sábado, 4 de julio de 2020

7 El secreto del cadalso Villiers de l’Isle-Adam.ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO III-.



7
El secreto del cadalso

Villiers de l’Isle-Adam
En Saint-Brieuc, Francia, 1840, nació VILLIERS DE L’ISLE-ADAM. Murió en París, 1899. Obras principales: Tribulat Bonhomet, Axel, L’amour supreme, L’Eve future, Contes cruels.
No en vano llamó «crueles» a muchos de sus cuentos.
El aquí incluido es uno de los más serenamente feroces que conocemos.
Las recientes ejecuciones me recuerdan esta extraordinaria historia:
Aquella noche del 5 de junio de 1864, a las siete, el doctor Edmond-Désiré Couty de la Pommerais, recientemente trasladado de la Conciergerie a la Roquette, estaba sentado, revestido de una camisa de fuerza, en la celda de los condenados a muerte.
Taciturno, fija la mirada, apoyaba los codos en el respaldo de la silla. Sobre la mesa, una vela iluminaba la palidez de su rostro frío. A dos pasos, un guardia, de pie contra el muro, lo observaba, cruzados los brazos.
Casi todos los detenidos están obligados a un trabajo cotidiano, de cuyo salario la administración deduce, en caso de fallecimiento, el precio de la mortaja, que nunca proporciona. Sólo los condenados a muerte no tienen que realizar tarea alguna.
El prisionero era de esos que no juegan a los naipes: en su mirada no se leía miedo ni esperanza.
Treinta y cuatro años; moreno; de talla mediana; bien proporcionado en verdad; las sienes grises desde hacía poco; la mirada nerviosa, semivelada; una frente de razonador; la voz opaca y breve, las manos saturninas; la expresión circunspecta de las personas poco locuaces; modales de estudiada distinción: tal aparecía.
(Se recordará que en las audiencias del Sena, no habiendo podido M. Lachaud desvanecer en la mente de los jurados, no obstante lo riguroso de su defensa en esa ocasión, el triple efecto producido por los debates, las conclusiones del doctor Tardieu y la requisitoria de M. Oscar de Vallée, M. de la Pommerais, convicto de haber administrado dosis mortales de digitalina a una dama amiga suya, con premeditación y propósitos de lucro, oyó pronunciar contra él, en aplicación de los artículos 301 y 302 del Código Penal, la sentencia de muerte).
Esa noche del 5 de junio ignoraba aún el rechazo del recurso de apelación, así como de toda audiencia de gracia solicitada por sus familiares. Apenas si su defensor, más dichoso, había logrado que lo escuchara distraídamente el Emperador. El venerable abate Crozes, que antes de cada ejecución se agotaba en súplicas a las Tullerías, había regresado sin respuesta. ¿Conmutar la pena de muerte en tales circunstancias, no implicaba abolirla? El caso era ejemplar. En opinión del Parquet[1], el rechazo del recurso era indudable y debía ser notificado de un momento a otro, y M. Hendreich había sido encargado de recibir al condenado el 9 a las cinco de la mañana.
De pronto, sonó en las losas del corredor un ruido de culatas de fusil; la cerradura chirrió pesadamente; la puerta se abrió; brillaron las bayonetas en la penumbra; el director de la Roquette, M. Beauquesne, apareció en el umbral, acompañado de un visitante.
M. de la Pommerais, que levantó la cabeza, reconoció de una ojeada en ese visitante al ilustre cirujano Armand Velpeau.
A un signo de su superior, el guardia salió, y M. Beauquesne, tras una muda presentación, se retiró tambien, dejando solos a los dos colegas, frente el uno al otro, mirándose. La Pommerais, en silencio, señaló al doctor su propia silla, y fue luego a sentarse en la cucheta de la cual los durmientes, en su mayor parte, son despertados de la vida en un sobresalto. Como se veía poco, el gran médico se acercó al enfermo, para observarlo mejor y poder conversar en voz baja.
Velpeau entraba ese año en los sesenta. En el apogeo de su renombre, heredero del sillón de Larrey en el Instituto, primer profesor de clínica quirúrgica de París y, por sus obras, todas de un rigor de deducción tan claro y tan vivo, una de las luces de la ciencia patológica, el distinguido médico se imponía ya como una de las cumbres de la ciencia.
Tras un frío momento de silencio:
—Señor —dijo—, entre médicos debemos ahorrarnos inútiles condolencias. Por otra parte, una afección de la próstata (que, seguramente, me matará dentro de dos años o dos años y medio) me clasifica también, con una diferencia de pocos meses, en la categoría de los condenados a muerte. Sin preámbulos, pues, vayamos a los hechos.
—Entonces, según usted, doctor, mi situación jurídica es… ¿desesperada? —interrumpió La Pommerais.
—Así se teme —respondió simplemente Velpeau.
—¿Está fijada mi hora?
—No lo sé; pero como nada se ha determinado aún a su respecto, puede seguramente contar con algunos días.
La Pommerais se pasó la manga de la camisa de fuerza por su pálida frente.
—Sea. Gracias. Estaré dispuesto: ya lo estoy. Ahora, cuanto más pronto, mejor.
—Como su recurso no ha sido rechazado, al menos hasta ahora —continuó Velpeau—, la proposición que voy a hacerle sólo es condicional. ¡Si se salva usted, tanto mejor!… Si no…
El gran cirujano se detuvo.
—¿Si no?… —preguntó La Pommerais.
Velpeau, sin responder, extrajo del bolsillo un pequeño estuche, lo abrió, sacó un bisturí y, cortando la camisa en la muñeca izquierda, apoyó el dedo medio sobre el pulso del joven condenado.
—Señor de La Pommerais —dijo—, su pulso me revela una sangre fría y una firmeza raras. El paso que doy ante usted (y que debe mantenerse en secreto) tiene por objeto una suerte de ofrecimiento que, aún dirigido a un médico de su energía, a un espíritu templado en las convicciones positivas de nuestra ciencia y bien liberado de los temores fantásticos de la muerte, podría parecer una extravagancia o una irrisión criminal. Pero sabemos, creo, quiénes somos. Usted la tomará, pues, en atenta consideración, por turbador que pudiera parecerle en el primer momento.
—Mi atención le está asegurada, señor —contestó La Pommerais.
—No ignora usted —siguió Velpeau—, que una de las cuestiones más interesantes de la fisiología moderna es saber si persiste algún resplandor de memoria, de reflexión, de sensibilidad real en el cerebro del hombre, después de seccionada la cabeza…
Al oír este inesperado comienzo, el condenado se estremeció; después, reponiéndose:
—Cuando usted entró, doctor —respondió—, estaba justamente preocupado por ese problema, doblemente interesante para mí, como comprenderá…
—Está usted al corriente de los trabajos escritos sobre el asunto, desde los de Soemmering, Süe, Sédillot y Bichat, hasta los modernos, ¿no es así?
—Hasta asistí, una vez, a uno de sus cursos de disección en los restos de un ajusticiado.
—¡Ah!… Sigamos, entonces. ¿Tiene usted nociones exactas, desde el punto de vista quirúrgico, sobre la guillotina?
La Pommerais, luego de mirar bien a Velpeau, contestó fríamente:
—No, señor.
—He estudiado escrupulosamente el aparato hoy mismo —continuó inconmovible el doctor Velpeau—. Es, lo atestiguo, un instrumento perfecto. La cuchilla actúa a la vez como tuna, como guadaña y como maza, cortando al sesgo el cuello del paciente en un tercio de segundo. El decapitado, bajo el impacto de este ataque fulgurante, no puede experimentar más dolor, pues, que el que siente, en el campo de batalla, el soldado a quien una bala le arranca un brazo. La sensación, por falta de tiempo, es nula y obscura.
—Tal vez haya post-dolor; queda lo vivo de dos heridas. ¿No fue Julia Fontenelle quien, dando sus motivos, preguntó si esa misma velocidad no tenía consecuencias más dolorosas que la ejecución con alfanje o con hacha?
