viernes, 13 de julio de 2018

Pierre Lemaitre Camille. (Fragmento).



Escritor francés, Pierre Lemaitre es conocido por sus novelas de género negro y criminal, siendo ganador de numerosos premios como el Le Point o el Livre de Poche. Autor de más de diez novelas, Lemaitre ha sido traducido a trece idiomas y su obra Cadres Noirs fue adaptada al cine en 2012. 

Pierre Lemaitre ganó el Premio Goncourt, el galardón literario más prestigioso de Francia, por su novela Au revoir là-haut (Albin Michel), descrito por la prensa francesa como un éxito de crítica y público que narra la historia de dos antagónicos soldados traumatizados tras la Primera Guerra Mundial.





Anne Forestier queda atrapada en medio de un atraco a una joyería en los Campos Elíseos. Tras recibir una paliza que la deja al borde de la muerte, tiene la suerte de sobrevivir… y la condena de haber visto la cara del asaltante. Su vida corre un grave peligro, pero Anne cuenta con la ayuda del hombre al que ama: el comandante Camille Verhoeven. Este estará dispuesto a actuar al margen de la ley con tal de protegerla. Pero ¿quién es ese enemigo, y por qué ese empeño tan feroz en acabar con Anne?




Pierre Lemaitre

Camille

Camille Verhoeven - 4






Título original: Sacrifices
Pierre Lemaitre, 2012
Traducción: Juan Carlos Durán Romero
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2




Para Pascaline
A Cathy Bourdieu, por su apoyo
Con cariño


Solo conocemos una centésima parte de lo que nos ocurre.
No sabemos qué mínima parte del cielo paga todo este infierno.
WILLIAM GADDIS, Los Reconocimientos


