domingo, 6 de marzo de 2022

UN DETECTIVE LLAMADO DASHSIELL HAMMETT. WARD NATHAN. FRAGMENTO.

 


 

1

EL ARTE ENDEMONIADA

BALTIMORE (1915)

Por mucho que hubiera llegado a terminar la secundaria junto con sus compañeros del Instituto Politécnico de Baltimore, es difícil imaginar a Samuel D. Hammett entre los serenos jóvenes de clase alta que aparecen en los anuarios del centro, chicos de aspecto maduro con traje oscuro cuyas aptitudes para la metalistería y la traducción del alemán se pregonan en las páginas de su promoción. En cambio, dejó la escuela a los catorce años para ayudar a su familia, y a lo largo de los cinco años y medio transcurridos desde entonces, probó suerte en distintas profesiones y las abandonó todas: mensajero de oficina en la línea ferroviaria B & O, repartidor de periódicos, estibador, operador de máquina clavadora, publicista «con muy poca antigüedad», cronometrador en una fábrica de conservas, vendedor en el desventurado negocio de venta de marisco de su padre. Recordaba que acostumbraban a despedirlo «con suma amabilidad».

Desde el nacimiento de Sam el 27 de mayo de 1894, en la explotación tabaquera Hammett, Hopewell y Aim, en el condado de St. Mary (Maryland), como él decía, había nacido entre los ríos Potomac y Patuxent, la familia había vivido tanto en Filadelfia como en Baltimore. Sam recibió su nombre en honor a su abuelo paterno, Samuel Biscoe Hammett hijo, que en la década de 1880, después de morir su primera esposa, se había casado con una mujer mucho más joven llamada Lucy, con la que tuvo una segunda familia casi contemporánea con la llegada de sus nietos. Todos se amontonaban en la granja de tres plantas. Después de perder unas elecciones del condado por las que había peleado con denuedo, el padre del pequeño Sam, Richard Thomas Hammett, quiso empezar de nuevo mudándose a Filadelfia durante un breve espacio de tiempo con su familia, su esposa y tres niños de corta edad. También sufrió decepciones en esa ciudad, y en 1901 volvió a trasladar a la familia, esta vez a Baltimore, a la casa adosada que alquilaba la madre de su esposa en el 212 de North Stricker Street, cerca de Franklin Square. Con breves fracasos por el camino, había ido de la casa de su padre a la de la madre de su mujer.

Aunque las ambiciones de Richard tendían más hacia la política, no ocurría lo mismo con sus aptitudes sociales y su temperamento; entró a trabajar como revisor de tranvía, y los hijos de la familia Hammett empezaron a estudiar en la Escuela Pública Número 72. Como chico de ciudad, el joven Sam Hammett podía hacer referencia a sus raíces rurales, y cuando volvía a pasar el verano a la granja de su abuelo, adoptaba con el mismo aplomo aires urbanos. La familia se mudaría dos veces más en Baltimore, solo para volver a casa de la suegra cuando los planes políticos y comerciales de Richard fracasaron. Sam seguiría viviendo allí hasta los veintitantos.

Desde la infancia, Hammett fue un lector incorregible y frecuentaba las bibliotecas públicas para satisfacer sus preferencias, que iban de las novelas de quiosco de espadachines y del oeste hasta obras edificantes de filosofía europea y manuales de conocimientos técnicos. Fue una costumbre que lo nutrió desde muy temprano y lo acompañó durante posteriores periodos de enfermedad postrado en cama. De niño, a menudo se quedaba leyendo hasta tan tarde que le costaba despertarse por la mañana, se lamentaba su madre, Annie Bond Hammett, una mujercilla frágil y aun así directa, conocida como Lady, que apoyaba su curiosidad y sin duda alentaba su confianza en sí mismo. El narrador de Tulip, un fragmento autobiográfico de Hammett, recuerda lo siguiente sobre su madre:

En toda su vida solo me dio dos consejos y ambos fueron buenos. «Nunca salgas en una embarcación sin remos, hijo —me dijo—, por mucho que sea el Queen Mary; y no pierdas el tiempo con mujeres que no sepan cocinar, porque lo más probable es que no sean tampoco muy divertidas en las otras habitaciones».

Seguramente fue Annie Hammett quien en 1900 le abrió la puerta de su casa adosada en Filadelfia al encuestador del censo, pues quedó constancia de que en el 2942 de Poplar Street vivían entonces tres niños: Reba, Richard y un hijo mediano de seis años, «Dashell». La evolución de Hammett de Sam a Dashiell no sigue una línea recta, pero sin duda de niño su madre lo llamaba Dashiell (pronunciado DA-SHIIL), nombre que luego usó en sus relatos y libros y, al final, acabó siendo el que casi todo el mundo utilizaba.[*] Hammett parece haber tenido una relación sólida y agradable con su madre y su hermana mayor, Reba, y durante toda su vida se llevaría mejor con las mujeres. Según su prima segunda Jane Fish Yowaiski, a quien más tarde entrevistó Josiah Thompson, solo la madre de Sam era capaz de hacerle ir a misa.

Ninguna referencia escrita a Annie pasa por alto cómo se consideraba un poco por encima de la familia de su marido, y no sin razón. A sus hijos les hablaba con orgullo de la estirpe de su propia madre, descendientes de hugonotes franceses llamados De Schiells (pronunciado Da-SHIIL, como el segundo nombre de Hammett en el entorno familiar), apellido americanizado como «Dashiell». La familia estaba al menos tan arraigada como los Hammett, cuyo primer antepasado en Maryland murió en 1719. Según una historia de la familia, James Dashiell había llegado al estado en 1663, y trasquilaba las orejas al ganado con el dibujo de la flor de lis que le gustaba a su abuela francesa. La madre de Sam le contaba historias de los De Schiells del Viejo Mundo llenas de castillos y caballeros, transmitiéndole la divisa familiar, más bien poco ambiciosa, de «Ny Tost Ny Tard» («Ni muy pronto ni muy tarde»).

Puesto que la familia de Richard Hammett siempre andaba necesitada de dinero, cuando surgía la oportunidad, Annie Hammett trabajaba como enfermera privada, pese a la tos y la debilidad crónicas que por lo demás no le permitían ausentarse mucho de casa. Hammett parecía compartir la opinión de su madre de que Richard Hammett no era digno de ella, o al menos podría haberla tratado mucho mejor: además de sus fracasos como sostén de la familia (primero como representante de una fábrica, luego como vendedor, dependiente y revisor), Richard era un donjuán al que le gustaba vestir de punta en blanco para sus otras mujeres. La prima de Hammett, Jane Yowaiski recordaba visitas a su familia en la década de los treinta en las que parecía «el gobernador de Maryland», y a menudo iba acompañado de una mujer atractiva más joven a la que presentaba como su «amiga».[1]

Para los veinte años, Sam era un joven larguirucho y callado de pelo tirando a rojo al que le gustaba cazar y pescar y beber, y que prefería con mucho la compañía de las mujeres y los libros a lo que había visto del mundo laboral. Al igual que el padre, con el que discutía, Sam era un tanto gandul y aspiraba a ser un donjuán. (A principios de ese mismo año, 1915, contrajo la gonorrea por primera vez, es posible que contagiada por una mujer a la que había conocido mientras trabajaba cerca de los apartaderos del ferrocarril. No sería la última vez que la contraería). Viviendo todavía con sus padres, a menudo llegaba tarde a trabajar, cuando no lo hacía con resaca de su vida nocturna cada vez más ajetreada.

«Me convertí en el empleado insatisfactorio e insatisfecho de diversas compañías ferroviarias, corredores de bolsa, fabricantes de máquinas, fábricas de conservas y demás —recordaría—. Por lo general, me despedían».[2] Según Hammett, su jefe en la oficina del Ferrocarril B & O intentó despedirle tras una semana de llegar tarde, luego se ablandó al ver que no mentía y prometía enmendarse, demorando lo inevitable.

A los veinte, sus puestos de empleo más recientes habían sido con la agencia de bolsa de Baltimore Poe & Davies, donde su impuntualidad y sus descuidos con las cifras lo abocaron al despido, y como estibador portuario, donde «estaba a la altura pero luego empezó a resultar demasiado duro».[3] Pasó unas semanas ociosas antes de que otra cosa le llamara la atención en la prensa, una «enigmática oferta de trabajo» que buscaba un joven capaz con un abanico de experiencias como el suyo y al que le gustara viajar. Aunque el anuncio de prensa exacto nunca se ha identificado, según un antiguo empleado de esa época, los anuncios de contratación en los que no se mencionaba la empresa eran más o menos así:

SE BUSCA: Vendedor animado y con experiencia para ocuparse de una buena línea; sueldo y comisión. Excelente oportunidad para el hombre adecuado para entrar en contacto con una empresa de primer orden.[4]

Hammett envió su respuesta y lo citaron en el centro para hacerle una entrevista en una suite del edificio de Continental Trust Company, en Baltimore Street, una torre de oficinas cuyas dieciséis plantas estaban protegidas por pequeños halcones de piedra. Según resultó, el puesto no era de vendedor, ni agente de seguros, sino de empleado en la sucursal de Baltimore de la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton. En «The Hunter» [«El cazador»], Hammett escribió acerca de otro detective: «El azar de la búsqueda de empleo sin dejarse guiar por una preparación vocacional definida lo había llevado a entrar a trabajar en una agencia de detectives privados».

Pinkerton buscaba detectives, o «agentes operativos», como prefería denominarlos la agencia, y la empresa mantenía el secreto por medio de ofertas de empleo para otras profesiones. Muchas aptitudes de los vendedores, por ejemplo, iban muy bien para el trabajo de detective, sobre todo la capacidad de calibrar rápidamente a un desconocido sin levantar sospechas, pero los anuncios imprecisos también se usaban para reclutar a individuos que se dedicaran a reventar huelgas en nombre de la agencia Pinkerton. Hammett cumpliría ambos cometidos.

Según un antiguo Pinkerton, un buen agente operativo era un hombre «en quien se pueda confiar que hará lo correcto, aunque no tenga instrucciones de la sección ejecutiva, y que en todo momento se comporte con serenidad, discreción y sensatez».[5] Hammett, que gracias a sus abundantes lecturas había atesorado toda clase de conocimientos peculiares, también debió de causarle al entrevistador la impresión de ser sereno, discreto y sensato, porque fue contratado como empleado de Pinkerton, y en cuestión de meses ya era agente operativo. Ahora, con veintiún años, había tenido la buena fortuna de encontrar en la agencia de detectives más antigua e importante del país un empleo duro e impredecible que le convenía de una manera peculiar. Allan Pinkerton escribió: «El ojo del detective no debe dormir nunca», y Hammett descubrió enseguida que se esperaba de los agentes que, en caso necesario, trabajaran siete días a la semana. El símbolo de la compañía, un ojo imperturbable encima del lema «Nunca dormimos», había dado pie a un término popular, que a su fundador no le hacía gracia, para hacer referencia a los detectives: private eye, literalmente «ojo privado».

