miércoles, 2 de noviembre de 2022

EL DELATOR Joseph Conrad


 

EL DELATOR

Joseph Conrad

Vino a verme el señor X, precedido por una carta de recomendación de un buen amigo mío de París; deseaba ver, según explicaba la carta, mi colección de bronces chinos y porcelanas.

Mi amigo de París es coleccionista, también. Y no es que coleccione bronces y porcelanas, cuadros, estampas, medallas, sellos, ni nada que pudiera venderse con provecho en un remate público… La verdad es que él rechazaría, muy sorprendido, la etiqueta de coleccionista. Sin embargo, él, precisamente, lo es. Mi amigo colecciona relaciones sociales. Delicada tarea, por cierto. En ella pone toda la paciencia, el entusiasmo y la decisión de un verdadero coleccionista de curiosidades. No incluye su colección ninguna testa coronada. Es que no las considera suficientemente raras e interesantes; pero, hecha esta salvedad, él ha conocido y hablado con todo el mundo que vale la pena de conocer, en cualquier terreno que pueda imaginarse. Observa a sus elegidos, bucea en el fondo de ellos todo lo posible, aprecia su verdadero valor y guarda luego el recuerdo de ellos en las galerías que conforman su memoria. Ha diseñado así a través de Europa toda una red de planes, maquinaciones, intrigas y viajes, con el único fin de aumentar su colección de relaciones personales con gente distinguida.

Como mi amigo es rico, con buenas amistades y despreocupado, en esa colección suya van incluidos no pocos objetos —¿no sería mejor que dijera yo sujetos?— cuyo valor no ha sido debidamente apreciado por el vulgo y que, con frecuencia, carecen de toda popularidad. Precisamente de estos se muestra especialmente orgulloso mi amigo.

Me escribió acerca de X: «Es el mayor rebelde (revolte, decía él) de los tiempos modernos. Lo conoce el mundo como un escritor revolucionario, cuya selvática ironía ha mostrado sin velos cuanto hay de podrido en las más respetables instituciones. Desolladas, en carne viva, nos ha mostrado él las más veneradas testas, y no existe opinión generalmente admitida, ni principio reconocido de conducta o de gobierno, que no haya sido triturado por su ingenio. ¿Quién no recuerda sus flamígeras, rojas octavillas revolucionarias? Cada fajo de ellas, repentinamente esparcidas, solía poner a prueba todo el poderío de la policía europea, eran como una plaga de tábanos pintados de color carmesí. Pero ese escritor tan radical ha sido también un activo promotor de sociedades secretas, el alma misteriosa, desconocida, de audaces conspiraciones, sospechadas o reales, estalladas en plena madurez o bien abortadas. ¡Y ni un indicio de tal secreta actividad ha llegado jamás al mundo en general! Esto es lo que explica que pueda moverse con libertad, hasta ahora, entre nosotros, ese veterano curtido en tantas batallas secretas, como un ser aparte, invulnerable en su aureola de mero publicista, el más destructor que haya existido nunca».

Esto es lo que me escribió mi amigo, añadiendo que el señor X era además un inteligente erudito en materia de bronces y porcelanas, y suplicándome que le enseñara mi colección.

Se me presentó el tal X pues, un día. Mis tesoros estaban reunidos en tres grandes salas, sin alfombras ni cortinajes. No hay en ellas más muebles que las étageres y las cajas de cristales, cuyo contenido supondrá una fortuna para mis herederos. No permito que en aquellos aposentos se encienda lumbre, por temor a posibles accidentes, y una puerta construida a prueba de incendios los separa del resto de la casa.

Aquel día hacía mucho frío. Nos vimos obligados a permanecer con la cabeza cubierta y los abrigos puestos.

De talla mediana y cenceño, de ojos vivos y penetrantes, de larga nariz romana y pies pequeños, avanzaba mi hombre a pequeños pasos mientras contemplaba mi colección con aire inteligente. Yo quería mostrarme a su altura. Por contraste con su bigote y su barbilla, blancos como la nieve, su rostro parecía aun más moreno de lo que era. Con su gabán de piel y su reluciente sombrero de copa, aquel hombre terrible tenía todo el aspecto de un dandy. Creo que pertenecía a una noble familia y de desearlo, hubiera podido usar el título de Vizconde X de la X. Nuestra conversación giró sobre un único asunto: bronces y porcelanas. Su instinto crítico resultaba verdaderamente notable. Nos separamos en términos de la mayor cordialidad.

Dónde se hospedaba él, lo ignoro. Se me antoja que su género de vida debía de ser el propio de un solitario. Supongo que los anarquistas serán gente sin familia… o, al menos, tal como nosotros entendemos esta clase de relación social. Bien puede la organización familiar responder a una necesidad de la humana naturaleza; pero en último término, está basada en la ley, y, por consiguiente, ha de resultar algo odioso e imposible para un anarquista. Pero la verdad es que no logro yo entenderlos. El hombre que tiene esta… esta… persuasión, este convencimiento, ¿continúa siendo anarquista cuando está solo, completamente solo, y, por ejemplo, se retira por la noche a descansar? ¿Pone la cabeza en la almohada, se cubre con las ropas de la cama y se duerme sintiendo la necesidad de aquel chambardement general, como suele decirse en la jerga popular francesa, de aquella voladura de todo lo existente que no parece apartarse un instante de su entendimiento? Y si así es, ¿cómo lo siente? Yo, por mi parte, estoy seguro de que si tal clase de fe (o tal clase de fanatismo) se adueñara de mis pensamientos algún día, no podría yo dominarme o aquietarme lo suficiente para dormir, comer o realizar cualquiera de los rutinarios actos de la vida cotidiana. No querría tener ni esposa, ni hijos; me parece que ni amigos; y respecto a coleccionar bronces o porcelanas, esto sí que ni hay que mentarlo siquiera. Pero la verdad es que no

se nada de él. Lo único que sé es que el señor X solía comer en un restaurante excelente al que también iba yo con frecuencia.

Cuando se le veía con la cabeza descubierta, el plateado tupé que coronaba su cabello, peinado hacía arriba, completaba el sello característico de su fisonomía en la que todo eran óseas cordilleras y hoyos profundos, revestido el conjunto por una especie de máscara de impasibilidad. Sus demacradas y morenas manos, que surgían de los blancos y holgados puños de la camisa, iban y venían desmenuzando el pan, sirviendo el vino y haciendo todo lo demás con reposada y mecánica precisión. Por encima del mantel, la cabeza y el cuerpo se erguían con rígida inmovilidad. No podía aquel incendiario, aquel agitador, mostrar menos calor y animación. Carraspeaba al hablar y su voz era fría, monótona, profunda. No podía decirse de él que fuera locuaz; pero con su aire tranquilo y como falto de interés, parecía más dispuesto a mantener y prolongar la conversación que a cortarla en seco en cualquier momento.

Y su conversación nada tenía de vulgar. Para mí, lo confieso, resultaba estimulante departir tranquilamente, mientras comíamos, con un hombre que de una plumada tenía el poder de minar la fuerza y vitalidad de una, cuando menos, de las monarquías existentes. Esto era lo que de él sabía el público; pero yo sabía más aún. Sabía acerca de él, a ciencia cierta (a través de mi amigo), aquello que los guardianes del orden social en Europa sospechaban o quizás adivinaban confusamente.

Una parte de su vida había sido subterránea. Y como un día y otro me sentaba yo frente a él a la hora de la comida, era natural que se me fuera despertando una creciente curiosidad en tal sentido. Soy sólo un tranquilo y pacífico producto de la civilización y nada me apasiona más que el afán de coleccionar objetos raros, con la condición de que no dejen de ser exquisitos, aunque estén cerca de ser monstruosos. Algunos bronces chinos poseen esa cualidad de ser monstruosamente preciosos. Allí, precisamente, tenía yo delante (procedente de la colección de mi amigo) una especie de raro monstruo. Es verdad que no carecía de pulimento y que, en cierto sentido, resultaba hasta exquisito. A tal punto llegaba su bello estilo reposado, tranquilo. Pero no era de bronce. Ni era siquiera chino, lo que habría permitido que uno pudiese contemplarlo con la tranquilidad de ánimo que da la honda sima de las diferencias de raza. Estaba vivo y era europeo; poseía los modales de hombre de la buena sociedad; su traje y su sombrero eran como los míos, y hasta en sus preferencias de gastrónomo se asemejaba a mí. Nada más pensarlo me horrorizaba.

En una de aquellas sobremesas, deslizó él, como de paso, durante la charla, la afirmación, de que «no hay otro modo de lograr que la humanidad se enmiende que empleando el terror y la violencia».

Pueden ustedes imaginarse el efecto que semejante frase, saliendo de labios de aquel hombre, produciría en una persona como yo, cuyo plan de vida se ha basado siempre en un criterio suave y delicado acerca de los valores sociales y artísticos. ¡Figúrense ustedes! ¡Precisamente yo, a quien toda clase y forma de violencia ha parecido cosa tan desprovista de realidad como los gigantes, los ogros y las hidras de siete cabezas que aparecen, fantásticamente, en las leyendas y cuentos de hadas!

Me pareció como si, de pronto, dominando el bullicio festivo de aquel restaurante de moda, se oyera el rumor de la protesta producido por una multitud hambrienta y en plena sedición.

Supongo que se me tendrá por hombre harto impresionable y dado a fantasear, pero enseguida me asaltó la visión perturbadora, en medio de cientos de bombillas eléctricas que inundaban de luz el local, de un oscuro antro lleno de demacradas mandíbulas y ojos extraviados. Mas esta visión despertó en mí vivo enojo. La contemplación de aquel hombre, desmigando allí, tan tranquilo, pedacitos de pan blanco, llegó a exasperarme. Y tuve la audacia de preguntarle cómo era que el hambriento proletariado de Europa, al cual él había estado predicando la revolución y la violencia, no se mostraba indignado al verle llevar abiertamente aquella vida de lujo y de abundancia. «Al ver todo esto», dije intencionadamente, mirando en torno y luego a la botella de champaña que, generosamente, bebíamos entre los dos mientras comíamos.

Permaneció mi hombre impasible.

—¿Pero es que vivo yo de sus fatigas, de chuparles la sangre de sus venas? ¿Soy acaso un especulador o un capitalista? ¿He robado mi fortuna, quitándosela a los que se mueren de hambre? ¡No! Bien lo saben ellos. Y no les inspiro ni pizca de envidia. La masa miserable del pueblo es generosa con sus directores. Lo que yo he adquirido me lo he procurado con mis escritos, y no con los millones de volantes distribuidos gratuitamente entre los hambrientos y los oprimidos, sino con los centenares de miles vendidos al burgués ahíto. Sabe usted que mis libros hicieron furor en otro tiempo, estuvieron de moda…, constituían la novedad que había que leer con asombro, con horror, para poner los ojos en blanco ante su vigoroso sentimiento… o bien para sumirse en éxtasis risueño ante mis ingeniosidades chistosas.

—Sí —le dije—, claro que lo recuerdo; y he de confesarle a usted, para hablar con entera franqueza, que nunca llegué a entender aquel entusiasmo de algunos.

—Pero, ¿no se ha enterado usted aún de que a cierta clase de gente desocupada y egoísta le gusta todo lo que hace daño, aun en el caso de que este daño se produzca a

expensas suyas? Como no es su propia vida otra cosa que una continua pose, una sucesión de artificiosos gestos y ademanes, son incapaces de comprender toda la fuerza y el peligro de un movimiento real, ni de palabras cuyo sentido no es ficticio. No ven en todo más que diversión y sentimiento. Lo mismo hacía la rancia aristocracia francesa con relación a los filósofos cuya prédica preparaba la Gran Revolución. Aun en Inglaterra, donde hay cierto caudal de sentido común, cualquier demagogo sólo tiene que gritar mucho durante un tiempo para encontrar cierto apoyo en la misma clase contra la cual vocifera. También a ustedes les gusta ver el daño que alguien causa. Todo demagogo arrastra a los aficionados a emociones fuertes. El ejercer de aficionado a esto, lo otro o lo de más allá, es, al fin, un modo deliciosamente cómodo de matar el tiempo y de cultivar la propia vanidad… la necia vanidad de hallarse siempre entre las avanzadas de los que profesan las ideas no de hoy, sino de pasado mañana. Ni más ni menos que lo que ocurre con cierta buena gente por otra parte inofensiva, que se le unirá a usted en una extática admiración hacia su colección de bronces y porcelanas, sin saber ni sospechar en qué consiste su estupendo valor.

Bajé la cabeza. El ejemplo elegido, era prueba aplastante de la triste verdad que encerraban sus palabras. De gente así, el mundo está lleno. Y el caso de la aristocracia francesa antes de estallar la revolución no era menos convincente. Nada supe objetar a su afirmación, aunque el cinismo de que estaba impregnada, y que es siempre rasgo de mal gusto, le quitaba, para mi criterio, gran parte de valor. Sea como fuere, he de confesar que sus palabras me impresionaron. Sentí, por ello mismo, la necesidad de decir algo que no pareciera simple asentimiento y, sin embargo, no diera pie a una discusión.

—Supongo que no querrá decir —observé como a la ligera— que los extremistas revolucionarios hayan sido apoyados eficazmente por el mismo embobamiento de esa clase de gente.

—No quise decir exactamente eso —me contestó—, al expresarme como acabo de hacerlo. Me limitaba a generalidades. Pero desde el momento que usted me lo pregunta, podría contestarle que tal clase de ayuda se ha prestado a los movimientos revolucionarios, de modo más o menos consciente, en varios países. Y aún en el mismo en que nos hallamos.

—¡Imposible! —dije con firmeza, protestando contra tal afirmación—. No jugamos nosotros con fuego hasta ese punto.

—Y sin embargo quizás ustedes pudieran permitirse, mejor que otros, tal lujo. Pero permítame que le haga una objeción; la mayor parte de las mujeres, aunque no están

siempre dispuestas a jugar con fuego, sienten, alguna vez, el deseo de verificarlo con alguna chispita suelta del mismo.

—¿Es esa una broma? —pregunté sonriendo.

—Si le parece, no me había dado cuenta de ello —me respondió con imperturbable expresión en el rostro—. Estaba solo pensando en uno de tantos ejemplos. ¡Oh! No crea usted… bastante inocente, según como se mira…

Ante este preámbulo, fui, enseguida, todo oídos. En numerosas ocasiones había yo intentado sondearle respecto a aquella parte de su vida que he llamado subterránea. Acababa él de pronunciar ahora precisamente las palabras que yo deseaba oír. Pero ¡tan acostumbrado me tenía a su impenetrable calma!

—Servirá al propio tiempo este ejemplo —continuó el señor X— para darle a usted una idea de las dificultades que pueden presentársele a uno en eso que usted llama trabajos subterráneos. Son, a veces, de bien difícil realización. Desde luego que no existen jerarquías entre los militantes. No hay rígido sistema de organización.

Grande fue mi sorpresa, pero de escasa duración. Claro resultaba que entre extremistas no cabían jerarquías ni grados: nada que se pareciera a la ley de los precedentes establecidos. La idea de la anarquía inponiéndose en las relaciones entre los propios anarquistas resultaba, además, consoladora. No era posible que llegaran a nada verdaderamente eficaz.

Me sorprendió el señor X preguntándome bruscamente:

—¿Conoce usted la calle Elermione?

