Y LAS MONTAÑAS HABLARON
Khaled Hosseini
Este libro está dedicado a Haris y Farah,
ambos la nur de mis ojos,
y a mi padre, que se habría sentido orgulloso
Para Elaine
Más allá de cualquier idea
de buenas o malas obras
se extiende un campo.
Nos encontraremos allí.
JALALUDDIN RUMI,
siglo XIII
Capítulo 1
Otoño de 1952
MUY bien, si queréis una historia, os contaré
una historia. Pero sólo una. Que ninguno de los dos me pida más. Ya es tarde, y
tú y yo tenemos un largo día de viaje por delante, Pari. Esta noche tendrás que
dormir. Y tú también, Abdulá. Cuento contigo, hijo, mientras tu hermana y yo
estemos lejos. Y tu madre también. Vamos a ver. Una historia. Escuchadme los
dos, escuchadme bien y no me interrumpáis.
Había una vez, en los tiempos en que divs, yinns y gigantes vagaban por estas
tierras, un granjero cuyo nombre era Baba Ayub. Vivía con su familia en una
aldea llamada Maidan Sabz. Como tenía una numerosa familia que alimentar, Baba
Ayub se dejaba la piel trabajando. Cada día, desde el alba hasta la puesta de
sol, araba sin descanso, revolvía la tierra y cavaba y se ocupaba de sus
escasos pistacheros. A todas horas podía vérselo en su campo, doblado por la
cintura, con la espalda tan curvada como la hoz que blandía el día entero. Sus
manos estaban siempre llenas de callos y a menudo le sangraban, y cada noche el
sueño se lo llevaba en cuanto su mejilla tocaba la almohada.
Debo decir que, en ese aspecto, no era el
único, ni mucho menos. La vida en Maidan Sabz era dura para todos sus
habitantes. Hacia el norte había aldeas más afortunadas, situadas en valles con
árboles frutales y flores, donde el aire era agradable y los arroyos traían
aguas frescas y cristalinas. Pero Maidan Sabz era un lugar desolado que nada
tenía que ver con la imagen que evocaba su nombre, Prado Verde. Estaba
emplazada en una llanura polvorienta y rodeada por una cadena de escarpadas montañas.
El viento era caliente y te arrojaba polvo a los ojos. Encontrar agua era una
lucha cotidiana, porque los pozos de la aldea, incluso los más profundos,
solían estar casi secos. Sí, había un río, pero los aldeanos tenían que caminar
medio día para llegar hasta él y sus aguas discurrían lodosas todo el año. En
aquel momento, tras diez años de sequía, también el río estaba prácticamente
seco. Digamos pues que la gente de Maidan Sabz trabajaba el doble para arañar
la mitad.
Sin embargo, Baba Ayub se consideraba
afortunado, porque tenía una familia a la que adoraba. Amaba a su mujer y nunca
le levantaba la voz, y mucho menos la mano. Valoraba sus consejos y su compañía
le producía verdadero placer. En cuanto a hijos, Dios le había dado tantos como
dedos tiene una mano, tres varones y dos niñas, y los quería muchísimo a todos.
Las hijas eran obedientes y bondadosas, tenían buen carácter y eran muy
decentes. A los varones, Baba Ayub les había enseñado ya valores como la
honestidad, la valentía y el trabajo duro sin rechistar. Lo obedecían como
hacen los buenos hijos, y ayudaban a su padre con la cosecha.
Aunque los quería a todos, en su fuero interno
Baba Ayub sentía una debilidad especial por el más pequeño, Qais, de tres años.
