Escritor
francés, Pierre Lemaitre es conocido por sus novelas de género
negro y criminal, siendo ganador de numerosos premios como el Le
Point o el Livre de Poche. Autor de más de diez novelas, Lemaitre ha
sido traducido a trece idiomas y su obra Cadres Noirs fue adaptada al
cine en 2012.
Pierre Lemaitre ganó el Premio Goncourt, el galardón literario más prestigioso de Francia, por su novela Au revoir là-haut (Albin Michel), descrito por la prensa francesa como un éxito de crítica y público que narra la historia de dos antagónicos soldados traumatizados tras la Primera Guerra Mundial.
Pierre Lemaitre ganó el Premio Goncourt, el galardón literario más prestigioso de Francia, por su novela Au revoir là-haut (Albin Michel), descrito por la prensa francesa como un éxito de crítica y público que narra la historia de dos antagónicos soldados traumatizados tras la Primera Guerra Mundial.
Anne Forestier queda atrapada
en medio de un atraco a una joyería en los Campos Elíseos. Tras
recibir una paliza que la deja al borde de la muerte, tiene la suerte
de sobrevivir… y la condena de haber visto la cara del asaltante.
Su vida corre un grave peligro, pero Anne cuenta con la ayuda del
hombre al que ama: el comandante Camille Verhoeven. Este estará
dispuesto a actuar al margen de la ley con tal de protegerla. Pero
¿quién es ese enemigo, y por qué ese empeño tan feroz en acabar
con Anne?
Pierre
Lemaitre
Camille
Camille
Verhoeven - 4
Título
original: Sacrifices
Pierre Lemaitre, 2012
Traducción: Juan Carlos Durán
Romero
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Para
Pascaline
A Cathy Bourdieu, por su
apoyo
Con cariño
Solo conocemos una centésima
parte de lo que nos ocurre.
No sabemos qué mínima parte
del cielo paga todo este infierno.
WILLIAM
GADDIS, Los
Reconocimientos
Día 1
10.00 h
Un acontecimiento se considera
decisivo cuando desbarata nuestras vidas por completo. Camille
Verhoeven había leído esta afirmación unos meses antes, en un
artículo sobre «La aceleración de la historia». Ese
acontecimiento decisivo, sobrecogedor, inesperado, capaz de provocar
un cortocircuito en el sistema nervioso, lo podrán distinguir
inmediatamente del resto de accidentes vitales porque transmite una
energía y una intensidad particulares. En cuanto ocurra, serán
conscientes de que sus consecuencias van a ser de proporciones
gigantescas, de que lo que ha pasado es irreversible.
Por ejemplo, tres disparos de
una escopeta de repetición sobre la mujer que uno ama.
Eso es lo que le va a suceder a
Camille.
Y poco importa que ese día
hayan tenido que acudir, como él, al entierro de su mejor amigo y
que tengan la sensación de que ya ha sido suficiente para una sola
jornada. El destino no es de los que se contentan con ese tipo de
banalidades; es perfectamente capaz, por el contrario, de
manifestarse en forma de asesino armado con una Mossberg 500 del
calibre 12 y cañón recortado.
Queda saber ahora cómo
reaccionarían. Esa es la cuestión.
Porque la capacidad de razonar
queda aturdida hasta tal punto que la mayoría de las veces se
reacciona de forma puramente instintiva. Por ejemplo cuando, antes de
los tres disparos, muelen literalmente a palos a la mujer amada y
después se ve claramente al asesino empuñar la escopeta tras
haberla cargado con un golpe seco.
Sin duda en esos momentos
surgen los hombres extraordinarios, aquellos que saben tomar las
mejores decisiones en las peores circunstancias.
Pero si ustedes son tan solo
ordinarios se defenderán como puedan. Y con toda probabilidad,
frente a un seísmo de tales dimensiones, estarán condenados a lo
aproximativo o al error, cuando no reducidos directamente a la
impotencia.
Si uno es lo suficientemente
mayor como para haber pasado por alguna de estas situaciones, imagina
que ya está inmunizado. Es el caso de Camille. Su primera mujer fue
asesinada, un cataclismo del que tardó años en recuperarse. Cuando
se ha atravesado ese mal trago, uno piensa que no le puede pasar nada
peor.
Es una trampa.
Porque bajamos la guardia.
Para el destino, siempre
atento, es el mejor momento para cruzarse en nuestro camino.
Y recordarnos la infalible
puntualidad del azar.
Anne Forestier entra en la
galería Monier poco después de que abran. El vestíbulo principal
está casi vacío, todavía flota un olor un poco mareante a producto
de limpieza. Las tiendas van abriendo con parsimonia y sacan sus
puestos de libros o de joyas y los expositores.
La galería,
construida en el siglo XIX al pie de los Campos Elíseos, alberga
boutiques
de lujo, papelerías, peleterías y tiendas de antigüedades. Está
cubierta de cristaleras, de modo que, al levantar la vista, el
paseante curioso puede descubrir un montón de detalles art
déco,
cerámicas, molduras y pequeñas vidrieras. Anne podría admirarlas
también si tuviese ganas, pero, como ella misma admite, las mañanas
no son lo suyo. Y a esas horas, las alturas, los detalles y los
techos son lo que menos le importa.
Lo único que necesita por
encima de todo es un café. Muy cargado.
Porque hoy, precisamente,
Camille ha remoloneado en la cama. Al contrario que ella, es
madrugador. Aunque Anne no estaba muy por la labor esta vez. Así
que, rechazando amablemente las proposiciones de Camille —que tiene
las manos muy cálidas, es difícil resistirse a ellas—, se ha
metido en la ducha olvidando la cafetera que había dejado puesta, ha
vuelto a la cocina mientras se secaba el pelo, se ha encontrado el
café ya frío, ha recuperado una de sus lentillas a pocos milímetros
del desagüe del lavabo…
Y después de todo eso, la hora
se le ha echado encima y no ha tenido más remedio que salir. Con el
estómago vacío.
A su llegada al pasaje Monier,
poco después de las diez, se sienta pues en la terraza del pequeño
café que hay a la entrada. Es la primera clienta. La cafetera está
calentándose aún, tiene que aguardar a que le sirvan y si consulta
su reloj varias veces no es porque tenga prisa. Es por el camarero,
para quitárselo de encima. Como no tiene gran cosa que hacer aparte
de esperar a que esté lista la máquina, el hombre aprovecha para
intentar entablar conversación. Pasa la bayeta a las mesas de
alrededor mientras la observa por debajo del brazo y, como quien no
quiere la cosa, se va acercando en círculos concéntricos. Es un
tipo alto, delgado, parlanchín, un rubio con el pelo graso de los
que se ven a menudo en las zonas turísticas. Cuando termina su
última vuelta se planta cerca de ella, con una mano en los riñones,
lanza un silbido de admiración mirando al exterior y suelta su
reflexión meteorológica diaria, de una mediocridad lamentable.