Asentí de un modo vago, dudoso. Ha sido esa calle, en el espacio de tres años, de tal modo urbanizada, que no hay ya quien sea capaz de reconocerla. Subsiste el nombre, pero ni un ladrillo, ni una piedra, queda ya de la antigua calle. Precisamente a ella se refería él, porque siguió diciendo:

—Recordará usted que, a la izquierda, había una serie de casas de ladrillo, de dos pisos cada una, cuya parte posterior se apoyaba contra una de las alas de un gran edificio público. ¿Le extrañará a usted mucho que le diga que una de esas casas fue, durante cierto tiempo, centro de propaganda anarquista y de esa acción que usted llama subterránea?

—No, no me extraña nada —le contesté; pues, por lo que yo recordaba, nunca aquella calle gozó de muy buena reputación.

—La casa era propiedad de un distinguido funcionario —añadió bebiendo un sorbo de champaña.

—¿De veras? —salté yo, ya sin creer esta vez ni una palabra de lo que me decía.

—Claro que no vivía él allí —continuó el señor X—; pero desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde estaba el buen hombre sentado en el edificio contiguo, en su bien amueblado despacho, que se hallaba, cabalmente, en aquella ala del edificio público que acabo de mencionar. Para hablar con entera exactitud, debo hacer constar, sin embargo, que, en rigor, no era a él a quien pertenecía la casa de la calle Hermione, si no a un hijo y a una hija suyos que eran ya mayores. La chica, de preciosa figura, tenía un lindo rostro, y a los atractivos propios de sus pocos años unía la seductora apariencia que le daban su entusiasmo, su carácter independiente y la valentía de su pensamiento. Supongo que adoptaría tal apariencia del mismo modo y por igual razón que usaba pintorescos trajes, es decir, para afirmar a toda costa su personalidad. Las mujeres… ya sabe usted que llegarían a los mayores extremos con tal de realizar este propósito. En cuanto a ella, no se quedaba corta ni mucho menos. Había adquirido todos los ademanes apropiados a las convicciones revolucionarias: los de piedad, de enojo, de indignación contra los vicios antihumanitarios de la clase social a que ella pertenecía. Sentaba todo esto tan bien a su llamativa personalidad como aquellos vestidos ligeramente originales que llevaba. No muy originales; pero lo bastante para que representaran una forma de protesta contra el filisteísmo de los harto bien alimentados destajistas de los pobres. No traspasaba nunca los límites de lo correcto. Ya comprenderá usted que el exagerar tal tendencia no hubiera sido conveniente. Pero la chica era mayor de edad y ningún obstáculo podía oponerse a que ofreciera su casa a los que trabajaban por la revolución.

—¿Es posible? —exclamé.

—Le aseguro que tuvo este rasgo, eminentemente práctico. ¿Cómo quería usted, si no, que pudieran obtener ellos la vivienda? La causa no tiene fondos. Y además, para alquilar o comprar, hubieran surgido mil dificultades al acudir a una agencia inmobiliaria, que hubiera exigido informes y demás.

»La célula, con la cual se puso ella en contacto mientras visitaba los barrios pobres de la ciudad (ya sabe usted que algunos años atrás estuvo muy de moda ejercer la caridad en forma de servicios personales) aceptó con gratitud la oferta. La primera

ventaja estribaba, desde luego, en que la calle Hermione está, como usted sabe, bien apartada de la parte sospechosa de la ciudad, especialmente vigilada por la policía.

»Consistía la planta baja en un reducido restaurante italiano de aquellos en los que abundan la suciedad y las moscas. No hubo la menor dificultad en sacar de allí al dueño, mediante algún dinero. Un hombre y una mujer de la célula se pusieron al frente del establecimiento. El hombre había sido cocinero. Así, nuestros compañeros podían comer allí sin llamar la atención, confundidos entre los demás parroquianos, lo cual era una ventaja. Ocupaba el primer piso una mísera agencia que se encargaba de proporcionar contratos a artistas de variedades, de esos de ínfima categoría, ¿sabe usted? El agente recuerdo que era un tal Bomm. Para nada se le molestó en su negocio. Más bien era conveniente para nosotros que todo el día entraran y salieran gentes de aspecto extraño, como prestidigitadores, acróbatas, cantantes de ambos sexos, etc. Por ello no se fijaba ya la policía en las caras que veía por primera vez. Vino perfectamente, también, que el último piso estuviera entonces alquilado». Interrumpióse aquí X para emprenderla, impasible, con correctos y mesurados movimientos, contra una bombe glaceé que el camarero acababa de servirle. Tragó cuidadosamente unas cucharadas de helado y me preguntó:

—¿Ha oído usted hablar alguna vez de la sopa en polvo Stone?

—Sí, he oído hablar de… ¿Cómo ha dicho usted?

—Pues era —prosiguió X, sin cambiar de tono— un artículo comestible que, en su tiempo, fue profusamente publicitado, ocupando sitio preferente en los periódicos; pero que por un motivo u otro nunca consiguió ganarse la simpatía del público. La empresa se fue a pique. Sus paquetes podían comprarse en grandes cantidades en subastas, a un penique la libra. Adquirió nuestro grupo regular lote y abrimos en el último piso de la casa una oficina para la venta de aquel producto. Un negocio tan respetable como cualquier otro. El artículo consistía en cierto polvo amarillo, de aspecto bien poco apetitoso, que iba envasado en grandes latas cuadradas, y cada seis de ellas llenaban una caja. Si a alguien se le ocurriese presentarse con intención de comprar, por supuesto que el encargo se cumplía con toda exactitud. Pero aquellos polvos nos venían a nosotros de perillas, porque nos permitían esconder en ellos lo que quisiéramos. De cuando en cuando, alguna caja especial salía de allí en carro, como objeto de exportación que mandábamos a algún país extranjero frente a las mismas narices del policía plantado en la esquina. ¿Comprende usted?…

—Me parece que sí —dije asintiendo con expresivo movimiento de la cabeza y mirando los restos de la bombe que se derretían lentamente en el plato.

—Exacto. Pero otra era la utilidad que nos prestaban aquellas cajas. En la planta baja de la casa, o mejor dicho, en la bodega de la parte posterior, habíamos colocado dos rotativas. Grandes cantidades de literatura revolucionaria, de lo más fuerte que se escribe, salían de la casa en las cajas de sopa en polvo Stone. El hermano de nuestra señorita anarquista halló allí ocupación. Escribía artículos, componía y, en general, ayudaba al tipógrafo, un joven muy hábil llamado Sevrin.

»Era alma y guía del aquel grupo fanático un fanático de la revolución social. Murió ya. Fue un gran grabador al aguafuerte. Por fuerza ha de haber visto usted obras suyas, que son ahora buscadas por los conocedores. Comenzó por ser revolucionario en su arte, y acabó por serlo también en política, tras ver morir en la miseria a su mujer y a su hijo. Solía decir que los burgueses, los atildados y hartos burgueses, se los habían matado. Así lo creía él firmemente. Continuó practicando su arte, pero no exclusivamente, si no repartiendo el tiempo entre su doble ideal. Era alto, flaco, atezado, de larga barba de color castaño y hundidos ojos. Por fuerza debió usted haberle visto alguna vez. Se llamaba Horne».

Me quedé sorprendido. Claro que lo conocía. Años atrás había tropezado con él algunas veces. Parecía un gitano recio y tosco, con un sombrero de copa viejo, una bufanda roja anudada al cuello y raído gabán, siempre muy abrochado. Hablaba con verdadera exaltación de cosas relativas a su arte, y la impresión que a uno le producía era de que rayaba casi en loco. Tenía un reducido círculo de admiradores inteligentes que seguían con interés sus trabajos. ¿Quién hubiera pensado que aquel hombre?… ¡Era estupendo!… Y sin embargo, después de todo, no resultaba tan difícil creerlo…

—Como usted ve —continuó X—, estaba aquel grupo en posición adecuada para proseguir sus trabajos de propaganda, y también los de otra clase, en las mejores condiciones. Todos los que lo formaban eran hombres resueltos, de experiencia y de superiores facultades. Y, no obstante, acabó por llamarnos la atención a nosotros el hecho de que cuantos planes se fraguaban en la casa de la calle Hermione, casi infaliblemente fracasaban.

—¿Y quiénes eran los que usted llama nosotros?

—Algunos de los que estábamos en Bruselas…, en la sede —se apresuró a decir—. En cuanto algo que supusiera vigorosa acción partía de la calle Hermione, parecía nacer ya destinado a acabar mal. Siempre ocurría algo que desbarataba lo más hábilmente ideado, en cualquier parte de Europa en que hubiese de realizarse. La época era de extraordinaria actividad. Y no se imagine usted que todos nuestros fracasos eran ruidosos, de los que van acompañados de detenciones y procesos. No. Con frecuencia

trabaja la policía silenciosamente, casi en secreto y deshace nuestras combinaciones por medio de hábiles contra-complots. No se detiene a nadie, no se alarma a la opinión pública ni se encienden las pasiones. Es un procedimiento sabio, discreto. Pero en aquellos tiempos resultaba ya demasiada casualidad que siempre triunfara la policía, desde el Mediterráneo hasta el Báltico. Era enojoso y además se convertía en un peligro. Llegamos a comprender que entre los diversos grupos de Londres debía de haber algunos elementos de los cuales no podíamos fiarnos. Por esto vine yo, para ver qué era lo que podía hacerse sin alborotar el avispero.

»Mi primer paso fue ir a visitar a nuestra señorita de aficiones anarquistas en su domicilio particular. Me recibió del modo más lisonjero que pueda desearse. Tuve la impresión de que nada sabía de los trabajos químicos y de otra clase que se verificaban en el primer piso de la calle Hermione. De lo único que parecía enterada era de que allí se imprimían trabajos anarquistas. Daba señales patentes del mayor entusiasmo y llevaba ya escritos muchos artículos en los que las conclusiones eran siempre feroces. Evidentemente, disfrutaba con todo esto, demostrándolo con sus ademanes y gestos, que reflejaban extraordinaria vehemencia. Sentaba esta perfectamente con sus ojos, su ancha frente y el aire altivo y gallardo de la cabeza, cuya bella forma coronaba una magnífica mata de pelo castaño, recogido en estilo original y elegante. También su hermano se hallaba en la sala, joven de aspecto serio, de arqueadas cejas y que llevaba una corbata roja. Este me pareció no estar enterado de nada del mundo, incluso de su propia persona. A poco entró, además, un joven alto, completamente afeitado, de acusadas mandíbulas de reflejos azulados y cierto aire, como de actor taciturno o de cura fanático… ¿Sabe usted?… Uno de esos tipos cejijuntos, de negro y poblado ceño. Pero sabía presentarse y alternar. Nos dio, enseguida, a cada uno, un vigoroso apretón de manos. La joven se acercó a mí y murmuró con dulce voz:

—El camarada Sevrin.

»Era la primera vez que lo veía. Poco tenía que decirnos a los demás; pero se sentó al lado de la muchacha y trabaron inmediatamente animada conversación. Se inclinó ella hacia adelante en el gran sillón en que estaba sentada, y apoyó la delicada barbilla en la hermosa y blanca mano. La miraba él en los ojos con profunda atención. Era su actitud la de un enamorado, seria, de intensa fijeza, como la del que se halla al borde de la tumba. Supongo que a ella le parecía necesario redondear y completar el efecto de sus supuestas ideas avanzadas, de su revolucionario desprecio por la ley, haciendo creer a todos que estaba enamorada de un anarquista. Y repito que este era muy presentable, a pesar de su aspecto cejijunto de fanático. Tras algunas miradas que les dirigí a hurtadillas, no me quedó la menor duda de que él estaba enamoradísimo. En cuanto a la chica, todos sus ademanes eran inimitables, mejores que si hubieran sido la verdad

misma, con esa mezcla de dignidad, de dulzura, de condescendencia, de fascinación, de rendida entrega de sí misma y de reserva. Interpretaba con arte consumado su concepto de lo que precisamente habría de ser una escena de amor en aquel caso especial. Y, en apariencia, también ella resultaba estar enamoradísima. Todo ficticio…, pero ¡con tal perfección!

»Cuando me dejaron solo con nuestra señorita anarquista aficionada, le informé con precaución del objeto de mi visita. Indiqué nuestras sospechas. Quería ver qué me decía, casi esperanzado de que tal vez lograría así alguna inconsciente revelación. No dijo más que “Esto es muy serio”, mostrando un aspecto deliciosamente preocupado y grave. Pero en sus ojos brotó una chispa que claramente daba a entender que el caso no era para ella más que un nuevo estimulante. Después de todo, bien poco era lo que sabía, como no fueran palabras y nada más. Sin embargo, se encargó de ponerme en comunicación con Elorne, a quien no era fácil encontrar sin acudir a la calle Hermione, donde no quería yo que me vieran entonces.

»Me entrevisté, pues, con Horne. Este era otro fanático, pero de clase completamente distinta. Le expliqué la conclusión a que habíamos llegado en Bélgica, y le hice observar lo significativo de la serie de fracasos experimentados. Me contestó con una exaltación completamente inútil y fuera de lugar…

—Traigo entre manos algo —me dijo— que ha de aterrorizar a todas esas bestias voraces.

»Y entonces supe que, cavando en uno de los sótanos de la casa, él y otros compañeros habían abierto una mina que iba a parar debajo de unas bóvedas pertenecientes al gran edificio público de que le he hablado a usted. La voladura de toda una ala del mismo sería, por consiguiente, un hecho, tan pronto como estuvieran preparadas las sustancias necesarias para ello.

»No me asustó tanto la estupidez de aquella iniciativa como la problemática utilidad de la célula de la calle Hermione. La verdad era que aquello se parecía, más que otra cosa alguna, a una trampa armada por la policía.

»Lo que se necesitaba entonces era descubrir dónde o mejor dicho en quién, radicaba el peligro, y al fin pude meterle esta idea en la cabeza a Horne. Se quedó perplejo, echando miradas de indignación, y como olfateando en el aire al presunto traidor.

»Y ahí va un episodio que indudablemente le parecerá a usted algo semejante a un recurso teatral de efecto. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa cabía hacer? Todo el problema

estribaba en descubrir cuál era el miembro del grupo que resultaba indigno de nuestra confianza. Pero ningún motivo había para sospechar de este o de aquel. Someterlos a todos a continua vigilancia no era fácil, y, además, es procedimiento que no suele dar resultado alguno. Cuando menos, exige mucho tiempo, y el caso era urgente. Sentí la completa seguridad de que en último resultado la casa de la calle Hermione sería registrada por la policía, aunque tal confianza tuviera esta, evidentemente, en el delator, que, de momento, ni siquiera se la sometía a especial vigilancia, de lo cual estaba segurísimo Home. En aquellas circunstancias, tal cosa era, precisamente, síntoma desfavorable. Urgía hacer algo y rápidamente.

»Decidí organizar yo mismo una sorpresa, un registro de la policía dirigido contra los del grupo. ¿Comprende usted? Una sorpresa en que otros compañeros de confianza irían disfrazados de policías. Es decir: una conspiración dentro de otra. Por supuesto que ya adivinará usted el objeto. Cuando en apariencia quedaran arrestados todos los de la casa, esperaba yo que el espía se descubriera él mismo, en una u otra forma: ya fuera por algún acto impremeditado, o sencillamente por la indiferencia que demostrara. Por supuesto que esto ofrecía el peligro de resultar un completo fracaso y el no menor riesgo de que ocurriese algún desgraciado accidente en el caso de que se opusiera resistencia, tal vez, o bien en los esfuerzos para apelar a la fuga. Porque, como usted comprenderá, era preciso que el grupo que se reunía en aquella casa se viera copado por sorpresa, del mismo modo que estaba yo seguro de que, sin tardanza, habría de verse detenido por la policía de verdad. Entre ellos estaba el espía, y Horne era el único a quien podía yo confiar el secreto del plan que forjé.

