domingo, 24 de febrero de 2019

CARPENTIER ALEJO. EL ACOSO. Fragmento.. Prólogo. Julio Travieso Serrano.




Prólogo

Julio Travieso Serrano

Hacia 1956, Alejo Carpentier es ya un escritor de renombre en las letras latinoamericanas con una conocida obra literaria. En 1949 ha publicado, en México, El reino de este mundo, importante novela, tanto por ella misma como por el prólogo que la acompaña, en el cual explica su concepción de lo que él llamó lo real maravilloso americano. Luego, en 1953, edita, también en México, otra obra fundacional de la novelística latinoamericana: Los pasos perdidos.
Ambas obras (unidas a dos relatos publicados anteriormente, “Viaje a la semilla”, en 1944 y “Semejante a la noche”, en 1946) transitan por los caminos de lo real maravilloso. Mientras los recorren, se adentran en el frondoso bosque de lo barroco, de lo fastuoso americano que, en palabras de otro gran escritor cubano, José Lezama Lima, es una “manera del saboreo y del tratamiento de los manjares que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso”.
En aquellos años, quizá los más importantes de su creación intelectual, Carpentier, viajero incansable, radica en Caracas, no entregado precisamente a la literatura, sino al periodismo y a actividades publicitarias, porque la literatura, por lo menos en estas tierras, nunca ha dado para vivir enteramente de ella, a no ser que te llames García Márquez o Isabel Allende. En esos tiempos el cubano, con todo y sus buenas novelas anteriores, era sólo Alejo Carpentier Valmont, hijo de un emigrado francés y una emigrada rusa que se habían asentado en la gran isla del Caribe, y no don Alejo Carpentier, Premio Cervantes de las letras, unos cuantos premios internacionales más, y posible candidato al Nobel, que finalmente no le otorgaron con toda injusticia, al igual que no se lo dieron a Rulfo.
Antes de Caracas ha vivido en su ciudad natal, La Habana, y antes en París y ha estado en España, Haití y en otras muchas partes, lo que, unido a su gran cultura, le da a su literatura, independientemente de los temas latinoamericanos, un marcado carácter cosmopolita que se refleja en sus referencias y en sus entornos.
Con ese bagaje a cuestas, Carpentier publica, en 1956, El acoso, un año después que Rulfo su Pedro Páramo, y casi al mismo tiempo que Guimaraes Rosa nos entregara Gran Sertón Veredas, otra de las grandes obras de las letras iberoamericanas.
El acoso, novela muy diferente a las suyas anteriores, rompe con una de las reglas de oro del éxito comercial: “No te apartes de lo que ya ha gustado”. Por supuesto, Carpentier no era un mercachifle ni un comerciante, sino todo un señor intelectual que se respetaba a sí mismo, a su obra, a la literatura, y no creía en reglas comerciales. Por desgracia, en la actualidad, muchos no son como él y, día tras día, nos abruman con sus mismos temas de siempre, trillados y más que trillados, en el más puro estilo de Corín Tellado.
Con frecuencia se ha escrito sobre el hecho de que El acoso mantiene la estructura de una sonata. El propio Carpentier se encargó de reafirmarlo al decir en una entrevista: “Mi novela El acoso está construida en forma de sonata, sobre tres temas iniciales (dos masculinos y uno femenino) con variaciones centrales y una coda. Y, para más, el relato entero cabe en el tiempo exacto que dura una correcta interpretación de la Sinfonía heroica de Beethoven”.
Lo anterior es cierto, pero a nuestro entender, no es lo más relevante de esta obra que, comparada con sus hermanas El reino de este mundo, Los pasos perdidos y El siglo de las luces, ha quedado un tanto relegada. No hay que olvidar que la mayoría de los lectores de literatura no está formada de musicólogos y, por tanto, se les hace indiferente si una obra guarda relación o no con determinada forma musical.
Como señala Sergio Chaple, un conocido investigador cubano:
Lo expresado por Carpentier nos parece inobjetable (…) pero pretender de ahí establecer una correlación exacta entre estos lenguajes en la dirección de los trabajos mencionados al ocuparnos de la vertiente crítica que estudia la obra en sus relaciones musicales, lo creemos poco productivo del análisis propiamente literario.
Lo primero que salta a la vista en El acoso es la ausencia de lo real maravilloso, tan magistralmente presentado en sus producciones anteriores. Nada hay aquí de prodigios y portentos, de manos sumergidas en aceite hirviente que no sufren quemaduras, de misteriosos caminos en la selva, de Adelantados, Conquistadores, y viejos que retornan a la niñez, guerreros que completan un ciclo histórico, ni un discurrir circular del tiempo, en búsqueda de la libertad y la evasión, como en El reino de este mundo, Los pasos perdidos, “Viaje a la semilla” y “Semejante a la noche”.
Aquí no encontramos personajes que se muevan en un mundo maravilloso, sino en un escenario muy real: La Habana de los años 40.
Probablemente El acoso sea la novela más complicada de Carpentier desde el punto de vista de la técnica literaria utilizada, con sus monólogos interiores, sus frecuentes y repentinos cambios de puntos de vista, su estructura composicional, que pueden confundirnos. No espere el lector una lectura sencilla. “Rompecabezas de trebejos cuidadosamente mezclados”, le llamó Enrique Anderson Imbert.
Estamos frente a una obra de innovaciones formales para su tiempo, que nos obligará, una y otra vez, a releer lo leído para no perder las pistas de la narración, como sucede en las buenas novelas policiacas. Y es que El acoso nos pudiera recordar, a veces, por el tema, una novela policiaca, con esa caza de un hombre, del cual no sabemos mucho, sentenciado a muerte. Esa muerte tan cara para algunos autores de lo policiaco.
Pero, por su estilo, su composición, nada más lejano de lo policiaco que esta novela, en la cual una constante es el lenguaje barroco y, ya lo sabemos, barroquismo y lenguaje detectivesco no van de la mano.
Si en El acoso no hallamos lo real maravilloso, es aquí donde quizá el barroco se hace más presente dentro de la obra carpenteriana, ese barroco exuberante, estallido magnificente en las descripciones internas y externas, y en los estados de ánimo de los personajes.
Éstos, también a diferencia de sus otras novelas (recordemos El siglo de las luces o Los pasos perdidos) son sólo unos pocos, fundamentalmente tres: un ex revolucionario, un espectador fortuito y una prostituta.
Trama sencilla en su esencia y complicadísima en su tratamiento es la de El acoso, en la que un joven revolucionario, cuyo nombre no conocemos, milita en un partido político (no nombrado en la obra, pero, con seguridad, comunista), lo abandona por no confiar en sus métodos de lucha, se une a grupos que esgrimen la violencia rápida, como método de lucha, con quienes participa en actos que hoy en día llamaríamos de terror, a los que también abandona para unirse a bandas de matones, cuya finalidad es el ajuste de cuentas y el crimen por encargo. Y en ese peligrosísimo camino, él resulta víctima de su propio juego mortal y se convierte en el acosado.
Al final, ya condenado, redescubre a Dios en el que cree, ante quien reconoce sus crímenes, y solicita protección. Dios al cual el ex revolucionario llega a través de una de las múltiples pruebas de su existencia, la causal.
El narrador de la novela, refiriéndose al acosado, nos dice:
La portentosa novedad era Dios. Dios, que se le había revelado en el tabaco encendido por la vieja, la víspera de su enfermedad (…) La mano traía, al sacar la lumbre, un fuego venido de lo muy remoto, fuego anterior a la materia (…) Pero si ese fuego presente era una finalidad en sí, necesitaba de una acción ulterior para alcanzarla. Y esa acción, de otra y de otras anteriores, que no podían derivar sino de una Voluntad Inicial.
Muchos siglos antes, Santo Tomás nos había dicho: “Todo lo que se mueve es movido por otro (…) Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios”.
Sin embargo, ya es tarde y no habrá tiempo ni oportunidad para la redención de el acosado.
En resumen, la creencia en una ideología (forma embozada de la fe), el descreimiento, el pecado, otra vez la fe, el castigo. Algo común y corriente, como la vida misma, pero que Carpentier eleva a grandes planos gracias a su maestría de gran escritor. Ese es, precisamente, uno de los mayores méritos de esta obra, replantear un problema tan viejo de la civilización y obligar al lector a interrogarse sobre normas de conducta y el sistema de valores de los seres humanos.
Al leer El acoso me acuerdo de una pequeña obra maestra, “Tema del traidor y del héroe”, de otro inmenso escritor, tan admirado por todos: Jorge Luis Borges. Por supuesto, ambos relatos se hallan muy lejos entre sí. Éste es brevísimo y se desarrolla en la Irlanda del siglo XIX; aquél es una novela y tiene como escenario La Habana de 1940. Y sin embargo, en los dos aparece el mismo tema recurrente: la traición, el crimen, el castigo, al igual que estos últimos aparecen en Dostoyevski, a través de un Raskólnikov, asesino de la vieja usurera Aliona Ivánovna.
¿Por qué descree un hombre, por qué traiciona? Infinitos son los caminos que conducen a Roma y muchas las razones por las cuales alguien se envilece, en especial en épocas convulsas y de confusión, como las que vivió Cuba en los años en los cuales se desarrolla la trama de El acoso.
¿Es justificable la traición? Ciertamente que no, al igual que no es justificable el crimen. Y, sin embargo, ¿cuál debe de ser el castigo? ¿El último, el más fuerte? ¿Debe de ser un hombre acosado hasta la muerte, o puede redimirse?
La vieja sentencia bíblica proclama: “ojo por ojo y diente por diente”. Cristo, sin embargo, vino para redimir.
Muchas son las respuestas que salen del marco de una obra de ficción y caen dentro del terreno de la especulación filosófica y ética.
Cabe preguntarse por qué Carpentier escribió una novela así, tan lejana de sus otras novelas y relatos históricos. ¿Quizá quiso darnos el retrato del antihéroe? Pregunta difícil que sólo el autor podría responder. Según Umberto Eco, el autor no debe facilitar interpretaciones de su obra. El texto debe hablar por sí mismo, al margen de su creador.
El escritor cubano no es el italiano y, refiriéndose a El acoso, nos da algunas pistas, en particular de carácter histórico. En una entrevista de 1963, nos explica:
Es un reflejo de la época en que yo era estudiante en la Universidad, en que viví mis primeras luchas políticas. Era una época en que los estudiantes (…) tenían ideas políticas avanzadas y estaban descontentos con el régimen de entonces (…) la famosa tiranía de Machado (…) esos estudiantes derrocharon heroísmo y algunos dieron su vida en esa lucha, pero tenían un defecto: y era el heroísmo por el heroísmo, era la indignación, era la rebelión por la rebelión. (…) Por esta razón El acoso es quizá mi único libro, creo, que puede parecer pesimista, algo desesperado porque es la historia de un esfuerzo inútil.
También por otras declaraciones suyas y por investigaciones realizadas se sabe que un hecho, semejante al relatado en El acoso, sucedió en La Habana y Carpentier tuvo conocimiento de él.
Aquél era su mundo, el mundo de las primeras rebeliones estudiantiles y de la lucha, frustrada a la larga, contra una dictadura, una de las tantas que han tenido lugar en nuestra América Latina. En el caso de Cuba, tal lucha devino más tarde, a la caída del dictador, pelea entre grupos por el reparto del botín y el encumbramiento políticos.
Ese proceso, convertido en argumento particular de El acoso, deja un sabor amargo en la boca, como si nos recordara el esfuerzo inútil de Sísifo. La frustración de lo que pudo ser y no fue. No en balde, Carpentier consideró que la obra podía parecer pesimista.
Más allá de lo histórico circunstancial, El acoso se nos revela como libro de reflexión, donde la aventura ocupa un segundo plano.
Carpentier es autor que obliga a sus lectores a pensar y reflexionar. El destino del ser humano, la repetición de sus ciclos vitales, la búsqueda de libertad, el libre albedrío, fueron cuestiones inseparables de su discurso narrativo a las cuales une, en El acoso, el tema del crimen y el castigo. Esa constante reflexión, sumada a una colosal capacidad para fabular y darnos tramas apasionantes, llenas de peripecias, y a un manejo exquisito del lenguaje, explica la excelencia de sus obras y su atracción en el lector, aquel lector que no va en busca de conflictos del corazón y combates de kung fu.
No es necesario repetir que la música constituye una constante en la literatura de Carpentier, que era un excelente musicólogo. Como escribimos más arriba, él mismo afirma que la novela está construida con la estructura de una sonata. El acoso es la obra donde la influencia musical se hace más fuerte y palpable.
Finalmente, y no por ello menos importante, El acoso es (si exceptuamos la fallida, según Carpentier, Écue-Yamba-Ó) su primera novela de tema urbano en La Habana del siglo XX.
La Habana, la ciudad soñada por muchos, cantada por otros, amada por todos, la Perla del Caribe. A pesar de sus prolongadas estancias en París (1928-1939, 1966-1980) y Caracas (1945-1959), Carpentier amó intensamente su ciudad natal, maravillosamente descrita por él en sus artículos y en su ensayo “La ciudad de las columnas”.
Pero, a diferencia de lo que otros hicieron, antes y después de él, en El acoso no intenta recrear la ciudad en su belleza tropical, de cielo y mar, en sus noches de fiesta, en su rumbosa alegría o en sus ocultos ritos afrocubanos. Nada hay que recuerde a Tres tristes tigres, Nuestro hombre en La Habana, o una bella joyita de la literatura sobre la capital cubana como Nostalgia de Troya, obras, por supuesto, muy diferentes en todo al estilo carpenteriano y a El acoso.
La ciudad que recrea Carpentier es una ciudad casi desierta, en la cual los personajes se mueven en un área restringida, a veces de difícil localización y en un marco temporal también restringido.
Y, sin embargo, ahí está La Habana, con sus mansiones de tan diferentes estilos, sus comercios, iglesias, fuentes.
Para que todo ese escenario aparezca en su totalidad habrá que aguardar muchos años, hasta 1978, por La consagración de la primavera, pero allí ya habrá una historia totalmente diferente a la narrada en El acoso. En ésta encontraremos la opaca tristeza de los perdedores, en aquella la desbordante alegría de los ganadores.
¿Cuál es y será la jerarquía de El acoso dentro de la rica obra carpenteriana? Pregunta quizá ociosa y de difícil respuesta. Si nos hiciéramos una pregunta similar en relación con Cervantes, la contesta es más que conocida. En cambio, si habláramos de Shakespeare las dudas aflorarían: ¿Macbeth, Hamlet, Otelo, El rey Lear? Lo mismo pudiera suceder al referirnos a autores de nuestro continente si pensamos en Gallegos, Borges, Arlt, Fuentes, Vargas Llosa. Cada lector, cada crítico, tendrá su respuesta.