Qais tenía los ojos de un azul oscuro. Cautivaba a quienes lo conocían con su
pícara risa. Era uno de esos niños que rebosan tanta energía que consumen la de
los demás. Cuando aprendió a caminar, le gustó tanto que se dedicó a hacerlo el
día entero, pero entonces, por inquietante que parezca, empezó a caminar
también por las noches, mientras dormía. Se levantaba sonámbulo y salía de la
casa de adobe para vagar por la penumbra iluminada por la luna. Eso preocupaba
a sus padres, como es natural. ¿Y si se caía a un pozo, o se perdía o, peor
incluso, lo atacaba una de las criaturas que acechaban en la llanura por las
noches? Probaron muchos remedios, pero ninguno funcionó. Por fin, Baba Ayub
encontró una solución muy simple, como suelen serlo las mejores soluciones:
cogió un pequeño cascabel que llevaba una de sus cabras y se lo colgó del
cuello a Qais. De ese modo, el cascabel despertaría a alguien si el niño se
levantaba en plena noche. Al cabo de un tiempo dejó de caminar sonámbulo, pero
le había cogido apego al cascabel y no quiso que se lo quitaran. Y así, aunque
ya no cumpliera con su cometido original, el cascabel siguió sujeto al cordel
que rodeaba el cuello del niño. Cuando Baba Ayub llegaba a casa tras una larga
jornada de trabajo, Qais corría hasta hundir la cara contra el vientre de su
padre, con el cascabel tintineando al compás de sus pequeños pasos. Baba Ayub
lo cogía en brazos y lo llevaba al interior. Qais miraba con mucha atención
cómo se lavaba su padre, y luego se sentaba a su lado en la cena. Cuando
acababan de comer, Baba Ayub tomaba el té sorbo a sorbo, observando a su
familia e imaginando que un día sus hijos se casarían y le darían nietos, y él
se convertiría en orgulloso patriarca de una extensa prole.
Pero, ¡ay!, Abdulá y Pari, entonces los días de
felicidad de Baba Ayub tocaron a su fin.
Resultó que un día llegó un div a Maidan Sabz. Se acercaba a la
aldea desde las montañas y la tierra se estremecía con cada una de sus pisadas.
Los aldeanos soltaron sus palas, azadas y hachas y huyeron corriendo. Se
encerraron en sus casas y se acurrucaron con los suyos. Cuando los
ensordecedores pasos del div se
detuvieron, su sombra oscureció el cielo sobre Maidan Sabz. Según se dijo, de
su cabeza brotaban unos cuernos curvos y tenía los hombros y la robusta cola
cubiertos por un áspero pelo negro. Se dijo también que sus ojos eran rojos y
brillantes. Comprenderéis que nadie supo si era así en realidad, al menos nadie
que viviera para contarlo: el div se
comía en el acto a quienes osaran mirarlo, aunque sólo fuera una rápida ojeada.
Como lo sabían, los aldeanos tuvieron el buen tino de mantener la vista clavada
en el suelo.
En la aldea todos sabían a qué había ido el div. Habían oído historias sobre sus
visitas a otras aldeas, y sólo podían agradecer que Maidan Sabz hubiera pasado tanto
tiempo sin atraer su atención. Quizá, supusieron, las vidas pobres y rigurosas
que llevaban habían sido un punto a su favor, pues sus hijos no estaban bien
alimentados y no tenían mucha carne en los huesos. Aun así, se les había
acabado la suerte.
Todo Maidan Sabz temblaba y contenía el
aliento. Las familias rezaban, suplicando que el div no se detuviera en su puerta, porque sabían que, si lo hacía,
daría unos golpecitos en el techo y tendrían que entregarle un niño. El div metería entonces al niño en un saco,
se lo echaría al hombro y se marcharía por donde había venido. Nadie volvería a
ver nunca a aquel pobre crío. Y si una familia se negaba, el div se llevaba entonces a todos sus
hijos.
¿Y adónde se los llevaba? Pues a su fortaleza,
emplazada en la cima de una escarpada montaña. La fortaleza del div estaba muy lejos de Maidan Sabz.