Este camarero es un imbécil
pero no carece de gusto, porque Anne, a sus cuarenta años, sigue
siendo una preciosidad. Delicadamente morena, con sus hermosos ojos
verde claro y una sonrisa arrebatadora… es una mujer francamente
luminosa. Con hoyuelos… Y sus gestos lentos, elásticos, que
provocan unas ganas irreprimibles de tocarla porque todo en ella
parece redondo y firme: sus senos, sus nalgas, su pequeño vientre,
sus muslos. En verdad todo en ella es redondo y firme, el tipo de
tentación que vuelve loco.
Cada vez que lo piensa, Camille
se pregunta qué hace con él. A sus cincuenta, está casi calvo,
pero sobre todo, sobre todo, mide un metro cuarenta y cinco. Para
hacerse una idea, tiene la estatura aproximada de un chico de trece
años. Hay que decir también, para evitar elucubraciones, que Anne
no es muy alta, pero en cualquier caso mide veintidós centímetros
más que él. Le saca casi una cabeza.
Anne responde a las
insinuaciones del camarero con una sonrisa encantadora y muy
expresiva: vete a tomar por saco (el hombre da señales de haberlo
comprendido, no le vayan a reprochar el ser amable), y una vez
apurado el café, atraviesa el pasaje Monier en dirección a la rue
Georges-Flandrin. Está llegando casi al otro extremo cuando
introduce la mano en su bolso, sin duda para coger la cartera, y
siente algo húmedo. Sus dedos se ponen perdidos de tinta. Una pluma
que ha reventado.
Para Camille, la historia
propiamente dicha empieza con esa pluma. O con el hecho de que Anne
eligiese ir a esa galería y no a otra, precisamente esa mañana y no
otra, etcétera. La suma de coincidencias necesarias para que
sobrevenga una catástrofe es de todo punto desalentadora. Pero
Camille y Anne se conocieron también gracias a una suma similar de
coincidencias, así que no puede quejarse.
Esa pluma, por tanto, con su
corriente cartucho de tinta que gotea. Azul oscuro y muy pequeña.
Camille la recuerda. Anne es zurda, su mano adopta una posición muy
particular cuando escribe, uno no sabe cómo lo consigue, pero es que
además tiene una letra enorme, como si encadenara con rabia una
serie de firmas y, curiosamente, elige siempre plumas minúsculas, lo
que hace que el espectáculo sea todavía más asombroso.
Cuando saca del bolso su mano
cubierta de tinta, el primer impulso de Anne es inquietarse por los
daños. Busca una solución y la encuentra, a su derecha, en una
jardinera. Apoya el bolso en el borde de madera y comienza a sacarlo
todo.
Está bastante molesta, pero el
susto es mayor que el estropicio. De hecho, si la conociésemos un
poco, veríamos que no hay nada que temer. Anne no posee nada. Ni en
su bolso ni en su vida. Cualquiera podría comprarse lo que lleva
encima. No tiene casa ni coche propios, gasta lo que gana, no más
pero tampoco menos. No ahorra porque no lo lleva en la sangre: su
padre era comerciante. Justo antes de declararse en bancarrota, se
fugó con la caja de una cuarentena de asociaciones que lo acababan
de elegir tesorero y no se le volvió a ver. Lo que sin duda explica
que Anne tenga una relación muy distante con el dinero. Sus últimas
preocupaciones financieras se remontan a la época en que educaba
sola a su hija, Agathe, mucho tiempo atrás.
Anne tira la pluma a la
papelera y se guarda el móvil en el bolsillo de la chaqueta. La
cartera está manchada y no tiene arreglo, pero los papeles que hay
en el interior siguen intactos. En cuanto al bolso, el forro está
húmedo pero la tinta no lo ha atravesado. Anne piensa quizá en
comprarse otro esa misma mañana, una galería comercial es el lugar
ideal, pero no lo sabremos nunca porque lo que pasará después le
impedirá seguir adelante con cualquier proyecto. Mientras tanto,
intenta hacer un apaño tapizando el fondo del bolso con unos
pañuelos de papel y, al terminar, lo único que le importa son sus
dedos llenos de tinta, ahora los de ambas manos.
Podría volver a la cafetería,
aunque encontrarse de nuevo con el camarero es una perspectiva
bastante desalentadora. Cuando ya se ha hecho a la idea, ve ante ella
el cartel de unos aseos públicos, algo no muy frecuente en un lugar
de ese tipo. Es un espacio situado justo después de la pastelería
Cardon y la joyería Desfossés.
A partir de ese momento las
cosas se aceleran.
Anne recorre los treinta metros
que la separan de los servicios, empuja la puerta y se encuentra de
frente a dos hombres.
Han entrado por la salida de
emergencia que da a la rue Damiani y se dirigen hacia el interior de
la galería.
Es solo un segundo… Suena
ridículo pero resulta evidente: si Anne hubiese entrado cinco
segundos después, ya se habrían colocado los pasamontañas y todo
habría sido muy distinto.
Pero esto es lo que ocurre en
realidad: Anne entra y todos se quedan de piedra mientras se observan
fijamente.
Ella mira a uno de los hombres
y luego al otro, atónita por su presencia y su indumentaria, sobre
todo los monos negros.
Y sus armas. Escopetas de
repetición. Aunque no sepa nada de armas, impresionan.
Uno de los tipos, el más bajo,
lanza un gruñido, algo similar a un grito. Anne lo mira, está
pasmado. Vuelve después la cabeza hacia el otro. Más alto, con un
rostro duro, rectangular. La escena dura apenas unos segundos, pero
los tres protagonistas permanecen mudos, estáticos, tan estupefactos
la una como los otros. Todos desprevenidos. Los dos hombres se
colocan precipitadamente el pasamontañas. El más alto levanta su
arma, se gira y, como si sostuviera un hacha y se dispusiese a talar
un roble, golpea a Anne en plena cara con la culata de la escopeta.
Con todas sus fuerzas.
Le revienta literalmente la
cabeza. Lanza incluso un bramido que le sale del vientre, como los
tenistas cuando golpean una bola.
Anne cae hacia atrás, intenta
agarrarse a cualquier cosa pero no encuentra nada. El golpe ha sido
tan repentino y violento que tiene la sensación de que su cabeza se
ha separado del resto del cuerpo. Sale proyectada un metro hacia
atrás y la parte posterior de su cráneo golpea la puerta. Con los
brazos abiertos, se derrumba en el suelo.
La culata de madera le ha
abierto casi la mitad del rostro, desde la mandíbula hasta la sien,
le ha aplastado el pómulo izquierdo, que se ha partido como una
fruta, y se ha llevado por delante unos diez centímetros de mejilla.
La sangre empieza a brotar. Desde fuera, el ruido ha sido parecido al
de un guante de boxeo contra el saco de entrenamiento. Anne, sin
embargo, lo ha sentido desde dentro como un martillazo, pero de un
martillo de veinte centímetros de largo, asido e impulsado con las
dos manos.
El otro tipo empieza a gritar,
furioso. Anne lo oye como en la lejanía, porque a su mente le cuesta
mucho fijar la atención.