Día 1

10.00 h
Un acontecimiento se considera decisivo cuando desbarata nuestras vidas por completo. Camille Verhoeven había leído esta afirmación unos meses antes, en un artículo sobre «La aceleración de la historia». Ese acontecimiento decisivo, sobrecogedor, inesperado, capaz de provocar un cortocircuito en el sistema nervioso, lo podrán distinguir inmediatamente del resto de accidentes vitales porque transmite una energía y una intensidad particulares. En cuanto ocurra, serán conscientes de que sus consecuencias van a ser de proporciones gigantescas, de que lo que ha pasado es irreversible.
Por ejemplo, tres disparos de una escopeta de repetición sobre la mujer que uno ama.
Eso es lo que le va a suceder a Camille.
Y poco importa que ese día hayan tenido que acudir, como él, al entierro de su mejor amigo y que tengan la sensación de que ya ha sido suficiente para una sola jornada. El destino no es de los que se contentan con ese tipo de banalidades; es perfectamente capaz, por el contrario, de manifestarse en forma de asesino armado con una Mossberg 500 del calibre 12 y cañón recortado.
Queda saber ahora cómo reaccionarían. Esa es la cuestión.
Porque la capacidad de razonar queda aturdida hasta tal punto que la mayoría de las veces se reacciona de forma puramente instintiva. Por ejemplo cuando, antes de los tres disparos, muelen literalmente a palos a la mujer amada y después se ve claramente al asesino empuñar la escopeta tras haberla cargado con un golpe seco.
Sin duda en esos momentos surgen los hombres extraordinarios, aquellos que saben tomar las mejores decisiones en las peores circunstancias.
Pero si ustedes son tan solo ordinarios se defenderán como puedan. Y con toda probabilidad, frente a un seísmo de tales dimensiones, estarán condenados a lo aproximativo o al error, cuando no reducidos directamente a la impotencia.
Si uno es lo suficientemente mayor como para haber pasado por alguna de estas situaciones, imagina que ya está inmunizado. Es el caso de Camille. Su primera mujer fue asesinada, un cataclismo del que tardó años en recuperarse. Cuando se ha atravesado ese mal trago, uno piensa que no le puede pasar nada peor.
Es una trampa.
Porque bajamos la guardia.
Para el destino, siempre atento, es el mejor momento para cruzarse en nuestro camino.
Y recordarnos la infalible puntualidad del azar.
Anne Forestier entra en la galería Monier poco después de que abran. El vestíbulo principal está casi vacío, todavía flota un olor un poco mareante a producto de limpieza. Las tiendas van abriendo con parsimonia y sacan sus puestos de libros o de joyas y los expositores.
La galería, construida en el siglo XIX al pie de los Campos Elíseos, alberga boutiques de lujo, papelerías, peleterías y tiendas de antigüedades. Está cubierta de cristaleras, de modo que, al levantar la vista, el paseante curioso puede descubrir un montón de detalles art déco, cerámicas, molduras y pequeñas vidrieras. Anne podría admirarlas también si tuviese ganas, pero, como ella misma admite, las mañanas no son lo suyo. Y a esas horas, las alturas, los detalles y los techos son lo que menos le importa.
Lo único que necesita por encima de todo es un café. Muy cargado.
Porque hoy, precisamente, Camille ha remoloneado en la cama. Al contrario que ella, es madrugador. Aunque Anne no estaba muy por la labor esta vez. Así que, rechazando amablemente las proposiciones de Camille —que tiene las manos muy cálidas, es difícil resistirse a ellas—, se ha metido en la ducha olvidando la cafetera que había dejado puesta, ha vuelto a la cocina mientras se secaba el pelo, se ha encontrado el café ya frío, ha recuperado una de sus lentillas a pocos milímetros del desagüe del lavabo…
Y después de todo eso, la hora se le ha echado encima y no ha tenido más remedio que salir. Con el estómago vacío.
A su llegada al pasaje Monier, poco después de las diez, se sienta pues en la terraza del pequeño café que hay a la entrada. Es la primera clienta. La cafetera está calentándose aún, tiene que aguardar a que le sirvan y si consulta su reloj varias veces no es porque tenga prisa. Es por el camarero, para quitárselo de encima. Como no tiene gran cosa que hacer aparte de esperar a que esté lista la máquina, el hombre aprovecha para intentar entablar conversación. Pasa la bayeta a las mesas de alrededor mientras la observa por debajo del brazo y, como quien no quiere la cosa, se va acercando en círculos concéntricos. Es un tipo alto, delgado, parlanchín, un rubio con el pelo graso de los que se ven a menudo en las zonas turísticas. Cuando termina su última vuelta se planta cerca de ella, con una mano en los riñones, lanza un silbido de admiración mirando al exterior y suelta su reflexión meteorológica diaria, de una mediocridad lamentable.
Este camarero es un imbécil pero no carece de gusto, porque Anne, a sus cuarenta años, sigue siendo una preciosidad. Delicadamente morena, con sus hermosos ojos verde claro y una sonrisa arrebatadora… es una mujer francamente luminosa. Con hoyuelos… Y sus gestos lentos, elásticos, que provocan unas ganas irreprimibles de tocarla porque todo en ella parece redondo y firme: sus senos, sus nalgas, su pequeño vientre, sus muslos. En verdad todo en ella es redondo y firme, el tipo de tentación que vuelve loco.
Cada vez que lo piensa, Camille se pregunta qué hace con él. A sus cincuenta, está casi calvo, pero sobre todo, sobre todo, mide un metro cuarenta y cinco. Para hacerse una idea, tiene la estatura aproximada de un chico de trece años. Hay que decir también, para evitar elucubraciones, que Anne no es muy alta, pero en cualquier caso mide veintidós centímetros más que él. Le saca casi una cabeza.
Anne responde a las insinuaciones del camarero con una sonrisa encantadora y muy expresiva: vete a tomar por saco (el hombre da señales de haberlo comprendido, no le vayan a reprochar el ser amable), y una vez apurado el café, atraviesa el pasaje Monier en dirección a la rue Georges-Flandrin. Está llegando casi al otro extremo cuando introduce la mano en su bolso, sin duda para coger la cartera, y siente algo húmedo. Sus dedos se ponen perdidos de tinta. Una pluma que ha reventado.
Para Camille, la historia propiamente dicha empieza con esa pluma. O con el hecho de que Anne eligiese ir a esa galería y no a otra, precisamente esa mañana y no otra, etcétera. La suma de coincidencias necesarias para que sobrevenga una catástrofe es de todo punto desalentadora. Pero Camille y Anne se conocieron también gracias a una suma similar de coincidencias, así que no puede quejarse.
Esa pluma, por tanto, con su corriente cartucho de tinta que gotea. Azul oscuro y muy pequeña. Camille la recuerda. Anne es zurda, su mano adopta una posición muy particular cuando escribe, uno no sabe cómo lo consigue, pero es que además tiene una letra enorme, como si encadenara con rabia una serie de firmas y, curiosamente, elige siempre plumas minúsculas, lo que hace que el espectáculo sea todavía más asombroso.
Cuando saca del bolso su mano cubierta de tinta, el primer impulso de Anne es inquietarse por los daños. Busca una solución y la encuentra, a su derecha, en una jardinera. Apoya el bolso en el borde de madera y comienza a sacarlo todo.
Está bastante molesta, pero el susto es mayor que el estropicio. De hecho, si la conociésemos un poco, veríamos que no hay nada que temer. Anne no posee nada. Ni en su bolso ni en su vida. Cualquiera podría comprarse lo que lleva encima. No tiene casa ni coche propios, gasta lo que gana, no más pero tampoco menos. No ahorra porque no lo lleva en la sangre: su padre era comerciante. Justo antes de declararse en bancarrota, se fugó con la caja de una cuarentena de asociaciones que lo acababan de elegir tesorero y no se le volvió a ver. Lo que sin duda explica que Anne tenga una relación muy distante con el dinero. Sus últimas preocupaciones financieras se remontan a la época en que educaba sola a su hija, Agathe, mucho tiempo atrás.
Anne tira la pluma a la papelera y se guarda el móvil en el bolsillo de la chaqueta. La cartera está manchada y no tiene arreglo, pero los papeles que hay en el interior siguen intactos. En cuanto al bolso, el forro está húmedo pero la tinta no lo ha atravesado. Anne piensa quizá en comprarse otro esa misma mañana, una galería comercial es el lugar ideal, pero no lo sabremos nunca porque lo que pasará después le impedirá seguir adelante con cualquier proyecto. Mientras tanto, intenta hacer un apaño tapizando el fondo del bolso con unos pañuelos de papel y, al terminar, lo único que le importa son sus dedos llenos de tinta, ahora los de ambas manos.
Podría volver a la cafetería, aunque encontrarse de nuevo con el camarero es una perspectiva bastante desalentadora. Cuando ya se ha hecho a la idea, ve ante ella el cartel de unos aseos públicos, algo no muy frecuente en un lugar de ese tipo. Es un espacio situado justo después de la pastelería Cardon y la joyería Desfossés.
A partir de ese momento las cosas se aceleran.
Anne recorre los treinta metros que la separan de los servicios, empuja la puerta y se encuentra de frente a dos hombres.
Han entrado por la salida de emergencia que da a la rue Damiani y se dirigen hacia el interior de la galería.
Es solo un segundo… Suena ridículo pero resulta evidente: si Anne hubiese entrado cinco segundos después, ya se habrían colocado los pasamontañas y todo habría sido muy distinto.
Pero esto es lo que ocurre en realidad: Anne entra y todos se quedan de piedra mientras se observan fijamente.
Ella mira a uno de los hombres y luego al otro, atónita por su presencia y su indumentaria, sobre todo los monos negros.
Y sus armas. Escopetas de repetición. Aunque no sepa nada de armas, impresionan.
Uno de los tipos, el más bajo, lanza un gruñido, algo similar a un grito. Anne lo mira, está pasmado. Vuelve después la cabeza hacia el otro. Más alto, con un rostro duro, rectangular. La escena dura apenas unos segundos, pero los tres protagonistas permanecen mudos, estáticos, tan estupefactos la una como los otros. Todos desprevenidos. Los dos hombres se colocan precipitadamente el pasamontañas. El más alto levanta su arma, se gira y, como si sostuviera un hacha y se dispusiese a talar un roble, golpea a Anne en plena cara con la culata de la escopeta.
Con todas sus fuerzas.
Le revienta literalmente la cabeza. Lanza incluso un bramido que le sale del vientre, como los tenistas cuando golpean una bola.
Anne cae hacia atrás, intenta agarrarse a cualquier cosa pero no encuentra nada. El golpe ha sido tan repentino y violento que tiene la sensación de que su cabeza se ha separado del resto del cuerpo. Sale proyectada un metro hacia atrás y la parte posterior de su cráneo golpea la puerta. Con los brazos abiertos, se derrumba en el suelo.
La culata de madera le ha abierto casi la mitad del rostro, desde la mandíbula hasta la sien, le ha aplastado el pómulo izquierdo, que se ha partido como una fruta, y se ha llevado por delante unos diez centímetros de mejilla. La sangre empieza a brotar. Desde fuera, el ruido ha sido parecido al de un guante de boxeo contra el saco de entrenamiento. Anne, sin embargo, lo ha sentido desde dentro como un martillazo, pero de un martillo de veinte centímetros de largo, asido e impulsado con las dos manos.
El otro tipo empieza a gritar, furioso. Anne lo oye como en la lejanía, porque a su mente le cuesta mucho fijar la atención.
Como si nada, el más alto avanza hacia ella, apunta con el cañón de su arma a su cabeza, la carga con un golpe seco y se dispone a disparar cuando su cómplice grita de nuevo. Esta vez mucho más fuerte. Quizá hasta le agarre por la manga. Anne, aturdida, no consigue abrir los ojos, solo sus manos se agitan, se abren y cierran en el vacío, en un movimiento espasmódico y reflejo.
El hombre que sostiene la repetidora se detiene, se da la vuelta, duda: es cierto que un disparo es la mejor forma de atraer a la poli antes de haber empezado, cualquier profesional lo sabe. Por un momento vacila sobre los pasos a seguir y, una vez tomada la decisión, se vuelve de nuevo hacia Anne y le lanza una larga serie de patadas. Ella trata de esquivarlas, pero incluso si hubiese tenido fuerzas se lo habría impedido la puerta contra la que está arrinconada. No hay salida. Por un lado la puerta, por el otro el hombre, en equilibrio sobre su pie izquierdo, que la golpea violentamente con la punta del zapato. Entre una sacudida y la siguiente, Anne recupera fugazmente la respiración, el tipo se detiene un instante y, como no consigue lo que se propone, decide pasar a un método más radical: da la vuelta a la escopeta, la levanta por encima de la cabeza y empieza a machacarla a culatazos. Con todas sus fuerzas, con saña.
Se diría que intenta clavar una estaca en un suelo helado.
Anne se contorsiona para protegerse, se gira, resbala en su propia sangre, abundante, y cruza las dos manos sobre la nuca. El primer golpe llega a la altura del occipucio. El segundo, más ajustado, le aplasta los dedos.
El cambio de método tampoco logra que se pongan de acuerdo, porque el otro hombre, el más bajo, agarra a su cómplice y le impide que siga golpeándola sujetándole el brazo y gritándole. Eso hace que el tipo abandone su idea y recurra de nuevo a la fórmula artesanal. Vuelve a patear el cuerpo de Anne, con golpes bien encajados, llevados a cabo con una fuerte bota de cuero de estilo militar. Apuntando a la cabeza. Agazapada, Anne continúa protegiéndose con los brazos. Los golpes llueven sobre el cráneo, la nuca, los antebrazos, la espalda. Pierde la cuenta de las patadas, los médicos dirán que al menos ocho, el forense más bien nueve, váyase a saber, caen por todas partes.
Es en ese momento cuando Anne pierde el conocimiento.
Para los dos hombres el asunto parece resuelto. Pero el cuerpo de Anne bloquea la puerta que conduce a la galería comercial. Sin ponerse de acuerdo, se inclinan, el más bajo agarra a Anne de un brazo y tira hacia él. La cabeza de la mujer golpea y se balancea por el suelo. Cuando la puerta puede abrirse por fin, le suelta el brazo, que cae pesadamente pero en una posición casi celestial, como las manos de algunos retratos de la Virgen, sensuales y lánguidas. Si hubiese sido testigo de esa parte de la escena, Camille habría captado enseguida el extraño parecido del brazo de Anne, ese abandono, con el de La víctima, también llamado La asfixiada, de Fernand Pelez, lo que habría sido muy perjudicial para su ánimo.
Ahí podría terminar la historia. El relato de una circunstancia desafortunada. Pero el más alto de los dos no lo considera así. Está claro que es el que manda y comprende de inmediato cómo están las cosas.
¿Qué va a pasar ahora con esa chica?
¿Se despertará y empezará a gritar?
¿O irrumpirá en la galería Monier?
Peor aún: ¿puede huir, sin que se den cuenta, por la salida de emergencia y buscar ayuda?
¿Se esconderá en uno de los retretes, cogerá el móvil y llamará a la policía?
Adelanta, pues, el pie para mantener la puerta abierta, se inclina sobre ella, la agarra del tobillo derecho y sale del baño arrastrándola por el suelo una treintena de metros, como un niño que tira de un juguete, con la misma facilidad, con la misma indiferencia de lo que pasa a su espalda.
El cuerpo de Anne tropieza aquí y allá, el hombro choca contra la esquina de los aseos, la cadera contra la pared del pasillo, la cabeza se balancea al ritmo de las sacudidas, se topa con un zócalo, con la esquina de un macetero de los que bordean la galería. Anne no es más que un trapo, un fardo, un maniquí amorfo, sin vida, que se vacía de sangre y deja tras de sí un largo rastro rojo que se coagula al cabo de unos minutos. La sangre se seca pronto.
Está como muerta. Cuando el hombre la suelta, abandona en el suelo un cuerpo desarticulado al que ni siquiera mira, ya no es asunto suyo. Acaba de cargar la escopeta con un gesto firme, definitivo, que da cuenta de su determinación. Los dos hombres irrumpen en la joyería Desfossés gritando órdenes. El establecimiento acaba de abrir. Si hubiese habido un observador, no habría podido dejar de sorprenderse ante el desfase entre la brutalidad que demuestran en cuanto entran y la poca gente que se halla en la tienda. Los dos hombres vociferan sus órdenes al personal (solo hay dos mujeres) y comienzan a repartir golpes de inmediato, en el vientre, en la cara. Todo sucede muy deprisa. Se oye el ruido de vitrinas rotas, gritos, gemidos, jadeos de terror.
Como consecuencia, quizá, de haberse visto arrastrada treinta metros, por los tumbos que ha dado durante el traslado, por la pulsión de seguir viva…, por lo que sea, en ese momento Anne intenta volver a conectarse con la realidad. Su cerebro, como un radar enloquecido, busca desesperadamente encontrar un sentido a lo que pasa, pero es inútil, tiene la conciencia aturdida, literalmente anestesiada por los golpes, por lo repentino de lo que está sucediendo. En cuanto a su cuerpo, está entumecido por el dolor, le resulta imposible mover un solo músculo.