Para llegar hasta ella había que atravesar valles, varios desiertos y dos
cadenas montañosas, ¿y qué persona en su sano juicio haría una cosa así, sólo
para encontrar la muerte? Decían que allí había mazmorras con cuchillos de
carnicero en las paredes y que grandes ganchos pendían de los techos. También
que había hogueras y gigantescos pinchos para asar. Y era sabido que, si el div pillaba a un intruso, olvidaba su
aversión a la carne de los adultos.
Supongo que ya adivináis en qué techo resonaron
los temidos golpecitos del div. Al
oírlos, un grito de angustia brotó de los labios de Baba Ayub y su esposa se
desmayó. Los niños se echaron a llorar, de miedo y de pena, conscientes de que
la pérdida de uno de ellos era inevitable. La familia tenía hasta el amanecer
del día siguiente para hacer su ofrenda.
¿Qué puedo deciros sobre la angustia que Baba
Ayub y su mujer padecieron esa noche? Ningún padre debería afrontar una
elección como ésa. Sin que los niños los oyeran, ambos debatieron qué hacer.
Hablaron y lloraron, hablaron y lloraron. Durante toda la noche se pasearon de
aquí para allá, y cuando el alba se acercaba no habían tomado aún una decisión;
quizá era eso lo que quería el div,
pues su vacilación le permitiría llevarse a los cinco hijos en lugar de uno.
Por fin, Baba Ayub salió de la casa y cogió cinco piedras de forma y tamaño
idénticos. Sobre cada una de ellas garabateó el nombre de uno de sus hijos, y
luego las metió en un saco de arpillera. Cuando le tendió el saco a su mujer,
ella retrocedió como si contuviera una víbora.
—No puedo hacerlo —le dijo a su marido negando
con la cabeza—. No puedo ser yo quien elija. No lo soportaría.
—Yo tampoco —repuso Baba Ayub, pero vio a
través de la ventana que sólo faltaban unos instantes para que el sol asomara
por las montañas del este.
Se les acababa el tiempo. Miró a sus cinco
hijos, sintiéndose muy desdichado. Había que cortar un dedo para salvar la
mano. Cerró los ojos y sacó una piedra del saco.
Supongo que también adivináis qué piedra sacó
Baba Ayub. Cuando vio el nombre escrito en ella, levantó el rostro hacia el
cielo y soltó un alarido. Con el corazón destrozado, cogió en brazos a su hijo
más pequeño, y Qais, que tenía una confianza ciega en su padre, le echó los
brazos al cuello, feliz. Entonces, cuando su padre lo dejó en el suelo fuera de
la casa y cerró la puerta, el niño por fin comprendió que algo no iba bien. Baba
Ayub, con los ojos cerrados y las lágrimas derramándose, permaneció de espaldas
contra la puerta mientras su querido Qais la aporreaba con sus pequeños puños,
llorando y pidiéndole que lo dejara entrar.
—Perdóname, perdóname —musitó Baba Ayub cuando
la tierra retumbó con las pisadas del div.
Su hijo gritaba desesperado y el suelo siguió
estremeciéndose mientras el div se
marchaba de Maidan Sabz. Después, todo quedó inmóvil y reinó el silencio, un
silencio sólo roto por Baba Ayub, que continuaba llorando y pidiéndole a Qais
que lo perdonara.
Abdulá, tu hermana se ha quedado dormida.
Tápale los pies con la manta. Así, muy bien. Quizá debería dejarlo aquí, ¿no
crees? ¿Quieres que siga? ¿Estás seguro, hijo? De acuerdo.
¿Por dónde iba? Ah, sí. Tras esos hechos
terribles hubo un período de cuarenta días de luto. Todos los días, los vecinos
preparaban comida para la familia y velaban con ellos. La gente les llevaba
todo lo que podía: té, dulces, pan, almendras, y les ofrecía sus condolencias y
su compasión. Baba Ayub apenas era capaz de pronunciar una palabra de
agradecimiento. Sentado en un rincón, lloraba a mares, como si con sus lágrimas
pretendiera mitigar la sequía que sufría la aldea. Nadie le habría deseado un
tormento y un sufrimiento como los suyos ni al más vil de los hombres.
