lunes, 11 de octubre de 2021

Rafael Llopis Historia natural de los cuentos de miedo. Fragmento.



Rafael Llopis

Historia natural de los cuentos de miedo

NOTA PRELIMINAR

Este libro es una recopilación de los artículos que, con el título genérico de

Los cuentos de miedo, he ido publicando desde julio de 1966 hasta diciembre de

1972[1].

Yo pensaba que estos artículos me iban a haber servido de borrador para,

tomándolos como base o esquema, escribir una extensa y exhaustiva Historia

natural de los cuentos de miedo. Pero sucede que, una vez terminado y publicado el

borrador por entregas, he quedado tan harto del tema que no me apetece en

absoluto volver sobre él. Son cosas que pasan.

En tales condiciones, prefiero que estos artículos se republiquen como están,

porque a pesar de todo tienen —creo— cierto interés. En primer lugar constituyen

—que yo sepa— el primer intento que se hace en el mundo de establecer una

historia sistemática de la literatura fantástica. También he intentado poner en

relación los hechos literarios con los distintos ambientes socio-culturales en que se

han producido, aunque siempre he procurado resaltar que el ambiente no

determina sino la forma y el estilo del relato, pues su meollo —la vivencia de lo

numinoso— es una constante humana que nos llega a través de antiquísimas

tradiciones y sobre cuyo origen sólo se pueden hacer conjeturas.

En los últimos capítulos quedan varias puertas abiertas al futuro y apunto la

posibilidad de que los famosos dos planos —el real y el imaginario—, en cuya

tajante separación tanto insisto, puedan llegar a aproximarse. En efecto, en esta

época de profunda crisis que vivimos —tal vez la más importante de la historia de

la humanidad—, lo fantástico y lo real parecen a veces confundirse

peligrosamente. Sin embargo, es también posible que esta permeabilidad entre los

dos planos —que sin duda reviste el máximo peligro epistemológico— produzca

frutos positivos en el futuro, modelando quizá y enriqueciendo la sensibilidad

humana (o posthumana, que dirían los aficionados a la ciencia-ficción) en un

sentido de mayor apertura a lo insólito. En teoría al menos, lo que ha alcanzado la

máxima separación está maduro para sintetizarse (que no confundirse) en una

unidad que contenga a los opuestos.

También quiero recordar al lector (para que sea indulgente) que este libro

cojea mucho por estar compuesto de artículos publicados mensualmente a lo largo

de siete años. Hay toda clase de repeticiones que ahora, al leer el libro entero de un

tirón, me resultan muy farragosas y pesadas. También, de unos capítulos a otros,

pueden advertirse cambios notables de punto de vista, de metodología y hasta de

opinión. ¡Es que han pasado años —llenos de vivencias y de lecturas— de unos

capítulos a otros! Ahora mismo no estoy muy de acuerdo con varias de las

afirmaciones que hago en algunos de ellos. Otros fueron escritos a toda prisa

porque el Boletín estaba ya en la imprenta y se notan poco meditados.

En lo que respecta a la novela gótica, tenía proyectado escribir de nuevo el

capítulo correspondiente, porque de entonces a acá he leído varios excelentes

tratados sobre el tema, especialmente Le roman gothique anglais, de Maurice Lévy

(Association des Publications de la Faculté des Lettres et Sciences Humaines,

Toulouse, 1968), pero también The haunted castle, de Eino Railo (Humanities Press,

Nueva York, 1964), y The gothic quest, de Montague Summers (Russell & Russell,

Nueva York, 1964). Sin embargo, como he dicho, no me apetecía volver sobre el

asunto. Que lo hagan otros, porque —según veo— ya hay varios jóvenes ensayistas

españoles interesados en la literatura fantástica.

Quiero advertir, asimismo, que parte de los capítulos dedicados al cuento de

miedo victoriano y a M. R. James han sido utilizados por mí para componer el

prólogo a las Trece historias de fantasmas, de James (Alianza Editorial, Madrid, 1973).

Lo siento. Entonces no pensaba publicar estos artículos en forma de libro.

Al título inicialmente pensado —Historia natural de los cuentos de miedo—

antepongo ahora un Esbozo de una, que sirve explícitamente para poner las cosas en

su sitio. He añadido también unas pocas notas bibliográficas a pie de página.

Madrid, marzo de 1974

I

INTRODUCCIÓN EPISTEMOLÓGICA

Acabo de terminar la serie de artículos dedicada a los naipes. E

inmediatamente empiezo otra que trata de un tema aparentemente muy lejano del

anterior, pero con el cual mantiene, sin embargo, importantes puntos de contacto.

En efecto, como los naipes, el cuento de miedo es un producto de desintegración

de la creencia.

He insistido muchas veces en que las creencias nunca mueren de repente y

del todo. En la muerte de una creencia hay a la vez continuidad y discontinuidad.

La creencia es un conocimiento de base emocional. Desde un punto de vista

biológico, el conocer se inicia con el vivir, y su evolución —paralela a la de la

vida— es un abrirse de la subjetividad hacia la objetividad, de la emoción a la

razón. En la forma de vida más elevada que se conoce —el hombre— también el

conocimiento, como es natural, evoluciona hacia grados de objetividad cada vez

mayores. La creencia, pues, como conocimiento de base emocional, es un

conocimiento relativamente primitivo.