El espectáculo del cuerpo de Anne desplomado en el pasaje y vertiendo un mar de sangre a la entrada de la tienda tendrá un efecto positivo: acelerará definitivamente el golpe.
Dentro no se encuentran más que la dueña y una aprendiza, una jovencita de dieciséis años, delgada como una hoja, que se hace un moño de vieja para ganar un poco de prestancia. En cuanto ve aparecer a los dos hombres cubiertos y armados, en cuanto comprende que se trata de un atraco, se queda con la boca abierta como un pez, hipnotizada, sacrificada, pasiva como una víctima dispuesta a la inmolación. Sus piernas no la sostienen, debe apoyarse en el mostrador. Antes de que sus rodillas cedan, recibe el cañón de un arma en plena cara y se derrumba lentamente, como un suflé. Pasará el resto del tiempo en esa posición, contando los latidos de su corazón, con los brazos sobre la cabeza como si esperase una lluvia de piedras.
En cuanto a la propietaria de la joyería, se atraganta al ver el cuerpo inerte de Anne siendo arrastrado por el suelo por un pie, con la falda levantada hasta la cintura, y el largo rastro de sangre que va dejando tras ella. Intenta pronunciar una palabra que permanece bloqueada en alguna parte. El más alto de los hombres se coloca en la entrada de la tienda, vigila los laterales; el más bajo se precipita sobre ella, apuntándola con su arma. Se la clava brutalmente en el abdomen, a la altura del estómago. Ella consigue retener las náuseas. Él no pronuncia palabra alguna, no es necesario, ya ha puesto el piloto automático. La mujer desactiva torpemente el sistema de seguridad, busca las llaves de las vitrinas, pero no las lleva todas encima, debe ir a la trastienda, y al dar el primer paso se da cuenta de que se ha orinado encima. Entrega el manojo de llaves con mano temblorosa. Nunca lo dirá en sus declaraciones, pero en ese momento le susurra al hombre: «No me mate…». Cambiaría el mundo entero por veinte segundos de existencia. Mientras lo dice, sin que se lo pidan, se tumba en el suelo, con las manos sobre la nuca, y se la escucha murmurar febrilmente: está rezando.
En vista de la brutalidad de esos hombres, uno se pregunta si la oración, por muy fervorosa que sea, constituye una solución práctica. Poco importa, mientras reza no pierden el tiempo, abren todas las vitrinas y vacían el contenido en grandes sacos de tela.
El atraco está bien organizado, dura menos de cuatro minutos. La hora ha sido bien elegida, la entrada por los aseos bien planeada y se han repartido las tareas de forma muy profesional: mientras el primer hombre recoge las joyas de las vitrinas, el segundo, cerca de la puerta, bien plantado, firme y decidido, vigila la tienda por un lado y la galería por el otro.
Una cámara de vídeo situada en el interior del establecimiento mostrará al primer atracador abriendo las vitrinas y los cajones y apropiándose del botín. Una segunda cámara cubre la entrada de la joyería y una pequeña parte de la galería comercial. En esas imágenes se ve a Anne tirada en el pasaje.
En ese instante es cuando la organización del atraco empieza a fallar. A partir del momento en que, en el vídeo, se ve cómo Anne se mueve. Es infinitesimal, algo semejante a un tic. Camille no lo tiene claro al principio, no está seguro de haber visto bien, pero sí, no hay duda, Anne se mueve… Gira la cabeza, la balancea de derecha a izquierda, muy lentamente. Camille conoce ese gesto. En algunos momentos del día, cuando quiere relajarse, se recoloca las cervicales y los músculos del cuello, habla del «esternocleidomastoideo», Camille ni siquiera sabía que existía. Evidentemente, esta vez el movimiento no tiene ni la amplitud ni la suavidad del gesto de relajación. Anne está tumbada de lado, con la pierna derecha doblada de tal manera que la rodilla toca su pecho, su pierna izquierda está estirada, tiene el tronco girado de través, como si fuera a rotar sobre sí misma, mientras su falda, completamente levantada, deja ver sus bragas blancas. La sangre brota con fuerza de su cara.
No está tumbada, la han tirado allí.
Al principio del atraco, el hombre que permanecía cerca de Anne ha estado echándole rápidos vistazos, pero como no se movía, toda su atención se ha dirigido hacia la vigilancia del lugar. Ya no se ocupa de ella, le da la espalda y ni siquiera advierte que un chorro de sangre ha llegado hasta su talón derecho.
Anne empieza a salir de la pesadilla e intenta encontrarle sentido a lo que sucede a su alrededor. Al levantar la cabeza, la cámara capta su rostro muy brevemente. Es desgarrador.
Cuando lo descubre, Camille se queda tan impactado que se equivoca de botón, corrige dos veces, para, rebobina: ni siquiera la reconoce. No hay nada en común entre la tez luminosa y los ojos alegres de Anne y ese rostro bañado en sangre, abotargado, de mirada vacía, que parece tener el doble de volumen y ha perdido su forma original.
Camille se agarra al borde de la mesa y siente unas ganas repentinas de llorar, porque Anne está frente al objetivo de la cámara, mirando aproximadamente hacia él, como hablándole, pidiéndole socorro. Es lo primero que se le ocurre, un pensamiento desolador. Imagínense a uno de sus allegados, a alguien que cuenta con su protección, imagínenselo sufriendo, a punto de morir. Seguro que les recorre un sudor frío. Pues imaginen, aún más allá, que se dirige a ustedes en el preciso instante en que su terror es intolerable. Sentirán ganas de morir. Camille está en esa situación, delante de la pantalla, completamente impotente, sin poder hacer otra cosa que mirar esas grabaciones cuando todo ha pasado ya…
Insoportable, absolutamente insoportable.
Visionará esas imágenes decenas de veces.
En cuanto a Anne, se va a comportar como si todo lo que la rodea hubiese dejado de existir. Si el atracador se colocase sobre ella y apuntara de nuevo a su nuca con el cañón de la escopeta, haría lo mismo. Su instinto de supervivencia resulta increíble, aunque visto desde el otro lado de la pantalla se parece más a un suicidio: en esa posición, a menos de dos metros de un hombre armado que ha demostrado, minutos antes, estar dispuesto a pegarle un tiro en la cabeza sin el menor parpadeo, Anne se dispone a hacer lo que nadie más se atrevería a hacer. Va a intentar levantarse. Sin preocuparse de las consecuencias. Va a tratar de huir. Anne es una mujer con carácter, pero de ahí a enfrentarse desarmada a una escopeta de repetición hay un trecho.
Lo que vendrá después es el resultado casi mecánico de la situación, del enfrentamiento entre dos energías opuestas. Una u otra tendrá que vencer. Están atrapadas en un engranaje. La diferencia es, evidentemente, que una cuenta con un calibre 12. Eso ofrece una ventaja indiscutible. Pero Anne es incapaz de medir la relación de fuerzas presentes, de calcular de manera razonable sus posibilidades, actúa como si estuviese sola. Reúne toda la vitalidad que le queda —y en las imágenes puede verse que no es gran cosa—, mueve la pierna, se apoya en sus brazos, le cuesta mucho, sus manos resbalan en el charco de sangre, está a punto de volver a derrumbarse, lo intenta por segunda vez, y la lentitud con la que trata de levantarse hace que la escena tenga algo de alucinante. Se mueve con pesadez, entumecida, casi podría oírse cómo jadea, y dan ganas de compartir su esfuerzo, de tirar de ella y ayudarla a ponerse en pie.
Camille desea más bien suplicarle que no haga nada. Aunque el tipo tardase un minuto en volverse, Anne, en el estado de embriaguez y de extravío en el que se encuentra, no podría recorrer ni tres metros antes de que la primera descarga de escopeta la partiese prácticamente en dos. Pero Camille está detrás de la pantalla, varias horas después, y lo que pueda pensar ahora no tiene ninguna importancia, es demasiado tarde.
La conducta de Anne no obedece a un pensamiento previo, es la resolución en estado puro y escapa a toda lógica. En el vídeo se ve con claridad diáfana: en su determinación no hay otra cosa que instinto de supervivencia. No parece una mujer amenazada, a quemarropa, por una escopeta, sino una borracha al final de la velada que recoge su bolso —al que permanece aferrada desde el principio, arrastrado tras ella y bañado en su sangre— y, tambaleándose, busca la salida para volver a casa. Se podría jurar que su principal adversario es su aturdida conciencia y no un arma del calibre 12.
Las cosas esenciales no tardan más de un segundo en producirse: Anne no reflexiona, se levanta con dificultad. Encuentra algo parecido al equilibrio, pero su falda se ha quedado enganchada y deja al descubierto toda la pierna… Sin estar aún por completo en pie, comienza a huir.
A partir de ese momento todo se va a torcer, no será más que una sucesión de incongruencias, azares y torpezas. Se podría pensar que Dios, sobrepasado por los acontecimientos, ya no sabe dónde poner orden, de modo que los actores improvisan y la cosa sale mal, claro.
Primero porque Anne no sabe dónde está, no consigue situarse geográficamente. Ha tomado una dirección completamente equivocada para escapar. Si alargase el brazo tocaría el hombro del tipo, no le haría falta más, él se volvería y…
Vacila durante un instante interminable, ebria, anonadada. Mantiene de milagro su equilibrio inestable. Se limpia el rostro ensangrentado con el reverso de la manga, inclina la cabeza a un lado, como para escuchar algo, quiere dar un paso… Y, de pronto, a saber por qué, decide echar a correr. Al ver eso en el vídeo, Camille pierde la compostura, siente que se disuelve la poca sangre fría que le queda.
La intención de Anne es buena. Lo que falla es la ejecución, porque sus pies resbalan en el charco de sangre. Solo consigue patinar. En un dibujo animado hasta sería gracioso; en la realidad resulta patético ver cómo chapotea en su propia sangre, cómo intenta permanecer de pie buscando una salida y no logra más que tambalearse peligrosamente. Da la impresión de estar corriendo a cámara lenta en las narices del hombre del que pretende huir. Es aterrador.
El tipo no se percata de inmediato de la situación. A Anne le falta un pelo para caer sobre él, pero de pronto sus pies hallan un poco de terreno seco, recupera una pizca de aplomo, el mínimo indispensable para echar a correr, como propulsada por un resorte.
En la dirección equivocada.
Primero realiza una trayectoria extraña, girando sobre sí misma, como una muñeca desarticulada. Dibuja un cuarto de vuelta, avanza un paso, se detiene, se vuelve de nuevo como un peatón desorientado buscando su camino y milagrosamente acaba tomando una dirección aproximada hacia la salida. Pasan unos segundos antes de que el atracador vea que su presa está huyendo. En cuanto se da cuenta, se da la vuelta y dispara.
Camille pasa y repasa el vídeo: no hay duda, el tirador está sorprendido. Sostiene el arma a la altura de la cadera. Es el tipo de postura que suele adoptarse con una escopeta de repetición para destrozar casi todo lo que haya en un radio de cuatro o cinco metros. Quizá no ha recuperado todo su aplomo. Quizá, por el contrario, se siente demasiado seguro de sí mismo, ocurre con frecuencia: cojan una persona extremadamente tímida, denle una escopeta del calibre 12 y libertad para usarla, y ya verán cómo se envalentona. O quizá es tan solo la sorpresa, o una mezcla de todo ello. Lo cierto es que el cañón mira hacia arriba, demasiado arriba. Es un tiro reflejo, sin apuntar.
Anne no ve nada. Conmocionada, avanza por un agujero negro cuando la lluvia de cristal cae sobre ella con ruido de tormenta, porque el disparo ha reventado la lucerna situada justo sobre su cabeza, a pocos metros de la salida, una vidriera semicircular de casi tres metros de base. Conociendo el destino de Anne, resulta cruelmente paradójico: la vidriera representa una escena de montería. Dos apuestos jinetes caracolean a pocos metros de un ciervo de desmesurada cornamenta literalmente asediado por una jauría desbordante de agresividad, relucientes colmillos y fauces codiciosas. Nadie apostaría un céntimo por el ciervo… Es increíble, la galería Monier y su vidriera semicircular sobrevivieron a dos guerras mundiales, llega un atracador armado y torpe y… Hay cosas difíciles de aceptar.
Todo tiembla: escaparates, espejos, suelo…, y todo el mundo se protege instintivamente como puede.
Metí la cabeza entre los hombros —dirá el anticuario a Camille imitando el gesto.
Es un hombre de treinta y cuatro años (que insiste en esa cifra, no le vayan a confundir con alguien de treinta y cinco). Lleva un peluquín demasiado pequeño y con las puntas levantadas por delante y por detrás. Tiene la nariz grande y su ojo derecho permanece prácticamente cerrado, un poco como el del personaje con casco de la Infidelitas de Giotto. Con solo recordar la explosión, revive el impacto que le causó.
Simplemente pensé que era un atentado terrorista —cree que con eso lo dice todo—. Pero después me dije: no, un atentado aquí…, es ridículo, no es un objetivo y tal.
Es el tipo de testigo que reconstruye la realidad a la velocidad de su memoria. Sin embargo, no es de los que pierden el norte. Antes de salir a la galería para ver qué había ocurrido, echó un vistazo a su tienda para comprobar si se habían producido daños.
Ni esto —dice, maravillado, chascando la uña del pulgar con el incisivo.
La galería es bastante más alta que larga, un pasillo de unos quince metros flanqueado por tiendas cubiertas de escaparates. La deflagración resulta colosal para un espacio de ese tipo. Pasada la explosión, las vibraciones se propagan a la velocidad del sonido para después volver sobre sí mismas, rebotando en cada obstáculo que encuentran, dando la impresión de un eco en el que todas las olas llegan en una reverberación continua.
Primero el disparo, y después los miles de fragmentos de vidrio que se derraman como el granizo detienen de golpe a Anne. Levanta los brazos por encima de su cabeza para protegerse, aplasta el mentón contra el pecho, se tambalea, cae, esta vez de lado, y su cuerpo rueda sobre los cristales, pero hace falta algo más que un tiro de escopeta y el estallido de una vidriera para detener a una mujer como ella. No se sabe cómo, vuelve a ponerse en pie.
El tirador ha fallado el primer disparo, y ha sacado una lección provechosa. Ahora se toma su tiempo. En las imágenes puede verse cómo vuelve a cargar el arma e inclina la cabeza. Si el vídeo fuese lo suficientemente preciso, se vería cómo su índice se contrae sobre el gatillo.
De pronto aparece una mano enguantada de negro. Es el otro hombre, que le golpea en el hombro en el momento en que dispara…
El escaparate de la librería revienta en centenares de trozos. Placas enteras de vidrio, algunas grandes como platos, cortantes como cuchillas de afeitar, caen y estallan en el suelo.
Yo estaba en la trastienda…
Una mujer de unos cincuenta años, comerciante hasta la médula, baja y ancha, segura de sí misma, con un dineral en maquillaje encima. De las que van dos veces por semana a la esteticista y llevan innumerables pulseras, collares, cadenas, anillos, pendientes (es sorprendente que los atracadores no se la hayan llevado con el botín), con la voz ronca de tanto fumar, quizás también de beber. Camille no tiene tiempo de profundizar en ello. Todo ha ocurrido pocas horas antes, y se encuentra muy mal, quiere saber, está impaciente.
Salí corriendo… —dice ella señalando con un gesto amplio la galería.
Hace una pausa dramática, se pirra por cualquier cosa que le dé protagonismo. Dosifica bien los efectos. Pero con Camille eso no va a durar mucho.
¡Vaya al grano! —murmura con voz grave.
Para ser policía no es muy amable, piensa ella, debe de ser por su estatura, seguro que le provoca deseos de venganza, irritabilidad. Lo que ella vio, poco después del disparo, fue el cuerpo de Anne propulsado contra el escaparate, como si una mano gigante la hubiese empujado por la espalda, para rebotar después contra la luna y desplomarse en el suelo. La imagen es todavía tan poderosa que la librera olvida por un instante sus consecuencias.
¡Se estampó contra el escaparate! ¡Aun así, nada más tocar el suelo, intentaba levantarse de nuevo! —se muestra realmente asombrada, hasta llena de admiración—. Iba ensangrentada y parecía muy febril, muy agitada, movía los brazos en todas direcciones, no podía mantenerse en pie, ¿sabe?…
En el vídeo, durante un breve instante, los dos hombres parecen paralizados. El que ha desviado el disparo empujando brutalmente a su cómplice ha tirado los sacos al suelo y, con los brazos caídos, hace frente a su compañero. Bajo el pasamontañas se puede apreciar que aprieta los labios, parece que escupe las palabras.
En cuanto al tirador, ha bajado la escopeta. Sus manos se tensan sobre el arma, parece titubear, pero finalmente se impone la realidad y renuncia. Se vuelve a regañadientes hacia Anne. Sin duda la ve levantarse y caminar tambaleándose hacia la salida del pasaje Monier, pero el tiempo corre y en su mente debe de haber saltado la alarma: todo eso empieza a durar demasiado.