La vida de un agente operativo lo llevaba a todas partes y a ningún sitio, y ciñéndose a las normas básicas de vigilancia, podía pasar horas o incluso días seguidos sin que nadie lo detectara. Más adelante, Hammett resumiría el trabajo de seguimiento para su público civil: «Mantente detrás del perseguido siempre que puedas; nunca intentes esconderte; compórtate con naturalidad, pase lo que pase; y nunca lo mires a los ojos».[6]

Para un hombre joven cuya instrucción formal había terminado apenas unos meses después de empezar secundaria, la Agencia Pinkerton ofrecía una educación única que él siguió complementando en las bibliotecas públicas. No hay indicios de que ya en 1915 quisiera escribir, pero la agencia contribuyó a formar al escritor en que se convirtió del mismo modo que si hubiera estado trabajando en un periódico. Un agente veterano recordaba haber ingresado en Pinkerton «para ver mundo y aprender acerca de la naturaleza humana».[7]

Aunque para cuando Hammett entró a formar parte de la compañía Allan Pinkerton había desaparecido hacía mucho tiempo, su huella estaba en todas partes. Poco a poco, por medio de un trabajo que él inventó, el inmigrante escocés se había transformado en el líder de una especie de cuerpo de policía nacional que podía perseguir a delincuentes sin las trabas que suponían las fronteras entre estados o condados. En sus muchos libros (escritos por negros literarios o por su propia mano) ofrecía una imagen definida de su porfiado investigador ideal:

La profesión del detective es, a un tiempo, honorable y sumamente útil. Pocas profesiones la superan en cuanto a beneficios prácticos. Es un agente de la justicia, y debe mantenerse puro y por encima de cualquier reproche... Lo más esencial es evitar que su identidad sea conocida, ni siquiera entre sus colegas de carácter respetable, y cuando no consigue que así sea; cuando se descubre la naturaleza de su vocación y se pone de manifiesto, deja de ser útil para la profesión, y el resultado es el fracaso seguro e inevitable.[8]

Pinkerton también llegó al trabajo de detective siguiendo un camino tortuoso. Nació en Glasgow (Escocia) en 1819, y mientras trabajaba como tonelero, se involucró en el movimiento obrero cartista escocés (del que más adelante tomaría prestado el término operative, referente al obrero u operario, aplicado al «agente operativo»), antes de que los problemas con la policía debidos a su activismo lo empujaran a emigrar con su esposa en 1842. Después de varios comienzos en falso juntos, la pareja se estableció en la población de Dundee (Illinois), al noroeste de Chicago, donde construyeron una casita y Pinkerton abrió un negocio razonablemente rentable suministrando toneles a los granjeros de la región. Pinkerton se diferenciaba de buena parte de sus vecinos en que era abstemio y abolicionista; además de dar cobijo a su joven familia cada vez más numerosa, la modesta casa de Pinkerton albergaba a fugitivos que iban al norte en busca de la libertad.

La primera agencia de detectives americana se creó a partir de las sospechas de un joven que iba en busca de leña. Para reducir sus costes materiales, Pinkerton iba a recoger madera para hacer las duelas de los toneles empujando su barcaza con pértiga por el cercano río Fox, y aprovisionándose en bosquecillos sin dueño a lo largo de la travesía. En junio de 1846, estaba varios kilómetros río arriba, cerca de la ciudad de Algonquin (Illinois), cuando descubrió algo que desviaría el rumbo de su vida de tonelero. Una mañana, en mitad del río, en una pequeña isla que no era propiedad de nadie, Pinkerton se puso a trabajar talando y cortando la madera que necesitaba cuando vio en el suelo una zona ennegrecida, prueba de que había habido una hoguera, y otros indicios de que el lugar había sido visitado repetidas veces por forasteros. La hoguera parecía sospechosa. «En aquellos tiempos no se iba de picnic, la gente tenía asuntos más serios que atender y no hacía falta ser muy agudo para llegar a la conclusión de que quienes tenían por costumbre ocupar ese lugar no eran hombres de bien».[9]

Pinkerton fue a la isla varias veces más y encontró otras señales de reuniones secretas. Entonces, una noche, mientras estaba de vigilancia, vio un grupo de hombres que llegaban a la isla y se reunían con aire conspirativo en torno a una hoguera. Volvió de nuevo, acompañado del sheriff y un pelotón, y detuvieron a un grupo de falsificadores atrapados con sus herramientas y «una bolsa de monedas falsas de diez centavos». Después de su triunfo en la que pasaría a ser conocida como Bogus Island [isla Falsa], Pinkerton recibió la oferta de unos empresarios locales para que les ayudara a atrapar a otra banda de falsificadores. Rehusó aduciendo que se dedicaba a la fabricación de toneles, pero luego se impuso su sentido de la justicia y aceptó su primer trabajo remunerado como detective.

En un primer momento, el activismo de Pinkerton lo había empujado a huir a América, y presentarse en 1847 a sheriff del condado por el partido abolicionista lo llevó a enfrentarse al pastor de la iglesia baptista local de Dundee, que lo llevó a juicio por ateísmo y «venta de bebidas espirituosas». La difamación animó a Pinkerton a aceptar el puesto de ayudante del sheriff del condado de Cook y mudarse a Chicago, por entonces una ciudad inmunda pero cada vez más grande, de casi treinta mil habitantes. Allí, en torno a 1850, abrió la primera agencia de detectives del país, la Agencia de Policía del Noroeste, que luego pasó a ser la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton.[*] Haría habitual el uso de los antecedentes penales, los registros de delincuentes, las fotos policiales y las huellas dactilares; y décadas antes de que las hubiera en la ciudad de Nueva York, contrató a las primeras mujeres detectives.

Desde hacía tiempo, Pinkerton aseguraba que los delitos no los esclarecían genios distantes, sino un agente que era un estudioso observador de la naturaleza humana y protegía su propia identidad como si su vida dependiera de ello, un caballero que se podía hacer pasar por maleante. «En la medida de lo posible, debe codearse con los individuos destinados a sentir la fuerza de su autoridad».[10]

La Agencia Pinkerton creció en los años en que muchas ciudades fronterizas no contaban con un cuerpo de policía municipal, mientras que las que sí contaban con cuerpos reducidos veían cómo los delincuentes huían cruzando las fronteras entre condados. «La historia de todos los lugares que han tenido un crecimiento rápido está plagada de pasmosos incidentes delictivos —explicó Pinkerton—, creando oportunidades para la comisión de crímenes tan numerosos que a veces dan pie a una epidemia de fechorías».[11] Esas epidemias se convirtieron en la oportunidad de Pinkerton. En 1855 tuvo la buena fortuna de firmar un contrato para proteger el Ferrocarril Central de Illinois; su director, George McClellan, y el abogado de la compañía, Abraham Lincoln, eran hombres de futuro prometedor.

En 1861, Pinkerton destapó una «trama de Baltimore» contra el presidente recién elegido; trasladó en tren a Lincoln de forma clandestina eludiendo el meollo de la conspiración hasta su toma de posesión, y durante un tiempo sirvió como su jefe de inteligencia militar. En una famosa fotografía de guerra de Lincoln visitando un campamento de la Unión, Pinkerton está allí mismo, oculto a la vista de todos, identificado por su alias de «comandante Allen», una figura robusta y ceñuda con barba oscura y bombín junto al espigado hombre de sombrero de copa.

Hasta el final de su vida, Allan Pinkerton se ceñiría a los métodos esbozados en sus primeros casos. En The Model Town and the Detectives [La ciudad modelo y los detectives], recordaba que lo visitó un hombre que representaba a un grupo de comerciantes de Illinois cuya comunidad estaba sufriendo una oleada de robos. «Le dije que me ocuparía de despejar la ciudad de las sabandijas que la asolaban a condición de que me permitiera trabajar a mi manera, sin interferencias de nadie y de que mis instrucciones se obedecieran incondicionalmente». Antes de enviar a sus agentes de incógnito a las tabernas y las pensiones, Pinkerton reconoció la ciudad en persona, bajo un nombre falso y vestido de campesino.

Despejar la ciudad de las sabandijas que la asolan es lo que hacen algunos héroes de Hammett, aunque no siempre se ciñen a las normas de investigación del señor Pinkerton. Cuando el caso era lo bastante importante, Pinkerton también infringía muchas de sus propias normas, como se pone de manifiesto en el famoso caso de su guerra con la banda de los James en la década de 1870. Pinkerton escribió a su oficina de Nueva York: «Sé que los James y los Younger son hombres desesperados y que cuando nos enfrentemos será el fin de uno de nosotros o de ambos».[12]

Después de que en 1874 uno de sus detectives, J. W. Whicher, fuera secuestrado, torturado y asesinado a quemarropa por la banda, un supervisor de Pinkerton analizó el error fatal del agente: «Iba vestido con descuido, pero cuando llegó debieron de darse cuenta de que era un individuo astuto y de aire perspicaz, y probablemente se fijaron en que tenía las manos tersas».[13] De hecho, aparte de ir solo, el mayor error del agente operativo Whicher había sido revelar su identidad al sheriff local, George E. Patton, un veterano confederado manco y amigo de infancia de los hermanos James, ante el que alardeó de sus planes de ir de incógnito e infiltrarse en la banda.

«Han derramado sangre mía y deben pagar por ello», escribió Pinkerton a su superintendente de Nueva York, George Bangs, y envió un contingente a la granja de la madre de los James, en Misuri, cuyas ventanas protegidas con tablas de chilla no permitían a los agentes de la ley atisbar a sus posibles objetivos en el interior. Bob y Jesse no estaban en la casa —de hecho, Jesse se había ido a Nashville en una especie de luna de miel—, pero los Pinkerton tenían planeado lanzar al interior un potente artefacto incendiario para que el humo hiciera salir a cualquier miembro de la banda. En cambio, fue a parar a la chimenea y explotó, matando por efecto de la metralla de hierro al hermanastro de nueve años de Frank y Jesse y lisiándole a la madre la mano derecha, que tuvo que serle amputada, lo que no hizo sino aumentar en todo el país la simpatía por la causa de la legendaria banda. En este insólito caso, Pinkerton supo ver que había sido derrotado y abandonó amargamente la persecución.[*]

En los años posteriores a su muerte en 1884, los hijos de Allan Pinkerton dividieron el control de la agencia en las oficinas centrales del este y el oeste, e incrementaron la carga de trabajo de protección de la empresa. Con la huelga sindical de Homestead en 1892, los Pinkerton aprendieron otra desastrosa lección en público: la de que ejercer abiertamente como rompehuelgas por medio de violencia contra los trabajadores podía entrañar mayores riesgos que otras variantes más discretas del trabajo de investigación.

Los contactos con el ferrocarril habían llevado a la compañía a perseguir bandas de forajidos que robaban a las empresas de correo exprés; después del éxito de la agencia infiltrándose en la mortífera sociedad de los Molly Maguire en las cuencas mineras de Pensilvania, los Pinkerton introdujeron audaces obreros espías en un sindicato tras otro, lo que les permitía informar, a menudo a diario, de las estrategias de los comités de huelga directamente a los ejecutivos de las compañías. Ciertos detectives concretos, como el «Agente 58A» de la Agencia Thiel (Edward L. Zimmerman) o Charlie Siringo, de Pinkerton, se hicieron famosos por su atrevimiento a la hora de infiltrarse, pese a que las compañías mineras a cuyo servicio arriesgaban la vida eran injuriadas y tachadas de «opresoras de los trabajadores».

Como lector de historias de detectives y vaqueros, Hammett debía de conocer la carrera del «detective cowboy» Charlie Siringo y sus aventuras «en la montaña y la llanura, entre contrabandistas de licor, cuatreros, vagabundos, dinamiteros y matones». Pero la vida de Siringo como detective también ofrecía una advertencia a cualquier agente que se sintiera tentado de hablar más de la cuenta. El año en que Hammett empezó a trabajar en la agencia, 1915, había sido el de la segunda tentativa de Siringo de contar la historia de sus emocionantes dos décadas con los Pinkerton. Nacido en el condado de Matagorda (Texas), a los once años Siringo trabajaba de vaquero, y cuando de joven vivía en Chicago, presenció en 1886 el atentado y la revuelta mortal de Haymarket Square, que le infundió deseos de hacerse detective «para dar con el que lanzó la bomba y sus cómplices». Cuando fue a la sucursal de Pinkerton en Chicago, citó como referencia al agente de la ley Pat Garrett, que mató a Billy el Niño.

Siringo entró a formar parte del pelotón de Pinkerton que persiguió a la banda del Garito de Butch Cassidy, y se infiltró como minero en un caso de robo de mineral en Aspen. Luego, durante las huelgas mineras de Coeur d’Alene en Idaho, antes de que descubrieran que era un espía, consiguió que lo eligieran secretario de actas del sindicato de mineros de gemas. Escapó a través de los tablones del suelo de un edificio en Gem (Idaho), y se arrastró varios metros bajo la acera de madera, donde una turba enfurecida esperaba para lincharlo. En público, acostumbraba a ir pintorescamente armado con un bastón-espada y un Colt 45, e hizo las veces de guardaespaldas de su colega detective de Pinkerton William McParland cuando este llevó a cabo investigaciones para la fiscalía con relación al asesinato del antiguo gobernador de Idaho Frank Steunenberg en 1905.