—Bérard trató como merecía ese desvarío. Personalmente, tengo la convicción, basada en experiencias y en mis observaciones particulares, de que la ablación instantánea de la cabeza produce, en el mismo momento, en el individuo decapitado, el desvanecimiento anestésico más absoluto.
»El solo síncope provocado por la pérdida súbita de cuatro o cinco litros de sangre que irrumpen fuera de los vasos (a menudo con una fuerza de proyección circular de un metro de diámetro) bastaría para tranquilizar a este respecto a los más timoratos. En cuanto a los estremecimientos inconscientes de la máquina carnal detenida demasiado repentinamente en su proceso, no constituye más indicio de sufrimiento que… las palpitaciones de una pierna cortada, por ejemplo, cuyos músculos y nervios se contraen, pero de la que ya no se sufre. Digo que la fiebre nerviosa de la incertidumbre, la solemnidad de los preparativos fatales y el sobresalto del despertar matinal son lo más claro de ese presunto sufrimiento, en estos casos. Como la amputación no es perceptible, el dolor real es imaginario. ¡Vamos! Un golpe violento en la cabeza no sólo no se siente sino que no deja conciencia alguna del choque; tal lesión simple de las vertebras acarrea la insensibilidad atáxica, y la separación de la cabeza, la escisión de la espina dorsal, la interrupción de las relaciones orgánicas entre el corazón y el cerebro, ¿no bastarían para paralizar, en lo más íntimo del ser humano, toda sensación, aún la más vaga, de dolor? ¡Imposible! ¡Inadmisible! Y usted lo sabe tan bien como yo.
—Así lo espero, al menos, más que usted, señor —respondió La Pommerais—. Por lo tanto, no es en realidad un grande y rápido sufrimiento físico (apenas concebido en la turbación sensorial y pronto ahogado por la ascendente invasión de la muerte); no es eso, repito, lo que temo. Es otra cosa.
—¿Quiere usted tratar de formularla? —dijo Velpeau.
—Escuche —murmuró La Pommerais tras un instante de silencio—. En definitiva, los órganos de la memoria y de la voluntad (si están circunscritos en el hombre a los mismos lóbulos en que los hemos comprobado en… el perro, por ejemplo), esos órganos, digo, ¡son respetados por el paso de la cuchilla!
»Hay demasiados precedentes dudosos, tan inquietantes como incomprensibles, para que me deje persuadir fácilmente de la inconsciencia inmediata de un decapitado. Según las leyendas, ¿cuántas cabezas no han vuelto su mirada hacia quien las interrogaba? ¿Memoria de los nervios? ¿Movimientos reflejos? ¡Vanas palabras!
»Recuerde usted la cabeza de aquel marinero que, en la clínica de Brest, una hora y cuarto después de la decapitación, cortaba con un movimiento de las mandíbulas —tal vez voluntario— un lápiz colocado entre ellas… Por no citar más que ese ejemplo entre mil, la cuestión real sería, pues, saber si era o no el yo de ese hombre el que, cesada la hematosis, impresionó los músculos de su cabeza exangüe.
—El yo no reside sino en el conjunto —dijo Velpeau.
—La médula espinal prolonga el cerebelo —respondió M. de la Pommerais—. Esto sentado, ¿dónde estaría el conjunto sensitivo? ¿Quién podrá revelarlo? Antes de ocho días yo sí que lo habré sabido… y olvidado.
—De usted depende, quizá, que la humanidad lo sepa de una vez por todas —respondió lentamente Velpeau, los ojos clavados en su interlocutor—. Y, hablando con franqueza, es por eso por lo que estoy aquí.
»He sido delegado ante usted por una comisión de nuestros más eminentes colegas de la Facultad de París, y aquí está el permiso del Emperador. Contiene poderes lo bastante extensos como para prorrogar, llegado el caso, la orden de su ejecución.
—Explíquese… no le entiendo —contestó La Pommerais, perplejo.
—Señor de la Pommerais, en nombre de la Ciencia a la que amamos y que cuenta ya, entre nosotros, innumerables mártires magnánimos, vengo (en la hipótesis para mí más que dudosa, de que fuera factible cualquier experimento convenido entre nosotros) a reclamar de todo su ser la mayor suma de energía y de intrepidez que sea posible esperar de la especie humana. Si su recurso de gracia es rechazado, usted resulta ser, como médico, un sujeto competente por sí mismo en la suprema operación que debe soportar. Su concurso sería, pues, inestimable en una tentativa de… comunicación. Claro está, por más buena voluntad que usted se proponga demostrar, todo parece testimoniar de antemano el resultado más negativo; pero, en fin, con usted (suponiendo siempre que esta experiencia no sea absurda en principio) se ofrece una probabilidad sobre diez mil de iluminar milagrosamente, por así decirlo, la fisiología moderna. La ocasión debe ser, pues, aprovechada, y en caso de cambiarse victoriosamente un signo de inteligencia después de la ejecución, usted dejaría un nombre cuya gloria científica borraría para siempre el recuerdo de su flaqueza social.
—¡Ah! —murmuró la Pommerais, pálido, pero con resuelta sonrisa—, ¡ah! Empiezo a comprender… De hecho, los suplicios revelaron los fenómenos de la digestión, dice Michelot. ¿Y… de qué naturaleza sería su experimento? ¿Sacudidas galvánicas?… ¿Excitación del ciliar? ¿Inyecciones de sangre arterial? ¡Poco concluyente todo eso!
—Inútil decir que inmediatamente después de la triste ceremonia sus restos irán a descansar en paz en la tierra, y que no lo tocará uno solo de nuestros escalpelos —continuó Velpeau—. ¡No!… Pero a la caída de la cuchilla, yo, yo estaré allí, de pie, frente a usted, junto a la máquina. Su cabeza pasará de manos del ejecutor a las mías lo más pronto posible. Y entonces, como el experimento no puede ser serio y concluyente más que por su misma simplicidad, yo le gritaré, muy distintamente, al oído: «Señor Couty de la Pommerais, en recuerdo de lo convenido en vida, ¿puede usted, en este momento, bajar tres veces seguidas el párpado de su ojo derecho manteniendo el otro ojo totalmente abierto?». Si, en ese momento, cualesquiera sean las demás contracciones de las facies, usted puede, mediante esa triple guiñada, advertirme que me ha oído y entendido, y probármelo, impresionando así, por un acto de memoria y de voluntad permanentes, su músculo palpebral, su nervio zigomático y su conjuntiva (dominando todo el horror, todo el oleaje de las demás impresiones de su ser), ese hecho bastará para iluminar a la Ciencia y revolucionar nuestras convicciones. Y yo sabré, no lo dude, darlo a conocer de manera que, en el futuro, su memoria sea no tanto la de un criminal como la de un héroe.
Al oír estas insólitas palabras, M. de la Pommerais pareció presa de una conmoción tan profunda que, las pupilas dilatadas fijas en el cirujano, permaneció durante un minuto silencioso y como petrificado. Después, sin decir palabra, se levantó, dio algunos pasos, muy pensativo, y al fin, meneando la cabeza:
—La horrible violencia del golpe me arrancará fuera de mí mismo. Realizar tal cosa me parece superior a toda voluntad, a todo esfuerzo humano —dijo—. Además, se dice que las probabilidades de vitalidad no son las mismas en todos los guillotinados. No obstante… vuelva, señor, la mañana de la ejecución. Le contestaré si me presto o no a esa tentativa a la vez espantosa, repelente e ilusoria. Si mi respuesta es negativa, cuento con su discreción para dejar que mi cabeza sangre tranquilamente su postrera vitalidad en el cubo de estaño que ha de recibirla.
—Hasta pronto, pues, M. de la Pommerais —dijo Velpeau levantándose también—. Reflexione.
Ambos se saludaron.
Un instante después, el doctor Velpeau abandonaba la celda, el guardia volvía a entrar y el condenado se extendía, resignado, en el lecho de campaña, para dormir o pensar.