»No entraré en pormenores acerca de mis preparativos para la realización. No era muy fácil el combinarlo todo; pero se hizo perfectamente y el efecto producido no pudo ser más convincente. Invadieron los fingidos policías el restaurante, cuyas puertas fueron cerradas inmediatamente. La sorpresa resultó completa. La mayor parte de los del grupo quedaron detenidos, en la segunda bodega, donde estaban ensanchando el agujero de comunicación con las bóvedas del gran edificio público. A la primera señal de alarma, no pocos de los compañeros se lanzaron impulsivamente por el mismo agujero hacia las bóvedas citadas, donde claro está que, si la invasión hubiera sido de verdaderos policías, habrían quedado encerrados como en segura trampa. No nos preocupamos de ellos, de momento.

»En la casa había algo que nos tenía ansiosos a Horne y a mí. Allí, rodeado de latas de sopa en polvo Stone, otro compañero, conocido por el apodo de “el Profesor’ (era un ex estudiante de la Facultad de Ciencias), se había ocupado en perfeccionar unos pistones recientemente inventados. Era un hombrecillo de color cetrino, que vivía abstraído siempre, lleno de confianza en sí mismo, caladas constantemente unas

grandes gafas de redondos cristales, y lo que nosotros temíamos era que, con la equivocada impresión de verse descubierto, se hiciera volar él mismo por los aires y, de paso, hundiera la casa y a nosotros con ella. Subí en un vuelo la escalera y lo encontré ya en la puerta, en vigilante actitud, escuchando, según dijo, ciertos ruidos sospechosos que había oído abajo”. Antes de que hubiera podido acabar de explicarle lo que ocurría, se encogió de hombros desdeñosamente y volvió la espalda, dirigiéndose de nuevo a sus balanzas y a sus probetas. Era la encarnación del verdadero espíritu revolucionario a todo trance. Para él, los explosivos constituían su única fe, su esperanza, su arma ofensiva y su escudo. Murió un par de años después, en un laboratorio secreto, por la prematura explosión de uno de sus pistones reformados.

»Al regresar a la parte baja del edificio, me hallé con una vivísima escena en la semioscuridad de la bodega grande. El hombre que actuaba de inspector (y para quien el papel de tal no era desconocido) hablaba con violenta expresión, dando fingidas órdenes a sus fingidos subordinados, para sacar de allí a los detenidos. Evidentemente, nada había ocurrido hasta entonces que pudiera dar alguna luz acerca de lo que buscábamos. Horne, taciturno, terroso el rostro, estaba en actitud expectante, cruzados los brazos, y en aquella actitud había cierto aire de estoicismo, muy a tono con la situación. Observé entre las sombras que uno de los del grupo mascaba un pedacito de papel a hurtadillas y se lo tragaba. Alguna nota comprometedora, supongo, acaso una lista con algunos nombres y direcciones. El hombre era realmente un buen y leal compañero. Pero el fondo de malicia secreta que está siempre latente en lo más profundo de nuestras simpatías me hizo regocijarme no poco con aquel acto inesperado e innecesario.

»En todo lo demás, la arriesgada prueba, el golpe teatral, si así quiere usted llamarle, parecía haber fracasado. El engaño no podía ya prolongarse mucho: la explicación franca del mismo no haría más que originar toda clase de situaciones embarazosas o graves. El que se tragó el papelito se pondría furioso y no menor sería el enojo de los que salieron huyendo.

»Para que mi contrariedad fuera aun mayor, se abrió de golpe la puerta que comunicaba con la otra bodega o sótano, donde estaban las prensas, y apareció nuestra señorita revolucionaria, destacándose en negra silueta su ceñido traje y su gran sombrero contra la vivísima luz de gas que llameaba tras de ella. Por encima del hombro de la joven distinguí las arqueadas cejas y la corbata roja de su hermano.

»¡Era la gente que menos deseaba ver en aquellos momentos! Había ido aquella tarde a un concierto de aficionados… uno de esos… ¿sabe usted?… que dan para que se diviertan las clases pobres pero había tenido ella empeño en marcharse pronto, a fin de

entrar en la casa de Herminio Street, antes de retirarse a su domicilio, con el pretexto de que tenía allí algún trabajo que hacer. El suyo era habitualmente el de corregir pruebas de las ediciones italianas y francesas de periódicos como Toque de alarma y La tea incendiaria…

—¡Santo cielo! —exclamé entre dientes, había visto alguna vez ejemplares de esas publicaciones. Nada podía darse, en mi concepto, menos apropiado para que en ellos se posaran los ojos de una señorita. Eran de lo más avanzado y atrevido que se escribía, y lo digo en el sentido de que traspasaban todos los límites de lo razonable y de la decencia. Uno de ellos predicaba la disolución de todos los lazos sociales y domésticos; el otro defendía el asesinato como sistema necesario. Imaginarme yo a aquella muchacha cazando erratas en aquellos textos llenos de sentencias abominables era algo que se me hacía intolerable, dados mis sentimientos respecto al sexo femenino». Después de lanzarme una mirada, prosiguió con toda firmeza el señor X:

—Mi opinión es, sin embargo, que ella se encaminó allí para practicar en Sevrin, una vez más su arte de fascinar, y recibir su homenaje con aquel aire suyo de reina condescendiente. De ambas cosas se daba cuenta perfectamente: del poder que ejercía y de la adoración de que era objeto, y de ambas disfrutaba, creo que cabe decir que con completa inocencia. En ese terreno de la moralidad o inmoralidad de las cosas, no hemos de meternos nosotros para discutir el encanto en la mujer, como la inteligencia excepcional en el hombre, constituyen ya una ley en sí mismos. ¿No es así?

Me abstuve de expresar la execración que me inspiraba esa disolvente, licenciosa doctrina, detenido por la intensa curiosidad que sentía.

—Pero ¿y qué pasó entonces? —me apresuré a preguntar.

Siguió lentamente X reduciendo a migas con la mano izquierda, como con aire distraído, un trocito de pan y contestó:

—Lo que ocurrió entonces fue, en realidad, que ella salvó la situación.

—Vaya, que le proporcionó a usted la ocasión de acabar con aquella farsa siniestra —indiqué.

—Sí —dijo sin perder su aire impasible—. La farsa había de terminar forzosamente muy pronto. Y su fin fue sólo cuestión de escasos minutos.

Con la circunstancia de que acabó bien. Si no llega ella a presentarse allí, acaso el final hubiera sido desastroso. Por supuesto que, en cuanto a su hermano, como si no

estuviera. Habían ambos entrado en la casa sigilosamente, hacía un rato. La bodega que servía de imprenta tenía entrada independiente. No hallando allí a nadie, se puso ella a corregir unas pruebas, esperando que de un momento a otro volviera Sevrin a su trabajo; pero no fue así. Se impacientó la muchacha, oyó a través de la puerta el ruido del disturbio en la otra bodega, y, naturalmente, entró en ella para enterarse de lo que ocurría.

«Con nosotros había estado, durante aquel tiempo, Sevrin. Al principio me pareció el más asombrado de cuantos fueron sorprendidos allí por la fingida policía. Se quedó como si hubiera echado raíces en el suelo. No movía pie ni mano. Una solitaria luz de gas ardía a poca distancia de su cabeza. Todas las demás habían sido apagadas a la primera señal de alarma. De pronto, desde el oscuro rincón en que me hallaba yo, observé en su rasurada cara de actor cierta expresión de perpleja y como ofendida vigilancia. Arrugado el espeso entrecejo y muy caídas las comisuras de los labios, era evidente que estaba enojado. Probablemente nos había adivinado el juego, y eso me hizo arrepentirme de no haberme franqueado por completo con él desde el principio.

»Pero la aparición de la muchacha vino a producir en él honda alarma. La veía yo crecer cada segundo. Su cambio de expresión fue rápido y sorprendente; y no me explicaba el motivo: no se me podía ocurrir. Me sentía sencillamente asombrado al ver la honda alteración de su semblante. Por supuesto que nada sabía él de que la chica estuviera estado antes en el cuarto contiguo. Pero no bastaba esto para explicar la tremenda impresión que le produjo su presencia. Por un momento se quedó como un idiota. Abrió la boca como para gritar, o acaso, sencillamente, para respirar mejor. Sea como fuere, el que gritó fue otro: el heroico compañero a quien había visto yo tragarse el papelito. Con laudable presencia de ánimo, lanzó la voz de alarma a la joven.

—¡La policía está ahí! ¡Atrás! ¡Atrás! Corra y cierre con llave por dentro.

»El consejo era excelente; pero, en vez de retroceder, siguió avanzando la muchacha, seguida por su hermano; de rostro desencajado y en traje de pantalón corto, el mismo con que había estado cantando canciones de café-concert para entretenimiento de unos tristes proletarios. Avanzaba la muchacha como si no hubiera entendido lo que le decían (la palabra “policía tiene un sonido especial que es inconfundible), o como si obedeciera a una fuerza incontrastable. No se movía con aquel porte, desembarazado y con el aire satisfecho del anarquista distinguido, un aficionado entre infelices luchadores de profesión, sino con los hombros ligeramente encogidos, y apretados contra el cuerpo los codos, como si deseara parecer reducida a la mínima expresión. Ni un momento dejó de mirar fijamente a Sevrin; mirándolo como hombre, no como anarquista. Iba avanzando sin embargo. Al fin y al cabo, natural era todo aquello. Por

más que presuman de independientes, las muchachas de esa clase están acostumbradas a sentirse objeto de especial protección, como, realmente, la tienen. Esta íntima impresión explica las nueve décimas partes de sus rasgos de audacia. A la nuestra se le había puesto el rostro intensamente pálido. Parecía un espectro. ¡Figúrese usted! ¡Encontrarse ella de aquel modo brutal, con que era, precisamente, de la clase de personas que tienen que huir de la policía! Creo que aquella palidez suya resultaba, en gran parte, efecto de la indignación, por más que mucho hubiera, también, de la preocupación por conservar intacta su personalidad, al vago temor, de estar expuesta a verse tratada sin miramiento alguno. Y, naturalmente, su impulso fue volver los ojos hacia un hombre, hacia aquel a quien ella se reservaba el derecho de fascinar y de recibir su homenaje…, aquel cuya ayuda no podía fallarle en cualquier emergencia”.

—Pero —exclamé yo, asombrado ante aquel análisis—, si la cosa hubiera ido de veras, si hubiese sido real y no fingida, quiero decir… (tal como ella se la figuraba), ¿qué era lo que podía esperar que aquel hombre hiciese por ella?

No movió X ni uno de sus músculos faciales ante mi objeción.

—¿Quién es capaz de saberlo? —contestó—. Lo que yo me imagino es que aquella encantadora, generosa, e independiente muchacha no había sabido nunca, en los años que llevaba de vida, lo que era ni un pensamiento verdadero, genuino, es decir, separado de todas las pequeñeces y vanidades mundanales, o bien cuya fuente originaria no se hallara en alguna moción convencional. Lo único que sé es que, después de dar algunos pasos, tendió la mano a Sevrin, que seguía inmóvil. Al menos esto no era fingida postura: era un movimiento natural, espontáneo. Respecto a lo que esperara que él hiciera, ¿quién puede decido? Imposible adivinarlo. Pero fuera lo que fuese, puedo asegurar que no estaría a la altura de lo que él mismo había resuelto, aun antes de que aquella mano implorara su auxilio tan directamente. No era necesario. Desde el momento mismo en que la vio él entrar en la bodega, tomó ya la firme resolución de sacrificarse por ella; de renunciar a todo otro servicio que pudiera prestar en lo futuro; de arrancarse de golpe aquella máscara que tan sólidamente atada al rostro llevaba con orgullo…

—¿Cómo? ¿Qué está usted diciendo? —le interrumpí, completamente perplejo—. Pues entonces ¿era Sevrin el que…?

—Lo era. El más persistente, el más peligroso, el más astuto, hábil, y sistemático de todos los delatores. Un genio de la traición. Afortunadamente para nosotros, era un solitario. Ya le dije a usted antes que era un fanático. Pero, también por fortuna nuestra, se había enamorado de la mezcla de arte consumado y de inocencia que había en los

rasgos, en la pose de aquella muchacha. Como actor extremado y fervoroso que era él mismo, debió de creer en el valor absoluto de ciertos signos convencionales. En cuanto a cómo llegó a caer él en tan burda trampa, la explicación debe de ser que dos sentimientos de tan absorbentes magnitud no cabe que existan simultáneamente en un mismo corazón. El peligro en el que vio que se hallaba aquella otra inconsciente actriz, le robó su clara visión, su perspicacia y su serenidad de juicio. La verdad es que lo primero que le privó fue del dominio de sí mismo. Pero se recuperó por la imperiosa necesidad de hacer inmediatamente algo. ¿Hacer qué? Pues claro está que sacarla de la casa lo más pronto posible. Esto era su más vivo anhelo. Ya le he dicho a usted que el hombre estaba aterrado y como fuera de sí. Acababa de sorprenderle y sacarle de tino una iniciativa imprevista y prematura, cuando se hallaba acostumbrado a arreglar a su gusto la escena de su traición con tan profundo y refinado arte que siempre quedaba a salvo su reputación de revolucionario. Pero, para mí, era evidente que había resuelto capear el temporal, conservar a toda costa la careta que llevaba. Sólo al descubrir que ella estaba allí, fue cuando todo, su forzada calma, la mordaza puesta a su fanatismo, la máscara, en fin, se vino abajo en una especie de terror pánico. Y ¿por qué ese terror? —preguntará usted—. La respuesta es obvia: el hombre recordó (o mejor me atrevería a afirmar que no lo había olvidado un momento) que allá arriba, en lo alto de la casa, estaba «el Profesor’, solo, continuando sus experimentos, rodeado de latas y más latas de polvos para hacer sopa. Escondido en algunas de ellas había suficiente explosivo para enterrarnos a todos bajo un montón de escombros. Comprenderá usted que esto lo sabía perfectamente Sevrin, lo mismo que conocía con toda exactitud el carácter de aquel hombre. ¡Tantos había sondeado cuidadosamente! O acaso para apreciarlo no necesitaba más que guiarse por lo que su propia iniciativa era capaz de hacer. Pero, tanto en uno como en otro caso, el efecto fue el mismo. De pronto, alzando la voz dijo con aire de autoridad:

—Sacad de aquí inmediatamente a la señorita.

»Ocurrió que al hombre se le había puesto la voz más ronca que graznido de cuervo, sin duda por efecto de la intensa emoción, aunque pronto volviera a aclarársele. Pero aquellas palabras salieron de su contraída garganta en tono discordante, ridículo. No necesitaban contestación alguna y la cosa se hizo. Sin embargo, el que representaba allí el papel de inspector de policía creyó oportuno responder con aire brutal:

—Bien pronto tendrá que salir, junto con todos ustedes.

»Fue esto lo último de lo que se dijo allí que conservara aún el carácter de comedia, inherente a aquella parte de nuestro asunto.

»Olvidándose de todo y de todos, Sevrin se dirigió con grandes pasos hacia él y lo tomó por las solapas del uniforme. Bajo los flacos carrillos, de tinte ligeramente azulado, se le marcaban más que nunca las mandíbulas, que apretaba con rabia.

—Ahí fuera tiene usted hombres apostados —le dijo—. Mande usted que lleven inmediatamente a su casa a esta señorita. ¿Oye usted? Ahora, enseguida. Antes de que intenten ustedes echar mano al hombre que está ahí arriba.

