionalidad estadounidense. Trabajó como crítico, conferenciante y editor. Su Hombre doble (también titulado Carta de Año Nuevo) (1941) y Por la hora presente (1944) exponen su creciente interés por temas religiosos. La edad de la ansiedad (1947), poema dramático, le hizo merecedor del Premio Pulitzer de Poesía en 1948.

Entre su obra destacan: Poemas completos (1945), El escudo de Aquiles (1955), Poemas extensos completos (1969) y varios libretos de ópera escritos en colaboración con Kallman.

De 1956 a 1961 trabajó como profesor de poesía en Oxford, y en 1972 regresó a Christ Church como escritor residente.

W. H. Auden falleció en Viena el 29 de septiembre de 1973.

 

 Contribución: DR. ENRICO PUGLIATTI.

 PRÓLOGO

 La plegaria perfecta

Auden estaba tomando unas copas rodeado de amigos como Cecil Day Lewis y su esposa, Stephen Spender y la suya, y Chester Kallman, quien fue su pareja desde 1939 hasta su muerte en 1973. Narraba alguna anécdota graciosa y todos reían a su alrededor, pero en ese momento pasó un marinero y Kallman, sin mediar palabra, salió detrás del atractivo joven. Auden mantuvo la sonrisa como si nada hubiera ocurrido, pero Spender vio que le resbalaba una única lágrima por la mejilla.

En esta fugaz semblanza que hace Joseph Brodsky en su libro Marca de agua, queda plasmada de un solo trazo la actitud de Auden ante la vida, su resignado estoicismo, su convencimiento de que «la soledad es la condición necesaria del hombre». Pero también se aprecia en ella su certeza de que la existencia –y por tanto el arte que la refleja– tiene que estar despojada de un dramatismo innecesario y ser animada, trivial en cierta medida, por mucho que la tragedia siempre esté al acecho. No en vano, como diría el propio Auden en su vertiente de ensayista provocador, «ser capaz de dedicar toda una vida al arte sin olvidar que el arte es frívolo es un logro muy señalado, que no está al alcance de cualquier talante».[1]

Hay que tener en cuenta que la escena descrita por Brodsky tuvo lugar cuando el poeta iba ya camino de cumplir los sesenta, y su rostro, sumamente deteriorado a causa del denominado síndrome Touraine-Solente-Golé, ya no era ni mucho menos el del lampiño estudiante de Oxford, sino que tenía el aspecto, en palabras del mismo Auden, de «una tarta de bodas olvidada bajo la lluvia». De acuerdo con una descripción más precisa y benévola del escultor Henry Moore, lo que llamaba la atención era «la monumental dureza de su rostro, sus profundas arrugas como surcos de arado en un campo», un abrupto panorama conformado de resultas de la incesante erosión del tiempo y los elementos, no muy distinto en ese sentido del paisaje de piedra caliza de su infancia, aquel que consideraría su único hogar ideal y al que regresaría una y otra vez en sus poemas.

Criado en el seno de una familia anglocatólica en el Birmingham industrial de primeros del siglo XX, el niño Wystan Hugh Auden no tardó –como suele ocurrir con la mayoría de los creadores– en inventarse un mundo propio, regido por normas dictadas a su antojo pero no por ello menos estrictas, donde poder dar rienda suelta a su imaginación. En su caso, era un laberinto subterráneo, un entramado de pozos mineros en el que tenían cabida toda suerte de maquinarias ideales. Años después, cuando llegara al resplandeciente Oxford de los años veinte, donde coincidiría con figuras como Betjeman, Spender, Day Lewis o MacNeice, este pequeño universo fraguado en su infancia empezaría a quedar plasmado en escritos de juventud que, al igual que los de sus compañeros de reemplazo, ya tenían una viva voluntad de marcar distancias con respecto a la poesía de sus mayores.

