CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
miércoles, 3 de mayo de 2017
SELECCIÓN DE CUENTOS (CUENTOS COMPLETOS PUBLICADOS EN PERIÓDICOS) Rubén Darío. LA MATUSCHKA
MOVIMIENTO LITERARIO: EL MODERNISMO.
LA MATUSCHKA
I
¡Oh, qué jornada, qué lucha! Habíamos, al fin, vencido; pero a costa de mucha sangre. Nuestra bandera, que el gran San Nicolás bendijo, era, pues, la bandera triunfante. Pero ¡cuántos camaradas quedaban sin vida en aquellos horribles desfiladeros! De mi compañía nos salvamos muy pocos. Yo, herido, aunque no gravemente, estaba en la ambulancia. Allí se me había vendado el muslo que una bala me atravesó, rompiéndome el hueso. Yo no sentía mi dolor: la patria rusa estaba victoriosa. En cuanto a mi hermano Iva, lo recuerdo muy bien: al borde de un precipicio recibió un proyectil en el pecho, dio un grito espantoso, y cayó, soltando el fusil, cuya bayoneta relampagueó en la humareda. Vi morir a otros: al buen sargento Lernoff; a Pablo Tenivich, que tocaba y cantaba aires populares y que alegraba las horas del vivac; a todos mis amigos.
Me sentía con fiebre. Ya la noche había entrado, triste, triste, muy triste, y al ruido de la batalla sucedió un silencio interrumpido sólo por el « ¡Quién vive!»de los centinelas. Se andaba recogiendo heridos, y el cirujano Lazarenko, que era calvo y muy forzudo, daba mucho que hacer a sus cuchillos, aquellos largos y brillantes cuchillos guardados en una caja negra, de donde salían a rebanar carnes humanas.
De repente alguien se dirigió al lugar en que me encontraba. Abrí lo que la fiebre persistía en cerrar, y vi que junto a mí estaba, toda llena de nieve, embozada en su mantón, la vieja Matuschka del regimiento. A la luz escasa de la tienda la vi pálida, fija en mí, como interrogándome con la mirada.
–Y bien –me dijo–: decidme lo que sabéis de Nicolás, de mi Nicolasín. ¿Dónde le dejaste de ver? ¿Por qué no vino? Le tenía sopa caliente, con su poco de pan. La sopa hervía en la marmita cuando los últimos cañonazos llegaron a mis oídos. ¡Ah!, decía yo. Los muchachos están venciendo, y en cuanto a Nicolasín, está muy niño aún para que me lo quiera quitar el Señor. Seis batallas lleva ya, y en todas no ha sacado herida en su pellejo, ni en el de su tambor. Yo le quiero y él me quiere; quiere a su Matuschka, a su madre. Es hermoso. ¿Dónde está? ¿Por qué no vino contigo, Alexandrovitch?
Yo no, había visto al tambor después de la batalla. En el terrible momento del último ataque debía de haber sido muerto. Quizá estaría solo y lo traerían más tarde en la ambulancia. El chico era querido por todo el regimiento.
–Matuschka, espera. No te aflijas. San Nicolás debe proteger a tu pequeño.
Mis palabras la calmaron un tanto. Sí; debía de llegar el chico. Si estaba herido, sería levemente. Ella lo asistiría y no le dejaría un solo instante. ¡Oh, oh! Con el Schnaps de su tonel le haría estar presto en disposición de redoblar tan gallardamente como sólo él lo hacía cada alborada. ¿No es verdad, Alexandrovitch?
Mas el tiempo pasaba. Ella había salido a buscarle por las cercanías, le había llamado por su nombre, pero sus gritos no habían tenido más respuesta que el eco en aquella noche sombría en que aparecían como fantasmas blancos los picos de las rocas y las copas de los árboles nevados.
II
La Matuschka había acompañado a los ejércitos rusos en muchas campañas. ¿De dónde era? Se ignoraba. Quería lo mismo a los moscovitas que a los polacos, y daba el mismo schnaps de caldo al mujik que servía de correo como al ruso cosaco de grande y velludo gorro. En cuanto a mí, me quería un poquito más, como al pobre Pablo de Tenovitch, porque yo hacía coplas en el campamento, y a la Matuschka le gustaban las coplas. Me refería un caso con frecuencia.
–Muchacho: un día en Petersburgo, día de revista, iba con el Gran Duque un hombre cuyo rostro no olvidaré nunca. De esto hace muchos años; el Gran Duque me sonrió, y el otro, acercándose a mí, me dijo: «¡Eh, brava Matuschka!» Y me dio dos palmaditas en el hombro. Después supe que aquel hombre era un poeta que hacía canciones hermosas y que se llamaba Puschkin.
La anciana quería a Tenovitch por su música. No bien él, en un corro de soldados, preludiaba en su instrumento su canción favorita El soldado de Kulugi..., la Matuschka le seguía con su alegre voz cascada, llevando el compás con las manos.
–Para vosotros, chicos, no hay medida. Hartaos de sopa; y si queréis lo del tonel, quedad borrachos.
Y era de verla en su carreta, la vara larga en la mano, el flaco cuerpo en tensión, los brazos curtidos, morenos a prueba de sol y de nieve, el cuello arrugado, con una gargantilla de cuentas gruesas de vidrio negro, y la cabeza descubierta, toda canosa. Acosaba a los animales para que no fuesen perezosos: «¡Hue! ¡Gordinflón! ¡Juuuip, Siberiano!» Y la carreta de la Matuschka era gran cosa para todos. En ella venía el rancho y el buen aguardiente que calienla en el frío y da vigor en la lucha. Detrás de las tropas en marcha, iban siempre las viejas. Si había batalla ya sabían los fogueados que tenían cerca el trago, el licor del tonel siempre lleno por gracia del general.
–Matuschka, mis soldados necesitan dos cosas: mi voz y tu tonel.
Y el schnaps nunca faltaba. ¿Cuándo faltó?
III
Pero si la anciana amaba a todos sus muchachos, sin excepción, a quien había dado su afecto maternal era a Nicolasín, el tambor. De catorce a quince años tenía el chico, y hacía poco tiempo que estaba en el servicio.
Todos le mirábamos como a cosa propia, con gran cariño, y él a todos acariciaba con sus grandes ojos azules y su alegre sonrisa, al redoblar su parche delante del regimiento en formación. El hermoso muchacho tenía el aire de todo un hombre, y usaba la gorra ladeada, con barboquejo, caída sobre el ojo izquierdo. Debajo de la gorra salían opulentos los cabellos dorados. Cuando Nicolasín llegó al cuerpo, la Matuschka le adoptó, puede decirse. Ella, sin más familia que los soldados, hecha a ver sangre, cabezas rotas y vientres abiertos, tenía el carácter férreo y un tanto salvaje. Con Nicolasín se dulcificó. ¿Quería alguien conseguir algo de la carreta? Pues hablar con Nicolasín; schnaps, Nicolasín; un tasajo, Nicolasín, y nadie más. La vieja le miraba. Siempre que él estaba junto a ella, sonreía y se ponía parlanchina; nos contaba cuentos e historias de bandidos de campaña, de héroes y de rusalcas. A veces, cantaba aires nacionales y coplas divertidas. Un día le compuse unas que la hicieron reír mucho, con toda gana; en ella comparaba la cabeza del doctor Lazarenko con una bala de cañón. Eso era gracioso. El cirujano rió también y todos reímos bastante.