El cómplice recoge los sacos y le lanza uno al tirador. Ese gesto es decisivo. Los dos huyen corriendo y salen de escena. Una fracción de segundo más tarde, el tirador da media vuelta y se le ve de nuevo a la derecha. Recupera el bolso que Anne ha abandonado en su fuga y se marcha. Ya no volverá atrás. Se sabe que los dos hombres regresaron a los aseos y salieron unos segundos más tarde a la rue Damiani, donde otro cómplice les esperaba dentro de un coche.
Anne no sabe dónde se encuentra. Cae, se vuelve a levantar y consigue, a pesar de todo, sin saber muy bien cómo, llegar a la entrada de la galería y salir a la calle.
Estaba llena de sangre mientras caminaba… ¡Parecía un zombi!
De origen sudamericano, pelo negro, tez cobriza, unos veinte años. Trabaja en la peluquería, justo en la esquina, y había salido a buscar café.
La máquina se ha estropeado, hay que ir a buscar café para las clientas.
Lo explica la patrona. Janine Guénot. Sólidamente plantada frente a Verhoeven, parece una madame, tiene todos los atributos. Y también el sentido de la responsabilidad, no dejaría a una de sus chicas charlar con hombres en la acera sin velar por los ingresos. Poco importa la razón del desplazamiento, los cafés, la máquina rota, Camille lo rechaza todo de plano. Bueno, no todo.
Porque en el instante en que Anne irrumpe en la calle, la peluquera lleva una bandeja redonda con cinco cafés y camina deprisa porque las clientas, en ese barrio, son particularmente quisquillosas, tienen mucho dinero, para ellas ser exigentes es como hacer uso de un derecho milenario.
Un café tibio es un drama —explica la jefa con cara de pena.
Sigamos con la joven peluquera.
Ya sorprendida e intrigada por las dos explosiones que ha escuchado desde la calle, corre por la acera con su bandeja y se encuentra de frente a una loca, cubierta de sangre, que sale de la galería tambaleándose. Un shock. Las dos mujeres se dan de bruces, la bandeja sale volando. Adiós a las tazas, los platillos, los vasos de agua…, la peluquera se tira los cafés encima de su traje azul, el uniforme de trabajo. Los disparos, los cafés, la pérdida de tiempo, pase, pero un traje tan caro, joder, dice la patrona subiendo el tono de voz como para remarcar el perjuicio. Vale, vale, dice Camille con un gesto, y ella pregunta quién va a pagar la tintorería, debe de haber alguna ley que la proteja. Vale, repite Camille.
¡Y ni siquiera se detuvo! —subraya la jefa, como si se tratase de un caso de atropello con motocicleta.
Empieza a relatar el asunto como si le hubiese sucedido a ella. Adopta un tono autoritario porque ante todo se trata de «su chica» y porque lo de los cafés en el traje le da derecho a ello. Ese tipo de cosas se le quedan grabadas a la clientela. Camille la agarra del brazo, y ella baja la mirada hacia él, curiosa, como si mirara una mierda sobre la acera.
Usted… —dice Camille en tono muy bajo—, deje de tocarme los cojones.
La patrona no cree lo que acaba de oír. ¡De ese enano! Qué desfachatez. Pero cuando Verhoeven la mira fijamente a los ojos, impresiona. Frente a semejante tensión, la joven peluquera quiere demostrar que le importa su empleo.
Estaba gimiendo… —precisa para cambiar de tema.
Camille se vuelve hacia ella, quiere saber más. ¿Cómo que gemía? Sí, unos gritos débiles, como…, es difícil de explicar…, no sé cómo decirlo. Inténtalo, dice la jefa, que a pesar de todo quiere quedar bien con la policía, nunca se sabe. Toma a su chica por el codo, venga, haz lo que dice el señor, esos gritos…, ¿qué gritos? La chica les mira, pestañea, no está segura de haber comprendido lo que se le pide, y de pronto, en lugar de intentar describir los gritos, empieza a imitarlos, a emitir pequeños quejidos, una especie de gemidos, buscando la tonalidad correcta, iii, iii, o más bien aaa, aaa, algo así, dice, muy concentrada, aaa, aaa, y al encontrar por fin la sonoridad adecuada, sube el volumen, cierra los ojos, los vuelve a abrir por completo, al cabo de unos segundos, aaa, aaa, se podría jurar que va a tener un orgasmo.
Están en la calle, hay bastante gente (se encuentran en el lugar donde los empleados municipales han pasado la manguera sin mucho esmero sobre la sangre de Anne, que se extiende hasta la alcantarilla, con la gente pisando las manchas todavía visibles, cosa que duele en el alma a Camille…), los peatones descubren a un policía de un metro cuarenta y cinco y, frente a él, a una joven peluquera de piel morena que le mira de forma extraña y lanza gemidos orgásmicos y agudísimos, ante la mirada aprobadora de su madame… Dios mío, lo nunca visto por aquí. Los demás comerciantes, a la puerta de sus establecimientos, asisten al espectáculo aterrados. Lo de los disparos no es la publicidad ideal para la clientela, pero es que, ahora, esa calle está bajando francamente de categoría.
Camille va recogiendo las declaraciones y las combina para comprender cómo terminó todo.
Anne sale del pasaje Monier a la rue Georges-Flandrin, a la altura del número 34, completamente desorientada, tuerce a la derecha y sube en dirección al cruce. Unos metros más allá se tropieza con la peluquera pero no se detiene, prosigue su camino apoyándose, paso a paso, en la carrocería de los coches aparcados, donde se encuentran las huellas de sus palmas ensangrentadas, bien marcadas, en el techo de los vehículos y en las puertas. Para todos los que se topan con ella fuera después de haber escuchado las explosiones en la galería, esa mujer ensangrentada de los pies a la cabeza es una auténtica aparición. Flotando mientras camina, tambaleándose pero incapaz de detenerse, ya no sabe lo que hace ni dónde está. Avanza, gime (aaa, aaa) como si estuviese ebria, pero no deja de avanzar. La gente se aparta a su paso. Sin embargo, alguien se arriesga y le dice: «¿Señora?», pero toda esa sangre impresiona…
Se lo aseguro, señor, esa joven daba miedo… No supe qué hacer.
Está descompuesto. Un anciano de rostro tranquilo, con el cuello terriblemente delgado y la mirada un poco velada —cataratas, piensa Camille, su padre tenía la misma mirada al final de su vida—. Después de cada frase se sumerge en un sueño. Sus ojos se clavan en Camille, una bruma cubre su mirada y, antes de retomar el relato, hace una pausa. Lo siente, abre los brazos, también muy delgados, Camille traga saliva, bombardeado por las emociones.
El anciano la llama: «¡Señora!», pero no se atreve a tocarla, está como sonámbula, la deja pasar, Anne anda un poco más.
Y entonces, gira de nuevo a su derecha.
No busquen una razón, no la encontrarán. Porque a la derecha está la rue Damiani. Y dos o tres segundos después de la aparición de Anne, el coche de los atracadores circula a toda velocidad.
En dirección a ella.
Y al ver a su víctima a pocos metros de él, el tipo que le ha partido la cabeza y ha fallado el tiro en dos ocasiones no puede resistirse a la idea de volver a agarrar la escopeta. De acabar el trabajo. Cuando el coche llega a la altura de Anne, la ventanilla está bajada y el cañón la apunta de nuevo, todo sucede muy rápido, ella ve el arma pero es incapaz de hacer un movimiento más.
Miraba el coche… —dice el anciano—, no sabría explicarle…, como si lo esperase.
Es consciente de estar diciendo una barbaridad. Camille lo comprende. Quiere decir que Anne se ve invadida por un inmenso hartazgo. Después de todo lo que ha vivido, se dispone a morir. De hecho, todo el mundo está de acuerdo en ese punto, Anne, el tirador, el anciano, el destino…, todo el mundo. Hasta la joven peluquera:
Vi cómo el cañón salía por la ventanilla. Y también tuvo que verlo la señora. Lo seguimos todos con la mirada, pero es que ella estaba justo delante, ¿sabe?
Camille contiene la respiración. Así que todo el mundo está de acuerdo. Salvo el conductor del coche. Para Camille —le ha dado muchas vueltas al asunto—, el conductor no sabe exactamente en qué punto se encuentra la masacre. Agazapado en su asiento, ha escuchado las detonaciones, el tiempo previsto para el atraco se ha sobrepasado hace un buen rato. Impaciente, inquieto, debía de encontrarse golpeando nerviosamente el volante, quizá dudando si darse a la fuga, cuando, por fin, ve salir a sus cómplices, el uno empujando al otro hacia el vehículo… ¿Ha habido muertos?, se pregunta. ¿Cuántos? Por fin, los atracadores suben al coche. Presionado por los acontecimientos, el conductor arranca y, al llegar a la esquina de la calle —habrán recorrido, ¿cuánto?, doscientos metros, y el coche ya tiene que frenar considerablemente para atravesar el cruce—, descubre en la acera a una mujer ensangrentada que se tambalea. Al verla, el tirador sin duda le grita que vaya más despacio, baja precipitadamente la ventanilla, quizá llega a lanzar un alarido de victoria, una ocasión así no debe desperdiciarse, cualquiera diría que es un guiño del destino, como si acabase de encontrarse con su alma gemela. Lo había dado por perdido y mira por dónde. Coge la escopeta, se la echa al hombro y apunta. El conductor, por su parte, se ve en una fracción de segundo cómplice de un asesinato casi a quemarropa, frente a una docena larga de testigos, sin contar con lo que ha podido pasar en la galería, que desconoce pero de lo que se sabe copartícipe. El golpe se ha torcido, no esperaba que las cosas salieran así…
El coche se quedó clavado —dice la peluquera—. ¡En seco! Menudo frenazo…
Las huellas de los neumáticos sobre el asfalto permitirán determinar el modelo, un Porsche Cayenne.
En el interior del habitáculo, todos los ocupantes son propulsados hacia delante, incluso el tirador. El disparo revienta las dos puertas y las ventanillas laterales del vehículo aparcado en el que se apoya Anne, a punto de morir. En la calle, los viandantes echan cuerpo a tierra, salvo el anciano, que no tiene tiempo de esbozar el más mínimo gesto. Anne se derrumba, el conductor pisa a fondo el acelerador, el coche da un bote y las ruedas chirrían nuevamente sobre el asfalto. Cuando vuelve a levantarse, la peluquera ve al anciano, que se sujeta a una pared con una mano y se lleva la otra al corazón.
Anne ha quedado tumbada en la acera, con un brazo colgando del bordillo y una pierna bajo el vehículo aparcado. «Resplandecía», dirá el anciano. No puede ser de otra manera, está cubierta de fragmentos del parabrisas que ha estallado.
Sobre ella, parecía nieve…
10.40 h
Los turcos no están contentos.
Nada contentos.
El gordo, que tiene pinta de bruto, conduce prudentemente, pero atraviesa la place de l’Étoile y baja por la avenue de la Grande-Armée con los puños apretados sobre el volante. Frunce el ceño, quiere parecer convincente. O quizá sea algo cultural manifestar así sus emociones.
El más nervioso es el hermano pequeño. Un tipo agresivo. Moreno hasta decir basta, con un rostro brutal, en el que se adivina su carácter desconfiado. También hace muchos gestos, blandiendo el dedo índice, amenazando. Resulta bastante cansino. No entiendo nada de lo que dice —yo, el español…—, pero no es difícil adivinarlo: nos llaman para un golpe rápido y suculento y nos encontramos con un tiroteo interminable. Abre los brazos del todo: ¿y si no te hubiese detenido? Una atmósfera bastante pesada se apodera del habitáculo, seguramente pregunta qué habría pasado si la chica hubiese muerto. De repente, no puede evitarlo, se vuelve a dejar llevar por la cólera: esto era un atraco, no una matanza, etcétera.
Cansino de verdad. Por fortuna, soy una persona tranquila. Si me enfadase, el asunto empezaría ya a degenerar.
No tiene importancia, pero resulta pesado. Ese chico se está agotando con tanta recriminación, valdría más que conservase sus fuerzas, porque va a necesitar reflejos.
La cosa no ha ido exactamente como estaba previsto, pero hemos conseguido el objetivo global, eso es lo que importa. Hay dos sacos repletos a nuestros pies. Un buen pico. Y esto es solo el principio porque, si todo va bien, voy a tirar del hilo de esos sacos y a hacerme con más. El turco también está echando un ojo a los sacos. Está hablando con su hermano, parecen ponerse de acuerdo, el conductor asiente con la cabeza. Se las están arreglando en familia, como si estuviesen solos, deben de estar calculando la compensación que me pueden exigir. Exigir…, habrase visto. De vez en cuando el más pequeño se interrumpe para dirigirse a mí, con rabia. Puedo entender dos o tres palabras: «pasta», «reparto». Habría que preguntarse dónde las han aprendido, no llevan más de veinticuatro horas en Francia… Lo mismo los turcos tienen un don para los idiomas, vete a saber. En realidad, poco importa. Por ahora me vale con adoptar un aire avergonzado, encogerme un poco y asentir. Ya estamos en Saint-Ouen, vamos a buen ritmo, sin problemas.
Atravesamos el extrarradio. Hay que ver cómo se desgañita el otomano, increíble. A fuerza de vociferar, cuando llegamos delante del almacén la atmósfera en el coche se ha vuelto irrespirable, se nota que nos dirigimos hacia la Gran Explicación final. El más pequeño grita una pregunta, la repite varias veces, exige una respuesta y, para demostrar hasta qué punto es agresivo, blande su dedo índice y lo golpea sobre el puño cerrado de la otra mano. El gesto debe de tener un significado claro en Esmirna, pero en Saint-Ouen la cosa es más problemática. De todas formas se entiende bien la intención general, reivindicativa y amenazante, hay que asentir con la cabeza, decir de acuerdo. En el fondo no es mentira, porque pronto llegaremos a un acuerdo.
Mientras tanto el conductor ha bajado del coche, pero por mucho que se esfuerza con la llave del trastero no consigue levantar el cierre. Gira la llave en todos los sentidos, alucina, vuelve al coche, está claro que no lo entiende, cuando la probó funcionaba a la perfección. Suda mientras el motor sigue en marcha. No hay riesgo de llamar la atención, porque estamos en un largo callejón sin salida en medio de ninguna parte, pero no me gustaría que esto se eternizara.
Para ellos se trata de otro contratiempo, uno más. Y ya es demasiado. Esta vez, el pequeño está al borde de la apoplejía. Nada está saliendo como habían previsto, se siente estafado, traicionado. «Franchute de mierda.» Tengo que poner otra vez cara de compungido, eso de que el cierre no se abra es incomprensible, debería funcionar, lo probamos ayer mismo. Salgo con calma del coche, extrañado e incómodo.
La Mossberg 500 es una escopeta de siete cartuchos. En vez de aullar como hienas, estos incas deberían haber contado las municiones. Se van a enterar de que cuando se es mal cerrajero más vale ser bueno en aritmética, porque una vez de pie, con la puerta del coche abierta, me basta con avanzar hasta el cierre metálico, apartar ligeramente al conductor para ponerme en su lugar —déjame intentarlo…— y, al volverme, estar justo en la posición ideal. Me queda en la escopeta lo justo para apuntar al conductor y lanzarlo contra el muro de hormigón de un disparo en el pecho. En cuanto al pequeño, es suficiente con girar levemente el cañón para tener el placer de volarle los sesos a través del parabrisas. Un chorro fulgurante. El parabrisas estalla, las ventanillas laterales se cubren de sangre, ya no se ve nada del interior. Hay que acercarse para descubrir el resultado, la cabeza ha estallado en pedazos, no queda nada, solo el cuello, y debajo, el cuerpo contoneándose. Los pollos también hacen eso cuando son decapitados, siguen corriendo. Pasa algo parecido con los turcos.
La Mossberg hace un poco de ruido, pero después, ¡qué tranquilidad!
Ahora no debo perder tiempo. Echar los dos sacos a un lado, sacar la llave correcta para abrir el almacén, arrastrar al gordo dentro del garaje, meter el vehículo con el hermano pequeño hecho pedazos en el interior —debo pasar sobre el cuerpo del otro, pero qué más da, ya no puede guardarme rencor—, cerrar la puerta y listo.
Basta ahora con recoger los sacos, caminar hasta la boca del callejón y subir al coche alquilado. Pero esto no ha terminado. Bien mirado, no ha hecho más que empezar. Es necesario cerrar el círculo. Sacar el móvil y marcar el número del teléfono que activa la bomba. La detonación se siente hasta aquí. Y eso que estoy bastante lejos, pero el coche alquilado tiembla por efecto de la onda expansiva. A más de cuarenta metros. ¡Menuda explosión! Los turcos irán directos al jardín de las delicias. Ya pueden dedicarse a sobar a las vírgenes, ese par de gilipollas. Una columna de humo negro empieza a ascender por encima de los tejados de las naves industriales, en su mayor parte tapiadas, expropiadas por el Ayuntamiento para reconstruir encima. Al fin y al cabo, es echarle un cable a la comunidad, se ve que uno puede ser atracador y tener además conciencia cívica. Los bomberos se pondrán en marcha en treinta segundos. No hay tiempo que perder.
Dejar los sacos con las joyas en la consigna de la estación del Norte. El cliente enviará a alguien para recogerlo todo. La llave, en un buzón del boulevard Magenta.
Y, por último, hacer balance. Se dice que los asesinos vuelven siempre al lugar del crimen.

