Cuatro
grandes gringos
ARTHUR MILLER
1. Existe una fotografía de
varios miles de parisinos marchando por la rue Soufflot hacia el
Panteón el día de la toma de posesión del presidente de Francia,
François Mitterrand, en mayo de 1981.
Entre la multitud, destaca un
hombre más alto que cualquier otro. Quienes le conocen pueden
identificar con facilidad a Arthur Miller, la cabeza descubierta en
la tarde tormentosa, el impermeable arrojado sobre un hombro, los
anteojos firmemente colocados en el perfil digno de las monumentales
esculturas presidenciales del Monte Rushmore.
O como decía William Styron:
—Arthur
Miller es el Abraham Lincoln de la literatura norteamericana.
Nada lo ha rebajado. Ni la
tragedia personal. Ni el desafío político. Ni la moda intelectual.
Ni, acaso, sus propios errores.
Yo crecí en Estados Unidos en
los años treinta, ese “valle sombrío” como lo ha llamado el
historiador británico Piers Brendon, la década cruel en la que los
conflictos ideológicos, las políticas económicas y la condición
misma del ser humano entraron en una profunda crisis.
Entre el crack financiero del
año 29 y el estallido de la conflagración mundial del año 39, las
respuestas a las crisis fueron remedios peores que la enfermedad:
regímenes totalitarios, militarismo, cruentas guerras civiles,
violaciones del derecho y de la vida, lasitud e indiferencia
democráticas…
La gran excepción fue Estados
Unidos de América. El presidente Franklin Delano Roosevelt y la
política del Nuevo Trato no tuvieron que acudir a medidas
totalitarias ni a supresión de libertades para afrontar los desafíos
del desempleo, la crisis financiera, la pobreza de millones de
ciudadanos y la quiebra de miles de empresas.
Roosevelt y el New Deal
acudieron a lo más preciado que tiene Estados Unidos: su capital
social, su dividendo humano. El país fue reconstruido con su
potencial humano y social, pero también gracias al impulso dado a
las artes y, muy particularmente, a las artes teatrales.
En este mundo se formó Arthur
Miller y ese su perfil de Mount Rushmore es también el perfil de una
era en la que la gran nación norteamericana depositó su confianza
en la fuerza de trabajo del pueblo y actuó con la energía y la
justicia que se dan cuando, como entonces, los ideales y la práctica
se unen.
Más tarde —o cada vez que—
Estados Unidos ha divorciado los ideales de la práctica —cuando
sus gobernantes han dicho que Estados Unidos no tiene amigos, sólo
intereses, cuando sus mandatarios han afirmado que Estados Unidos “es
el único modelo superviviente del progreso humano”, excluyendo al
resto de la humanidad, es decir, a todos nosotros—, yo vuelvo la
mirada a Roosevelt, al Nuevo Trato y al teatro de Arthur Miller,
altísima representación artística de una política humana de
inclusión permanente, de fraternidad que se reconoce a sí misma
abrazando a los demás y diciéndoles:
—Ustedes,
los demás, nunca serán los de menos.
Él se enfrentó al senador
McCarthy, que con el pretexto de combatir al comunismo replicó las
prácticas del estalinismo: la delación, los juicios amañados, la
destrucción de vidas, familias, reputaciones, carreras.
Él se enfrentó a los
senadores McCarran y Walter, que le retiraron el pasaporte, como si
el ejercicio de la crítica fuese una traición a la patria.
Los senadores han sido
olvidados.
Pero su amenaza debe ser
recordada.
El horizonte del siglo XXI se
abre con sombríos nubarrones de racismo, xenofobia, limpieza étnica,
nacionalismos extremos, terrorismo sin rostro y terrorismo de Estado,
hegemonías arrogantes, desprecio del derecho internacional y sus
instituciones, fundamentalismos de varia especie…
¿Qué subyace a todos estos
peligros?
No el eje del mal sino el mal
de la intolerancia y el desprecio hacia lo diferente.
Sé como yo, piensa como yo, y
si no, atente a las consecuencias.
La obra teatral de Arthur
Miller es una propuesta humana incluyente, un llamado a prestarle
atención y darle la mano, precisamente, a quienes no son como tú y
yo, a los hombres y mujeres que, gracias a su diferencia, completan
nuestra propia identidad.
Reconocernos en él o ella que
no son como tú y yo:
Quizás esta voluntad,
expresada en términos de conflicto dramático, sea el sello común
de los dramas de Miller.
Todos son
mis hijos,
Las
brujas de Salem,
La
muerte de un viajante,
Panorama
desde el puente,
Después
de la caída.
Arthur Miller nos ha hecho sentir que los dilemas de los hombres y
mujeres de Norteamérica son nuestros, compartidos por un mundo al
que Miller le dice: También hay una América herida en su humanidad,
como lo están todos ustedes, nuestros hermanos. En La
muerte de un viajante,
Willy Loman nos habla trágicamente desde el abismo de una creciente
separación entre ser y no ser, tener y no tener, pertenecer o no
pertenecer, amar y ser amados.
Digo “trágicamente” y
aludo así a Miller no sólo como heredero del teatro de Ibsen, sino
del teatro de catarsis de Sófocles. En verdad, los conflictos
humanos y situaciones sociales del teatro de Miller se sustentan en
una visión trágica renovada que nos dice: No nos engañemos. No
vivimos en el mejor de los mundos posibles. Nos incumbe recrear una
comunidad humana, una ciudad digna de nuestras mejores posibilidades
como criaturas de Dios.
Sabernos falibles para sabernos
humanos para sabernos solidarios. El teatro de Arthur Miller posee el
poder de convertir la experiencia en destino y el destino en
libertad.
Sí, William Styron dice que
Miller es un Lincoln de las letras.
Yo digo que es un Quijote en el
gran escenario del mundo, probándonos, una y otra vez, que los
molinos son gigantes y que la imaginación humana, si no puede por sí
sola cambiar al mundo, sí puede, siempre puede, fundar un mundo
nuevo y, con esperanza, un mundo mejor.
2. En 1966, Miller nos recibió
a mí y a varios escritores excluibles e indeseables por la política
de la Guerra Fría bajo el toldo de la filial norteamericana del Pen
Club de Nueva York. El evento reunió a autores de muchas ideas y
varias naciones, incluyendo, por vez primera, a escritores del bloque
soviético. Neruda y yo escribimos entonces que quizás la Guerra
Fría se deshelaba un poco, al menos en territorios de la cultura.
Comento en el capítulo que
dedico a Neruda la respuesta oficial cubana. La Guerra Fría, dijeron
desde La Habana, debe continuar porque hay dos “ideologías”
—comunismo y capitalismo— irreducibles e irreconciliables. Miller
vio más allá de esta mentalidad maniquea, proponiendo un mundo en
movimiento, un mundo en el que los seres humanos, sus ideas, sus
deseos, sus dudas, se encuentran y a veces se hieren, pero al cabo se
crean entre sí, promueven una nueva realidad.
Miller, en su teatro, buscó
este grano de verdad común a posiciones opuestas. Tal ha sido, desde
Sófocles, el origen del teatro trágico. La tragedia es el
reconocimiento de la verdad del otro, y la escena es el espacio
requerido para que la experiencia se convierta en conocimiento.
En sus
memorias, Timebends,
Miller nos cuenta cómo escribió The
Crucible:
“Supongo que durante mucho tiempo buscaba a un héroe trágico…
Mientras más trabajaba, más seguro estaba de que, por improbable
que pareciese, hay momentos en que sólo la conciencia individual
impide que el mundo fracase”.
Miller creía en la capacidad
humana para salir de “las piscinas del instinto” y de “los
oscuros atavismos de la sinrazón y la guerra”. Sin embargo, al
conocer la desaparición de John F. Kennedy, sintió angustia de
saber que la muerte puede atravesar con un dedo “la delicada red
del porvenir” y que, a veces, “el cosmos, simplemente, cuelga el
teléfono”.
Sin embargo, Miller le dijo al
entonces presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, que “la historia
es el equipaje de nuestra mente” y que deberíamos, al menos,
permitirle a la vida que no sirva, sino que gobierne, los argumentos
que “cada parte quisiera comprobar ideológicamente”.
Vivo parte del año en Londres,
y una de las razones es que en el Reino Unido pude ver las obras de
Arthur Miller que no se estrenan en Nueva York. La diferencia es que
la Gran Bretaña, junto con los países de la Comunidad Europea,
tiene un teatro de repertorio, presupuesto público para las artes y
un cuerpo descentralizado de teatros independientes del dominio
metropolitano de Londres, dirigiéndose a un público orientado a la
calidad y creado, precisamente, por políticas públicas.
De Chichester a Edimburgo, de
Nancy a Aviñón, de Barcelona a Mérida, de Hamburgo a Munich y
Salzburgo. Gran diferencia con el teatro neoyorquino, donde, a
menudo, un solo periódico y a veces un solo crítico pueden decidir
el destino —la vida o la muerte— de una obra de teatro que, es
concebible, merecería más atención y abarcaría más promesas que
las que un solo periódico o un solo crítico le reservarían.
Como presidente del Pen, Miller
defendió a muchos escritores sometidos a cárcel o a censura. Milan
Kundera, aún en Praga, sufre “presiones terribles”, le escribí
a Miller, recordándole que Milan pudo salir de Checoslovaquia en
1968, pero prefirió quedarse y pelear. En vez, el régimen lo
despojó de su biblioteca y le dio un empleo de jardinero público.
Otro caso atendido por Miller fue el del escritor mexicano José
Revueltas. En noviembre de 1968 le hice llegar a Miller una protesta
de escritores españoles y latinoamericanos a favor de Revueltas,
injustamente encarcelado por el régimen autoritario de Gustavo Díaz
Ordaz. Recordé que Revueltas escribió las primeras novelas
socio-psicológicas de nuestra literatura y que en 1968 apoyó a los
estudiantes que lucharon por las libertades públicas en México. En
noviembre, Revueltas fue invitado a “dialogar” con un funcionario
del gobierno mexicano. El supuesto “diálogo” era una trampa.