El pequeño, por su parte, miraba a la vieja como a una madre, o mejor como a una abuela. Ella entre la voz de todos los tambores reconocía la de su Nicolasín. Desde lejos, le hacía señas, sentada en la carreta, y él la saludaba levantando la gorra sobre su cabeza. Cuando se iba a dar alguna batalla, eran momentos grandes para ella:
–Mira, no olvides al santo patrono que se llama como tú. No pierdas de vista al capitán, y atiende a su espada y a su grito. No huyas; pero tampoco quiero que te maten, Nicolasín, porque entonces yo moriría también.
Y luego le arreglaba su cantimplora forrada en cuero, y su morral. Y cuando ya todos íbamos marchando, le seguía con la vista, entre las filas de los altos y fuertes soldados que iban con el saco a la espalda y el arma al hombro, marcando el paso, a entrar a la pelea.
¿Quién no oye repicar en su tambor la diana alegre al fornido Nicolasín? La piel tersa campanilleaba al golpe del palo que la golpeaba con amor; de los aros brotaban notas cristalinas, y él parche, de tanto en tanto, sonaba como una lámina de bronce. Tambor bien listo, cuidado por su dueño con afecto. Por seis veces vimos al chico enguirnaldarle de verde después de la victoria. Y al marchar al compás cadencioso, cuando Nicolasín los miraba, rojo y lleno de cansancio, pero siempre sonriente y animoso, a muchos que teníamos las mejillas quemadas y los bigotes grises, nos daban ganas de llorar. ¿Viva la Rusia, Nicolasín? Vivaaaaaaa y un rataplán.
Luego, cuando alguien cala en el campo, ya pensaba en él. Era el ángel de la ambulancia. ¿Queréis esto? ¿Queréis lo otro? Eso que tenéis es nada. Pronto estaréis bueno. Os animaréis y cantaremos con la Matuschka. ¿La copa? ¿El plano? Bravo, Nicolasín... Yo le quería tanto como si fuese mi hermano o mi hijo.
IV
Imaginamos primeramente que el punto principal estaba ocupado por el enemigo. Nuestro camino era uno sólo. Y adelante. Debía sucumbir mucha gente nuestra; pero como esto, si se ha de ganar, no importa en la guerra, estaban dispuestos los cuerpos que debían ser carne para las balas. Yo era de la vanguardia. Allí iba Nicolasín tocando paso redoblado, cuando todos teníamos el dedo en el gatillo, la cartuchera por delante y la mente alocada por la furia.
Recuerdo que primeramente escuché un enorme ruido, que luego cesó; después rugidos humanos sonaron, y en el choque tremendo que sobrevino nadie tuvo conciencia de sí. Todas las bayonetas buscaban las barrigas y los pechos. Creo que si en vez de ser nosotros infantes, hubiéramos sido cosacos o húsares, en los primeros instantes hubiéramos salido vencedores. Seguí oyendo el tambor. Fue el segundo encuentro. Pero Nicolasín, después, caía herido. No supe más.
V
¡Dios mío, qué noche tan tremenda! La Matuschka me dejó y dirigióse al cirujano. Él alineaba, entretanto, sus hierros relumbrosos. Como vio a la vieja gimoteando, la consoló a su manera. Lazarenko era así...
–Matuschka, no te aflijas. El rubito llegará. Si viene ensangrentado y roto, lo arreglaré. Le juntaré los huesos, le coseré las carnes y le meteré las tripas. No te aflijas, Matuschka.
Ella salió. Al rato, cuando ya me estaba quedando dormido, escuché un grito agudo de mujer. Era ella. Entraron dos cosacos conduciendo una camilla. Allí estaba Nicolasín, todo bañado en sangre, el cráneo despedazado y todavía vivo. No hablaba; pero hacía voltear en las anchas cuencas los ojos dolorosos. La Matuschka no lloraba. Fija la mirada en el doctor, le interrogaba ansiosa con ella. Lazarenko movió tristemente la cabeza. «¡Pobre Nicolasín!...»
Ella fue entonces a su carreta. Trajo un jarro de aguardiente, humedeció un trapo y lo llevó a los labios del chico moribundo. Ella le miró con amargura y terneza al propio tiempo. Desde mi lecho de paja yo veía aquella escena desgarradora, y tenía como un nudo en la garganta. Por fin, el tambor mimado, el pequeño rubio, se estiró con una rápida convulsión. Sus brazos retorcieron y de su boca salió como un gemido apagado. Entrecerró los párpados y quedó muerto.
–¡Nicolasín! –gritó la vieja–. ¡Nicolasín, mi muchacho, mi hijo!
Y soltó el llanto. Le besaba el rostro, las manos; le limpiaba el cabello pegado a la frente con la sangre coagulada, y agitaba la cabeza, y miraba con aire tal como si estuviese loca. Muy entrada la noche, comenzó otra nevada. El aire frío y áspero soplaba y hacía quejarse a los árboles cercanos. La tienda de la ambulancia se movía. La luz que alumbraba el recinto, a cada momento parecía apagarse. Se llevaron el cadáver de Nicolasín.
Yo no pude dormir después ni un solo minuto. Cerca, se escuchaban en el silencio nocturno, los desahogos lúgubres y desesperados de la Matuschka, que estaba aullando al viento como una loba.
ENRIQUETA
(Página oscura)
I
Está agonizando la pobre niña, no lejos de mí. Ayer no más, la he visto en el Colegio de Sión; morena entre las blancas, humilde entre las orgullosas, pequeña entre las opulentas. Pero tenía suavidad natural, inteligencia vivaz, y una de las buenas religiosas me habló con amor y sentimiento de aquella tierna esperanza.
Está agonizando. La fiebre la quema y la martiriza, y, en tanto que le emblanquece el rostro, le pone las manos convulsas. Vengo de verla. ¡Qué dolor da al alma ese cuerpecito que padece! Cuerpo de doce años, que acaba de recibir el primer halago de la pubertad; alma de doce años que acaba de sentir dos cosas divinamente incomparables: ¡la ilusión y la fe!
II
En medio del paraíso del ensueño, la sorprendió el pálido espíritu del sepulcro. ¿Se la lleva Dios porque la prefiere? El verso pagano y la creencia católica se juntan en mi mente. ¡La muerte es tan terrible cuando llega delante del sagrado candor de la florida juventud! La edad de doce años la conoce Céfiro, la conoce Psiquis. Es la edad en que florece el primer botón del limonero. La paloma que vuela por primera vez es hermana de la niña que cumple doce años.
III
¡La niña se muere! La madre está llorando. Dice:
–¡Ay mi hijita! –Y se le desgarra el corazón. No puedo poner artificiosas frases en este capítulo.
No puedo hacer prosa que no me salga de lo hondo del corazón.