Respetemos la tradición.

jueves, 12 de julio de 2018

Jorge Luis Borges. REVISTA. Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 31, abril de 1937.


DOS FILMS
El agente secreto y Los muchachos de antes no usaban gomina.

Dos films he visto en dos consecutivas noches. El primero —en ambas acepciones de la palabra— "está inspirado en la novela de Joseph Conrad, El Agente Secreto". El mismo director lo asegura; debo confesar que sin él, yo hubiera dado con la filiación que señala, pero no con el respiratorio y divino verbo inspirar. Destreza fotográfica, torpeza cinematográfica: tales son los juicios tranquilos que me "inspira" el último film de Alfred Hitchcock. En cuanto a Joseph Conrad... Es indudable que, descontadas varias deformaciones, la fábula del film Sabotaje (1936) coincide con los hechos del relato The Secret Agent (1907); es también indudable que los hechos referidos por Conrad tienen un valor psicológico, sólo tienen un valor psicológico. Conrad propone a nuestra comprensión el destino y carácter de Mr. Verloc, hombre haragán, obeso y sentimental, que llega al "crimen" por obra de la confusión y del temor; Hitchcock prefiere traducirlo en un inescrutable satanás eslavo-germánico. Un pasaje del Secret Agent, casi profético, invalida y refuta esa traducción: "Había en Mr. Verloc ese aire peculiar de los hombres que viven de los vicios, de las locuras o de los temores más bajos de la humanidad; ese aire de nihilismo moral que es propio de los dueños de garitos y de prostíbulos; de los detectives particulares y de los miembros de la policía secreta; de los traficantes de alcohol y (lo sospecho) de quienes venden cinturones eléctricos o inventan específicos. Pero de los últimos no hablo, porque no he rebajado mi investigación a tales abismos. Es muy posible que su cara sea perfectamente diabólica. No me sorprendería. Lo que quiero decir es que Mr. Verloc nada tenía de diabólico". Hitchcock ha preferido desdeñar ese aviso. No deploro su curiosa infidelidad: deploro la tarea subalterna en que se ha empeñado. Conrad nos da la comprensión perfecta de un hombre que causa la muerte de un niño; Hitchcock dedica su arte (y los ojos oblicuos y dolientes de Sylvia Sidney) a que nos enternezca esa muerte. El empeño del uno fue intelectual; el del otro es apenas sentimental. Ello no es todo: el film —oh complementario, insípido horror— añade un episodio amoroso cuyos protagonistas, no menos continentes que enamorados, son la martirizada Mrs. Verloc y un gallardo y pulcro detective, disfrazado de verdulero.

El otro film informativamente se llama: Los muchachos de antes no usaban gomina. (Hay nombres informativos que son hermosos: El General murió al amanecer). Este —Los muchachos de antes, etcétera— es indudablemente uno de los mejores films argentinos que he visto: vale decir, uno de los peores del mundo. El diálogo es del todo increíble. Los personajes —doctores, patoteros y compadrones de 1906— hablan y viven en función de su diferencia con el año 1937. No existen fuera del color local y del color temporal. Hay una pelea a trompadas y otra a cuchillo. Los actores no saben canchar ni boxear, lo cual desluce un poco esos espectáculos.

El tema —el "nihilismo moral" o reblandecimiento progresivo de Buenos Aires— es, por cierto, atrayente. El director del film lo malogra. El héroe, que debería ser emblemático de la antigua virtud —y de la antigua incredulidad— es un porteño ya italianado, harto sensible a los bochornosos estímulos del patriotismo apócrifo y del tango sentimental.


Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 31, abril de 1937. 

miércoles, 11 de julio de 2018

Albert Camus. ENTRE SÍ Y NO. LITERATURA DE RESCATE.