Cuando intentó publicar sus memorias, Cowboy Detective (1912), Siringo averiguó los límites de la tolerancia de Pinkerton. Aunque el libro se leía como un manual de captación para iniciarse en la vida del detective, la familia Pinkerton demoró dos años la publicación, hasta que Siringo hubo cambiado muchos nombres cruciales, sobre todo el de la empresa de detectives «mundialmente famosa» en la que había trabajado, sustituyéndolo por el de la ficticia «Agencia Dickenson». En 1915, muy molesto por el trato recibido, volvió a probar suerte con el vengativo Two Evil Isms: Pinkertonism and Anarchism [Dos funestos ismos: el Pinkertonismo y el anarquismo]. Esta vez contaba muchas historias demasiado turbias para la primera narración, más heroica, explicando cómo cobró por votar cinco veces en un mismo día en unas elecciones en Colorado, y por qué se había negado una y otra vez a aceptar ascensos en la que denominaba «la institución más corrupta del siglo».[14] Citando el acuerdo de confidencialidad que había firmado, la Agencia Pinkerton lo demandó e incautó las láminas de impresión del libro. Nadie estaba autorizado a escribir sobre la Agencia Pinkerton aparte de la familia Pinkerton y sus negros literarios.

Para 1915, cuando Sam Hammett contestó al anuncio de prensa y se unió a la oficina de Baltimore, relativamente reciente, Pinkerton ya contaba con veinte sucursales por toda Norteamérica. El fundador siempre había temido perder el control de su compañía al expandirse, pues la corrupción suponía una gran tentación en las oficinas más alejadas. Sin embargo, tras su muerte, los hijos establecieron sucursales al oeste de Chicago, en Denver y Spokane, y se desplazaron al sur hasta Baltimore y Washington. Para cuando Hammett fue contratado, la demanda de detectives había aumentado tanto que había setenta y tres agencias distintas solo en la ciudad de Nueva York. La rival Agencia Internacional de Detectives Burns tenía casi tantas oficinas como Pinkerton, y su sede estaba en el espléndido edificio Woolworth recién inaugurado en Nueva York. Y aunque el coste por convertirse en detective aficionado a través de una conocida escuela a distancia ascendía a 7,50 dólares, un agente operativo novato solo ganaba 21 dólares a la semana. Aun así, Hammett decía: «Me gustaba ser detective, era mejor que cualquier otra cosa que hubiera hecho».[15] 1

EL ARTE ENDEMONIADA

BALTIMORE (1915)

Por mucho que hubiera llegado a terminar la secundaria junto con sus compañeros del Instituto Politécnico de Baltimore, es difícil imaginar a Samuel D. Hammett entre los serenos jóvenes de clase alta que aparecen en los anuarios del centro, chicos de aspecto maduro con traje oscuro cuyas aptitudes para la metalistería y la traducción del alemán se pregonan en las páginas de su promoción. En cambio, dejó la escuela a los catorce años para ayudar a su familia, y a lo largo de los cinco años y medio transcurridos desde entonces, probó suerte en distintas profesiones y las abandonó todas: mensajero de oficina en la línea ferroviaria B & O, repartidor de periódicos, estibador, operador de máquina clavadora, publicista «con muy poca antigüedad», cronometrador en una fábrica de conservas, vendedor en el desventurado negocio de venta de marisco de su padre. Recordaba que acostumbraban a despedirlo «con suma amabilidad».

Desde el nacimiento de Sam el 27 de mayo de 1894, en la explotación tabaquera Hammett, Hopewell y Aim, en el condado de St. Mary (Maryland), como él decía, había nacido entre los ríos Potomac y Patuxent, la familia había vivido tanto en Filadelfia como en Baltimore. Sam recibió su nombre en honor a su abuelo paterno, Samuel Biscoe Hammett hijo, que en la década de 1880, después de morir su primera esposa, se había casado con una mujer mucho más joven llamada Lucy, con la que tuvo una segunda familia casi contemporánea con la llegada de sus nietos. Todos se amontonaban en la granja de tres plantas. Después de perder unas elecciones del condado por las que había peleado con denuedo, el padre del pequeño Sam, Richard Thomas Hammett, quiso empezar de nuevo mudándose a Filadelfia durante un breve espacio de tiempo con su familia, su esposa y tres niños de corta edad. También sufrió decepciones en esa ciudad, y en 1901 volvió a trasladar a la familia, esta vez a Baltimore, a la casa adosada que alquilaba la madre de su esposa en el 212 de North Stricker Street, cerca de Franklin Square. Con breves fracasos por el camino, había ido de la casa de su padre a la de la madre de su mujer.

Aunque las ambiciones de Richard tendían más hacia la política, no ocurría lo mismo con sus aptitudes sociales y su temperamento; entró a trabajar como revisor de tranvía, y los hijos de la familia Hammett empezaron a estudiar en la Escuela Pública Número 72. Como chico de ciudad, el joven Sam Hammett podía hacer referencia a sus raíces rurales, y cuando volvía a pasar el verano a la granja de su abuelo, adoptaba con el mismo aplomo aires urbanos. La familia se mudaría dos veces más en Baltimore, solo para volver a casa de la suegra cuando los planes políticos y comerciales de Richard fracasaron. Sam seguiría viviendo allí hasta los veintitantos.

Desde la infancia, Hammett fue un lector incorregible y frecuentaba las bibliotecas públicas para satisfacer sus preferencias, que iban de las novelas de quiosco de espadachines y del oeste hasta obras edificantes de filosofía europea y manuales de conocimientos técnicos. Fue una costumbre que lo nutrió desde muy temprano y lo acompañó durante posteriores periodos de enfermedad postrado en cama. De niño, a menudo se quedaba leyendo hasta tan tarde que le costaba despertarse por la mañana, se lamentaba su madre, Annie Bond Hammett, una mujercilla frágil y aun así directa, conocida como Lady, que apoyaba su curiosidad y sin duda alentaba su confianza en sí mismo. El narrador de Tulip, un fragmento autobiográfico de Hammett, recuerda lo siguiente sobre su madre:

En toda su vida solo me dio dos consejos y ambos fueron buenos. «Nunca salgas en una embarcación sin remos, hijo —me dijo—, por mucho que sea el Queen Mary; y no pierdas el tiempo con mujeres que no sepan cocinar, porque lo más probable es que no sean tampoco muy divertidas en las otras habitaciones».

Seguramente fue Annie Hammett quien en 1900 le abrió la puerta de su casa adosada en Filadelfia al encuestador del censo, pues quedó constancia de que en el 2942 de Poplar Street vivían entonces tres niños: Reba, Richard y un hijo mediano de seis años, «Dashell». La evolución de Hammett de Sam a Dashiell no sigue una línea recta, pero sin duda de niño su madre lo llamaba Dashiell (pronunciado DA-SHIIL), nombre que luego usó en sus relatos y libros y, al final, acabó siendo el que casi todo el mundo utilizaba.[*] Hammett parece haber tenido una relación sólida y agradable con su madre y su hermana mayor, Reba, y durante toda su vida se llevaría mejor con las mujeres. Según su prima segunda Jane Fish Yowaiski, a quien más tarde entrevistó Josiah Thompson, solo la madre de Sam era capaz de hacerle ir a misa.

Ninguna referencia escrita a Annie pasa por alto cómo se consideraba un poco por encima de la familia de su marido, y no sin razón. A sus hijos les hablaba con orgullo de la estirpe de su propia madre, descendientes de hugonotes franceses llamados De Schiells (pronunciado Da-SHIIL, como el segundo nombre de Hammett en el entorno familiar), apellido americanizado como «Dashiell». La familia estaba al menos tan arraigada como los Hammett, cuyo primer antepasado en Maryland murió en 1719. Según una historia de la familia, James Dashiell había llegado al estado en 1663, y trasquilaba las orejas al ganado con el dibujo de la flor de lis que le gustaba a su abuela francesa. La madre de Sam le contaba historias de los De Schiells del Viejo Mundo llenas de castillos y caballeros, transmitiéndole la divisa familiar, más bien poco ambiciosa, de «Ny Tost Ny Tard» («Ni muy pronto ni muy tarde»).

Puesto que la familia de Richard Hammett siempre andaba necesitada de dinero, cuando surgía la oportunidad, Annie Hammett trabajaba como enfermera privada, pese a la tos y la debilidad crónicas que por lo demás no le permitían ausentarse mucho de casa. Hammett parecía compartir la opinión de su madre de que Richard Hammett no era digno de ella, o al menos podría haberla tratado mucho mejor: además de sus fracasos como sostén de la familia (primero como representante de una fábrica, luego como vendedor, dependiente y revisor), Richard era un donjuán al que le gustaba vestir de punta en blanco para sus otras mujeres. La prima de Hammett, Jane Yowaiski recordaba visitas a su familia en la década de los treinta en las que parecía «el gobernador de Maryland», y a menudo iba acompañado de una mujer atractiva más joven a la que presentaba como su «amiga».[1]

Para los veinte años, Sam era un joven larguirucho y callado de pelo tirando a rojo al que le gustaba cazar y pescar y beber, y que prefería con mucho la compañía de las mujeres y los libros a lo que había visto del mundo laboral. Al igual que el padre, con el que discutía, Sam era un tanto gandul y aspiraba a ser un donjuán. (A principios de ese mismo año, 1915, contrajo la gonorrea por primera vez, es posible que contagiada por una mujer a la que había conocido mientras trabajaba cerca de los apartaderos del ferrocarril. No sería la última vez que la contraería). Viviendo todavía con sus padres, a menudo llegaba tarde a trabajar, cuando no lo hacía con resaca de su vida nocturna cada vez más ajetreada.

«Me convertí en el empleado insatisfactorio e insatisfecho de diversas compañías ferroviarias, corredores de bolsa, fabricantes de máquinas, fábricas de conservas y demás —recordaría—. Por lo general, me despedían».[2] Según Hammett, su jefe en la oficina del Ferrocarril B & O intentó despedirle tras una semana de llegar tarde, luego se ablandó al ver que no mentía y prometía enmendarse, demorando lo inevitable.

A los veinte, sus puestos de empleo más recientes habían sido con la agencia de bolsa de Baltimore Poe & Davies, donde su impuntualidad y sus descuidos con las cifras lo abocaron al despido, y como estibador portuario, donde «estaba a la altura pero luego empezó a resultar demasiado duro».[3] Pasó unas semanas ociosas antes de que otra cosa le llamara la atención en la prensa, una «enigmática oferta de trabajo» que buscaba un joven capaz con un abanico de experiencias como el suyo y al que le gustara viajar. Aunque el anuncio de prensa exacto nunca se ha identificado, según un antiguo empleado de esa época, los anuncios de contratación en los que no se mencionaba la empresa eran más o menos así:

SE BUSCA: Vendedor animado y con experiencia para ocuparse de una buena línea; sueldo y comisión. Excelente oportunidad para el hombre adecuado para entrar en contacto con una empresa de primer orden.[4]

Hammett envió su respuesta y lo citaron en el centro para hacerle una entrevista en una suite del edificio de Continental Trust Company, en Baltimore Street, una torre de oficinas cuyas dieciséis plantas estaban protegidas por pequeños halcones de piedra. Según resultó, el puesto no era de vendedor, ni agente de seguros, sino de empleado en la sucursal de Baltimore de la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton. En «The Hunter» [«El cazador»], Hammett escribió acerca de otro detective: «El azar de la búsqueda de empleo sin dejarse guiar por una preparación vocacional definida lo había llevado a entrar a trabajar en una agencia de detectives privados».

Pinkerton buscaba detectives, o «agentes operativos», como prefería denominarlos la agencia, y la empresa mantenía el secreto por medio de ofertas de empleo para otras profesiones. Muchas aptitudes de los vendedores, por ejemplo, iban muy bien para el trabajo de detective, sobre todo la capacidad de calibrar rápidamente a un desconocido sin levantar sospechas, pero los anuncios imprecisos también se usaban para reclutar a individuos que se dedicaran a reventar huelgas en nombre de la agencia Pinkerton. Hammett cumpliría ambos cometidos.

Según un antiguo Pinkerton, un buen agente operativo era un hombre «en quien se pueda confiar que hará lo correcto, aunque no tenga instrucciones de la sección ejecutiva, y que en todo momento se comporte con serenidad, discreción y sensatez».[5] Hammett, que gracias a sus abundantes lecturas había atesorado toda clase de conocimientos peculiares, también debió de causarle al entrevistador la impresión de ser sereno, discreto y sensato, porque fue contratado como empleado de Pinkerton, y en cuestión de meses ya era agente operativo. Ahora, con veintiún años, había tenido la buena fortuna de encontrar en la agencia de detectives más antigua e importante del país un empleo duro e impredecible que le convenía de una manera peculiar. Allan Pinkerton escribió: «El ojo del detective no debe dormir nunca», y Hammett descubrió enseguida que se esperaba de los agentes que, en caso necesario, trabajaran siete días a la semana. El símbolo de la compañía, un ojo imperturbable encima del lema «Nunca dormimos», había dado pie a un término popular, que a su fundador no le hacía gracia, para hacer referencia a los detectives: private eye, literalmente «ojo privado».