Revueltas fue arrestado y encarcelado “incomunicado”. Se le acusó
de crímenes increíbles: robo, asesinato, sedición y llamado a la
violencia. En realidad, su único crimen consistió en ejercer
derechos que le otorgaba nuestra Constitución.
Estoy seguro
de que, de una u otra manera, la protesta internacional a favor de
Revueltas ayudó al novelista de El
luto humano,
Los
muros de agua
y Los
errores,
acordes con el credo público de Miller:
“Un
artista tiene suerte si vive en un tiempo y un país sin política,
pero aun la buena fortuna tiene un precio, pues un país sin política
carece de destino y el escritor debe inventar lo que la naturaleza no
ha proporcionado… Pero nuestro destino, a pesar de todo, es
político… yo detesto la política tanto como detesto el teatro,
donde la verdad es reconocida pocas veces y la falsedad casi siempre
es aclamada. Como el actor, el político pronto pierde el matiz
inicial de la nobleza y descubre que, casi siempre, los que conocen
la verdad no la dicen y los que la dicen no la conocen. El arte es
largo y se supone que sobrevivirá al poder. Hay sistemas políticos
que imposibilitan al arte y lo destruyen cuando se manifiesta. Hay
tendencias humanas que apoyan estos sistemas. Por eso no hay
conflicto fundamental entre ser artista y participar en política. La
presencia de ambos consiste en humanizar al hombre y a la vida.”
En febrero
de 1965, Miller me propuso que le sucediera como presidente del Pen
internacional. Exaltó la existencia de una arena donde los “tres
mundos” podían encontrarse sin ser devorados por los conflictos
ideológicos. Hube de declinar la oferta de Miller por muchas
razones. Mi disputa con el gobierno de México, que acababa de negar
la posibilidad de filmar mi novela Zona
sagrada.
Mi dificultad para entrar a Estados Unidos. Mis diferencias con el
mundo soviético a partir de la invasión de Checoslovaquia. Y en
Cuba, me preocupaban las señas de estalinización en la cultura. En
vez, le propuse a Miller, carta del 16 junio de 1969, a Mario Vargas
Llosa como el candidato ideal, en virtud de “su energía, lucidez,
experiencia como educador y cercanía a los problemas básicos del
escritor en el mundo no-industrial”.
Por fortuna, esta candidatura
prosperó.
3. Miller tuvo un matrimonio
muy comentado y muy difícil con la actriz Marilyn Monroe. Ésta
sentía una gran necesidad de superarse. Asistió a los cursos de
actuación de Lee Strasberg. Leyó a Dostoyevsky. Y se casó con
Arthur Miller. Sólo que no le hacía falta ser algo más que ella
misma, la bella mujer asombrada del mundo, herida en su sensibilidad
y a pesar de todo, alegre y confiada. Seguramente Miller vio en ella
todas estas cualidades. La llevó a vivir a la casa de campo en
Connecticut. Sólo que, invitados a cenar por alguno de los
escritores del rumbo, Marilyn empezaba a prepararse al mediodía, se
peinaba, se maquillaba, se despeinaba para peinarse de nuevo,
cambiaba el maquillaje, bebía para calmarse, volvía a beber y a las
seis de la tarde ya no podía ir a ningún lado.
Miller tuvo mejor fortuna
casándose, más tarde, con Inge Morath, la gran fotógrafa de
Magnum, la agencia de Henri Cartier-Bresson. La conocí, muy jóvenes
los dos, en 1959, cuando me fotografió en el atrio de la calle de
Liverpool donde yo escribía. La frecuenté a lo largo de su
matrimonio con Miller, lúcida, activa, preocupada por el mundo y la
vida y madre de dos hijos de Arthur. Sentí su muerte como una gran
pérdida.
Hablé en un
homenaje a Miller en un teatro de Manhattan. Luego, fui a cenar con
él y el actor Eli Wallach en Sardi’s,
el restorán teatral de la calle 44. Comíamos cuando se acercó a
Miller un hombre joven y alto. Bajó la cabeza y le susurró algo
inaudible a Miller en el oído. El escritor se levantó, tomó al
joven de las solapas, lo llevó hasta la puerta del restorán y lo
arrojó la calle.
JOHN KENNETH GALBRAITH
Durante los funerales del
presidente John F. Kennedy, muchos dignatarios extranjeros, así como
personalidades de Estados Unidos, se reunieron en las salas de
recepción de la Casa Blanca.
Dos perfiles nadaron por encima
del mar de gente: los del presidente de Francia, Charles de Gaulle, y
el profesor de Harvard, John Kenneth Galbraith.
—Me llamó
la atención que hubiese aquí un hombre más alto que yo —le dijo
De Gaulle (seis pies y seis pulgadas) a Galbraith (siete pies, o
acaso, dicen sus muchas admiradoras, siete pies en todos los
sentidos).
—¿Qué
nos distingue del resto de la humanidad? —continuó, imperativo
como era, el presidente de Francia.
—Primero
—dijo con lentitud solemne Galbraith—, somos más notados que los
demás, como acaba usted de comprobarlo. Y segundo, estamos obligados
a ser más virtuosos, dado que todos nos miran. No tenemos dónde
escondernos.
—Muy bien,
muy bien —sonrió De Gaulle—. Pero no olvide que debemos ser
implacables con los hombres de baja estatura.
Claro, todo francés lleva un
Napoleón escondido en el bolsillo, de la misma manera que cada
soldado de Bonaparte llevaba un bastón de mariscal en su mochila.
Galbraith, hijo de las generosas llanuras del Canadá, no escondía
nada. Su altura era tan sólo la forma vertical de la llaneza. Su
franqueza, así le diese el derecho —Galbraith, recto como una
flecha— de mirar las locuras del mundo desde su personal atalaya,
con una seca ironía.
Lo importante, sin embargo, era
que el pensamiento de Galbraith era aún más alto que él. Pero no
estaba en las nubes. Galbraith, el Anteo de la social-democracia
norteamericana (lo que ellos llaman “liberalismo”) fue el Quijote
de la ciencia económica. Lo vimos, lanza en mano, vencer a gigantes
reaccionarios, levantarse contra los molinos de viento de las más
piadosas ilusiones conservadoras y revelar, detrás de la pretendida
nobleza de los barones de la derecha, la faz avara del usurero menos
aseado.
Era, sin
embargo, un hombre abierto a las razones del contrario, como lo
demuestra su duradera amistad con el pontífice máximo del
conservadurismo norteamericano, William Buckley, a quien Galbraith
respetaba por su condición de gadfly,
tábano derechista ilustrado, digno contrincante ideológico de
Galbraith. Recordé que la familia Buckley había traído a México,
sobre todo Buckley padre, representante de la Texas Company y
promotor de la intervención norteamericana en mi país, una política
adversa a México. Galbraith sonrió y me recordó que en 1914 la
intervención fue autorizada por el secretario de la Marina, Josephus
Daniels, más tarde admirado embajador en México del presidente
Franklin Delano Roosevelt, subsecretario de Daniels en 1914.
En otras palabras, la historia
fluía y no podían mantenerse viejos agravios a costa de nuevas
realidades y las oportunidades que conllevaban. Por la casa de
Galbraith en Cambridge, Massachusetts, pasaban lo mismo Rajiv Gandhi,
que sería primer ministro de la India, que Carlos de Borbón, que
quería ser rey de España. Indico que el interés de Galbraith en
personas distintas a él no rebajaba las convicciones propias que
Galbraith mantenía con una reserva, dignidad y fortaleza ejemplares.
Me di cuenta, frecuentándolo, que quienes se exponían a ser
convencidos eran sus adversarios ideológicos. En este sentido, la
relación de Galbraith con Buckley era algo más que una prueba para
ambos. Era una constancia de que uno y otro, desde trincheras
opuestas, podían dialogar.
¿Qué
defendió, que proponía Galbraith en sus grandes libros? —La
sociedad de la abundancia,
El
nuevo Estado industrial,
La
economía y la función pública,
La
cultura de la satisfacción
y La
naturaleza de la pobreza de masas—:
que la vituperada intervención del Estado en la economía era
insignificante comparada con la intervención económica permanente
de las grandes corporaciones. Galbraith develó el teatro del mundo
económico. Los gobiernos conservadores proclamaban la supremacía
del mercado en todo menos dos cosas: salvar a las corporaciones
privadas y aumentar los gastos de defensa. Éstos continuarían
siendo responsabilidad del Estado, asunto que no puede dejarse a la
caprichosa mano de Dios.
Ninguna compañía privada que
se respete a sí misma, comentó Galbraith, se abandonaría a los
vaivenes del mercado. Verdad central para fortalecer a los estados
latinoamericanos, tan incipientes aún, sin menospreciar a la
iniciativa privada y apelando a la sociedad civil. Quienes reclaman
que el Estado se ausente, no podrían sostener, sin el Estado, los
territorios que reclaman, trátese de la defensa nacional, de la
solidaridad social o de la regulación de la banca privada.
Mi hijo Carlos, que era
fotógrafo, sorprendió a Galbraith saliendo de su recámara, vestido
con una bata japonesa, en una de tantas visitas que mi familia y yo
hicimos a la casa de Ken y Kitty, su mujer. Gozamos de la infinita
hospitalidad de nuestros amigos. La fotografía de mi hijo acentúa
la figura de lápiz del profesor, su caligrafía personal y su
devoción al Oriente. Galbraith nos acompañaría, cada mañana de
ocho a nueve, en el desayuno y luego se encerraría en su estudio a
escribir, recordándonos a todos que la caída del comunismo no
aseguraba el triunfo de la justicia social. Anticipándose a nuestro
propio tiempo, Galbraith nos advertía que los problemas eran
nuestros, no una invención del enemigo, y que aunque éste —como
sucedió— desapareciera, ello no resolvía nuestros propios
asuntos.