Personalmente no me gustan tales comparaciones entre las obras de un autor. A cada una la disfruto (o no la disfruto) dentro de su momento y contexto. En todo caso, se pudiera afirmar que unas son más conocidas que otras, pero no siempre la fama es sinónimo de calidad. Y lo que hoy se considera como muy valioso, mañana podrá ser desdeñado por absurdo e incongruente. De todas maneras, si tuviera que dar una opinión diría que El acoso, aunque sea una de las menos conocidas, se halla entre las obras mayores de Carpentier, lo cual, dada la calidad de todas ellas, es un gran elogio. Le corresponde ahora al lector de esta nueva edición corroborar la justeza de mi afirmación.
***
(Fragmento).

I

 

Sinfonia Eroica, composta perfesteggiare il souvvenire di un grand’Uomo, e dedicata a Sua Altezza Serenissima il Principe di Lobkountz, da Luigi van Beethoven, op. 53, N° III delle Sinfonie… Y fue el portazo que le quebró, en un sobresalto, el pueril orgullo de haber entendido aquel texto. Luego de barrerle la cabeza, los flecos de la cortina roja volvieron a su lugar, doblando varias páginas al libro. Sacado de su lectura, asoció ideas de sordera —el Sordo, las inútiles cornetas acústicas…— a la sensación de percibir nuevamente el alboroto que lo rodeaba. Sorprendidos por el turbión, los espectadores dispersos en la gran escalinata regresaban al vestíbulo, riendo y empujando a los hacinados que se llamaban a veces por entre los hombros desnudos, rodeados de una lluvia que demoraba en el acunado de los toldos para volcarse, como a baldazos, sobre peldaños de granito. A pesar de que estuviese sonando la segunda llamada, permanecían todos allí, enracimados, por respirar el olor a mojado, a verde de álamos, a gramas regadas, que refrescaba los rostros sudorosos, mezclándose con alientos de tierra y de cortezas cuyas resquebrajaduras se cerraban al cabo de larga sequía. Después del sofocante anochecer, los cuerpos estaban como relajados, compartiendo el alivio de las plantas abiertas entre las pérgolas del parque. Las platabandas, orladas de bojes, despedían vahos de campo recién arado. “El tiempo está bueno para lo que yo sé”, murmuró alguno, mirando a la mujer que se adosaba a la reja de la contaduría, de perfil oculto por el pelaje de un zorro, y que no parecía considerar como hombre a quien estaba detrás, ya que acababa de desceñirse de la molestia de una prenda muy íntima —no le importaba, evidentemente, que él la viera— con gesto preciso y desenfadado. “Detrás de una reja como los monos”, decían los acomodadores en burla de aquel taquillera distinto a todos los demás taquilleras, que permanecía hasta el final de los conciertos, cuando le estaba permitido marcharse después del arqueo de las diez —aunque el Reglamento especificara: “Media hora antes de la terminación del espectáculo”—. Quiso humillar a la del zorro, haciéndole comprender que la había visto, y, con mañas de contador, hizo correr un puñado de monedas sobre el angosto mármol del despacho. La otra, asomando el perfil, le miró las manos suspendidas sobre dineros —nunca le miraban sino las manos— y volvió a hacer el gesto. Tal impudor era prueba de su inexistencia para las mujeres que llenaban aquel vestíbulo tratando de permanecer donde un espejo les devolviera la imagen de sus peinados y atuendos. Las pieles, llevadas por tal calor, ponían alguna humedad en los cuellos y los escotes, y, para aliviarse de su peso, las dejaban resbalar, colgándoselas de codo a codo como espesos festones de venatería. La mirada huyó de lo cercano inalcanzable. Más allá de las carnes, era el parque de columnas abandonadas al chaparrón y, más allá del parque, detrás de los portales en sombras, la casona del Mirador —antaño casa-quinta rodeada de pinos y cipreses, ahora flanqueada por el feo edificio moderno donde él vivía, debajo de las últimas chimeneas, en el cuarto de criadas cuyo tragaluz se pintaba, como una geometría más, entre los rombos, círculos y triángulos de una decoración abstracta—. En la mansión, cuya materia vieja, desconchada sobre vasos y balaustres, conservaba al menos el prestigio de un estilo, debía estarse velando a un muerto, pues la azotea, siempre desierta por demasiado sol o demasiada noche, se había visto abejeada de sombras hasta el retumbo del primer trueno. Contemplaba con ternura, desde abajo, aquel piso destartalado, caído en descuido de pobres, tan semejante a las mal alumbradas viviendas de su pueblo, donde el encenderse de las velas por una muerte, entre paredes descascaradas y jaulas envueltas en manteles, equivalía a una suntuaria iluminación de tabernáculo, en medio de muebles cuya pobreza se acrecía, junto al relumbrante enchapado de los candelabros. Por una velada se tenían pompas, bajo el tejado de los goterones, con presencias de la plata y del bronce, solemnidad de dignatarios enlutados, y altas luces que demasiado mostraban, a veces, las telarañas tejidas entre las vigas o las pardas arenas de la carcoma. (Luego, los que, como él, estaban estudiando algún instrumento, tenían que explicar al vecindario que el repaso de los ejercicios no significaba una trasgresión del luto, y que el aprendizaje de la “música clásica” era compatible con el dolor sentido por la muerte de un pariente…) En aquellos días oculta a los hombres su enfermedad; vive a solas con sus demonios: el amor herido, la esperanza y el dolor. Si estaba ahí, trepado en el taburete, adosado a la cortina de damasco raído, en aquella contaduría del ancho de una gaveta, era por alcanzar el entendimiento de lo grande, por admirar lo que otros cercaban con puertas negadas a su pobreza. Esa conciencia le devolvía su orgullo frente a las espaldas muelles, como presionadas por pulgares en los omóplatos, que la mujer apoyaba, bajado el zorro, en los delgados barrotes, tan al alcance de su mano. “El valor que me poseía a menudo, en los días del estío, ha desaparecido”, escribe en el Testamento. Y es el frío de la fosa y el olor de la Nada. En la casa perdida de Neiligenstadt, en esos días sin luz, Beethoven aúlla a muerte… Había vuelto a la lectura del libro, sin pensar más en los que rebrillaban por sus joyas y almidones, yendo de los espejos a las columnas, de la escalinata a las liras y sistros del grupo escultórico, en aquel intermedio demasiado prolongado por el Maestro, que todavía hacía repasar a los cornos el Trío del Scherzo, levantando sonatas de montería en los trasfondos del escenario. “Detrás de una reja como los monos.” Pero él, al menos, sabía cómo el Sordo, un día, luego de romper el busto de un Poderoso, le había clamado a la cara: “¡Príncipe: lo que sois, lo sois por la casualidad del nacimiento; pero lo que soy, lo soy por mí!” Si hacía tal oficio, en las noches, era por llegar a donde jamás llegarían los alhajados, los adornados, que nunca le miraban sino las manos movidas sobre el mármol del despacho. La mujer se apartó de la reja, de pronto, volviendo a subirse la piel. Alzando el vocerío de los últimos diálogos, todos se apresuraban, ahora, en volver a la sala cuyas luces se iban apagando desde arriba. Los músicos entraban en la escena, levantando sus instrumentos dejados en las sillas; iban a sus altos sitiales los trombones, erguíanse los fagotes en el centro de las afinaciones dominadas por un trino agudo; los oboes, probadas sus lengüetas con mohines golosos, demoraban en pastoriles calderones. Se cerraban las puertas, menos la que quedaría entornada hasta el primer gesto del director, para que los morosos pudieran entrar de puntillas. En aquel instante, una ambulancia que llegaba a todo rodar pasó frente al edificio, ladeándose en un frenazo brutal. “Una localidad”, dijo una voz presurosa. “Cualquiera”, añadió impaciente, mientras los dedos deslizaban un billete por entre los barrotes de la taquilla. Viendo que los talonarios estaban guardados y que se buscaban llaves para sacarlos, el hombre se hundió en la oscuridad del teatro, sin esperar más. Pero ahora llegaban otros dos, que ni siquiera se acercaron a la contaduría. Y como se cerraba la última puerta, corrieron adentro, perdiéndose entre los espectadores que buscaban sus asientos en la platea. “¡Eh!”, gritó el de las rejas. “¡Eh!” Pero su voz fue ahogada por un ruido de aplausos. Frente a él quedaba un billete nuevo, arrojado por el impaciente. Debía tratarse de un gran aficionado, aunque no tuviera cara de extranjero, ya que la audición de una Sinfonía, ejecutada en fin de concierto, le había merecido un precio que era cinco veces el de la butaca más cara. De ropas muy arrugadas, sin embargo: como de gente que piensa; un intelectual, un compositor, tal vez. Pero el hombre que agoniza oye, de repente, una respuesta a su imploración. Desde el fondo de los bosques que lo rodean, donde duerme, bajo la lluvia de octubre, la futura Pastoral, responde a la llamada del Testamento, el sonido de las trompas de la Eroica… Aquel dinero parecía hincharse en la mano que le latía. Un puente apartaba las rejas, atravesaba las paredes, se alargaba hacia la que esperaba —no podía pensarla sino esperando— en la penumbra de su comedor adornado de platos, con aquel perezoso gesto, muy suyo, que le llevaba de las sienes a los pechos, de las corvas a la nuca —y lo dejaba descansar luego en el regazo— el abanico que tenía alientos de sándalo en la armadura de los calados. La mujer del entreacto, con su gesto; el pelaje fosco sobre la piel sudorosa; los hombros que se repartían, a tanteos, el frescor de los barrotes de metal, lo habían enervado. Pero aún podía volver el espectador presuroso a reclamar su parte de lo arrojado al mármol con largueza de gran señor —la Biografía, de páginas abiertas, le había enseñado, por lo demás, a desconfiar de Príncipes y Grandes Señores—. Un gesto resignado, muy distinto del que debió ser gesto de júbilo al cabo de la larga preparación, de la ansiosa espera, apartó la cortina de damasco que lo separaba de la sala, donde el silencio había inmovilizado a los músicos en posición de ataque. Sinfonia Eroica composta per festeggiare il souvvenire di un grand’Uomo. Sonaron dos acordes secos y cantaron los violoncellos un tema de trompa, bajo el estremecimiento de los trémolos. Hay tres estados de este principio en los apuntes coleccionados por Nottebohem, decía el libro. Pero el libro quedó cerrado de un manotazo. El lector husmeaba el olor a tierra, a hojas, a humus, que entraba en el desierto vestíbulo, recordándole los traspatios de su pueblo, después de la lluvia, cuando las bateas apretaban las duelas bajo el regodeo de los patos que se holgaban en el agua turbia. Así también olía —luego de los chubascos del verano— el cobertizo de los trastos, donde, subido en una incubadora inservible, mirando por el hoyo de un ladrillo caído, había contemplado tantas veces el baño de la Viuda, endurecida en lutos de nunca acabar, cuyo cuerpo era tan liso aún, bajo la enjabonadura que le demoraba en el vientre y se le escurría lentamente, en espumas, a lo largo de los muslos, hacia las piernas que se tornaban de vieja, repentinamente, al bajar de las rodillas. Él había conocido el secreto de ese pecho terso, de ese talle arqueado, como hecho todavía para brazos de hombre, entre una voz regañona y acida, cansada de dar clases a los niños del vecindario, y unos tobillos descarnados por el siempre andar en lo mismo. Ahora, el recuerdo de quien le hubiera enseñado el solfeo no hacía tanto tiempo, mientras él, midiendo el compás, le detallaba lo oculto bajo telas vueltas a ser teñidas de negro, se añadía a las incitaciones de la noche, acabando de vencer sus escrúpulos. Nadie, aquí, podría jactarse de haberse acercado a la Sinfonía con mayor devoción que él, al cabo de semanas de estudio, partitura en mano, ante los discos viejos que todavía sonaban bien. Aquel director de reciente celebridad no podía dirigirla mejor que el insigne especialista de sus placas —el mismo que había conocido, entonces estudiante, ella nonagenaria, a una corista del estreno de la Novena—. Podía arrogarse la facultad de no escuchar lo que sonaba en aquel concierto, sin faltar a la memoria del Genio. “Letra E”, dijo, al advertir que se alzaba una tenue frase de flautas y primeros violines. Y bajó la escalinata a todo correr, salpicado por una lluvia que rebotaba en el pesado herraje de los faroles. Hasta el lanudo hedor de su ropa mojada se le hacía deleitoso, íntimo, cómplice, de pronto, por sentirse poseedor de aquel billete que lo haría dueño de la casa sin relojes —de puertas cerradas, aunque tocaran y llamaran— por una noche entera. Y luego del despertar juntos, oyendo el alboroto de los canarios, sería el último retozo en la cocina; la lumbre prendida bajo los jarros del desayuno con el abanico oloroso a sándalo, y el sabor de las galletas que deslizaban al alba por la boca del buzón —donde las guardaba calientes el sol que daba a la casa de enfrente, por sobre la India empenachada de la panadería.