La vida de un agente operativo lo llevaba a todas partes y a ningún sitio, y ciñéndose a las normas básicas de vigilancia, podía pasar horas o incluso días seguidos sin que nadie lo detectara. Más adelante, Hammett resumiría el trabajo de seguimiento para su público civil: «Mantente detrás del perseguido siempre que puedas; nunca intentes esconderte; compórtate con naturalidad, pase lo que pase; y nunca lo mires a los ojos».[6]

Para un hombre joven cuya instrucción formal había terminado apenas unos meses después de empezar secundaria, la Agencia Pinkerton ofrecía una educación única que él siguió complementando en las bibliotecas públicas. No hay indicios de que ya en 1915 quisiera escribir, pero la agencia contribuyó a formar al escritor en que se convirtió del mismo modo que si hubiera estado trabajando en un periódico. Un agente veterano recordaba haber ingresado en Pinkerton «para ver mundo y aprender acerca de la naturaleza humana».[7]

Aunque para cuando Hammett entró a formar parte de la compañía Allan Pinkerton había desaparecido hacía mucho tiempo, su huella estaba en todas partes. Poco a poco, por medio de un trabajo que él inventó, el inmigrante escocés se había transformado en el líder de una especie de cuerpo de policía nacional que podía perseguir a delincuentes sin las trabas que suponían las fronteras entre estados o condados. En sus muchos libros (escritos por negros literarios o por su propia mano) ofrecía una imagen definida de su porfiado investigador ideal:

La profesión del detective es, a un tiempo, honorable y sumamente útil. Pocas profesiones la superan en cuanto a beneficios prácticos. Es un agente de la justicia, y debe mantenerse puro y por encima de cualquier reproche... Lo más esencial es evitar que su identidad sea conocida, ni siquiera entre sus colegas de carácter respetable, y cuando no consigue que así sea; cuando se descubre la naturaleza de su vocación y se pone de manifiesto, deja de ser útil para la profesión, y el resultado es el fracaso seguro e inevitable.[8]

Pinkerton también llegó al trabajo de detective siguiendo un camino tortuoso. Nació en Glasgow (Escocia) en 1819, y mientras trabajaba como tonelero, se involucró en el movimiento obrero cartista escocés (del que más adelante tomaría prestado el término operative, referente al obrero u operario, aplicado al «agente operativo»), antes de que los problemas con la policía debidos a su activismo lo empujaran a emigrar con su esposa en 1842. Después de varios comienzos en falso juntos, la pareja se estableció en la población de Dundee (Illinois), al noroeste de Chicago, donde construyeron una casita y Pinkerton abrió un negocio razonablemente rentable suministrando toneles a los granjeros de la región. Pinkerton se diferenciaba de buena parte de sus vecinos en que era abstemio y abolicionista; además de dar cobijo a su joven familia cada vez más numerosa, la modesta casa de Pinkerton albergaba a fugitivos que iban al norte en busca de la libertad.

La primera agencia de detectives americana se creó a partir de las sospechas de un joven que iba en busca de leña. Para reducir sus costes materiales, Pinkerton iba a recoger madera para hacer las duelas de los toneles empujando su barcaza con pértiga por el cercano río Fox, y aprovisionándose en bosquecillos sin dueño a lo largo de la travesía. En junio de 1846, estaba varios kilómetros río arriba, cerca de la ciudad de Algonquin (Illinois), cuando descubrió algo que desviaría el rumbo de su vida de tonelero. Una mañana, en mitad del río, en una pequeña isla que no era propiedad de nadie, Pinkerton se puso a trabajar talando y cortando la madera que necesitaba cuando vio en el suelo una zona ennegrecida, prueba de que había habido una hoguera, y otros indicios de que el lugar había sido visitado repetidas veces por forasteros. La hoguera parecía sospechosa. «En aquellos tiempos no se iba de picnic, la gente tenía asuntos más serios que atender y no hacía falta ser muy agudo para llegar a la conclusión de que quienes tenían por costumbre ocupar ese lugar no eran hombres de bien».[9]

Pinkerton fue a la isla varias veces más y encontró otras señales de reuniones secretas. Entonces, una noche, mientras estaba de vigilancia, vio un grupo de hombres que llegaban a la isla y se reunían con aire conspirativo en torno a una hoguera. Volvió de nuevo, acompañado del sheriff y un pelotón, y detuvieron a un grupo de falsificadores atrapados con sus herramientas y «una bolsa de monedas falsas de diez centavos». Después de su triunfo en la que pasaría a ser conocida como Bogus Island [isla Falsa], Pinkerton recibió la oferta de unos empresarios locales para que les ayudara a atrapar a otra banda de falsificadores. Rehusó aduciendo que se dedicaba a la fabricación de toneles, pero luego se impuso su sentido de la justicia y aceptó su primer trabajo remunerado como detective.

En un primer momento, el activismo de Pinkerton lo había empujado a huir a América, y presentarse en 1847 a sheriff del condado por el partido abolicionista lo llevó a enfrentarse al pastor de la iglesia baptista local de Dundee, que lo llevó a juicio por ateísmo y «venta de bebidas espirituosas». La difamación animó a Pinkerton a aceptar el puesto de ayudante del sheriff del condado de Cook y mudarse a Chicago, por entonces una ciudad inmunda pero cada vez más grande, de casi treinta mil habitantes. Allí, en torno a 1850, abrió la primera agencia de detectives del país, la Agencia de Policía del Noroeste, que luego pasó a ser la Agencia Nacional de Detectives Pinkerton.[*] Haría habitual el uso de los antecedentes penales, los registros de delincuentes, las fotos policiales y las huellas dactilares; y décadas antes de que las hubiera en la ciudad de Nueva York, contrató a las primeras mujeres detectives.

Desde hacía tiempo, Pinkerton aseguraba que los delitos no los esclarecían genios distantes, sino un agente que era un estudioso observador de la naturaleza humana y protegía su propia identidad como si su vida dependiera de ello, un caballero que se podía hacer pasar por maleante. «En la medida de lo posible, debe codearse con los individuos destinados a sentir la fuerza de su autoridad».[10]

La Agencia Pinkerton creció en los años en que muchas ciudades fronterizas no contaban con un cuerpo de policía municipal, mientras que las que sí contaban con cuerpos reducidos veían cómo los delincuentes huían cruzando las fronteras entre condados. «La historia de todos los lugares que han tenido un crecimiento rápido está plagada de pasmosos incidentes delictivos —explicó Pinkerton—, creando oportunidades para la comisión de crímenes tan numerosos que a veces dan pie a una epidemia de fechorías».[11] Esas epidemias se convirtieron en la oportunidad de Pinkerton. En 1855 tuvo la buena fortuna de firmar un contrato para proteger el Ferrocarril Central de Illinois; su director, George McClellan, y el abogado de la compañía, Abraham Lincoln, eran hombres de futuro prometedor.

En 1861, Pinkerton destapó una «trama de Baltimore» contra el presidente recién elegido; trasladó en tren a Lincoln de forma clandestina eludiendo el meollo de la conspiración hasta su toma de posesión, y durante un tiempo sirvió como su jefe de inteligencia militar. En una famosa fotografía de guerra de Lincoln visitando un campamento de la Unión, Pinkerton está allí mismo, oculto a la vista de todos, identificado por su alias de «comandante Allen», una figura robusta y ceñuda con barba oscura y bombín junto al espigado hombre de sombrero de copa.

Hasta el final de su vida, Allan Pinkerton se ceñiría a los métodos esbozados en sus primeros casos. En The Model Town and the Detectives [La ciudad modelo y los detectives], recordaba que lo visitó un hombre que representaba a un grupo de comerciantes de Illinois cuya comunidad estaba sufriendo una oleada de robos. «Le dije que me ocuparía de despejar la ciudad de las sabandijas que la asolaban a condición de que me permitiera trabajar a mi manera, sin interferencias de nadie y de que mis instrucciones se obedecieran incondicionalmente». Antes de enviar a sus agentes de incógnito a las tabernas y las pensiones, Pinkerton reconoció la ciudad en persona, bajo un nombre falso y vestido de campesino.

Despejar la ciudad de las sabandijas que la asolan es lo que hacen algunos héroes de Hammett, aunque no siempre se ciñen a las normas de investigación del señor Pinkerton. Cuando el caso era lo bastante importante, Pinkerton también infringía muchas de sus propias normas, como se pone de manifiesto en el famoso caso de su guerra con la banda de los James en la década de 1870. Pinkerton escribió a su oficina de Nueva York: «Sé que los James y los Younger son hombres desesperados y que cuando nos enfrentemos será el fin de uno de nosotros o de ambos».[12]

Después de que en 1874 uno de sus detectives, J. W. Whicher, fuera secuestrado, torturado y asesinado a quemarropa por la banda, un supervisor de Pinkerton analizó el error fatal del agente: «Iba vestido con descuido, pero cuando llegó debieron de darse cuenta de que era un individuo astuto y de aire perspicaz, y probablemente se fijaron en que tenía las manos tersas».[13] De hecho, aparte de ir solo, el mayor error del agente operativo Whicher había sido revelar su identidad al sheriff local, George E. Patton, un veterano confederado manco y amigo de infancia de los hermanos James, ante el que alardeó de sus planes de ir de incógnito e infiltrarse en la banda.

«Han derramado sangre mía y deben pagar por ello», escribió Pinkerton a su superintendente de Nueva York, George Bangs, y envió un contingente a la granja de la madre de los James, en Misuri, cuyas ventanas protegidas con tablas de chilla no permitían a los agentes de la ley atisbar a sus posibles objetivos en el interior. Bob y Jesse no estaban en la casa —de hecho, Jesse se había ido a Nashville en una especie de luna de miel—, pero los Pinkerton tenían planeado lanzar al interior un potente artefacto incendiario para que el humo hiciera salir a cualquier miembro de la banda. En cambio, fue a parar a la chimenea y explotó, matando por efecto de la metralla de hierro al hermanastro de nueve años de Frank y Jesse y lisiándole a la madre la mano derecha, que tuvo que serle amputada, lo que no hizo sino aumentar en todo el país la simpatía por la causa de la legendaria banda. En este insólito caso, Pinkerton supo ver que había sido derrotado y abandonó amargamente la persecución.[*]

En los años posteriores a su muerte en 1884, los hijos de Allan Pinkerton dividieron el control de la agencia en las oficinas centrales del este y el oeste, e incrementaron la carga de trabajo de protección de la empresa. Con la huelga sindical de Homestead en 1892, los Pinkerton aprendieron otra desastrosa lección en público: la de que ejercer abiertamente como rompehuelgas por medio de violencia contra los trabajadores podía entrañar mayores riesgos que otras variantes más discretas del trabajo de investigación.

Los contactos con el ferrocarril habían llevado a la compañía a perseguir bandas de forajidos que robaban a las empresas de correo exprés; después del éxito de la agencia infiltrándose en la mortífera sociedad de los Molly Maguire en las cuencas mineras de Pensilvania, los Pinkerton introdujeron audaces obreros espías en un sindicato tras otro, lo que les permitía informar, a menudo a diario, de las estrategias de los comités de huelga directamente a los ejecutivos de las compañías. Ciertos detectives concretos, como el «Agente 58A» de la Agencia Thiel (Edward L. Zimmerman) o Charlie Siringo, de Pinkerton, se hicieron famosos por su atrevimiento a la hora de infiltrarse, pese a que las compañías mineras a cuyo servicio arriesgaban la vida eran injuriadas y tachadas de «opresoras de los trabajadores».