Lo que escribo ahora es lo que miro y lo que siento. Sufro con la desgraciada mujer que ve a su niña lívida y agonizante; sufro con los que la ven morir; sufro por ese capricho de la muerte, que corta una flor nueva para echarla al negro río que no sabe adónde va.
IV
Pero todo poeta –si no la tiene, debe robarla– posee la fe sublime y admirable. Y yo, el último de todos, pongo, cuando muere esta inocente, en su tumba, las flores de la Esperanza, que brotaron por primera vez en el paraje donde se plantó la Cruz de Cristo.
martes, 2 de mayo de 2017
SELECCIÓN DE CUENTOS (CUENTOS COMPLETOS PUBLICADOS EN PERIÓDICOS) Rubén Darío
CARTA DEL PAÍS AZUL
(Paisajes de un cerebro)
¡Amigo mío! Recibí tus recuerdos, y estreché tu mano de lejos, y vi tu rostro alegre, tu mirada sedienta, tus narices voluptuosas que se hartan hoy de perfume de campo y de jardín, de hoja verde y salvaje que se estruja al paso, o de pomposa genciana en su macetero florido. ¡Salud!
Ayer vagué por el país azul. Canté a una niña; visité a un artista; oré, oré como un creyente en un templo, yo el escéptico; y yo, yo mismo, he visto a un ángel rosado que desde su altar lleno de oro, me saludaba con las alas. Por último, ¡una aventura! Vamos por partes.
¡Canté a una niña!
La niña era rubia, esto es, dulce. Tú sabes que la cabellera de mis hadas es áurea, que amo el amarillo brillante de las auroras, y que ojos azules y labios sonrosados tienen en mi lira dos cuerdas. Luego, su inocencia. Tenía una sonrisa castísima y bella, un encanto inmenso. Imagínate una vestal impúber, toda radiante de candidez, con sangre virginal que le convierte en rosas las mejillas.
Hablaba como quien arrulla, y su acento de niña, a veces melancólico y tristemente suave, tenía blandos y divinos ritornelos. Si se tomase flor, la buscaría entre los lirios; y entre éstos elegiría el que tuviera dorados los pétalos, o el cáliz azul. Cuando la vi, hablaba con un ave; y como que el ave le comprendía, porque tendía el ala y abría el pico, cual sí quisiera beber la voz armónica. Canté a esa niña.
Visité a un artista, a un gran artista que, como Mirón su discóbolo, ha creado su jugador de chueca.1 Al penetrar en el taller de este escultor, parecíame vivir la vida antigua; y recibía, como murmurada por labios de mármol, una salutación en la áurea lengua jónica que hablan las diosas de brazos desnudos y de pechos erectos.
En las paredes reían con su risa muda las máscaras, y se destacaban los relieves, los medallones con cabezas de serenos ojos sin pupilas, los frisos cincelados, imitaciones de Fidias, hasta con los descascaramientos que son como el roce de los siglos, las metopas donde blanden los centauros musculosos sus lanzas; y los esponjados y curvos acantos, en pulidos capiteles de columnas corintias. Luego, por todas partes estatuas; el desnudo olímpico de la Venus de Milo y el desnudo sensual de la de Médicis, carnoso y decadente; figuras escultóricas brotadas al soplo de las grandes inspiraciones; unas soberbias, acabadas, líricamente erguidas como en una apoteosis, otras modeladas en la greda húmeda, o cubiertas de paños mojados, o ya en el bloque desbastado, en su forma primera, tosca y enigmática; o en el eterno bronce de carne morena, como hechas para la inmortalidad y animadas por una llama de gloria. El escultor estaba allí, entre todo aquello, augusto, creador, con el orgullo de su traje lleno de yeso y de sus dedos que amasaban el barro. Al estrechar su mano, estaba yo tan orgulloso como si me tocase un semidiós.
El escultor es un poeta que hace un poema de una roca. Su verso chorrea en el horno, lava encendida, o surge inmaculado en el bloque de venas azulejas, que se arranca de la mina.
De una cantera evoca y crea cien dioses. Y con su cincel destroza las angulosidades de la piedra bronca y forma el seno de Afrodita o el torso del padre Apolo. Al salir del taller, parecióme que abandonaba un templo.
Noche. Vagando al azar, di conmigo en una iglesia. Entré con desparpajo; mas desde el quicio ya tenía el sombrero en la mano, y la memoria de los sentidos me llenaba y todo yo estaba conmovido. Aún resonaban los formidables y sublimes trémolos del órgano. La nave hervía. Había una gran muchedumbre de mantos negros; y en el grupo extendido de los hombres, rizos rubios de niño, cabezas blancas y calvas; y sobre aquella quietud del templo, flotaba el humo aromado, que de entre las ascuas de los incensarios de oro emergía, como una batista sutil y desplegada que arrugaba el aire; y un soplo de oración pasaba por los labios y conmovía las almas.
Apareció en el púlpito un fraile joven, que lucía lo azul de su cabeza rapada, en la rueda negra y crespa de su cerquillo. Pálido, con su semblante ascético, la capucha caída, las manos blancas juntas en el gran crucifijo de marfil que le colgaba por el pecho, la cabeza levantada, comenzó a decir su sermón como si cantara un himno. Era una máxima mística, un principio religioso sacado del santo Jerónimo: Si alguno viene a mí, y no olvida a sus padres, mujer e hijos y hermanos, y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo; y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, para una vida eterna se guarda. Había en sus palabras llanto y trueno; y sus manos al abrirse sobre la muchedumbre parecían derramar relámpagos. Entonces, al ver al predicador, la ancha y relumbrosa nave, el altar florecido de luz, los cirios goteando sus estalactitas de cera; y al respirar el olor santo del templo, y al ver tanta gente arrodillada, doblé mis hinojos y pensé en mis primeros años: la abuela, con su cofia blanca y su rostro arrugado y su camándula de gordos misterios; la catedral de mi ciudad, donde yo aprendí a creer; las naves resonantes, la custodia adamantina, y el ángel de la guarda, a quien yo sentía cerca de mí, con su calor divino, recitando las oraciones que me enseñaba mi madre. Y entonces oré. ¡Oré, como cuando niño juntaba las manos pequeñuelas!