Galbraith se anticipó así al
nuevo postcomunismo ubicando la temática, no fuera, sino dentro de
la propia sociedad industrial avanzada que tan claramente describió
en sus libros. Algunos de ellos, escritos durante el ascenso del
macartismo y su secuela de denuncias infundadas y destrucción de
carreras, insisten en ubicar los problemas dentro del mundo
capitalista y no expulsarlos al dominio brumoso de la conspiración
extranjera.
Lo que Galbraith definió es
que la economía no debe prestarse a legitimar el estado de cosas
actual a fin de dominar al consumidor y conducirlo, con complacencia,
a la pérdida de libertades en nombre de políticas arbitrarias y a
corto plazo. En el reino de lo inmediato, lo posible es olvidado a
nombre de lo imposible. El gobierno es visto como una carga
indeseable, la inversión sólo se entiende a corto plazo, la
especulación financiera se aprovecha de la situación y actúa en
consecuencia, creando una economía gaseosa, de burbuja. Se canjean
papeles, se pierde trabajo, producto y, al cabo, se pierden
libertades.
Que estas
previsiones críticas de Galbraith se hayan convertido en evidencias
a principios del siglo XXI extendiéndose a las economías más
desarrolladas explica, con gran anticipación, las crisis
subsecuentes. En Europa, los problemas de la moneda común, el euro,
y de los gobiernos asociados al mercado común. Y en Estados Unidos,
el cierre de los portales del “sueño americano” a una clase
media que siente en vivo la posibilidad de descender a clases
inferiores. Ya Galbraith había advertido sobre la existencia de una
“clase inferior funcional” a la que se le negaba el apoyo para
salir de la inferioridad. Las políticas del Nuevo
Trato
dieron los programas y abrieron los caminos a las clases trabajadoras
y medias. Los gobiernos republicanos, culminando con el de George W.
Bush, quisieron cerrarlos. No nos engañemos. La crisis contemporánea
de Norteamérica no es obra del presidente Barack Obama, sino de su
antecesor, y de la trágica y contradictoria política de bajarle
impuestos a los ricos y restarle servicios a los pobres: menos salud,
menos educación, menos seguro social, en nombre del “ahorro”
conservador disfrazado del “despilfarro” liberal.
Para Galbraith, el sujeto de la
economía era, ni más ni menos, el ser humano, su bienestar, su
salud, su educación y su esperanza. Fines al parecer modestos
olvidados por el poder político y financiero pero recordados, nos
recuerda Galbraith, por los ciudadanos comunes y corrientes que no
han sido entrenados para inventar ilusiones.
Como ciudadano de México,
agradecí la preocupación de Galbraith acerca del destino del
trabajo migratorio en el mundo globalizado. Las previsiones de
Galbraith nos permiten entender que Estados Unidos necesita al
trabajador mexicano pero que México, aún más, necesita a sus
propios trabajadores a fin de resolver problemas de pobreza,
desempleo y violencia.
Crítico
precavido del proceso global, Galbraith nos obliga a pensar que, si
la globalización mueve dinero, valores, cosas, es mucho menos
exitosa en el movimiento y protección del trabajo. La mente
profética de Galbraith nos advierte sobre la necesidad de formular
un Nuevo
Trato
global que tienda un puente entre el 20% de la población que recibe
el 80% del ingreso mundial, y el 80% de la población que vive en los
márgenes de la pobreza o del ingreso medio.
Alega Galbraith que si los
“ilegales” en Estados Unidos fuesen expulsados, el efecto
económico sería desastroso. Habría trabajos que nadie más querría
hacer. Muchos trabajos tediosos aunque útiles se verían
incumplidos. Frutas y vegetales en estados como California, Texas y
Florida no serían recolectados. Los precios de los alimentos
aumentarían de manera espectacular. Los trabajadores mexicanos
quieren ir a Estados Unidos. Son necesarios. “Añaden visiblemente
—alega Galbraith— a nuestro bienestar”. Sin ellos, la economía
norteamericana sufriría.
¿Qué mueve a la migración
laboral? Hoy, alega Galbraith, se observan dos tipos de pobreza: la
que aflige a las minorías en algunas sociedades y la que aflige a
todos menos a la minoría en otras. Nadie, argumenta Galbraith, es
pobre por voluntad divina, ni merece la miseria… La pobreza de
masas no se debe a la escasez o abundancia de recursos naturales.
West Virginia los tiene y es pobre. Connecticut no los tiene, y es
rico.
¿Se deben la pobreza y el
bienestar a la naturaleza del gobierno y del sistema económico? La
historia nos demuestra que todo ejemplo tiene su opuesto y toda regla
su excepción. China, pese a la retórica, ha hecho más para vencer
la pobreza que la India, a pesar de la suya. ¿Es pobre un país
porque carece de capital para el desarrollo? ¿Es pobre porque no
tiene talentos técnicos y administrativos? ¿O no los tiene porque
es pobre? ¿Es la pobreza tanto causa como consecuencia? ¿Se debe la
miseria al clima o a la latitud? ¿Es la pobreza un legado del
colonialismo? ¿Por qué hay pobres en las naciones colonizadoras?
¿Atacan los “espíritus del mal” a las naciones poco
desarrolladas como alegan algunos misioneros?
¿O sufren los países pobres,
como alegó Raúl Prebisch, de producir sobre todo materias primas y
productos agrícolas?
Sólo que Estados Unidos y
Canadá, Australia y Nueva Zelanda son grandes productores de
productos primarios y no son pobres. Lenin vio la pobreza del llamado
“tercer mundo” como contrapartida de la riqueza de las naciones
avanzadas. Los ricos lo serían a costillas de los pobres. Pero la
economía no es el problema permanente de la humanidad, advirtió
Keynes. La pobreza de una parte del mundo amenaza la riqueza de la
otra parte. “No podemos crear un paraíso interno, abandonar al
mundo externo al infierno y sobrevivir.”
¿Qué proponía, entonces,
Galbraith? Reconocer algunas verdades dolorosas. Existe un
“equilibrio de la pobreza”. Romperlo es difícil. Hay una suerte
de gravedad que regresa a los pobres a la pobreza. La vida es
subsistencia. No hay ahorro. No hay, dentro de las sociedades
agrícolas, inversión para el desarrollo. La gente, en consecuencia,
sólo busca acomodarse a la situación. Un acomodo más completo
mientras más bajo es el nivel de vida y menos posible el esfuerzo
alterno para salir de él…
La “diferencia” entre
diversas “comunidades” de la pobreza consistirían entonces —dice
Galbraith— en el número de individuos que buscan escapar de este
equilibrio, cambiándolo o abandonándolo. Migrando, o resignándose
a que ser explotado es una miseria mejor que la miseria de no ser
explotado. El abandono que acompaña muchas veces a la migración del
campo a la ciudad —a México, a Lima, a Caracas—, ¿sería peor
que la pertenencia, el “acomodo”, a la pobreza rural?
¿Cómo cambiar este estado de
cosas? Ante todo, negarse al acomodo, incrementar el número de
personas que se niegan a ser “acomodadas”, que desean escapar y
necesitan que se les facilite el escape. O sea: démosle una
alternativa al “acomodo”. ¿De dónde proviene la alternativa?
Obviamente, de la educación. Los jóvenes educados que no aceptan la
fatalidad de la pobreza. Escapar de ella conlleva la posibilidad del
fracaso. Pero, a veces, también, la del éxito. El equilibrio
agrícola se rompería mediante métodos de producción agrícola. La
industrialización permite también “escapar” al empleo urbano.
Aunque a veces —México, Lima, Caracas— sólo redunda en una masa
creciente de desempleo, violencia e inseguridad.
Hay trauma, indica Galbraith, y
hay educación. Trauma: hambre, expulsión, violencia. Educación: la
manera de obtener acceso a la cultura fuera de la pobreza y su
equilibrio fatal. Galbraith aboga por cosas tan evidentes como el
transporte, la educación libre y obligatoria, las cosas grandes y
pequeñas que ayudan a romper el “acomodo” a la pobreza desde
adentro. Pero “escapar” también significa empleo industrial,
servicio urbano y, para regresar, al tema, migración. Aquí vuelve a
destacar la fuerza e intervención del Estado nacional. En Japón, en
Brasil, en México, han sido los Estados —la política— los que
han facilitado tanto un mejor trabajo agrícola como un mejor trabajo
industrial. Los ejemplos del pasado son numerosos. Suecia, Irlanda,
Italia, los Balcanes, la Europa central ayer. Entre 1846 y el siglo
que le sigue, 52 millones de personas emigraron de Europa, 32
millones a Estados Unidos. Discriminados al principio, al cabo se
integraron a la nación norteamericana. Lo mismo sucede con los
mexicanos que tienen éxito en Estados Unidos. Bill Richardson,
Antonio Villaraigosa, Henry Cisneros, son todos descendientes de
mexicanos emigrantes.
Ello no obsta para plantear la
pregunta actual. Tan necesario como lo indica Galbraith, ¿cuál será
el estatuto del trabajador migrante mexicano en Estados Unidos hoy y
mañana? Hay más de doce millones de trabajadores mexicanos en
Norteamérica. Su ingreso per cápita promedio en México sería de
siete mil dólares anuales. En Estados Unidos, ascendería a
diecisiete mil dólares al año. Dos de cada tres “latinos” en
Estados Unidos son mexicanos. Su edad promedio es de treinta años.
Envían el 70% de sus ganancias a México. Los envíos de
trabajadores son el primer rubro de ingresos de divisas para México,
antes del turismo y del petróleo.