(…ese latido, que me abre a codazos; ese vientre en borbollones, ese corazón que se me suspende, arriba, traspasándome con una aguja fría; golpes sordos que me suben del centro y descargan en las sienes, en los brazos, en los muslos; aspiro a espasmos; no basta la boca, no basta la nariz; el aire me viene a sorbos cortos, me llena, se queda, me ahoga, para irse luego a bocanadas secas, dejándome apretado, plegado, vacío, y es luego el subir de los huesos, el rechinar, el tranco; quedar encima de mí, como colgado de mí mismo, hasta que el corazón, de un vuelco helado, me suelte los costillares para pegarme de frente, abajo del pecho; dominar este sollozo en seco; respirar luego, pensándolo; apretar sobre el aire quedado; abrir a lo alto; apretar ahora; más lento: uno, dos, uno, dos, uno, dos… Vuelve el martilleo; lato hacia los costados; hacia abajo, por todas las venas; golpeo lo que me sostiene; late conmigo el suelo; late el espaldar, late el asiento, dando un empellón sordo con cada latido; el latido debe sentirse en la fila entera; pronto me mirará la mujer de al lado, recogiendo su zorro; me mirará el hombre de más allá; me mirarán todos; de nuevo el pecho en suspenso; arrojar esta bocanada que me hincha las mejillas, que está detenida. Alcanzado en la nuca, se vuelve el que tengo delante; me mira; mira el sudor que me cae del pelo; he llamado la atención: me mirarán todos; hay un estruendo en el escenario, y todos atienden al estruendo. No mirar ese cuello: tiene marcas de acné; había de estar ahí, precisamente —único en toda la platea—, para poner tan cerca lo que no debe mirarse, lo que puede ser un Signo; lo que los ojos tratarán de esquivar, pasando más arriba, más abajo, para acabar de marearse; apretar los dientes, apretar los puños, aquietar el vientre —aquietar el vientre—, para detener ese correrse de las entrañas, ese quebrarse de los riñones, que me pasa el sudor al pecho; una hincada y otra; un embate y otro; apretarme sobre mi mismo, sobre los desprendimientos de dentro, sobre lo que me rebosa, bulle, me horada; contraerme sobre lo que taladra y quema en esta inmovilidad a que estoy condenado, aquí, donde mi cabeza debe permanecer al nivel de las demás cabezas; creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, y en Jesucristo su único hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos… No podré luchar mucho más; tiemblo de calor y de frío; agarrado de mis muñecas, las siento palpitar como las aves desnucadas que arrojan al suelo de las cocinas; cruzar las piernas; peor, es como si el muslo alto se derramara en mi vientre; todo se desploma, se revuelve, hierve, en espumarajos que me recorren, me caen por los flancos, se me atraviesan, de cadera a cadera; borborigmos que oirán los otros, volviéndose, cuando la orquesta toque más quedo; creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra; creo, creo, creo. Algo se aplaca, de pronto. “Estoy mejor; estoy mejor; estoy mejor”; dicen que repitiéndolo mucho, hasta convencerse… Lo que bullía parece aquietarse, remontarse, detenerse en alguna parte; debe ser efecto de esta posición; conservarla, no moverse, cruzar los brazos; la mujer hace un gesto de impaciencia, poniendo el zorro en barrera; su cartera resbala y cae; todos se vuelven; ella no se inclina a recogerla; creen que soy yo el del ruido; me miran los de delante; me miran los de detrás; me ven amarillo, sin duda, de pómulos hundidos; la barba me ha crecido en estas últimas horas; me hinca las palmas de las manos; les parezco extraño, con estos hombros mojados por el sudor que vuelve a caerme del pelo, despacio, rodando por mis mejillas, por mi nariz; mi ropa, además, no es de andar entre tantos lujos: “Salga de aquí”, me dirán, “está enfermo, huele mal”; hay otro gran estrépito en el escenario; todos vuelven a atender al estrépito… Debo vigilar mi inmovilidad; poner toda mi fuerza en no moverme; no llamar la atención; no llamar la atención, por Dios; estoy rodeado de gente, protegido por los cuerpos, oculto entre los cuerpos; de cuerpo confundido con muchos cuerpos; hay que permanecer en medio de los cuerpos; después, salir con ellos, lentamente, por la puerta de más gente; el programa sobre la cara, como un miope que lo estuviera leyendo; mejor si hay muchas mujeres; ser rodeado, circundado, envuelto… ¡Oh!, esos instrumentos que me golpean las entrañas, ahora que estoy mejor; aquel que pega sobre sus calderos, pegándome, cada vez, en medio del pecho; esos de arriba, que tanto suenan hacia mí, con esas voces que les salen de hoyos negros; esos violines que parecen aserrar las cuerdas, desgarrando, rechinando en mis nervios; esto crece, crece, haciéndome daño; suenan dos mazazos; otro más y gritaría; pero todo terminó; ahora hay que aplaudir… Todos se vuelven, me miran, sisean, llevándose el índice a los labios; sólo yo he aplaudido; sólo yo; de todas partes me miran; de los balcones, de los palcos; el teatro entero parece volcarse sobre mí. “¡Estúpido!” La mujer del zorro también dice “estúpido” al hombre de más allá; todos repiten: “estúpido, estúpido, estúpido”; todos hablan de mí; todos me señalan con el dedo; siento esos dedos clavados en mi nuca, en mis espaldas; yo no sabía que aplaudir aquí estaba prohibido; llamarán al acomodador: “Sáquelo de aquí; está enfermo, huele mal; mire cómo suda”… La orquesta vuelve a tocar; algo grave, triste, lento. Y es la extraña, sorprendente, inexplicable sensación de conocer eso que están tocando. No comprendo cómo puedo conocerlo; nunca he escuchado una orquesta de éstas, ni entiendo de músicas que se escuchan así —como aquel, de los ojos cerrados; como aquellos, de las manos cogidas— como si se estuviera en algo sagrado; pero casi podría tararear esa melodía que ahora se levanta, y marcar el compás de ese detenerse y adelantar un pie y otro pie, lentamente, como si fuera caminando, y entrar en algo donde domina aquel canto de sonido ácido, y luego la flauta, y después esos golpes tan fuertes, como si todo hubiera acabado para volver a empezar. “¡Qué bella es esta marcha fúnebre!”, dice la mujer del zorro al hombre de más allá. Nada sé de marchas fúnebres; ni puede ser bella ni agradable una marcha fúnebre; tal vez haya oído alguna, allá, cerca de la sastrería cuando enterraron al negro veterano y la banda escoltaba el armón de artillería, con el tambor mayor andando de espaldas: ¿y se visten, se adornan, sacan sus joyas, para venir a escuchar marchas fúnebres?… Pero ahora recuerdo; sí, recuerdo; recuerdo. Durante días he escuchado esta marcha fúnebre, sin saber que era una marcha fúnebre; durante días y días la he tenido al lado, envolviéndome, sonando en mi sueño, poblando mis vigilias, contemplando mis terrores; durante días y días ha volado sobre mí, como sombra de mala sombra, actuando en el aire que respiraba, pesando sobre mi cuerpo cuando me desplomaba al pie del muro, vomitando el agua bebida. No pudo ser una casualidad; estaba eso en la casa de al lado, porque Dios quiso que así fuera; no eran manos de hombre, las que ponían ahí, tan cerca, esa música de cortejo al paso, de tambores sordos, de figuras veladas; era Dios en lo después, como en la leña sin prender está el fuego antes de ser el fuego; Dios, que no perdonaba, que no quería mis plegarias, que me volvía las espaldas cuando en mi boca sonaban las palabras aprendidas en el libro de la Cruz de Calatrava; Dios, que me arrojó a la calle y puso a ladrar un perro entre los escombros; Dios, que puso aquí, tan cerca de mi rostro, el cuello con las horribles marcas; el cuello que no debe mirarse. Y ahora se encarna en los instrumentos que me obligó a escuchar, esta noche, conducido por los truenos de su Ira. Comparezco ante el Señor manifiesto en un canto, como pudo estarlo en la zarza ardiente: como lo vislumbré, alumbrado, deslumbrado, en aquella brasa que la vieja elevaba a su cara. Sé ahora que nunca ofensor alguno pudo ser más observado, mejor puesto en el fiel de la Divina Mira, que quien cayó en el encierro, en la suprema trampa —traído por la inexorable Voluntad a donde un lenguaje sin palabras acaba de revelarle el sentido expiatorio de los últimos tiempos—. Repartidos están los papeles en este Teatro, y el desenlace está ya establecido en el después —hoc erat in votis!—, como está la ceniza en la leña por prender… No mirar ese cuello; no mirarlo; fijar la vista en un punto del piso; en una mancha de la alfombra; en el pandero que adorna, arriba, el marco del escenario; Dios Padre, Creador de los Cielos, ten misericordia de mí; no te he invocado en vano; sabes cómo yo te pensaba en mis clamores; aún confío en tu Misericordia, aún confío en tu infinita Misericordia; he estado demasiado lejos de ti, pero sé que a menudo ha bastado un segundo de arrepentimiento —el segundo de nombrarte— para merecer un gesto de tu mano, aplacamiento de tormentas, confusión de jaurías… Ha concluido la marcha fúnebre, repentinamente, como quien, luego de recibir un ruego, una imploración, responde con un simple “¡Sí!”, que hace inútiles otras palabras. Y esto fue cuando decía que confiaba en su Misericordia. Silencio. Tiempo de aplacamiento, de reposo. Silencio que el director alarga, con la cabeza gacha, caídos los brazos, para que algo perdure de lo transcurrido. Ya no laten tanto mis venas, ni mi respiración es dolor. Esta vez no se me ocurrió aplaudir… “A ver cómo suena el…” ¿qué? —dice la mujer del zorro, sin mirar siquiera el programa—. Una palabra que no oí bien. Comprendo ahora por qué los de la fila no miran sus programas; comprendo por qué no aplauden entre los trozos; se tienen que tocar en su orden, como en la misa se coloca el Evangelio antes del Credo, y el Credo antes del Ofertorio; ahora habrá algo como una danza; luego, la música a saltos, alegre, con un final de largas trompetas como las que embocaban los ángeles del órgano de la catedral de mi primera comunión; serán quince, acaso veinte minutos; luego aplaudirán todos y se encenderán las luces. Todas las luces.)
Fuente: Título original: El acoso
Alejo Carpentier, 1956
Editor digital: orhi
ePub base r1.2
Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.