Transcurrieron varios años. Seguía sin llover y
Maidan Sabz se volvió aún más pobre. Muchos niños murieron de sed en sus cunas.
El nivel del agua en los pozos bajó todavía más y el río se secó, pero no el
río de la angustia creciente de Baba Ayub, cada vez más dolorosa. Ya no era
útil para su familia. No trabajaba, no rezaba, apenas comía. Su esposa y sus
hijos le suplicaban, pero no servía de nada. Los varones que le quedaban
tuvieron que ocuparse de su trabajo, pues día tras día Baba Ayub no hacía otra
cosa que sentarse en el linde de su campo, una figura solitaria y desdichada
con la mirada fija en las montañas. Dejó de hablar con los aldeanos porque
tenía la sensación de que murmuraban a sus espaldas. Decían que era un cobarde
por haber entregado voluntariamente a su hijo, que no tenía aptitudes para ser
padre. Un padre capaz se habría enfrentado al div, habría muerto defendiendo a su familia.
Una noche le comentó esas cosas a su mujer.
—No dicen nada de eso —respondió ella—. Nadie
piensa que seas un cobarde.
—Pero yo los oigo —insistió él.
—Lo que oyes es tu propia voz, esposo mío
—repuso su mujer.
No obstante, no le contó que los aldeanos sí
andaban susurrando a sus espaldas, pero lo que decían era que quizá se había
vuelto loco.
Y entonces, un día, Baba Ayub les demostró que
así era. Sin despertar a su esposa ni a sus hijos, metió unos mendrugos de pan
en una bolsa de arpillera, se puso los zapatos, se ató la hoz al cinto y
partió.
Anduvo durante días y días. Caminaba hasta que
el sol no era más que un leve resplandor rojizo en el horizonte. Pernoctaba en
cuevas con el viento silbando fuera. Otras veces dormía en las riberas de los
ríos, bajo los árboles y al abrigo de peñascos. Se acabó el pan y entonces
comía lo que encontraba: bayas, hongos, peces que atrapaba con las manos en los
ríos, y algunos días ni siquiera comía, pero continuó caminando. Si pasaba
gente y le preguntaba adónde iba, él se lo contaba; algunos se reían, otros
apretaban el paso temiendo que fuera un loco, y otros rezaban por él porque el div también les había arrebatado un
hijo. Baba Ayub seguía caminando, cabizbajo. Cuando los zapatos se le
deshicieron, se los ató con cordel a los pies, y cuando los cordeles se
rompieron, siguió adelante descalzo. Y así cruzó desiertos, valles y montañas.
Por fin llegó a la montaña en cuya cima se
emplazaba la fortaleza del div. Tan
ansioso estaba por concluir su misión que no se detuvo a descansar, sino que
emprendió de inmediato el ascenso, con la ropa hecha jirones, los pies
ensangrentados y el cabello lleno de polvo, pero sin que su resolución se
hubiera quebrantado un ápice. Las ásperas rocas le lastimaban los pies, unos
halcones le picotearon la cara cuando pasó junto a su nido, y violentas ráfagas
de viento amenazaban con arrancarlo de la ladera de la montaña. Mas él siguió
trepando, de una roca a la siguiente, hasta que por fin se encontró ante las
enormes puertas de la fortaleza del div.
Baba Ayub arrojó una piedra contra las puertas
y entonces oyó el bramido del div:
—¿Quién osa molestarme?
Baba Ayub pronunció su nombre y añadió:
—Vengo de la aldea de Maidan Sabz.
—¿Tienes ganas de morir? ¡Sin duda las tienes,
si has venido hasta mi morada a importunarme! ¿Qué se te ofrece?
—He venido a matarte.