Los
trabajadores mexicanos son necesarios. No sólo por las razones
aducidas por Galbraith, sino por una nueva realidad. El mundo del
norte abandona el empleo industrial de antaño para ingresar a la era
tecnológica. Más y más, el trabajo industrial se traslada a la
vieja periferia de Occidente. Obama, por ejemplo, se da cuenta de
esta revolución tecnológica y propone multiplicar el empleo en
servicios, información e industrias del porvenir. Sus adversarios
republicanos piden, en realidad, un statu
quo
que salve a las industrias del pasado.
Luego, en la medida en la que
el trabajador mexicano ocupa los puestos del trabajador
norteamericano, ello se debe a que éstos no han pasado en número
suficiente de la industria de chimeneas a la de computadoras. Mas su
contribución, señalada por Galbraith, a la agricultura y añado, a
servicios como el transporte, el trabajo doméstico, la restauración,
la jardinería, le dan al trabajador migratorio mexicano más de lo
que recibe… Paga impuestos, consume, trabaja, contribuye a la
cultura, anuncia una civilización interdependiente, se opone a los
vicios locales de la xenofobia y el chovinismo.
No son criminales. Son
trabajadores. Merecen un estatuto legal claro y justo, no sujeto a
caprichos locales. Separemos la migración del crimen y el crimen de
necesidades sociales y económicas.
Pero la responsabilidad mayor
reside en México. Es en nuestro país donde debemos ofrecer trabajo
para la tarea inconclusa de crear o renovar comunicaciones,
urbanismo, puertos, electricidad, represas, educación, crédito,
asistencia técnica y una renovación política contra el caciquismo,
la injusticia, la criminalidad y el prejuicio que abunda en nuestros
pueblos obligando al trabajador a emigrar y a darle a Estados Unidos
lo que no pudo darle a México.
John Kenneth Galbraith, entre
sus muchos aciertos, tuvo el de destacar la problemática del trabajo
en Estados Unidos y en el mundo en desarrollo. Aprecio su cálida
amistad y la promesa de leer mis propios libros “antes del
siguiente amanecer”. Transformó “The dismal science” económica
en una “gaya scientia” humana.
WILLIAM STYRON
1. Más que
universal —y lo era— William Styron fue el norteamericano
nuestro.
Sus raíces más profundas estaban en las extremosas regiones
fluviales de su estado nativo, Virginia. Me siento orgulloso de que
su bellísimo libro de relatos sureños, Tidewater
Mornings,
me lo haya dedicado. Era un testimonio —uno más— de una de las
amistades más antiguas, profundas y estimulantes de mi vida,
iniciada en 1965 en Chichén Itzá y culminada —como lo iba yo a
saber— en su residencia de Roxbury, Connecticut, poco antes de su
muerte.
Sensual,
amante de las mujeres, el vino, las grandes comidas, los viajes, la
poesía de John Donne y las novelas de William Faulkner, lo recuerdo
charlando hasta altas horas en esos oscuros e íntimos bares de
Manhattan que parecen pinturas de Edward Hopper o escenarios de film
noir.
Lo recuerdo asombrado una y otra vez ante la belleza de su ciudad
favorita, París, exclamando: “it’s
the layout”,
“es el diseño”… Lo recuerdo bajando juntos, suspendidos sobre
el vacío y agarrados de un cable, a las entrañas de la mina La
Valenciana en Guanajuato. Lo recuerdo caminando juntos con François
Mitterrand a la toma de posesión del presidente en el Panteón y
luego, mientras Plácido Domingo cantaba La
Marsellesa
ante la multitud exaltada por la victoria socialista, Styron firmando
ejemplares de Sophie’s
Choice
bajo una lluvia que se llevaba su firma y, acaso, el libro entero…
Lo recuerdo
como anfitrión de una inolvidable cena en su casa isleña de
Martha’s Vineyard en honor del entonces presidente Bill Clinton,
equilibrando la agenda de la conversación que Gabriel García
Márquez, Bernardo Sepúlveda y yo queríamos llevar hacia la
política y Clinton hacia la literatura, culminando con el recitado
de memoria del monólogo de Benjy de El
ruido y la furia
de Faulkner por un presidente que no se dormía sin antes leer al
menos cuatro horas. Y recuerdo de nuevo a Styron con Gabo, en la
noche de Cartagena de Indias, desentrañando el arte de El
Conde de Montecristo
de Dumas, ofreciendo argumentos paralelos, apariciones inesperadas,
finales inconclusos: un concepto de la novela como obra abierta que
en cada línea ofrece perspectivas de renovación para la lectura y
la convicción de que un libro, como decía Mallarmé, “no termina
nunca, sólo aparenta concluir”.
Amaba a
México y no perdía oportunidad de visitarnos a Silvia y a mí junto
con su maravillosa, leal, inquebrantable y bella esposa, Rose
Burgunder, ama de esas casas sólidas ancladas en libros, cocinas,
perros, memorias tangibles y la cercanía de los cuatro hijos de
Styron: Susana, Polly, Alexandra y el joven heredero Tom, como su
padre un activo defensor de los derechos humanos que Styron padre
elevó a bellísima altura literaria en Sophie’s
Choice,
su novela del holocausto nazi que Styron protagonizó en una mujer
católica y polaca, provocando la ira de algunos intelectuales judíos
que se sentían dueños de la victimización hitleriana. Y en Las
confesiones de Nat Turner,
su historia del rebelde negro solitario que Styron se atrevió a
escribir en primera persona, atrayendo, esta vez, el enojo de
militantes negros que le negaban a un escritor blanco el derecho de
usurpar una voz negra, como si la imaginación y el lenguaje —las
únicas armas del novelista— fuesen atributos raciales. En 1975, le
ofrecí a Bill y Rose una cena en París a la cual asistieron el
arquitecto de origen mexicano Emile Aillaud y su esposa Charlotte,
hermana de la cantante Juliette Greco. Styron notó un número
tatuado en el antebrazo de Charlotte. Era su número en el campo de
Auschwitz. Charlotte contó entonces la historia de una mujer polaca
y católica obligada por el comandante del campo a escoger entre sus
dos hijos: uno sobreviviría, el otro iría a la cámara de gases.
Styron me contaba que después de oír la historia, la soñó y así
nació la novela, testimonio terrible de la verdad enunciada por
André Malraux: “Hay una oscura región del alma donde se origina
el mal”.
Styron
deploraba la política norteamericana hacia América Latina y creía
que con Clinton había un cambio notable, debido a la imaginación y
a la cultura de ese presidente. Bush hijo se encargó de
desilusionarlo y en estos años del atropello de “la junta” de
Washington, como la llama Gore Vidal, Styron, mortalmente afectado en
su salud, ya no pudo actuar y hablar con el vigor acostumbrado. La
depresión se convirtió en el fantasma de sus horas, rondándolo,
acechándolo, asestando golpes imprevistos que lo reducían al
silencio, a una extraña beatitud (en un hombre que podía ser
colérico) a impulsos suicidas que, como lo narra con extrema emoción
en Esa
visible oscuridad,
se resolvieron, en una ocasión, en una extraordinaria epifanía
provocada por la música de Brahms.
Una y otra vez, Bill salió de
una oscura caverna lleno de luz, a escribir sobre su experiencia, dar
conferencias y alertar a la opinión pública sobre la realidad de
los afectados por la depresión mental. Valeroso, verdadero misionero
de su causa, Styron resucitó una y otra vez para convertir su
palabra en advertencia, convocatoria y solidaridad con la vida humana
como causa y efecto, a la vez, de la salud mental. Pero en su lucha
tenaz contra las tinieblas, Styron fue dejando la vida. El cuerpo le
traicionó cada vez más, infligiéndole una herida tras otra. La
última vez que lo vi, en su casa de Connecticut, había perdido el
habla pero su lucidez era mayor que nunca. Comía aparte pero luego
se reunió con Rose, con Silvia y conmigo, con nuestros viejos amigos
comunes el periodista Tom Wicker y la activista de derechos humanos
Wendy W. Luers. Nosotros hablábamos, Bill escuchaba y de repente,
como si la mismísima Minerva descendiese a tocarlo, Styron podía
decir una palabra, corrigiendo las nuestras, aventurando una idea,
provocando una broma…
En el almuerzo inaugural de su
presidencia en el palacio del Elíseo, François Mitterrand se acercó
a William Styron y a Arthur Miller, exclamando, “¡Qué grandes
hombres nos envía América!”. Altos en todos los sentidos, Arthur
Miller, William Styron y John Kenneth Galbraith. Me estoy quedando
sin mis mejores amigos norteamericanos y ya no tengo ganas de llorar.
2. Mejor
los recuerdo.
Styron y yo fuimos amigos desde 1964, cuando nos conocimos en una
conferencia de escritores norteamericanos (gringos, de Estados
Unidos) y latinoamericanos (indo-afro-iberos) en Chichén Itzá,
Yucatán. Todos los invitados (nosotros también) tomaban la reunión
muy en serio, presentando papeles y sumarios. Allí estaban Oscar
Lewis, Juan Rulfo, José Luis Cuevas, Robert Rosen, Tad Szulc, José
Donoso, Alfred Knopf, Barney Rosset, James Laughlin.
Bill y yo descubrimos pronto
nuestro interés compartido por la conversación, el recuerdo, las
anécdotas ciertas o inventadas, todo ello acompañado —de ser
posible— por bellas mujeres y buen alcohol. De manera que mientras
los críticos zumbaban o dormían, Bill y yo y nuestra Gorgona
preferida, Lillian Hellman, seguíamos en el bar canjeando cuentos
alegres y críticas acerbas hasta bien entrada la noche.
Nuestro
“jaraneo” no le agradaba al campo más severo de la conferencia.
El editor Alfred A. Knopf, vestido como un coronel del raj británico
en la India (Sir Guy Standing en Tres
lanceros de Bengala)
llegó al bar atusándose el bigote blanco con un dedo y
advirtiéndonos con el otro. Enseguida se retiró, camisa kaki,
pantalón corto y medias a la rodilla; sólo le faltaba un látigo
macho, aunque en la mente nos iba azotando.