sábado, 23 de febrero de 2019

OVIDIO. LOS AMORES. ELEGÍAS.


La obra propiamente elegíaca de Ovidio está compuesta por Los Amores , escrita en su juventud. Se trata de una colección de poemas elegíacos recogida en tres libros, en la que el poeta canta a Corina, su amada tal vez imaginaria. En sus elegías, expresa sentimientos amorosos más bien convencionales, no se basa en su experiencia personal. Pero Ovidio es un poeta de talento extraordinario, su estilo es brillante y refinado, abundante en recursos retóricos, y por ello consigue evitar la monotonía de una inspiración más superficial que en otros poetas elegíacos.
Fuente:
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
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LOS AMORES OVIDIO LOS AMORES 3 EPIGRAMA Nosotros, que éramos antes cinco libros de Ovidio Nasón, ahora somos tres. El autor de la obra así lo dispuso. Si no experimentas ningún placer con nuestra lectura, a lo menos aliviará tu fastidio la supresión de dos libros. OVIDIO 4 LIBRO PRIMERO
ELEGÍA I Yo me disponía a cantar en tono elevado las armas y las sangrientas batallas, materia conveniente a mis versos, el primero de la misma medida que el segundo; Cupido, según dicen, se echó a reír, y arrebató al último uno de los pies. Niño cruel, ¿quién te dió tal derecho sobre mis cantos? Los vates somos esclavos de las Musas, y no tuyos. ¿Qué diríamos si Venus tomase la armadura de la rubia Minerva, y ésta agitase las encendidas antorchas? ¿Quién vería sin extrañeza reinar a Ceres en los montuosos bosques, y que los campos se cultivasen bajo las leyes de la virgen de la aljaba? ¿Quién armará, de aguda lanza a Febo, insigne por su cabellera, mientras Marte pulse la lira de Aonia? ¡Oh LOS AMORES 5 niño!, ya es demasiado grande y poderoso tu imperio. ¿Por qué aspira tu ambición a nuevos dominios? ¿Acaso porque reinas en los ámbitos del mundo, y son tuyos el Tempe y el Helicón, pretendes que Apolo pierda también su lira? Así que en la nueva página estampé el primer verso grandilocuente, se me aproximó el Amor y debilitó todos mis bríos. No me ofrecen asuntos de poemas ligeros ni un mancebo, ni una hermosa doncella de largos cabellos. Apenas hube pronunciado estas quejas, Cupido, soltando de repente la aljaba, saca la flecha aguzada que ha de herirme, encorva brioso el arco con la rodilla, y exclama: «Ahí tienes, poeta, el asunto que debes cantar.» ¡Desgraciado de mí!, aquel muchacho estuvo certero al herir: me abraso, y el amor reina en mi pecho, antes vacío. Comience mi obra en versos de seis compases, seguidos de otros de cinco, ¡y adiós sangrientas guerras y metros en que sois cantadas! ¡Oh Musa!, ciñe tus áureas sienes con el mirto resplandeciente: sólo tienes que modular once pies en cada dos versos. OVIDIO 6
II ¿En qué consiste que la cama me parece tan dura, la cubierta se cae de mi lecho, y he pasado esta larguísima noche sin conciliar el sueño, y aun me duelen los cansados miembros, que se revolvían faltos de sosiego? Si el amor viniese a inquietarme, creo que lo reconocería. ¿Acaso viene, y su astucia me atormenta con secretas emboscadas? Así era en verdad; sus leves saetas se clavaron en mi corazón, y riguroso tiraniza el pecho que acaba de someter. ¿Cederemos, o con la resistencia encenderemos más la súbita llama? Cedamos; siempre es ligera la carga que se sabe soportar. Yo vi crecer el fuego encendido al removerse los tizones, y apagarse cuando nadie los agitaba. A los bueyes que se LOS AMORES 7 rebelan, oprimidos por la  dureza del yugo, se les castiga mucho más que a los que soportan el peso del arado. Dómase el potro rebelde con el freno de dientes de lobo, y el que corre brioso al combate tiene que sentir menos su dureza. El amor se encona más cruel y despótico contra quien le resiste que con quien se reduce a tolerar su servidumbre. ¡Ah!, lo reconozco, soy tu nueva presa, Cupido, y alargo las vencidas manos, prontas a obedecerte. No se trata de guerrear: te pido la paz y el perdón; poca alabanza te reportaría, vencer. con tus armas a un hombre desarmado. Corona tus cabellos de mirto, apareja las palomas de tu madre, y el mismo Marte te proporcionará el carro conveniente; tú, montado en él, y en medio de las aclamaciones que publiquen tus hazañas, regirás con destreza las aves que lo conducen; formarán tu séquito los jóvenes subyugados y las cautivas doncellas, y su pompa será para ti un magnífico triunfo. Yo mismo, que soy tu última presa, caminaré mostrando mi herida reciente, y, esclavo tuyo, arrastraré mi nueva cadena. Con las manos atadas a la espalda, seguirán tus vuelos la buena conciencia, el pudor y cuanto se atreve a luchar con tu poderío. Todos te temerán, el OVIDIO 8 pueblo extenderá hacia ti los brazos, gritará en alto clamoreo : «¡Vítor, triunfo!» Al lado, te acompañarán la molicie, la ilusión y la furia, cortejo que sigue asiduamente tus pasos. Con tales soldados dominas a los hombres y los dioses; si te privases de su auxilio, quedarías desnudo. Tu madre, orgullosa, aplaudirá al triunfador desde el alto Olimpo, y esparcirá sobre su rostro una lluvia de flores. Con las alas ornadas de piedras preciosas, lo mismo que la cabellera, volarás resplandeciente en el carro de áureas ruedas, y entonces, si te conocemos bien, abrasarás a no pocos en tu fuego, produciendo tu carrera innumerables heridas. Aunque lo intentes, no podrán reposar tus saetas; tu férvida llama abrasa hasta en el fondo del agua vecina. Así aparecía Baco, al someter las tierras que baña el Ganges: tú, conducido por las aves; él, por los tigres. Puesto que yo, tengo que formar parte de tu sacro triunfo, no vayas a perder los despojos de tu victoria sobre mí. Contempla las armas vencedoras de tu pariente César; protege a los vencidos con la misma mano que acaba de someterlos. LOS AMORES 9


 III Mis preces son justas: la linda joven que me fascinó, o me ame, o consiga que yo la ame siempre. - Ah!, pedí demasiado: con que consienta ser amada, habrá oído Citerea todos mis ruegos. Acoge benévola al que te ha de servir mientras aliente con vida, y escucha las protestas del que sabrá guardarte fidelidad inquebrantable. Si los nombres ilustres de mis antepasados no me recomiendan; si un simple caballero es el autor de mis días; si no labran mis tierras innumerables arados, y mi padre y mi madre vivieron con sobria economía, que me abonen Apolo, las nueve hermanas y el numen plantador de las viñas, el amor que me entrega a tu poder, mi constancia, que ninguna abatirá, y mis puras OVIDIO 10 costumbres, mi ingenua sencillez y el pudor que colorea mi rostro. No me placen mil jóvenes a la vez; no soy mudable en amar, y, puedes creerme, tú sola serás el norte de mi perenne inclinación. Así merezca vivir contigo los años que me hilen las Parcas, y morir antes que profieras una sola queja contra mí. Sé tú el tema dichoso de mis cantos, y éstos surgirán dignos del objeto que los inspira. A los cantos debe la celebridad Ío, aterrada por sus cuernos; Leda, seducida por el adúltero Jove, bajo la figura de un cisne, y Europa, que atravesó el mar sobre las espaldas de un toro engañoso, sujetando los cuernos retorcidos con sus virginales manos. Nosotros asimismo seremos celebrados por todo el orbe, y nuestros nombres irán siempre inseparablemente unidos.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Miguel Ángel Asturias Los ojos de los enterrados Trilogía Bananera - 3 Fragmento.