—¡Ah! ¿Con que arriba hay otro hombre? —dijo con aire burlón el otro—. Bueno, pues ya le haremos bajar a su debido tiempo para que vea el final de todo esto.

»Pero Sevrin, fuera de sí, no hizo el menor caso de aquel tono.

—¿Quién es el imbécil mequetrefe que le ha mandado a usted aquí a que metiera la pata? ¿Es que no entendió usted sus instrucciones? ¿No sabe usted nada? Es increíble. ¡Mire!…

»Soltó las solapas del otro y, hundiendo la mano en la ropa, forcejeó febrilmente para arrancar algo que llevaba oculto bajo la camisa. Al fin, sacó una bolsita cuadrada de blando cuero, que, debía de llevar colgando del cuello, como un escapulario, por medio de las cintas cuyos rotos pedazos oscilaban pendientes de su apretado puño.

—Mire lo que hay dentro —le gritó furioso mientras se la lanzaba al rostro.

»Y al instante se volvió en redondo hacia la chica, que estaba detrás de él, completamente inmóvil y silenciosa. Su pálido rostro, de fija, impenetrable expresión, llegaba a producir cierto efecto como de plácida calma. Sólo sus ojos, clavados en él, lucían agrandados y oscuros.

»Le habló Sevrin con rápido y nervioso aplomo. Oíale claramente prometerle que al momento, quedaría todo resuelto y tan claro como la luz del día. Pero nada más pude oír ya. Se quedó parado junto a ella, sin intentar siquiera tocarla ni con la punta de los dedos… y ella seguía mirándole fijamente, como con idiotez. Hubo un momento, sin embargo, en que bajó lentamente los párpados, con aire patético, y, caídas las largas pestañas negras sobre las blancas mejillas, parecía que iba a caerse desmayada. Pero ni siquiera llegó a perder el equilibrio. Le ordenó él en voz alta que le siguiera enseguida, y se dirigió hacia la puerta que había al final de la escalera de la bodega, sin mirar atrás. Y, realmente, dio ella uno o dos pasos en pos de él; pero claro está que no se le permitió a Sevrin llegar hasta la puerta. Se armó un alboroto acompañado de desesperada lucha. Lanzado hacia atrás violentamente, vino el hombre a dar contra ella y cayó. Abrió la

muchacha los brazos con ademán de espanto y se apartó, precisamente en ese momento por lo que la cabeza del hombre chocó pesadamente contra el suelo, junto al pie de aquella.

»Él gimió y, mientras se levantaba lentamente, aturdido, comprendió lo que en realidad significaba todo aquello. El individuo en cuyas manos confiara la bolsita de cuero acababa de sacar de ella una estrecha tira de papel azulado. La levantó por encima de su cabeza y, aprovechando la embarazosa y expectante quietud que siguió a la lucha, la arrojó al suelo desdeñosamente, mientras decía:

—Creo, compañeros, que ni falta hacía siquiera que contáramos con esta prueba.

»Rápida como el pensamiento, se agachó la muchacha para tomar al vuelo la tira de papel. Manteniéndola abierta con ambas manos, la leyó de una ojeada y luego, sin levantar la vista, abrió lentamente los dedos y la dejó caer.

»Examinaré yo después aquel curioso documento. Llevaba la firma de un altísimo personaje, seguida de sellos y de otras firmas de altos funcionarios pertenecientes a diversos países de Europa. Para ejercer su oficio (o ¿habré de llamarle acaso misión?)… no cabe duda que aquello era una especie de talismán, absolutamente necesario. Hasta para la misma policía (excepción hecha de los jefes superiores), el hombre era conocido como el significado anarquista Sevrin.

Bajó la cabeza, mordiéndose el labio inferior. Pareció cambiar por completo, mientras le invadía una especie de calma, pensativo, absorto. Seguía aún, sin embargo, jadeante, respirando con fuerza, que resultaba bien visible en el modo como se movían su pecho y en la dilatación de sus ventanillas nasales, en rudo contraste con el sombrío aspecto que ofrecía de monje fanático, con algo también, en el rostro, de actor atento a las terribles exigencias del papel que allí representaba. Ante él formulaba el barbudo Horne, con aire huraño, selvático, una inspirada filípica, denuncia de profeta que predicaba desde el desierto. Dos fanáticos, en el fondo. Fueron creados para entenderse uno a otro. ¿Le sorprende a usted esto? Supongo que se figuraría que gente así estaría entonces lanzando espumarajos de rabia».

Me apresuré a protestar contra tal suposición, haciendo constar que nada de esto me figuraba; que los anarquistas, en general, resultaban para mí seres sencillamente inconcebibles, desde cualquier punto de vista, mental, moral, lógica, sentimental y hasta físico. Recibió esta afirmación mía el señor X con su habitual impenetrable y fría reserva, y siguió diciendo:

—A Horne se le había soltado el caño de la elocuencia. Mientras iba lanzando invectiva tras invectiva, se le saltaron las lágrimas, que rodaron hasta su descuidada barba. Sevrin jadeaba a más y mejor. Cuando despegó los labios para hablar, todos parecían pendientes de lo que iba a decir.

—¡No seas tonto, Home! —comenzó—. De sobra sabes tu que, si hice esto, no fue por ninguno de los motivos que me estás echando en cara.

»Y en ese instante pareció, exteriormente, firme como una roca, ante la amenazadora mirada del otro.

—Si he desbaratado los planes de ustedes engañándolos y traicionándolos… ha sido por convicción.

»Le volvió la espalda a Home y, dirigiéndose a la muchacha, repitió las palabras: “Por convicción”.

»Con extraordinaria frialdad las oyó ella. Supongo que no hallaría de momento actitud apropiada. En verdad que la situación debió de parecerle sin precedentes.

—Claro como la luz del día —añadió él—. ¿Comprende usted lo que esto significa? Por convicción.

»Y aún seguía ella sin moverse. No sabía, realmente qué hacer. Pero el desgraciado iba a darle él mismo la oportunidad para el bello y correcto rasgo que buscaba la muchacha.

—Me he sentido con fuerza suficiente para hacerle a usted compartir conmigo este convencimiento —exclamó con ardoroso acento.

»Perdió la serenidad. Dio hacia ella un paso… o tal vez titubeó, dando un traspié. Lo que a mí me pareció fue que Sevrin se agachaba como si fuera a tocar el borde de su falda. Y entonces surgió el ademán apropiado. Apartó ella violentamente el vestido de su impuro contacto y levantó de pronto con altivo impulso la cabeza. Fue un movimiento magníficamente ejecutado, expresión de un honor convencional no mancillada; un ademán de arrogante actriz de teatro de aficionados que defiende su honra inmaculada.

»Estuvo insuperable. Y, al parecer, esto pensaría él también, puesto que de nuevo volvió la espalda. Pero esta vez no se encaró ya con nadie. Volvía a respirar con horrible dificultad y buscó precipitadamente algo en uno de los bolsillos del chaleco, llevándose

luego la mano a la boca. Hubo algo de furtivo en el movimiento; pero inmediatamente cambió de aspecto. Su continuo jadear le asemejaba al que ha agotado sus fuerzas en desesperada carrera; más cierto aire curioso de orgullosa indiferencia, de supremo desinterés, vino a reemplazar el tremendo esfuerzo de antes. La carrera había terminado ya.

»No quise ver lo que ocurriría después. Harto lo sabía. Di el brazo a la señorita sin pronunciar una palabra y, asegurándolo con la presión del mío, me abrí paso con ella hacia la escalera.

»Detrás de nosotros venía su hermano. A la mitad del corto tramo pareció que le faltaran a la muchacha fuerzas para levantar los pies, y seguir subiendo por lo que tuvimos que tirar de ella y empujada hasta llegar arriba. En el pasillo fue arrastrándose, colgada de mi brazo, doblado el cuerpo como si fuera el de una imposibilitada anciana. Salimos a una desierta calle por una puerta medio entornada, tambaleándonos como quien sale atontado de una juerga. En la esquina tomamos un coche cerrado que pasaba, y el viejo cochero se volvió desde su asiento para mirarnos con malhumorado desdén al observar nuestros esfuerzos para hacer entrar a la muchacha en el vehículo. Dos veces durante la carrera la sentí recostarse sin fuerzas en mi hombro, medio desmayada. Frente a nosotros, el joven de pantalón corto permaneció mudo, más quieto de lo que yo creía posible en él, hasta que saltó del coche.

»Ella, ya en su domicilio, al llegar a la puerta de la sala me soltó el brazo y pasó delante, apoyándose, para andar, en las sillas, y en las mesas. Se quitó el sombrero y, como agotada por el esfuerzo, con la capa colgando aún de los hombros, se dejó caer sobre una butaca, con el rostro medio escondido en un almohadón. Enseguida, se le puso delante el bueno del hermano, llevándole un vaso de agua. Lo rechazó la muchacha y entonces se lo bebió él mismo, yéndose después a un apartado rincón, detrás del gran piano que había en la sala.

—Todo quietud era el aposento en que vi yo por primera vez a Sevrin, el antianarquista cautivado por el hechizo y las heredadas gracias y actitudes que en ciertas esferas sociales sustituyen a los sentimientos, con seguro y excelente efecto. Creo que ella evocaría entonces el mismo recuerdo. Se le estremeció el cuerpo violentamente. Puro ataque de nervios. Una vez desvanecido, me preguntó con afectada firmeza:

—Y, ¿qué se le hace a un hombre así? ¿Qué harán con él ahora?

—Nada. Nada pueden hacerle —le aseguré.

—Tenía yo casi el convencimiento de que había muerto en menos de veinte minutos desde el instante en que se llevó la mano a la boca. Como su fanático odio al anarquismo lo hacía llevar encima un veneno, sólo con el fin de privar a sus adversarios del derecho de legítima venganza, ya sabía yo que tendría buen cuidado en procurar que éste no le fallara en el momento de necesitarlo.

Lanzó la joven un suspiro de hondo dolor.

—¿Se vio nunca —dijo— que alguien se hallara en tan terrible trance como el mío? ¡Y pensar, que mi mano ha estado entre las suyas! ¡Qué hombre!

»Se le descompuso el rostro y rompió en patéticos sollozos.

—Si de algo creí estar yo alguna vez segura, fue de que sólo altos motivos lo guiaban.

Y aquí su llanto se hizo tranquilo, calmante. De pronto, entre el mar de lágrimas, preguntó como ofendida:

—Y ¿qué fue lo que Sevrin me dijo?… ¡Por convicción! Parecía una burla vil, cruel. ¿Qué quiso decir con ello?

—Esto, señorita, es preguntar más de lo que yo, o cualquier otro, podemos explicarle a usted —le respondí.

»Al decir esto, se sacudió X una miga de pan que se le había quedado pegada al traje.

—Y lo que le dijo se ajustaba a la más estricta verdad por lo que a ella se refiere, aunque Horne comprendió aquellas palabras de Sevrin perfectamente, y lo mismo me ocurrió a mí, sobre todo después de la visita que hicimos al aposento en que se hospedaba el falso anarquista, en triste callejón de un barrio de los no muy bien reputados. Tenían allí a Sevrin por un amigo, y sin dificultad alguna fuimos admitidos, sin más observación, por parte de la sirvienta, de que «el señor Sevrin no había regresado aquella noche». Descerrajamos un par de cajones, como quien cumple, con un deber, y algunos datos útiles pudimos obtener de ello. Lo más interesante fue el diario que llevaba, pues aquel hombre, metido en tan peligroso oficio, tenía la debilidad de tomar día por día apuntes de grave y comprometedor carácter. Allí estaban, en toda su desnudez no sólo sus actos, sino hasta sus pensamientos. Pero a los muertos poco les importa eso. En verdad que todo les es ya igual.

«¡Por convicción! Sí, efectivamente. Cierto vago pero ardiente humanitarismo, le había impulsado en los primeros años de su juventud, a los más enconados extremos de negación y de revuelta. Después, su optimismo se hizo vacilante. Dudó y fue hombre perdido. Ya habrá usted oído hablar de ateos que se convierten. Con frecuencia se truecan en fanáticos peligrosos; pero el alma continúa en ellos igual que antes. Después de entrar Sevrin en relaciones con la muchacha, tropieza uno en su diario con toda clase de ridículas rapsodias político-amorosas. Se ve que tomó muy en serio las regias actitudes y monerías de ella. Lo que anhelaba él era convertirla. Pero todo esto ha de carecer de interés para usted. Respecto a lo demás, no sé si recordará usted…, porque han transcurrido ya bastantes años desde entonces, aquel sensacional tema periodístico de “El misterio de la calle Hermione”; el hallazgo del cadáver de un hombre en la bodega de una casa desocupada; las pesquisas, judiciales, las escasas detenciones que se verificaron; las sospechas y suposiciones a las que el misterioso hecho dio lugar…, y luego el silencio… el acostumbrado final, el de muchos y oscuros mártires y confesores. El hecho es que no fue él bastante optimista. Es preciso ser un salvaje, tiránico, despiadado, a prueba de obstáculos y dificultades, como Horne, por ejemplo, para resultar un buen revolucionario social de los más extremistas».

Dicho esto, se levantó de la mesa, corrió uno de los camareros a ofrecerle el gabán, mientras otro le acercaba el sombrero.

—Pero… ¿qué fue de la muchacha? —le pregunté.

—¿Tiene usted, realmente, empeño en saberlo? —dijo abrochándose cuidadosamente el abrigo de piel—. Confieso que, con mala intención, le mandé el diario que llevaba Sevrin. Lo primero que hizo fue apartarse de todo trato social; después se fue a Florencia y, al fin, se metió en un convento. No sé adonde fue; después, ¿qué importa cuanto haga? ¡Actitudes! ¡Rasgos teatrales! Mera ficción, propia de su clase.

Se puso el brillante sombrero de copa, se lo ajustó con precisión, y, lanzando rápida ojeada a la sala, llena de gente bien vestida, inocentemente ocupada en comer, murmuró entre dientes.

—¡Y nada más que eso! He aquí por qué razón esa clase a la que ella pertenece está condenada a perecer.

No volví a ver al señor X desde entonces. Adquirí la costumbre de ir a comer siempre a mi club. En mi siguiente viaje a París, vi a mi amigo, muy impaciente por saber el efecto que me había producido aquella pieza rara de su colección de relaciones

sociales. Le conté toda la historia y se quedó radiante de orgullo por estar en posesión de tan valioso ejemplar.

—¿No valió la pena conocer a ese X? —exclamó lleno de satisfacción—. Es único en el mundo, estupendo, absolutamente terrorífico.

Su entusiasmo hirió desagradablemente mis delicados sentimientos. Le contesté con sequedad que el cinismo de aquel hombre me parecía sencillamente abominable.

—¡Oh, sí, abominable, abominable! —asintió efusivamente mi amigo—. Y al mismo tiempo… ¿sabes?… —añadió en tono confidencial— le gusta de vez en cuando hacer bromas, mostrarse chistoso.