Rodman Rockefeller (quien, al
cabo, estaba pagando el gran fiestón) trató de imponer un orden
puritano en nuestras filas. Fracasó. Una noche, Lillian, Bill y yo
fuimos a la planicie yucateca y subimos a la majestuosa pirámide de
Chichén Itzá, iluminada por la luna. Nuestras siluetas estaban
claramente dibujadas por la luz de la luna. De repente, oímos dos
marcados disparos. Styron y yo tomamos a Miss Hellman de los hombros
y la tendimos como tortilla en la cima de la pirámide. Las balas
zumbaron sobre nuestras cabezas. Los guardias subieron a la pirámide,
gruñendo que estaba prohibida visitarla después de la puesta del
sol.
—¿Nunca
preguntan antes de disparar? —pregunté.
—Nunca —me
contestaron.
Si hubiesen
sido, como nosotros, adictos al cine, habrían contestado como
Alfonso Bedoya en El
tesoro de la Sierra Madre:
—I
don’t need no stinkin’ badge
(ni falta que me hace una pinche insignia).
Así comenzó
una amistad duradera y cada vez más honda en viajes por México, en
la casa de Styron en Roxbury, Connecticut y sobre todo en las largas
caminatas por la isla de Martha’s Vineyard, donde la gente ajustaba
sus relojes a nuestra puntual excursión cada mediodía. Los Styron,
Bill y Rose, formaban parte de una comunidad isleña que, cada
verano, reunía a un estupendo grupo de norteamericanos. El amo, en
esos momentos, de la entrevista televisiva, era Mike Wallace, un
hombre sin pelos en la lengua, que pasó de la radio a la TV con un
poder crítico —a veces cáustico— que ponía en apuros a todas
las personalidades del poder político y económico de Estados
Unidos, algunos de los cuales abandonaban el estudio volteando sillas
y dando portazos. Wallace se ancló en el célebre programa dominical
de la CBS Sixty
Minutes,
en su época el más visto en Norteamérica. Su mujer, Montana Mary
Yates, era la viuda del periodista Ted Yates, muerto en 1966 y su
destino final sería cuidar a Wallace en la senilidad de éste, una
senilidad, añado, alegre y conversante, como puede suceder. Pero el
Mike de eterno pelo engominado, ojos astutos, piel morena y labia
amenazante, está vivo —modelo de periodista-investigador en sus
programas.
Junto a los Styron, vivían
Sheldon Hackney, presidente de la Universidad de Pennsylvania, y su
mujer Lucy. La madre de ésta, Virginia Durr, era una octogenaria
vivaz —casi furibunda— que había encabezado las campañas pro
derechos de la mujer en Estados Unidos Nos observaba desde la ventana
de los Hackney con un aire de severidad exenta —por el momento—
de censura.
El aledaño campo de tenis era
el centro del deporte vespertino, pero el centro de Martha’s
Vineyard era el coto cotidiano del periodista Art Buchwald, cuyas
columnas satíricas en la prensa no dejaban títere con cabeza. Todas
las mañanas, hacia el mediodía, Buchwald pasaba en bicicleta por la
calle central y si veía a Bill gritaba…
—¡Styron!
¿Cuántas mujeres has follado el día de hoy?
El mundo de Buchwald era
temperado por la seriedad de su mujer, Anne, figura central del Club
de Yates desde donde ella se admiraba de que, aun con los días más
grises y lluviosos, yo nadara la extensa rada del muelle de los
Styron más allá del Club de Pesca. Aunque si algunos nadaban y
otros no, la pesca era una tarea noble y notable. Nadie la
representaba mejor que la ya citada Lillian Hellman.
A veces cruzaba en su velero el
senador Edward Kennedy, que vivía en la costa de Massachusetts.
Gustaba de manejar el velero con una audacia peligrosa. Acaso
compartía esta vocación del peligro con sus hermanos. Velear con él
era, de todos modos, una aventura pues por momentos yo creía —tan
ajeno como soy a estos deportes— que el navío se volteaba y hundía
por siempre. En algunos paseos en el mar, nos azotaron tormentas
pasajeras y yo me asombraba de la sabiduría marina de Kennedy y del
propio Styron, quien había sido miembro de los Marines estacionados
en Okinawa para preparar la invasión de Japón en 1943.
—Nos salvó
la bomba atómica —suspira Styron—. Benditas sean Hiroshima y
Nagasaki.
Ted Kennedy,
en los años ochenta, era un hombre joven, fuerte y grande,
deportista y político con una mata gruesa de pelo cobrizo. Jugaba a
la pelota americana —el football— con él cuando me invitaba a su
casa en Maryland y bebía con él y su colega en el Senado, Chris
Dodd, elocuentes ambos y bien servidos por un proceso democrático de
reelección que les permitió ocupar escaños durante muchas décadas.
En 1986, yo escribía artículos para Newsweek
y en una carta del 10 de marzo, Kennedy me informa que ha incluido
uno de ellos en el Diario Oficial del Congreso. Añade —lo
agradezco de verdad— que “mis palabras nunca serían olvidadas y
algún día serán atendidas”.
Kennedy
acompañó esta ocasión con palabras acerca de otro discurso mío
ante la Campaña para la Democracia Económica en las que, dijo el
senador, yo “intentaba tender un puente sobre quinientos años de
cultura e historias diferentes… tratando de interpretar la
experiencia americana a los pueblos americanos… no sólo para
promover el entendimiento… sino para avanzar los valores
compartidos por todos los americanos: libertad, democracia, derechos
humanos, justicia social y oportunidad económica” (Congressional
Record,
Senate, 4 de marzo de 1986).
Recuerdo las palabras de
Kennedy cada vez que un gobierno de Estados Unidos me niega una visa
o me clasifica como “extranjero indeseable”.
Martha’s
Vineyard era la costa: bahías, recovecos, radas, playas… pero
tierra adentro había una enorme laguna y allí vivía y pescaba otro
querido amigo, Robert Brustein, quien dirigió el teatro de la
Universidad de Harvard donde estrenó mi obra Orquídeas
a la luz de la luna.
Brustein era un hombre alto, sonriente y solitario. Le gustaba
desafiar los gustos consabidos del público teatral con obras nuevas,
a veces incomprensibles para el espectador ortodoxo. Strindberg,
Pirandello, Jack Richardson, Yeats, Lorca, Sean O’Casey y John
Singe pasaron por las tablas del American Repertory Theater. Había
en el temperamento calmo de Brustein un elemento de aventura, rabia
súbita y ausencia de declinación que desmentían al hombre
tranquilo pescando en las aguas de la laguna.
En la isla
se daban cita también, año tras año, el novelista John Hersey,
autor del más dramático reportaje del siglo, Hiroshima;
el humorista y dibujante Jules Pfeiffer; la gran dama de la isla,
Katherine Graham, quien ofrecía las cenas más exclusivas, a las
cuales Styron no asistía si entre los invitados se contaba Henry
Kissinger; el director Mike Nichols y, a veces, la cantante Diana
Ross. El verano en la isla era en verdad una gran cita de amigos que
formaban parte del “crust”, la “costra”, la “croûte” de
la vida norteamericana.
Por un momento, aquí
desaparecían rivalidades, enojos, inconveniencias. Salvo en el caso
de Styron.
3. Capítulo aparte merece
Lillian Hellman, quien murió a fines de junio de 1984 en su isla de
Martha’s Vineyard a una edad indefinida, entre los 79 y los 83,
pues su pertinaz coquetería nunca quiso admitir o fijar edades.
También fue víctima de la persecución macartista. Lillian se
mantuvo durante los treinta y cuarenta fiel a la ilusión del
estalinismo, pero hasta cuando dejó de serlo se negó a pedir perdón
o a renunciar al derecho de ser lo que quisiera ser.
“No
recortaré mi conciencia para ajustarme a la moda del día”, dijo
en medio del proceso que el Comité de Actividades
Antinorteamericanas de la Cámara de Representantes instruyó contra
ella y su compañero, el novelista Dashiell Hammett.
En una entrevista de televisión
que Lillian le dio a mi esposa Silvia en Nueva York, la escritora
dijo que ella en lo que creía era en la Declaración de
Independencia y en la Constitución de Estados Unidos y en los
derechos que esos documentos le daban como ciudadana para ser lo que
quisiera ser, incluso estalinista.
La paradoja feliz de la
democracia es que debe garantizar todas las opiniones, incluso las
que no son democráticas. En el caso de los escritores, es difícil
que la opinión o la postura personales puedan cambiar un sistema,
pero el sistema será más fuerte cuanto más respete esa opinión:
ésta le conviene al sistema democrático, más que al escritor, que
se equivoca (nos equivocamos, me equivoco) constantemente en el tosco
mundo que le es tan ajeno: el de la política.
Lillian Hellman quizá se
equivocó en su opinión y postura política (como Balzac, Quevedo,
D. H. Lawrence, Pound, Neruda, Eliot, Aragón), pero no en su postura
ciudadana de mantener el derecho a la política de su elección.
Y jamás se
equivocó como artista, porque los personajes de sus obras teatrales
—The
Children’s Hour,
The
Little Foxes,
Toys
in the Attic—
nunca fueron monos de ventrílocuo, sino que, como ella se lo propuso
siempre, los personajes actuaron, se condujeron, se relacionaron
entre sí, negando, dejando de lado o trascendiendo cualquier idea
prefabricada, cualquier ideología rígida.
La esperé en París en la
Pascua de 1976. Me mandó una carta en papelería azul, excusándose:
una huelga de aviones de Inglaterra, una escena de confusión y
apretujones en el aeropuerto de Heathrow, pánico, agorafobia, unas
manos masculinas que la tomaron por los hombros, la salvaron…
Fue
maravillosamente coqueta, celosa de otras mujeres, celosa de sus
amigos literarios. Hace pocos años, vieja ya y enferma, fue invitada
por los productores de la película Pretty
Baby,
dirigida por Louis Malle y basada en las memorias del fotógrafo
Ernest J. Bellocq que a la vuelta del siglo retrató misteriosa y
hermosísimamente el viejo barrio prostibulario de Storyville, en
Nueva Orleans.
