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El secreto
del cadalso
Villiers de l’Isle-Adam
En Saint-Brieuc, Francia, 1840, nació VILLIERS DE
L’ISLE-ADAM. Murió en París, 1899. Obras principales: Tribulat Bonhomet, Axel, L’amour supreme, L’Eve future, Contes cruels.
No en vano llamó «crueles» a muchos de sus cuentos.
El aquí incluido es uno de los más serenamente
feroces que conocemos.
Las recientes ejecuciones me recuerdan esta
extraordinaria historia:
Aquella noche del 5 de junio de 1864, a las siete,
el doctor Edmond-Désiré Couty de la Pommerais, recientemente trasladado de la Conciergerie a la Roquette, estaba sentado, revestido de una camisa de fuerza, en la
celda de los condenados a muerte.
Taciturno, fija la mirada, apoyaba los codos en el
respaldo de la silla. Sobre la mesa, una vela iluminaba la palidez de su rostro
frío. A dos pasos, un guardia, de pie contra el muro, lo observaba, cruzados
los brazos.
Casi todos los detenidos están obligados a un
trabajo cotidiano, de cuyo salario la administración deduce, en caso de
fallecimiento, el precio de la mortaja, que nunca proporciona. Sólo los condenados
a muerte no tienen que realizar tarea alguna.
El prisionero era de esos que no juegan a los
naipes: en su mirada no se leía miedo ni esperanza.
Treinta y cuatro años; moreno; de talla mediana;
bien proporcionado en verdad; las sienes grises desde hacía poco; la mirada
nerviosa, semivelada; una frente de razonador; la voz opaca y breve, las manos
saturninas; la expresión circunspecta de las personas poco locuaces; modales de
estudiada distinción: tal aparecía.
(Se recordará que en las audiencias del Sena, no
habiendo podido M. Lachaud desvanecer en la mente de los jurados, no
obstante lo riguroso de su defensa en esa ocasión, el triple efecto producido
por los debates, las conclusiones del doctor Tardieu y la requisitoria de
M. Oscar de Vallée, M. de la Pommerais, convicto de haber
administrado dosis mortales de digitalina a una dama amiga suya, con
premeditación y propósitos de lucro, oyó pronunciar contra él, en aplicación de
los artículos 301 y 302 del Código Penal, la sentencia de muerte).
Esa noche del 5 de junio ignoraba aún el rechazo
del recurso de apelación, así como de toda audiencia de gracia solicitada por
sus familiares. Apenas si su defensor, más dichoso, había logrado que lo
escuchara distraídamente el Emperador. El venerable abate Crozes, que antes de
cada ejecución se agotaba en súplicas a las Tullerías, había regresado sin
respuesta. ¿Conmutar la pena de muerte en tales circunstancias, no implicaba
abolirla? El caso era ejemplar. En opinión del Parquet[1],
el rechazo del recurso era indudable y debía ser notificado de un momento a
otro, y M. Hendreich había sido encargado de recibir al condenado el 9 a
las cinco de la mañana.
De pronto, sonó en las losas del corredor un ruido
de culatas de fusil; la cerradura chirrió pesadamente; la puerta se abrió;
brillaron las bayonetas en la penumbra; el director de la Roquette,
M. Beauquesne, apareció en el umbral, acompañado de un visitante.
M. de la Pommerais, que levantó la cabeza,
reconoció de una ojeada en ese visitante al ilustre cirujano Armand Velpeau.
A un signo de su superior, el guardia salió, y
M. Beauquesne, tras una muda presentación, se retiró tambien, dejando
solos a los dos colegas, frente el uno al otro, mirándose. La Pommerais, en
silencio, señaló al doctor su propia silla, y fue luego a sentarse en la
cucheta de la cual los durmientes, en su mayor parte, son despertados de la
vida en un sobresalto. Como se veía poco, el gran médico se acercó al enfermo,
para observarlo mejor y poder conversar en voz baja.
Velpeau entraba ese año en los sesenta. En el
apogeo de su renombre, heredero del sillón de Larrey en el Instituto, primer
profesor de clínica quirúrgica de París y, por sus obras, todas de un rigor de
deducción tan claro y tan vivo, una de las luces de la ciencia patológica, el
distinguido médico se imponía ya como una de las cumbres de la ciencia.