Como lector de historias de detectives y vaqueros, Hammett debía de conocer la carrera del «detective cowboy» Charlie Siringo y sus aventuras «en la montaña y la llanura, entre contrabandistas de licor, cuatreros, vagabundos, dinamiteros y matones». Pero la vida de Siringo como detective también ofrecía una advertencia a cualquier agente que se sintiera tentado de hablar más de la cuenta. El año en que Hammett empezó a trabajar en la agencia, 1915, había sido el de la segunda tentativa de Siringo de contar la historia de sus emocionantes dos décadas con los Pinkerton. Nacido en el condado de Matagorda (Texas), a los once años Siringo trabajaba de vaquero, y cuando de joven vivía en Chicago, presenció en 1886 el atentado y la revuelta mortal de Haymarket Square, que le infundió deseos de hacerse detective «para dar con el que lanzó la bomba y sus cómplices». Cuando fue a la sucursal de Pinkerton en Chicago, citó como referencia al agente de la ley Pat Garrett, que mató a Billy el Niño.

Siringo entró a formar parte del pelotón de Pinkerton que persiguió a la banda del Garito de Butch Cassidy, y se infiltró como minero en un caso de robo de mineral en Aspen. Luego, durante las huelgas mineras de Coeur d’Alene en Idaho, antes de que descubrieran que era un espía, consiguió que lo eligieran secretario de actas del sindicato de mineros de gemas. Escapó a través de los tablones del suelo de un edificio en Gem (Idaho), y se arrastró varios metros bajo la acera de madera, donde una turba enfurecida esperaba para lincharlo. En público, acostumbraba a ir pintorescamente armado con un bastón-espada y un Colt 45, e hizo las veces de guardaespaldas de su colega detective de Pinkerton William McParland cuando este llevó a cabo investigaciones para la fiscalía con relación al asesinato del antiguo gobernador de Idaho Frank Steunenberg en 1905.

Cuando intentó publicar sus memorias, Cowboy Detective (1912), Siringo averiguó los límites de la tolerancia de Pinkerton. Aunque el libro se leía como un manual de captación para iniciarse en la vida del detective, la familia Pinkerton demoró dos años la publicación, hasta que Siringo hubo cambiado muchos nombres cruciales, sobre todo el de la empresa de detectives «mundialmente famosa» en la que había trabajado, sustituyéndolo por el de la ficticia «Agencia Dickenson». En 1915, muy molesto por el trato recibido, volvió a probar suerte con el vengativo Two Evil Isms: Pinkertonism and Anarchism [Dos funestos ismos: el Pinkertonismo y el anarquismo]. Esta vez contaba muchas historias demasiado turbias para la primera narración, más heroica, explicando cómo cobró por votar cinco veces en un mismo día en unas elecciones en Colorado, y por qué se había negado una y otra vez a aceptar ascensos en la que denominaba «la institución más corrupta del siglo».[14] Citando el acuerdo de confidencialidad que había firmado, la Agencia Pinkerton lo demandó e incautó las láminas de impresión del libro. Nadie estaba autorizado a escribir sobre la Agencia Pinkerton aparte de la familia Pinkerton y sus negros literarios.

Para 1915, cuando Sam Hammett contestó al anuncio de prensa y se unió a la oficina de Baltimore, relativamente reciente, Pinkerton ya contaba con veinte sucursales por toda Norteamérica. El fundador siempre había temido perder el control de su compañía al expandirse, pues la corrupción suponía una gran tentación en las oficinas más alejadas. Sin embargo, tras su muerte, los hijos establecieron sucursales al oeste de Chicago, en Denver y Spokane, y se desplazaron al sur hasta Baltimore y Washington. Para cuando Hammett fue contratado, la demanda de detectives había aumentado tanto que había setenta y tres agencias distintas solo en la ciudad de Nueva York. La rival Agencia Internacional de Detectives Burns tenía casi tantas oficinas como Pinkerton, y su sede estaba en el espléndido edificio Woolworth recién inaugurado en Nueva York. Y aunque el coste por convertirse en detective aficionado a través de una conocida escuela a distancia ascendía a 7,50 dólares, un agente operativo novato solo ganaba 21 dólares a la semana. Aun así, Hammett decía: «Me gustaba ser detective, era mejor que cualquier otra cosa que hubiera hecho».[15]

sábado, 5 de marzo de 2022

LA MUERTE DE VIRGILIO. HERMAN BROCH. FRAGMENTOS. I.



 ¿Quiénes eran los tres? ¿Enviados del infierno, mandados por el barrio de la miseria, en cuyas hileras de ventanas había mirado, obligado despiadadamente por el destino? ¿qué vería todavía, qué más debía suceder aún? ¿no era suficiente, no era suficiente todavía? Oh, no habían sido para él esta vez los ultrajes, no el escarnio y la irrisión, que habían sacudido a los tres, esta chillante, ladrante, contagiosa risa masculina, sin semejanza ninguna con la risa femenina de la calle de la miseria; no, en esta risa hervía algo peor, espantoso y terrible, y era el terror de lo real, que ya no se dirige al hombre, ni a él que lo había visto y oído desde la ventana, ni a otro hombre cualquiera, como un idioma que ya no es puente entre hombres, como una risa extrahumana cuyo alcance escarnecedor abarca la existencia del mundo real como tal, y que llegando más allá de todo campo humano, ya no se ríe del hombre, sino que simplemente lo aniquila dejando el mundo al descubierto; ¡oh, así había sonado en la risa de las tres figuras, expresando horror, transmitiendo horror, la risa humana, la risa del horror rugiendo sus bromas! 

(...)

Allá en el cielo del sur, allá, inmóvil y mudo, tendía Sagitario el arco contra Escorpio; en dirección a Sagitario habían desaparecido los tres y en el silencio seguían ondeando una y otra vez, primero desgarrados groseramente, luego levemente desflecados, primero multicolores, luego grises y finalmente perdidos los inmundos jirones residuales de sus palabras ultrajantes, una carcajada estentórea, escurridiza, gorda de mujer, ofreciendo y ordenando en su lloriqueante lamento, un par de palabras de bajo engolado del cojo, una y otra vez su ladrante risa, finalmente apenas sólo un maldecir crepuscular, casi lejanamente doloroso, casi vuelto delicado y confundido con los otros ruidos de la lejanía nocturna, entretejido y fundido en uno con cada tono, con cada último resto tonal que se desprendía de la lejanía, fundido en uno con el onírico canto de un somnoliento gallo plateado, fundido en uno con el ladrar perdido de dos perros, que en algún sitio, fuera, en la extensión centelleante, tal vez en algún solar, tal vez en alguna casa campestre, se gritaban mutuamente su presencia lunar, el diálogo sin puentes del animal fundido en uno con el sonido de una canción humana que llegaba a jirones de la zona del puerto, reconocible aún en su origen, traída por un soplo del norte, pero ya casi sin dirección también esto delicado, aunque probablemente perteneciera a un obsceno canto de marinos, sofocado por risotadas, en una taberna maloliente a vino, delicado y nostálgico, como si fuera la muda lejanía, como si fuera su rígido más allá el lugar donde se unían en un nuevo idioma la muda voz de la risa y la muda voz de la música, ambos lenguajes fuera del lenguaje, debajo y sobre el límite de la conjunción humana, unidos en un lenguaje en el cual lo tremendo de la risa es milagrosamente absorbido por la gracia de lo bello, pero no eliminado, sino reforzado hasta un doble terror, vuelto mudo idioma de la rígida lejanía extrahumana y de su abandono, lenguaje ajeno a cualquier lengua materna, inescrutable lenguaje de la absoluta intraducibilidad, incomprensiblemente llegado al mundo, incomprensible e impenetrablemente penetrando el mundo con su propia lejanía, necesariamente presente en el mundo sin haberlo alterado, y por eso mismo doblemente incomprensible, inefablemente incomprensible como la necesaria irrealidad de lo real inalterado.

(...)

... goce sibarita que desprecia el conocimiento ...

(...)

Ahí se hallaba él sostenido, por él se hallaba encerrado; estaba encerrado por el espacio del aliento humano, pero excluido del espacio de las esferas, del espacio del verdadero aliento. 

(...)

 ¡Ay, ni el mismo Orfeo lo había logrado, ni el mismo Orfeo en la grandeza de su inmortalidad justificó tan ambiciosos sueños de desmedida vanidad ni tan punible sobreestimación de la poesía!


viernes, 4 de marzo de 2022

LA MUERTE DE VIRGILIO. FRAGMENTO. "Tiempo corría arriba, tiempo corría abajo, oculto tiempo de la noche...".

 


"Tiempo corría arriba, tiempo corría abajo, oculto tiempo de la noche, fluyendo de nuevo en sus venas, fluyendo de nuevo en las órbitas de los astros, segundo tras segundo sin espacio, tiempo de nuevo concedido, tiempo redivivo, inexorable ley del tiempo, superior al destino, supresora del acaso, liberada del decurso, presente de eterna duración, al que se veía proyectado:

ley y tiempo, 

nacidos uno del otro, 

eliminándose uno a otro y siempre generándose de nuevo, 

reflejándose uno a otro y sólo así visibles, 

cadena de las imágenes y contra-imágenes que abarcan el tiempo, 

que abarcan la imagen primigenia, 

sin poder concebir ninguno de ellos hasta el fin y sin embargo 

saliéndose más y más del tiempo, 

hasta que en el último eco de su armonía, 

hasta que en un último símbolo 

se une el de la muerte con el de toda vida, 

la imagen que es la realidad del alma, 

su mansión, su ahora sin tiempo y por eso 

la ley en ella realizada, 

su necesidad".

(FRAGMENTO. LA MUERTE DE VIRGILIO. HERMANN BROCH).

Fuente:Hermann Broch.

La muerte de Virgilio.
Versión de J.M. Ripalda 
sobre traducción de A. Gregori.
Alianza. El libro de bolsillo. Madrid, 2019.

UN DRAMA DE GARCÍA LORCA: MARIANA PINEDA. Francisco de Ayala.

 



 UN DRAMA DE GARCÍA LORCA: MARIANA PINEDA[25]

[25] AYALA, Francisco, «Un drama de García Lorca. Mariana Pineda (Estatua de piedra, estatua de cera)», La Gaceta Literaria, n.º 13, Madrid, 1 de julio de 1927, p. 5. Obras completas, III, 1996, p. 358. Nuestro agradecimiento al Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros. 

Francisco Ayala

Plaza de la Mariana, de Marianita Pineda. Plaza fría, de encajes blancos, almidonados. (Y de encaje romántico, exactamente.) Situada: entre un teatro y un cuartel —farsantería, pronunciamientos. Discursos, toques de corneta: siglo XIX.

Situada: entre el barrio —infame— de los prostíbulos y el barrio de la Virgen de las Angustias, aristocrático y devoto.

Con un costado de tabernas polícromas. Con un escape —calle de Enriqueta Lozano— al novelismo lacrimoso del último romanticismo provinciano. Con ruidos de entraña épica. Con ronda de niñas.

Y en el centro —eje de suscitaciones múltiples y de virajes de murciélago—, la estatua imponente, blanca, de Mariana Pineda.

Mariana Pineda: exangüe, nieve exprimida, sin corazón, sin viento para sus cabellos de piedra… Estatua de cera —un momento— conturbada por visiones cinematográficas de su vida y de su muerte patibularia, que evoca la ronda de niñas en flechas azules de voz quebrada.

(Hay que santificarla ya a Mariana Pineda. Hay que ir pensando ya en el expediente, etc.)

Sobre las gradas geométricas duermen vagabundos un sueño de aleluyas —verdes, amarillas, rojas— de romanticismo increíble y de poesía popular.

Juglar de los sueños —el hombre del puntero y el cartel truculento—: Federico García Lorca. Y su cartel nuevo, deshumanizante —«Mariana Pineda», tres actos, decorado de Salvador Dalí—, la historia enorme de la Mariana. En viñetas sucesivas. Con ademanes sueltos. Emociones de cristal. Y la incorporación consciente de elementos retrospectivos.

Federico ha cantado, con su voz alegre, la historia de Mariana, y le ha rodeado la espléndida garganta con un collar de imágenes nuevas. A lo largo de su drama. De su romance. De su tragedia.

La génesis de esta obra de García Lorca es antigua. Ahincada.

Venía del pueblo a la capital —Granada— a ver el teatro por primera vez en su vida. Frente al teatro, la Mariana. «¿Qué es eso?» «La Mariana, niño.» (La Mariana, lívida, entre focos de gas. En aquella noche remota. Y amarga. Porque le dijeron en el teatro: NO HAY TEATRO, y estas palabras —no… hay… teatro…— apretaron el corazón del pseudo-gitanillo.)