Como si nada, el más alto
avanza hacia ella, apunta con el cañón de su arma a su cabeza, la
carga con un golpe seco y se dispone a disparar cuando su cómplice
grita de nuevo. Esta vez mucho más fuerte. Quizá hasta le agarre
por la manga. Anne, aturdida, no consigue abrir los ojos, solo sus
manos se agitan, se abren y cierran en el vacío, en un movimiento
espasmódico y reflejo.
El hombre que sostiene la
repetidora se detiene, se da la vuelta, duda: es cierto que un
disparo es la mejor forma de atraer a la poli antes de haber
empezado, cualquier profesional lo sabe. Por un momento vacila sobre
los pasos a seguir y, una vez tomada la decisión, se vuelve de nuevo
hacia Anne y le lanza una larga serie de patadas. Ella trata de
esquivarlas, pero incluso si hubiese tenido fuerzas se lo habría
impedido la puerta contra la que está arrinconada. No hay salida.
Por un lado la puerta, por el otro el hombre, en equilibrio sobre su
pie izquierdo, que la golpea violentamente con la punta del zapato.
Entre una sacudida y la siguiente, Anne recupera fugazmente la
respiración, el tipo se detiene un instante y, como no consigue lo
que se propone, decide pasar a un método más radical: da la vuelta
a la escopeta, la levanta por encima de la cabeza y empieza a
machacarla a culatazos. Con todas sus fuerzas, con saña.
Se diría que intenta clavar
una estaca en un suelo helado.
Anne se contorsiona para
protegerse, se gira, resbala en su propia sangre, abundante, y cruza
las dos manos sobre la nuca. El primer golpe llega a la altura del
occipucio. El segundo, más ajustado, le aplasta los dedos.
El cambio de método tampoco
logra que se pongan de acuerdo, porque el otro hombre, el más bajo,
agarra a su cómplice y le impide que siga golpeándola sujetándole
el brazo y gritándole. Eso hace que el tipo abandone su idea y
recurra de nuevo a la fórmula artesanal. Vuelve a patear el cuerpo
de Anne, con golpes bien encajados, llevados a cabo con una fuerte
bota de cuero de estilo militar. Apuntando a la cabeza. Agazapada,
Anne continúa protegiéndose con los brazos. Los golpes llueven
sobre el cráneo, la nuca, los antebrazos, la espalda. Pierde la
cuenta de las patadas, los médicos dirán que al menos ocho, el
forense más bien nueve, váyase a saber, caen por todas partes.
Es en ese momento cuando Anne
pierde el conocimiento.
Para los dos
hombres el asunto parece resuelto. Pero el cuerpo de Anne bloquea la
puerta que conduce a la galería comercial. Sin ponerse de acuerdo,
se inclinan, el más bajo agarra a Anne de un brazo y tira hacia él.
La cabeza de la mujer golpea y se balancea por el suelo. Cuando la
puerta puede abrirse por fin, le suelta el brazo, que cae pesadamente
pero en una posición casi celestial, como las manos de algunos
retratos de la Virgen, sensuales y lánguidas. Si hubiese sido
testigo de esa parte de la escena, Camille habría captado enseguida
el extraño parecido del brazo de Anne, ese abandono, con el de La
víctima,
también llamado La
asfixiada,
de Fernand Pelez, lo que habría sido muy perjudicial para su ánimo.
Ahí podría terminar la
historia. El relato de una circunstancia desafortunada. Pero el más
alto de los dos no lo considera así. Está claro que es el que manda
y comprende de inmediato cómo están las cosas.
¿Qué va a pasar ahora con esa
chica?
¿Se despertará y empezará a
gritar?
¿O irrumpirá en la galería
Monier?
Peor aún: ¿puede huir, sin
que se den cuenta, por la salida de emergencia y buscar ayuda?
¿Se esconderá en uno de los
retretes, cogerá el móvil y llamará a la policía?
Adelanta, pues, el pie para
mantener la puerta abierta, se inclina sobre ella, la agarra del
tobillo derecho y sale del baño arrastrándola por el suelo una
treintena de metros, como un niño que tira de un juguete, con la
misma facilidad, con la misma indiferencia de lo que pasa a su
espalda.
El cuerpo de Anne tropieza aquí
y allá, el hombro choca contra la esquina de los aseos, la cadera
contra la pared del pasillo, la cabeza se balancea al ritmo de las
sacudidas, se topa con un zócalo, con la esquina de un macetero de
los que bordean la galería. Anne no es más que un trapo, un fardo,
un maniquí amorfo, sin vida, que se vacía de sangre y deja tras de
sí un largo rastro rojo que se coagula al cabo de unos minutos. La
sangre se seca pronto.
Está como muerta. Cuando el
hombre la suelta, abandona en el suelo un cuerpo desarticulado al que
ni siquiera mira, ya no es asunto suyo. Acaba de cargar la escopeta
con un gesto firme, definitivo, que da cuenta de su determinación.
Los dos hombres irrumpen en la joyería Desfossés gritando órdenes.
El establecimiento acaba de abrir. Si hubiese habido un observador,
no habría podido dejar de sorprenderse ante el desfase entre la
brutalidad que demuestran en cuanto entran y la poca gente que se
halla en la tienda. Los dos hombres vociferan sus órdenes al
personal (solo hay dos mujeres) y comienzan a repartir golpes de
inmediato, en el vientre, en la cara. Todo sucede muy deprisa. Se oye
el ruido de vitrinas rotas, gritos, gemidos, jadeos de terror.
Como consecuencia, quizá, de
haberse visto arrastrada treinta metros, por los tumbos que ha dado
durante el traslado, por la pulsión de seguir viva…, por lo que
sea, en ese momento Anne intenta volver a conectarse con la realidad.
Su cerebro, como un radar enloquecido, busca desesperadamente
encontrar un sentido a lo que pasa, pero es inútil, tiene la
conciencia aturdida, literalmente anestesiada por los golpes, por lo
repentino de lo que está sucediendo. En cuanto a su cuerpo, está
entumecido por el dolor, le resulta imposible mover un solo músculo.
El espectáculo del cuerpo de
Anne desplomado en el pasaje y vertiendo un mar de sangre a la
entrada de la tienda tendrá un efecto positivo: acelerará
definitivamente el golpe.
Dentro no se encuentran más
que la dueña y una aprendiza, una jovencita de dieciséis años,
delgada como una hoja, que se hace un moño de vieja para ganar un
poco de prestancia. En cuanto ve aparecer a los dos hombres cubiertos
y armados, en cuanto comprende que se trata de un atraco, se queda
con la boca abierta como un pez, hipnotizada, sacrificada, pasiva
como una víctima dispuesta a la inmolación. Sus piernas no la
sostienen, debe apoyarse en el mostrador. Antes de que sus rodillas
cedan, recibe el cañón de un arma en plena cara y se derrumba
lentamente, como un suflé. Pasará el resto del tiempo en esa
posición, contando los latidos de su corazón, con los brazos sobre
la cabeza como si esperase una lluvia de piedras.
En cuanto a la propietaria de
la joyería, se atraganta al ver el cuerpo inerte de Anne siendo
arrastrado por el suelo por un pie, con la falda levantada hasta la
cintura, y el largo rastro de sangre que va dejando tras ella.