Tras un frío momento de silencio:
—Señor —dijo—, entre médicos debemos ahorrarnos
inútiles condolencias. Por otra parte, una afección de la próstata (que,
seguramente, me matará dentro de dos años o dos años y medio) me clasifica
también, con una diferencia de pocos meses, en la categoría de los condenados a
muerte. Sin preámbulos, pues, vayamos a los hechos.
—Entonces, según usted, doctor, mi situación
jurídica es… ¿desesperada? —interrumpió La Pommerais.
—Así se teme —respondió simplemente Velpeau.
—¿Está fijada mi hora?
—No lo sé; pero como nada se ha determinado aún a
su respecto, puede seguramente contar con algunos días.
La Pommerais se pasó la manga de la camisa de
fuerza por su pálida frente.
—Sea. Gracias. Estaré dispuesto: ya lo estoy.
Ahora, cuanto más pronto, mejor.
—Como su recurso no ha sido rechazado, al menos
hasta ahora —continuó Velpeau—, la proposición que voy a hacerle sólo es
condicional. ¡Si se salva usted, tanto mejor!… Si no…
El gran cirujano se detuvo.
—¿Si no?… —preguntó La Pommerais.
Velpeau, sin responder, extrajo del bolsillo un
pequeño estuche, lo abrió, sacó un bisturí y, cortando la camisa en la muñeca
izquierda, apoyó el dedo medio sobre el pulso del joven condenado.
—Señor de La Pommerais —dijo—, su pulso me revela
una sangre fría y una firmeza raras. El paso que doy ante usted (y que debe
mantenerse en secreto) tiene por objeto una suerte de ofrecimiento que, aún
dirigido a un médico de su energía, a un espíritu templado en las convicciones
positivas de nuestra ciencia y bien liberado de los temores fantásticos de la
muerte, podría parecer una extravagancia o una irrisión criminal. Pero sabemos,
creo, quiénes somos. Usted la tomará, pues, en atenta consideración, por
turbador que pudiera parecerle en el primer momento.
—Mi atención le está asegurada, señor —contestó La
Pommerais.
—No ignora usted —siguió Velpeau—, que una de las
cuestiones más interesantes de la fisiología moderna es saber si persiste algún
resplandor de memoria, de reflexión, de sensibilidad real en el cerebro del
hombre, después de seccionada la cabeza…
Al oír este inesperado comienzo, el condenado se
estremeció; después, reponiéndose:
—Cuando usted entró, doctor —respondió—, estaba
justamente preocupado por ese problema, doblemente interesante para mí, como
comprenderá…
—Está usted al corriente de los trabajos escritos
sobre el asunto, desde los de Soemmering, Süe, Sédillot y Bichat, hasta los
modernos, ¿no es así?
—Hasta asistí, una vez, a uno de sus cursos de
disección en los restos de un ajusticiado.
—¡Ah!… Sigamos, entonces. ¿Tiene usted nociones
exactas, desde el punto de vista quirúrgico, sobre la guillotina?
La Pommerais, luego de mirar bien a Velpeau,
contestó fríamente:
—No, señor.
—He estudiado escrupulosamente el aparato hoy mismo
—continuó inconmovible el doctor Velpeau—. Es, lo atestiguo, un instrumento
perfecto. La cuchilla actúa a la vez como tuna, como guadaña y como maza,
cortando al sesgo el cuello del paciente en un tercio de segundo. El
decapitado, bajo el impacto de este ataque fulgurante, no puede experimentar
más dolor, pues, que el que siente, en el campo de batalla, el soldado a quien
una bala le arranca un brazo. La sensación, por falta de tiempo, es nula y
obscura.
—Tal vez haya post-dolor;
queda lo vivo de dos heridas. ¿No fue Julia Fontenelle quien, dando sus
motivos, preguntó si esa misma velocidad no tenía consecuencias más dolorosas
que la ejecución con alfanje o con hacha?
—Bérard trató como merecía ese desvarío. Personalmente,
tengo la convicción, basada en experiencias y en mis observaciones
particulares, de que la ablación instantánea de la cabeza produce, en el mismo
momento, en el individuo decapitado, el desvanecimiento anestésico más
absoluto.