No comprendí qué congruencia podía haber entre su observación y lo anterior. Esta es la hora en que no he llegado aún a ver dónde está la broma en todo este asunto.

domingo, 30 de octubre de 2022

MATEO FALCONE Prosper Merimée

 




MATEO FALCONE

Prosper Merimée

Cuando uno sale de Porto Vecchio para dirigirse al noroeste, hacia el interior de la isla, se ve una elevación bastante rápida del terreno y, después de tres horas de marcha por senderos tortuosos obstruidos por grandes pedazos de roca, y cortados algunas veces por barrancos, se llega a la linde de una macchia muy extensa. La macchia es la patria de los pastores corsos y de todos quienes han tenido que ver con la justicia. Ha de saberse que el labrador corso, para ahorrarse el trabajo de estercolar sus tierras, prende fuego a cierta extensión del bosque: no importa que la llama se corra más allá de lo necesario; pase lo que pase, bay seguridad de obtener buena cosecha, sembrando en aquella tierra fertilizada por las cenizas de los árboles que sustentaba. Levantadas las espigas, y dejando la paja, que costaría trabajo recoger, las raíces que han quedado en tierra sin consumirse hacen brotar en la primavera siguiente cepedas muy espesas que, en pocos años, alcanzan una altura de siete y ocho pies. A esta especie de tallar silvestre se le da el nombre de macchia. Diversas especies de árboles y de arbustos la forman, mezclados y confundidos como Dios quiere. Sólo el hombre, hacha en mano, puede abrirse allí paso y vence macchias tan espesas y cerradas que ni siquiera los carneros montaraces pueden penetrar en ellas.

Si habéis matado a un hombre, meteos en la macchia de Porto Vecchio y podréis vivir en seguridad con una buena escopeta, pólvora y balas; no olvidéis una capa parda provista de capucha, que sirve de manta y de colchón. Los pastores os dan leche, queso y castañas, y nada tenéis que temer de la justicia o de los parientes del muerto a no ser que tengáis que bajar a la ciudad para renovar vuestras municiones.

Mateo Falcone, cuando yo estaba en Córcega en 18…, tenía su casa a media legua de macchia. Era hombre bastante rico para aquel país y vivía noblemente, es decir, sin hacer nada, del producto de los rebaños que unos pastores, especie de nómadas, apacentaban aquí y allá en las montañas. Cuando lo vi, años después del suceso que voy a contar, me pareció que tendría, no más de cincuenta. Figuraos un hombre bajo pero robusto, con cabellos crespos, negros como el azabache, nariz aguileña, labios finos, ojos grandes y vivos, y tez de color de suela. Su habilidad en el tiro de escopeta se tenía por extraordinaria, aun en su país, donde hay tantos buenos tiradores. Eso sí, Mateo no hubiera disparado jamás contra un carnero con su cría; pero a ciento veinte pasos, lo derribaba de un balazo en la cabeza o en la espaldilla, a elegir. De noche, sabía servirse de sus armas tan fácilmente como de día, y de él me han contado este rasgo de precisión que parecerá acaso increíble al que no haya viajado por Córcega. A ochenta pasos, colocaban una vela encendida detrás de un papel transparente de la anchura de un plato. Apuntaba él, apagaban la vela, y, al cabo de un minuto, en la oscuridad más completa, disparaba y taladraba el transparente, de cuatro veces, tres.

Con méritos tan notorios, Mateo Falcone había conquistado gran reputación. Pasaba por ser tan buen amigo como peligroso enemigo, era servicial, daba limosna y vivía en paz con todos en el distrito de Porto Vecchio. Pero contaban de él que en Corte, donde había ido a buscar mujer, se había desembarazado muy vigorosamente de un rival que se consideraba tan temible en la guerra como en amor: por lo menos a Mateo se atribuía cierto escopetazo que sorprendió al rival cuando estaba afeitándose delante de un espejillo colgado de su ventana. Se echó tierra al asunto. Mateo se casó. Su mujer Giuseppa le había dado primero tres hijas, a las que quería rabiosamente, y por último un hijo, que llamó Fortunato: era la esperanza de la familia, el heredero del nombre. Las hijas estaban bien casadas: su padre podía contar en caso necesario con los puñales y las escopetas de sus yernos. El hijo no tenía más que diez años, pero anunciaba ya felices disposiciones.

Cierto día de otoño, salió Mateo temprano con su mujer para ir a ver uno de sus ganados en un claro de la macchia. El chico quería acompañarle, pero el claro estaba muy lejos, y además, alguien tenía que quedarse a guardar la casa. Negóse pues el padre; ya se verá si no tuvo motivo para arrepentirse.

Unas horas llevaba ausente y el pequeño Fortunato estaba tranquilamente tendido al sol, mirando las montañas azules, y pensando que al otro domingo iría a la ciudad a comer con su tío el cabo, cuando interrumpió de pronto sus meditaciones la explosión de un arma de fuego. Se puso de pie y se volvió hacia la parte del llano donde había sonado el tiro. Otros se sucedieron, disparados a intervalos desiguales, y cada vez más próximos; por último, en el sendero que conducía desde la llanura a la casa de Mateo apareció un hombre, con el sombrero puntiagudo que llevan los montañeses, barbudo, cubierto de harapos, y arrastrándose trabajosamente con el apoyo de su escopeta. Acababa de recibir un tiro en el muslo.

Aquel hombre era un bandido que había salido de noche para ir a la ciudad en busca de pólvora y de camino cayó en una emboscada de tiradores corsos. Tras una vigorosa defensa, había conseguido hacer una retirada, vivamente perseguido y tiroteado de roca en roca. Pero les llevaba poca delantera a los soldados y su herida para su desgracia iba a impedirle llegar a la macchia antes que le alcanzasen.

Se acercó a Fortunato y le dijo:

—¿Eres tú el hijo de Mateo Falcone?

—Sí.

—Pues yo soy Gianetto Sanpiero. Los del cuello amarillo me persiguen. Escóndeme, porque no puedo ir más allá.

—¿Y qué dirá mi padre si te escondo sin permiso suyo?

—Dirá que has hecho bien.

—¿Quién sabe?

—Escóndeme pronto, que vienen.

—Espera que vuelva mi padre.

—¿Qué espere? ¡Maldición! Estarán aquí dentro de cinco minutos. Ea, escóndeme, o te mato.

Fortunato le contestó con la mayor sangre fría:

—Tienes descargada la escopeta y ya no te quedan cartuchos.

—Tengo mi puñal.

—¿Pero correrás tanto como yo?

—Tú eres el hijo de Mateo Falcone. ¿Dejarás que me prendan delante de tu casa?

Aquello pareció conmover al niño.

—¿Qué me das si te escondo? —dijo acercándose.

Hurgó el bandido en una bolsa de cuero que colgaba de su cinturón y sacó una moneda de cinco francos, reservada sin duda para comprar pólvora. Sonrió Fortunato al ver la moneda de plata, y apoderándose de ella dijo a Gianetto:

—No temas nada.

Hizo enseguida un agujero grande en un montón de heno colocado cerca de la casa. Acurrucóse en él Gianetto, y el niño volvió rápido a raparlo de modo que le entrara un poco de aire para respirar, sin que fuese posible empero sospechar que aquel heno

ocultaba a un hombre. Se le ocurrió, además, una treta harto ingeniosa. Fue a buscar una gata con su cría, y los puso encima del montón de heno, para dar a entender que nadie lo había tocado recientemente. Advirtiendo enseguida huellas de sangre en el sendero cerca de la casa, las cubrió de polvo cuidadosamente, y, hecho esto, volvió a tenderse al sol con la mayor tranquilidad.

Pocos minutos después, seis hombres de uniforme pardo con cuello amarillo, mandados por un ayudante, estaban ante la puerta de Mateo. Era aquel ayudante algo pariente de Falcone. (Sabido es que en Córcega los grados de parentesco se siguen hasta más lejos que en otras partes). Llamábase Tiodoro Gamba: era hombre activo, muy temido por los bandoleros de los que había ya acorralado a muchos.

—Buenos días, primito, dijo a Fortunato acercándose a él; ¡cómo has crecido! ¿Viste hace un momento pasar a un hombre?

—¡Oh! Aún no estoy tan alto como tú, primo, contestó el niño con expresión estúpida.

—Ya lo estarás. Pero, ¿no viste pasar un hombre? Di.

—¿Si he visto pasar un hombre?

—Sí, a un hombre con gorro puntiagudo de terciopelo negro y chaquetón bordado de rojo y amarillo.

—¿A un hombre con gorro puntiagudo y chaquetón bordado de rojo y amarillo?

—Sí, contesta pronto y no repitas mis preguntas.

—Esta mañana el señor cura pasó por delante de nuestra puerta en su caballo Piero. Me preguntó cómo estaba papá, y le contesté…

—¡Ah! bribón, te las echas de listo… di pronto por dónde ha pasado Gianetto, que le andamos buscando; y estoy seguro de que echó por aquel sendero.

—¿Quién sabe?

—¿Quién sabe? Yo sé que tú le has visto.

—¿Ve uno a los que pasan cuando duerme?

—Tú no estabas durmiendo pillo; los tiros te despertaron.

—¿Y crees tú, primo, que tus escopetas hacen tanto ruido? Mas suena la de mi padre.

—¡El diablo te confunda, mala pécora! Seguro estoy de que has visto aquí a Gianetto, y hasta que le hayas escondido. Ea, muchachos, entrad en la casa y mirad si no está ahí nuestro hombre. Sólo una pata le servía, y el pícaro tiene demasiado buen sentido para intentar, cojeando, llegar a la macchia. Además, hasta aquí llega el rastro de la sangre.

—¿Y qué dirá mi padre, —preguntó Fortunato en son de burla—; qué dirá si sabe que han entrado en su casa estando él fuera?

—¡Tunante! —dijo el ayudante Gamba tirándole de una oreja—. ¿Sabes que si quiero puedo hacer que cambies de nota? Tal vez con veinte sablazos de plano te decidas a hablar.

Y Fortunato seguía burlándose.

—¡Mi padre es Mateo Falcone! —dijo con énfasis.

—Ya sabes, pilluelo, que puedo llevarte a Corte o a Bastia. Haré que te tiendan en un calabozo, sobre paja, con cadenas en los pies, y te mandaré guillotinar, si no dices dónde está Gianetto Sanpiero.

El niño se echó a reír ante tan ridícula amenaza, y repitió:

—Mi padre es Mateo Falcone.

—Ayudante —dijo por lo bajo uno de los tiradores— no hay que reñir con Mateo.

Gamba, parecía evidentemente perplejo. Hablaba en voz baja con sus soldados, que habían registrado ya toda la casa. No era larga la operación, porque la cabaña de un corso no consta más que de una habitación cuadrada. El mueblaje, se compone de una mesa, unos bancos unas arcas y algunos utensilios de caza o domésticos. Entretanto Fortunato hacía caricias a la gata y parecía gozar malignamente de la confusión de los tiradores y de su primo.

Un soldado se aproximó al montón de heno, vio la gata y dio un bayonetazo en el heno con negligencia, encogiéndose de hombros, como si sintiera lo ridículo de su precaución. No hubo movimiento; y la cara del niño no delató la emoción más ligera.

El ayudante y los suyos se daban al diablo: ya miraban serios hacia el llano, como dispuestos a volverse por donde habían venido, cuando su jefe, convencido de que las amenazas no producirían impresión ninguna en el hijo de Falcone, quiso hacer un último esfuerzo y probar la fuerza de las caricias y los regalos.

—Primito —dijo— me estás pareciendo un mozo listo. Llegarás muy lejos; pero está muy feo lo que haces conmigo; y si no temiera enojar a mi primo Mateo, ¡lléveme el diablo!, te llevaba conmigo.

—¡Bah!

—Pero cuando vuelva mi primo, le contaré lo que ha pasado y por mentiroso te dará de latigazos hasta que salga sangre.

—A saber…

—Ya lo verás… pero, mira… sé bueno y te doy una cosa.

—Yo, primo, voy a darte un consejo: y es que si tardas más ya el Gianetto estará en la macchia y de allí no le sacarás tú ni otros más listos.

—Sacó el ayudante del bolsillo un reloj de plata que podría valer diez escudos; y advirtiendo el brillo de los ojos de Fortunato al mirarlo, le dijo, manteniendo el reloj colgado de su cadena de acero:

—¡Bribón! Ya querrías tener un reloj como este colgando del cuello, para pasearte por las calles de Porto Vecchio orgulloso como un pavo real y que la gente te preguntara: «¿Qué hora es?», y tu contestarías: «míralo en mi reloj».

—Cuando sea mayor, mi tío el cabo me va a regalar uno.

—Sí; pero el hijo de tu tío ya lo tiene… no tan bonito como este, por cierto… y es más chico que tú.

Suspiró el niño.

—Bueno, ¿quieres este reloj, primito?

Fortunato, mirando el reloj con el rabillo del ojo, parecía un gato al que ofrecen un pollo entero. Como se da cuenta de la burla, no se atreve a echar la zarpa, y de tiempo en tiempo desvía los ojos para no exponerse a caer en la tentación pero, se relame sin

cesar, como si le dijera a su amo: «¡Qué bromas tan crueles!». Sin embargo, el ayudante Gamba parecía ofrecerle el reloj de buena fe. Fortunato no extendió la mano, pero le dijo con amable sonrisa:

—¿Por qué te burlas de mí?

—Por Dios, no me burlo. Dime dónde está Gianetto y el reloj es tuyo.

Dejó escapar Fortunato una sonrisa de incredulidad; y, clavando los ojos negros en los del ayudante, se esforzaba por leer en ellos la fe que podía dar a sus palabras.

—Que me quede sin charreteras —exclamó el ayudante—, si no te doy el reloj con esa condición. Los muchachos son testigos, y no puedo volverme atrás.

Hablando así, seguía acercándole el reloj tanto que ya casi tocaba a la mejilla del niño. Bien mostraba éste en su cara, el combate que dentro de su alma estaba librándose, entre la codicia y el respeto debido a la hospitalidad. Su pecho descubierto se levantaba con fuerza, y parecía a punto de ahogarse. Y entre tanto, el reloj oscilaba, giraba, y a veces le rozaba la punta de la nariz.

Por fin, poco a poco, su mano derecha se alzó hasta el reloj; lo tocó con la punta de los dedos; y ya pesaba todo entero en su mano, sin que el ayudante soltara el extremo de la cadena… La esfera era de color azulado… la caja recién bruñida… al sol, parecía todo él de fuego… la tentación era demasiado fuerte.

Fortunato levantó también la mano izquierda y con el pulgar señaló, por encima del hombro, el montón de heno que tenía a sus espaldas. El ayudante, lo entendió enseguida. Soltó el extremo de la cadena; Fortunato se sintió dueño único del reloj. Púsose en pie con agilidad de un gamo y alejóse diez pasos del montón de heno que los tiradores se pusieron a revolver al punto.

No tardaron en ver agitarse el heno; y un hombre ensangrentado, puñal en mano, que salía de él; pero, como intentara levantarse, su herida enfriada no le permitió ya sostenerse. Cayó. Echóse sobre él el ayudante y le arrancó el arma. Enseguida, le amarraron fuertemente, a pesar de su resistencia.

Gianetto, tendido en el suelo y atado como un haz de leña, volvió a mirar a Fortunato que se había aproximado.

—¡Hijo de…! —le dijo, con más desprecio que cólera. Arrojóle el niño la moneda de plata que había recibido de él, sintiendo que había dejado de merecerla; pero el

proscrito, no pareció reparar en aquel movimiento. Con mucha sangre fría le dijo al ayudante:

—Querido Gamba, no puedo andar; vas a tener que llevarme al pueblo.

—Más ligero que un corso corrías hace un rato, replicó el cruel vencedor; pero puedes estar tranquilo: tan contento estoy de tenerte que te llevaría una legua a cuestas sin cansarme. Pero, compañero, vamos a hacerte una litera con unas ramas y con tu capote, y en la alquería de Créspoli encontraremos caballos.

—Bueno —dijo el preso— echa también un poco de paja en la litera para que vaya más cómodo.