Donde más diferían de la generación anterior –Eliot, Edith Sitwell, Owen, Graves– era en su aspiración a asimilar en su poesía el mobiliario de la era industrial, no como mera decoración a la moda, sino como esqueleto y fuente de energía; en su intento de reconciliarse con el mundo moderno tal como existe en una realidad nada poética, en vez de eludirlo o reaccionar contra él.[2]

Llama la atención en los primeros poemas de Auden una actitud marcadamente autista, un mundo propio tan ferozmente defendido que su cerrazón raya a veces en la paranoia. Si el papel destacado de las minas hace pensar de inmediato en un proceso introspectivo, también va cobrando fuerza la sensación de que ya desde un principio Auden entiende su poesía como un juego lingüístico, un artefacto regido por códigos privados y leyes ocultas que delata el miedo del autor a que alguien consiga penetrar en ese universo interior tan minuciosamente elaborado. Están asediados estos poemas por abundantes referencias a la culpa y al deseo sexual como un espectro que acecha, así como al amor perseguido desde fuera pero también desde dentro. Según comenta John Fuller acerca de «El agente secreto», «El amor se ve obligado a actuar como un agente secreto porque el individuo no reconoce conscientemente su deseo (el espía) y lo reprime. “Ellos”, que hacen caso omiso de sus telegramas, y acaban por dispararle, representan la voluntad consciente, el Censor que reprime los deseos emocionales del individuo».[3] Esta idea del amor como algo pecaminoso, oculto, y doblemente gozoso por ello, irá resurgiendo periódicamente en su poesía:

Nuestro susurro no despertó reloj alguno,

nos besamos y me alegré

de todo lo que hacías,

indiferente a quienes

estaban sentados con ojos hostiles

por parejas en cada cama,

sus brazos en torno al cuello del otro,

inertes y vagamente tristes.[4]

Fue en buena medida esta tensión interna, este juego que consiste en insinuar y al mismo tiempo ir escondiendo las intenciones del poeta, lo que hizo que su poesía resultara tan fascinante desde el primer momento, y le valiera un puesto destacado entre los poetas emergentes de su época desde que viera la luz su primer volumen, Poemas, en 1928, cuando Auden apenas tenía veintiún años.

Al verse convertido en portavoz de su generación, su poesía empezó a sufrir muy pronto un proceso de depuración en tanto que fue volviéndose más accesible y consolidando un trasfondo más abiertamente político. Cada vez en mayor medida, se observa la necesidad del autor de conjugar la satisfacción íntima con la responsabilidad social, el placer estético con la revelación de la realidad. A principios de los años treinta empezó a demostrar cierta admiración por el comunismo, con poemas en los que se hacía patente la búsqueda de un líder, una salida a la crisis social, pero su actitud no era tanto la de un seguidor convencido del ideario marxista cuanto la de alguien que perseguía una alternativa viable a una situación manifiestamente insostenible. Si bien su compromiso político fue adquiriendo cada vez mayor importancia, como quedaría reflejado en obras de teatro escritas mano a mano con Isherwood –The Dog Beneath the Skin o The Ascent of F6– y en documentales cinematográficos abordados desde una perspectiva socialista sobre los mineros y la compañía de correos –Coal Face y Night Mail–, Auden, a diferencia de otros amigos suyos como Spender y Day Lewis, no llegó a afiliarse al Partido Comunista. Lo que sí hizo, no obstante, fue acudir a la llamada a las armas cuando estalló la guerra en España, si bien esa respuesta dio pie a uno de los pasajes más oscuros y enigmáticos de su trayectoria vital.

Aunque cuando por fin partió para España no fue en calidad de soldado sino de conductor de ambulancia, al llegar a la península en enero de 1937 tampoco se le permitió llevar a cabo esta tarea, y por causa de problemas burocráticos se vio relegado a cubrir un puesto de locutor de radio que, debido al escaso alcance de las emisiones y a que estas eran en inglés, tenía como únicos oyentes a los voluntarios internacionales. Aburrido de la propaganda, se fue hacia el frente de Aragón, pero unos días después volvió a Inglaterra profundamente desencantado. Poco dijo a la sazón sobre su experiencia en España, pero el breve viaje tuvo dos claras consecuencias: por una parte, empezó a desengañarse del ideal comunista, y por otra, se replanteó su actitud hacia la religión que, de una manera indeliberada, había abandonado años atrás.

A pesar de seguir plenamente convencido del deber político del escritor como ciudadano y de que la función primaria de la poesía, como de todas las artes, no es juzgar ni adoctrinar, sino ofrecer opciones y «hacer que seamos más conscientes de nosotros mismos y del mundo que nos rodea», sus contradicciones internas con respecto a su ideario político comienzan a aflorar en poemas como «España, 1937», escrito a su regreso, y que a pesar de ser uno de los títulos más celebrados de su carrera, quedaría excluido tiempo después de la edición de sus poemas completos, como también sería el caso de otro de los ejemplos más famosos de la poesía comprometida de Auden en los años treinta: «1 de septiembre de 1939», paradigma de las continuas revisiones y variaciones a que este autor sometió su obra con el paso de los años.