Intenta pronunciar una palabra que permanece bloqueada en alguna
parte. El más alto de los hombres se coloca en la entrada de la
tienda, vigila los laterales; el más bajo se precipita sobre ella,
apuntándola con su arma. Se la clava brutalmente en el abdomen, a la
altura del estómago. Ella consigue retener las náuseas. Él no
pronuncia palabra alguna, no es necesario, ya ha puesto el piloto
automático. La mujer desactiva torpemente el sistema de seguridad,
busca las llaves de las vitrinas, pero no las lleva todas encima,
debe ir a la trastienda, y al dar el primer paso se da cuenta de que
se ha orinado encima. Entrega el manojo de llaves con mano
temblorosa. Nunca lo dirá en sus declaraciones, pero en ese momento
le susurra al hombre: «No me mate…». Cambiaría el mundo entero
por veinte segundos de existencia. Mientras lo dice, sin que se lo
pidan, se tumba en el suelo, con las manos sobre la nuca, y se la
escucha murmurar febrilmente: está rezando.
En vista de la brutalidad de
esos hombres, uno se pregunta si la oración, por muy fervorosa que
sea, constituye una solución práctica. Poco importa, mientras reza
no pierden el tiempo, abren todas las vitrinas y vacían el contenido
en grandes sacos de tela.
El atraco está bien
organizado, dura menos de cuatro minutos. La hora ha sido bien
elegida, la entrada por los aseos bien planeada y se han repartido
las tareas de forma muy profesional: mientras el primer hombre recoge
las joyas de las vitrinas, el segundo, cerca de la puerta, bien
plantado, firme y decidido, vigila la tienda por un lado y la galería
por el otro.
Una cámara de vídeo situada
en el interior del establecimiento mostrará al primer atracador
abriendo las vitrinas y los cajones y apropiándose del botín. Una
segunda cámara cubre la entrada de la joyería y una pequeña parte
de la galería comercial. En esas imágenes se ve a Anne tirada en el
pasaje.
En ese instante es cuando la
organización del atraco empieza a fallar. A partir del momento en
que, en el vídeo, se ve cómo Anne se mueve. Es infinitesimal, algo
semejante a un tic. Camille no lo tiene claro al principio, no está
seguro de haber visto bien, pero sí, no hay duda, Anne se mueve…
Gira la cabeza, la balancea de derecha a izquierda, muy lentamente.
Camille conoce ese gesto. En algunos momentos del día, cuando quiere
relajarse, se recoloca las cervicales y los músculos del cuello,
habla del «esternocleidomastoideo», Camille ni siquiera sabía que
existía. Evidentemente, esta vez el movimiento no tiene ni la
amplitud ni la suavidad del gesto de relajación. Anne está tumbada
de lado, con la pierna derecha doblada de tal manera que la rodilla
toca su pecho, su pierna izquierda está estirada, tiene el tronco
girado de través, como si fuera a rotar sobre sí misma, mientras su
falda, completamente levantada, deja ver sus bragas blancas. La
sangre brota con fuerza de su cara.
No está tumbada, la han tirado
allí.
Al principio del atraco, el
hombre que permanecía cerca de Anne ha estado echándole rápidos
vistazos, pero como no se movía, toda su atención se ha dirigido
hacia la vigilancia del lugar. Ya no se ocupa de ella, le da la
espalda y ni siquiera advierte que un chorro de sangre ha llegado
hasta su talón derecho.
Anne empieza a salir de la
pesadilla e intenta encontrarle sentido a lo que sucede a su
alrededor. Al levantar la cabeza, la cámara capta su rostro muy
brevemente. Es desgarrador.
Cuando lo descubre, Camille se
queda tan impactado que se equivoca de botón, corrige dos veces,
para, rebobina: ni siquiera la reconoce. No hay nada en común entre
la tez luminosa y los ojos alegres de Anne y ese rostro bañado en
sangre, abotargado, de mirada vacía, que parece tener el doble de
volumen y ha perdido su forma original.
Camille se agarra al borde de
la mesa y siente unas ganas repentinas de llorar, porque Anne está
frente al objetivo de la cámara, mirando aproximadamente hacia él,
como hablándole, pidiéndole socorro. Es lo primero que se le
ocurre, un pensamiento desolador. Imagínense a uno de sus allegados,
a alguien que cuenta con su protección, imagínenselo sufriendo, a
punto de morir. Seguro que les recorre un sudor frío. Pues imaginen,
aún más allá, que se dirige a ustedes en el preciso instante en
que su terror es intolerable. Sentirán ganas de morir. Camille está
en esa situación, delante de la pantalla, completamente impotente,
sin poder hacer otra cosa que mirar esas grabaciones cuando todo ha
pasado ya…
Insoportable, absolutamente
insoportable.
Visionará esas imágenes
decenas de veces.
En cuanto a Anne, se va a
comportar como si todo lo que la rodea hubiese dejado de existir. Si
el atracador se colocase sobre ella y apuntara de nuevo a su nuca con
el cañón de la escopeta, haría lo mismo. Su instinto de
supervivencia resulta increíble, aunque visto desde el otro lado de
la pantalla se parece más a un suicidio: en esa posición, a menos
de dos metros de un hombre armado que ha demostrado, minutos antes,
estar dispuesto a pegarle un tiro en la cabeza sin el menor parpadeo,
Anne se dispone a hacer lo que nadie más se atrevería a hacer. Va a
intentar levantarse. Sin preocuparse de las consecuencias. Va a
tratar de huir. Anne es una mujer con carácter, pero de ahí a
enfrentarse desarmada a una escopeta de repetición hay un trecho.
Lo que vendrá después es el
resultado casi mecánico de la situación, del enfrentamiento entre
dos energías opuestas. Una u otra tendrá que vencer. Están
atrapadas en un engranaje. La diferencia es, evidentemente, que una
cuenta con un calibre 12. Eso ofrece una ventaja indiscutible. Pero
Anne es incapaz de medir la relación de fuerzas presentes, de
calcular de manera razonable sus posibilidades, actúa como si
estuviese sola. Reúne toda la vitalidad que le queda —y en las
imágenes puede verse que no es gran cosa—, mueve la pierna, se
apoya en sus brazos, le cuesta mucho, sus manos resbalan en el charco
de sangre, está a punto de volver a derrumbarse, lo intenta por
segunda vez, y la lentitud con la que trata de levantarse hace que la
escena tenga algo de alucinante. Se mueve con pesadez, entumecida,
casi podría oírse cómo jadea, y dan ganas de compartir su
esfuerzo, de tirar de ella y ayudarla a ponerse en pie.
Camille desea más bien
suplicarle que no haga nada. Aunque el tipo tardase un minuto en
volverse, Anne, en el estado de embriaguez y de extravío en el que
se encuentra, no podría recorrer ni tres metros antes de que la
primera descarga de escopeta la partiese prácticamente en dos. Pero
Camille está detrás de la pantalla, varias horas después, y lo que
pueda pensar ahora no tiene ninguna importancia, es demasiado tarde.