Lillian creyó que se le citaba
para consultarla, ya que la escritora nació en Nueva Orleans y allí
pasó buena parte de su infancia. Empezó a hablar de esto, pero los
productores explicaron que no, lo que querían era hacerle una prueba
de actuación para ver si daba el tipo como la madame del burdel.
Lillian se incorporó, se ajustó el busto y declaró:
—Señores,
dondequiera que yo me paro soy siempre la mujer más sexy. Sus putas
no podrían competir conmigo.
Salió con
gran dignidad porque nunca aceptó la sentencia de Ninon de Lenclos:
“La vejez es el infierno de la mujer” y nunca perdió su gusto
por la fascinación sexual, la compañía y la memoria del hombre de
su vida Dashiell Hammett, quien llena tantas páginas de los libros
de memorias de Lillian: Una
mujer inacabada,
Pentimento,
Tiempo de canallas
y Acaso.
Hammett fue el maestro de un nuevo barroco norteamericano, el barroco
de la noche, la violencia, la corrupción y el crimen. De su novela
Cosecha
roja,
Aragón dijo que era la primera novela antifascista y Malraux
escribió el prólogo para la traducción francesa de la NRF.
Hammett
ofreció un mundo nocturno a través de una perfecta transparencia de
medios con El
halcón maltés, La llave de cristal
y La
maldición de los Dane.
Le enseñó a escribir a Lillian; en la prosa de Hammett, la acción
es un verbo y el personaje es un sustantivo. Enseguida, él no volvió
a escribir nada hasta su muerte, pero ella siguió trabajando hasta
su propia muerte, en nombre también de Hammett.
La recuerdo sola en un barco de
remos pescando en medio de la bahía de Vineyard Haven, con un
sombrerito blanco y una mirada añosa y añorante, cada vez más
lejana, perdida al cabo en la bruma de esa costa que tanto quiso.
La recuerdo pensando en un
verso de Walter de la Mare que dice, más o menos, que los hombres
somos viejos; nuestros sueños son cuentos contados en un Edén
oscuro por los ruiseñores de Eva.
La recuerdo presidiendo una
fiesta en su casa isleña, solemne como una gárgola, con la sangre
corriéndole por las piernas y los tobillos, sin que ella se diera
cuenta y nadie se atreviese a advertírselo. Hellman ya pertenecía a
la eternidad.
A medida que cada uno se acerca
a cumplir en el fin de su principio, es bueno tener amigos viejos,
como lo pedía Alfonso el Sabio, junto con algunos leños viejos,
libros viejos y vinos viejos. La juventud es un suicidio porque no
quiere ver la vejez. Pero vivir desde la juventud con la vejez
aumenta las riquezas de nuestras vidas y nos ayuda a ganar una
juventud que sólo merecemos al cabo de los años.
4. Con Styron entramos al
territorio de la “Contra”, apoyada por el gobierno de Ronald
Reagan, en Nicaragua. Un soldado sandinista apostado a cada cien
pasos del camino, el rumor del mortero y el humor negro del
comandante Tomás Borge: “Sería muy bueno para nuestra causa si la
Contra los matase a ustedes”. Hicimos amigos constantes —Dora
María Téllez, Sergio Ramírez, el padre y poeta Ernesto Cardenal—
en medio del dolor de Nicaragua, sus hospitales con niños heridos
por la “Contra”. Había un aire de esperanza en medio de las
amenazas externas e internas.
Me conmovió
el entendimiento de Styron respecto a la América Latina. Él
provenía de un mundo muy diferente, el universo anglocéntrico.
Siempre lo leí con admiración. El Sur es la herida de Estados
Unidos. Allí, la sociedad del optimismo y el éxito le da la mano a
la humanidad del dolor y la derrota en el temblor del amor entre
padre e hija, en Lay
Down in Darkness
(1951) así como en la universalidad de la violencia en Sophie’s
Choice
(1979), Styron no admite privilegios en el dolor, monopolios del
sufrimiento. En Las
confesiones de Nat Turner
(1967) rehúsa un racismo literario invertido. Algunos críticos
obtusos le pidieron a Styron que escribiese otro libro, no el que
escribió: una narración ideal y razonable en la tercera persona del
singular. En esta nueva novela putativa, Styron debió limitarse a
relatar lo que históricamente se sabe de la rebelión de Nat Turner
—un “documento honesto”—, o, en todo caso, ceñirse a una
caracterización “tradicional” de la rebelión esclavista de 1820
en Virginia. O sea: Styron debió renunciar a su pretensión de
muchacho —suburbano— blanco. Styron desconocía (como lo
desconocemos todos) la vida de entonces y lo que un hombre como Nat
Turner pudo haber dicho o pensado.
Este tipo de crítica haría
imposible escribir cualquier novela, acto de la imaginación aunque
trate de un tema histórico. Y todo novelista, al fin y al cabo, está
situado y sitúa su ficción en una época histórica. ¿Tenía
derecho Tolstoi, según esta crítica, a inventar no sólo a Natasha
y Pierre, sino a poner parlamentos en boca de Kutuzov y Napoleón?
Styron, al escoger la narración en la primera persona del singular
—Nat Turner— no suplanta al personaje. Crea una novedad (una
novela) mediante una construcción narrativa.
A diferencia
de los “realistas”, Styron, como artista, emplea el lenguaje
común, la relación primordial entre amo y esclavo. Más que las
cadenas de la esclavitud, Nat Turner es prisionero de la necesidad de
imitar dos modelos de lenguaje. Uno es el modelo del pickaninny,
el esclavo, dócil y privado de lengua e ideas, que los amos esperan
de él. Es la retórica servil, una forma degradada de la lengua de
razón-Biblia-elegancia-puritanismo-pragmatismo, que los amos esperan
del esclavo. El oportunismo templado por el Apocalipsis.
Antes de levantarse en armas
contra el sistema social, Nat Turner se ha rebelado contra el
lenguaje en el cual se basa el sistema. Irónicamente, su primera
rebelión es su primer y peor fracaso. Se rebela contra los amos
imitando el lenguaje de los amos. Nat Turner es el prisionero del
lenguaje de la élite: el lenguaje de William Styron. Nat fracasa
porque es incapaz de crear un lenguaje nuevo para una nueva cultura.
Tal hubiera sido —tal es— su verdadera libertad, como lo han
demostrado los artistas —Armstrong, Anderson, Lena Horne—, los
escritores —Wright, Baldwin, Elison— y los políticos y
legisladores —Marshall, King, Obama—. En su novela, Styron llega
del presente al encuentro de un hombre del pasado y no trae las
ofrendas de la caracterización al cabo filantrópica sino una lengua
y una cultura verdaderas (las de Styron), reducidas a un nivel tan
insuficiente como el de un esclavo.
El uso de la
primera persona por Styron le permite salir al encuentro de dos
enajenaciones: las del sujeto del libro y las de su autor. La
imaginación de Styron consiste, no en reproducir el pasado de
Virginia, sino en crear un presente narrativo que por fuerza deforma
la realidad cronológica y convencional para informar otra realidad
que, sin la ficción, jamás tendría realidad; jamais
réel, toujours vrai.
Styron nos da, en la novela, un presente abierto, fallido e
incompleto. Si se hubiese contentado con escribir una fiel
reconstrucción, el resultado sería inferior. Styron ha asumido el
riesgo de escribir una novela como lugar de encuentro del presente
del futuro soñado por Nat Turner y del futuro liberado (hasta el
libertinaje) por Styron; del pasado sufrido por Nat Turner y sufrido,
también, por Styron en el presente.
Acaso, sin su libro, este
libro, ninguno de los dos tendría prueba de su verdadera existencia,
la del libro y su autor, la del protagonista y el protautor. En este
encuentro entre un hombre negado y uno que se niega a sí mismo; un
hombre que habiendo aprendido a ser lo que no es —blanco, puritano,
angloparlante, burgués y esclavista—, descubre que no es nada de
eso.
Novela de la
universalidad perdida, de la enajenación y ruina de amos y esclavos.
Y, al cabo, novela de reconocimientos. Todos somos universales porque
todos somos excéntricos. Nadie tiene nada que ofrecer excepto el
reconocimiento en la enajenación. Styron no puede darle a Turner
habla, optimismo, razón, libertad, ninguno de los valores
tradicionales del mundo del novelista. Turner debe abandonar la
imitación de los valores arruinados de los amos, empezando por la
literatura y el lenguaje del propio Styron. Es en este centro
solitario donde podemos leer Las
confesiones de Nat Turner
por lo que es, en vez de criticar el libro por lo que no es.
ARTHUR SCHLESINGER
1. Lo conocí en la conferencia
de Punta del Este, en 1962. La prioridad del gobierno de Kennedy era
expulsar de la organización de Estados Americanos a Cuba. Ya en una
reunión anterior en el mismo balneario uruguayo, Ernesto Guevara
había hecho la fervorosa defensa del régimen cubano. En esta
segunda conferencia, le correspondió a Raúl Roa, canciller de Cuba,
proponer una larga historia de las intervenciones yanquis en Cuba y
Latinoamérica. Roa no obtuvo respuesta convincente de parte de la
delegación norteamericana, aunque sí humillantes y obsequiosas
“defensas” de Washington y ataques a Cuba de algunos delegados
latinoamericanos, notablemente del colombiano Álvaro Gómez Hurtado.
México y su canciller, Manuel
Tello, se abstuvieron de unirse a la demanda, reservándose el papel
histórico de nuestra diplomacia: servir de puente entre adversarios,
mantener abierta la comunicación. La gran reserva de Arthur
Schlesinger pronosticaba asimismo una política de relación normal
en Cuba, misma que Schlesinger llevaría a cabo personalmente unos
años y que Fidel Castro una y otra vez torpedeó porque su interés
era presentar a Estados Unidos como victimario y a Cuba como víctima,
eternamente. Así pasaron más de cincuenta años inútiles para
ambos países.