Mientras los tiradores andaban ocupados, unos en hacer una especie de camilla con ramas de castaños, y otros en vendar la herida de Gianetto, Mateo Falcone y su mujer, aparecieron de pronto en la revuelta de un sendero, que conducía a la macchia. Avanzaba la mujer, encorvada penosamente al peso de un enorme saco de castañas, en tanto que el marido se pavoneaba, sin llevar más que una escopeta en la mano, y otra en bandolera porque es indigno que un hombre lleve más peso que el de sus armas.

Al ver a los soldados, lo primero que se le ocurrió a Mateo fue que iban a detenerle. Pero, ¿por qué tal idea? ¿Tenía acaso Mateo alguna cuenta con la justicia? No. Gozaba de buena reputación. Era como suele decirse, «paisano de buena fama»; pero era corso y montañés, y pocos corsos montañeses hay que, si escudriñan bien en su memoria, no puedan encontrar en ella algún pecadillo, tal como unos tiros, unas puñaladas, y otras futesas. Mateo, más que otros, tenía la conciencia limpia; porque más de diez años llevaba sin haber asestado su escopeta contra un hombre; sin embargo, como era prudente, se puso en actitud de defenderse bien, si era necesario.

—Mujer —dijo a Giuseppa— tira el saco y prepárate. Obedeció ella al instante. Dióle él la escopeta que llevaba en la bandolera y que hubiera podido servirle de estorbo. Amartilló la que llevaba en la mano, y fue avanzando lentamente hacía la casa, arrimándose a los árboles que orillaban el camino, y dispuesto a la más leve demostración de hostilidad, a parapetarse tras el tronco más grueso, desde donde podría disparar a cubierto. Su mujer, pisándole los talones, le llevaba el fusil de repuesto y la cartuchera. El papel de una buena ama de casa, en trance de combate, consiste en cargar las armas de su marido.

Por otro lado, al ayudante le afligía mucho ver acercarse así a Mateo, contando los pasos, preparaba la escopeta y el dedo en el gatillo.

«Si por casualidad», pensaba, «fuese Mateo pariente de Gianetto, o amigo suyo, y quisiera defenderle la carga de sus dos escopetas llegaría a dos de nosotros, tan segura como una carta en el correo; y si me apuntara, a pesar del parentesco…».

En esta perplejidad, tomó un partido muy valeroso, y fue el de avanzar solo a donde estaba Mateo, para contarle el caso, acercándose a él, como antiguo conocido; pero el corto intervalo que le separaba de Mateo, le pareció terriblemente largo.

—¡Hola! ¡Eh!, viejo camarada —gritó—, ¿qué tal te va, valiente? Soy yo, soy Gamba, tu primo.

Mateo sin responder palabra, se había parado, y a medida que hablaba el otro iba levantando despacito el cañón de la escopeta, de suerte que en el momento en que se le acercó el ayudante, apuntaba ya al cielo.

—Buenos días, hermano —dijo el ayudante tendiéndole la mano—; hace mucho que no te he visto.

—Buenos días, hermano.

—Vine a darte los buenos días al pasar, y a mi prima Pepa. Hoy hemos hecho una caminata larguísima pero no hay que sentir cansancio, porqué tenemos una buena presa. Acabamos de agarrar a Gianetto Sanpiero.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Giuseppa—. Una cabra lechera nos robó la semana pasada.

Gamba, regocijóse al oírlo.

—¡Pobrecillo! —dijo Mateo—. Tendría hambre.

—El pícaro, se ha defendido como un león, —prosiguió el ayudante, un tanto mortificado—; me mata uno de mis tiradores y no contento con esto le rompió un brazo al cabo Chardon; pero no importa mucho, porque se trata de un francés… Luego, tan bien se había escondido, con tanta habilidad, que ni el diablo lo hubiera descubierto. A no ser por el primito Fortunato, nunca le hubiera encontrado.

—¡Fortunato! —exclamó Mateo.

—¡Fortunato! —repitió Giuseppa.

—Sí, el Gianetto se había ido a esconder en aquel montón de heno; pero el primito me hizo ver la treta. Ya se lo diré a su tío el cabo, para que le envíe un buen regalo por su trabajo. Y en el informe que mande al señor abogado general, figurarán su nombre y el tuyo.

—¡Maldición! —dijo por lo bajo Mateo.

Se habían reunido al destacamento. Gianetto, estaba ya en la litera tendido, ya punto de emprender la marcha. Cuando vio a Mateo en compañía de Gamba, sonrió con extraña sonrisa; luego, volviéndose hacia la puerta de la casa, escupió en el umbral diciendo:

—¡Casa de traidores!

Sólo un hombre decidido a morir, hubiera osado pronunciar la palabra traidor aplicándosela a Falcone. Una buena puñalada, sin necesidad de repetición, hubiera pagado inmediatamente el insulto.

Sin embargo, Mateo no hizo más ademán que el de llevarse la mano a la frente como un hombre agobiado.

Fortunato había entrado en la casa al ver llegar a su padre. Pronto volvió a salir con un cuenco de leche que ofreció a Gianetto, bajando los ojos.

—¡Lejos de mí! —le gritó el proscrito, con voz de trueno.

Y volviéndose luego a uno de los tiradores, le dijo:

—Camarada, dame de beber.

Puso el soldado entre sus manos la cantimplora y el bandido bebió el agua que le daba un hombre con quien acababa de estar batiéndose a tiros. Pidió enseguida que le ataran las manos de manera que las tuviese cruzadas sobre el pecho, y no atadas a la espalda.

«Me gusta» decía, «ir acostado cómodamente». Diéronse prisa a satisfacerle y luego el ayudante dio la señal de marcha, dio adiós a Mateo, que no le contestó, y bajó con paso acelerado hacia el llano.

Cerca de diez minutos pasaron antes de que Mateo abriese la boca. El niño, miraba con ojos inquietos ya a su madre ya a su padre, que apoyado en la escopeta, lo contemplaba con expresión de cólera reconcentrada.

—¡Bien empiezas! —dijo por fin Mateo con voz tranquila, pero espantosa para el que conociera al hombre.

—¡Padre! —exclamó el niño avanzando con las lágrimas en los ojos como para echarse a sus pies.

Pero Mateo le gritó:

—¡Apártate de mí!

Detúvose el niño, y rompió a sollozar, inmóvil, a unos pasos de su padre.

Acercóse Giuseppa. Acababa de ver la cadena brillante del reloj, uno de cuyos extremos asomaba por la camisa de Fortunato.

—¿Quién te ha regalado este reloj? —preguntó en tono severo.

—Mi primo el ayudante.

Agarró Falcone el reloj, y tirándolo con fuerza contra una piedra, lo hizo mil pedazos.

—Mujer —dijo— este hijo, ¿es mío?

Las mejillas morenas de Giuseppa, se volvieron de color rojo ladrillo.

—¿Qué dices, Mateo? ¿Sabes a quién hablas?

—Pues bueno, este niño es el primero de su raza que haya hecho traición.

Redoblaron los sollozos, y los hipos de Fortunato, y Falcone tenía fijos en él sus ojos de lince. Dio por fin un golpe en el suelo con la culata de la escopeta, y echándosela de nuevo al hombro, volvió a tomar el camino de la macchia, gritándole a Fortunato que le siguiera. Obedeció el niño.

Giuseppa, corrió detrás de Mateo y le cogió por un brazo.

—Es tu hijo —le dijo en voz temblorosa, clavando los ojos negros en los de su marido para leer lo que pasaba a su alma.

—Déjame, —respondió Mateo— soy su padre.

Dio un beso Giuseppa a su hijo, entró llorando en la cabaña, y se echó de rodillas ante una estampa de la Virgen, rezando con fervor. Entre tanto, Falcone anduvo unos doscientos pasos por el sendero, sin pararse hasta el barranco estrecho adonde bajó. Sondeó la tierra con la culata de la escopeta, y la encontró blanda y fácil de excavar. El lugar le pareció conveniente para su propósito.

—Fortunato, ponte junto a aquella piedra grande.

Hizo el niño lo que le mandaba, y se arrodilló.

—Reza tus oraciones.

—¡Padre, padre, no me mates…!

—¡Reza tus oraciones! —repitió Mateo con voz terrible.

El niño balbuceando y sollozando, rezó el padrenuestro y el credo. El padre, con voz fuerte, respondía «amén», al final de cada oración.

—¿Son esas todas las oraciones que sabes?

—Padre sé también el avemaria y la letanía, que mi tía me enseñó.

—Muy larga es, pero no importa.

Acabó el niño la letanía con voz apagada.

—¿Concluiste?

—¡Ay, padre, piedad! ¡Perdóname!, ¡no lo haré más!, se lo pediré tanto a mi primo el cabo, que perdonará a Gianetto…

Aún seguía hablando; Mateo había amartillado la escopeta y le apuntaba diciendo:

—¡Que Dios te perdone!

Hizo el niño un esfuerzo desesperado para levantarse y abrazarse a las rodillas de su padre; pero no tuvo tiempo. Disparó Mateo, y Fortunato cayó muerto en el acto.

Sin echar una ojeada al cadáver, volvió a tomar Mateo el camino de su casa, en busca de un azadón con que enterrar a su hijo. Apenas había dado unos pasos, cuando se encontró con Giuseppa, que acudía, alarmada por el disparo.

—¿Qué has hecho? —exclamó.

—Justicia.

—¿En dónde está?

—En el barranco. Voy a enterrarle. Ha muerto como cristiano; voy a mandarle cantar una misa. Que le digan a mi yerno Tiodoro Bianchi que se venga a vivir con nosotros.

viernes, 28 de octubre de 2022

IMPULSO PERVERSO Walt Whitman.

 


IMPULSO PERVERSO

Walt Whitman

Aquella sección de la calle Nassau que desemboca en el gran centro comercial de Nueva York ha estado, desde largo tiempo, ocupada por leguleyos. Tolerado y reconocido por esta clase de gente desde hacía vatios años, estaba Adam Covert, un hombre de mediana edad y de medios económicos limitados, quien, como para decir la verdad, obtenía más ganancias por medio de pillerías que en el honorable ejercicio de su profesión. Era un hombre alto, de amarillento rostro, viudo y padre de dos niños; últimamente se afanaba en encontrar una esposa con dinero que mejorase su actual situación. Pero de alguna u otra manera sus proyectos siempre parecían frustrarse, quizás con una excepción, y esta ciertamente muy vaga.

Uno de los primeros clientes de Mr. Covert había sido un pariente lejano de nombre Marsh, quien al morir de manera un poco súbita, había dejado a su cuidado una hija y un hijo con cierta cantidad de bienes, de los cuales debía disponer este mismo caballero. Sin perder un minuto, el astuto abogado captó la situación y, secundado por la confusión y tristeza de aquella emergencia, disfrazó su objetivo bajo una nube de tecnicismos que le valieron el insertar nuevas disposiciones en el testamento del moribundo que le otorgaron un casi arbitrario control sobre el total de la propiedad y sobre aquellos que la poseían.

Este control era de tal duración que no debía terminarse cuando los muchachos llegasen a la mayoría de edad. El hijo, Phillip, un muchacho espiritual y un poco arrebatado de carácter, ya hacía tiempo que había alcanzado aquella edad. Esther, la niña, sencilla y devota, tenía unos diecinueve años.

Teniendo tal poder sobre sus protegidos, Covert no sintió ningún escrúpulo en apoyarse en él para presionar con sus exigencias a la mano de Esther. Desde la muerte de Marsh, la propiedad que este había dejado en un solo lote debía ser repartida entre los dos hermanos, había llegado a tener un valor bastante considerable; por consiguiente la parte correspondiente a Esther era para un hombre en la situación de Covert un premio digno por el cual luchar. Durante todo el asedio, y aunque ambos huérfanos eran poseedores de una considerable renta, se veían en apuros de dinero; de pequeñas sumas de dinero, en verdad. Esther, generalmente a causa de Phillip, se veía obligada a recurrir a la casa de empeños, pues le gustaba que a este no le faltase nada.

Aunque frecuentemente había demostrado a su guardián la aversión que le inspiraba, Esther continuaba siendo la víctima de su persecución, hasta que un día evidenció un comportamiento más osado, mostrándose más apremiante en sus pretensiones. Esther, que compartía en cierto modo el fogoso carácter de su hermano, le contestó con una negativa terminante y brusca. Con dignidad le expuso las razones que

tenía para ello, prohibiéndole que volviese a mencionarle aquella pretensión de matrimonio. Él le replicó agriamente, jactándose del poder que tenía sobre ellos dos, y declarando que si ella no accedía en ser su esposa, ambos quedarían sin un centavo.

A esta amenaza añadió insultos que ninguna mujer puede recibir de un ser digno de llamarse hombre, y marchóse sólo cuando lo encontró conveniente. Aquel mismo día regresó Phillip de Nueva York, luego de una ausencia de varias semanas, por un asunto de negocios de la agencia mercantil para la cual trabajaba.

Más avanzada la tarde de aquel mismo día, se encontraba Covert en su despacho, trabajando, cuando un golpe en la puerta le anunció un visitante, el que inmediatamente después penetró en la habitación. El rostro del joven Marsh, pues él era el visitante, exhibía una palidez que no pareció a Covert del todo tranquilizadora, por lo que llamó a un empleado de la oficina contigua y le dio algún trabajo para hacer en el escritorio del lado.

—Deseo verlo a solas, Mr. Covert, si no es molestia —dijo el recién llegado.

—Podemos hablar a nuestras anchas aquí donde estamos —respondió el abogado—. En realidad no tengo mucho tiempo disponible para conversar, pues en estos momentos me encuentro muy atareado.

—Pero yo debo hablarle —respondió Phillip secamente—; al menos debo aclararle algo, Mr. Covert: ¡es usted un villano!

—¡Insolente! —exclamó el abogado, levantándose detrás del escritorio y señalando la puerta—. ¿La ve usted, señor? Tiene un largo minuto para situarse al otro lado de ella y para que sus pies encuentren la manera de salir lo más rápidamente de aquí. ¡Fuera, señor!

Aquella humillación fue muy dura para Phillip, dados sus rígidos conceptos del honor. Se irguió pálido, pero tranquilo.

—Nos veremos muy pronto —dijo con labios temblorosos, pero en voz baja y clara; luego abandonó la oficina.

Los siguientes sucesos de aquel agradable día de verano dejaron poca huella en la mente del joven. Vagabundeó sin objetivo ni destino a lo largo de South Street y por Whitehall; vigiló con curiosos ojos los movimientos del muelle, los barcos al cargar y descargar, escuchando los alegres gritos de los marineros y los estibadores. Sucede en algunas mentalidades, que una fuerte impresión produce el singular efecto de unificar

dos facultades de aparente ineficacia, una aguda sensibilidad con una suerte de fría apatía que se combinan para formar un solo estado de ánimo. Phillip era uno de ellos. Mientras observaba los diferentes atavíos de la gente del muelle, se preguntaba si recibirían el suficiente jornal para darse ellos y sus familias un buen pasar, y si tendrían o no familias, lo cual trataba de adivinar por medio de sus ademanes y vestimentas. En estas agradables divagaciones estaba aún al terminarse el día, y durante todo aquel tiempo el deseo predominante, pero de ninguna manera claro, era el ver nuevamente al abogado Covert.

Finalmente había llegado la noche. Pero ni aún entonces encaminó el joven sus pasos hacia su hogar, si no que, sintiéndose más calmado, entró en un lugar donde le pudiesen servir algo de comer y que al ser complacido casi no tocó. Sentía una persistente sensación de sed, y al pasar más tarde delante de un bar pensó que no le haría nada mal tomar un vaso de alcohol. Entró, bebió y las horas que iban pasando allí le iban robando la conciencia. No sólo bebió un vaso, si no tres o cuatro, de licores extremadamente fuertes para él, que habitualmente era abstemio.