Entre sí y no

Si es cierto que los únicos paraísos son los que hemos perdido, sé qué nombre darle a este algo tierno e inhumano que llevo hoy dentro. Un emigrante regresa a su patria. Y yo recuerdo. Ironía, rigidez, todo calla. Y heme aquí repatriado. No quiero andar rumiando la felicidad. Es mucho más sencillo y es mucho más fácil. Pues, de esas horas que saco fuera desde lo hondo del olvido, lo que más se ha conservado es el recuerdo intacto de una emoción en estado puro, de un instante suspendido en la eternidad. Sólo eso es verdadero en mí, y siempre me doy cuenta demasiado tarde. Nos inspira amor la caída de un ademán, la oportunidad de un árbol en el paisaje. Y para reproducir todo ese amor, no contamos sino con un detalle, pero que es suficiente: un olor a cuarto cerrado durante demasiado tiempo, el sonido singular de un paso en la carretera. Tal es mi caso. Y, si en ese momento me entregaba al amor, por fin era realmente yo, pues sólo el amor nos devuelve a nuestro ser.
Despaciosas, apacibles y serias, vuelven esas horas, igual de fuertes, igual de emocionantes, porque atardece y la hora es triste y hay un a modo de deseo inconcreto en el cielo sin luz. Todos y cada uno de los gestos recobrados me revelan ante mí mismo. Alguien me dijo un día: «Es tan difícil vivir». Y me acuerdo de con qué entonación. Otra vez, alguien susurró: «Y la peor equivocación, desde luego, es hacer sufrir». Cuando todo ha terminado, la sed de vivir se apaga. ¿Es eso acaso lo que llaman felicidad? Al ir orillando esos recuerdos, le ponemos a todo el mismo atuendo discreto y vemos la muerte igual que un telón de fondo de colores desteñidos. Nos volvemos hacia nuestra persona. Sentimos nuestra aflicción y por eso amamos mejor. Sí, quizá la felicidad sea eso, el apiadado sentimiento de nuestra desdicha.
Así sucede en este atardecer. En este café moro, en la punta de la ciudad árabe, recuerdo no una felicidad pasada, sino un raro sentimiento. Ya es de noche. Hay en las paredes leones amarillo canario que persiguen a jeques vestidos de verde entre palmeras de cinco ramas. En un rincón del café, una lámpara de acetileno da una luz inconstante. La iluminación viene en realidad del fuego que arde en lo hondo de un horno pequeño decorado con esmaltes verdes y amarillos. Las llamas iluminan el centro de la habitación y me noto el reflejo en el rostro. Estoy de cara a la puerta y a la bahía. Sentado a lo moro en un rincón, el dueño del café parece estar mirando mi vaso ya vacío, con una hoja de menta en el fondo. Nadie en el local; los ruidos de la ciudad en un nivel inferior; más allá, las luces de la bahía. Oigo al árabe respirar ruidosamente y le brillan los ojos en la penumbra. ¿Es el ruido del mar lo que se oye a lo lejos? El mundo me envía su suspiro con un ritmo largo y me trae la indiferencia y la tranquilidad de lo que no muere. Intensos reflejos rojos hacen que ondulen en las paredes los leones. El aire refresca. Una sirena en el mar. Empiezan a girar los faros; una luz verde, una roja, una blanca. Y sigue ese hondo suspiro del mundo. Algo así como un canto secreto nace de esa indiferencia. Y heme aquí repatriado. Me acuerdo de un niño que vivió en un barrio pobre. ¡Aquel barrio, aquella casa! Sólo tenía un piso, y no había luz en las escaleras. Incluso ahora, transcurridos ya tantos años, podría el niño regresar a esa casa en plena noche. Sabe que subiría por las escaleras a toda velocidad sin tropezar ni una vez. Tiene impregnado de esa casa incluso el cuerpo. Y conserva en las piernas la medida exacta de la altura de los peldaños. Y en la mano el horror instintivo, nunca superado, de la barandilla de la escalera. Y era por las cucarachas.
En los atardeceres de verano, los obreros se asoman al balcón. En su casa sólo había una ventanita muy pequeña. Así que bajaban sillas delante de la casa y saboreaban la caída de la tarde. Había la calle y la heladería de al lado, los cafés de enfrente, y los ruidos de niños corriendo de puerta en puerta. Pero, sobre todo, entre los altos ficus, estaba el cielo. Hay una soledad en la pobreza, pero una soledad que le devuelve su precio a cada cosa. Con cierto nivel de riqueza, el propio cielo y la noche cuajada de estrellas parecen bienes naturales. Pero en la parte de abajo de la escala, el cielo recupera pleno sentido: una gracia inestimable. ¡Noches de verano, misterios en los que crepitaban estrellas! Detrás del niño había un pasillo apestoso; y se hundía un poco en su sillita desfondada. Pero, alzando la vista, bebía directamente de la noche pura. A veces pasaba un tranvía, ancho y veloz. Y un borracho canturreaba en la esquina de una calle sin conseguir turbar el silencio.
También la madre del niño se quedaba callada. Había veces en que le hacían una pregunta: «¿En qué piensas?». «En nada», contestaba. Qué cierto es. Todo está ahí, así que nada. Su vida, sus intereses, sus hijos se limitan a estar ahí con una presencia demasiado natural para notarla. Padecía una dolencia y le costaba pensar. Tenía una madre dura y dominante que lo sacrificaba todo a un amor propio de animal susceptible y había dominado durante mucho tiempo la mente débil de la hija, a quien emancipó el matrimonio. Pero regresó dócilmente tras la muerte del marido. Murió éste en el campo del honor, como suele decirse. En lugar preferente pueden verse, en un marco dorado, la cruz de guerra y la medalla militar. El hospital le mandó además a la viuda un trocito de metralla hallado entre la carne. La viuda lo conserva. Hace mucho que se le pasó la pena. Ha olvidado a su marido, pero habla aún del padre de sus hijos. Para criarlos, trabaja y le da el dinero a su madre. Ésta educa a los niños a latigazos. Cuando les pega demasiado fuerte, su hija le dice: «No les des en la cabeza». Porque son sus hijos y los quiere. Los quiere con un amor constante que nunca les dio a conocer. A veces, como en esas noches que el niño recordaba, tras regresar de un trabajo agotador (es asistenta), se encuentra con la casa vacía. La vieja ha ido a unos recados y los niños todavía están en el colegio. Entonces se apelmaza en una silla y, con la mirada perdida, se sume en la persecución extraviada de una ranura de la tarima. A su alrededor se adensa la oscuridad en la que ese mutismo es de un desconsuelo irremediable. Si el niño vuelve en ese momento, vislumbra la flaca silueta de hombros huesudos y se queda parado: tiene miedo. Empieza a darse cuenta de muchas cosas. Apenas si se ha percatado de la propia existencia. Pero le cuesta llorar ante ese silencio animal. Su madre le da lástima. ¿Será eso quererla? Nunca le hizo una caricia; no sabría. Se queda entonces mirándola durante largos minutos. Sintiéndose extranjero. Toma conciencia de su pena. Ella no lo oye, porque es sorda. Dentro de un rato volverá la vieja, renacerá la vida; la luz redonda de la lámpara de petróleo, el hule, los gritos, las palabras groseras. Pero ahora este silencio marca un alto, un instante desmesurado. Como el niño lo nota oscuramente, cree que, en ese impulso que se adueña de él, siente amor por su madre. Y es menester que así sea porque, en última instancia, es su madre.
Ella no piensa en nada. Fuera, la luz, los ruidos; aquí, el silencio en la oscuridad. El niño crecerá, aprenderá. Lo crían y le pedirán agradecimiento, como si le evitasen el dolor. Esos silencios serán constantes en su madre. Él crecerá en dolor. Ser un hombre, eso es lo que cuenta. La abuela se morirá, luego la madre, y él.
La madre se sobresalta. Se ha asustado. Vaya bobada quedarse mirándola así. Más vale que vaya a hacer los deberes. El niño hace los deberes. Está hoy en un café sórdido. Ahora es un hombre. ¿No es eso lo que cuenta? Habrá que creer que no, ya que hacer los deberes y aceptar que hay que llegar a hombre sólo conduce a hacerse viejo.
El árabe del rincón sigue sentado a lo moro y se coge los pies con las manos. De las terrazas sube un aroma a café tostado junto con animadas charlas de voces jóvenes. Un remolcador vuelve a soltar su nota grave y tierna. El mundo concluye aquí como cada día y de todas sus desmedidas tribulaciones nada queda ya sino esta promesa de paz. ¡La indiferencia de esa madre rara! Sólo esa inmensa soledad del mundo me da su medida. Una noche, llamaron a su hijo —ya adulto— para que fuera a ver a la madre. Le había dado, por un susto, una grave conmoción cerebral. Solía asomarse al balcón al final del día. Cogía una silla, y apoyaba los labios en el hierro frío y salado del balcón. Y, en esa postura, miraba pasar a la gente. A su espalda, la oscuridad se iba aglomerando despacio. Enfrente, los comercios se encendían de golpe. Los transeúntes y las luces eran una crecida de la calle. La madre se ensimismaba en una contemplación sin propósito. La noche a la que nos referimos, un hombre apareció tras ella, la arrastró, la maltrató y salió huyendo al oír ruido. Ella no vio nada y se desmayó. Cuando llegó su hijo, estaba acostada. Decidió él, por consejo del médico, pasar la noche con ella. Se tendió en la cama, a su lado, sin taparse. Era verano. El miedo del reciente drama aún andaba rondando por el cuarto recalentado. Había rumor de pasos y chirridos de puertas. En el aire agobiante flotaba el olor al vinagre con el que habían refrescado a la enferma. Ésta rebullía, se quejaba, a veces se sobresaltaba de repente. Sacaba entonces al hijo de breves amodorramientos de los que salía empapado de sudor, alarmado ya, y en los que volvía a caer pesadamente tras una ojeada al reloj en el que danzaba, repetida por tres veces, la llama de la lamparilla. Hasta más adelante no notó lo solos que habían estado aquella noche. Solos contra todos. Los «demás» dormían a esa hora en que ambos olían a fiebre. En aquella casa vieja, todo parecía hueco en esos momentos. Los tranvías de la medianoche drenaban, al alejarse, toda la esperanza que pueda venirnos de los hombres, todas las certidumbres que nos aporta el ruido de las ciudades. La casa retumbaba un rato cuando pasaban, y todo se extinguía gradualmente. Sólo quedaba ya un ancho jardín de silencio en el que a ratos crecían los quejidos atemorizados de la enferma. El hijo nunca se había sentido tan fuera de su ámbito. El mundo se había licuado y, con él, la ilusión de que la vida vuelve a empezar a diario. Ya no existía nada, ni estudios, ni ambiciones, ni preferencias en el restaurante o colores favoritos. Sólo la enfermedad y la muerte en las que se sentía sumido… Y, no obstante, a esa misma hora en que el mundo se venía abajo, él estaba vivo. E incluso acabó por dormirse. Aunque no sin llevarse consigo la imagen desesperante y tierna de una soledad compartida entre dos. Más adelante, mucho más adelante, se acordó de aquel olor a sudor y vinagre mezclados, de aquel momento en que notó los vínculos que lo unían a su madre. Como si ella fuera la inmensa lástima de su corazón que se ensanchaba a su alrededor, que se tornaba corporal e interpretaba con esmero y sin temor a la impostura el papel de una anciana pobre de enternecedor destino.
Ahora el fuego se cubre de ceniza en el hogar. Y prosigue el mismo suspiro de la tierra. Suenan las notas desgranadas de una darbuka. Una voz risueña de mujer va pegada a ellas. Avanzan unas luces por la bahía; las barcas de pesca sin duda, que regresan a la dársena. El triángulo de cielo que veo desde el lugar en que estoy ha perdido las nubes diurnas. Abarrotado de estrellas, se estremece bajo un hálito puro y las alas amortiguadas de la noche laten despacio a mi alrededor. ¿Hasta dónde llegará esta noche en la que ya no me pertenezco? Hay una virtud peligrosa en la palabra sencillez. Y esta noche entiendo que haya quien quiera morir porque, ante determinada transparencia de la vida, nada tiene ya importancia. Un hombre sufre y padece desdichas tras desdichas. Las soporta, se hace a su destino. Se gana la estima de los demás. Y, luego, una noche, nada: se encuentra con un amigo al que quiso mucho. Y éste le habla distraídamente. Al volver a su casa, el hombre se mata. Se habla luego de penas íntimas y de un drama oculto. No. Y si a la fuerza tiene que haber un motivo, se mató porque un amigo le habló distraídamente. Así es como, cada vez que me ha parecido que experimentaba el sentido del mundo en profundidad, fue siempre su sencillez la que me trastornó. Mi madre, aquella noche, y su extraña indiferencia. En otra ocasión, vivía yo en una casa de campo en el extrarradio, solo con un perro, una pareja de gatos y sus crías, todas de color negro. La gata no podía alimentarlas. Uno a uno, se iban muriendo todos los gatitos. Ensuciaban el cuarto en que vivían. Y cada noche, cuando volvía a casa, me encontraba a uno todo tieso y con el hocico encogido. Una noche me encontré al último, al que la madre se había comido a medias. Ya hedía. El olor de la muerte se mezclaba con el olor de la orina. Me senté entonces entre toda aquella miseria y, con las manos en la suciedad, respirando aquel olor a podrido, me quedé mucho rato mirando la llama demente que relucía en los ojos verdes de la gata inmóvil en un rincón. Sí. Esta noche es igual. Al llegar a cierto grado de privación, ya nada conduce a nada, no parecen tener base ni la esperanza ni la desesperanza, y la vida entera se resume en una imagen. Pero ¿por qué quedarse en eso? Sencillo, todo es sencillo; en las luces de los faros, una verde, una roja, una blanca; en el frescor de la noche y en los olores de ciudad y de sórdida pobreza que me llegan. Si esta noche lo que regresa hacia mí es la imagen de cierta infancia, ¿cómo no dar acogida a la lección de amor y pobreza que puedo sacar de ella? Ya que esta hora es como un intervalo entre sí y no, dejo para otras horas la esperanza o el asco de vivir. Sí, recoger sólo la transparencia y la sencillez de los paraísos perdidos: en una imagen. Y fue así como, no hace mucho, en una casa de un barrio viejo, un hijo fue a ver a su madre. Están sentados, frente por frente, en silencio. Pero se encuentran sus miradas.
¿Qué hay, mamá?
Pues ya ves.
¿Te aburres? ¡No es que hable mucho!
Pero si tú nunca has hablado mucho.
Y una hermosa sonrisa sin labios se le disuelve en la cara. Es verdad, el hijo nunca le habló. ¿Pero, en realidad, qué necesidad hay de hablar? Al callarse, la situación está más clara. Es su hijo; y es su madre. Y ella puede decirle: «Sabes».
Está sentada al pie del sofá, con los pies juntos y las manos juntas en las rodillas. Él, en su silla, casi no la mira y fuma sin parar. Una pausa.
No deberías fumar tanto.
Es verdad.
Todo el olor del barrio vuelve a subir por la ventana. El acordeón del café de al lado, la circulación más rápida al caer la tarde, el olor de los pinchos de carne asada que se comen metidos en panecillos esponjosos, un niño que llora en la calle. La madre se levanta y coge una labor de punto. Tiene los dedos entumecidos y se los ha deformado la artritis. No teje deprisa, coge tres veces el mismo punto o deshace toda una hilera con sordo chisporroteo.
Me estoy haciendo un jerseicito. Me lo pondré con un cuello blanco. Con esto y con el abrigo negro estoy vestida para toda la temporada.
Se levanta para encender la luz.
Ya anochece temprano.
Era cierto. Ya no era verano y aún no era otoño. En el cielo suave, aún chillaban los vencejos.
¿Volverás pronto?
Pero si todavía no me he ido. ¿Por qué dices eso?
No, si era por decir algo.
Pasa un tranvía. Un coche.
¿Es verdad que me parezco a mi padre?
Eres igualito. Es verdad, no lo llegaste a conocer. Tenías seis meses cuando se murió. ¡Pero si llevases un bigotito!
Él había mencionado a su padre sin convicción alguna. Ningún recuerdo, ninguna emoción. Un hombre como tantos otros, lo más seguro. Por lo demás, se fue al frente muy entusiasmado. En el Marne le abrieron la cabeza. Estuvo una semana ciego y agonizando; figura su nombre en el monumento a los muertos de su municipio.
En el fondo —dice la madre—, más vale así. Habría vuelto o ciego o loco. Así que el pobre…
Es verdad.
¿Y qué es lo que lo hace quedarse en esta habitación, a no ser la certidumbre de que siempre vale más así, la sensación de que toda la absurda sencillez del mundo ha buscado refugio en esta habitación?
Volverás —dice la madre—. Ya sé que tienes mucho que hacer… Pero, de vez en cuando…

Y ahora, ¿en dónde estoy? Y cómo separar este café vacío de aquella habitación del pasado. Ya no sé si vivo o si me acuerdo. Ahí están las luces de los faros. Y el árabe que tengo delante y me dice que va a cerrar. Tengo que irme. No quiero volver a bajar esa cuesta tan peligrosa. Cierto es que le echo una última mirada a la bahía y sus luces, que lo que sube entonces a mi encuentro no es la esperanza de días mejores, sino una indiferencia primitiva por todo y por mí mismo. Pero hay que quebrar esa curva demasiado laxa y demasiado fácil. Y preciso de mi lucidez. Sí, todo es sencillo. Son los hombres los que complican las cosas. Que no nos vengan con historias. Que no nos digan del condenado a muerte: «Va a pagar la deuda que tiene con la sociedad», sino: «Le van a cortar el pescuezo». Parece una tontería. Pero hay una leve diferencia. Y, además, hay personas que prefieren mirar a su destino a los ojos.

lunes, 9 de julio de 2018

ALBERT CAMUS. LA IRONÍA. LITERATURA DE RESCATE.