Salí a respirar el aire dulce, a sentir su halago alegre, entre los álamos erguidos, bañados de plata por la luna llena que irradiaba en el firmamento, tal como una moneda argentina sobre una ancha pizarra azulada llena de clavos de oro. El asceta había desaparecido de mí:: quedaba el pagano. Tú sabes que me place contemplar el firmamento para olvidarme de las podredumbres de aquí abajo. Con esto creo que no ofendo a nadie. Además, los astros me suelen inspirar himnos, y los hombres, yambos. Prefiero los primeros. Amo la belleza, gusto del desnudo; de las ninfas de los bosques, blancas y gallardas; de Venus en su concha y de Diana, la virgen cazadora de carne divina, que va entre su tropa de galgos, con el arco en comba, a la pista de un ciervo o de un jabalí. Sí, soy pagano. Adorador de los viejos dioses, y ciudadano de los viejos tiempos. Yo me inclino ante Júpiter porque tiene el rayo y el águila; canto a Citerea porque está desnuda y protege el beso de dos bocas que se buscan; y amo a Pan porque, como yo, es aficionado a la música y a los sonoros ditirambos, junto a los riachuelos armoniosos, donde triscan las náyades, la cadera sobre la linfa, el busto al aire, todas sonrosadas al beso fecundo y ardiente del gran sol. En cuanto a las mujeres, las amo por sus ojos que ponen luz en el alma de los hombres; por sus líneas curvas, por sus fuertes aromas de violeta y por sus bocas que parecen rosas. Otros busquen las alcobas vedadas, los lechos prohibidos y adúlteros, los amores fáciles; yo me arrodillo ante la virgen que es un alba, o una paloma, como ante una azucena sagrada, paradisíaca. ¡Oh, el amor de las torcaces! En la aurora alegre se saludan con un arrullo que se asemeja al preludio de una lira. Están en dos ramas distintas y Céfiro lleva la música trémula de sus gargantas. Después, cuando el cenit llueve oro, se juntan las alas y los picos, y el nido es un tálamo bajo el cielo profundo y sublime, que envía a los alados amantes su tierna mirada azul.
Pues bien, en un banco de la Alameda me senté a respirar la brisa fresca, saturada de vida y de salud, cuando vi pasar una mujer pálida, como si fuera hecha de rayos de luna. Iba recatada con manto negro. La seguí. Me miró fija cuando estuve cerca, y, ¡oh amigo mío!, he visto realizado mi ideal, mi sueño, la mujer intangible, becqueriana, la que puede inspirar rimas con sólo sonreír, aquella que cuando dormimos se nos aparece vestida de blanco, y nos hace sentir una palpitación honda que estremece corazón y cerebro a un propio tiempo. Pasó, pasó huyente, rápida, misteriosa. No me queda de ella sino un recuerdo; más no te miento si te digo que estuve en aquel instante enamorado; y que cuando bajó sobre mí el soplo de la media noche, me sentí con deseos de escribirte esta carta, del divino país azul por donde vago, carta que parece estar impregnada de aroma de ilusión; loca e ingenua, alegre y triste, doliente y brumosa; y con sabor a ajenjo, licor que como tú sabes tiene en su verde cristal el ópalo y el sueño.
lunes, 1 de mayo de 2017
MES DEL MOVIMIENTO LITERARIO: EL MODERNISMO. RUBEN DARÍO. PRÍNCIPE DE LAS LETRAS CASTELLANAS.
MES DEL MOVIMIENTO LITERARIO: EL MODERNISMO.
RUBEN DARÍO. PRÍNCIPE DE LAS LETRAS CASTELLANAS.
Rubén Darío, nacido con el nombre de Félix Rubén García Sarmiento (Metapa, hoy Ciudad Darío, Nicaragua, 1867 - León, id., 1916), fue un poeta nicaragüense que, siendo también periodista y diplomático, viajó por Europa y América en calidad de cónsul y embajador de su país, pasando largas temporadas en Buenos Aires, París y Mallorca.
Su precocidad como escritor le permitió publicar desde muy joven y, después de pasar una etapa trabajando en la Biblioteca Nacional de Managua, viajó a El Salvador y, luego, a Chile. Fue precisamente en su capital, en Santiago, donde consolidó su cultura literaria al estudiar a fondo las nuevas corrientes poéticas europeas. Tras publicar en 1887 tres libros de poemas (`Abrojos`, `Canto épico a las glorias de Chile` -libro de exaltación patriótica y enraizado en la poesía tradicional- y `Rimas` -tributo a Bécquer-), sacó `Azul`, la obra que sentaría las bases del modernismo.
Reconocido como jefe de filas de este movimiento, consolidó su posición con `Prosas profanas y otros poemas` (1896-1901), `Cantos de vida y esperanza` (1905) y `El canto errante` (1907), tres libros con los cuales alcanzó su madurez lírica y que aparecieron articulados en un prólogo común que constituye la más clara exposición de su poética. Antes, en 1896, en Buenos Aires, donde dirigía junto a Ricardo Jaime Freyre la `Revista de América`, había publicado la colección de artículos titulada `Los raros`, dedicada a personajes literarios (en su mayoría franceses, aunque también se incluían otros como José Martí, Ibsen o Poe), que Darío consideraba próximos a la renovación literaria que llevaba a cabo.
Cultivó, así mismo, la prosa, especialmente a modo de diario personal e histórico basado en las experiencias de sus viajes y estancias en países extranjeros, como en `Peregrinaciones` (1901). En 1899 arribó a Barcelona, donde escribió sus primeras crónicas.
Compilador:
Enrico Pugliatti.-
CUENTO:
EL SÁTIRO SORDO
Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su selva. Los dioses le habían dicho: "Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón, persigue ninfas y suena tu flauta". El sátiro se divertía.
Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divina lira, el sátiro salió de sus dominios y fue osado a subir al sacro monte y sorprender al dios crinado. Este le castigó tornándole sordo como una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se derramaban los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle sobre su cabeza enmarañada y coronada de pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas pálidas. El permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y saltaba lascivo y alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia. Todos los animales le rodeaban como a un amo a quien se obedece.
A su vista, para distraerle, danzaban coros de bacantes encendidas en su fiebre loca, y acompañaban la armonía, cerca de él, faunos adolescentes, como hermosos efebos, que le acariciaban reverentemente con su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz, ni el ruido de los crótalos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida este rey barbudo que tenía patas de cabra.
Era sátiro caprichoso.
Tenía dos consejeros áulicos: una alondra y un asno. La primera perdió su prestigio cuando el sátiro se volvió sordo. Antes, si cansado de su lascivia soplaba su flauta dulcemente, la alondra le acompañaba.
Después, en su gran bosque, donde no oía ni la voz del olímpico trueno, el paciente animal de las largas orejas le servía para cabalgar, en tanto que la alondra, en los apogeos del alba, se le iba de las manos, cantando camino de los cielos.
La selva era enorme. De ella tocaba a la alondra la cumbre; al asno, el pasto. La alondra era saludada por los primeros rayos de la aurora; bebía rocío en los retoños; despertaba al roble diciéndole: "Viejo roble, despiértate". Se deleitaba con un beso del sol: era amada por el lucero de la mañana. Y el hondo azul, tan grande, sabía que ella, tan chica, existía bajo su inmensidad. El asno (aunque entonces no había conversado con Kant) era experto en filosofía según el decir común. El sátiro, que le ve ramonear en la pastura, moviendo las orejas con aire grave, tenía alta idea de tal pensador. En aquellos días el asno no tenía como hoy tan larga fama. Moviendo sus mandíbulas no se había imaginado que escribiese en su loa Daniel Heinsius. en latín, Passerat, Buffot y el gran Hugo en francés, Posada y Valderrama en español.
El, pacienzudo, si le picaban las moscas, las espantaba con el rabo, daba coces de cuando en cuando y lanzaba bajo la bóveda del bosque el acorde extraño de su garganta. Y era mimado allí. Al dormir su siesta sobre la tierra negra y amable, le daban su olor las yerbas y las flores. Y los grandes árboles inclinaban sus follajes para hacerle sombra.