En ella se pueden distinguir dos elementos. El elemento básico,

fundamental, profundo, es la emoción: el deseo, el miedo que necesitan vestirse de

un ropaje plausible. El elemento formal es la estructura racionalizada —que no

racional—, el ropaje que se da a esa emoción. La racionalización es el inicio, el

primer indicio, de la razón, pero, al contrario que ésta, va siempre a remolque de

los sentimientos.

La práctica, el roce cotidiano con la realidad durante siglos, hace que se

abandonen los ropajes caducos, los ropajes que han hecho patente su inadecuación

a una realidad que se ha ido modificando. Muere la creencia en el sentido de que

muere su elemento formal, lógico, racionalizado. Pero sobrevive la emoción de

base que le dio origen y que, al momento, se estructura en otra forma nueva.

Así, pues, hay discontinuidad en cuanto al elemento superestructural,

racionalizado, que da un salto y se transmuta en una forma más racional y

cualitativamente distinta de la anterior. Y hay continuidad en el elemento básico,

emocional, que posee una gran inercia y va evolucionando muy lentamente, por

grados, en forma cuantitativa.

El hombre primitivo se encontró con lo aterrador, con lo desconocido

potencialmente hostil, con lo insólito, con el misterio. En una palabra, el primitivo,

ante el mundo enemigo y terrible, experimentó un complejo de emociones que ha

sido descrito magistralmente por Rudolph Otto con el nombre de «lo numinoso».

Este complejo de emociones constituye la base de las creencias mitológicas, a las

que ensarta como hilo conductor.

El hombre primitivo —quizá aún prehombre— vivía en un mundo

antropomórfico y antropocéntrico. Como aún carecía de conciencia del yo, su yo

estaba desparramado en las cosas del mundo. No lo reconocía en sí mismo, en el

sujeto, pero, al percibirlo oscuramente, lo proyectaba en el objeto. Y así surgió el

animismo. Las cosas eran en sí buenas o malas según fuesen favorables o

desfavorables para él, pues el hombre primitivo las dotaba de intencionalidad.

La historia del hombre es la historia de cómo manejar a las cosas. El hombre

ha ido inventando medios para luchar contra el terror de las cosas. La historia del

hombre es también la historia del fracaso de los medios que ha ido empleando

sucesivamente para manejar al mundo terrible y numinoso.

Y el primer medio de manejarlo fue la magia, que era el método operativo

propio de un umbral de credulidad correspondiente al animismo. A medida que la

práctica ha ido demostrando la ineficacia de esos métodos, el umbral de la

credulidad —que no es sino el nivel de conciencia— ha ido aumentando. El

hombre primitivo, que se hallaba totalmente fundido con el medio hasta el punto

de dotarle de alma, proyectaba en él toda su vida psíquica, todo su yo. Totalmente

ignorante, se consideraba, por esa misma razón, omnisciente. Él era el centro del

universo. La práctica le hizo ver que esto no era cierto. Y el hombre lo aceptó, pero

con la condición de suponer la omnisciencia sólo en unos pocos elegidos: los

brujos. También se demostró que esto era falso y entonces el hombre creyó que ya

era falso, pero que anteriormente había sido cierto. Surgieron así los tótems, los

antepasados míticos que viven en un reino espiritual. Y en este punto la magia da

un salto y se convierte en religión. El hombre abdica de su omnipotencia. Reconoce

que no puede él manejar las cosas. Abandona su actitud operativa: las cosas son

manejadas por otros seres, magníficos, aterradores y caprichosos, a los que hay que

implorar y propiciar para que ellos las manejen por él.

La historia del conocimiento humano es, pues, la historia de una continua

retirada. Al correr de los siglos, el hombre va retirando su yo del mundo. Y, al

hacerlo, el mundo se va percibiendo cada vez con más claridad, más como es en sí,

desprovisto ya de emociones y de intencionalidad. Pero, paralelamente, esas

emociones e intenciones se van integrando en el yo del hombre, de donde

proceden. A medida que crece el yo y se hace más fuerte, va reconociendo como

suyos aquellos de sus contenidos que, hasta entonces, iba proyectando en las cosas.

Y así, en el progreso del conocer, cada vez es más objeto el objeto y cada vez yo soy

más yo.

En esta evolución, jalonada por los fracasos del hombre en su intento de

manejar el misterio numinoso del mundo, van quedando osamentas vacías de

creencias muertas. Sin embargo, siempre lo numinoso ha ido encarnando en otras

formas menos irracionales, más compatibles con el nivel de conciencia alcanzado,

que conseguían superar el umbral de credulidad impuesto por la praxis y la ciencia

humanas en su continuo avance.

Llega así un momento en que muere todo un ciclo mitológico de creencias: el

que se inició con la magia en el alba de la humanidad. Pero aún vive la emoción de

base que le dio origen. Todo sentimiento necesita expresarse. Y para expresarse en

un ropaje que no le niegue la ciencia, lo numinoso se estructura en una forma que

ya no pretende ser conocimiento de la realidad objetiva: el cuento de miedo. La

creencia se ha convertido en estética. El pathos se ha retirado del mundo y se ha

integrado en el yo.

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