Mi relación con Schlesinger en
Punta del Este fue imposible. Arthur acompañaba al subsecretario de
Estado norteamericano Richard Goodwin, origen de una desastrosa
relación mía con el gobierno de Washington. Cuando en 1960 la
cadena NBC me invitó a debatir la Alianza para el Progreso de
Kennedy con Goodwin, acepté consciente de las dificultades en mi
contra. Goodwin hablaba un inglés, si no mejor, más competente que
el mío. Tenía a la mano información oficial (y secreta) de la que
yo carecía, y en el debate le iba la chamba en tanto que yo carecía
de empleo oficial.
Aun así, acepté el reto. Sólo
que al presentarme en el consulado de Estados Unidos en México a
pedir la vista, ésta me fue negada. ¿Razón? No estaban obligados a
darme explicación alguna. Entraba yo a la categoría de “extranjero
indeseable”, damnación eterna y sin salida. En el restorán
Bellinghausen de la Ciudad de México, me acerqué al embajador
Thomas C. Mann (Thomas Mann el malo) a pedirle explicación. No la
tuvo. Me miró y siguió comiendo. Sólo más tarde, gracias a una
iniciativa del senador William Fullbright en la Cámara, y gracias a
los esfuerzos de mi gran abogado William D. Rogers, obtuve una visa
temporal, que me era concedida una vez que mi primera solicitud me
fuese negada. Ya conocería, más tarde, a todos los excluidos por
razones idénticas: Gabriel García Márquez, Michel Foucault, Yves
Montand, Simone Signoret, Graham Greene. Éste, y Gabo, se burlaron
de la absurda ley de exclusión, viajando a Washington en el séquito
del presidente panameño Omar Torrijos en 1977.
Fuera de
este absurdo kafkianismo, me logré comunicar años más tarde con
Arthur Schlesinger. Desde 1961, John Fischer, el editor de Harper’s
Magazine,
le había escrito a Schlesinger, presentándome. Éste contestó
cordialmente (en papelería de la Casa Blanca): le daría gusto
verme. Cuando empezamos a frecuentarnos, a invitación suya, en el
Century Club de Nueva York, las entrevistas eran un poco frías, casi
inquisitivas. ¿Quién era yo? ¿Quién era él? Al cabo, en 1985, a
instancias de John Kenneth Galbraith, fui elegido miembro de la
Academia del Instituto Americano de Artes y de Letras, junto con el
músico italiano Luciano Berio, Norman Mailer, Sidney Nolan, Jerome
Robbins et
al.
Empezamos, Silvia y yo, a concurrir a la fiesta anual de cumpleaños
común que celebraban Schlesinger, Abba Eban y Eric Hobsbawm.
Schlesinger se casó con Alexandra Emmet, querida amiga de los
sesenta neoyorquinos. Y coincidimos a cenar con Bernardo Sepúlveda,
a la sazón secretario de Relaciones Exteriores de México, y su
mujer Ana Iturbe. A quienes, me dice Arthur en carta del 21 de
septiembre de 1984, quisieron conocer Henry Kissinger y Nancy,
retrasando otro compromiso para cenar. Igual interés demostró
Arthur por conocer y conversar con Cuauhtémoc Cárdenas durante la
campaña presidencial de éste, más tarde, en 1988.
Más que nada, Schlesinger
entendió muy pronto los problemas de Cuba y la América Central, dos
escenarios de la Guerra Fría trasladados innecesariamente por
Castro, por Kennedy, por Kruschev al hemisferio americano.
En dos viajes seguidos a Cuba,
Arthur entrevistó, metidos ambos en aguas del Caribe, a Fidel Castro
acerca de la deuda exterior de la América Latina, culminando, ya en
tierra firme, con una absoluta convicción del presidente cubano: “No
estoy preocupado. El tiempo me dará la razón”. Schlesinger admira
“la agilidad y el virtuosismo” de Castro, pero advierte que “la
Revolución tiene problemas”. Las exportaciones cubanas pierden
precio en el mercado mundial. Un cuarto de siglo no le ha permitido a
Castro diversificar la economía cubana. Los rusos se cansan de él.
El turismo es la mejor esperanza de obtener divisas. Pero el embargo
norteamericano es, para Castro, la mejor garantía de la integridad
revolucionaria. Opina Schlesinger: Castro quiere terminar con el
embargo, aunque acaso no sobreviviría. Y Reagan quiere mantener el
embargo, aunque con ello proteja a Castro y a la Revolución cubana.
“Llevo 53 días sin fumar puros”, le dice Castro a Schlesinger. Y
nosotros, cincuenta años sin entender razones.
El otro tema latinoamericano
evocado en esos años por Schlesinger fue la guerra en Centroamérica
patrocinada por Reagan en contra de la revolución sandinista en
Nicaragua y el movimiento popular en El Salvador. Schlesinger
defendió la Alianza para el Progreso y las metas de crecimiento
económico, reformas estructurales y democracia política como las
mejores para una Iberoamérica autónoma a la cual Washington sólo
le daría apoyo en relación a reformas emprendidas localmente.
Programa a largo plazo, la
muerte de Kennedy lo redujo a un solo tema: el crecimiento económico,
sin reformas y sin democracia. La América Latina perdió capital
exportándolo para pagar deuda. No redujo ni el desempleo ni la
desigualdad del ingreso. Creó expectativas excesivas. Comprobó que
ni “la magia del mercado” ni el estatismo resolverían nuestros
problemas. El propio Estados Unidos sólo se desarrolló con una
economía mixta, pública y privada, pero en la medida en que los
gobiernos latinoamericanos son sustituidos por regímenes de fuerza y
provocan la contra-insurgencia. Estados Unidos sólo pertrecha a
gobiernos dictatoriales cuyo enemigo es su propio pueblo. Estados
Unidos no puede ser prisionero de su clientela autoritaria en América
Latina. La intervención militar unilateral de Estados Unidos es un
error. La iniciativa diplomática debe tenerla el Grupo Contadora.
“Estados Unidos no conoce los intereses de otros países mejor que
los propios países.”
“No
podemos jugar el papel de Dios de la historia y decidir el destino de
los demás.” Estados Unidos debe aprender a vivir con la
ambigüedad. No existe una solución norteamericana a todo problema
mundial. Esta convicción de Schlesinger informa su gran ensayo sobre
“La política exterior y el carácter americano”, que apareció
en Foreign
Affairs
en 1983. Allí, Schlesinger analiza las tendencias históricas de
Estados Unidos a partir de la lucha por la independencia, “Fundada
en las duras exigencias de una independencia precaria”. Como la
América Española. Angloamérica pensó en que la independencia nos
exigía comenzar de nuevo. “En nuestro poder —exclamó Tom Paine—
está comenzar el mundo de nuevo”. Lo mismo creían Morelos y
Bolívar. El Nuevo Mundo se revolucionó contra su propia historia.
Sólo que en política
exterior, Estados Unidos se mantuvo fuera del conflicto del poder
europeo, más o menos, de Waterloo a Sarajevo, generando dos muros.
Estados Unidos era inocente y siempre tenía razón. La famosa frase
de Adams lo dice todo: “Estados Unidos no sale al mundo a combatir
monstruos”. Sólo que —los mexicanos lo sabemos— el “destino
manifiesto” autorizaba la expansión territorial en la América del
Norte y el Caribe. El poder aumentó junto con el mesianismo. Ronald
Reagan lo hizo explícito: “Esta tierra prometida [Estados Unidos]
obedece a un proyecto divino”. El maniqueísmo —el mundo se
divide entre buenos y malos— dio a la URSS el papel (merecido pero
no solitario) del “malo” de la película. Reagan llamó a la URSS
“el foco del mal en el mundo moderno”.
Sólo que el error de los
ideólogos como Reagan, aclara Schlesinger, es preferir “la esencia
a la existencia”, minando de paso a la República misma. La
ideología sustrae los problemas del turbulento río del cambio y los
considera en “espléndido aislamiento” respecto a las
contingencias de la vida. El ideólogo norteamericano se planta para
siempre en el año 1950. Lee doctrinariamente a su adversario y
atribuye premeditación a lo que sólo es improvisación, accidente,
azar, ignorancia, negligencia y… estupidez. La democracia, por este
camino, se convierte en Jihad, cruzada de exterminio contra el
infiel.
Corresponde al interés
nacional, explica Schlesinger, poner límite a la pasión mesiánica.
Estados Unidos, además, no puede alcanzar los grandes objetivos
mundiales por sí solo. Esto no lo entendió George W. Bush, lo
entiende Barack Obama porque la ideología americana es una
“susceptibilidad agazapada, un coqueteo periódico que puede
engañar a algunos por algún tiempo pero que es profundamente ajena
a la Constitución y al espíritu nacional”. “La ideología es la
maldición de la vida pública” porque convierte a la política en
una rama de la teología.
2. Frágil,
lúcido, irónico y cargando la totalidad de la historia
norteamericana como un caracol su caparazón, Arthur Schlesinger
murió en la ciudad de Nueva York el primero de marzo del 2007. A lo
largo de ochenta y nueve años ejerció la inteligencia crítica y
cuando así lo juzgó necesario, el apoyo —crítico también— a
la Presidencia de los USA. Publicó La
era de Jackson
(1945) a los veintisiete años de edad, ganando su primer premio
Pulitzer y el segundo, en 1966, por Los
mil días del presidente Kennedy en la Casa Blanca.
Entre 1951 y 1960, dio a conocer su monumental obra en tres tomos
sobre la presidencia de Franklin D. Roosevelt y en 1978 su historia
de Robert
Kennedy y su tiempo.