Hubo un breve silencio al otro lado de las
puertas. Y entonces, con un chirriar de goznes, los batientes se abrieron y
apareció el div, alzándose imponente
sobre Baba Ayub en toda su espeluznante envergadura.
—No me digas —repuso con su voz de trueno.
—Así es —confirmó Baba Ayub—. De un modo u
otro, uno de los dos va a morir hoy.
Por un instante pareció que el div iba a derribarlo y acabar con él de
un solo mordisco con aquellos dientes afilados como dagas. Pero algo hizo
titubear a la criatura, que entornó los ojos. Quizá fue la locura que
traslucían las palabras de aquel anciano. Quizá fue su aspecto, con su atuendo
hecho jirones, el rostro ensangrentado, el polvo que lo cubría de la cabeza a
los pies, las heridas que le laceraban la piel. O quizá fue que el div no captó el menor miedo en los ojos
de aquel hombre.
—¿De dónde dices que vienes?
—De Maidan Sabz —declaró Baba Ayub.
—Pues debe de estar muy lejos esa Maidan Sabz,
por la pinta que tienes.
—No he venido hasta aquí para charlar. He
venido a…
El div
levantó una garra.
—Sí, sí. Has venido a matarme. Ya lo sé. Pero
sin duda me concederás unas últimas palabras antes de acabar conmigo.
—De acuerdo —repuso Baba Ayub—. Pero que sean
pocas.
—Te lo agradezco. —El div sonrió de oreja a oreja—. ¿Puedo preguntarte qué mal te he
infligido para merecer la muerte?
—Me arrebataste mi hijo pequeño. Era lo que más
quería en el mundo.
El div
soltó un gruñido y se dio unos golpecitos en la barbilla.
—He quitado muchos niños a muchos padres
—repuso.
Furioso, Baba Ayub empuñó la hoz.
—Entonces los vengaré a ellos también.
—Debo decir que tu valor me produce cierta
admiración.
—Tú no sabes nada sobre el valor —replicó Baba
Ayub—. Para que exista el valor tiene que haber algo en juego. Yo he venido
aquí sin nada que perder.
—Aún puedes perder tu vida —le recordó el div.
—Eso ya me lo quitaste.
El div
volvió a soltar un gruñido y estudió a Baba Ayub con expresión pensativa. Al
cabo, dijo:
—De acuerdo. Te concederé batirte en duelo
conmigo. Pero, primero, te pido que me sigas.
—Date prisa —repuso Baba Ayub—, se me ha
acabado la paciencia.
El div
se dirigía ya hacia un gigantesco corredor, así que no le quedó otra opción que
seguirlo. Fue detrás del div a través
de un laberinto de pasillos, de techos tan altos que casi rozaban las nubes y
sostenidos por enormes columnas. Pasaron por muchos huecos de escaleras y
cámaras suficientemente grandes para contener toda Maidan Sabz. Siguieron
caminando hasta que por fin el div se
detuvo en una espaciosa habitación, al fondo de la cual había una cortina.
—Acércate —pidió.
Baba Ayub así lo hizo, hasta que estuvo a su
lado.
El div
descorrió la cortina. Tras ella había un ventanal de cristal que daba a un gran
jardín bordeado de cipreses y lleno de flores multicolores. Había estanques de
azulejos azules, terrazas de mármol y exuberantes explanadas verdes. Baba Ayub
vio setos bellamente recortados y fuentes que borboteaban a la sombra de
granados. Ni en tres vidas enteras podría haber imaginado un lugar tan hermoso.
Pero lo que de verdad desarmó a Baba Ayub fue
el espectáculo de los niños que corrían y jugaban felices en aquel jardín. Se
perseguían unos a otros por los senderos y en torno a los árboles. Jugaban al
escondite entre los setos. Baba Ayub buscó con mirada ansiosa y por fin
encontró lo que buscaba. ¡Allí estaba! Su hijo Qais, vivo y con un aspecto
inmejorable. Había crecido y tenía el cabello más largo de lo que su padre
recordaba. Vestía una preciosa camisa blanca y unos bonitos pantalones. Y reía
encantado mientras perseguía a un par de compañeros de juego.