La conducta de Anne no obedece
a un pensamiento previo, es la resolución en estado puro y escapa a
toda lógica. En el vídeo se ve con claridad diáfana: en su
determinación no hay otra cosa que instinto de supervivencia. No
parece una mujer amenazada, a quemarropa, por una escopeta, sino una
borracha al final de la velada que recoge su bolso —al que
permanece aferrada desde el principio, arrastrado tras ella y bañado
en su sangre— y, tambaleándose, busca la salida para volver a
casa. Se podría jurar que su principal adversario es su aturdida
conciencia y no un arma del calibre 12.
Las cosas esenciales no tardan
más de un segundo en producirse: Anne no reflexiona, se levanta con
dificultad. Encuentra algo parecido al equilibrio, pero su falda se
ha quedado enganchada y deja al descubierto toda la pierna… Sin
estar aún por completo en pie, comienza a huir.
A partir de ese momento todo se
va a torcer, no será más que una sucesión de incongruencias,
azares y torpezas. Se podría pensar que Dios, sobrepasado por los
acontecimientos, ya no sabe dónde poner orden, de modo que los
actores improvisan y la cosa sale mal, claro.
Primero porque Anne no sabe
dónde está, no consigue situarse geográficamente. Ha tomado una
dirección completamente equivocada para escapar. Si alargase el
brazo tocaría el hombro del tipo, no le haría falta más, él se
volvería y…
Vacila durante un instante
interminable, ebria, anonadada. Mantiene de milagro su equilibrio
inestable. Se limpia el rostro ensangrentado con el reverso de la
manga, inclina la cabeza a un lado, como para escuchar algo, quiere
dar un paso… Y, de pronto, a saber por qué, decide echar a correr.
Al ver eso en el vídeo, Camille pierde la compostura, siente que se
disuelve la poca sangre fría que le queda.
La intención de Anne es buena.
Lo que falla es la ejecución, porque sus pies resbalan en el charco
de sangre. Solo consigue patinar. En un dibujo animado hasta sería
gracioso; en la realidad resulta patético ver cómo chapotea en su
propia sangre, cómo intenta permanecer de pie buscando una salida y
no logra más que tambalearse peligrosamente. Da la impresión de
estar corriendo a cámara lenta en las narices del hombre del que
pretende huir. Es aterrador.
El tipo no se percata de
inmediato de la situación. A Anne le falta un pelo para caer sobre
él, pero de pronto sus pies hallan un poco de terreno seco, recupera
una pizca de aplomo, el mínimo indispensable para echar a correr,
como propulsada por un resorte.
En la dirección equivocada.
Primero realiza una trayectoria
extraña, girando sobre sí misma, como una muñeca desarticulada.
Dibuja un cuarto de vuelta, avanza un paso, se detiene, se vuelve de
nuevo como un peatón desorientado buscando su camino y
milagrosamente acaba tomando una dirección aproximada hacia la
salida. Pasan unos segundos antes de que el atracador vea que su
presa está huyendo. En cuanto se da cuenta, se da la vuelta y
dispara.
Camille pasa y repasa el vídeo:
no hay duda, el tirador está sorprendido. Sostiene el arma a la
altura de la cadera. Es el tipo de postura que suele adoptarse con
una escopeta de repetición para destrozar casi todo lo que haya en
un radio de cuatro o cinco metros. Quizá no ha recuperado todo su
aplomo. Quizá, por el contrario, se siente demasiado seguro de sí
mismo, ocurre con frecuencia: cojan una persona extremadamente
tímida, denle una escopeta del calibre 12 y libertad para usarla, y
ya verán cómo se envalentona. O quizá es tan solo la sorpresa, o
una mezcla de todo ello. Lo cierto es que el cañón mira hacia
arriba, demasiado arriba. Es un tiro reflejo, sin apuntar.
Anne no ve nada. Conmocionada,
avanza por un agujero negro cuando la lluvia de cristal cae sobre
ella con ruido de tormenta, porque el disparo ha reventado la lucerna
situada justo sobre su cabeza, a pocos metros de la salida, una
vidriera semicircular de casi tres metros de base. Conociendo el
destino de Anne, resulta cruelmente paradójico: la vidriera
representa una escena de montería. Dos apuestos jinetes caracolean a
pocos metros de un ciervo de desmesurada cornamenta literalmente
asediado por una jauría desbordante de agresividad, relucientes
colmillos y fauces codiciosas. Nadie apostaría un céntimo por el
ciervo… Es increíble, la galería Monier y su vidriera
semicircular sobrevivieron a dos guerras mundiales, llega un
atracador armado y torpe y… Hay cosas difíciles de aceptar.
Todo tiembla: escaparates,
espejos, suelo…, y todo el mundo se protege instintivamente como
puede.
—Metí la cabeza entre los
hombros —dirá el anticuario a Camille imitando el gesto.
Es un hombre
de treinta y cuatro años (que insiste en esa cifra, no le vayan a
confundir con alguien de treinta y cinco). Lleva un peluquín
demasiado pequeño y con las puntas levantadas por delante y por
detrás. Tiene la nariz grande y su ojo derecho permanece
prácticamente cerrado, un poco como el del personaje con casco de la
Infidelitas
de Giotto. Con solo recordar la explosión, revive el impacto que le
causó.
—Simplemente pensé que era
un atentado terrorista —cree que con eso lo dice todo—. Pero
después me dije: no, un atentado aquí…, es ridículo, no es un
objetivo y tal.
Es el tipo de testigo que
reconstruye la realidad a la velocidad de su memoria. Sin embargo, no
es de los que pierden el norte. Antes de salir a la galería para ver
qué había ocurrido, echó un vistazo a su tienda para comprobar si
se habían producido daños.
—Ni esto —dice,
maravillado, chascando la uña del pulgar con el incisivo.
La galería es bastante más
alta que larga, un pasillo de unos quince metros flanqueado por
tiendas cubiertas de escaparates. La deflagración resulta colosal
para un espacio de ese tipo. Pasada la explosión, las vibraciones se
propagan a la velocidad del sonido para después volver sobre sí
mismas, rebotando en cada obstáculo que encuentran, dando la
impresión de un eco en el que todas las olas llegan en una
reverberación continua.
Primero el disparo, y después
los miles de fragmentos de vidrio que se derraman como el granizo
detienen de golpe a Anne. Levanta los brazos por encima de su cabeza
para protegerse, aplasta el mentón contra el pecho, se tambalea,
cae, esta vez de lado, y su cuerpo rueda sobre los cristales, pero
hace falta algo más que un tiro de escopeta y el estallido de una
vidriera para detener a una mujer como ella. No se sabe cómo, vuelve
a ponerse en pie.
El tirador ha fallado el primer
disparo, y ha sacado una lección provechosa. Ahora se toma su
tiempo. En las imágenes puede verse cómo vuelve a cargar el arma e
inclina la cabeza. Si el vídeo fuese lo suficientemente preciso, se
vería cómo su índice se contrae sobre el gatillo.