Las últimas estrofas de este poema se publicaron originalmente así:

Lo único que poseo es una voz

para desarmar la mentira plegada,

la mentira romántica en el cerebro

del sensual hombre de a pie

y la mentira de la Autoridad

cuyos edificios tantean el cielo:

no hay nada parecido al Estado

y nadie existe en soledad;

el hambre no deja opción

al ciudadano ni a la policía;

debemos amar al prójimo o morir,

Pero Auden cuenta en el prefacio a la Bibliografía de Bloomsfield cómo, al leer el poema tiempo después y llegar al último verso, pensó: «¡Esto es una maldita mentira! Debemos morir de todas maneras», y lo cambió para la siguiente edición por «Debemos amar al prójimo y morir». Al no quedar satisfecho con ello, suprimiría posteriormente la estrofa entera, pero como esa solución tampoco le pareció idónea, acabó por desechar el poema en su totalidad, aduciendo que estaba «infectado de una deshonestidad incurable».

Es precisamente el final de la década de los treinta, y el cambio de escenario del poeta, que, a punto de estallar la segunda guerra mundial y llevado por el ansia de escapar del provincianismo cultural británico, se trasladó a vivir a Nueva York, lo que constituye, según ha dado en aceptar la crítica, el punto de inflexión en la obra de Auden. Si el panteón de este autor lo fueron ocupando sucesivamente Hardy, Eliot (quien rechazó su primer manuscrito en 1927 y luego fue publicando sus sucesivas colecciones en la casa editorial Faber & Faber) y Yeats, en los años cuarenta los ecos de estas voces irían desapareciendo de su poesía.

Acechado por un sentimiento de culpabilidad al ser acusado de encontrarse a salvo en Estados Unidos mientras sus compatriotas sufrían los bombardeos alemanes, Auden atravesó momentos de intensa transformación personal que fueron quedando plasmados en poemas largos en los que es patente el regreso a la fe de sus antepasados y al simbolismo cristiano, su profunda preocupación por la situación internacional y la concepción del arte como «compensación de una vida menoscabada». Carta de Año Nuevo, una epístola dirigida a una figura materna, podría interpretarse también como una suerte de justificación pública por su supuesta deserción de Gran Bretaña, y El mar y el espejo, arte poética confesa de Auden, es, según Fuller, «una discusión semidramatizada de la relación entre la vida y el arte en el contexto de la posibilidad espiritual»:[5]

soy lo que soy, tu difunto y solitario amo,

quien sabe ya lo que es la magia: el poder para encantar

que surge de la desilusión. Lo que pueden enseñar los libros

es que la mayoría de los deseos acaban en charcas apestosas,

[...]

todo lo que no somos devuelve la mirada a lo que somos.

Es en esta segunda época cuando cobran más fuerza temas como, en palabras del propio poeta, «la crisis espiritual de nuestros tiempos, es decir, la división entre la razón y el corazón, lo individual y lo colectivo, el ineficaz intelectualoide liberal y el demagogo práctico y brutal», y se aprecia una búsqueda cada vez más inquieta del instante absoluto y una idea del tiempo como responsabilidad:

Las vidas que te obedecen se mueven como la música,

convirtiéndose ahora en lo que solo pueden ser una vez,

haciendo del silencio el sonido decisivo: suena

sencillo, pero hay que dar con el tiempo.[6]

O también,

Ninguno de ellos era capaz de mentir,

no había ni uno solo que fuera consciente de estar muriendo

o que pudiera con un ritmo o una rima

asumir responsabilidad por el tiempo.[7]

El amor a una persona entendido como una manera de amar a la humanidad entera es precisamente el único modo de trascender y de luchar contra ese miedo arraigado en Auden a perder el tiempo y a que el tiempo se pierda definitivamente, y es en este contexto donde medra la duda de si la poesía tiene sentido y utilidad como medio de defensa en un mundo despedazado.