Cuatro días después, hacia las cinco y media de la mañana, M. Beauquesne, el abate Crozes, B. Claude y M. Potier, escribano de la Corte imperial, entraron en la celda. Despertado, M. de la Pommerais, a la noticia de la hora fatal, se irguió en su asiento muy pálido y se vistió rápidamente. Después habló diez minutos con el abate Crozes, cuyas visitas ya había recibido amablemente: bien se sabe que el santo sacerdote estaba dotado de esa unción de inspirado que infunde valor en la última hora. Luego, viendo llegar al doctor Velpeau:
—He trabajado —dijo—. ¡Mire!
Y durante la lectura de la sentencia, mantuvo cerrado el párpado derecho mirando fijo al cirujano con su ojo izquierdo totalmente abierto.
Velpeau se inclinó profundamente y luego, volviéndose hacia M. Hendreich, que entraba con sus ayudante, cambió con el ejecutor una rápida señal de inteligencia.
La toilette fue breve: se notó que el fenómeno del pelo encaneciendo a ojos vistas bajo las tijeras no se había producido. Una carta de adiós de la esposa del reo, leída en voz baja por el capellán, humedeció sus ojos de lágrimas que el sacerdote enjugó piadosamente con el jirón cortado del cuello de su camisa. Una vez de pie y con la casaca echada sobre los hombros, debieron aflojar las trabas de sus muñecas. Después rehusó el vaso de aguardiente, y la escolta se peso en marcha por el corrector. Al llegar a la puerta, como encontrara en el umbral a su colega:
—¡Hasta luego! —le dijo en voz baja—… y adiós.
De pronto, las grandes hojas de hierro se entreabrieron y giraron ante él.
El viento de la mañana entró en la prisión; amanecía; la gran plaza se extendía a lo lejos, rodeada por un doble cordón de caballería. Enfrente, a diez pasos, en un semicírculo de gendarmes a caballo, que a su aparición desenvainaron los ruidosos sables, se alzaba el cadalso. A cierta distancia, entre los enviados de prensa, algunos se quitaban el sombrero.
Allá lejos, detrás de los árboles, se oían los rumores de la multitud, excitada por la noche de espera. Sobre los techos de las fondas, en las ventanas, muchachas disipadas, pálidas, vestidas con sedas chillonas, empuñando aún algunas una botella de champaña, se asomaban en compañía de sombríos trajes negros. En el aire matinal, sobre la plaza, volaban aquí y allá las golondrinas.
Sola, llenando el espacio y limitando el cielo, la guillotina parecía prolongar sobre el horizonte la sombra de sus dos brazos erguidos, entre los cuales, muy lejos, allá arriba, en el azul del alba, se veía titilar la última estrella.
Ante esta fúnebre visión, el condenado se estremeció; luego se encaminó resueltamente hacia el pasadizo… Subió los escalones. Ahora la cuchilla triangular brillaba sobre la negra armazón, velando la estrella. Ya en la plancha fatal, besó, después del crucifijo, el mechón de sus propios cabellos recogido durante la toilette por el abate Crozes, que le rozó con él los labios.
—Para ella… —dijo.
Los cinco personajes se destacaban, en silueta, sobre el cadalso. El silencio se hizo tan profundo en ese instante, que el ruido de una rama rota, lejos, bajo el peso de un curioso, llegó mezclado con gritos y risas odiosas hasta el grupo trágico. Entonces, al dar la hora cuyo último toque no debía escuchar, M. de la Pommerais vio en frente, del otro lado, a su extraño experimentador, quien, posada una mano en la plataforma, lo observaba. Se reconcentró un segundo y cerró los ojos.
Bruscamente, la báscula se movió, cayó el yugo, cedió el botón y el resplandor de la cuchilla pasó. Un choque terrible conmovió la plataforma; los caballos se encabritaron al olor magnético de la sangre, y el eco del ruido vibraba aún cuando ya la cabeza ensangrentada de la víctima palpitaba entre las manos impasibles del cirujano de la Pitié, enrojeciéndole a raudales los dedos, los puños y la ropa.
Era un rostro espantoso, horriblemente blanco, con los ojos abiertos y como distraídos, de cejas revueltas, de rictus crispado: los dientes entrechocaban; el mentón, en el extremo del maxilar inferior, había sido interesado.
Velpeau se inclinó rápidamente sobre esa cabeza y formuló, en el oído derecho, la pregunta convenida. Firme como era ese hombre, el resultado lo hizo estremecer de una especie de frío terror: el párpado del ojo derecho bajó, mientras el ojo izquierdo, distendido, lo miraba.
—¡En el nombre de Dios mismo y de nuestro ser, haga dos veces más esa señal! —gritó, algo trastornado.
Las pestañas se separaron, como por un esfuerzo interior, pero el párpado no volvió a levantarse.
La cara, de segundo en segundo, se tornaba rígida, helada, inmóvil. Era el fin.
El doctor Velpeau devolvió la cabeza muerta a M. Hendreich, quien, reabriendo el cesto, la colocó, como es costumbre, entre las piernas del cuerpo ya inerte.
El gran cirujano sumergió sus manos en uno de los cubos destinados al lavado, que ya comenzaba, de la máquina. En torno de él la muchedumbre se deslizaba inquieta, sin reconocerlo. Se enjugó, siempre en silencio.
Después, a paso lento, la frente pensativa y grave, se dirigió a su coche, estacionado en el ángulo de la prisión. Cuando subía a él, vio el furgón de la justicia que se alejaba al trote hacia Montparnasse.


[1] Conjunto de los magistrados del ministerio público. (N. del T.).

jueves, 2 de julio de 2020

6 Venado de las Siete-rozas Miguel Ángel Asturias.ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO III.




6
Venado de las Siete-rozas

Miguel Ángel Asturias
MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS nació en la ciudad de Guatemala, en 1899 y cursó allí sus estudios, graduándose de doctor en leyes en 1922.
A partir de 1924 viaja, como estudioso y periodista, por toda Europa, Egipto, Grecia, Tierra Santa, y vuelve a su país en 1933. En 1946 su gobierno lo designa agregado cultural en Méjico.
En 1948 llega con el mismo cargo a Buenos Aires. Desempeña otras misiones diplomáticas, hasta 1953, año en que integra la comisión que representa a Guatemala en la Conferencia de Caracas. Producida la invasión extranjera a Guatemala, se radica en la Argentina. Obras: Leyendas de Guatemala, El Señor Presidente, Sien de Alondra, Hombres de Maíz, El Papa Verde, etc.
—Por lo visto no ha pasado el de las Siete-rozas.
—No. Y ende quiá que estoy. ¿Cómo sigue mi nana?
—Mala, como la viste. Más mala tal vez. El hipo no la deja en paz y la carne se le está enfriando.
Las sombras que así hablaban desaparecieron en la tiniebla del cañal una tras otra. Era verano. El río corría despacio.
—¿Y que dijo el Curandero…?
—¿Que qué dijo? Que había que esperar mañana.
—¿Pa qué?
—Pa que uno de nosotros tome la bebida de veriguar quién brujió a mi nana y ver lo que se acuerda. El hipo no es enfermedad, sino oral que le hicieron con algún grillo. Ansina fue que dijo.
—¿Lo beberás vos?
—Sigún.
—Más mejor sería que lo bebiera el Calistro. Es el hermano mayor. Mesmo tal vez así lo mande el Curandero.
—Mesmo pué; y si llegamos a saber quen le hizo daño a mi nana con ese embrujamiento de grillo…
—¡Cállate mejor!
—Sé lo que estás pensando. Igualito pensaba yo. Algún ninguno de esos maiceros.