De pronto aparece una mano
enguantada de negro. Es el otro hombre, que le golpea en el hombro en
el momento en que dispara…
El escaparate de la librería
revienta en centenares de trozos. Placas enteras de vidrio, algunas
grandes como platos, cortantes como cuchillas de afeitar, caen y
estallan en el suelo.
—Yo estaba en la trastienda…
Una mujer de unos cincuenta
años, comerciante hasta la médula, baja y ancha, segura de sí
misma, con un dineral en maquillaje encima. De las que van dos veces
por semana a la esteticista y llevan innumerables pulseras, collares,
cadenas, anillos, pendientes (es sorprendente que los atracadores no
se la hayan llevado con el botín), con la voz ronca de tanto fumar,
quizás también de beber. Camille no tiene tiempo de profundizar en
ello. Todo ha ocurrido pocas horas antes, y se encuentra muy mal,
quiere saber, está impaciente.
—Salí corriendo… —dice
ella señalando con un gesto amplio la galería.
Hace una pausa dramática, se
pirra por cualquier cosa que le dé protagonismo. Dosifica bien los
efectos. Pero con Camille eso no va a durar mucho.
—¡Vaya al grano! —murmura
con voz grave.
Para ser policía no es muy
amable, piensa ella, debe de ser por su estatura, seguro que le
provoca deseos de venganza, irritabilidad. Lo que ella vio, poco
después del disparo, fue el cuerpo de Anne propulsado contra el
escaparate, como si una mano gigante la hubiese empujado por la
espalda, para rebotar después contra la luna y desplomarse en el
suelo. La imagen es todavía tan poderosa que la librera olvida por
un instante sus consecuencias.
—¡Se estampó contra el
escaparate! ¡Aun así, nada más tocar el suelo, intentaba
levantarse de nuevo! —se muestra realmente asombrada, hasta llena
de admiración—. Iba ensangrentada y parecía muy febril, muy
agitada, movía los brazos en todas direcciones, no podía mantenerse
en pie, ¿sabe?…
En el vídeo, durante un breve
instante, los dos hombres parecen paralizados. El que ha desviado el
disparo empujando brutalmente a su cómplice ha tirado los sacos al
suelo y, con los brazos caídos, hace frente a su compañero. Bajo el
pasamontañas se puede apreciar que aprieta los labios, parece que
escupe las palabras.
En cuanto al tirador, ha bajado
la escopeta. Sus manos se tensan sobre el arma, parece titubear, pero
finalmente se impone la realidad y renuncia. Se vuelve a
regañadientes hacia Anne. Sin duda la ve levantarse y caminar
tambaleándose hacia la salida del pasaje Monier, pero el tiempo
corre y en su mente debe de haber saltado la alarma: todo eso empieza
a durar demasiado.
El cómplice recoge los sacos y
le lanza uno al tirador. Ese gesto es decisivo. Los dos huyen
corriendo y salen de escena. Una fracción de segundo más tarde, el
tirador da media vuelta y se le ve de nuevo a la derecha. Recupera el
bolso que Anne ha abandonado en su fuga y se marcha. Ya no volverá
atrás. Se sabe que los dos hombres regresaron a los aseos y salieron
unos segundos más tarde a la rue Damiani, donde otro cómplice les
esperaba dentro de un coche.
Anne no sabe dónde se
encuentra. Cae, se vuelve a levantar y consigue, a pesar de todo, sin
saber muy bien cómo, llegar a la entrada de la galería y salir a la
calle.
—Estaba llena de sangre
mientras caminaba… ¡Parecía un zombi!
De origen sudamericano, pelo
negro, tez cobriza, unos veinte años. Trabaja en la peluquería,
justo en la esquina, y había salido a buscar café.
—La máquina se ha
estropeado, hay que ir a buscar café para las clientas.
Lo explica
la patrona. Janine Guénot. Sólidamente plantada frente a Verhoeven,
parece una madame,
tiene todos los atributos. Y también el sentido de la
responsabilidad, no dejaría a una de sus chicas charlar con hombres
en la acera sin velar por los ingresos. Poco importa la razón del
desplazamiento, los cafés, la máquina rota, Camille lo rechaza todo
de plano. Bueno, no todo.
Porque en el instante en que
Anne irrumpe en la calle, la peluquera lleva una bandeja redonda con
cinco cafés y camina deprisa porque las clientas, en ese barrio, son
particularmente quisquillosas, tienen mucho dinero, para ellas ser
exigentes es como hacer uso de un derecho milenario.
—Un café tibio es un drama
—explica la jefa con cara de pena.
Sigamos con la joven peluquera.
Ya sorprendida e intrigada por
las dos explosiones que ha escuchado desde la calle, corre por la
acera con su bandeja y se encuentra de frente a una loca, cubierta de
sangre, que sale de la galería tambaleándose. Un shock. Las dos
mujeres se dan de bruces, la bandeja sale volando. Adiós a las
tazas, los platillos, los vasos de agua…, la peluquera se tira los
cafés encima de su traje azul, el uniforme de trabajo. Los disparos,
los cafés, la pérdida de tiempo, pase, pero un traje tan caro,
joder, dice la patrona subiendo el tono de voz como para remarcar el
perjuicio. Vale, vale, dice Camille con un gesto, y ella pregunta
quién va a pagar la tintorería, debe de haber alguna ley que la
proteja. Vale, repite Camille.
—¡Y ni siquiera se detuvo!
—subraya la jefa, como si se tratase de un caso de atropello con
motocicleta.
Empieza a relatar el asunto
como si le hubiese sucedido a ella. Adopta un tono autoritario porque
ante todo se trata de «su chica» y porque lo de los cafés en el
traje le da derecho a ello. Ese tipo de cosas se le quedan grabadas a
la clientela. Camille la agarra del brazo, y ella baja la mirada
hacia él, curiosa, como si mirara una mierda sobre la acera.
—Usted… —dice Camille en
tono muy bajo—, deje de tocarme los cojones.
La patrona no cree lo que acaba
de oír. ¡De ese enano! Qué desfachatez. Pero cuando Verhoeven la
mira fijamente a los ojos, impresiona. Frente a semejante tensión,
la joven peluquera quiere demostrar que le importa su empleo.
—Estaba gimiendo… —precisa
para cambiar de tema.
Camille se vuelve hacia ella,
quiere saber más. ¿Cómo que gemía? Sí, unos gritos débiles,
como…, es difícil de explicar…, no sé cómo decirlo. Inténtalo,
dice la jefa, que a pesar de todo quiere quedar bien con la policía,
nunca se sabe. Toma a su chica por el codo, venga, haz lo que dice el
señor, esos gritos…, ¿qué gritos? La chica les mira, pestañea,
no está segura de haber comprendido lo que se le pide, y de pronto,
en lugar de intentar describir los gritos, empieza a imitarlos, a
emitir pequeños quejidos, una especie de gemidos, buscando la
tonalidad correcta, iii, iii, o más bien aaa, aaa, algo así, dice,
muy concentrada, aaa, aaa, y al encontrar por fin la sonoridad
adecuada, sube el volumen, cierra los ojos, los vuelve a abrir por
completo, al cabo de unos segundos, aaa, aaa, se podría jurar que va
a tener un orgasmo.