... no hay palabra escrita del puño del hombre que pueda detener la guerra ni estar a la altura del alivio

de su inconmensurable desdicha.[8]

Entre los versos más conocidos de este autor, o al menos entre los que más han dado que hablar, está el de «la poesía no hace que ocurra nada: sobrevive / en el valle de su concepción», de «En memoria de W. B. Yeats». Pero probablemente Auden lanzó esta máxima como una provocación, como una forma de enfrentarse a sus propias dudas, pero también como una llamada a la acción. La hondura moral de su poesía reside en su firme compromiso de seguir afilando su poética como único antídoto contra la mentira institucional y aceptada y la devaluación de la palabra, como única arma en una sociedad en la que «la verdad se sustituye por el Conocimiento Útil», compromiso este que constituye un acto de resistencia ética de innegable provecho práctico.

Convencido de que las artes «son casi el único medio que tenemos de comulgar con los muertos», Auden invoca a los grandes maestros, a los difuntos por los que siente respeto y admiración, y se somete a su juicio, como demuestra con detalle en la escena de Carta de Año Nuevo en la que se sienta como acusado ante un tribunal debidamente constituido, o, de una manera más visceral, en «La caverna de la creación», donde invoca a su fallecido amigo Louis MacNeice para que lo guíe en sus esfuerzos:

Viendo que conoces

nuestro misterio

desde dentro y por tanto

hasta qué punto, en nuestras guaridas solitarias, necesitamos la compañía

de nuestros queridos muertos, para que nos

consuelen en días tristes cuando el yo es una nulidad

vertida sobre un montón de nada.

Pero si hay una preocupación que descuella por encima de todas las demás es el temor a que, en el futuro, su poesía pasara a ser propiedad de unos herederos que pudieran hacer un uso incorrecto de ella. «Puede que al desear que se destruyera su obra, Kafka hubiera previsto la naturaleza de la mayoría de sus admiradores», escribió en «El yo sin sí mismo», uno de sus ensayos sobre literatura recogidos en La mano del teñidor. Había visto lo ocurrido con Yeats, que

... se convirtió en sus admiradores.

Ahora está disperso por un centenar de ciudades

y entregado por completo a afectos desconocidos,

para encontrar su dicha en otra clase de bosque

y ser castigado bajo un código de conciencia extranjero.

Las palabras de un hombre muerto

se transforman en las entrañas de los vivos.[9]

De ahí que le pesara tanto la tergiversación partidista que se hizo de poemas suyos como «España, 1937» o «1 de septiembre de 1939», y su decisión de dejarlos de lado, ya que, como señala Fuller: «La obra de un poeta acaba por ser independiente de él porque no tiene control sobre la interpretación que hará de la misma la posteridad».[10]

Pues bien, en el caso de Auden, este peligro es especialmente grave. Como dice Adam Zagajewski en su libro En defensa del fervor, «Auden pertenece a la familia de poetas cuya obra no exhala el olor de las rosas sino el de la razón». A pesar de su devoción por el formalismo, lo que debe primar en su poesía es el discurso, y para no inducir a equívocos, en esta antología hemos optado por una traducción en verso libre con el fin de no encorsetar los poemas en metros que no serían los suyos propiamente dichos, acompañar al autor con la mayor escrupulosidad posible por sus complejos meandros sintácticos y preservar su tono inconfundible además de eso que, según el propio Auden, sobrevive a la traducción: la perspectiva particular del mundo de un autor.

Para no lastrar innecesariamente la lectura de esta selección, hemos obviado en casos concretos algunas peculiaridades en la escritura de Auden como ciertas omisiones de artículos, sujetos o conjunciones, al igual que, donde era imperioso, su puntuación tan poco convencional. El orden con el que se presentan los poemas es el mismo en que los recoge en Collected Poems Edward Mendelson, autor con el que esta antología está en deuda por sus magníficos análisis de la obra de este poeta en Early Auden y Later Auden, igual que lo está con un estudio abrumadoramente minucioso como es W. H. Auden: A Commentary, de John Fuller, herramienta imprescindible de traducción.

Y es que uno debería tener varias vidas para entender y traducir poemas tan dispares, o ser diferentes personas, como lo era quien escribió «La carta» con respecto a quien años después escribió «El novelista», poema que analiza el papel del autor como depositario de la pesada carga de interpretar al ser humano y mostrar su esencia, de quedar

... sujeto a

dolencias vulgares como el amor, entre los Justos

ser justo, entre los Sucios sucio también,

y sobre la endeblez de su propia persona, si puede,

soportar discretamente todos los agravios del Hombre.