Ay, niño. Que se perdió entre la gente: niño perdido. ¿Dónde lo hallaron, con el primer romance entre los dientes, como colilla de cigarro? ¿Dónde lo hallaron, repitiendo el romance de Mariana Pineda, que habían cantado las chicas? Ay, niño. Que lo encontraron, luego, maestro entre los doctores.

Doctor de ciencia infusa —escribe con una pluma del ala de San Miguel, mojada en el tintero oblongo de la Plaza Larga—: Prodigio —torero— con alamares de risa. (Sin que faltara nunca lo de Ha quedao magistral.)

—Y dime, Federico…

—Ah. No es una heroína para odas. No es eso. Mariana era una burguesa. Lírica. Al final se convierte en la personificación de la Libertad, por haber comprendido que su amante la traicionaba con la Libertad.

—Y dime, Federico…

—Nadie había dicho nada de esta figura del siglo XIX. Nadie había reparado en ella. Era obligación mía exaltarla. Yo sentía ese imperativo. Porque ella es una figura esencialmente lírica. Sin odas. Sin milicianos. Sin lápidas de CONSTITUCIÓN. (Esas lápidas terribles —Constitución. Constitución. Constitución—, que tanto me intrigaban de niño.)

—Y dime, Federico…

—Tengo tres versiones completamente distintas del drama. Las primeras, no viables teatralmente. En absoluto… La que estreno implica una conexión, una sincronización. Hay en ella dos planos: uno, amplio, sintético, por el que pueda deslizarse con facilidad la atención de la gente. Al segundo —el doble fondo— sólo llegará una parte del público.

sábado, 19 de febrero de 2022

DURANTE UN ENSAYO, EN EL GOYA, DE MARIANA PINEDA[24] Rafael Moragas. PALABRA DE LORCA.

 


 DURANTE UN ENSAYO, EN EL GOYA, DE MARIANA PINEDA[24]

Rafael Moragas

Nos hallamos en la platea del Goya, en plena tarde calurosa y a la hora en que va a comenzar el ensayo general de «Mariana Pineda». Lo primero que me lleva al teatro, es este sugestivo modo de anunciar una obra. Porque en los carteles acabo de leer lo siguiente: «Romance en tres estampas». Y en el mismo cartel —lo que no me causa extrañeza puesto que el autor de esta «Mariana Pineda» es Federico García Lorca—, el nombre del pintor ampurdanés, Salvador Dalí. Apruebe, pues, el lector, que estas razones motiven que en plena tarde de achicharrante junio, yo me halle en el Goya entre la insigne Margarita Xirgu, el poeta Lorca y este intenso pintor que desde que comenzó a dibujar, tanto admiro como me interesa.

—¿Qué te has propuesto con esta «Mariana Pineda»? —le pregunto al autor.

—¡Qué sé yo! Demostrar que uno quiere mucho estas cosas viejas y que sin quererlas fuertemente es del todo imposible realizarlas —me contesta Lorca. Y agrega—: No he querido madrigalizar a la heroína. Lo que he perseguido, es conservar toda su alma pura y de ejemplo. Fue mi deseo evocar las viejas estampas. Acaso toda mi obra no sea más que un ejemplo de variaciones sobre el tema del romance popular. Por ello en «Mariana Pineda» impera la voz del pueblo y, bajo la invocación del viejo romance, entre versos discretos y desbordes románticos y exaltaciones de gente que por una libertad pone en juego, la vida, pasando de la sordina al fortísimo, que dijéramos, que es donde está la tragedia que tanto he sentido como he querido.

—¿Estás contento de los ensayos?

—No puedes imaginarlo —nos dice—. Tú no sabes qué colaboradora ha sido para mí Margarita. Aquellas obras que la mayoría de las empresas protestan y que a muchas actrices escandalizan por la razón que rompen moldes, a Margarita Xirgu le entusiasman. Ya la oirás vivir esta «Mariana Pineda» y te asombrarás dando la imprecisa sensación de una vida anterior, heroica y amorosa. Ya ves tú si lograr eso es difícil… Pues bien; esta Margarita, que sabe llegar a los recuerdos indefinidos, en el final de la obra, cuando le indican que el patíbulo va a ser su fin, expresa tan extraños sentires, que le hacen dudar a uno de si aún existe «Mariana Pineda» en el mundo.

Nos adentramos en el escenario. Junto a un piano, unas jóvenes actrices de la compañía ajustan las notas del romance. Nuestro querido compañero Fernando Fresno va tomando, lápiz en mano, sus apuntes. Los actores cubren sus cabezas con descomunales cilindros. Las capas románticas embozan los cuellos. Oímos unos rasgueos de guitarra y unos cantos castizos y, entre ellos, las graves notas de un órgano. Guiadas por el segundo apunte, traspasan la escena unas monjas, que cubren sus cabezas con deliciosas tocas. Una España de comienzos del diecinueve plenamente evocada.

Salvador Dalí, el joven ampurdanés, puso en los trajes los últimos detalles. Está viviendo su propia meditación. Dalí no es de los incontenibles: es de los concentradores de los de calidad. Los decorados que ahora construyó para «Mariana Pineda» van a causar sensación entre los entendidos. Ya lo veréis. Raramente he visto una nota de intimidad tan justa y delicada como este interior de la heroína de la obra de García Lorca. Y el huerto conventual, que es ante todo, pintura sincera, da la sensación de que Salvador Dalí pertenece a la categoría de esos pintores privilegiados que ponen algo inconfundible en lo que producen.

 

Anotaciones de Federico García Lorca al artículo de Rafael Moragas en «Durante un ensayo, en el Goya, de “Mariana Pineda”…», La Noche, Barcelona, 23 de junio de 1927: «Este Moragas es delicioso,  dice todo lo contrario que le dije,  como en todas las interviús. / Pero es simpático».

—Para quien conozca la obra de García Lorca —nos dice Dalí—, no le sorprenderá que yo haya pintado así el sentido íntimo de «Mariana Pineda». Desde que conocí este «romance en tres estampas», sentí un culto misterioso por lo que iba a pintar. Simpatizo en extremo con estas suaves ideologías de García Lorca, tanto como con su culta sentimentalidad.

Así va hablando este «Salvador Dalí de voz aceitunada», como lo cantó Lorca en unos admirables versos.

El ensayo general se nos presenta. En el escenario oímos hablar de Torrijos y su fusilamiento. La tragedia se avecina y la niña Mariana Pineda va a sucumbir víctima de crimen espantoso. Margarita Xirgu va recitando cosas muy bellas que surgen de su alma sutil, misteriosa y pronta a todo entusiasmo artístico.


[24] MORAGAS, Rafael, «Durante un ensayo, en el Goya, de “Mariana Pineda”, cambiamos impresiones con el poeta García Lorca y el pintor Salvador Dalí», La Noche, Barcelona, 23 de junio de 1927, p. 3. No figura en Obras completas. Nuestro agradecimiento a Juan de Loxa y al Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros. <<

jueves, 17 de febrero de 2022

Rafael Inglada & Víctor Fernández Palabra de Lorca. FRAGMENTO.

 


 

Rafael Inglada & Víctor Fernández

 Palabra de Lorca

Declaraciones y entrevistas completas


 

 


 PRÓLOGO:
 LORCA DE VIVA VOZ

Sobre una mesa hay una verdadera montaña de recortes de Prensa. Algo asombroso. Extraordinario. Difícil de describir. Planas enteras. Opiniones. Documentos gráficos. Anécdotas. Al pie de artículos, las mejores firmas…

Se maravilla de esos recortes de prensa —muchos de ellos recogidos en estas páginas— un periodista español, Miguel Pérez Ferrero del Heraldo de Madrid, quien, al contemplar la «montaña» de publicidad que García Lorca ha acumulado orgullosamente sobre la mesa de su apartamento madrileño, se da cuenta de la fama que ha alcanzado su amigo en el extranjero. En abril de 1934, momento de la visita y entrevista de Pérez Ferrero, García Lorca acaba de volver de Buenos Aires y Montevideo donde, gracias al éxito de sus conferencias y de su drama Bodas de sangre, se ha dado cuenta de que «su» teatro —el suyo propio y las obras que dirige— tienen el potencial de llegar no a unos cuantos small and sensitive audiences (frase de una amiga norteamericana, dos años antes), sino a las grandes masas, al «pueblo más pueblo», y no sólo de España sino de todo el mundo hispanohablante.

Aunque le agobian en Buenos Aires «los golpes del asalto del periodista, del fotógrafo, del dibujante, del empresario, del admirador», y aunque está «muy cansado de ser personaje» con fama de torero («vengo de torero herido para dar cuatro conferencias»), Lorca no sólo se deja entrevistar con frecuencia, sino que se apresura a comunicar a sus padres, en Madrid o en Granada, el «escandalazo» que ha armado y lo mucho que se ha escrito sobre él. «Ya veréis los periódicos. Una cosa como cuando vino el príncipe de Gales.» En una sola mañana de octubre, sin levantarse de la cama de su hotel bonaerense, firma veinte álbumes de autógrafos. Se asombra de los «doscientos retratos» que le han sacado los fotógrafos de Buenos Aires y Montevideo y de los «centenares de artículos» que se han publicado sobre su llegada. Semanas más tarde, a mediados de diciembre de 1933, «los periódicos siguen hablando y comentando todo lo que hago. Tengo aquí ya más de veinte sobres atestados [de recortes] y no sé cómo mandar tantos».[1] En la Argentina tiene un asistente para ayudarle con el asalto publicitario (entre otras cosas) y al regresar a España, durante los últimos años de su vida, una agencia de prensa le enviará puntualmente los artículos donde se le menciona.

Como podemos comprobar en estas páginas, recogidas y editadas cuidadosamente por Rafael Inglada, los dos fenómenos —el éxito de sus obras y el «escandalazo» publicitario— están íntimamente relacionados. La creciente popularidad de Lorca como poeta y dramaturgo coincide en los años 20 y 30 con el desarrollo y madurez del género de la entrevista literaria en el mundo hispánico.[2] Mientras el público de Buenos Aires o Barcelona interrumpe con aplauso los dramas de Lorca y le obliga a salir a escena repetidas veces durante una misma obra («unas manos amigas me han empujado…»), la fama creciente —amenazante— le obliga a salir a las tablas de la entrevista, resbaladizo punto de contacto entre el escritor y el público. Momento de tensión y de recelo, como si el poeta sintiera que (en palabras de un escritor francés) «la gloria es una incomprensión, quizás la peor». Más allá de las luces, los «telones, árboles pintados y fuentes de hojalata», y más allá de las páginas de los grandes diarios de Madrid, de Buenos Aires o de La Habana, respira la «masa tranquila» de un público que puede convertirse de repente en un caimán o en un «enorme dragón… que [le] puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas cabezas defraudadas».[3] Arma esencial en esa lucha «cuerpo a cuerpo» con el público es el género, cada vez más popular, de la entrevista: escaparate, vitrina, reja donde el escritor moderno se exhibe y es exhibido y donde la voz del poeta, apenas audible en el salón o entre las tapas del libro, se mezcla con el «caótico discurso» de la calle y con los reclamos y gritos del mercado. En la entrevista se juntan de manera inquietante la palabra hablada y la escrita; la imagen pública y la vida íntima; la autoridad del creador y la a veces mórbida curiosidad del lector: tensiones que atraviesan, desde fechas muy tempranas, la vida y obra de García Lorca, que no hizo nunca las paces con la fama ni con el éxito.[4] La entrevista es síntoma del renombre —la reiteración del nombre— y ya, desde el éxito del Primer romancero gitano (1928) y desde su primer estreno de importancia (Mariana Pineda), mientras anhela y persigue la fama, confiesa García Lorca que le da «vergüenza ver [su] nombre por las esquinas» y que siente «angustia» al exponerse a la «curiosidad de unos y la indiferencia de otros». ¿Habría podido imaginar, en aquel entonces, la publicación de un libro como este de Rafael Inglada, que recoge sus entrevistas completas, o un libro previo de este mismo donde se recopilan y comentan la totalidad de sus Manifiestos, adhesiones y homenajes (1916-1936)?[5] Para nosotros, como veremos, son epitextos imprescindibles.