Apenas se oía la voz de los vigiadores en el cañal. Hablaban al atisbo del Venado de las Siete-rozas. A veces se oía el viento, respirar delgado del aire en algún guachipilín. A veces las aguas del río que piaban en los rincones de las pozas, como pollitos. De un lado a otro se hamaqueaba el canto de las ranas. Sombra azulosa, caliente. Nubes golpeadas, oscuras. Los tapacaminos, mitad pajaros, mitad conejos, volaban aturdidos. Se les oía caer y arrastrarse por el suelo con ruido de tuzas. Estos pájaros nocturnos que atajan al viajero en los caminos, tienen alas, pero al caer a la tierra y arrastrarse en la tierra, las alas se les vuelven orejas de conejos. En lugar de alas estos pájaros tienen orejas de conejos. Las orejas de tuza de los conejos amarillos.
—Y que tal que el Curandero volviera hoy mismo, ansina se sabe luego quién le trafica ese grillo en la barriga a mi nana.
—Sería bien bueno.
—Si querés yo voy por el Curandero y vos de aquí te vas a avisarle a mis hermanos, para que estemos todos cuando él llegue.
—Se nos pasa el venado.
—¡Qué lo ataje el diablo!
Las sombras se apartaron al salir de la tiniebla del cañal. Una se fue siguiendo el río. Dejaba en la arena marcada la huella de los pies descalzos. La otra trepó más aprisa que una liebre por entre los cerros. El agua corría despacio, olorosa a piña dulce.
—Es menester un fuego de árboles vivos para que la noche tenga cola de fuego fresco, cola de conejo amarillo, antes que el Calistro tome la bebida de averiguar quién hizo el perjuicio de meterle por el ombligo un grillo en la barriga a la señora Yaca.
Así dijo el Curandero, pasándose los dedos uñudos como flautas de una flauta de piedra, por los labios terrosos color de barro negro.
Los cinco hermanos salieron en busca de leña verde. Se oyó su lucha con los árboles. Las ramas resistían, pero la noche era la noche, las manos de los hombres eran las manos de los hombres y los cinco hermanos volvieron del bosque con los brazos cargados de leños que mostraban signo de quebradura o desgajamiento.
Se encendió la hoguera de leña viva que les pidió el Curandero, cuyos labios de barro negro fueron formando estas palabras:
—Aquí la noche. Aquí el fuego. Aquí nosotros, reflejos de gallo con sangre de avispa, con sangre de sierpe coral, de fuego que da las milpas, que da los sueños, que da los buenos y los malos humores…
Y repitiendo estas y otras palabras, hablaba como si matara liendres con los dientes, entró al rancho en busca de un guacal para dar al Calistro la toma que traía en un tecomate pequeño, color de güergüecho verde.
—Que se junte otro fuego en el rancho, junto a la enferma —ordenó al volver con el guacal, mitad de calabaza lustrosa por fuerza y por dentro morroñosa.
Así se hizo. Cada hermano robó un leño encendido a la hoguera de árboles vivos que ardía en el descampado.
Sólo Calistro no se movió. En la media oscurana, junto a la enferma, era mero como ver un lagarto parado. Dos arrugas en la frente estrecha, tres pelos en el bigote, los dientes magníficos, blancos, largos, en punta, y muchos granos en la cara. La enferma se encogía y se estiraba con todo y trapos sobre el petate sudado, mantecoso, al compás del elástico del hipo que le traficaba adentro, en las entrañas y el alma salida a sus ojos escarbados de vieja, en muda demanda de algún alivio. No valió el humo de trapo quemado, no valió la sal que se le dio como a ternero con empacho, no valió que pegara la lengua a un ladrillo mojado con agua de vinagre, no valió que le mordieran los dedos meñiques de la mano, hasta hacerle daño, el Ruperto, el Gaudencio, el Felipe, todos sus hijos.
El Curandero vació en el guacal el agua de averiguar y se la dio al Calistro. Los hermanos seguían la escena en silencio, uno junto a otro, pegados a la pared del rancho.
Al concluir la toma —le pasó por el güergüero como purgante de castor—, el Calistro se limpió la boca con la mano y los dedos, miró a sus hermanos con miedo y se hizo tantito a la pared de cañas. Lloraba sin saber por qué. El fuego se iba apagando en el descampado. Sombras y luzazos. El Curandero corría a la puerta, alargaba los brazos hacía la noche, sus dedos como flautas de flauta de piedra, y volvía a pasear las manos abiertas sobre los ojos de la enferma, para alentarle la mirada con la luz de las estrellas. Sin hablar, por sus gestos de hombre que conocía los misterios, pasaban tempestades de arena seca, desmoronamientos de llanto que lo sala todo, porque el llanto es salado, porque el hombre es salado por el llanto desde que nace, y vuelos alquitranados de aves nocturnas, uñudas, carniceras.
La risa de Calistro interrumpió el ir y venir del Curandero. Le chisporroteaba entre los dientes y la escupía como fuego que le quemara por dentro. Pronto dejó de reírse a carcajadas y fue de quejido en quejido a buscar el rincón más oscuro para vomitar, los ojos salidos, crecidos, terribles. Los hermanos corrieron tras el hermano que después del estertor había caído al suelo con los ojos abiertos color de agua de ceniza.
—Calistro, ¿quién fue el que le hizo el mal a mi nana…?
—Oy, pues, Calistro, decinos quien le metió a nanita el grillo en el estómago…
—Habla, decinos…
—Calistro, Calistro…
Mientras tanto la enferma se encogía y estiraba con todo y trapos sobre el petate, flacuchenta, atormentada, elástica, el pecho en hervores, los ojos ya blancos.
A instancias del Curandero, habló Calistro, habló dormido.
—Mi nanita fue maleada por los Zacatón y para curarla es necesario cortarles la cabeza a todos ésos.
Dicho esto, cerró los ojos.
Los hermanos volvieron a mirar al Curandero y sin esperar razón, escaparon del rancho blandiendo los machetes. Eran cinco. El Curandero se acuñó a la puerta, bañado por los grillos, mil pequeños hipos que afuera respondían al hipo de la enferma, y estuvo contando las estrellas fugaces, los conejos amarillos de los brujos que moraban en piel de venada virgen, los que ponían y quitaban las pestañas de la respiración a los ojos del alma.
Por una callecita de zacate tierno desembocaron los cinco hermanos, al salir del cañaveral, en un bosque de árboles ya algo ruines. Ladridos de perros vigilantes. Aúllo de perros que ven llegar la muerte. Gritos humanos. En un decir amén cinco machetes separaron ocho cabezas. Las manos de las víctimas intentaban lo imposible por desasirse de la muerte, de la pesadilla horrible de la muerte que los arrastraba fuera de las camas, en la sombra, ya casi con la cabeza separada del tronco, sin mandíbulas éste, aquél sin orejas, con un ojo salido el de más allá, aliviándose de todo al ir cayendo en un sueño más completo que el sueño en que reposaban cuando el asalto. Las hojas filosas daban en las cabezas de los Zacatón como en cocos tiernos. Los perros fueron reculando hacia la noche, hacía el silencio, desperdigados, aullantes.
Cañaveral de nuevo.
—¿Cuántas traes vos?
—Yo traigo el par…
Una mano ensangrentada hasta el puño levantó dos cabezas juntas. Las caras desfiguradas por los machetazos no parecían de seres humanos.
—Me quedé atrás, yo traigo una. De dos trenzas colgaba el cráneo de una mujer joven. El que la traía daba con ella en el suelo, arrastrándola en los tierreros, golpeándola en las piedras.
—Yo traigo la cabeza de la anciana; ansina debe ser porque no pesa mucho.
De otra mano sanguinolenta pendía la cabeza de un niño, pequeñita y deforme como anona, con su cofia de trapo duro y bordados ordinarios de hilo rojo.
Al pronto llegaron al rancho, empapados de rocío y sangre, la cara pendenciera, el cuerpo tembloroso. El Curandero esperaba con los ojos de par en par sobre las cosas del cielo, la enferma de hipo en hipo y el Calistro dormido y los ojos de los chuchos andando en la atmósfera, porque aunque estaban echados, estaban despiertos.
Sobre ocho piedras, al alcance del fuego que en el interior del cuarto seguía ardiendo, se colocaron las cabezas de los Zacatón.