Una tarea así solo puede acometerla alguien capaz de entender que, como dice Brodsky: «Nosotros partimos y la belleza permanece. [...] Nosotros miramos hacia el futuro y la belleza vive en un eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de quedarse rezagado». Auden veía el incesante proceso de afinamiento de su poesía como una manera de aspirar a la plegaria perfecta, un acto de resistencia frente al caos. Era consciente de que al amolar las palabras iba alcanzando un resultado similar al que obtiene el agua a fuerza de erosionar la tierra, que, como ocurre con el paisaje en esencia humano de «Elogio de la piedra caliza», se disuelve recordándonos nuestra propia transitoriedad.

«Wystan seguía riéndose, pero una lágrima le resbalaba por la mejilla.» Una imagen que bien merece la pena tener presente al abordar la lectura de estos poemas.

EDUARDO IRIARTE, 2006

lunes, 5 de diciembre de 2022

LA TORRE HERIDA POR EL RAYO Ferndando Arrabal

          



   LA TORRE HERIDA POR EL RAYO

            La torre herida por el rayo Ferndando Arrabal

 LA TORRE HERIDA POR EL RAYO

 

Ferndando Arrabal


 

 

 
 
 Premio Eugenio Nadal 1982
 Ediciones destino Colección Ancora y Delfín Volumen 70
 © Fernando Arrabal Ediciones Destino, S.A. Consejo de Ciento, 425 Barcelona-9 Primera edición: febrero 1983 ISBN: 84-233-1240-2 Depósito Legal: B. 3866-1983 Compuesto, impreso y encuadernado por Printer, industria gráfica sa Provenza, 388 Barcelona-25 Sant Vicenç deis Horts 1983 Impreso en España - Printed in Spain   

 

 «La torre herida por el rayo» La imagen presenta una torre semiderruida por un rayo que cae sobre ella en la parte superior (cabeza). Esta torre es la columna del poder. Los ladrillos son de color de carne para ratificar que se trata de una construcción viviente, imagen del ser humano. El naipe expresa el peligro al que conduce todo exceso de seguridad en sí mismo, v su consecuencia: el orgullo. Megalomanía, persecución de quimeras y estrechó dogmatismo son los contextos del símbolo. (EL TAROT)

 Elías Tarsis no levanta la mirada, gracias a ello sus ojos no chocan con los del «robot implacable» que tiene frente a él. Si lo hiciera no podría reprimir el impulso de arrojar a su cara empedrada el tablero y las piezas de ajedrez. —Huele a asesino que apesta. Llevo ya dos meses soportando este tufo. Es un criminal... podría probarlo. Claro que podría demostrarlo, pero ¿quién le escucharía? ¿A quién le interesaría verificar las pruebas indiscutibles — según él — que ha acumulado durante un año? En realidad, ambiciona, más que acusar y condenar a Marc Amary, vengarse de él. Por culpa de esta máquina inexorable, de este autómata de sangre y vileza ha sufrido la pena más negra. Cuando la recuerda siente como si una ampolla de mercurio incandescente se paseara de su corazón a su cerebro y de su cerebro a su corazón. Comprende que tiene que sosegarse si quiere ganar el desafío ajedrecístico comenzado hace ya dos meses: tiene que conducir su inteligencia a través de los meandros de la acción pero sin que la sed de venganza le desoriente. Marc Amary, para todos, árbitros, espectadores y miembros de la federación, no es el «robot de sangre y huesos» que pinta Tarsis, sino la imagen misma de la serenidad. Y de la Ciencia con C mayúscula. Probablemente podría asegurar como Leonardo de Vinci que el pájaro es un instrumento funcionando según las leyes matemáticas.