»El solo síncope provocado por la pérdida súbita de
cuatro o cinco litros de sangre que irrumpen fuera de los vasos (a menudo con
una fuerza de proyección circular de un metro de diámetro) bastaría para
tranquilizar a este respecto a los más timoratos. En cuanto a los estremecimientos
inconscientes de la máquina carnal detenida demasiado repentinamente en su
proceso, no constituye más indicio de sufrimiento que… las palpitaciones de una
pierna cortada, por ejemplo, cuyos músculos y nervios se contraen, pero de la
que ya no se sufre. Digo que la fiebre nerviosa de la incertidumbre, la
solemnidad de los preparativos fatales y el sobresalto del despertar matinal
son lo más claro de ese presunto sufrimiento, en estos casos. Como la
amputación no es perceptible, el
dolor real es imaginario. ¡Vamos! Un golpe violento en la cabeza no sólo no se
siente sino que no deja conciencia alguna del choque; tal lesión simple de las
vertebras acarrea la insensibilidad atáxica, y la separación de la cabeza, la
escisión de la espina dorsal, la interrupción de las relaciones orgánicas entre
el corazón y el cerebro, ¿no bastarían para paralizar, en lo más íntimo del ser
humano, toda sensación, aún la más vaga, de dolor? ¡Imposible! ¡Inadmisible! Y
usted lo sabe tan bien como yo.
—Así lo espero, al menos, más que usted, señor
—respondió La Pommerais—. Por lo tanto, no es en realidad un grande y rápido
sufrimiento físico (apenas concebido
en la turbación sensorial y pronto ahogado por la ascendente invasión de la
muerte); no es eso, repito, lo que temo. Es otra cosa.
—¿Quiere usted tratar de formularla? —dijo Velpeau.
—Escuche —murmuró La Pommerais tras un instante de
silencio—. En definitiva, los órganos de la memoria y de la voluntad (si están
circunscritos en el hombre a los mismos lóbulos en que los hemos comprobado en…
el perro, por ejemplo), esos órganos, digo, ¡son
respetados por el paso de la cuchilla!
»Hay demasiados precedentes dudosos, tan
inquietantes como incomprensibles, para que me deje persuadir fácilmente de la
inconsciencia inmediata de un decapitado. Según las leyendas, ¿cuántas cabezas
no han vuelto su mirada hacia quien las interrogaba? ¿Memoria de los nervios?
¿Movimientos reflejos? ¡Vanas palabras!
»Recuerde usted la cabeza de aquel marinero que, en
la clínica de Brest, una hora y cuarto
después de la decapitación, cortaba con un movimiento de las mandíbulas
—tal vez voluntario— un lápiz colocado entre ellas… Por no citar más que ese
ejemplo entre mil, la cuestión real sería, pues, saber si era o no el yo de ese
hombre el que, cesada la hematosis, impresionó los músculos de su cabeza exangüe.
—El yo no reside sino en el conjunto —dijo Velpeau.
—La médula espinal prolonga el cerebelo —respondió
M. de la Pommerais—. Esto sentado, ¿dónde
estaría el conjunto sensitivo? ¿Quién podrá revelarlo? Antes de ocho días
yo sí que lo habré sabido… y olvidado.
—De usted depende, quizá, que la humanidad lo sepa
de una vez por todas —respondió lentamente Velpeau, los ojos clavados en su
interlocutor—. Y, hablando con franqueza, es por eso por lo que estoy aquí.
»He sido delegado ante usted por una comisión de
nuestros más eminentes colegas de la Facultad de París, y aquí está el permiso
del Emperador. Contiene poderes lo bastante extensos como para prorrogar,
llegado el caso, la orden de su ejecución.
—Explíquese… no le entiendo —contestó La Pommerais,
perplejo.
—Señor de la Pommerais, en nombre de la Ciencia a
la que amamos y que cuenta ya, entre nosotros, innumerables mártires
magnánimos, vengo (en la hipótesis para mí más que dudosa, de que fuera factible
cualquier experimento convenido entre nosotros) a reclamar de todo su ser la
mayor suma de energía y de intrepidez que sea posible esperar de la especie
humana. Si su recurso de gracia es rechazado, usted resulta ser, como médico, un sujeto competente por sí
mismo en la suprema operación que debe soportar. Su concurso sería, pues,
inestimable en una tentativa de… comunicación.
Claro está, por más buena voluntad que usted se proponga demostrar, todo parece
testimoniar de antemano el resultado más negativo; pero, en fin, con usted
(suponiendo siempre que esta experiencia no sea absurda en principio) se ofrece
una probabilidad sobre diez mil de iluminar milagrosamente, por así decirlo, la
fisiología moderna. La ocasión debe ser, pues, aprovechada, y en caso de
cambiarse victoriosamente un signo de inteligencia después de la ejecución,
usted dejaría un nombre cuya gloria científica borraría para siempre el
recuerdo de su flaqueza social.