Las llamas, al olor de la sangre humana, se alargaron, escurriéndose de miedo, luego se agazaparon para el ataque, como tigres dorados.
Un repentino lengüetazo de oro alcanzó dos caras, la del anciano y el niño. Chamusco de barbas, bigotes, pestañas, cejas. Chamusco de la cofia ensangrentada. Del otro lado, otra llama, una llama recién nacida, chamuscó las trenzas de la mujer Zacatón. El día fue apagando la hoguera sin consumirla. El fuego tomó color tierno, vegetal, de flor que sale del capullo. De los Zacatón quedaron sobre los tetuntes ocho cabezas como jarros ahumados. Aún apretaban los dientes blancos del tamaño de los maíces que se habían comido.
El Curandero recibió un buey por el prodigio. A la enferma se le fue el hipo, santo remedio, al ver entrar a sus hijos con ocho cabezas humanas desfiguradas por las heridas de los machetazos. El hipo que en forma de grillo le metieron los Zacatón por el ombligo.
—A lo visto no ha pasado el de las Siete-rozas.
—No, y ende quiá que estoy. ¿Cómo sigue el Calistro?
—Nanita lo llevó onde el Curandero otra vez.
—Calistro dio el sentido por la vida de mi nana.
—Dice, cuando no está llorando, que tiene nueve cabezas.
—Y el Curandero, ¿vos supiste lo que dijo?
—Lo dejó sin remedio, salvo que se le dé caza al Venado de las Siete-rozas.
—Decirlo es fácil.
Sobre un mes que Calistro ronda la casa del Curandero y sus hermanos andan a la atalaya del Venado de las Siete-rozas en el cañal. Calistro va desnudo, va y viene desnudo, los cabellos en desorden y las manos crispadas. No come, no duerme, ha enflaquecido, parece de caña, se le cuentan los cañutos de los huesos. Se defiende de las moscas que lo persiguen por todas partes, hasta sangrarse, y tiene los pies como tamales de niguas.
—Hermano, venite, ya no esperés al de las Siete-rozas.
—¡Hacéme el favor, no ves que estoy sentado en él!
—¡Venite, hermano, Calistro mató al Curandero!
—Por asustarme no lo digas…
—Es hecho…
—¿Y cómo lo mató?
—De la quebrada subió con el cadáver desnudo arrastrándolo de una pata…
El que estaba sobre el Venado de las Siete-rozas, Gaudencio Tecún, arrecho por su buena puntería y orgulloso de su escopeta, se fue deslizando de sobre el animal, hasta quedar por el suelo tendido, sin habla, pálido, como si le hubiera dado vahído. El hermano que trajo la noticia de la muerte del Curandero lo sacudía para que le volviera el aliento a la cara. Lo llamaba a gritos. Y de no ser que le gritó su nombre, ¡¡¡Gaudencio Tecún!!!, con todos los pulmones, se le va de la tierra, de la familia, de la pena de puercoespín en que estaban.
Gaudencio Tecún, al grito de su hermano, abrió los ojos y al sentir cerca de su brazo el cuerpo del venado muerto, alargó la mano para acariciarle con los dedos las pestañas entre rubias, la nariz de noval, el belfo, los dientecillos, los cuernos de ébano, las siete cenizas del testuz, el mascabado de la pelambre, los ijares y alguna gordura delante de los testículos.
—¡Pior si a vos también se te juyó el sentido! ¿Onde se ha visto que se le haga cariño a un animal muerto? ¡No sias bruto, parate y vonós que dejé a mi nana en el rancho con el difunto y el loco del Calistro!
Gaudencio Tecún se despenicó en los ojos el sueño que sentía, parpadeando, para decir con palabras tanteadas:
—No fué Calistro el que ultimó al Curandero.
—¡Qué sabes vos!
—Al Curandero lo maté yo…
—¿Y caso no vide yo con mis ojos a Calistro salir arrastrando el cadáver, y caso vos no estabas aquí vigilando al venado, y caso…?
—Al Curandero lo maté yo, las tuyas son visiones.
—Vos matarías al Venado de las Siete-rozas, no se desmiente; pero al Curandero, aunque digas que son visiones, lo mató Calistro; por fortuna que todos vieron, que a todos les consta y que al Calistro no se le culpa en nada, porque es loco.
Gaudencio Tecún se enderezó frente a su hermano Ruperto —era más bajito que él—, se sacudió los pantalones, sucios de tierra y monte, y doblando el brazo, para llevarse la mano izquierda al corazón, al tiempo de sacar el pecho de ese lado, palabra por palabra le dijo:
—El Curandero y el venado, para que vos sepas, eran énticos. Disparé contra el venado y ultimé al Curandero, porque eran uno solo los dos, énticos.
—No se me esclarece; si me lo explicás lo entiendo. El Curandero y el venado… —Ruperto levantó las manos y apareó los dedos índices, el de la derecha y la izquierda—, eran de ver un dedo gordo formado por dos dedos.
—Nada de eso. Eran el mismo dedo. No eran dos. Eran uno. El Curandero y el Venado de las Siete-rozas, como vos con tu sombra, como vos con tu alma, como vos con tu aliento. Y por eso decía el Curandero cuando estaba nanita con el mal del grillo que era menester cazar el Venado de las Siete-rozas para que se curara, y agora con el Calistro lo volvió a repetir, lo dijo otra vez.
—Énticos, decís vos, Gaudencio, que eran.
—Como dos gotas de agua en un solo trago. En un suspiro iba el Curandero de un lugar a otro…
—Eiba en forma de venado…
—Y por eso supo al momentito la muerte del cacique Gaspar Ilóm.
—Le servía entonces, eso de ser hombre y venado. Le servía, pué… Ni atiempaban los enfermos. Era llamándolo y ya estaba con la medecina de zacates que andan lejos. Llegaba, veía al enfermo y se iba a la costa a traer el remedio.
—Pero ¿cómo to explicas entonces al Calistro con el cadáver?
—Pues igual. Dende días lo andaba ronciando el Calistro; debe haberlo perseguido hoy en la tarde por la quebrada y antes que lo alcanzara se le volvió venado y de venado se vino corriendo sólo a que yo le metiera el postazo de escopeta.
—Talmente, onque el mortal no dejó aquí el cuerpo. El cuerpo apareció allá.
—Es lo que pasa siempre en este caso. El que tiene la gracia de ser gente y animal, al caso de perder la vida deja su mero cuerpo donde hizo la muda y el cuerpo animal onde lo atajó la muerte. El Curandero se le volvió venado al Calistro, y allá, al darle yo el postazo, dejó su forma humana, porque allí hizo la muda, y aquí vino a dejar su forma de venado, donde yo lo atajé con la muerte.
—Será cosa esa.
—Adelántate y le ves la cicatriz…
—Hecho. Me esperás en el camino. Escondé bien la escopeta.
—De juerza, la guerra sigue.
Gaudencio Tecún regresó los ojos al vuelo —se había quedado contemplando el cañal que en la noche clara era como ver agua verde— y puso el sentido en el rancho de su nana, allacito estaba y por aquí se oía.
Charás… Charás… Charás…
Paró la oreja para orientarse donde quedaba el rancho por las barridas que le daba el viento remolón al guarumo que alentaba en el patio. Los grillos contaban las hierbas, las hierbas contaban las estrellas, las estrellas contaban el número de pelos que tenía el loco en la cabeza, el loco de Calistro que también se oía gritar a lo lejos.
—A la babosa me hice ya de otro muerto —se dijo pronunciando las palabras; estaba solo—, de haber sabido no tiro… ¡Venado de las Siete-rozas, riendo ibas! Y… —esto ya pensando, sin hablarlo— tendré de fuerza que regresar a despertarlo antes de la medianoche; malobra la que me buscó la suerte; y despierta o lo entierro…
Se sonó. Los dedos le quedaron engusanados de mocos y resuello de monte húmedo. Escupió amargo mientras se los limpiaba en el sobaco. Y con el brazo metido en una cueva, tanteando fondo para dejar escondida el arma, lo topó su hermano Ruperto, que volvía de verle la cicatriz al muerto, acezoso, que le tardaba el llegar.