Diez años después de la publicación de «Viento fuerte» , con la que MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS (1889-1974) inició su «Trilogía bananera», «LOS OJOS DE LOS ENTERRADOS» completó el vasto ciclo que tiene como tema !a penetración en Centroamérica de las grandes compañías multinacionales. Si la novela que inauguraba la serie narraba la lucha de los pequeños plantadores —encabezados por el norteamericano Lester Mead— contra la gran Compañía internacional y «El Papa Verde» denunciaba la intromisión de intereses económicos extranjeros en los resortes del Estado, «Los ojos de los enterrados» relata el fin de Maker Thompson y la organización de una huelga general que permite a los peones de la Bananera y del Sindicato de los trabajadores de Tiquisate imponer sus condiciones a la Compañía, provocando, finalmente, la caída de una larga dictadura. El clima de violencia alcanza ia máxima cota de tensión en la novela que cierra la trilogía y le confiere una dimensión épica. Las peripecias personales de Juan Pablo Mondragón, Malena Tobay, Cayetano Duende y Andrés Medina ceden el primer plano del relato al protagonismo del pueblo en lucha contra la opresión La antigua leyenda indígena, según la cual los enterrados esperan con los ojos abiertos el día de la justicia, se entrelaza con la incidencias de la trama y proporciona a la narración un fondo mítico y un elemento de lirismo. Novela evidentemente política, la prosa magistral de sus páginas, en que se aúna la frescura del habla popular con la brillantez heredada de la tradición modernista y las innovaciones técnicas de las vanguardias, revela que el Premio Nobel de 1967 fue un autor tan comprometido con la realidad sociopolítica de su país como con las más altas exigencias artísticas.





Miguel Ángel Asturias

Los ojos de los enterrados

Trilogía Bananera - 3




Miguel Ángel Asturias, 1969
Editor digital: Piolin
ePub base r1.2






 Primera parte

 I

—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
La Anastasia —Anastasia, sin apellido, ni reloj, ni calzón, todo al aire como la gente del pueblo, el nombre, el tiempo, el sexo— no se contuvo, lo soltó como los buenos días de todas las mañanas, al asomar la cara por la puerta del salón «Granada», salón de baile, bar, restaurante, donde vendían helados con olor a peluquería, chocolates envueltos en relumbres de estaño, sandwiches de tres o más pisos, refrescos con espuma de mil colores y trago del extranjero.
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
La puerta caía sobre un salón largo, espacioso, ocupado por sillones de cuero rojizo, angulosos, pesados, propios para gente holgazana o borracheras corcoveadoras y mesas redondas, amplias, bajas, con lo de encima de una madera porosa que en lugar de lustrar se lijaba todos los días, para que siempre estuvieran limpias y nuevas, como acabaditas de estrenar.
Y todo lucía, como las mesas, limpio y acabadito de estrenar, menos los lustradores, niños miserables, sucios y haraposos que parecían viejos con voces infantiles:
—¡Lustre!… ¡Lustre!… ¿Se lustra, cliente?… ¡Una sacudidita!…
Todo lucía nuevo a las 10 de la mañana. ¡Qué 10 de la mañana, si ya iban a ser las 11!…
Nuevo el piso de cemento que brillaba como alfombra de caramelo, nuevos los ventanales, nuevos los espejos por donde se perseguían a velocidad de relámpagos de colores, las imágenes de los automóviles que paseaban sus carrocerías flamantes por la Sexta Avenida; nuevos los peatones mañaneros que iban por las aceras empujándose, topeteándose, abriéndose paso, piropo va y mirada viene, entre saludos, abrazos, golpes de sombrero y adioses con la mano; nuevas las paredes decoradas con motivos tropicales, nuevo el techo alabastrino y las lámparas de luz indirecta, gusanos de cristal que soltaban por la noche alas de mariposas fluorescentes; nuevo el tiempo en el reloj redondo, nuevos los meseros de pantalón negro y chaquetín blanco a lo torero, nuevos los borrachos gigantes, rubios, contemplando con los ojos azules, conservados en alcohol, el hormiguero de la ciudad mestiza, y nueva la voz de la Anastasia:
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
Jefes y soldados de uniforme verdoso, se acuartelaban desde muy temprano en el «Granada» a beber whisky and soda, masticar chicles y fumar cigarrillos de tabaco fragante —unos cuantos fumaban pipa—, todos ajenos a lo que pasaba alrededor de ellos en aquel país, totalmente ajenos, aislados en la atmósfera extraterritorial de su poderosa América.
La clientela matinal ocupaba las mesas vecinas. Agentes viajeros, sin más compañía que sus valijones de muestra, desayunaban almuerzos, mientras devoraban con los ojos las viandas de algún magazine, servidas en páginas de porcelana. No sólo de pan…, el businessman vive de anuncios. Entraban y salían bebedores del país, al trago mañanero. Lo ingerían y a escupir a la calle. Les disgustaba la presencia de la soldadesca extranjera. Eran aliados, pero Ies caían como patada. Otros, menos sudados de soberanía, por haber sido educados en los Yunait Esteit o haber trabajado en la Yunait, no les molestaba instalarse en el bar o en el salón junto a los yanquis, y no sólo hablaban, sino eructaban inglés, habilidad que lucían a gritos, sin faltar los que por dárselas de viajados, sin hablar ni entender aquel idioma, exclamaban a cada rato: ¡O-kayo-kayAmerica!..,
Los soldados se despernancaban a sus anchas, una pierna alargada bajo la mesa y la otra en gancho sobre el brazo del sillón. Algunos, tras apurar de tesón el vaso de whisky and soda, golpeándolo al dejarlo sobre la mesa ya vacío, hablaban de seguido un buen rato. Callaban y seguían hablando. Hablaban y seguían callados. Como si cablegrafiaran. Otros, apartándose el cigarrillo o la pipa de la boca, soltaban exclamaciones tajantes, recibidas por sus compañeros con grandes risotadas. Los que estaban en el bar, de espaldas a la concurrencia que ocupaba el salón, se volvían con el banco giratorio, sin abandonar el trago, rubios los cabellos, azules los ojos, blancas las manos, para indagar quién había dicho lo que festejaban sus camaradas, y aplaudirlo. Lucían, como soldados imperiales, los dedos con anillos y las gruesas muñecas con pulseras de oro…
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
—¡Tía, cuidado la oyen!… —decía a la mulata un chiquillo flaco que la coleaba por todas partes.
—¡Onque me oigan… vos sí que me gustás… caso entienden castilla!
El barman recibía los pedidos de la bodega entre gruñidos y rascones de cabeza.
—No es que los traigan tarde —se decía—, es que esta gente de la base militar está aquí desde que Dios amanece…
Los ojos achinados, el tajo de la boca bajo los bigotes lacios, un puro tiburón en la penumbra.
De las cajas y canastas tomaba las botellas como espadas, las desenfundaba de sus vainas de paja, y las alineaba en orden de ataque, convertidas en soldados. Los whiskys a la descubierta, tropa de choque, seguidos de las botellas de ron importado y ron del país, acaramelado y purgativo, de las botellas de gin, ladrillos transparentes llenos de fuego blanco, de los coñacs condecorados, de las botellas de vino generoso, envueltas en papel de oro, de las botellas de licores con algo de sirenas en las redes…
Y mientras el barman alineaba las botellas, el ayudante que atendía a la clientela, le decía:
—Moradas tengo las uñas de estar quebrando ajenjo, señor Mincho, y lo peor es que por ratos se me va la cabeza…
El olor a elixir paregórico del ajenjo, que no era ajenjo sino pernod, le mareaba y se le amorataban las uñas de mantener entre los dedos los vasos con pedazos de hielo en que la gota del grifo iba quebrando aquella bebida de color seminal.
—Tía, yo digo que entro… —insinuó el chicuelo a la Anastasia, cansado de estar frente a la puerta, sin hacer nada, un pie sobre otro.
—Entrá, pues, entrá… —empujó la mulata al chiquillo flaco, tiñoso de mugre, casi con escamas tras las orejas y el cuello, rotas las escasas ropas, los pies descalzos y uñudos.
El chico, medio haciéndose el cojo, la boca torcida y un hombro caído para inspirar más lástima, entraba con el sombrero en la mano a pedir limosna. De la puerta corría a las mesas ocupadas por los gigantes rubios. Junto a ellos se miraba más negro. (¡Ay, suspiraba la Anastasia desde la puerta, qué prieto que se ve mi muchachito entre la concurrencia!) Los soldados sin dejar de mover las mandíbulas rumiantes y hasta las orejas masca que masca chicles, le botaban algunas monedas en el sombrero. Otros le ofrecían whisky, otros le alejaban con la brasa del cigarrillo. Los meseros le espantaban, como a las moscas, a servilletazo limpio.
Un sargento canoso de piel colorada, dirigiéndose al empleado que atendía la caja registradora detrás de un mostrador de cigarrillos, confites, chocolates y caramelos, gritaba:
—¡No espantajlo, matajlo de una vez…, insecto, matajlo…, matajlo…, todos los hispanish insectos!
Y reía de su broma, mientras el chicuelo ganaba la puerta más corriendo que andando, asustado por los trapazos que con las servilletas le lanzaban los sirvientes.
—Arreuniste tanto así… —anunciaba la Anastasia al sobrino juntando y sopesando las monedas en una sola mano.
El chico le dejaba el sombrero y corría a pedir uno de los papeles con letras y caras de leones, caballos y gente, que repartían en la puerta del cine. Eso quería ser él, cuando le diera permiso su tía: repartidor de programas. Así entraría gratis en el cinematógrafo.
—¡Para estar encerrada en lo oscuro, Ave María, por cuánto iba yo a pagar!… —le cortaba la Anastasia, cada vez que él le pedía que lo llevara al cine—. Los pobres, sin necesidad de pagar, como no tenemos luz de esa eléctrica, cuando empieza la noche empieza nuestro cine. ¡No, mi hijito, cuesta mucho la vida para andar gastando… los ojos en lo oscuro!
—¿Insectos los hispanish?… —preguntó en inglés, recogiendo el dicho del sargento un parroquiano joven que ocupaba una mesa con otros amigos—. ¡Insectos pero necesitan de nosotros!…
—¡México, insecto que picar muy duro —tartamudeó aquél en español alzando la voz—, la Centroamérica, insectos chiquitos, locos… Antillas, no insectos, gusanos, y la Sudamérica, cucarachas con pretensiones!
—¡Pero necesitan de nosotros!
—¡En Minnesota no necesitamos, amigo! ¡Minnesota no ser Washington ni Wall Street!
La voz de un tercero, desde otra mesa, interrumpió vibrante:
—¡Díganle que se vaya a la… bisconvexa!
Bocinazos de automóviles último modelo que paseaban por la Sexta Avenida, entre el ir y venir de los peatones. Mediodía. Calor. El «Granada» a reventar. Todas las mesas ocupadas. El barman o el milagro de la multiplicación de los tragos. Tomaba las botellas al tacto, sin verlas y se las pasaba al aire de una mano a otra, ya listas, ya inclinadas para verter el líquido. Los meseros no se daban alcance. La caja registradora en un solo repique. El teléfono. Los periódicos. La rocola. La Anastasia…
—¡Ya se están mamando otra vez los gringos!
En las calles, altoparlantes anunciando películas y teatros. —¡El Gran Dictador, de Charles Chaplin!… ¡El Gran Dictador!… ¡El Gran Dictador!…—, más galillo que megáfono; chóferes ofreciendo sus taxis, más labia que galillo; vendedores de billetes de lotería, la fortuna con la pobreza del brazo, y el sobrino de la mulata de mesa en mesa, aprovechando que el servicio por atender a la clientela, no tenía tiempo de ocuparse de su mínima persona.
Pero al mediodía no juntaba mayor cosa. Mucho caballero encopetado y mucha dama enguantada, emplumada, empolvada, pintada, peinada, perfumada, y apenas si sacaba dos o tres monedas. Unos se hacían los sordos, otros los distraídos y aunque el chiquillo se atrevía a tocarlos, urgido por la necesidad, con sus pobres manos sucias, seguían conversando, sin hacerle caso, como no fuera para echarle fuerte, amenazarlo con la policía o preguntarle en forma agria y destemplada, si no tenía padres que lo mantuvieran. El rapaz se quedaba sin saber qué contestar, los ojos y el olfato en las sabrosuras que los criados repartían en las mesas, entre el traguerío y los ceniceros, sabrosuras que aquella gente bien comía con los dedos, entre sorbo y sorbo de trago.
—Porque debes tener tus padres… —le reclamó alguien.
—Papá tal vez que tenga… —susurró el chiquillo.
—¿Y mamá?
—No, mamá no tengo…
—Se te murió…
—No…
—¿La conociste?
—Es que yo soy sin mamá…
—¿Cómo es eso? Todo el mundo tiene su madre…