—¡Ah! —murmuró la Pommerais, pálido, pero con
resuelta sonrisa—, ¡ah! Empiezo a comprender… De hecho, los suplicios revelaron
los fenómenos de la digestión, dice Michelot. ¿Y… de qué naturaleza sería su
experimento? ¿Sacudidas galvánicas?… ¿Excitación del ciliar? ¿Inyecciones de
sangre arterial? ¡Poco concluyente todo eso!
—Inútil decir que inmediatamente después de la
triste ceremonia sus restos irán a descansar en paz en la tierra, y que no lo
tocará uno solo de nuestros escalpelos —continuó Velpeau—. ¡No!… Pero a la
caída de la cuchilla, yo, yo estaré allí, de pie, frente a usted, junto a la
máquina. Su cabeza pasará de manos del ejecutor a las mías lo más pronto
posible. Y entonces, como el experimento no puede ser serio y concluyente más
que por su misma simplicidad, yo le gritaré, muy distintamente, al oído: «Señor
Couty de la Pommerais, en recuerdo de lo convenido en vida, ¿puede usted, en este momento, bajar tres veces seguidas el párpado de su ojo
derecho manteniendo el otro ojo totalmente abierto?». Si, en ese momento,
cualesquiera sean las demás contracciones de las facies, usted puede, mediante
esa triple guiñada, advertirme que me ha oído y entendido, y probármelo,
impresionando así, por un acto de memoria y de voluntad permanentes, su músculo
palpebral, su nervio zigomático y su conjuntiva (dominando todo el horror, todo
el oleaje de las demás impresiones de su ser), ese hecho bastará para iluminar
a la Ciencia y revolucionar nuestras convicciones. Y yo sabré, no lo dude,
darlo a conocer de manera que, en el futuro, su memoria sea no tanto la de un
criminal como la de un héroe.
Al oír estas insólitas palabras, M. de la
Pommerais pareció presa de una conmoción tan profunda que, las pupilas
dilatadas fijas en el cirujano, permaneció durante un minuto silencioso y como
petrificado. Después, sin decir palabra, se levantó, dio algunos pasos, muy
pensativo, y al fin, meneando la cabeza:
—La horrible violencia del golpe me arrancará fuera
de mí mismo. Realizar tal cosa me parece superior a toda voluntad, a todo
esfuerzo humano —dijo—. Además, se dice que las probabilidades de vitalidad no
son las mismas en todos los guillotinados. No obstante… vuelva, señor, la
mañana de la ejecución. Le contestaré si me presto o no a esa tentativa a la
vez espantosa, repelente e ilusoria. Si mi respuesta es negativa, cuento con su
discreción para dejar que mi cabeza sangre tranquilamente su postrera vitalidad
en el cubo de estaño que ha de recibirla.
—Hasta pronto, pues, M. de la Pommerais —dijo
Velpeau levantándose también—. Reflexione.
Ambos se saludaron.
Un instante después, el doctor Velpeau abandonaba
la celda, el guardia volvía a entrar y el condenado se extendía, resignado, en
el lecho de campaña, para dormir o pensar.
Cuatro días después, hacia las cinco y media de la
mañana, M. Beauquesne, el abate Crozes, B. Claude y M. Potier,
escribano de la Corte imperial, entraron en la celda. Despertado, M. de la
Pommerais, a la noticia de la hora fatal, se irguió en su asiento muy pálido y
se vistió rápidamente. Después habló diez minutos con el abate Crozes, cuyas
visitas ya había recibido amablemente: bien se sabe que el santo sacerdote
estaba dotado de esa unción de inspirado que infunde valor en la última hora.
Luego, viendo llegar al doctor Velpeau:
—He trabajado —dijo—. ¡Mire!
Y durante la lectura de la sentencia, mantuvo
cerrado el párpado derecho mirando fijo al cirujano con su ojo izquierdo
totalmente abierto.
Velpeau se inclinó profundamente y luego,
volviéndose hacia M. Hendreich, que entraba con sus ayudante, cambió con
el ejecutor una rápida señal de inteligencia.