—Puro cierto lo que venías cuenteando, vos, Gaudencio —le gritó—; el Curandero tiene el postazo tras la oreja zurda, mero como el Venado, no se podía pedir más cabalencia, justo tras la oreja zurda. Por supuesto que al que no sabe la mauxima se le desimula entre los raspones que le dio Calistro al sacarlo arrastrando de una pata.
—Y allá están mis hermanos —indagó Gaudencio con la voz oscura.
—Saliendo yo, llegaba Felipe —contestó Ruperto; por la cara le bajaba el sudor de la carrera que había echado del rancho a donde estaba Gaudencio escondiendo el arma.
—Y Calistro qué se hizo.
—Lo amarramos al tronco del guarumo para que no haga perjuicio. Él dice que otro mató al Curandero, pero como está fuera de sus sentidos ninguno le hace caso, luego que lo vidieron salir arrastrando al muerto.
Gaudencio y Ruperto echaron a andar en dirección del rancho.
—Ve. Gaudencio Tecún —gritó Ruperto después de algunos pasos; Gaudencio iba delante; no volvió a mirar, pero oyó—, lo del venado y el Curandero sólo los dos lo sabemos.
—Y Calistro…
—Pero Calistro está loco…
Sólo Gaudencio y Ruperto Tecún saben a ciencia cierta quién ultimó al Curandero. Sus hermanos ni lo sospechan. Menos su nana. Mucho menos las demás mujeres de la familia, las que torteaban en la cocina periqueando sobre el suceso. Un trastorno aquel palmearse unas a otras, llamándose como se llama a las tortilleras cuando pasan por la calle, con palmaditas de mano. El sudor les raja la cara de barro sumiso. Les brillan los ojos ribeteados de Colorado de ocote, por culpa del humo. Crío a la espalda, unas. Otras panzonas, esperando hijo. Las trenzas en culebrerío sobre la cabeza. Todas con los brazos alistonados y escamosos de aguachigüe.
—Y aquí están ustedes, ooo… y no envitan…
Las torteadoras volvieron a mirar, sin dejar de palmear. Gaudencio Tecún asomaba por la puerta de la cocina.
—Yo les traiba un traguito, si alcaso quieren.
Le agradecieron.
—Si hay un cristal que se acomida alguna de todas.
—¡Amor cuánto vales! —exclamó la más joven y alcanzando el vaso a Gaudencio, echó el resto—: ¿Por qué no decir yo quiero tal cosa, sin venir con cuentos que buenos son para que los crean otras?
—¡Lástimas al desprecio se llama esa manera de hablar; prestá el cristal para vaciar el trago, y dejate de plantas!
—¡Se echa de ver, ni que estuviera tan de más en el mundo, ni que sólo vos fueras el hombre y todos los demás mujeres, para hacerme el favor!
—¡Mancita!
—¡Caballo el que habla!
—¡Entonces yegüita la que contesta!
—¡Liso!
—Y de repente te robo, no decís.
—¡Gente es tanate!
—¡Gente enstruída, pero, vos, pura del monte!
—Demos el dedalito, pues, si nos lo va a dar —intervino la molendera—; yo estoy con algo de cólico; mejor si es anisado…
—Es…
—Yo también le recibo el favor —dijo otra muchachona, mientras la molendera se limpiaba las manos en el delantal para recibir el vaso—; me asusté mucho al ver que el Calistro subía con el Curandero arrastrándolo, como a un espantajo de esos que ponen en las milpas.
—Nemiga, ¿vos estabas lavando? —preguntó Gaudencio Tecún a la joven que se le reía en la cara, con los dientes color de jazmín, los labios pulposos, la nariz recogida y dos hoyuelos en las mejillas después de las palabras que cambiaron de entrada, palabra uno y palabra otro.
—Sí, vos, nemigo malo —contestó aquélla, dejando de reír y sin disimular un suspiro—, torciendo unos trapitos estaba cuando asomó el loco con el muerto. Lo verde que se pone una cuando se muere. Servime otro trago.
—Sabido —dijo Gaudencio al tiempo de empinar la botella de anisado en el vaso de cristal, hasta hacer dos dedos—. La sangre animal se vuelve vegetal antes de volverse tierra, y por eso se pone uno verde al pronto de morirse.
En el patio oloroso a perejil se oían los pasos del loco. Somataba los pies bajo el guarumo, como si andara a oscuras con el árbol a cuestas.
—Nana —murmuró Ruperto en el cuarto donde habían tendido al Curandero: yacía el cuerpo en un petate tirado en el suelo, cubierto con una chamarra hasta los hombros y la cara bajo el sombrero—. Nana, no se halla uno a ver gente muerta.
—Ni trastornada, mijo.
—No se hace uno a la idea de que la persona que conoció viva, sea ya difunta, que esté y no esté, que es como están los muertos. Si los muertos más parece que estuvieran dormidos, que fueran a despertar al rato. Da no sé que enterrarlos, dejarlos solos en el camposanto.
—Mejor me hubieran dejado morir del hipo. Bien muerta estuviera y mijo bien bueno, con su razón, su peso. No me jalla ver al Calistro loco. Cuerpo que se destiempla, mijo, ya no sirve para la vida.
—El tuerce, nana, el puro tuerce.
—Docena de varoncitos eran ustedes, siete en el camposanto y cinco en vida. Calistro estaría alentado como estaba y yo haciéndole compañía a mis otros hijos en el cementerio. Las nanas cuando tenemos hijos muertos y vivos, de los dos lados estamos bien.
—Por medecinas no ha quedado.
—Dios se los pague a todos ustedes —murmuró muy bajito y después de un silencio contado con lágrimas que eran notas graves de compases de ausencia, se apuró a buscar palabras para decir—: La única esperanza es el Venado de las Siete-rozas, que se deje agarrar un día de éstos para que Calistro vuelva a sus cabales.
Ruperto Tecún desvió los ojos de los ojos de su nana y los puso en el fuego de ocote que alumbraba al muerto, no fuera a leerle lo del venado en el pensamiento, aquel manojito de tuzas envuelto en trapos negros, con la cabeza blanca y ya casi sin dientes, su nana.
Una señora asomó en ese momento. Entró sin hacer ruido. Se fijaron en ella cuando apeaba el canasto que traía en la cabeza, doblándose por la cintura, para ponerlo en el suelo.
—¿Qué tal, comadrita? ¿Qué tal, señor Ruperto?
—Con el pesar, qué le parece. ¿Y por su casa, comadre, cómo están todos?
—Viera que también un poco fatales. Donde hay criaturas no se halla que hacer con las enfermedades, porque si no es uno, es otro. Le traje unas papitas para el caldo.
—Ya se fue a molestar, comadre, Dios se lo pague; y el compadre, ¿cómo está?
—Que días que no anda, comadrita. Le cayó hinchazón en un pie y no hay modo que le corra.
—Pues ansina estuvo Gaudencio hace años, de no poder dar paso, y después de Dios, sólo la trementina y la ceniza caliente.
—Eso me decían, y anoche se lo iba a hacer yo, pero no quiso. Hay personas que no se avienen a los remedios.
—Sal grande tostada al fuego manso y revolvida con sebo, también es buena.
—Eso sí no sabía, comadre.
—Pues después me lo va a contar, si un caso se lo hace. Pobre el compadre, él que ha sido siempre tan sano.
—También le traiba una flor de izote.
—Dios se lo pague. Tan buenas que salen en colorado, o en iguaxte. Siéntese por aquí tantito.
Y los tres sentados en pequeñas trozas de madera, se quedaron mirando el cuerpo del Curandero que merced a las oscuranas y vislumbres del ocote bailón, tan pronto zozobraba en la tiniebla, como salía a flote en los relámpagos.
—A Calistro lo amarraron a un palo —dijo la nana, después de un largo silencio en que los tres, callados, parecían acompañar más al muerto.