Había sido un día y un atardecer calurosos, de manera que, cuando Phillip, a una avanzada hora de la noche, emergió del bar al exterior, se encontró con que comenzaba una tormenta eléctrica. A pesar de esto, se encaminó resueltamente calle arriba, enfrentando el viento, que parecía arreciar a cada paso.

La lluvia se había convertido ahora en torrentes; todas las tiendas habían cerrado sus puertas y muy pocas luces de la calle se hallaban encendidas; sólo podía guiarse en su camino por los frecuentes destellos de los relámpagos. Más o menos a mitad de camino la furia de la tormenta lo obligó a buscar amparo bajo los aleros de una tienda. Cuando se hubo acomodado lo más al interior posible, la luz de un relámpago le reveló que al extremo del escondrijo había ya otro inquilino.

—Una lluvia violenta —dijo el otro ocupante, mientras Phillip, al oír su voz, lo observaba atentamente.

El sonido de aquella voz casi logró que el joven quedara sobrio inmediatamente. Era ciertamente la voz de Adam Covert. Contestó con otra observación casual y esperó un nuevo destello de relámpago para verle el rostro. Cuando este llegó, pudo darse cuenta de que en realidad su compañero era su tutor.

Phillip Marsh había bebido demasiado (y roguemos para que ello te lo haga más comprensible, severo moralista). En su interior sintió un enjambre de pensamientos que no podía apartar de su mente. Todos los insultos que había recibido su hermana y las

infamantes frases que Covert le había dirigido aquella misma tarde. Reflexionó sobre todas las injurias que Esther y él habían recibido y sobre las que probablemente tendrían que soportar en el porvenir en sus manos de aquel descarado mal hombre; en lo egoísta, malvado y sin principios que era su carácter; en los despreciables y crueles abusos ejercidos sobre gente pobre que había caído en sus manos; en todo el mal del cual había sido autor y el sufrimiento que podría causar en el futuro. El mismo estruendo causado por los elementos: el áspero redoble del trueno, el vindicativo ruido de la lluvia, y el fiero relumbrar de salvaje fluido que parecía amotinar la tormenta a su alrededor, le parecieron al joven una extraña furia afín a la desencadenada en su interior. El cielo mismo (tan atrevida era su imaginación) parecía brindar la escena apropiada y el momento para un acto de justicia divina. No pensó por un instante que la causa verdadera que Covert se encontrase tan tarde en la calle fuese debido a su afán de lucro y que los negocios lo hubiesen mantenido en la oficina, si no que su fantasía concibió un misterioso poder ordenando las cosas de aquella manera para que ambos se encontrasen a hora tan intempestiva. Todo este remolino de influjos se apoderó de Phillip con rapidez y en aquel horrible momento se aproximó hacia su tutor.

—¡Hola! —dijo—. Me parece que no hemos encontrado bastante pronto señor Covert, ¡traidor a mi padre y ladrón de sus hijos! ¡Me da miedo el solo imaginar lo que estoy pensando!

El natural descaro del abogado no pareció abandonarlo.

—A no ser que quiera pasar una noche en el calabozo, joven —dijo, después de una pequeña pausa—; ¡retírese! Por lo que yo recuerdo, su padre era un hombre débil, y en lo que concierne a su hijo, su perverso corazón es su peor enemigo. Nunca me he comportado mal con ninguno de los dos, eso puedo decirlo, ¡jurarlo!

—¡Insolente embustero! —exclamó Phillip, mientras los ojos le llameaban en la oscuridad.

Covert no replicó; solo lanzó una carcajada fría y desdeñosa que hizo redoblar la furia del joven. Se abalanzó sobre el abogado y lo agarró por el cuello.

—¡Toma lo que mereces! —gritó jadeante, pues su garganta se hallaba obstruida por la diabólica ira que lo había perseguido en aquella hora negra—. ¡No eres digno de vivir!

Arrojó a sus tutor a tierra, cayendo sobre él, aniquilador, ahogando el grito que la pobre víctima había comenzado a exhalar. Luego, acompañado de monstruosas

imprecaciones, apretó fuertemente un nudo alrededor del cuello de aquel balbuceante ser; extrajo enseguida una navaja de su bolsillo y tocando el resorte hizo salir la larga y afilada hoja ansiosa de realizar su sangriento trabajo.

Mientras la tormenta menguaba se pudo oír el último esfuerzo del moribundo, que se tradujo en un grito bajo y entrecortado. En ese mismo momento, el brazo del asesino hundió el arma una, dos, tres veces, profundamente en el pecho de su enemigo. No había transcurrido un minuto desde aquella risa exasperante y fatal y el acto estaba consumado, mientras el sentimiento que invadió inmediatamente al culpable fue de miedo y deseos de huir.

En la sobrenatural pausa siguiente, los ojos de Phillip escudriñaron la oscuridad alrededor y por encima de él. En lo alto, el Dios que todo lo ve. ¿Qué o quién era la figura de allí en lo alto?

—¡Clemencia! ¡En nombre de Jehová, clemencia! —gritó una penetrante, clara y melodiosa voz.

Era como si un espíritu acusador hubiese venido a dar testimonio de aquel hecho de sangre. Inclinada sobre una ventana en lo alto, apareció una figura envuelta, cuyo rostro poseía una joven y hermosa belleza. Largos y vividos resplandores le dieron a Phillip la oportunidad de verla tan claramente como si el sol brillase resplandeciente. Una mano de la imagen se había alzado en actitud de imprecación, mientras sus grandes ojos negros miraban aquella escena de allá abajo con expresión de horror y estremecido pánico. Tal celestial belleza y las peculiares circunstancias llenaron de espanto el corazón de Phillip.

—Si todavía no es muy tarde —exclamó la joven nuevamente—, perdónalo. ¡En nombre de Dios te ordeno «No matarás»!

Aquellas palabras sonaron como un tañido fúnebre al oído del aterrorizado y ya arrepentido Phillip. Levantándose encima del cuerpo, dio una segunda mirada a lo largo de la calle, totalmente solitaria y desierta; luego, cruzando hacia Reade Street, terminó su trayecto en un verdadero estado de estupor, hasta llegar a las avenidas cercanas a su hogar.

Cuando a la mañana siguiente fue encontrado el cadáver del abogado asesinado, los oficiales de la justicia comenzaron sus averiguaciones; las sospechas recayeron inmediatamente en Phillip, el cual fue arrestado. Pero, a pesar de realizarse una rigurosa pesquisa, no salió a la luz ninguna evidencia que pudiese implicar al joven, a

excepción de su visita a Covert la tarde anterior, y el airado lenguaje de intercambio en ella. Esta evidencia no tenía el valor necesario como para acusarlo con un cargo tan grave.

Al segundo día el caso llegó a la justicia ordinaria, para que declarase si Phillip pudo haber cometido el crimen o, en caso contrario, lo dejase en libertad. Sólo tuvo en su contra el testimonio del empleado de Covert, mientras que uno de sus empleadores, creyendo en su inocencia, le había contratado uno de los más hábiles abogados criminalistas de Nueva York. El testimonio fue declarado insuficiente y derogada la acusación.

La atestada sala le abrió camino parta dejarlo salir; miles de curiosos mantenían los ojos fijos en sus rasgos; pero de toda aquella multitud humana, él sólo vió un rostro, uno pálido y triste de ojos negros que cubría el centro de todo. Había visto aquel rostro dos veces antes: la primera, como un testigo reprobador; la segunda en prisión inmediatamente después de su arresto; y ahora por última vez. Aquella extraña joven que había venido a la sala para cumplir un ingrato deber, el testificar lo que había presenciado, se había enternecido ante la palidez del rostro de Phillip, y los convulsivos sollozos de su hermana le habían impedido declarar en contra del asesino. ¿Debemos aplaudir o condenar esta actitud? Dejemos que cada lector se conteste esta pregunta así mismo.

Aquella misma tarde, Phillip abandonó Nueva York. Su amable empleador poseía una finca unas millas más arriba a orillas del Hudson y, hasta que hubiese pasado aquel revuelo causado por el asunto, le aconsejó no ausentarse. Phillip aceptó agradecido la proposición, realizó unos pocos preparativos, se despidió rápidamente de Esther y ya en la noche estaba instalado en sus nuevos dominios.

¿Y cómo piensan ustedes que descansó Phillip Marsh aquella noche? ¡Oh, si aquellos que claman tan desesperadamente porque la desventura venga a castigar el crimen hubiesen podido observar la escena de aquella noche, habrían sin duda aprendido una lección!

Cuatro días habían transcurrido, durante los cuales había yacido agitado sobre la cama de madera. No tuvo ni siquiera el más pequeño descanso de sus afiebrados y tensos sentimientos en aquellos horribles días.

Sueños perturbadores lo acechaban mientras cavilaba en lo que podría hacer para recobrar la paz. Por lejos que fuese, los ojos del asesinado lo perseguirían con aquella su última mirada, lo aterrorizaría aquel grito de dolor con toda la realidad de la imagen,

las reprobadoras palabras oídas desde lo alto lo perseguirían como atormentadoras furias que nunca podría apartar de su mente. ¡Cualquier cosa, cualquier lugar que le permitiese escapar de tan tremenda compañía! Debía irse tierra adentro, a realizar pesadas labores de campo, trabajar incesantemente a través de los abrumadores días de verano, para obtener de ese modo el olvido de sus sentidos, o al menos, en forma ocasional. Debía trasladarse de un lugar a otro hasta que los diferentes aspectos de una vida nueva borrasen completamente los viejos recuerdos. Debía combatir consigo mismo fieramente para lograr su paz de espíritu. Debía batallar y luchar por su paz; ¡debía orar por su paz!

Por último, luego de un febril insomnio de treinta o cuarenta minutos, el infortunado joven se durmió, despertando más tarde con un estremecimiento nervioso que le hizo incorporarse en el lecho, para divisar la bendecida luz del amanecer que comenzaba a llegar.

Sintió el sudor descender por su desnudo pecho; la sábana en la que había permanecido acostado estaba totalmente húmeda; levantándose pesadamente, abrió la ventana. ¡Oh, cómo lo refrescaba aquel maravilloso aire de la mañana! Se inclinó hacia fuera para aspirar con avidez la fragancia de los capullos, y por primera vez tuvo la plena conciencia de la innegable belleza que Dios había otorgado a la tierra y lo maravillosa que era la vida por el solo hecho de vivirla. Y, entre las miles de mudas bocas y elocuentes ojos que parecían como si mirasen a lo alto y fuesen a hablar a todos los vientos, imaginó otras tantas invitaciones para que fuese a reunírseles. No sin esfuerzo, pues era un ser débil, se vistió y salió al aire.

Nubes de pálido oro y transparente carmesí drapeaban el cielo, pero el sol cuya luz lo embargaba con toda su gloria no había aparecido aún sobre el horizonte. La hora y el lugar tenían una belleza extraordinaria. ¡Una belleza de Edén! Se detuvo en la cima de una loma y miró en su en derredor. Unas millas más arriba podía divisar un trecho del río Hudson, y por encima de él los agudos picos de las rocosas montañas que se deshacían en las playas del oeste. Todos los campos cercanos eran de cultivo y en ellos brotaba hermoso el árbol, mientras el grano pleno se inclinaba ante la brisa del amanecer que resultaba intoxicante por su pureza. Contemplando Phillip este sagrado y calmo poder de la naturaleza, el espíritu invisible de tanta belleza y tanta inocencia se fundió con su alma, superando los conflictos febriles y las pasiones. Sintió un indefinible placer, una suerte de alegría al obtener de aquella visualización la certeza de la bondad divina. Una prueba de ello era el no encontrar nada allí que lo acusase, ni las flores, matorrales o en las ramas de los árboles; ellos le otorgaban su perdón más generosamente que los humanos, sin hacer distinciones entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. ¿Podía considerarse todavía maldito? Involuntariamente se inclinó

para tomar el manojo de rosas rojas, sosteniéndolas suavemente entre sus manos, ¡entre aquellas manos asesinas, cubiertas de sangre! Pero las rosas no se agitaron, no dejaron de exhalar su perfume. Al depositar en ellas un beso y mientras una lágrima caía le pareció que ellas reflejaban la gran piedad y misericordia del cielo.

Terminamos aquí nuestro relato, refiriendo sólo los principales hechos que a continuación sucedieron, y ellos son: nuestro asesino pronto emprendió viaje hacia nuevos horizontes; aún se encuentra vivo y este es un caso entre mil de un crimen que quedó sin castigo y sin desentrañar, y el cual no compareció ante los tribunales de los hombres para ser juzgado, si no ante un poder más grande y amplio.

jueves, 20 de octubre de 2022

EL TEMPLO H. P. Lovecraft



 EL TEMPLO

H. P. Lovecraft

Hoy, 20 de agosto de 1917, yo, Karl Heinrich, conde de Alberg Ehrenstein, comandante del submarino U.29 de la Marina Imperial Alemana, deposito esta botella con mi último informe, en un lugar para mí desconocido, pero cuya posición aproximada es 20 grados de latitud norte y 35 grados de longitud oeste. Mi nave ha naufragado y está en el fondo del océano.

No sobreviviré muy probablemente, pues las circunstancias son amenazadoras; mi submarino, el U.29, se encuentra fuera de combate y mi voluntad de hierro alemana está también destruida. Como dijimos en nuestro mensaje al sumergible U.61 que iba a Kiel, torpedeamos el barco de carga inglés Victory, que había salido de Nueva York con destino a Liverpool, a los 45 grados 16 de latitud norte y 28 grados de longitud oeste. Permitimos que la tripulación abandonase el navío en los botes de salvamento, con el propósito de obtener una buena película para los archivos del Almirantazgo.

El barco se hundió de una manera muy pintoresca. La cámara funcionó bien y lamento que esta bobina no pueda llegar nunca a Berlín. Luego hundimos los botes y nos sumergimos. Cuando volvimos a la superficie, al ponerse el sol, encontramos en el puente el cuerpo de un marinero, aferrado de un modo extraño a la barandilla. El muchacho era joven, de tez oscura y muy hermoso. Un italiano o un griego, probablemente, perteneciente sin duda alguna a la tripulación del Victory. Había tratado de refugiarse en la misma nave que se había visto obligado a destruir la suya: una víctima más de la injusta guerra de agresión librada por los ingleses. Nuestros hombres lo registraron y le encontraron en un bolsillo una curiosa estatuita de marfil: una cabeza de hombre coronada de laurel. Mi segundo, el teniente Klenze, se guardó el objeto, pues pensaba que era antiguo y de gran valor.

Dos incidentes provocaron cierto desorden. Arrojaron al muerto por la borda, y en ese momento se le abrieron los ojos. Muchos marineros creyeron que se habían fijado con expresión de burla en Schmitt y Zimmer, inclinados sobre el cadáver. Luego, el jorobado Müller, hombre viejo que debería ser razonable pero es un cochino alsaciano supersticioso, se excitó y juró que había visto al difunto alejarse a nado hacia el sur, bajo el agua. Klenze y yo no aprobamos esas exhibiciones de superstición campesina y abofeteamos severamente a Müller. Algunos muchachos enfermaron al día siguiente. El largo viaje les había afectado los nervios. Muchos estaban completamente embrutecidos. Después de comprobar que no simulaban, los eximí de su trabajo. Como el mar estaba agitado, descendimos a una profundidad donde las olas nos molestaban menos. Sólo nos inquietaba una corriente oceánica desconcertante que iba hacia el sur y no estaba indicada en las cartas. Los gemidos de los enfermos eran irritantes, pero, como no parecían desmoralizar al resto de la tripulación, no aplicamos medidas

extremas. Nuestro plan consistía en mantenemos en el lugar e interceptar al transatlántico Dacia, del que nos habían informado los agentes de Nueva York.