Tras el extraño y sensacional secuestro del ministro soviético de Asuntos Exteriores, Igor Isvoschikov, a su paso por París, la curiosidad de la prensa por el campeonato del mundo de ajedrez ha disminuido; sin embargo, el interés de los ajedrecistas, ahora que se vislumbra el desenlace, alcanza su cenit. Para ellos, nada hay más hermoso que lo verdadero. El teatro del Centro Beaubourg, marco del duelo, continúa abarrotándose ante cada partida, pero los espectadores ahora sólo se reclutan entre los aficionados más ardientes, aquellos para quienes las cinco horas (¡tan breves!) que suelen durar cada una de las sesiones son instantes en los que adivinan el perfume del asombro y el destello de la insolación, insolación que reciben como el maná del desierto. Los mirones que invadieron la sala los primeros días seguramente ahora prefieren seguir las pasmosas aventuras que van concibiendo y destilando con tino y parsimonia los raptores del dignatario soviético. Terroristas, por cierto, que hacen gala de tanta pericia epistolar como talento dramático. Un «Comité Communiste International» secuestrando a un dirigente del Kremlin es un estreno que no puede dejar indiferente al gran teatro del mundo. Durante las veintitrés partidas que Tarsis ha jugado ya en este campeonato contra Amary, ha contemplado irritado el ciclo machacón de las ceremonias maniáticas de su adversario, lo que llama «sus ritos de castrado». Ahora que tras dos meses de refriega, trece partidas declaradas nulas, y cinco victorias cada uno, el próximo triunfo (el sexto y definitivo) dará al ganador el título de campeón del mundo, Tarsis teme que su furor se le suba a la cabeza y le haga perder la razón o, lo que es peor, la concentración. Marc Amary es posible que se acuerde de los minutos y de los segundos que pasan, y que por ello ni use ni necesite reloj. (Los espectadores más entusiastas aseguran que todo en el genio es enigma.) Los martes, jueves y sábados — días en que se inician las partidas — se presenta sistemáticamente (éste es el adjetivo que habría que utilizar continuamente al referirse a Amary) a las cuatro menos cincuenta y cinco segundos, ni uno más ni uno menos. Tictac, tictac, su computadora de sangre y subconsciencia funciona automáticamente. O casi. Y el inquebrantable proceso comienza: invierte diez segundos en trasladarse desde la puerta del escenario a su sillón y en sentarse; veinte segundos en escribir la fecha, el nombre de Tarsis y el suyo en la planilla; diez segundos en verificar que se ha dado cuerda a tope a los dos relojes de control de tiempo y los quince segundos restantes en acomodar las figuras y los peones (perfectamente dispuestos ya según las reglas del ajedrez sobre el tablero) a su norma mágica o, como diría Tarsis, a sus exigentes caprichos «de asesino»: cada uno de los dieciséis trebejos tiene que ocupar el centro riguroso, al milímetro, de su casilla; los caballos con sus cabezas alineadas hacia él (¿adorándole?); las ranuras de los alfiles exactamente frente a sus ojos y los brazos de la crucecita que corona a su Rey paralela a la línea invisible que trazan sus dos codos sobre la mesa. «Carguen, apunten, fuego.» A las cuatro en punto, momento en que el árbitro pone en marcha el reloj del jugador que lleva las blancas, dando con ello comienzo de forma oficial a la partida, Amary se inmoviliza considerando el tablero y las piezas con una atención tan intensa que se diría que los ve por vez primera. Tan sólo los descubre. Cuando juega con blancas inicia a las cuatro en punto dos minutos cabales de reflexión... inútiles para todos los aficionados, ya que concluyen invariablemente con un gesto meticuloso y comedido que el mundo ajedrecístico conoce de memoria: el avance de dos escaques del peón de Rey: I.e2-e4; toma el peón — como siempre cogerá las piezas a lo largo del encuentro — con la yema de sus dedos exangües, el índice y el pulgar. Efectuará todas y cada una de sus jugadas, cualquiera que sea la tensión del choque, con una lentitud y frialdad que pueden parecer indiferentes y que tienen la virtud de exasperar a Tarsis: —Es un sádico redomado. Juega con tanta mesura aparente para sacarme de quicio. Intenta persuadirme de que no necesita perder su sangre fría para romperme la crisma. Así ha planeado todos sus desafueros. ¡Yo soy el único que sé de lo que es capaz! Marc Amary es un investigador suizo del C.N.R.S. (El Centro Nacional de Investigaciones Científicas) afincado en París. A sus colegas no les sorprenderá el día en que los académicos de Estocolmo le otorguen el Premio Nobel de Física por sus descubrimientos sobre el solitón o la gran unificación, pero les desconcertó su súbita dedicación al ajedrez. Y no porque despreciaran este juego. A la mayoría les importaba dos higas. Ninguno de ellos, probablemente, sospecharía que a su deslumbrante y discreto compañero (que había militado sin embargo durante unas semanas en el estrafalario grupo Dimitrov) hoy en día el ajedrez, la Física, el Premio Nobel o el Campeonato del Mundo le importa infinitamente menos que lo que él mismo llama la creación del «hombre nuevo». Tan sólo en una ocasión, hace ya ocho años, en presencia de terceros, durante un simposium sobre «partículas elementales», hizo una declaración que hubiera podido traicionar su pasión. Y que no la traicionó porque los sabios suelen estar en la luna. Estaban, en realidad, en la Universidad de Heidelberg. Cuando un grupo de investigadores danés le pidió que firmara una petición en favor del profesor Yefim Faibisovich, recluso en un campo de trabajo, alegó: —Si yo dirigiera un «centro» de esos, cambiaría los castigos. Daría a los prisioneros lápices y papel en cantidad suficiente como para que pudieran cumplir la condena que les infligiera: realizar el factorial de 9.999... sin calculadora. ¡Qué ocurrencia tan chistosa!: un faraónico castigo consistente en multiplicar 9.999 por 9.998, el producto por 9.997, el nuevo resultado por 9.996... y así hasta llegar a la unidad. Broma que sus colegas interpretaron como una crítica sutil del sistema de concentración... A nadie se le ocurrió imaginar que este interminable suplicio pudiera ser su remedio para eliminar a los enemigos de su causa. Que entonces, ya, se contaban por billones.