Por aquellos días, Orfeo, poeta, espantado de la miseria de los hombres, pensó huir a los bosques, donde los troncos y las piedras le comprenderían y escucharían con éxtasis, y donde él pondría temblor de armonía y fuego de amor y de vida al sonar de su instrumento.
Cuando Orfeo tañía su lira habla sonrisa en el rostro apolineo. Deméter sentia gozo. Las palmeras derramaban su polen, las semillas reventaban, los leones movían blandamente su crin. Una vez voló un clavel de su tallo hecho mariposa roja, y una estrella descendió fascinada y se tomó en flor de lis.
¿Qué selva mejor que la del sátiro a quien él encantaría, donde sería tenido como un semidiós; selva toda alegría y danza, belleza y lujuria; donde ninfas y bacantes eran siempre acanciadas y siempre vírgenes; donde había uvas y rosas y ruido de sistros, y donde el rey caprípede bailaba delante de sus faunos, beodo y haciendo gestos como Sileno?
Fue como su corona de laurel, su lira, su frente de poeta orgulloso, erguida y radiante.
Llegó hasta donde estaba el sátiro velludo y montaraz, y para pedirle hospitalidad, cantó. Cantó del gran Jove, de Eros y de Afrodita, de los centauros gallardos y de las Bacantes ardientes. Cantó la copa de Dionisio, y el tirso que hiere el aire alegre, y a Pan, Emperador de las Montañas, Soberano de los Bosques, dios– sátiro que también sabía cantar. Cantó de las intimidades del aire y de la tierra, gran madre. Así explicó la melodía de un arpa eolia, el susurro de una arboleda, el ruido ronco de un caracol y las notas armónicas que brotan de una siringa. Cantó del verso, que baja del cielo y place a los dioses, del que acompaña el bárbitos en la oda y el tímpano en el peán. Cantó los senos de nieve tibia y las copas de oro labrado, y el buche del pájaro y la gloria del sol.
Y desde el principio del cántico brilló la luz con más fulgores. Los enormes troncos se conmovieron, y hubo rosas que se deshojaron y lirios que se inclinaron lánguidamente como en un dulce desmayo. Porque Orfeo hacia gemir los leones y llorar los guijarros con la música de su lira rítmica. Las bácantes más furiosas habían callado y le oían como en un sueño. Una náyade virgen a quien nunca ni una sola mirada del sátiro había profanado, se acercó tímida al cantor y le dijo: "Yo te amo". Filomela había volado a posarse en la lira como la paloma anacreóntica. No había más eco que el de la voz de Orfeo. Naturaleza sentía el himno. Venus, que pasaba por las cercanías, preguntó de lejos con su divina voz: "¿Está aquí acaso Apolo?"
Y en toda aquella inmensidad de maravillosa armonía, el único que no oía nada era el sátiro sordo.
Cuando el poeta concluyó, dijo a éste: –¿Os place mi canto? Si es así, me quedaré con vos en la selva.
El sátiro dirigió una mirada a sus dos consejeros. Era preciso que ellos resolviesen lo que no podía comprender él. Aquella mirada pedía ,una opinión.
–Señor –dijo la alondra, esforzándose en producir la voz más fuerte de su buche– , quédese quien así ha cantado con nosotros. He aquí que su lira es bella y potente. Te ha ofrecido la grandeza y la luz rara que hoy has visto en,tu selva. Te ha dado su armonía. Señor, yo sé de estas cosas. Cuando viene el alba desnuda y se despierta el mundo, yo me remonto a los profundos cielos y vierto desde la altura las perlas invisibles de mis trinos, y entre las claridades matutinas tú melodía inunda el aire, y es el regocijo del espacio. Pues yo te digo que Orfeo ha cantado bien, y es un elegido de los dioses. Su música embriagó el bosque entero. Las águilas se han acercado a revolar sobre nuestras cabezas, los arbustos floridos han agitado suaveménte sus incensarios misteriosos, las abejas han dejado sus celdillas para venir a escuchar. En cuanto a mí, ¡oh señor!, si yo estuviese en lugar tuyo le daría mi guirnalda de pámpanos y mi tirso. Existen dos potencias: la real y la ideal. Lo que Hércules haría con sus muñecas, Orfeo lo hace con su inspiración. El dios robusto despedazaría de un puñetazo al mismo Atos. Orfeo les amansaría con la eficacia de su voz triunfante, a Nernea su león y a Erimanto su jabali. De los hombres, unos han nacido para forrar los metales, otros para arrancar del suelo fértil las espigas del trigal, otros para combatir en las sangrientas guerras, y otros para enseñar, glorificar y cantar. Si soy tu copero y te doy vino, goza tu paladar; si te ofrezco un himno, goza tu alma.
Mientras cantaba la alondra, Orfeo le acompañaba con su instrumento, y un vasto y donante soplo lírico se escapaba del bosque verde y fragante. El sátiro sordo comenzaba a impacientarse. ¿Quién era aquel extraño visitante?. ¿Por qué ante él había cesado la danza loca y voluptuosa? ¿Qué decían sus dos consejeros?
¡Ah, la alondra había cantado, pero el sátiro no oía! Por fin, dirigió su vista al asno.
¿Faltaba su opinión? Pues bien, ante la selva enorme y sonora, bajo el azul sagrado, el asno movió la cabeza de un lado a otro, grave, terco, silencioso, como el sabio que medita.
Entonces, con su pie hendido, hirió el sátiro el suelo, arrugó su frente con enojo, y sin darse cuenta de nada, exclamó, señalando a Orfeo la salida de la selva:
–¡No!
Al vecino Olimpo llegó el eco, y resonó allá, donde los dioses estaban de broma, un coro de carcajadas formidables que después se llamaron homéricas.
Orfeo salió triste de la selva del sátiro sordo y casi dispuesto a ahorcarse del primer laurel que hallase en su camino.
No se ahorcó, pero se casó con Eurídice.
domingo, 30 de abril de 2017
MEMPO GIARDINELLI. Ross MacDonald y las raíces psicológicas del crimen
Ross MacDonald
y las raíces psicológicas del crimen
Si está claro que el abrevadero de la novela negra tiene nombres superlativos —Hammett y Chandler, y de algún modo el James Cain de la primera época—, lo cierto es que todos los narradores que les siguieron retomaron sus hilos y necesariamente reconocieron esa paternidad.
En el intento de aportar luces propias al género, uno de los más logrados y llamativos, quizás el más importante autor de finales del siglo XX y para algunos el único equiparable a los anteriores, fue Ross MacDonald.
Sus panegiristas sostienen que él fue quien, de modo consciente, incorporó el psicoanálisis a la novela policial, haciendo que su detective privado utilizara más a menudo al inconsciente que a su pistola para resolver los casos a que era convocado.
Se rescata, también, su brillantez narrativa, su intensidad descriptiva y el crescendo que logra, en el que de manera invariable surge como única esperanza la relativa inocencia de los jóvenes, acaso los únicos con cierta perspectiva de futuro en un mundo decadente y sórdido. En sus novelas las relaciones humanas y los conflictos familiares son casi siempre los causantes de crímenes y desapariciones.