La toilette
fue breve: se notó que el fenómeno del
pelo encaneciendo a ojos vistas bajo las tijeras no se había producido. Una
carta de adiós de la esposa del reo, leída en voz baja por el capellán,
humedeció sus ojos de lágrimas que el sacerdote enjugó piadosamente con el jirón
cortado del cuello de su camisa. Una vez de pie y con la casaca echada sobre
los hombros, debieron aflojar las trabas de sus muñecas. Después rehusó el vaso
de aguardiente, y la escolta se peso en marcha por el corrector. Al llegar a la
puerta, como encontrara en el umbral a su colega:
—¡Hasta luego! —le dijo en voz baja—… y adiós.
De pronto, las grandes hojas de hierro se
entreabrieron y giraron ante él.
El viento de la mañana entró en la prisión;
amanecía; la gran plaza se extendía a lo lejos, rodeada por un doble cordón de
caballería. Enfrente, a diez pasos, en un semicírculo de gendarmes a caballo,
que a su aparición desenvainaron los ruidosos sables, se alzaba el cadalso. A
cierta distancia, entre los enviados de prensa, algunos se quitaban el sombrero.
Allá lejos, detrás de los árboles, se oían los
rumores de la multitud, excitada por la noche de espera. Sobre los techos de
las fondas, en las ventanas, muchachas disipadas, pálidas, vestidas con sedas
chillonas, empuñando aún algunas una botella de champaña, se asomaban en
compañía de sombríos trajes negros. En el aire matinal, sobre la plaza, volaban
aquí y allá las golondrinas.
Sola, llenando el espacio y limitando el cielo, la
guillotina parecía prolongar sobre el horizonte la sombra de sus dos brazos
erguidos, entre los cuales, muy lejos, allá arriba, en el azul del alba, se
veía titilar la última estrella.
Ante esta fúnebre visión, el condenado se
estremeció; luego se encaminó resueltamente hacia el pasadizo… Subió los
escalones. Ahora la cuchilla triangular brillaba sobre la negra armazón,
velando la estrella. Ya en la plancha fatal, besó, después del crucifijo, el
mechón de sus propios cabellos recogido durante la toilette por el abate Crozes, que le rozó con él los labios.
—Para ella… —dijo.
Los cinco personajes se destacaban, en silueta,
sobre el cadalso. El silencio se hizo tan profundo en ese instante, que el
ruido de una rama rota, lejos, bajo el peso de un curioso, llegó mezclado con
gritos y risas odiosas hasta el grupo trágico. Entonces, al dar la hora cuyo
último toque no debía escuchar, M. de la Pommerais vio en frente, del otro
lado, a su extraño experimentador, quien, posada una mano en la plataforma, lo
observaba. Se reconcentró un segundo y cerró los ojos.
Bruscamente, la báscula se movió, cayó el yugo,
cedió el botón y el resplandor de la cuchilla pasó. Un choque terrible conmovió
la plataforma; los caballos se encabritaron al olor magnético de la sangre, y
el eco del ruido vibraba aún cuando ya la cabeza ensangrentada de la víctima palpitaba
entre las manos impasibles del cirujano de la Pitié, enrojeciéndole a raudales
los dedos, los puños y la ropa.
Era un rostro espantoso, horriblemente blanco, con
los ojos abiertos y como distraídos, de cejas revueltas, de rictus crispado:
los dientes entrechocaban; el mentón, en el extremo del maxilar inferior, había
sido interesado.
Velpeau se inclinó rápidamente sobre esa cabeza y
formuló, en el oído derecho, la pregunta convenida. Firme como era ese hombre,
el resultado lo hizo estremecer de una especie de frío terror: el párpado del ojo derecho bajó, mientras el
ojo izquierdo, distendido, lo miraba.
—¡En el nombre de Dios mismo y de nuestro ser, haga
dos veces más esa señal! —gritó, algo trastornado.
Las pestañas se separaron, como por un esfuerzo
interior, pero el párpado no volvió a levantarse.
La cara, de segundo en segundo, se tornaba rígida,
helada, inmóvil. Era el fin.
El doctor Velpeau devolvió la cabeza muerta a
M. Hendreich, quien, reabriendo el cesto, la colocó, como es costumbre,
entre las piernas del cuerpo ya inerte.
El gran cirujano sumergió sus manos en uno de los
cubos destinados al lavado, que ya comenzaba, de la máquina. En torno de él la
muchedumbre se deslizaba inquieta, sin reconocerlo. Se enjugó, siempre en
silencio.
Después, a paso lento, la frente pensativa y grave,
se dirigió a su coche, estacionado en el ángulo de la prisión. Cuando subía a
él, vio el furgón de la justicia que se alejaba al trote hacia Montparnasse.