Parte de la inquietud de Lorca ante la entrevista era la infantilización y la exotización de su persona. Con frecuencia, la imagen del poeta en la prensa de aquellas décadas es la de un «mocetón», un «muchachón muy gitanazo». Afloran como algas en las narrativas periodísticas lo que llama un reportero el «tópico de bronce de su lírica gitanería», lo verdelunático, «las falsas gitanerías» (Rivas Cherif). «Gitano auténtico y poeta de verdad», reza uno de los titulares, aludiendo a un verso del Primer romancero gitano; «moreno de verde luna», dice otro, «como el Camborio de su romance». «Bronce y sueño» se funden en «el que se la llevó al río», «como le dicen por muchos pueblos, haciéndolo [a Lorca] protagonista de su romance más popular»; epíteto odioso, ineludible, repetido hasta por los limpiabotas. La imagen del gitano —el «pseudo-gitanillo» en frase de Francisco Ayala— cede, a veces, a la del árabe, al Lorca «africano, envuelto en pañales como un profeta». Aun después de distanciarse de lo gitano, lo granadino, lo andaluz, y pasar un año de ascesis publicitaria en Nueva York (1929-1930) será Lorca todavía un «califa en tono menor»: «Ha sacado su alfanje [y] de un golpe ha segado los rascacielos de Manhattan».[6] Sea gitano jactancioso, profeta árabe, o un abigarrado y «aristocrático Camborio dentro de un mono azul de mecánico» (el del grupo teatral La Barraca), Lorca es, durante su segunda salida al extranjero —Buenos Aires y Montevideo, 1933-1934—, un poeta «esencial»; con un «españolismo acentuado»; es un «purísimo ejemplo del granadinismo más granadinamente granadino, hombre mediterráneo soñoliento y guerrero».

Igual de nauseabunda es la imagen del poeta como niño ingenuo. «Federico es un niño», comenta Pablo Neruda en una entrevista reimpresa en este tomo. «Un niño grande. Todo lo hace a impulsos de su generosidad y su impulsividad de su corazón.» Se multiplican las referencias no sólo a su aspecto «extraordinariamente joven» (en 1935, cuando tiene 36 años, pasa por un «muchachón» de 26; en 1931, con 32 años, aparenta 22), sino a lo «infantil» de su carácter. Se habla de su «cara infantil», su «risa infantil», su «candor infantil», su «infantil deseo»: en fin, el «niño grande» —autor de Yerma o del Diván del Tamarit— exhibe todo tipo «de finas infantilidades» y muestra toda «la espontaneidad de que [es] “infantilmente capaz”». Francisco Ayala, ocho años más joven que Lorca, saluda a la niñez del poeta (tiene 30 años) con un grito entre flamenco y evangélico: «¡Ay, niño! Que se perdió entre la gente: niño perdido» (¿«perdido» como Jesús entre los ancianos del Templo?). Contadas veces el entrevistador nota que el rostro del poeta-niño está «sombreado por una tristeza» de algún tipo. Pregunta un periodista, en el estilo densamente —a veces grotescamente— metafórico del género de la entrevista:[7] «¿Por qué todos hablarán de su carcajada, de su charla-cascada borracha de luz que cae de la montaña» cuando también cabe hablar de «la tristeza renegrida de los ojos»? El niño ingenuo siente una tristeza «de la que él mismo no se ha dado cuenta». No sorprende el comentario de García Lorca: «En las entrevistas siempre me hace el efecto de que es una caricatura mía la que habla, no yo». En la vida y en su obra, cuesta a veces (expresión suya) «est[ar] en García Lorca».

Defendiéndose de lo gitano, de la caricatura orientalista, y a veces escondiéndose (literalmente) del asalto publicitario, el entrevistado elabora a lo largo de los años, en más de ciento treinta entrevistas, un retrato de sí mismo. «Los hombres en su mayoría», escribe García Lorca, «tienen una vida especial que usan como tarjeta de visita», una vida pública que raras veces corresponde a su realidad íntima. En alguna entrevista temprana —y en alguna de Buenos Aires (1933-1934)—, Lorca presenta su obra como «juego» (aunque sí, un juego «serio»), «un juego que me divierte», «un deporte», de acuerdo con «el orteguiano “sentido deportivo y festival de la vida”» (Soria Olmedo, p. 15). Haciéndose eco de un título de Benavente, se presenta «alegre y confiado» ante la crítica y ante la vida; lo que le interesa es «divertirme, salir, conversar largas horas con amigos, andar con muchachas» (apenas asoma directamente en estas páginas la cuestión de su sexualidad). En palabras de un periodista de 1927, «se encastilla en un delicioso dandysmo literario, sirte más peligrosa para el periodista […] que la del silencio, el titubeo, o el efugio». Más tarde, después de volver de Nueva York y de Buenos Aires, consciente de los problemas sociales que tiene que enfrentar la Segunda República y del inquietante panorama europeo, vestido con el mono azul de La Barraca, abandona la imagen de poeta «despreocupado» y adquiere la del joven artista comprometido que ansía que su obra, y sobre todo su teatro, llegue al «pueblo», a «las masas». «Me parece absurdo que el arte pueda desligarse de la vida social», comenta Lorca en 1935, y sus palabras nos recuerdan el carácter democratizante, nivelador, que puede tener la entrevista literaria.[8]

Gracias a la prensa diaria de las dos primeras décadas del siglo, y a las entrevistas literarias, el Arte «se desacraliza»; proceso que se acelera en la turbulenta década de los 30 y con la nueva popularidad de la radio. Tiene razón Jean-Marie Seillan: «La práctica nueva de la entrevista da una sacudida al mito del autor y erosiona el elitismo literario».[9] En los 14 años (1922-1936) abarcados por esta recopilación de Rafael Inglada, la entrevista literaria gana más terreno en América, en Inglaterra y en Francia (gracias a Frédéric Lefèvre y la popular serie de entretiens en «Une heure avec…», en Les Nouvelles littéraires) que en España. En 1926, Melchor Fernández Almagro, amigo íntimo de Lorca, observa que la encuesta y la entrevista pertenecen a un mismo «género escasamente aclimatado en nuestro medio periodístico».

Dijérase, en consecuencia, que el alma española no gusta de la confesión en voz alta. Bien es verdad que el confesor ha de saber serlo. […] Este arte o ciencia de preguntar exige no pequeña dosis de intuición psicológica. Hay que conocer bien al paciente de la interviú, preguntarle con tino, escalonando bien los reactivos.[10]

Como el teatro, la entrevista es una curiosa mezcla de lo oral y lo escrito, de «mimesis verbal et diegesis» (Seillan, p. 24): se intenta sugerir por escrito la «presencia inmediata del habla»;[11] métissage de excepcional importancia en el caso de Lorca, quien, desde sus comienzos como escritor, siente cierto recelo ante la publicación y defiende lo oral, aunque, irónicamente (burla de la historia literaria) no se ha dado a conocer ninguna grabación de su voz. En cualquier entrevista literaria escrita la parte narrativa —la narración del encuentro, la descripción de los rasgos personales y del ambiente del entrevistado— es seguida por el diálogo. ¿Hasta qué punto son auténticos ese diálogo y esa oralidad, y hasta qué punto estamos oyendo la voz de García Lorca? Desde luego, el arte de la entrevista no se reduce al arte de citar. La entrevista publicada, aun cuando las preguntas y respuestas han sido a viva voz y el periodista ha sido un taquígrafo o estenógrafo fidelísimo, suele ser una re-elaboración con voluntad de orden y de estilo: un découpage o montaje (Lévy y Laplantine, p. 197), un «essai de pastiche de [la] conversation» (Lejeune, p. 108) con omisiones y añadidos, con una inevitable dosis de fantasía. El producto publicado es un simulacro, con una espontaneidad fingida. En la entrevista publicada se espera, se perdona, y hasta se celebra la invención y la cita fingida (alaba Cansinos-Asséns las «traviesas interviews imaginarias» de Giménez Caballero y hace pensar en un caso más reciente Enrique Vila-Matas). En 1890, cuando la interview era un género nuevo en España y se amoldaba todavía a las técnicas de la novela naturalista o a «la fría impersonalidad» de Azorín,[12] comenta el hispanista francés Maurice Barrès que, para transmitir al lector «la verdad», «c’est moins à leurs paroles qu’il faut s’attacher qu’à l’expression de leur regard, de leur sourire. […] L’interviewer ne doit pas fatiguer sa mémoire à retenir mot pour mot la conversation»: hay que atender menos a sus palabras que a la expresión de su mirada, de su sonrisa; no retener palabra por palabra la conversación (Seillan, p. 39).

Émile Zola, popularizador y defensor del género, insiste en lo mismo: «El interviewer no debe ser un vulgar papagayo» ni fiarse demasiado del uso de la estenografía; «necesita restablecerlo todo, el medio ambiente, las circunstancias, la fisonomía de su interlocutor, en fin, hacer la obra de un hombre de talento respetando el pensamiento ajeno».[13] Mejor, dejar la tarea al novelista profesional, «a los escritores de verdad». Habla Eduardo Gómez de Baquero del papel de la fantasía a la hora de entrevistar, o «interviuvar» a un escritor parco de palabras.[14]

No es, desde luego, el caso de Lorca. Observa más de uno de sus interviewadores que la espontaneidad y fluidez de su charla —la de un «conversador apasionado»— impiden el intento de tomar apuntes y de hacerle preguntas. No sirve para nada, ni cuadra con la «alegre locuacidad» o el «ponderativo desbordamiento» de García Lorca, «el grave e inquisitorial reportaje» ni la lista de preguntas hechas:

No vayáis a buscar a García Lorca con un programa determinado ni con preguntas concretas. Todo esto sería cohibir su naturaleza desordenada y evasiva. Salta de un tema a otro continuamente, destruyendo por tanto toda pregunta que por ser concreta será siempre limitada y mezquina para un poeta, como lo es él por encima de todo.

Un periodista de Buenos Aires se siente ante el poeta «como el convidado de piedra»: es «preferible escuchar a García Lorca hablando de corrido sobre cosas distintas que someterlo a un hábil interrogatorio».

La espontaneidad, el «hablar de corrido» puede llevar a la indiscreción. ¿Cómo no iba a preocuparse? En los años 20 y 30, cuando empiezan a utilizarse con mayor frecuencia los verbos activos entrevistar, interviewer, interviewar y interviuar[15] (antes, se «celebraba» una entrevista con alguien), el escritor tendría menos expertise que hoy en día en las artes de la evasión. Observa Cansinos-Asséns en 1928 que la mayoría de los interviewados

parece olvidarse que el periodista ocasional es una suerte de estación radiotelegráfica con miles de abonados y se entrega a confidencias peligrosas. Algunos dan la impresión de haber estado aguardando la llegada del interrogador para exponerle sus cuitas, sus querellas, sus reivindicaciones y utilizarlo como un providencial anuncio para su obra olvidada. […] Se necesita toda la experiencia y finura psicológica de un Benavente […] para eludir las manifestaciones comprometedoras y demasiado personales.

Con poquísimas excepciones evita García Lorca hablar de sus «cuitas y querellas»; su espontaneidad no le traiciona.