La ironía

Hace dos años conocí a una anciana. Padecía una dolencia que al principio creyó que iba a matarla. Se quedó completamente paralítica del lado derecho. Sólo le restaba en este mundo una mitad de su persona, mientras que la otra le era ya ajena. Una viejecita bullidora y charlatana, que quedó reducida al silencio y la inmovilidad. Al estar sola durante largas horas, al ser analfabeta y de no mucha sensibilidad, toda su vida se reducía a Dios. Creía en él. Y la prueba es que tenía un rosario, un cristo de plomo y, de escayola, un san José con el Niño en brazos. Le cabían sus dudas de que aquella enfermedad fuera incurable, pero lo afirmaba para que le hicieran caso y, en lo demás, se remitía a ese Dios al que tan mal quería.
Aquel día alguien le estaba haciendo caso. Un joven. (Creía que existía una verdad y sabía, por lo demás, que aquella mujer iba a morir, y no se preocupaba por resolver esa contradicción). Le había despertado un interés auténtico el aburrimiento de la anciana. Y ella lo había notado a la perfección. Y aquel interés era una bicoca para la enferma. Le contaba sus desdichas muy animada: había llegado al final del camino y no hay más remedio que cederles el sitio a los jóvenes. ¿Que si se aburría? Claro que sí. Nadie le hablaba. Estaba metida en un rincón como un perro. Más valía acabar de una vez. Porque prefería morirse a tener que depender de alguien.
Se le puso la voz beligerante. Era una voz de mercado, de regateo. Y, no obstante, el joven la entendía. Aunque opinaba que valía más depender de los demás que morirse. Pero eso sólo venía a demostrar una cosa: que seguramente nunca había tenido que depender de nadie. Y, precisamente, le estaba diciendo a la anciana —porque había visto el rosario—: «Le queda a usted Dios». Era cierto. Pero incluso en eso no la dejaban en paz. Si, por ventura, se quedaba un buen rato rezando, si se le perdía la mirada por algún dibujo del tapizado, su hija decía:
¡Ya está otra vez rezando!
¿Y a ti qué más te da? —le preguntaba la enferma.
Me da lo mismo. Pero acaba por crisparme.
Y la anciana se callaba, clavando en su hija una mirada prolongada y cargada de reproches.
El joven lo oía todo con una pena tremenda y desconocida, que le molestaba en el pecho. Y la anciana añadía:
Ya verá cuando sea vieja. ¡Ella también lo necesitará!
Se notaba a la anciana emancipada de todo menos de Dios, entregada por entero a ese mal postrero, virtuosa por necesidad, persuadida con excesiva facilidad de que lo que le quedaba era el único bien digno de amor, inmersa al fin y sin retorno en la miseria del hombre inmerso en Dios. Pero si renace la esperanza de vida, Dios no tiene fuerza bastante frente a los intereses del hombre.
Se sentaron todos a la mesa. El joven estaba invitado a cenar. La anciana no comía porque tomar algo por la noche le cae pesado al estómago. Se quedó en el rincón, a la espalda del que la había estado oyendo. Y él no comía a gusto porque notaba que lo estaban observando. Pero la cena avanzaba. Para que durase más la velada, decidieron ir al cine. Precisamente echaban una película divertida. El joven había aceptado irreflexivamente, sin acordarse de aquel ser que seguía existiendo a su espalda.
Los comensales se levantaron para ir a lavarse las manos antes de salir. Ni se planteaba, por supuesto, que la anciana fuera también al cine. Aunque no hubiera estado impedida, su ignorancia no le habría permitido enterarse de la película. Decía que no le gustaba el cine. La verdad era que no se enteraba. Y, por lo demás, estaba en su rincón y consagraba un intenso y vacuo interés a las cuentas del rosario. Tenía puesta en él toda su confianza. Aquellos tres objetos que tenía consigo le indicaban el punto material en que empezaba lo divino. Desde el rosario, el cristo o el san José y por detrás de ellos se abría un dilatada y honda oscuridad en donde tenía albergada toda su esperanza.
Ya estaban listos. Se acercaban a la anciana para darle un beso y las buenas noches. Ella ya se había dado cuenta de qué pasaba y apretaba con fuerza el rosario. Pero quedaba claro que el ademán podía obedecer lo mismo a la desesperación que al fervor. Ya le habían dado todos un beso. Sólo quedaba el joven. Le estrechó la mano a la anciana afectuosamente y ya le estaba volviendo la espalda. Pero la anciana veía que se le marchaba ese que le había hecho caso. No quería quedarse sola. Sentía ya el espanto de su soledad, el prolongado insomnio, el decepcionante encuentro a solas con Dios. Tenía miedo, no contaba ya sino con el hombre y, aferrándose al único ser que la había atendido, no le soltaba la mano, se la apretaba, dándole torpemente las gracias para justificar aquella insistencia. El joven se sentía violento. Ya miraban hacia atrás los otros para meterle prisa. La película empezaba a las nueve y era mejor llegar un poco antes para no tener que hacer cola.
Él se sentía encarado con la más espantosa desdicha que hubiera conocido jamás: la de una anciana impedida a la que abandonaban para ir al cine. Quería irse, escurrir el bulto, no quería saberlo, intentaba liberar la mano. Durante un segundo, le entró un odio feroz por aquella anciana y pensó en abofetearla violentamente.
Pudo al fin soltarse e irse mientras la enferma, medio incorporada en el sillón, veía con espanto cómo se desvanecía la única certidumbre a la que podía aferrarse. Ahora ya nada la amparaba. Y, entregada por completo al pensamiento de su muerte, no sabía exactamente qué la atemorizaba, pero notaba que no quería estar sola. Dios sólo le valía para arrebatarla de entre los hombres y conseguir que se quedara sola. No quería separarse de los hombres. Y por eso empezó a llorar.
Los demás ya estaban en la calle. Un remordimiento terco atenazaba al joven. Alzó la vista hacia la ventana iluminada, un ojo grande y muerto en la casa silenciosa. El ojo se cerró. La hija de la anciana le dijo al joven:
Siempre apaga la luz cuando está sola. Le gusta quedarse a oscuras.
El anciano parecía estar de enhorabuena, fruncía las cejas, movía un índice sentencioso. Decía:
A mí mi padre me daba cinco francos de mi jornal de la semana para mis gastos hasta el sábado siguiente. Bueno, pues me las apañaba para ahorrar unas perras. De entrada, para ir a ver a la novia me hacía a campo traviesa cuatro kilómetros a la ida y otros cuatro a la vuelta. Venga, venga, se lo digo yo, la juventud de ahora ya no sabe pasárselo bien.
Estaban sentados en torno a una mesa redonda; tres jóvenes y él, el viejo. Refería sus humildes aventuras: bobadas valoradas a lo grande, cansancios que elogiaba como victorias. No introducía pausas en el relato y, con prisa por contarles todo antes de que se fueran, seleccionaba en su pasado lo que le parecía adecuado para interesar a los oyentes. Conseguir que lo escucharan era su único vicio: se negaba a ver la ironía de las miradas y la burlona brusquedad con que lo agobiaban. Lo miraban como a ese anciano en cuya época sabido es que todo iba bien, siendo así que creía ser el respetado antecesor cuya experiencia tiene un peso. Los jóvenes no saben que la experiencia es una derrota y que hay que perderlo todo para saber un poco. El anciano había sufrido, pero no lo contaba. Queda mejor lo de parecer feliz. Y, además, aunque en esto se equivocara, mayor error habría sido pretender, por el contrario, conmover con sus desdichas. ¿Qué les importan los sufrimientos de un viejo a quienes están tan repletos de vida? Hablaba y hablaba, se extraviaba con deleite por la grisura de su voz amortiguada. Pero aquello no podía prolongarse. Su agrado exigía un final y la atención de los oyentes iba a menos. Ni siquiera era ya gracioso; era viejo. Y a los jóvenes les gustan el billar y las cartas, que no tienen nada que ver con el estúpido trabajo cotidiano.
No tardó en quedarse solo, pese a sus esfuerzos y mentiras para que el relato resultase más atractivo. Los jóvenes se fueron, sin miramientos. Otra vez solo. Nadie lo escucha; eso es lo terrible cuando se es viejo. Lo condenaban al silencio y a la soledad. Le dejaban claro que pronto se moriría. Y un anciano que va a morirse es inútil, e incluso resulta molesto e insidioso. Que se vaya. O, por lo menos, que se calle: es lo menos que se le puede pedir. Y él sufre porque no puede callar sin acordarse de que es viejo. Se puso en pie no obstante y se fue, sonriendo a cuantos estaban en torno. Pero no encontró sino rostros indiferentes o entregados a un regocijo en el que no estaba autorizado a participar. Un hombre se reía: «Ésa será vieja, no digo que no, pero a veces las mejores sopas se hacen en los pucheros más viejos». Otro, más serio: «Nosotros no tenemos dinero, pero comemos bien. Ya ves, mi nieto come más que su padre. ¡A su padre hay que darle una libra de pan, pero él necesita un kilo! Y venga de salchichón, y venga de camembert. Cuando parece que ya ha acabado, dice: “¡Hum! ¡Hum!”, y sigue comiendo». El viejo se alejó. Y con su paso lento, un paso corto de asno en plena tarea, fue por las largas aceras cargadas de hombres. Se encontraba mal y no quería volverse a casa. Solía agradarle volver a la mesa y a la lámpara de petróleo y a los platos en donde, automáticamente, hallaban su lugar los dedos. Aún le agradaban la cena silenciosa, la vieja sentada enfrente de él, los bocados masticados mucho rato, la mente vacía, la mirada fija y muerta. Aquella noche, volvería más tarde. La cena servida y fría, la vieja en la cama ya, sin preocupación pues estaba hecha a sus retrasos imprevistos. Decía: «Le ha entrado la luna», y ya estaba todo dicho.
Seguía andando con el manso empecinamiento de su paso. Estaba solo y era viejo. Al final de la vida, la vejez nos vuelve convertida en náuseas. Todo va a desembocar en que no nos escuchan. Camina, da la vuelta a una esquina, tropieza y está a punto de caerse. Vi cómo sucedía. Es ridículo, pero qué se le va a hacer. Pese a todo, prefiere la calle; la calle, antes que esas horas, en su casa, cuando la fiebre le tapa a la vieja y lo aísla en su cuarto. Entonces, a veces, la puerta se abre despacio y se queda entornada por un instante. Entra un hombre. Va vestido de claro. Se sienta frente al anciano y se queda callado durante muchos minutos. No se mueve, igual que no se movía, hace un momento, la puerta entornada. De vez en cuando, se pasa una mano por el pelo y suspira bajito. Cuando ha estado ya mucho rato mirando al anciano con esa mirada preñada de tristeza, se va en silencio. Deja en pos el ruido seco que se desprende del picaporte. Y ahí se queda el viejo, espantado, con su miedo ácido y doloroso en el vientre. Mientras que en la calle no está solo, por muy pocas personas con las que se cruce. Canta la fiebre. Se le acelera el paso corto: mañana todo va a cambiar, mañana. De pronto cae en la cuenta de que mañana será igual, y pasado mañana, y todos los demás días. Y ese irremediable descubrimiento lo anonada. Son los pensamientos así los que matan. Se mata uno porque no los puede soportar: o, cuando somos jóvenes, los convertimos en frases.
Viejo, loco, borracho, a saber. Su final será un final digno, sollozante, admirable. Morirá espléndidamente; quiero decir: sufriendo. Le servirá de consuelo. Y, además, ¿adónde va a ir? Es viejo para siempre. Los hombres construyen su vejez por venir. A esa vejez, a la que asedian tantas cosas irremediables, quieren darle una ociosidad que los deja inermes. Quieren llegar a capataces para retirarse a una casita con jardín. Pero, ya entrados en edad, saben perfectamente que es mentira. Necesitan a los demás hombres para protegerse. Y éste precisaba que lo escucharan para creer en su propia vida. Ahora las calles estaban más oscuras y con menos transeúntes. Todavía pasaban voces. En el extraño apaciguamiento de la llegada de la noche se tornaban más solemnes. Aún quedaban fulgores diurnos tras las colinas que rodeaban la ciudad. Una imponente humareda, llegada a saber de dónde, apareció tras las cimas boscosas. Lentamente se elevó y se desplegó, escalonada como un pino. El viejo cerró los ojos. Ante la vida que se llevaba el retumbar de la ciudad y la sandia sonrisa indiferente del cielo, está solo, sin recursos, desnudo, muerto ya.
¿Es menester describir la otra cara de esta moneda? No cabe duda de que en una habitación sucia y sombría, la vieja sirvió la mesa; que la cena estaba lista; se sentó, miró la hora, esperó un poco más y empezó a comer con apetito. Pensaba: «Le ha entrado la luna». Todo estaba dicho.
Eran cinco en casa: la abuela, el hijo segundo, la hija mayor y los dos hijos de ésta. El hijo era casi mudo; la hija padecía una dolencia y le costaba pensar; y, de sus dos hijos, uno trabajaba ya en una compañía de seguros, y el menor estudiaba todavía. A los setenta años, la abuela seguía mandando en todos. Colgado encima de su cama, podía verse un retrato suyo, con cinco años menos, muy tiesa, luciendo un vestido negro cuyo cuello cerraba un medallón, sin una arruga, con enormes ojos claros y fríos, en el que tenía ese porte de reina del que no abdicó sino con la edad y que, a veces, hacía por recobrar en la calle.
A esos ojos claros le debía el nieto un recuerdo que aún lo hacía ruborizarse. La anciana esperaba a que hubiera visitas para preguntarle, clavando en él una mirada severa: «¿A quién quieres más, a tu madre o a tu abuela?». El juego tomaba más relevancia cuando estaba presente la hija. Pues, en todas las ocasiones, el niño contestaba: «A la abuela», guardando en el corazón un supremo arrebato amoroso por esa madre que siempre se quedaba callada. O también, cuando las visitas se asombraban de aquella preferencia, la madre decía: «Es que lo ha criado ella».
Lo que sucedía, además, es que la anciana pensaba que el amor es algo que se exige. Sacaba, de aquella conciencia suya de buena madre de familia, algo así como una rigidez y una intolerancia. Nunca engañó a su marido y le dio nueve hijos. Cuando murió, crió ella a los niños enérgicamente. Dejaron la casa de labor de los suburbios y fueron a dar a un barrio viejo y pobre, en el que vivían hacía mucho.
Y, desde luego, era una mujer que no carecía de virtudes. Pero, para sus nietos, que estaban en la edad de las opiniones tajantes, no era sino una comediante. Y sabían, por uno de sus tíos, una anécdota significativa. Iba éste un día a ver a su suegra y la divisó, ociosa, en la ventana. Pero lo recibió con un trapo en la mano y se disculpó por no hacer un alto en la tarea, pues las labores del hogar le dejaban muy poco tiempo libre. Y no queda más remedio que admitir que en todo era así. Tenía gran facilidad para desmayarse tras una discusión familiar. También padecía de penosos vómitos debidos a una enfermedad de hígado. Pero no ponía discreción alguna en el ejercicio de aquel padecimiento. En vez de intentar aislarse, vomitaba estruendosamente en el cubo de la basura de la cocina. Y, cuando regresaba entre los suyos, blanca y con los ojos cuajados de lágrimas debido al esfuerzo, si le rogaban que se fuera a acostar, sacaba a colación la comida que tenía por hacer y el papel que desempeñaba en el gobierno del hogar: «Aquí lo tengo que hacer yo todo». Y también: «¿Qué iba a ser de vosotros si yo faltase?».
Los nietos se acostumbraron a no tomar en cuenta aquellos vómitos, aquellos «ataques» como decía ella, ni las quejas de la abuela. Un día se metió en la cama y pidió que llamasen al médico. Lo hicieron para darle gusto. El primer día, el médico sólo habló de un simple malestar; el segundo, de un cáncer de hígado; y el tercero, de una grave ictericia. Pero el menor de los nietos se empecinó en no ver en todo aquello sino otra comedia más, un fingimiento más elaborado. No se preocupó. Aquella mujer lo había oprimido demasiado para que sus perspectivas iniciales pudieran ser pesimistas. Y hay, además, algo así como un coraje desesperado en la lucidez y la repulsa a sentir cariño. Pero es cierto que, a fuerza de hacerse el enfermo, puede uno enfermar: la abuela llevó el fingimiento hasta la muerte. El último día, cuando la estaban atendiendo los suyos, mientras echaba fuera las fermentaciones intestinales le dijo, con sencillez, al nieto: «Ya ves, me tiro pedos como un cochinito». Murió una hora después.
El nieto se daba cuenta ahora de que no había entendido nada. No podía quitarse de la cabeza la idea de que, en su presencia, la anciana había interpretado su postrera y más monstruosa simulación. Y se preguntaba qué pena sentía, y no notaba ninguna. Hasta el día del entierro no lloró, movido por el generalizado estallido de lágrimas, pero lo hizo con el temor de no estar siendo sincero y de mentir ante la muerte. Era un día de invierno hermoso, traspasado de rayos de luz. En el azul del cielo se intuía el frío cuajado de lentejuelas amarillas. Desde el cementerio se dominaba la ciudad entera y podía verse caer el sol, espléndido y transparente, sobre la bahía estremecida de luz que parecía un labio húmedo.