—Lo sentí al pasar por el patio, comadre. Lástima que da el muchacho sin su juicio. Pero dice mi marido, el otro día me lo estaba diciendo, que con el ojo del venado la gente vuelve en juicio. Mi marido ya vido casos. Dice que es seguro para el señor Calistro.
—De eso hablábamos con Ruperto, cuando usté vino. El ojo del venado es una piedra que se les pasa por el sentido y así se curan.
—Se les pasa por las sienes bastantes veces, como alujando tuza, y mesmo bajo la cabecera de la cama les hace provecho.
—Y esa tal piedra ¿ónde la tiene el venado? —inquirió Ruperto Tecún, al que llamaban Ruperto; había permanecido como ausente, sin decir palabra, temeroso de que le adivinaran la intención de ir a ver si el Venado de las Siete-rozas había vomitado esa belleza.
—La escupe el animal al sentirse herido, ¿verdá, comadre? —fue el hablar de la nana, que había sacado de la bolsa de su delantal un manojo de cigarros de tuza, para ofrecerle de humar a la visita.
—Ansina cuentan; la escupe el animal cuando está en la agonía, es algo así como su alma hecha piedrecita, parece un coyol chupado.
—Creiba, comadre, que no sabía cómo era ni me lo figuraba.
—Y eso es lo que se les pasa por el sentido hasta volverlos lúcidos —dijo Ruperto. Con los ojos de la imaginación veía el venado muerto por Gaudencio, en lo oscuro del monte, lejano el monte; y con los ojos de la cara, el cuerpo del Curandero allí mismo tendido. Pensar que el venado y el Curandero eran un solo ser se le hacía tan trabajoso, que por ratos se agarraba la cabeza, temeroso de que a él también se le fuera a basquear el sentido común. Aquel cadáver había sido venado y el Venado de las Siete-rozas había sido hombre. Como venado había amado a las venadas y había tenido venaditos, hijos venaditos. Sus narices de macho en el álgebra de estrellas del cuerpo azuloso de las venadas de pelín tostado como el verano, nerviosas, sustosas, sólo prestas al amor fugaz. Y como hombre, de joven, había amado y perseguido a las hembras, había tenido hijos hombrecitos, llenos de risa y sin más defensa que su llanto. ¿Quiso más a las venadas? ¿Quiso más a las mujeres?
Asomaron otras visitas. Un viejo centenario que preguntaba por la Yaca, nana de los muchachos Tecún, muchachos y ya todos eran hombres con hijos y reverencias. En el patio se oía el rondar del loco. Somataba los pies bajo el guarumo, enterrando los pasos en la tierra, como si andara con el árbol a memeches.
Otros dos Tecún, Roso y Andrés, conversaban a un ladito del rancho. Ambos con el sombrero puesto, encuclillados, machete pelado en mano.
—¿Humás, Ta-Nesh?
Andrés Tecún, a la pregunta de su hermano dejó quieto el machete que jugaba de un lado a otro rasurado al pulso los zacates que le quedaban cerca, y sacó un manojo de cigarros de tuza, más grandes que trancas.
—Te cuadran éstos.
—Por supuesto. Y me das brasa.
—Con gusto. Yo también te acompaño.
Andrés Tecún se puso el cigarro en la boca, sacó el mechero y ya fue de echar chispas la piedra de rayo al dar contra el eslabón, hasta encender una mecha que parecía cascara de naranja sacada en culebrita, y con la brasa de la mecha encender los cigarros.
Andrés Tecún recogió el machete y siguió trozandito las hierbas sólo por encima. Los cigarros encendidos se veían en la oscuridad como decir ojos de animal del monte.
—Y entre nos, vos, Roso —Andrés hablaba sin dejar en paz el machete—, al Curandero no lo mató Calistro: tras la oreja tiene un postazo y aquel no cargaba arma.
—Me fijé que le dimanaba sangre de por la oreja; pero, por Dios, Ta-Nesh, que no había pensado en eso que me estás diciendo.
—Es la guerra que sigue, hermano. Que sigue y seguirá. Y nosotros sin con que defendernos. Te vas a acordar de mí: nos van a ir venadeando uno por uno. Dende que murió el cacique Gaspar Ilóm que nos madrugan. Es un perjuicio el que le haya podido el coronel Godoy.
—¡Hombre maldito, no lo mentés! ¡Sólo matándolo volvería a ser bueno; Dios nos dé licencia!
—Bien chivados nos tiene…
—Y eso que nosotros, hermano, las del buey, sólo pa bajo…
—La guerra sigue. En Pisigüilito, según dicen, son bastantes los que no creen que Gaspar Ilóm haya hecho viaje al otro mundo con sólo tirarse al río. El hombre parecía un pescado en el agua y fue a salir más bajo, onde la montada ya no podía darle alcance. Debe estar escondido en alguna parte.
—Eso de darse culas uno mismo con la esperanza, que sea cierto lo que uno quiere, eso quiere uno siempre. Lástima, pues, que no sea así. El Gaspar se ahogó, no porque no supiera nadar (como vos decís era un pescado en el agua), sino porque en lugar de gente, en el campamento encontró cadáveres, los habían hecho picadillo, y esto le dolió a él más que a ninguno, porque era jefe, y entonces comprendió que su papel era también irse con los que ya estaban sacrificados. Sin darle gusto a la patrulla, se echo al río como una piedra, ya no como un hombre. Vas a ver que cuando el Gaspar nadaba, primero era nube, después era pájaro, después sombra de su sombra en el agua.
Callaron Roso y Andrés Tecún. En el silencio se oía el ir y venir de los machetes que eran parte de la respiración de aquellos hombres. Seguían jugandito, trozando las hierbas.
—El cacique le hubiera podido al coronel ése, si no le mata a su gente —expuso Roso a manera de conclusión escupiendo casi al mismo tiempo una brizna de tabaco que le había quedado en la lengua.
—Desde luego, luego, que sí —afirmó Andrés que ya jugaba el machete con el ánimo inquieto— y la guerra está en eso, en que uno se ha de matar al pleito y no como lo hicieron con él, dándole veneno como a un chucho, y como lo están haciendo con nosotros, allí tenés al Curandero: mampuesta, plomazo y ni quien te eche tierra. La ruindad de no tener armas. ¡Cuestarse vivo y no saber si amanece, amanecer y no saber si anochece! Y siguen sembrando maíz en la tierra fría. Es la pobreza. La peor pobreza. Las mazorcas se les debían volver veneno.
A la familia entera se le aliviaba algo, no sabía que, cuando el loco dejaba de pasearse bajo el guarumo. Dolorón tan de todos. Calistro se detenía largos momentos bajo las orejas verdes del árbol cosquilloso de viento, a olfatear el tronco y babeaba palabras con las quijadas tiesas, la lengua de loroco, la cara de siembra escarbada por la locura y los ojos abiertos totalmente.
—¡Luna colorada!… ¡Luna colorada!… ¡Taltucita yo!… ¡Taltucita yo!… ¡Fuego, fuego, fuego… oscurana de sangre cangrejo… oscurana de miel de talnete… oscurana… oscurana… oscurana…!
… Plac, clap, plac, el ruido que hacía Gaudencio Tecún sobre el cuerpo del Venado de las Siete-rozas, al pegarle con la mano, plac, clap, plac, tan pronto aquí, tan pronto allá… Golpecitos, cosquillas, pellizcos.
Desespera del animal que no despierta, gran perezudo, y va por agua. La trae del río en la copa de su sombrero para rociársela con la boca en la cabeza, en los ojos, en las patas.
—¡Ansina quizás vuelva en sí!
Los recostones de los árboles unos con otros hacen huir a los pájaros, vuelo que toma Gaudencio como anuncio de la salida de la luna.
¡No tarda en aparecer ese pellejo de papa de oro!
Desespera del venado que no despierta a rociones de agua y empieza a darle de golpes en el testuz, en el vientre, en el cuello.
Al sesgo cruzan las aves nocturnas, cuervos y tapacaminos, dejando en el ambiente airecito de puyones con machete, tirados a fondo.