Lo cierto es que la escritura de MacDonald resultó refrescante y renovadora para el género, y en los años 60 alcanzó una enorme popularidad y llegó a convertirse en el clásico más moderno de la novela negra, aunque también el más controvertido, criticado y resistido.
Californiano de toda la vida (nació en San José en 1915 y falleció en Santa Bárbara en 1983), su verdadero nombre era Kenneth Millar y su seudónimo originalmente fue John Ross MacDonald, aunque luego se quitó el primer nombre, supuestamente para no ser confundido con otro escritor llamado John D. MacDonald [92].
Lo cierto es que Millar (o Ross MacDonald) estudió psicología educativa en la Universidad de Michigan y durante un tiempo fue profesor en escuelas secundarias; luego participó en la Segunda Guerra Mundial como oficial de comunicaciones en el Pacífico y desde los años 50 se dedicó enteramente a escribir, con gran éxito, y desde los 60 empezó a ser muy popular también en castellano.
Autor de una prolífica y bastante pareja saga de novelas con un personaje central —el detective privado Lew Archer (llamado Harper en el cine, donde fue interpretado por Paul Newman)— ya desde sus primeras obras llamó la atención de los amantes del género por algunas características novedosas como la presencia del psicoanálisis freudiano; la interpretación de la decadencia del american way of life como fenómeno socio-cultural; la militancia ecologista del autor y su alejamiento de ciertos clichés maniqueos según los cuales los “malos” en California eran casi siempre los negros y los chicanos. Todo ello junto con un gran dominio del sentido de la trama detectivesca y con un estilo de escritura finamente irónico y sugerente. Ross MacDonald pronto se convirtió en un verdadero fenómeno, a pesar de que en los inicios de su carrera había sido lapidado como “imitador" por el mismísimo Raymond Chandler, por entonces padre viviente del género y quien más de una vez lo trató con dureza.
De todos modos, rápidamente MacDonald se transformó en invariable best-seller, varias de sus obras fueron llevadas al cine, y casi toda la treintena de sus títulos publicados fueron traducidos a veinte idiomas, incluido el ruso en plena Guerra Fría.
Casado en 1938 con la entonces joven escritora canadiense Margaret Ellis Sturm (1915-1994) [93], MacDonald vivió muchos años recluido en una discreta residencia a 120 millas de Los Ángeles. El matrimonio tuvo una única hija, fallecida muy joven, y probablemente esa fue una de las razones de la vida tan recoleta que llevaron, además de la usual idealización de los jóvenes en sus novelas.
Alejado de las polémicas que suscitaba su presencia en el mundo de la por entonces nueva novela policial, MacDonald producía a un ritmo de casi una novela por año, trabajando metódica y profesionalmente un promedio de seis horas diarias. El resultado fue que ninguna de sus obras vendió menos de un millón de ejemplares y que su personaje Lew Archer (un ex policía escéptico, divorciado y receloso de las mujeres, moralista y pragmático, bastante cínico y aficionado a la psicología) llegó a ser tan popular y paradigmático del género como Sam Spade o Phillip Marlowe.
Es cierto que en la obra de MacDonald hay una tendencia a repetirse, como si hubiese encontrado una fórmula. Cierto o no, hay una cierta reiteración temática en sus novelas, acaso motivada por la extraordinaria demanda popular de esa fórmula que cosechaba dólares en abundancia. Es un hecho que elaboró una receta eficaz, pero eso es tan verdad como que su arte narrativo, su habilidad para eso tan sencillo y olvidado que es “contar una buena historia” fue magistral. Sin dudas fue esa característica la que lo colocó a la altura de los maestros del género, y le dio un lugar en la literatura norteamericana del siglo XX.
En algunas de esas novelas, como en El escalofrío (de 1963), MacDonald demostró esa capacidad narrativa e incluso su mayor “vicio": tratar todo psicoanalíticamente, como si Archer fuera una especie de cruzado freudiano que andaba por las calles de California deshaciendo entuertos familiares de veinte o cincuenta años atrás. A eso MacDonald no solo no lo hacía mal, sino que lo hacía magistralmente. Con un manejo del ritmo y el suspenso extraordinarios, cuenta la historia de una muchacha cuyo padre fue condenado (y preso durante diez años) por el asesinato de su esposa (madre de la chica), pero crimen que no cometió. Archer desentierra un pasado sombrío y miserable, en el que el poder de una vieja familia de senadores bostonianos (presuntamente republicanos) consiguió mantener en las sombras un sórdido asunto que, de algún modo, desmiente la supuesta infalibilidad de la justicia norteamericana.[94]
Las novelas de MacDonald merecen ser consideradas también como fundamentales dentro de la novelística negra, por las innovaciones que hizo. Fue el último de los grandes del siglo XX en utilizar un detective (línea que luego cayó en desuso, en la medida en que interesaron más los puntos de vista de víctimas o criminales), y fue el primero en incorporar una perspectiva psicológica freudiana que, hasta él, en este género era desconocida.
Respecto de la relación de MacDonald con el psicoanálisis, en un artículo titulado “Psicoanálisis de la sociedad” Sergio Sinay escribió: “Se trataba de demostrar que las víctimas y victimarios de todo hecho delictivo son siempre seres de carne y hueso que responden a un determinado entorno social. Si en todos los padres del género —y Chandler especialmente— eso está presente, o mejor dicho, latente, en MacDonald se hace consciente e intencional. MacDonald se preocupa de hacer presente en cada una de sus novelas que toda persona es lo que es su historia. Y en ese aspecto su aporte a la novela policiaca consiste en haber introducido en ella el psicoanálisis como arma de conocimiento y revelación de la verdad”. [95]
Esa presencia —primero inconsciente y luego consciente, según Sinay— se dio ya en Hammett y en Chandler pero, más allá de sus críticos, MacDonald no puede dejar de ser reconocido como el autor que puso los acentos en este punto. “Sus escenarios no son el hampa, los robos perfectos y ni siquiera el enfrentamiento entre la ley y sus quebrantadores —sigue Sinay—, Su detective no es un superhombre; se trata de un hombre solitario y comprensivo; alguien que se preocupa más por reconstruir la personalidad de cada sospechoso que las pistas físicas del delito”. Como alguna vez afirmó el novelista argentino-húngaro-canadiense Pablo Urbanyi (citado por Sinay), Lew Archer “reemplaza la 45 por la teoría freudiana y se convierte así en un psicoanalista andante, que en el momento crítico extrae un tomo de las obras completas de Freud, gatilla al inconsciente y a otra cosa”.
El propio MacDonald sostuvo, durante una entrevista en Santa Barbara, en 1978, que el lector encontrará en uno de los Apéndices de este libro, “que la concepción freudiana se liga con una concepción proletaria. En Freud, como en la democracia, todos los hombres son iguales. Y si no son iguales en la realidad, en la vida la desigualdad no tiene que ver necesariamente con el dinero que se posea, sino más bien con los valores humanos, con los dramas del hombre. En mis libros yo aplico ambas concepciones ligadas”.
Esto se observa con claridad en La forma en que algunos mueren, que es una de sus primeras novelas (fue publicada por Knopf en 1951) y que el mismo MacDonald solía decir que era uno de sus mejores textos. Allí una mujer le entrega unos dólares a Archer, con el encargo de que busque a su hija Galatea, que ha desaparecido.