—Qais —susurró Baba Ayub empañando el cristal
con su aliento, y luego repitió el nombre de su hijo a pleno pulmón.
—No puede oírte —dijo el div—. Ni verte.
Baba Ayub empezó a dar saltos haciendo
aspavientos con los brazos y golpeó con los puños el cristal, hasta que el div volvió a correr la cortina.
—No lo entiendo —dijo Baba Ayub—, creía que…
—Ésta es tu recompensa —interrumpió el div.
—Explícate —exigió Baba Ayub.
—Te sometí a una prueba.
—¿A una prueba?
—Una prueba de tu amor. Fue un reto muy severo,
lo reconozco, y no creas que no sé lo mucho que te ha hecho sufrir. Pero has
superado la prueba. Ésta es tu recompensa, y la suya.
—¿Y si no hubiera elegido? —exclamó Baba Ayub—.
¿Y si no hubiera querido saber nada de esa prueba tuya?
—Entonces todos tus hijos habrían muerto, pues
habría caído sobre ellos la maldición de tener un padre débil; un cobarde que
preferiría verlos morir a todos antes que llevar una carga en la conciencia.
Has dicho que no tienes valor, pero yo lo veo en ti. Es necesario valor para
hacer lo que has hecho, para que decidieras llevar esa carga sobre las
espaldas. Y te honro por ello.
Baba Ayub blandió débilmente la hoz, pero se le
escurrió de la mano y cayó al suelo de mármol con estrépito. Las rodillas le
flaquearon y tuvo que sentarse.
—Tu hijo no se acuerda de ti —prosiguió el div—. Ésta es ahora su vida, y ya has
visto qué feliz es. Aquí se le proporcionan la mejor comida y las mejores ropas,
amistad y cariño. Se lo instruye en las artes y las lenguas, en las ciencias y
en el ejercicio de la sabiduría y la caridad. No le falta nada. Algún día,
cuando sea un hombre, es posible que decida marcharse, entonces será libre de
hacerlo. Intuyo que cambiará muchas vidas con su generosidad y dará felicidad a
quienes estén sumidos en la desdicha.
—Quiero verle —dijo Baba Ayub—. Quiero
llevármelo a casa.
—¿De veras?
Baba Ayub alzó la vista hacia el div.
La criatura se acercó a un armario que había cerca
de la cortina y de un cajón sacó un reloj de arena. ¿Sabes qué es un reloj de
arena, Abdulá? Sí, lo sabes. Bueno, pues el div
cogió el reloj de arena, le dio la vuelta y lo dejó a los pies de Baba Ayub.
—Permitiré que te lo lleves a casa —dijo el div—. Si ésa es tu decisión, nunca podrá
regresar aquí. Si decides no llevártelo, serás tú quien no podrá volver nunca.
Cuando toda la arena se haya vertido, vendré a preguntarte qué has decidido.
Dicho esto, el div salió de la habitación dejándolo ante otra dolorosa elección.
«Me lo llevaré a casa», pensó Baba Ayub al
instante. Era lo que más deseaba, con cada fibra de su ser. ¿No lo había
imaginado mil veces en sus sueños? ¿Que volvía a abrazar al pequeño Qais, que
lo besaba en la mejilla y volvía a sentir la suavidad de sus manitas entre las
suyas? Sin embargo… Si se lo llevaba a casa, ¿qué clase de vida tendría en
Maidan Sabz? Como mucho, la dura vida de un granjero, como la suya, y poco más.