Están en la
calle, hay bastante gente (se encuentran en el lugar donde los
empleados municipales han pasado la manguera sin mucho esmero sobre
la sangre de Anne, que se extiende hasta la alcantarilla, con la
gente pisando las manchas todavía visibles, cosa que duele en el
alma a Camille…), los peatones descubren a un policía de un metro
cuarenta y cinco y, frente a él, a una joven peluquera de piel
morena que le mira de forma extraña y lanza gemidos orgásmicos y
agudísimos, ante la mirada aprobadora de su madame…
Dios mío, lo nunca visto por aquí. Los demás comerciantes, a la
puerta de sus establecimientos, asisten al espectáculo aterrados. Lo
de los disparos no es la publicidad ideal para la clientela, pero es
que, ahora, esa calle está bajando francamente de categoría.
Camille va recogiendo las
declaraciones y las combina para comprender cómo terminó todo.
Anne sale del pasaje Monier a
la rue Georges-Flandrin, a la altura del número 34, completamente
desorientada, tuerce a la derecha y sube en dirección al cruce. Unos
metros más allá se tropieza con la peluquera pero no se detiene,
prosigue su camino apoyándose, paso a paso, en la carrocería de los
coches aparcados, donde se encuentran las huellas de sus palmas
ensangrentadas, bien marcadas, en el techo de los vehículos y en las
puertas. Para todos los que se topan con ella fuera después de haber
escuchado las explosiones en la galería, esa mujer ensangrentada de
los pies a la cabeza es una auténtica aparición. Flotando mientras
camina, tambaleándose pero incapaz de detenerse, ya no sabe lo que
hace ni dónde está. Avanza, gime (aaa, aaa) como si estuviese
ebria, pero no deja de avanzar. La gente se aparta a su paso. Sin
embargo, alguien se arriesga y le dice: «¿Señora?», pero toda esa
sangre impresiona…
—Se lo aseguro, señor, esa
joven daba miedo… No supe qué hacer.
Está descompuesto. Un anciano
de rostro tranquilo, con el cuello terriblemente delgado y la mirada
un poco velada —cataratas, piensa Camille, su padre tenía la misma
mirada al final de su vida—. Después de cada frase se sumerge en
un sueño. Sus ojos se clavan en Camille, una bruma cubre su mirada
y, antes de retomar el relato, hace una pausa. Lo siente, abre los
brazos, también muy delgados, Camille traga saliva, bombardeado por
las emociones.
El anciano la llama:
«¡Señora!», pero no se atreve a tocarla, está como sonámbula,
la deja pasar, Anne anda un poco más.
Y entonces, gira de nuevo a su
derecha.
No busquen una razón, no la
encontrarán. Porque a la derecha está la rue Damiani. Y dos o tres
segundos después de la aparición de Anne, el coche de los
atracadores circula a toda velocidad.
En dirección a ella.
Y al ver a su víctima a pocos
metros de él, el tipo que le ha partido la cabeza y ha fallado el
tiro en dos ocasiones no puede resistirse a la idea de volver a
agarrar la escopeta. De acabar el trabajo. Cuando el coche llega a la
altura de Anne, la ventanilla está bajada y el cañón la apunta de
nuevo, todo sucede muy rápido, ella ve el arma pero es incapaz de
hacer un movimiento más.
—Miraba el coche… —dice
el anciano—, no sabría explicarle…, como si lo esperase.
Es consciente de estar diciendo
una barbaridad. Camille lo comprende. Quiere decir que Anne se ve
invadida por un inmenso hartazgo. Después de todo lo que ha vivido,
se dispone a morir. De hecho, todo el mundo está de acuerdo en ese
punto, Anne, el tirador, el anciano, el destino…, todo el mundo.
Hasta la joven peluquera:
—Vi cómo el cañón salía
por la ventanilla. Y también tuvo que verlo la señora. Lo seguimos
todos con la mirada, pero es que ella estaba justo delante, ¿sabe?
Camille contiene la
respiración. Así que todo el mundo está de acuerdo. Salvo el
conductor del coche. Para Camille —le ha dado muchas vueltas al
asunto—, el conductor no sabe exactamente en qué punto se
encuentra la masacre. Agazapado en su asiento, ha escuchado las
detonaciones, el tiempo previsto para el atraco se ha sobrepasado
hace un buen rato. Impaciente, inquieto, debía de encontrarse
golpeando nerviosamente el volante, quizá dudando si darse a la
fuga, cuando, por fin, ve salir a sus cómplices, el uno empujando al
otro hacia el vehículo… ¿Ha habido muertos?, se pregunta.
¿Cuántos? Por fin, los atracadores suben al coche. Presionado por
los acontecimientos, el conductor arranca y, al llegar a la esquina
de la calle —habrán recorrido, ¿cuánto?, doscientos metros, y el
coche ya tiene que frenar considerablemente para atravesar el cruce—,
descubre en la acera a una mujer ensangrentada que se tambalea. Al
verla, el tirador sin duda le grita que vaya más despacio, baja
precipitadamente la ventanilla, quizá llega a lanzar un alarido de
victoria, una ocasión así no debe desperdiciarse, cualquiera diría
que es un guiño del destino, como si acabase de encontrarse con su
alma gemela. Lo había dado por perdido y mira por dónde. Coge la
escopeta, se la echa al hombro y apunta. El conductor, por su parte,
se ve en una fracción de segundo cómplice de un asesinato casi a
quemarropa, frente a una docena larga de testigos, sin contar con lo
que ha podido pasar en la galería, que desconoce pero de lo que se
sabe copartícipe. El golpe se ha torcido, no esperaba que las cosas
salieran así…
—El coche se quedó clavado
—dice la peluquera—. ¡En seco! Menudo frenazo…
Las huellas de los neumáticos
sobre el asfalto permitirán determinar el modelo, un Porsche
Cayenne.
En el interior del habitáculo,
todos los ocupantes son propulsados hacia delante, incluso el
tirador. El disparo revienta las dos puertas y las ventanillas
laterales del vehículo aparcado en el que se apoya Anne, a punto de
morir. En la calle, los viandantes echan cuerpo a tierra, salvo el
anciano, que no tiene tiempo de esbozar el más mínimo gesto. Anne
se derrumba, el conductor pisa a fondo el acelerador, el coche da un
bote y las ruedas chirrían nuevamente sobre el asfalto. Cuando
vuelve a levantarse, la peluquera ve al anciano, que se sujeta a una
pared con una mano y se lleva la otra al corazón.
Anne ha quedado tumbada en la
acera, con un brazo colgando del bordillo y una pierna bajo el
vehículo aparcado. «Resplandecía», dirá el anciano. No puede ser
de otra manera, está cubierta de fragmentos del parabrisas que ha
estallado.
—Sobre ella, parecía nieve…
10.40 h
Los turcos no están contentos.
Nada contentos.