Se inquieta, en el curso de sus divagaciones —sobre todo cuando la entrevista toca temas políticos—, ante la posibilidad de que le citen mal o recojan una declaración que pueda causarle «conflictos con autores, críticos, amigos y enemigos». Cuando lo entrevistan sobre La Barraca, en un momento en que peligra la subvención del gobierno, le parece mejor que «Usted no diga más que lo que yo he dicho». El periodista tiene que convencerle de su apoliticismo. Las trabas y cautelas políticas van a durar en España hasta después de su muerte, demorando la recopilación de sus entrevistas y declaraciones (de acceso más difícil en las hemerotecas pre-digitales) en las Obras completas que va publicando Arturo del Hoyo en la Editorial Aguilar a partir de 1954. Las entrevistas empiezan a incorporarse en la cuarta edición, en noviembre de 1960, y contribuyen al éxito de aquella recopilación; para 1965 se habrán vendido más de 150.000 ejemplares.[16]

El género de la entrevista literaria suele invitar al entrevistado a relacionar su arte con la vida social y con la política, y no siempre lo hace en momentos convenientes para el régimen. Se supone a veces que, comparada con el discurso escrito, que representa «el orden y la dominación», la voz representa la palabra en libertad.[17] La idea debe matizarse, pero desde sus comienzos la entrevista literaria implica una impredecible variedad temática que pone a prueba a cualquier censor.[18]

No sorprende pues que, por diversas razones, Lorca sienta —al decir de un reportero— «una gran prevención contra las entrevistas»: si toma notas el periodista, «[pone] nervioso al poeta»; si no, peor.[19] Las notas cuidadosas no siempre llevan a buen resultado. De un reportero observa Lorca que ha dicho «todo lo contrario que le dije, como [ocurre] en todas las interviews». Otro ha recogido «más o menos lo que yo le dije pero… de otra manera». A otro, José S. Serna —caso excepcional— escribe el poeta, en una carta divulgada apenas que recupera Inglada: «Su artículo refleja de manera exacta todo lo que yo dije» (p. 129). Sabemos que, en algunas ocasiones, el poeta entrega unas cuartillas al reportero para que las copie. Otras veces, Lorca revisa el manuscrito de la entrevista antes de que se publique (es el caso del diálogo con el caricaturista Luis Bagaría, de 1936, una de las últimas de su vida, y el de Jordi Jou, de 1935); o pide al reportero que demore la publicación (caso de Otero Seco, que publicó la entrevista después de la muerte del poeta). En alguna ocasión afirma el reportero que la entrevista final es producto de la colaboración, una especie de «compromiso». En realidad, toda entrevista lo es.

Sea cual sea la mezcla de lo oral y lo escrito, el grado de colaboración y grado de autenticidad, la entrevista —y el libro de entrevistas como este de Rafael Inglada— nos permite asistir a momentos de la creación literaria y vislumbrar —entrever— al autor «en el acto de la auto-creación».[20] Tanto es así en el caso de Lorca que los grandes adelantos en el terreno biográfico y en la edición de sus obras habrían sido imposibles sin la lenta recuperación de las entrevistas. Empezando en los años 60 (con los esfuerzos continuos de los hispanistas franceses Marie Laffranque y Jacques Comincioli, y los 70 (cuando Mario Hernández empieza a publicar en Alianza Editorial las primeras ediciones meticulosamente documentadas de las Obras, fijando criterios textuales más rigorosos), la publicación de las entrevistas ha simbolizado la recuperación no sólo de parte de la obra autobiográfica y oral del poeta, sino de una parcela de la cultura popular de los años 20 y 30. Las abundantes entrevistas, declaraciones y documentos inéditos que recogen ahora Rafael Inglada y Víctor Fernández, incitan a nuevas lecturas y abren nuevos caminos en la investigación. Las espléndidas fotos, muchas de ellas desconocidas hasta ahora, ofrecidas en su momento como garantía de la autenticidad de la entrevista,[21] nos deslumbran, como en aquel entonces: con el «estallido súbito del magnesio». Junto con el epistolario y con las ya mencionadas declaraciones políticas ofrecen una valiosísima serie de retratos, autorretratos y caricaturas verbales. Sorprendido en la terraza de un café de Barcelona o a la salida de la catedral ovetense, en el teatro Goya o en el Español, dirigiendo un ensayo de La Barraca u «oficiando de poeta puro», Lorca —el Lorca que parecía «inencontrable» o «inabordable» en los años 30 (sus «minutos no le pertenecen»)— ofrece aquí agudas interpretaciones de sus obras; habla del progreso de sus trabajos (podemos seguir, por ejemplo, el largo periplo de Poeta en Nueva York o las versiones sucesivas de La zapatera prodigiosa, Yerma o Bodas de sangre); da noticia —a veces noticia única— de proyectos inacabados o no realizados, dejando ver el arco roto de su trayectoria; responde a sus críticos; se sitúa (y se le sitúa) dentro de un determinado grupo social y de una generación de dramaturgos, poetas y cineastas. Revela admiraciones, aspiraciones, influencias, intenciones. Ofrece una dura crítica del teatro de su tiempo, y pasa revista al teatro clásico o romántico. Define a su manera los géneros literarios y su relación con la música y con las artes visuales.

«Trobar García Lorca no és cosa fàcil», declara un periodista catalán. De la «montaña» de recortes que recogió con ilusión el poeta y que llega a nosotros restaurada, editada y ordenada por Rafael Inglada y su colaborador Víctor Fernández, nos llega la voz del poeta: voz entrecortada, trenzada con la del periodista y la de la calle. Así lo oral se convierte en escritura, lo efímero en recuerdo y en valioso monumento.

C. M.


 EL POETA AL QUE NO LE GUSTABAN LAS ENTREVISTAS

Cuando apareció en la editorial Losada la primera y modélica edición de las obras completas de Federico García Lorca, su voluntarioso y ejemplar responsable, Guillermo de Torre, limitaba su contenido, como es lógico, a tratar de recopilar la entonces ingente producción literaria dispersa e inédita del poeta. Tendríamos que esperar a los primeros e inspiradores trabajos de la lorquista Marie Laffranque en el Bulletin Hispanique de Burdeos para que se empezara a ver en las entrevistas concedidas por Lorca a lo largo de su vida ecos literarios. Es precisamente, a raíz de la labor de Laffranque, que las declaraciones de Lorca a la prensa empiezan a formar parte de las obras completas del poeta que preparó para Aguilar Arturo del Hoyo. Será, concretamente, a partir de la cuarta edición, en 1960.

Pero ¿es esto literatura? ¿Se pueden entender los apuntes realizados en estos encuentros por reporteros como una parte del conjunto literario del escritor? A Lorca no le gustaba ser entrevistado y, salvo en un caso (la conversación que mantuvo con Luis Bagaría en junio de 1936 para El Sol), nunca contestó por escrito. Sin embargo, es evidente que todas estas declaraciones son fundamentales para poder comprender su manera de pensar, el tejido con el que se construye parte de su poesía o su teatro, sus preocupaciones sociales o, sencillamente, su manera de entender la vida. Podemos ver en ello un paralelismo con quien lo reconoció como uno de sus principales maestros: Juan Ramón Jiménez. El Premio Nobel consideraba que sus palabras impresas formaban parte de su propia creación, hasta tal punto que esbozó la edición de un volumen con todo ese material, algo que no pudo llevar finalmente a cabo. Ese proyecto, publicado en 2014 bajo el título Por obra del instante, demuestra que Juan Ramón no iba equivocado.

A este respecto, el profesor y periodista Christopher Silvester, autor de la antología Las grandes entrevistas de la historia, considera con acierto que este género es «un medio de comunicación extremadamente útil», porque «puede facilitarnos el acceso a los pensamientos del entrevistado o permitir que éste nos tome el pelo con su tendencia a la automitificación».

La presente edición reúne, salvo sorpresas de última hora, la totalidad de las entrevistas concedidas por Federico García Lorca a la prensa de la época, desde 1922 —con una «cuartilla» en un homenaje colectivo a Granada— hasta la que concedió a Otero Seco pocas semanas antes de ser asesinado en agosto de 1936.

Tras su muerte, no fueron pocos los textos en los que amigos y conocidos suyos rememoraron sus encuentros con el poeta granadino, en muchas ocasiones reconstruyendo conversaciones pasadas. En este sentido, hemos elegido aquellas que aparecieron en prensa, por lo que se han descartado los testimonios publicados especialmente en libros de memorias o en diarios.

Hemos desestimado, por esta razón, los diarios de Carlos Morla (En España con Federico García Lorca, 1958) o las memorias de Rafael Alberti (La arboleda perdida, 1959) o las de Santiago Ontañón (Unos pocos amigos verdaderos, 1988), por ser, en su conjunto, confesiones autobiográficas que, pese a su capital importancia, no fueron concebidas desde un primer momento como declaraciones periodísticas. Y, evidentemente, hemos excluido la falsa entrevista de Papipi en Il libro nero (1951).

Por otra parte, también se han obviado artículos como los de Luis Cernuda («Federico García Lorca [Recuerdo]», 1938), de Dámaso Alonso («Federico en mi recuerdo», 1982), de Ángel Rivero («Mis recuerdos de Lorca. Testimonios de Flor Loynaz», 1984), de Dulce María Loynaz («Lorca, en La Habana», 1996), o de Rafael Santos Torroella («Un recuerdo de Federico», 1996), que también aportan ejemplos de conversaciones mantenidas directamente con el poeta, pero que, aun publicadas en diarios o revistas, hemos esquivado por haber sido sacadas a la luz muy tardíamente (en las décadas de 1980 y 1990, rayando el centenario, o sobrepasándolo con creces, de la muerte del poeta, o por no ser palabras directas de García Lorca —como es el caso de Cernuda).

La única excepción, un caso especial y fuera del ámbito periodístico que nos ocupa, es la que cierra la última parte, «Entrevistas y declaraciones póstumas»: el polémico y conocido testimonio de Rafael Martínez Nadal (1978). Pese a no ser una declaración o entrevista a prensa, lo hemos recuperado por su carácter único como documento y porque, con él, se clausura el círculo vital del hombre y el del poeta, esto es, justo en el momento en que nuestro protagonista, indeciso, abandona Madrid para trasladarse a Granada, su último destino, cruento y definitivo.

Hemos optado por recoger, además, en las citadas «Entrevistas y declaraciones póstumas», por estar cerca de las fechas de su asesinato y aún en plena contienda civil, textos necesarios como los de Pablo Suero (1937), Antonio Otero Seco (1937) —en rigor, su última entrevista— y Emilio Ballagas (1938). O por su condición de inéditos, o poco divulgados en España, los casos de autores que también lo conocieron y compartieron directamente con él sus vivencias: Alfredo Mario Ferreiro (1945), Silvio d’Amico (1946), Mathilde Pomès (1950), Montenalli (1951), Eduardo Blanco Amor (1956) y, sobre todo, el tríptico de Cipriano Rivas Cherif (1957), rarezas bibliográficas estas que ahora se reúnen por fin, y por vez primera, en este volumen.

Siempre que ha sido posible se han consultado los artículos originales y se han transcrito tal y como fueron publicados en su momento, únicamente corrigiendo erratas y adaptando para el lector actual algunas cuestiones ortotipográficas. En este sentido, recurrir a las fuentes originales nos ha permitido restaurar los textos y reproducirlos tal y como fueron escritos por sus autores. El matiz es importante porque hemos podido constatar —especialmente en la reconocida edición de la obra completa de Lorca, preparada por el desaparecido especialista Miguel García-Posada, tanto para Akal como para Galaxia Gutenberg— la supresión de numerosos pasajes en estas entrevistas, un error que han mantenido otros editores de los textos lorquianos.

Hemos corregido —cotejando directamente con la prensa del momento— erratas importantes que, en su día, aparecieron impresas, ignoramos si fruto del propio autor o de los medios de comunicación que tuvieron a su alcance estos originales, especialmente de nombres propios; hemos actualizado algunos signos de puntuación para la mejor comprensión del lector y sólo en casos puntuales hemos omitido fragmentos, al pertenecer a informaciones generales, aunque vinculadas al texto que transcribimos, respetando siempre el momento en que la entrevista o declaración se daba a conocer.

Especialmente para esta edición, se han traducido las entrevistas que aparecieron originalmente en catalán, inglés, italiano y francés, tratando en todo momento de respetar la voz del autor del texto, así como la del propio protagonista, revisando, cotejando y corrigiendo algunas de las traducciones que nos antecedieron.

Por último, debemos señalar que las fuentes a partir de las cuales hemos transcrito estos ciento treinta y tres textos —salvo cuando se especifique otra cosa al pie de nota— han sido tomadas directamente, rectificando así, en gran medida, como decimos, numerosos fallos de puntuación, omisiones de textos y títulos, autorías, errores en dataciones de entrevistas, etcétera, algo muy común en los trabajos que nos han antecedido. Así pues, con ello, nuestro único objetivo ha sido restaurar la voz de Federico García Lorca.

Nuestro especial agradecimiento a Christopher Maurer, a Virginia Friedman y a Jimena Bozo (Biblioteca Nacional de Montevideo), a Inma Hernández Baena (Centro de Estudios Lorquianos, Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros), así como a Mirtha Mansilla y a Alejandro Pablo Suero, por acercarnos, a nuestro requerimiento, a buena parte de la prensa bonaerense en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.

Es ahora Federico García Lorca quien toma la palabra.

R. I. y V. F.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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