Eso si no moría por culpa de la sequía, como les pasaba a tantos niños en la
aldea. «¿Podrías perdonarte entonces? —se dijo Baba Ayub—. ¿Sabiendo que lo
arrancaste, por tus propias y egoístas razones, de una vida de lujo y
oportunidades?» Por otra parte, si se marchaba sin Qais, ¿cómo soportaría saber
que su hijo estaba vivo, saber dónde estaba y sin embargo tener prohibido
verlo? ¿Cómo iba a soportar algo así? Baba Ayub se echó a llorar. Se sintió tan
descorazonado que levantó el reloj de arena y lo arrojó contra la pared, donde
se hizo añicos y derramó su fina arena por el suelo.
El div
volvió a la habitación y encontró a Baba Ayub ante los cristales rotos, con los
hombros hundidos.
—Eres una bestia cruel —declaró Baba Ayub.
—Cuando uno ha vivido tanto tiempo como yo,
descubre que la crueldad y la benevolencia no son más que tonos distintos del
mismo color. ¿Has tomado ya tu decisión?
Baba Ayub se enjugó las lágrimas, recogió la
hoz y se la ató al cinto. Se dirigió lentamente hacia la puerta, cabizbajo.
—Eres un buen padre —dijo el div al verlo marcharse.
—Ojalá ardas en los fuegos del infierno por lo
que me has hecho —repuso Baba Ayub con desaliento.
Había salido de la habitación y enfilaba ya el
pasillo cuando el div lo alcanzó.
—Toma esto —dijo, tendiéndole un frasquito de
cristal que contenía un líquido oscuro—. Bébetelo durante el viaje a casa.
Adiós.
Baba Ayub cogió el frasquito y se marchó sin
decir una palabra más.
Muchos días después, su esposa estaba sentada
en el linde del campo de la familia buscándolo con la mirada, como había hecho
Baba Ayub tantas veces esperando ver a Qais. Cada día que pasaba sus esperanzas
de que su marido volviese menguaban. Los aldeanos ya hablaban de Baba Ayub en
pasado. Ese día, estaba sentada allí en la tierra, con una plegaria en los
labios, cuando vio una figura delgada que se dirigía a Maidan Sabz desde las
montañas. Al principio lo confundió con un derviche perdido, un hombre flaco y
harapiento, de ojos hundidos y semblante descarnado, y sólo cuando estuvo más
cerca reconoció a su marido. El corazón le dio un vuelco de alegría y rompió a
llorar de puro alivio.
Cuando se hubo lavado, y después de beber y
comer lo suficiente, Baba Ayub guardó cama mientras los aldeanos lo rodeaban y
le hacían preguntas.
—¿Dónde has estado, Baba Ayub?
—¿Qué has visto?
—¿Qué te ha ocurrido?
Él no podía contestarles, ya que no recordaba
nada de su viaje, ni haber subido a la montaña del div o hablado con él, ni el magnífico palacio ni la gran habitación
de las cortinas. Parecía haber despertado de un sueño ya olvidado. No recordaba
el jardín secreto, ni a los niños, y sobre todo no recordaba haber visto a su
Qais jugando en aquel jardín con sus amigos. De hecho, cuando alguien mencionó
el nombre de Qais, Baba Ayub parpadeó desconcertado.
—¿Quién? —preguntó.
No recordaba haber tenido nunca un hijo llamado
Qais.
¿Comprendes, Abdulá, que darle la poción que
había borrado esos recuerdos fue un acto de piedad? Ésa fue la recompensa de
Baba Ayub por haber superado la segunda prueba del div.
Aquella primavera, los cielos se abrieron por
fin sobre Maidan Sabz. Lo que derramaron no fue la fina llovizna de los años
anteriores, sino un aguacero en toda regla. Una tupida cortina de lluvia cayó
del cielo, y la sedienta aldea se apresuró a recibirla con los brazos abiertos.
Durante todo el día el agua tamborileó sobre los tejados y ahogó los demás
sonidos del mundo. Gruesos goterones resbalaban de las puntas de las hojas. Los
pozos se llenaron y el río creció. Las montañas del este reverdecieron.