¡Y quizás por eso es que uno se hace los quites de noche, aunque no haya naide y aunque esté dormido, por aquello de las dudas del aire!
Rociada el agua, golpeado el animal; Gaudencio se envuelve los pies, los brazos, la cabeza con hoja de caña morada y así vestido de caña dulce baila alrededor del venado haciéndole aspavientos para asustarlo.
—¡Juirte! —le dice mientras baila—. ¡Juirte, venadito, juirte! ¡Hacerle a la muerte de chivo los tamales! ¡Engatusarla! ¡Juirte, venadito, juirte! ¡Por algo salvaste de morir lucero en las Siete-rozas! Allá lejos me acuerdo… Yo no había nacido, mil padres no habían nacido, mis abuelos no habían nacido, pero me acuerdo de todo lo que pasó con los brujos de las luciérnagas cuando me lavo la cara con agua llovida. ¡Juirte por bien, venadito de las tres luciérnagas en el testuz! ¡Un ánimo reuto!… ¡Por algo me llamo tiniebla sanguínea, por algo te llaman tiniebla de miel de talnete, tus cuernos son dulces, venadito amargo!
Arrastra una caña de azúcar a manera de cola, va montado en ella. Así vestido de hojas de caña morada baila Gaudencio Tecún hasta que la fatiga lo bota junto al venado muerto.
—¡Juirte, venadito, juirte, la medianoche se está juntando, el fuego va a venir, va a venir la última roza, no te estés haciendo el desentendido o el muerto, por aquí sale tu casa, por aquí sale tu cueva, por aquí sale tu monte, juirte, venadito amargo!
Saca, al dar término a sus pedimentos, una candela de sebo amarillo, y la enciende con gran trabajo, porque primero hace llama en una hoja seta con las chispas del mechero. Y con la candela encendida entre las manos, se arrodilla y reza:
—¡Adiós, venadito, aquí me dejaste en lo hondo del pozo después que te di el hamaqueón de la muerte, sólo para enseñarte cómo es que le quiten a uno la vida! ¡Me acerqué a tu pecho y oí los barrancos y me embarqué para oler tu aliento y era paxte con frío tu nariz! ¿Por qué hueles a azahar, si no eres naranjo? En tus ojos el invierno ve con ojos de luciérnaga. ¿Dónde dejaste tu tienda de venadas vírgenes?
Por el cañal oscuro vuelve una sombra, paso a paso. Es Gaudencio Tecún. El Venado de las Siete-rozas quedó en la tierra bien hondo, lo enterró bien hondo. Oía ladrar los perros, los gritos del loco y al allegarse más al plan, subiendo de la quebrada de los cañales, el rezo de las mujeres por el alma del difunto.
—Que Dios lo saque de penas y lo lleve a descansar… Que Dios lo saque de penas y lo lleve a descansar…
El Venado de las Siete-rozas quedó enterrado bien hondo, pero su sangre en forma de sanguaza bañó la luna.
Un lago de miel negra, miel de caña negra, rodea a Gaudencio que ha metido el brazo hasta el sobaco en la cueva en que dejó escondida el arma, que lo ha sacado tranquilo porque el arma está allí segura y que antes de avanzar por el plan hacia el rancho del velorio, después de hacer la señal de la cruz con la mano y besarla tres veces, ha dicho en alta voz, mirando a la luna colorada:
—Yo, Gaudencio Tecún, me hago garante del alma del Curandero y juro por mi Señora Madre, que está en vida, y mi Señor Padre, que ya es muerto, entregársela a su cuerpo en el lugar en que lo entierren y caso que al entregársela a su cuerpo resucite, darle trabajo de peón y tratarlo bien. Yo, Gaudencio Tecún…
Y marchó hacia el rancho pensando: …Hombre que cava la voluntad de Dios en roca viva, hombre que se carea con la luna ensangrentada.
—Ve, Gaudencio, que el venado ya no está…
Gaudencio reconoció la voz de Ruperto, su hermano.
—Y vos fuiste por onde estaba, pué…
—Cierto que fuide…
—Y no lo incontraste…
—Cierto que no…
—Pero si viste cuando salió rispando…
—¿Vos lo viste, Gaudencio?
—No sé bien si lo soñé o lo vide…
—Recobró la vida entonce y entonce va a recobrar la vida el Curandero. Susto que se va a llevar mi nana, cuando vea el hombre sentarse, y el susto del muerto cuando oiga que le están rezando.
—Lo que no es susto en la vida no vale gran pena. Y ve que yo sí que me asusté cuando fue medianoche. Una luz muy rara, como cuando llueven estrellas, alumbró el cielo. El de las Siete-rozas abrió los ojos, yo había ido a ver si lo enterraba por no ser un animal cualquiera, sino un animal que era gente. Abrió los ojos, como te consigno, levantó humo dorado y salió de estampida reflejando en el río color de sueño.
—La arena, decís vos.
—Sí, la arena tiene color de sueño.
—Con razón que yo no lo encontré donde lo mataste. Fuide por si casual no había escupido esa piedra que dice mi nana que es buena para volver el sentido a los locos.
—Y, ¿encontraste algo?
—Ni riesgo, al principio. Pero buscando, estaba y aquí la traigo; piedra de ojo de venado, me tarda en llevársela a mi nana para que le aluje los sentidos y la mollera al Calistro; tal vez así se aviene a curar de su trastorno.
—Fue suerte, Ruperto Tecún, porque la piedra de ojo de venado, sólo la llevan los venados que no sólo son venados.
—Pues porque este Venado de las Siete-rozas era gente la llevaba, y como sirve para otros males yo a solas me he repetido que el Curandero tenía razón cuando la gravedad de nanita dicía que sólo se curaba del grillo cazando al de las Siete-rozas, y por atalayarlo vaya que no quedó, días y noches me pasé en el canal vigilando si pasaba, la escopeta ya lista, y la suerte fue tuya, Gaudencio, porque vos te lo trajiste al suelo de un solo postazo, y también te trajiste al Curandero; pero no culpas porque no sabías, de haber sabido que el venado y el Curandero eran énticos no le tiras.
A la familia entera de los Tecún se les alivió todo cuando el loco dejó de pasearse bajo el guarumo. Era un dolorón tan de ellos, de dieciséis familias de apellido Tecún, habitantes del Corral de los Tránsitos, el trastorno del Calistro que se detenía a veces bajo el árbol de orejotas verdes, olfateaba el tronco y babeaba palabras que no se entendían: ¡Luna colorada! ¡Luna colorada! ¡Taltucita yo! ¡Taltucita yo! ¡Fuego, fuego, fuego! ¡Oscurana de sangre! ¡Oscurana de miel de talnete!
La nana le alujó las sienes y la mollera con piedra de ojo de venado. La cabeza del Calistro era de tamaño normal, pero por ser loco se le veía una cabezota tan grande. Grande y pesada, con dos remolinos, cayó sobre la falda negra, olorosa a guisados de la nana y se dejó, igual que un niño, al ronrón de que le quitaba los piojos, pasar y pasar el ojo de venado, hasta que estuvo en sus cabales. La piedra de ojo de venado junta los pedacitos del alma que en el loco se han fragmentado. El loco tiene la visión del que se le quiebra un espejo y en los pedacitos ve lo que antes veía junto. Todo esto lo explicaba el Calistro muy bien. Lo que no se explicaba era la muerte del Curandero. Un sueño incompleto, porque junto a él decía ver, sin poderle descubrir la cara, al que de veras lo mató, a esa persona que era sombra, era gente, era sueño. Físicamente sentía aún el Calistro haberla tenido muy cerca, oprimida contra él como un hermano gemelo en el vientre materno y haber sido parte de esa persona, sin ser él, cuando ultimó al Curandero.
Todos se le quedaban mirando al Calistro. Tal vez no estaba curado. Sólo Gaudencio y Ruperto Tecún sabían que estaba bien curado. El remedio. La pepita de ojo de venado no falla.

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