—Pero yo no tengo… Mi papá me hizo en una mi tía…

martes, 19 de febrero de 2019

RALPH ELLISON EL HOMBRE INVISIBLE Traducción de Andrés Bosch Editorial Lumen


                   




                
                                           


 

RALPH ELLISON

EL HOMBRE INVISIBLE
            
Traducción de Andrés Bosch

Editorial Lumen



                 

                                           Título original:
Invisible Man
                                                                                                                                                                                                                                                                                            
© de la edición original: Ralph Ellison, 1947, 1948,1952

                                                      A Ida

"¡Estás salvado!", gritó el capitán Delano, embargado por creciente perplejidad y dolor. "¡Ya estás salvado! ¿Qué es lo que ahora te entristece?"
HermAn Melville, Benito Cereno

Ni tampoco va a mí tu gesto sarcástico,
Ni es a mí a quien tu secreta mirada acusa,
No es a mí sino a aquel otro ser humano, si tal era,
Que tú me creías; deja que tu necrofilia
Se cebe en aquel despojo...
T. S. Eliot, Reunión de familia

                                 
 

                                  CONTRAPORTADA


Nacido en Oklahoma City, el 1 de marzo de 1914, el gran escritor negro-ame­ricano Ralph Ellison es, en virtud de la obra maestra que hoy publicamos, una de las más altas figuras de la novela americana de la postguerra Después de cursar estudios musicales, desde 1933 a 1936, en el Tuskegee Institute, su en­cuentro en Nueva York con el famoso escritor negro Richard Wriglit, le indujo a abandonar la música por la literatura. A partir de 1939, empezó a publicar, en efecto, numerosos artículos, ensayos y novelas cortas en distintas revistas, al­ternando la creación literaria con el ejercicio de sus actividades académicas, sólo interrumpidas durante la Segunda Guerra Mundial para servir en la marina mercante. Profesor de folklore y de cultura negro-americana en las Universida­des de Nueva York, Columbia y Princeton, la aparición en 1952 de su impre­sionante novela, Invisible Man, que hoy publicamos, galardonada con el National Book Azvard de aquel mismo año, le convirtió en el escritor negro más impor­tante de su generación. Tras residir durante dos años en Roma (1955-57), como becario de la Academia Americana de Artes y Letras, Ralph Ellison ha sido profesor visitante en la Universidad de Chicago (1961), ha dado varios cursos de creación literaria en la Universidad de Rutgers (1962), y ha pronunciado conferencias en la Biblioteca del Congreso de Washington y en la Universidad de California (1964). Dejando aparte la novela que le hizo famoso, es autor de numerosos artículos y ensayos, recopilados en el volumen que lleva por título Shadow and Act (1965), los cuales, según declaración del propio autor, giran en torno a tres temas fundamentales: La literatura y el folklore de su tierra nativa; la expresión musical de los negros americanos, especialmente el jazz y los blues; y las complejas relaciones entre la subcultura negro-americana y la cultura norteamericana en su conjunto.


 

                                         SOLAPAS

Considerada unánimemente por la crí­tica como la mejor novela americana publicada desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, El hombre invisible, del gran escritor negro Ralph Ellison, es una grandiosa alegoría, picaresca y simbólica, en la que se describe la trá­gica condición de los hombres de su raza. Escrita con el deliberado propó­sito de denunciar la angustiosa situa­ción del negro evolucionado y cons­ciente en un mundo de hombres blan­cos, esta obra simboliza el problema de la discriminación racial a través del mito de la invisibilidad. Relegado a la condición de ciudadano de segunda cla­se por la infranqueable barrera del co­lor, el negro sufre, no tanto por el des­precio de que es objeto, como por el hecho de que se le ignora socialmente, como si fuese invisible a los ojos de los demás. Este sentimiento de exclu­sión, esta situación humillante de sen­tirse, no ya separado y aparte, sino ignorado e inexistente en el seno de la sociedad en que vive, es el que Ellison ha descrito magistralmente en torno al protagonista central de esta novela. Se trata de un muchacho negro, que relata en primera persona la historia de su propia vida, y cuya condición de hombre sin nombre le convierte en per­sonificación anónima de todas las gen­tes de su raza y aun en símbolo de la humanidad entera. A través de sus an­danzas y aventuras, el autor ha plan­teado con un dramatismo sobrecogedor la trágica y paradójica condición del negro como hombre invisible, como in­dividuo cuya existencia no se quiere admitir. Y, al propio tiempo, dentro de la típica estructura de una novela pi­caresca, que cobra en ciertos momen­tos verdaderas dimensiones épicas, ha trazado una pintura acre e irónica, cru­da e hiriente, de la situación humana y social en los Estados Unidos en los primeros años de la postguerra. Su ex­cepcional acierto consiste en que, al erigir el mito de la invisibilidad en símbolo de la tragedia personal del ne­gro, le ha dado, al propio tiempo, una dimensión universal que rebasa los lí­mites de la mera discriminación racial para convertirse en símbolo de la alie­nación del hombre en el seno de la ci­vilización moderna.

lunes, 18 de febrero de 2019

100 años de literatura costarricense. Prólogo. (Fragmento). Tomo II.