La búsqueda no es otra cosa que un descenso al infierno de las relaciones familiares, plenas de drogas, alcohol y asesinatos incluidos. [96]
Algo similar sucede en La mirada del adiós [97], novela en la que Archer ingresa en la sórdida historia de una familia adinerada cuya fortuna está manchada por un crimen. Y también hay indagatoria en el pasado familiar en El martillo azul. [98]
Las indagaciones freudianas de MacDonald en las historias familiares se combinan, en casi todas sus novelas, con su obsesiva búsqueda de redención de los jóvenes. De hecho es notable su recurrencia al estudio del quiebre generacional y de las conflictivas relaciones entre padres e hijos, tema que probablemente tenía que ver con la muerte de su propia hija. Aunque él jamás hablaba de ello, es presumible que la memoria de esa hija haya estado en muchos de los chicos y chicas que pueblan sus novelas, siempre vistos desde una perspectiva piadosa y a los cuales Archer/MacDonald se empeña en comprender y salvar. Ejemplo de esto es El otro lado del dólar [99], una atrapante novela en la que Archer debe buscar a un chico escapado de un reformatorio. Y también en El caso Galton, donde una vez más se mete en la intimidad y la tragedia de una familia. [100] Y en El hombre enterrado, sobrecogedora y angustiante novela en la que la vida de un niño resume toda la esperanza. [101]
Pero quizás la más impresionante obra en este sentido sea El enemigo insólito, en la que Archer debe buscar a una chica que se ha fugado de su hogar con un muchacho de pésimos antecedentes, pero a partir de que la encuentra se abre nuevamente el mundo horroroso en el que pueden estar sumergidos los jóvenes, y resulta conmovedor el esfuerzo de Archer por salvar a la muchacha del ambiente de violencia en que está envuelta.[102]
La profusa bibliografía de Ross MacDonald se compone de muchos otros títulos como El blanco móvil—, La piscina de los ahogados—, El caso Ferguson—, Costa bárbara—, La bella durmiente y Dinero negro, entre otros, en todos los cuales se repiten esas obsesiones. Y precisamente esa reiteración es la crítica más dura que ha recibido su obra, aunque es indudable que por encima de esas consideraciones sus novelas son extraordinarias por el grado de tensión que logran, por la delicadeza de su prosa y por la rica complejidad psicológica de sus personajes y situaciones.
Además él fue un defensor ardoroso de este género, que trajinó toda su vida y al que tanto le dio. Reconoció siempre con humildad las influencias recibidas de Hammett y sobre todo de Chandler, a pesar de que éste lo trató despectivamente, y aparte de sus novelas escribió un ensayo sobre el género negro, titulado "Acerca de la escritura sobre el crimen”, lamentablemente inédito en español. En la entrevista mencionada se citó a sí mismo:
Nuestro género ya se ha ganado un espacio propio. Pero esto debe juzgarse dependiendo de a qué gente atraiga. Si este género consigue atraer a gente con sentido artístico, será una buena literatura, y yo pienso que tiene que ser buena literatura. No debe ser una parte secundaria, aunque es verdad que como género tiene algunas limitaciones. Mire usted: la forma no da para hacer novelas como las de Dostoievsky, a pesar de lo cual Dostoievsky escribió novelas policiales, aunque con mucho más que eso. Usar la forma de modo realista nos permite una descripción, pero no total, abarcadora, como la de él. Esto es una protección para nuestro género, pero también es una limitación muy seria. Y además, fíjese que Dostoievsky no hubiera escrito como escribió, ni hubiera manejado las situaciones y los personajes del modo que lo hizo, si antes no hubiese leído a Poe (...) Esta novelística está hecha para que llegue a gran número de público, lo que significa que tiene que evitar dificultades extremas para que más gente pueda tener acceso a ella. Es por eso que los que trabajamos este género, ante tales limitaciones, estamos tratando de alargar, de agrandar la forma, incluyendo aspectos de la vida real, cada vez más, lo que es una manera de darle mayor complejidad. Pero hay que tener mucho cuidado con eso. Ahora mismo está ocurriendo que la forma de la novela policial está siendo absorbida por la novelística general (...) No hay escritor de cualquier género que no nos haya leído, o para quien no resulte familiar el nombre de Hammett o el de Chandler (...) Súmele a eso que una de las razones de la existencia de la novela, de cualquier novela, es que promueva cambios. Y entonces venimos a ser una forma de movimiento social. Si las novelas están “para" algo, un “para” sería el de absorber las distinciones de clase. Y en ese sentido, hablamos de una forma revolucionaria (...) Y es que, esencialmente, la forma de la novela policial es revolucionaria, porque tiende a afirmar la igualdad de los seres humanos. La revolución del hombre está muy lejos de ser completa, pero nosotros la promovemos. [103]
MacDonald, por su formación, pudo componer a Lew Archer como una especie de detective-psicólogo. “Freud fue el pilar de mi formación" admitía él. De ahí que le resultaba difícil hablar de su personaje (“porque no estoy afuera de él, sino adentro”) y no le gustaba que se dijera que era un moralista. Sin embargo era evidente que Archer, como su creador, era la clase de persona que aun siendo cuestionadora del sistema norteamericano, en el fondo cree en él y en su capacidad regenerativa. MacDonald era, políticamente, un liberal agudo y crítico, producto de la mejor tradición del liberalismo norteamericano. En tal sentido podía ser irónico y cáustico, pero su confianza en el sistema nunca lo llevó al escepticismo completo. Ecologista militante, era crítico del movimiento hippie y muy puritano (aunque era ateo). Y si nunca fue el revolucionario que él creía ser, sí lo fue su obra, que superó con toda dignidad la condena de Chandler.
Hoy puede afirmarse que el autor de El largo adiós fue, definitivamente, injusto con MacDonald. Y lo cierto es que ambos tuvieron una relación casi edípica, y que MacDonald hizo como pudo su parricidio literario haciendo de Lew Archer un hombre agudo que sabía que las miserias del hombre no siempre son las que se ven, sino las que se ocultan tras la historia de cada uno. Y así fue, sin dudas, el último de los grandes escritores del género negro moderno.
Murió en condiciones muy ingratas, a los 67 años, víctima de una enfermedad espantosa (una especie de senilidad prematura y vertiginosa), en la patética compañía de su mujer, quien por entonces estaba ciega desde hacía un par de años. Y como irónica demostración de que el éxito no les había servido de nada, en sus últimos tiempos toda la compañía de estos ancianos fueron cuatro perrazos doberman y ovejeros, y unos pocos policías hoscos e inamistosos que cuidaban el fraccionamiento.
viernes, 28 de abril de 2017
PRINCIPIOS NOCTURNOS. J. Méndez - Limbrick. Pecado de la soberbia. Años de: 1963-1970.
(Fragmento. Inédito. Novela. . J. Méndez - Limbrick.
Pecado de la soberbia. Años de: 1963-1970.
Gloucestershire, Inglaterra. París, Francia.
(...)