¿Que todo esto no encaja? ¡Bonita verdad! Una mujer a la que abandonan para ir al cine, un anciano a quien nadie escucha ya, una muerte que no redime nada y, luego, del otro lado, toda la luz del mundo. ¿Qué más da, si lo damos todo por bueno? Se trata de tres destinos semejantes y, empero, diferentes. La muerte para todos, pero a cada cual su propia muerte. A fin de cuentas, pese a todo, el sol nos calienta los huesos.
Fuente:


Título original: L’envers et l’endroit & Discours de Suède


Albert Camus, 1958


Traducción: María Teresa Gallego Urrutia & Miguel Salabert


Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

domingo, 8 de julio de 2018

ALBERT CAMUS.LITERATURA DE RESCATE. Discurso de Suecia Al señor Louis Germain Discurso del 10 de diciembre de 1957[1]. PREMIO NOBEL.


ALBERT CAMUS (Mondovi, Argelia, 1913 - Villeblevin, Francia, 1960). Novelista, ensayista y dramaturgo francés, considerado uno de los escritores más importantes posteriores a 1945. Su obra, caracterizada por un estilo vigoroso y conciso, refleja la philosophie de l’absurde, la sensación de alienación y desencanto junto a la afirmación de las cualidades positivas de la dignidad y la fraternidad humana.

Camus nació en Mondovi (actualmente Drean, Argelia, entonces colonia francesa) el 7 de noviembre de 1913. Ingresó en la universidad de Argel, pero sus estudios pronto se vieron interrumpidos debido a una tuberculosis. Formó una compañía de teatro de aficionados que representaba obras para las clases trabajadoras; también trabajó como periodista y viajó mucho por Europa. En 1939

Discurso de Suecia

Al señor Louis Germain


Discurso del 10 de diciembre de 1957[1]

Al recibir la distinción con que su libre Academia ha querido honrarme, mi gratitud era tanto más profunda cuanto yo consideraba hasta qué punto esta recompensa excedía mis méritos personales. Todo hombre, y con más razón, todo artista desea ser reconocido. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión no pude dejar de comparar su repercusión con lo que soy en realidad. ¿Cómo no iba a enterarse con una especie de pánico de un fallo que lo llevaba de golpe, solo y reducido a sí mismo en medio de una luz intensa, un hombre aún joven que sólo cuenta con sus dudas y una obra todavía en formación y habituado a vivir en la soledad del trabajo o el retiro de la amistad?
Yo sentí en mi fuero interno desasosiego y turbación. A fin de recobrar la paz, tuve que hacer un gran esfuerzo para poder sentirme a la altura de un destino demasiado generoso. Y puesto que no podía igualarme a él apoyándome únicamente en mis méritos, no encontré otra ayuda mejor que la que me ha sostenido siempre, a lo largo de toda mi vida, aun en las circunstancias más adversas: la idea que tengo de mi arte y del papel del escritor. Permítanme, pues, que, desde el agradecimiento y la amistad, les hable, tan sencillamente como pueda, de esta idea.
Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero nunca lo he situado por encima de todo. Al contrario, si lo necesito es porque no se separa de nadie y porque me permite vivir, tal como soy, en el plano de todos. El arte no es a mis ojos un placer solitario. Es un medio para conmover al mayor número posible de personas, al ofrecerles una imagen privilegiada de los sufrimientos y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no aislarse y lo somete a la verdad más humilde y más universal. Y quien a menudo ha escogido su destino de artista por sentirse diferente, no tarda en darse cuenta de que no nutrirá su arte y su diferencia, sino reconociendo su semejanza con todos. El artista se forma en esta perpetua ida y vuelta de sí a los demás, a medio camino entre la belleza, de la que no puede prescindir, y la comunidad, de la que no puede extirparse. Por esto es por lo que los verdaderos artistas no desprecian nada; se obligan a comprender en vez de a juzgar. Y si tienen que tomar partido en este mundo, no puede ser otro que el de una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no reine ya el juez, sino el creador, sea trabajador o intelectual.
A la vez, el papel del escritor no está exento de difíciles deberes. Por definición, no puede ponerse hoy al servicio de los que hacen la Historia; está al servicio de los que la sufren. De no hacerlo así, se quedará solo y privado de su arte. Ni todos los ejércitos de la tiranía con sus millones de hombres le salvarán de la soledad, aun cuando consienta —menos aún en este caso— en alinearse con ellos. En cambio, el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor del exilio, al menos cada vez que logre, en medio de los privilegios de la libertad, no olvidar ese silencio y hacerlo resonar con los medios del arte.
Ninguno de nosotros es lo suficientemente grande para semejante vocación. Pero, en todas las circunstancias de su vida, oscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre de expresarse por un tiempo, el escritor puede reencontrar el sentimiento de una comunidad viva que lo justificará a condición de que acepte, en la medida de sus medios, las dos responsabilidades que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio de la verdad y el de la libertad. Puesto que su vocación es reunir al mayor número posible de personas, ésta no puede acomodarse a la mentira y a la esclavitud que, allí donde reinan, hacen proliferar las soledades. Cualesquiera que sean nuestras debilidades personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión.
Durante más de veinte años de una historia demencial, perdido sin auxilio, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones de la época, me he sentido sostenido por el oscuro sentimiento de que escribir era hoy un honor, porque este acto obligaba, y obligaba no sólo a escribir. Me obligaba particularmente a soportar con todos los que vivían la misma historia, tal como yo era y según mis fuerzas, la desdicha y la esperanza que compartíamos. Esos hombres, nacidos al comienzo de la Primera Guerra Mundial, que tenían veinte años cuando se instauraban a la vez el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, que se confrontaron luego, para completar su educación, con la guerra de España, con la Segunda Guerra Mundial, con el universo concentracionario, con la Europa de la tortura y de las prisiones, deben hoy educar a sus hijos y realizar sus obras en un mundo amenazado por la destrucción nuclear. Nadie, supongo, puede pedirles que sean optimistas. Y opino incluso que debemos comprender, sin cesar de luchar contra ellos, el error de los que, en una espiral de desesperación, han reivindicado el derecho al deshonor y se han precipitado a los nihilismos de la época. Pero ahí está el hecho de que la mayor parte de nosotros, en mi país y en Europa, hayamos rechazado esos nihilismos y nos hayamos dedicado a la búsqueda de una legitimidad. Hemos tenido que forjarnos un arte de vivir en tiempo de catástrofes para nacer por segunda vez y luchar luego, a rostro descubierto, contra el instinto de muerte que actúa en nuestra historia.
Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea acaso sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan las revoluciones caídas, las técnicas que han caído en la locura, los dioses muertos y las ideologías extenuadas, en la que mediocres poderes pueden hoy destruirlo todo pero no saben convencer, en la que la inteligencia se ha rebajado hasta hacerse la sirvienta del odio y de la opresión, esta generación ha debido restaurar, en sí misma y en torno a sí misma a partir de sus negaciones, un poco de lo que da la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que nuestros grandes inquisidores pueden establecer para siempre los reinos de la muerte, esta generación sabe que, en una especie de loca carrera contra el reloj, debería restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y rehacer con todos los hombres un arca de la alianza. No es seguro que pueda llegar a cumplir esta tarea inmensa, pero sí es seguro que a lo largo de todo el mundo hace ya su doble apuesta por la verdad y por la libertad, y que, si llega el caso, sabrá morir por ella sin odio. Es esta generación la que merece ser saludada y estimulada en todas partes, y sobre todo allí donde se sacrifica. Seguro de que estaréis en profundo acuerdo conmigo, es en esta generación, en todo caso, en la que quiero hacer recaer el honor que ustedes me han concedido.
Lo dicho hasta aquí supone, a la vez que resaltar la nobleza del oficio de escribir, poner al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha: vulnerable pero obstinado, injusto y apasionado por la justicia, construyendo su obra a la vista de todos, sin vergüenza ni orgullo, siempre en tensión entre el dolor y la belleza, y destinado, en fin, a extraer de su doble ser las creaciones que obstinadamente trata de edificar en el movimiento destructor de la historia. Dicho esto, ¿quién podría esperar de él soluciones redondas y hermosas moralejas? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre está por conquistar. La libertad es peligrosa, tan apasionante como difícil de vivir. Nosotros debemos marchar hacia esos dos objetivos, penosa pero resueltamente, sabedores de antemano de los desfallecimientos en que caeremos durante tan largo camino. ¿Qué escritor osaría entonces, con buena conciencia, erigirse en predicador de la virtud? En cuanto a mí respecta, tengo que decir una vez más que no soy nada de todo eso. Nunca he podido renunciar a la luz, a la dicha de existir, a la vida libre en la que he crecido. Pero, aunque esta nostalgia explique muchos de mis errores y de mis culpas, debo decir que me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y que me ayuda todavía a mantenerme ciegamente junto a todos esos hombres silenciosos que sólo pueden soportar en el mundo la vida que se les depara gracias al recuerdo o al retorno de breves y libres momentos de felicidad.
Reconducido así a lo que yo soy realmente, a mis límites, a mis deudas, así como a mi fe difícil, me siento más libre para reconocer la amplitud y la generosidad de la distinción que acaban de concederme, más libre también para decirles que yo querría recibirla como un homenaje rendido a todos los que, compartiendo el mismo combate, no han recibido ningún privilegio, sino, por el contrario, han sufrido desgracias y persecuciones.
Sólo me queda ya darles las gracias de corazón y hacerles públicamente, en testimonio personal de gratitud, la misma y antigua promesa de fidelidad que cada artista verdadero se hace a sí mismo, cada día, en el silencio.

***


ALBERT CAMUS (Mondovi, Argelia, 1913 - Villeblevin, Francia, 1960). Novelista, ensayista y dramaturgo francés, considerado uno de los escritores más importantes posteriores a 1945. Su obra, caracterizada por un estilo vigoroso y conciso, refleja la philosophie de l’absurde, la sensación de alienación y desencanto junto a la afirmación de las cualidades positivas de la dignidad y la fraternidad humana.

Camus nació en Mondovi (actualmente Drean, Argelia, entonces colonia francesa) el 7 de noviembre de 1913. Ingresó en la universidad de Argel, pero sus estudios pronto se vieron interrumpidos debido a una tuberculosis. Formó una compañía de teatro de aficionados que representaba obras para las clases trabajadoras; también trabajó como periodista y viajó mucho por Europa. En 1939

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