Sobre la literatura costarricense existen numerosos estudios de carácter histórico, así como análisis de obras particulares, muchos de ellos poco conocidos por el gran público. Uno de los objetivos de 100 años de literatura costarricense es, precisamente, divulgar los principales resultados de dichos trabajos. (…) 100 años de literatura costarricense se inicia con los textos producidos desde mediados del siglo XIX para concluir con los escritores nacidos hacia finales del siglo xx. Dentro de cada período, las obras se ordenan de acuerdo con el género: lírica, ensayo, narrativa y teatro, la narrativa incluye cuento, novela, cuadro de costumbres y crónica. Una consecuencia de lo anterior es que un mismo escritor,  autor de obras de géneros distintos, aparece mencionado en diferentes secciones.
Cada uno de los capítulos posee varias partes: además del estudio de las obras más representativas, se incluye una somera presentación de la época, anexos con la información bibliográfica de los autores del período y las fuentes bibliográficas utilizadas, que se indican en el texto por medio de un número entre paréntesis cuadrado (…).
Las autoras.

Fuente:
100 años de literatura

Costarricense                                                         
Tomo II.
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica.. Editorial UCR.
2018.

domingo, 17 de febrero de 2019

PABLO DE SANTIS. LOS ANTICUARIOS. (FRAGMENTO).


Me quedé en silencio. Ella dormía encerrada en una cápsula de abandono y belleza. Contemplé su respiración. Me sentí culpable de estar allí, profanando la visión de su sueño. ¿Sabía qué se estaba jugando en ese momento? ¿Puedo alegar alguna inocencia? Habían pasado dos años, pero la bofetada de Montiel me escarnecía como si hubiera ocurrido recién, como si estuviera a punto de ocurrir. Hice muchas cosas malas en la vida, pero lo peor fue una palabra, de la que ni siquiera me arrepiento. No puedo alegar la excusa del odio, ni la de los celos; me bastó un vago encono. Dije su nombre y al instante quise imaginarlo inalcanzable, como si su armadura blanca y su máscara de esgrimista sirvieran para protegerlo de todas las acechanzas y los enemigos, inclusive de los anticuarios.
Calisser asintió con gravedad, y yo pensé que era lo que esperaba de mí, y que la respuesta lo tranquilizaba. Después sacó algo que parecía un largo alfiler de oro. En la cabeza del alfiler había un rubí. Lo acercó al cuello de la muchacha. Tomé el brazo de Calisser, pero me apartó con desdén.
—No le voy a hacer daño. Sólo quiero que usted saque de este día una enseñanza.
—¿Sobre qué?
—Sobre usted.
Punzó su cuello con delicadeza, y pronto se dibujó en la piel blanca un único punto de sangre. Se mostró satisfecho de su pequeña obra.
—Los dejo solos —dijo Calisser. Puso el alfiler en mi mano y cerró la puerta.
La gota de sangre me ofendía; la gota de sangre contaminaba la habitación matrimonial, contaminaba el sueño sin sueños de Luisa. Necesitaba borrarla. Busqué en mis bolsillos un pañuelo, y no encontré. Había uno bordado sobre la cómoda, bajo cuyo vidrio se repetían las fotos de Balacco y su esposa, y de Luisa bebé, y de Luisa con guardapolvo blanco, y adolescente, con el pelo atado con una cinta y la mirada desafiante. Pero algo decidió por mí y dejé el pañuelo donde estaba y con la punta de la lengua hice desaparecer la gota. Me acordé de la alumna nueva, en un recreo remoto, el dedo lastimado por el vidrio de una ventana. Al borrar la sangre de Luisa, borraba también la herida de su mano.
Pero ésas eran ilusiones. No había conseguido borrar nada, porque ahora aparecía una gota de sangré más grande que la anterior. Volví a probarla, y sentí una indecible melancolía; era como si el efímero caramelo rojo encerrara el gusto de algo que había perdido en un tiempo anterior a la memoria. ¿Cómo era posible que una gota bastara para una nostalgia semejante? Con la tercera gota descubrí, completa y perfecta, la sed; la sed que había estado dormida y ahora despertaba. El elixir era apenas la copia; la sangre, en cambio, estaba despojada de toda irrealidad, tenía el gusto de las cosas que han estado allí desde siempre, de las cosas que son en sí mismas. Besé el cuello, dejé que la sangre manara en pequeñas líneas temblorosas; pero no me bastó, y me tendí sobre ella, aplastándola, sofocándola. Besé sus labios y los mordí lentamente; aún prisionera en el sepulcro de cristal de los narcóticos se estremeció con una convicción sonámbula. La besé mil veces, mientras afuera los ruidos de la calle se hacían más esporádicos y al final se apagaban, como si con cada beso yo me internara un paso más en su propio sueño. Las horas que había pasado en el frío, en la espera, las horas de insomnio, todo me había conducido hasta ese punto de oscuridad y extravío. Ese instante era la abyecta justificación de mis noches perdidas. Levanté la falda del vestido, arranqué las medias de seda. El alfiler de oro guiaba mi mano, me decía dónde punzar y dónde no. Para resistirse, ella sólo tenía armas imprecisas: unos pequeños espasmos, la mitad de la mitad de una palabra, el movimiento de los ojos bajo los párpados. No era suficiente. Yo alimentaba mi sed, que con cada gota de sangre y cada beso se hacía más mía. Quise que ese instante no se borrara nunca, y quise que desapareciera de mi memoria; quise vivir para siempre y quise morir. Temí que eso que había en mí, y que era más nuevo y a la vez mucho más antiguo que yo, llegara a devorarla. Hubiera podido hacerlo; descubrí en mi hambre una perfección, un ansia de totalidad, que nunca había encontrado en mi vida.
Me derrumbé dormido sobre ella. Si soñé con algo fue con una negrura sin fin. Desperté en mitad de la noche. Llegaba desde la calle un poco de luz de las lámparas de mercurio. Miré entonces con horror la piel pálida, las huellas de sangre reseca en el cuello, en los pechos, en la cara, en los muslos. Abrió los ojos y me miró, aún dentro de su sueño, sin sorpresa, sin escándalo, sin esperanza. Luego volvió a cerrarlos. De la plenitud ya no quedaba nada, había manchas, sobras del festín; empecé a limpiar el cuerpo con el pañuelo bordado, que fue tiñéndose de rojo.
Escuché algún ruido en la casa profunda e intrincada. No era capaz de sentir miedo, sólo un difuso fastidio. Todas las luces estaban apagadas, salvo la de la biblioteca. El profesor Balacco era un obsesivo con sus libros, ¿quién se atrevía, en medio de la noche, a explorar su biblioteca? Mientras caminaba escuché el maullido inquieto del gato en un rincón del pasillo.
La puerta estaba abierta. Los anaqueles, que trepaban hasta un techo inusualmente alto, como si aquel cuarto perteneciera a una dimensión distinta que el resto de la casa, encerraban una de las más grandes bibliotecas que existían sobre la superstición, sobre los mecanismos de la creencia. La escena que estaba en el centro de la sala corregía todas aquellas páginas. Montiel estaba tendido en el suelo. Vestía pantalón y una camisa blanca, ya completamente ensangrentada; noté que sus zapatos eran de charol. Le habían perforado o cortado el cuello y la herida ya se veía oscura, seca. El cuerpo tenía la palidez de la muerte. A su lado, de pie, estaba Lalika, completamente desnuda. Había doblado cuidadosamente su ropa sobre una silla, contra la pared. Era mujer: aún en el frenesí, cuidaba de que no hubiera una sola mancha. Los pies descalzos habían dejado sus huellas sangrientas en toda la biblioteca, como si hubiera interrumpido su ceremonia para consultar un libro u otro. Me miró sin vergüenza, sin interés. No buscó cubrirse. La sangre había formado una máscara de la mitad de la cara para abajo, pero también había trazos rojos alrededor de los párpados, como si se hubiera restregado los ojos con las manos húmedas. Los brazos eran largos y huesudos. Había mantenido la juventud, tensa e irreal, pero los años habían llenado la piel blanca de cicatrices y marcas. Esas marcas le daban al cuerpo la belleza que advertimos en antiguas estatuas, cuando alguna imperfección, la carcoma de los siglos, un brazo que falta, la erosión de una larga permanencia en el fondo del mar, abren las puertas de la contemplación, y arrancan a la belleza de su encierro. Yo la había visto llena de compasión por la suerte de Calmet, el dueño del cine; pero esa compasión sólo podía aplicarse a los de nuestra especie. Ahora no parecía en absoluto proclive a la compasión.
—Váyase ahora —dijo—. Yo me ocupo de todo. Se lo prometí al Francés.
EDITORIAL PLANETA. 2010.

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  Literatura y vida Prólogo de Alicia Mariño Espuelas   Leer para vivir, como decía Gustave Flaubert, y como reza al comienzo de este libr...

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