El gordo, que tiene pinta de
bruto, conduce prudentemente, pero atraviesa la place de l’Étoile
y baja por la avenue de la Grande-Armée con los puños apretados
sobre el volante. Frunce el ceño, quiere parecer convincente. O
quizá sea algo cultural manifestar así sus emociones.
El más nervioso es el hermano
pequeño. Un tipo agresivo. Moreno hasta decir basta, con un rostro
brutal, en el que se adivina su carácter desconfiado. También hace
muchos gestos, blandiendo el dedo índice, amenazando. Resulta
bastante cansino. No entiendo nada de lo que dice —yo, el
español…—, pero no es difícil adivinarlo: nos llaman para un
golpe rápido y suculento y nos encontramos con un tiroteo
interminable. Abre los brazos del todo: ¿y si no te hubiese
detenido? Una atmósfera bastante pesada se apodera del habitáculo,
seguramente pregunta qué habría pasado si la chica hubiese muerto.
De repente, no puede evitarlo, se vuelve a dejar llevar por la
cólera: esto era un atraco, no una matanza, etcétera.
Cansino de verdad. Por fortuna,
soy una persona tranquila. Si me enfadase, el asunto empezaría ya a
degenerar.
No tiene importancia, pero
resulta pesado. Ese chico se está agotando con tanta recriminación,
valdría más que conservase sus fuerzas, porque va a necesitar
reflejos.
La cosa no
ha ido exactamente como estaba previsto, pero hemos conseguido el
objetivo global, eso es lo que importa. Hay dos sacos repletos a
nuestros pies. Un buen pico. Y esto es solo el principio porque, si
todo va bien, voy a tirar del hilo de esos sacos y a hacerme con más.
El turco también está echando un ojo a los sacos. Está hablando
con su hermano, parecen ponerse de acuerdo, el conductor asiente con
la cabeza. Se las están arreglando en familia, como si estuviesen
solos, deben de estar calculando la compensación que me pueden
exigir. Exigir…,
habrase visto. De vez en cuando el más pequeño se interrumpe para
dirigirse a mí, con rabia. Puedo entender dos o tres palabras:
«pasta», «reparto». Habría que preguntarse dónde las han
aprendido, no llevan más de veinticuatro horas en Francia… Lo
mismo los turcos tienen un don para los idiomas, vete a saber. En
realidad, poco importa. Por ahora me vale con adoptar un aire
avergonzado, encogerme un poco y asentir. Ya estamos en Saint-Ouen,
vamos a buen ritmo, sin problemas.
Atravesamos el extrarradio. Hay
que ver cómo se desgañita el otomano, increíble. A fuerza de
vociferar, cuando llegamos delante del almacén la atmósfera en el
coche se ha vuelto irrespirable, se nota que nos dirigimos hacia la
Gran Explicación final. El más pequeño grita una pregunta, la
repite varias veces, exige una respuesta y, para demostrar hasta qué
punto es agresivo, blande su dedo índice y lo golpea sobre el puño
cerrado de la otra mano. El gesto debe de tener un significado claro
en Esmirna, pero en Saint-Ouen la cosa es más problemática. De
todas formas se entiende bien la intención general, reivindicativa y
amenazante, hay que asentir con la cabeza, decir de acuerdo. En el
fondo no es mentira, porque pronto llegaremos a un acuerdo.
Mientras tanto el conductor ha
bajado del coche, pero por mucho que se esfuerza con la llave del
trastero no consigue levantar el cierre. Gira la llave en todos los
sentidos, alucina, vuelve al coche, está claro que no lo entiende,
cuando la probó funcionaba a la perfección. Suda mientras el motor
sigue en marcha. No hay riesgo de llamar la atención, porque estamos
en un largo callejón sin salida en medio de ninguna parte, pero no
me gustaría que esto se eternizara.
Para ellos se trata de otro
contratiempo, uno más. Y ya es demasiado. Esta vez, el pequeño está
al borde de la apoplejía. Nada está saliendo como habían previsto,
se siente estafado, traicionado. «Franchute de mierda.» Tengo que
poner otra vez cara de compungido, eso de que el cierre no se abra es
incomprensible, debería funcionar, lo probamos ayer mismo. Salgo con
calma del coche, extrañado e incómodo.
La Mossberg 500 es una escopeta
de siete cartuchos. En vez de aullar como hienas, estos incas
deberían haber contado las municiones. Se van a enterar de que
cuando se es mal cerrajero más vale ser bueno en aritmética, porque
una vez de pie, con la puerta del coche abierta, me basta con avanzar
hasta el cierre metálico, apartar ligeramente al conductor para
ponerme en su lugar —déjame intentarlo…— y, al volverme, estar
justo en la posición ideal. Me queda en la escopeta lo justo para
apuntar al conductor y lanzarlo contra el muro de hormigón de un
disparo en el pecho. En cuanto al pequeño, es suficiente con girar
levemente el cañón para tener el placer de volarle los sesos a
través del parabrisas. Un chorro fulgurante. El parabrisas estalla,
las ventanillas laterales se cubren de sangre, ya no se ve nada del
interior. Hay que acercarse para descubrir el resultado, la cabeza ha
estallado en pedazos, no queda nada, solo el cuello, y debajo, el
cuerpo contoneándose. Los pollos también hacen eso cuando son
decapitados, siguen corriendo. Pasa algo parecido con los turcos.
La Mossberg hace un poco de
ruido, pero después, ¡qué tranquilidad!
Ahora no debo perder tiempo.
Echar los dos sacos a un lado, sacar la llave correcta para abrir el
almacén, arrastrar al gordo dentro del garaje, meter el vehículo
con el hermano pequeño hecho pedazos en el interior —debo pasar
sobre el cuerpo del otro, pero qué más da, ya no puede guardarme
rencor—, cerrar la puerta y listo.
Basta ahora con recoger los
sacos, caminar hasta la boca del callejón y subir al coche
alquilado. Pero esto no ha terminado. Bien mirado, no ha hecho más
que empezar. Es necesario cerrar el círculo. Sacar el móvil y
marcar el número del teléfono que activa la bomba. La detonación
se siente hasta aquí. Y eso que estoy bastante lejos, pero el coche
alquilado tiembla por efecto de la onda expansiva. A más de cuarenta
metros. ¡Menuda explosión! Los turcos irán directos al jardín de
las delicias. Ya pueden dedicarse a sobar a las vírgenes, ese par de
gilipollas. Una columna de humo negro empieza a ascender por encima
de los tejados de las naves industriales, en su mayor parte tapiadas,
expropiadas por el Ayuntamiento para reconstruir encima. Al fin y al
cabo, es echarle un cable a la comunidad, se ve que uno puede ser
atracador y tener además conciencia cívica. Los bomberos se pondrán
en marcha en treinta segundos. No hay tiempo que perder.
Dejar los sacos con las joyas
en la consigna de la estación del Norte. El cliente enviará a
alguien para recogerlo todo. La llave, en un buzón del boulevard
Magenta.
Y, por último, hacer balance.
Se dice que los asesinos vuelven siempre al lugar del crimen.
Respetemos la tradición.