Volvimos a la superficie al anochecer y encontramos el mar más tranquilo. En el horizonte del norte se veía el humo de un buque de guerra. Los discursos de Müller eran cada vez más extraños y molestos a medida que llegaba la noche. Había descendido a un nivel infantil detestable. Creía ver cadáveres a través de los tragaluces. Eran cuerpos que lo miraban intensamente y se parecían a las víctimas de nuestras hazañas victoriosas. Y añadía que eran conducidos por el joven que habíamos arrojado al mar. Hice encadenar a Müller después de azotarlo, y rechazamos una delegación encabezada por el marinero Zimmer que pedía que tirásemos al agua la figura de marfil.

El 20 de junio, los marineros Bohm y Schmitt, que se habían sentido enfermos el día anterior, enloquecieron violentamente.

Lamenté no tener un médico a bordo. Las divagaciones constantes de los dos hombres perturbaban la disciplina, y tomé una decisión definitiva. La tripulación la aceptó con acritud y Müller se calmó. Lo puse en libertad por la tarde y volvió silenciosamente al trabajo. Todos estuvimos muy nerviosos durante la semana siguiente esperando al Dada. Agravó la tensión la desaparición de Müller y Zimmer, quienes sin duda se arrojaron al agua. A mí me alegró en realidad haberme librado de Müller. Todos callaban ahora. Los enfermos eran numerosos. El teniente Klenze soportaba mal la presión y cualquier cosa lo exasperaba, sobre todo los delfines que se reunían alrededor del U.29 en número creciente, y la intensidad cada vez mayor de las corrientes que nos empujaban hacia el sur.

Por fin, fue evidente que el Dada se nos había escapado. Tales fracasos no son raros y este nos tranquilizó de algún modo, pues podíamos volver a Wilhelmshaven.

El 28 de junio, al mediodía, pusimos la proa hacia el nordeste. A pesar de algunas colisiones bastante cómicas con las masas poco habituales de delfines estuvimos pronto en camino. La explosión de la sala de máquinas a las dos de la mañana fue una sorpresa total. El teniente Klenze acudió precipitadamente y encontró el depósito de combustible y la mayor parte de los aparatos totalmente destruidos.

Los mecánicos Raabe y Schneider habían muerto en el accidente. Nuestra situación se había hecho grave de pronto. Era cierto que el regenerador químico estaba intacto y podíamos utilizar las reservas de aire comprimido y las acumuladores para sumergimos y volver a subir, pero no podíamos guiar el U.29 ni hacerlo navegar. Huir en las bates

de salvamento significaba caer en las manos de enemigos que odian irracionalmente a nuestra nación.

Desde el accidente hasta el 2 de julio, fuimos a la deriva hacia el sur sin encontrar ningún buque. Cosa notable, a pesar de la distancia recorrida, los delfines seguían dando vueltas a nuestro alrededor. Al amanecer del 2 de julio, vimos un buque de guerra con la bandera de los Estados Unidos y la tripulación exigió enfáticamente que nos entregáramos. El teniente Klenze tuvo finalmente que matar al marinero Traübe que propiciaba ese acto contrario al honor. Los ánimos se calmaron y pudimos sumergirnos.

En la tarde del día siguiente, unas aves marinas, en bandada compacta, volaron sobre nosotros y el mar se enfureció. Cerramos las escotillas y esperamos los acontecimientos. Pronto se hizo evidente que teníamos que sumergirnos de nuevo. Esto agotaba nuestras escasas reservas de aire comprimido y de electricidad, pero no teníamos otra alternativa. Descendimos y luego, observando que el mar se calmaba, decidí volver a la superficie. El mecanismo de ascensión se negó a funcionar. Los tripulantes se asustaron; los hicimos trabajar para distraerlos.

Klenze y yo dormimos por turno. Mientras yo dormía, alrededor de las cinco, en la mañana del 4 de julio, estalló el motín. Los seis marineros que nos quedaban, pensando que todo estaba perdido, sufrieron una crisis de furia. El teniente Klenze estaba paralizado; estos renanos son mujeres. Maté a los seis hombres. Expulsamos los cadáveres por la doble esclusa y nos quedamos solos en el U.29. Klenze parecía muy nervioso y bebía mucho. Habíamos decidido seguir vivos el mayor tiempo posible. Nuestras brújulas y todos los otros aparatos delicados estaban destruidos. No podíamos fijar nuestra posición sino de una manera aproximada. Por suerte, contábamos con reservas de electricidad en nuestro acumulador, tanto para la iluminación interior como para los proyectores.

Los delfines que nos acompañaban me interesaban en el plano científico: observé a uno de ellos durante dos horas y no subió a la superficie. Ahora bien, el delfín es un mamífero cetáceo, incapaz de subsistir sin aire.

A medida que pasaba el tiempo, Klenze calculó que seguíamos derivando hacia el sur mientras nos hundíamos. Habíamos tomado notas sobre la flora y la fauna marinas. No puedo dejar de señalar la insuficiencia científica de mi compañero. No tenía una mentalidad prusiana y caía en arrobamientos. La proximidad de nuestra muerte lo impresionaba y expresaba con frecuencia remordimientos por los hombres, las mujeres y los niños que habíamos enviado al fondo del mar. Al cabo de cierto tiempo se

desequilibró claramente; contemplaba durante horas la figurita de marfil y relataba historias acerca de cosas perdidas y olvidadas bajo el océano.

Como experimento, yo escuchaba a veces sus citas poéticas y sus interminables divagaciones. Lo sentía por él, pues me desagrada ver sufrir a un alemán. Pero no era un hombre con el que me convenía morir.

El 9 de agosto, vimos por primera vez el fondo, al que dirijimos inmediatamente un potente proyector. Era una vasta llanura ondulante, cubierta de algas y conchas. Había objetos de formas extrañas con moluscos incrustados, y que, según Klenze, eran barcos hundidos en un pasado remoto. Una cosa lo sorprendió sin embargo: un sólido picacho de más de metro y medio de altura y de unos 75 centímetros de diámetro, con los lados lisos y las superficies superiores unidas en un ángulo muy obtuso. Yo opinaba que era una roca, pero Klenze pretendía haber visto bajorrelieves. Se puso a temblar al cabo de un momento y me dijo que las vastas tinieblas y el antiguo misterio de estos abismos lo angustiaban profundamente. Observé enseguida dos cosas: el U.29 soportaba muy bien la presión y los extraños delfines seguían a nuestro alrededor, a una profundidad en que la existencia de organismos evolucionados es considerada imposible por los naturalistas.

El pobre Klenze se volvió loco a las tres y cuarto de la mañana del 12 de agosto. Había ido a la torre para manejar el proyector. Lo vi irrumpir en mi compartimiento con el rostro alterado. Tomó la figurita de marfil que estaba sobre la mesa, se la metió en el bolsillo y, asiéndome por el brazo, trató de arrastrarme al puente. Comprendí inmediatamente que quería abrir la esclusa. Se puso violento y traté de calmarlo. Klenze decía: «Venga ahora, no espere, es mejor arrepentirse y obtener el perdón que desconfiar y ser condenado». Le dije entonces que estaba loco. Eso no le impresionó y exclamó: «¡Me he vuelto loco porque han tenido piedad de mí! ¡Que los dioses se compadezcan del hombre que, en la sequedad de su corazón, sigue cuerdo hasta el fin espantoso! ¡Venga y enloquezca, mientras él lo llama todavía con piedad!». Era, por supuesto, un alemán, pero solamente renano, y además un loco. Satisfice su deseo, pero reclamé la figurita de marfil. Estalló en una risa tan rara que no pude insistir. Le pregunté si tenía algo que dejarme para su familia en el caso de que yo me salvara, pero volvió a reír. Subió la escalera y yo manipulé las palancas que lo enviaron a la muerte. Después de comprobar que ya no estaba en la nave, recorrí el agua con el proyector. Quería saber si la presión lo había aplastado o si resistiría como aquel delfín extraordinario. No conseguí verlo, pues los delfines habían formado una masa densa.

Lamenté esa noche no haberlo obligado a entregarme la figurita de marfil. Sin ser artista, recordaba aquel rostro joven rodeado de laurel. Al día siguiente utilicé otra vez

el proyector. La deriva del U.29 era menos rápida. Advertí que el submarino había dejado de descender y ajusté el proyector para dirigir el haz de luz verticalmente, hacia abajo. Una conexión se rompió y durante muchos minutos tuve que dedicarme a repararla. Luego la luz salió de nuevo e inundó el valle debajo de mí.

No me permito emociones de ninguna clase, pero mi asombro fue grande. Había allí gran número de edificios en ruinas —casi todos de mármol— de una magnífica arquitectura. Eran los restos de una gran ciudad en el fondo de un valle estrecho, con templos aislados y quintas en las pendientes. Los techos habían caído y las columnas estaban rotas, pero la escena tenía de algún modo un esplendor antiguo, muy antiguo. ¿Cómo decirlo? Un esplendor inmemorial.

En mi entusiasmo, me volví casi tan idiota y sentimental como el pobre Klenze y pasé mucho tiempo observando que las corrientes hacia el sur habían cesado por fin y que el U.29 se posaba lentamente en la ciudad sumergida.

Noté también que los extraños delfines habían desaparecido.

Dos horas después, mi nave descansaba en una plaza pavimentada, cerca de la muralla rocosa del valle. Por un lado, podía ver la ciudad entera, que descendía desde la plaza hacia el lecho de un antiguo río. En el otro lado, se alzaba la fachada ornamentada e intacta de un gran edificio, un templo tallado en la roca.

Esa fachada inmensa oculta evidentemente un edificio profundo, pues las ventanas son numerosas y muy separadas. Una gran puerta se abre en el centro. Se llega a ella por una majestuosa escalinata y está rodeada por bajorrelieves delicados con figuras de bacantes. Entre las grandes columnas hay frescos y muchas estatuas: escenas pastorales idealizadas, procesiones de sacerdotes y sacerdotisas que llevan extraños instrumentos ceremoniales para la adoración de un dios.

Es un arte de una antigüedad profunda, y ni el tiempo ni la sumersión han corrompido la grandeza de este templo formidable en la oscuridad y el silencio del abismo.

Aunque la muerte estaba próxima, yo no perdía la curiosidad y paseaba por todas partes el haz de luz del proyector. Ese haz de luz me reveló muchos detalles, pero no cruzaba la puerta abierta del templo. Entonces decidí explorar aquella incógnita. Me puse una escafandra de sumersión profunda, provista con una lámpara portátil y un regenerador de aire. Tuve dificultades para manejar yo solo la doble esclusa, pero lo conseguí.

Fue el 16 de agosto cuando salí por primera vez del U.29. Fui hasta el lecho del río. No encontré esqueletos ni otros restos humanos, pero recogí estatuitas y monedas. No puedo hablar de ellas en este momento, pero de todos modos desearía manifestar mi sorpresa respetuosa e inquieta ante estos vestigios de una cultura que estaba en su gloria cuando los hombres de las cavernas eran los únicos que frecuentaban la superficie de la tierra. Que otros, guiados por este manuscrito (¡si se lo encuentra alguna vez!), aclaren el misterio. Volví a mi navío porque la pila se agotaba. El 17, experimenté una decepción. Los materiales necesarios para volver a cargar la lámpara portátil habían sido destruidos durante el amotinamiento de junio. Mi ira fue grande, pero mi razón alemana me impedía arriesgarme en las tinieblas. Lo único que podía hacer era dirigir hacia la puerta del templo el proyector declinante del U.29. No pude ver gran cosa, ni siquiera el techo interior del templo. Por primera vez en mi vida sentí miedo. El templo me atraía, pero temía aquellos abismos del agua.

Al volver al submarino, apagué las luces y me puse a reflexionar. A los dos días comprobé que las baterías no funcionaban. Después de malgastar algunos fósforos, me senté tranquilamente en la oscuridad. Como consideraba inevitable el fin, mi mente concibió una idea que habría estremecido a un hombre más débil o más supersticioso. El rostro del dios en las esculturas del templo es el mismo que el de la figurita de marfil encontrada en el marinero muerto y que el pobre Klenze se había llevado.

Me dejó aturdido esta coincidencia. Sólo un pensador de calidad inferior se apresuraría a aclarar lo que es extraño y complejo mediante el cortocircuito primitivo de lo sobrenatural. Tomé un calmante para dormirme. Mi estado nervioso se reflejó sin duda en mis sueños, pues me pareció oír gritos de hombres y ver rostros muertos que se apretaban contra los tragaluces. Entre esos rostros muertos pasaba el rostro vivo y burlón del joven de la figurita de marfil. Tengo que tener cuidado al redactar estas notas, y no confundir las alucinaciones con los hechos. Mi caso es muy interesante en el plano psicológico, y es lamentable que no lo pueda observar una autoridad alemana competente.

Cuando me desperté, sentí un fuerte deseo de ir al templo. Era un deseo que aumentaba a cada instante, pero que yo trataba de resistir apoyándome en mi propio temor. Luego tuve la sensación de que veía una luz entre las tinieblas: una especie de fosforescencia en el agua, intensa sobre todo en el lado del tragaluz que daba al templo. Pero luego tuve otra sensación que me hizo dudar. Era una ilusión acústica, como si un canto magnífico pudiera llegarme de afuera, a través del casco completamente hermético del U.29. Me serví una fuerte dosis de bromuro de sodio. Pero la fosforescencia se extendía, iluminando los objetos de alrededor, incluyendo al vaso

vacío que había contenido el calmante. Toqué ese vaso; estaba allí. O bien la luz era real, o bien pertenecía a una alucinación tan fija que sería imposible disiparla.

Abandonando toda resistencia, subí a la torre en busca de la fuente de la luz. ¿Era quizás un submarino que me buscaba?

El lector no debe aceptar como una verdad objetiva lo que vaya escribir. Puesto que estos acontecimientos superan las leyes naturales, son necesariamente creaciones de mi mente anonadada. Al subir a la torre vi que el mar no era luminoso, sino que toda aquella claridad salía por la puerta y las ventanas del templo, como si en su interior ardiese una llama enorme ante un inmenso altar.

Lo que siguió es puro caos. Tuve las visiones más extravagantes, tan extravagantes que no las relataré detalladamente. Me pareció percibir objetos en ese templo, objetos a la vez móviles e inmóviles, y mis pensamientos y temores se fijaron en el recuerdo del joven llegado del mar y en la figurita de marfil cuya imagen reaparecía en los frisos y las columnas.

Lo demás es muy sencillo. La fuerza que me impulsa a entrar en el templo se ha convertido en una orden imperiosa e irresistible.

Mi voluntad alemana no domina ya mis actos y no se ejerce mas que en cosas sin importancia.

Fue una locura semejante la que impulsó mi teniente a arrojarse de cabeza al mar.

Pero yo soy prusiano y un hombre razonable. He preparado mi escafandra y confiaré esta crónica a una botella. Nada temo. No estoy seguro de haber visto lo que he descrito y voy a la muerte. La luz en el templo es una ilusión pura. La risa que oigo no viene sino de mi cráneo.

De todos modos, me pondré la escafandra con cuidado.

Subiré lentamente las escaleras.

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