En 1973,
alarmado por la deriva de la administración Nixon, publicó La
Presidencia Imperial,
una severa advertencia sobre los límites del Poder Ejecutivo y una
confirmación de la fe en que la democracia sabe corregirse a sí
misma. Esta misma convicción guía a Schlesinger en su obra final,
La
guerra y la Presidencia norteamericana
(2005), donde precisa la peligrosa desviación de la política
exterior de Estados Unidos durante la presidencia de George W. Bush.
Medio siglo de Guerra Fría determinó una política norteamericana
de contención y disuasión frente al poder soviético. Terminado el
enfrentamiento bipolar, Bush padre y Clinton, en grados diversos,
ejercieron políticas de prudencia, tanteo y aspiración
multilateralista.
El segundo presidente Bush,
afirma Schlesinger, le dio una fatal orientación unilateralista a
Estados Unidos, repudiando la estrategia que le permitió ganar la
Guerra Fría a favor del ataque preventivo con o sin pruebas de
amenaza exterior. En efecto, Bush Jr. proclamó el derecho a la
guerra preventiva como un derecho reservado sólo para Estados
Unidos, en función de su hegemonía global.
El artero ataque del 11 de
septiembre de 2001 le ofreció dos avenidas a la Casa Blanca. La
primera, responder atacando a los atacantes: Osama bin Laden, el
Talibán y sus bases en Afganistán. Esta respuesta contaba con el
apoyo de las instituciones y de la comunidad internacional y era una
extensión lógica, y aun mejor fundada, de la intervención
colectiva auspiciada por la OTAN en Yugoslavia. La otra opción
—innecesaria, infundada y al cabo, fracasada— consistía en dejar
de lado la huidiza autoría terrorista y regresar a la guerra
tradicional contra un Estado constituido, para el caso, el Irak de
Sadam Husein, totalmente ajeno al ataque del 11/9.
Todos recordamos las
justificaciones para invadir Irak. Todas fueron cayendo porque eran
mentiras, invenciones de paja para una política de acero. Sadam,
razón primera, no tenía las celebradas armas de destrucción
masiva. Al desaparecer la razón inicial, se invocó la naturaleza
tiránica del régimen de Sadam, producto, en gran medida, de la
política anti-iraní del presidente Reagan. La pregunta obligada fue
y es: ¿por qué Sadam y no otro de los numerosos y numerables
dictadores de la región y el mundo?
Schlesinger
no aceptó las razones que comúnmente se expresan para dar respuesta
a esta pregunta. La de Irak, escribió, no es una guerra iniciada a
partir de promesas irrefutables de que un ataque enemigo era
inminente. Pero tampoco era una guerra para beneficio de la
Halliburton, para agradar a Israel o para vengar a Bush padre. Al
contrario: recordemos que el primer presidente Bush, victorioso en la
Guerra del Golfo, escribió en 1998 que “el intento de eliminar a
Sadam hubiese tenido un costo humano y político incalculable”.
Estados Unidos habría tenido que ocupar Bagdad y gobernar a Irak:
“De haber seguido el camino de la invasión —continúan Bush
padre y su co-autor, el general Brent Scowcroft—, aún hoy seríamos
un poder de ocupación en un país amargamente hostil” (Un
mundo en transformación,
1998).
¿Por qué
razones freudianas no atendió el hijo los consejos del padre? ¿Por
desatender al padre o por vengarlo? Hace poco vi en Londres la
representación teatral de la obra de David Hare, Stuff
Happens.
Los personajes son George Bush y su gabinete. El título, una frase
del deplorable secretario de la Defensa Donald Rumsfeld explicando
los abusos de Abu Ghraib: “son cosas que ocurren”. La sorpresa,
el tratamiento de Bush hijo como un hombre frío, distanciado,
observador de colaboradores a los que acaba manipulando cínicamente.
Imagen muy lejana a la del vaquero texano que se cae de las
bicicletas, se atraganta con pretzels y masacra la sintaxis.
¿Cómo conciliar la imagen de
Bush el bobo y Bush el Maquiavelo? Schlesinger aproxima una
respuesta: estamos ante el primer presidente agresivamente religioso
de la historia norteamericana. Ni George Washington (protestante
episcopal) ni Thomas Jefferson (deísta anticlerical) ni John F.
Kennedy (católico) ni Richard Nixon (cuáquero) ni siquiera Jimmy
Carter (bautista) manipularon la fe con propósitos políticos.
George W. Bush, en cambio, actúa, según su propia confesión,
guiado por la mano de Dios. “Mi misión”, le declaró al
periodista Bob Woodward, “es parte del plan maestro de Dios”. Y a
su asesor Karl Rove le dijo “Estoy aquí por una razón”,
añadiendo, “No consulto a mi padre. Sería el padre equivocado. Yo
apelo a un Padre más alto”. (Acaso, observa Schlesinger, el
mensaje de Dios a Bush sea confuso: el Papa Juan Pablo II, que tenía
su propio teléfono privado con la divinidad, se opuso a la guerra de
Irak.)
Lo interesante de esta
situación es que, a partir de la fe del converso, Bush haya sido
capaz de movilizar una victoriosa (aunque por escaso margen) alianza
electoral con Wall Street, las compañías petroleras, las
corporaciones multinacionales, el complejo militar-industrial
(denunciado por Eisenhower), la derecha religiosa y los nacionalistas
extremistas. Se trata, concluyó Schlesinger, de un hombre “seguro
de sí mismo, disciplinado, decisivo y astuto, capaz de concentrarse
en unas cuantas prioridades”.
He allí el problema: Bush
equivocó fatalmente las prioridades, se las quitó a Osama y a
Afganistán, se las dio a Sadam y a Irak y acabó como un presidente
fracasado, desprestigiado y que expuso a su país, en opinión de
Schlesinger, a ser “temido y odiado como nunca antes por el resto
de la humanidad”.
La gran visión imperial de
Bush —extender la democracia a todo el Oriente Medio, eliminando al
terrorismo y al despotismo— sólo engendró mayores oportunidades
para el terror, fortalecimiento de los autoritarismos y sangrientos
enfrentamientos sectarios: inseguridad, miedo y fraccionalismo. La
situación creada por Bush hijo y sus cohortes de cristianos
renacidos, neoconservadores estrábicos, nacionalistas militantes y
militaristas cobardes (Cheney se excusó del servicio militar en
Vietnam alegando que tenía “otras prioridades”) pudo conducir a
una conflagración mayor en la región.
Arthur Schlesinger depositó su
fe más fervorosa en los poderes de recuperación de la democracia
americana.
La doctrina
Bush está obsoleta. El unilateralismo militante, la supremacía
armada, el desdén hacia el derecho internacional, la hubris
de la superioridad, conducen a las prisiones de Abu Ghraib y
Guantánamo y a lo que Schlesinger llamó un necesario “cambio de
régimen” en Washington. Al cabo, añade, hay lecciones positivas
de una situación negativa:
Estados Unidos es un imperio
incompetente y de corta vida, una débil imitación de Roma,
Inglaterra y Francia, imperios organizados y longevos. Estados Unidos
es un imperio internacional limitado por su propia política interna.
Estados Unidos es una democracia incapaz de corregirse a sí misma.
Estados Unidos es una superpotencia pero no goza de omnipotencia: la
fuerza militar no sustituye a los amigos y a los aliados.
Es hora de abandonar una
política unilateralista fracasada y retomar el abandonado objetivo
de Franklin D. Roosevelt y de Bill Clinton: la acción colectiva
mediante instituciones internacionales. Por fortuna, esto ha hecho el
sucesor de Bush, Barack Obama. Como correctivo de las peligrosas y
fracasadas políticas de Bush, Obama pronuncia un discurso en El
Cairo el 14 junio de 2009 en el que, para empezar, da la mano a las
fuerzas democráticas que, después, derrumbaron a los tiranos de
Egipto, Túnez y Libia. “Todos los pueblos anhelan… decir lo que
piensan y determinar cómo son gobernados… un gobierno transparente
y que no le robe a la gente”. Éstas, añadió Obama, no son sólo
ideas norteamericanas, “son derechos humanos”. “El poder”,
dijo Obama, “se mantiene con el consentimiento, nunca con la
coerción”.
En 2009, estas palabras, dichas
en el Egipto de Hosni Mubarak, fueron tildadas de idealismo. Hoy, son
la realidad de África del Norte: depuesto Mubarak, en fuga Ben Ali,
asesinado El-Gadafi. Éste fue capturado en un túnel de Sirte,
befado, insultado, mientras se defendía débilmente: “¿Quiénes
son?”, “¿Por qué hacen esto?”, y se tocaba la sangre en el
rostro, “miren lo que han hecho”. Preguntó alguna vez Gadafi,
“¿Miren lo que he hecho yo?”.
Rara vez el poder “mira lo
que ha hecho”. La ceguera, la adulación, la mentira obligan al
poderoso a ver lo que él quiere u otros quieren que vea. Por eso es
tan importante un ejercicio crítico como el de Arthur Schlesinger.
Por eso cuenta tanto el “deshacer entuertos” de Barack Obama. A
sus palabras de El Cairo han seguido el retiro de Irak, la inevitable
retirada de Afganistán, el reconocimiento de la novedad política de
África del Norte. Pero la persistente política contra el
terrorismo, no contra las naciones, ejemplificado en la muerte de
Osama bin Laden, la persistente búsqueda de una solución
diplomática en Irán, pese a sus provocaciones de los ayatolas y su
marioneta, Ahmadinejad, dan dirección a la política de Obama.
No digo que estos problemas, en
2012, estén resueltos, como el fin de la dictadura de Díaz y la
elección de Madero no resolvieron, por sí, los problemas de México.
Nos aguardaban diez años de lucha armada entre las facciones de la
propia Revolución. Lo que ya no fue posible fue el regreso al
pasado.
Porque supo y dijo esto, la voz
de Schlesinger sigue importando en este agitado inicio del siglo XXI.