Brotaron flores silvestres y, por primera vez en muchos años, los niños jugaron
sobre la hierba y las vacas pastaron ávidamente. Todos se sintieron jubilosos.
Cuando la lluvia cesó, hubo bastante trabajo
que hacer en la aldea. Se habían desmoronado varias paredes de adobe, había
tejados medio hundidos y tierras de cultivo convertidas en ciénagas. Pero,
después de la devastadora sequía, la gente de Maidan Sabz no estaba dispuesta a
quejarse. Volvieron a levantar las paredes, repararon los tejados y drenaron
los canales de riego. Aquel otoño, Baba Ayub produjo la cosecha de pistachos
más abundante de su vida, y al año siguiente y al otro sus cosechas no hicieron
sino aumentar de tamaño y calidad. En las grandes ciudades donde vendía sus
mercancías, Baba Ayub se sentaba orgulloso tras las pirámides de pistachos,
sonriendo de oreja a oreja como el hombre más feliz del mundo. Nunca volvió a
haber sequía en Maidan Sabz.
No queda mucho que contar, Abdulá. Aunque quizá
te preguntarás si alguna vez pasó por la aldea un apuesto joven jinete, en su
búsqueda de grandes aventuras. ¿Se detuvo quizá a tomar un poco de agua, que
ahora abundaba en la aldea, y se sentó a partir el pan con los aldeanos, quizá
con el mismísimo Baba Ayub? No sé decirte, muchacho. Lo que sí puedo asegurar
es que Baba Ayub vivió hasta convertirse en un hombre muy, muy viejo. Y que vio
casarse a todos sus hijos, como había deseado siempre, y que éstos le dieron a
su vez muchos nietos, cada uno de los cuales lo llenó de felicidad.
Y también puedo decirte que algunas noches, sin
motivo aparente, Baba Ayub no podía dormir. Aunque ya era muy mayor, aún podía
andar ayudándose de un bastón. Y así, esas noches insomnes, se levantaba de la
cama con sigilo para no despertar a su mujer, cogía el bastón y salía de la
casa. Caminaba en la oscuridad, con el bastón repiqueteando ante sí y la brisa
nocturna acariciándole la cara. Había una piedra plana en el linde de su campo,
y allí se sentaba. A menudo se quedaba una hora o más contemplando las
estrellas y las nubes que pasaban flotando ante la luna. Pensaba en su larga
vida y daba gracias por toda la generosidad y todo el gozo que le habían
concedido. Sabía que querer más, ansiar todavía más, sería mezquino. Exhalaba
un suspiro de felicidad y escuchaba el viento que soplaba de las montañas, el
gorjear de las aves nocturnas.
Pero de vez en cuando le parecía distinguir
algo más entre esos sonidos. Era siempre lo mismo: el agudo tintineo de un
cascabel. No comprendía por qué debería oír un sonido así, allí solo en la
oscuridad y con todas las ovejas y cabras durmiendo. Unas veces se decía que
eran imaginaciones suyas, y otras estaba tan convencido de lo contrario que le
gritaba a la oscuridad: «¿Hay alguien ahí? ¿Quién es? ¡Sal y deja que te vea!»
Pero nunca obtenía respuesta. Baba Ayub no lo comprendía. Como tampoco entendía
que, siempre que oía aquel tintineo, sintiera una oleada de algo parecido al
coletazo de un sueño triste, y que lo sorprendiera cada vez como una inesperada
ráfaga de viento. Pero luego pasaba, como todo acaba siempre por pasar.
Bueno, ya está, hijo. Éste es el final. No
tengo nada que añadir. Y ya se ha hecho muy tarde; estoy cansado, y tu hermana
y yo tenemos que levantarnos al amanecer. Así que apaga la vela, apoya la
cabeza y cierra los ojos. Que duermas bien, hijo. Nos diremos adiós por la
mañana.