Elías Tarsis, hijo de padres españoles, nació en Andorra la Vella..., «por casualidad», precisaba siempre el ajedrecista, como si no se viniera al mundo irremediablemente «por casualidad», cualquiera que fuere la ciudad natal. En su caso, «la casualidad» se cebó a gusto y su madre se apagó en el momento de darle a luz. Su padre llameó nueve años más; a su muerte, Elías fue acogido por su tía Paloma en Madrid. En aquellos años de poder triunfante y sin complejos se convocaba una vez por año un concurso de superdotados; con el mismo candor con que, para fastidiar a los franceses, se cristianó el cognac con un nombre de pila nacional, «jeriñac». Los galos ni se enteraron. Por eso, cuando descubrían superdotados hispanos como Picasso, aseguraban que eran franceses. Tarsis consiguió una de las diez becas de superdotado, la cual le hubiera podido permitir efectuar sus estudios secundarios y universitarios en condiciones económicas inmejorables. Inmejorables quería decir: colegio de curas gratis, libros de bóbilis bóbilis y los gastos de pensión. La tía de Tarsis, para no abusar, se conformó con la mitad de la última ventaja. Y Elías fue mediopensionista. Pero pronto, y ante la consternación de Paloma, que entre tanto había sido nombrada su tutora, renunció a los estudios y se puso a leer historietas infantiles. —A mí los tebeos me van. Y en efecto le iban a las mil maravillas. Encerrado en su habitación, aguantó más de un año, bajo el único retrato que conservaba de su padre: la foto de refugiado político que le habían facilitado las autoridades francesas. Cuando abandonó su cuarto, el piso estaba cubierto por medio metro de ropa sucia, de basura, de latas de conserva vacías, de tebeos manoseados y hasta de restos pringosos a los que por cierto su tía nunca se refirió porque era una mujer moderna que sabía de moral y de buenas costumbres. Con el tiempo esta clase de respeto, por el contrario, ya sólo lo practican las más anticuadas. Con catorce años, Tarsis se fugó a Barcelona donde abordó su vida de proletario con el rango de aprendiz en un taller de orfebrería, antes de recibir la alternativa como fresador.

Sin venir a cuento, la víspera del inicio del Campeonato del Mundo, Tarsis reunió a los tres árbitros y de un tirón les espetó: —Marc Amary es un asesino. Ojo. No quiero que nadie entre en mi salón de descanso. Vale. Y se quedó corto. Para los árbitros se pasó. 

FUENTE:

©1982, Arrabal, Fernando ©1983, Destino Colección: Áncora y delfín,570 ISBN: 9788423312405 Generado con: QualityEPUB v0.27 Corregido: gloin, 14/10/2011 La torre herida por el rayo

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