Inglaterra había sido el punto de partida y se convertiría poco a poco en mi estancia natural. Además, mis sirvientes –siempre lo sospeché– tenían cierto apego a las tradiciones inglesas. En ningún tiempo manifestaron una inclinación abierta hacia la tierra de mis antepasados, pero bastaba no estar en suelo inglés y, si escuchaban que regresaríamos a la Rutland-Hall de Gloucestershire, el ambiente demoníaco se transmutaba a un orden divino de lo armónico. Se respiraba un ethos de quietud a nuestro alrededor.
Quizá la flema británica seducía a la mayoría del séquito, y ¿por qué no? Los embargaba por ser un pueblo altamente propenso a las leyendas de brujas y aquelarres como de viejos demonios. Ninguna vez escuché queja alguna por los largos períodos en Gloucestershire, por el contrario, todo fluía en un ambiente avenido, rayando en lo soporífero, y a mí en lo particular me llenaba de una enorme satisfacción: no existían ruidos perturbadores que se filtraran por las gruesas paredes de la mansión. Y el clima, el clima –pienso– producía una melancolía y estado mórbido del alma que me hacía producir más.
Y por último: el cuidado que ejercían: nadie podía traspasar aquellos anillos concéntricos para llegar hasta mi persona. No fue impuesta –esa muralla infranqueable y celosa de mi privacidad–, se erigía con la mayor naturalidad. No se convino entre los Ahrimanes y yo. Igual supongo que mi equipo pensó, como parte de sus funciones, hacerme trabajar hasta el cansancio en mi obra.
Tampoco me afectó que la filosofía demoníaca, al menos en Belfegor, el vigilante de mi biblioteca y del orden en el scriptorium, me disciplinara y guiara en cierto modo mi creación literaria.
E igual sospeché que llevarme hasta el límite de mis fuerzas intelectuales y creadoras no le importaba a ninguno de mis fámulos, en especial a Belfegor –reitero– y el hacedor del scriptorium y mi biblioteca.
CHRISTOPHER MARLOWE. -La trágica historia del doctor Fausto.
-La trágica historia del doctor Fausto-, es una obra de teatro escrita por Christopher Marlowe, basada en la leyenda de Fausto, en la que un hombre vende su alma al diablo para conseguir poder y conocimiento. Puede interpretarse como una metáfora del hombre que elige lo material a lo espiritual, por lo que pierde su alma. El Fausto de Marlowe fue publicado en 1604, once años después de la muerte de Marlowe y doce después de su primera representación. No se guarda ningún manuscrito original, pero existen dos textos tempranos, uno de 1604 y otro de 1616.
La obra trata la historia de Fausto, doctor en teología, que en su búsqueda del conocimiento decide vender su alma al Diablo para conseguir los favores de uno de sus siervos, el demonio Mefistófeles. Consta de un prólogo, trece escenas y un epílogo. Está escrita principalmente en verso blanco aunque también hay breves trozos en prosa.
En el prólogo, el coro nos dice qué tipo de texto va a ser Doctor Faustus: no sobre la guerra o el amor, sino sobre Fausto, el cual nació entre la clase baja, y que por sus méritos obtiene un doctorado en teología. Ya en este prólogo tenemos la primera pista que apunta a su perdición, al ser Fausto comparado con Ícaro, quien quiso volar tan cerca del sol, que, al derretir el sol la cera que sujetaba sus alas, murió por la caída. Sin embargo, no es el orgullo lo que mueve a Fausto hacia su propia destrucción, sino el afán de conocimiento.
Fuente:
N.N.
***
Indice
PERSONAJES 4
ACTO PRIMERO 6
ACTO II 19
ACTO III 32
ACTO IV 40
ACTO V 48
LA TRÁGICA HISTORIA DEL DOCTOR FAUSTO
PERSONAJES
CORO
DOCTOR FAUSTO
VALDÉS AMIGOS DE FAUSTO
CORNELIO
WAGNER, CRIADO DE FAUSTO
ROBIN
RALPH
UN PAYASO
UN TABERNERO
UN CHALAN
ESTUDIANTE PRIMERO
ESTUDIANTE SEGUNDO
ESTUDIANTE TERCERO
EL PAPA
EL CARDENAL DE LORENA
EL EMPERADOR
UN CABALLERO DEL SÉQUITO IMPERIAL
EL DUQUE DE VANHOLT
LA DUQUESA DE VANHOLT
UN VIEJO
CRIADOS, ETC.
MEFISTÓFELES
LUCIFER
BELCEBÚ
ÁNGEL BUENO
ÁNGEL MALO
DIABLOS
LOS SIETE PECADOS CAPITALES
ESPÍRITUS QUE ASUMEN LA FORMA DE ALEJANDRO MAGNO, SU AMANTE Y ELENA DE TROYA
ENTRA EL CORO
No andando por los campos de Trasimeno , donde Marte acompañó a los cartagineses; no entreteniéndose en retozos de amor en regias cortes donde se derroca el estado; no tampoco en la pompa de soberbias y audaces proezas se propone nuestra Musa pronunciar sus celestia-les versos. Sólo una cosa señores, deseamos ejecutar, y es trazar las fortunas de Fausto, buenas o malas. A vuestros pacientes juicios apelamos para el aplauso, empezando por hablar de Fausto en su infancia. He aquí que nació, de padres de origen humilde, en una ciudad alemana llamada Rhodes. Siendo de más maduros años pasó a Wurtenberg, donde sus parientes le educaron. Pronto se aventajó en teología, obteniendo los frutos de la escolástica, con lo que en breve fuele otorgado el grado de doctor. Excedió a todos aquellos cuyo deleite consiste en discutir los celestes asuntos de la teología, hasta que, ensoberbecido por su inteligencia y amor propio, con alas de cera se elevó más allá de donde podía, y, al ellas derretirse, tramaron los cielos su caída . Por lo cual, dando en diabólicas ejercitaciones y saciándose de los dorados dones de la cultura, entró en la maldita necromancia. Nada fue tan dulce para él como la magia, que prefirió a las mayores felicidades. Este es el hombre de que aquí se trata.
(Mutis.)
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
FAUSTO , en su gabinete
FAUSTO.— Concreta tus estudios, Fausto, y principia a sondear la profundidad de lo que sondear quieres. Habiendo comenzado por ser teólogo llegaste a los extre-mos de todo arte y vives y mueres en las obras de Aristóteles. Dulces Analíticos , vosotros me habeis deleitado: «Bene disserere est finis logicis. » Mas, el arte de discurrir bien ¿no proporciona mayor milagro? Enton-ces no leas más, porque ya has alcanzado ese fin. Mayor tema es propio del ingenio de Fausto. On kai me on, adiós.! Hazte galeno , porque «Ubi desinit philosophus ibi incipit medicus ». Sé, pues, médico, Fausto; amontona oro y eternízate por alguna maravillosa cura. «Summun bonum medicinae sanitas. » Si el fin de la medicina es la salud de nuestro cuerpo, ¿por qué, Fausto, no has llegado a ese fin? ¿No se juzgan aforismos tus comunes palabras? ¿No son tus recetas citadas como monumentos, no has librado de la peste ciudades enteras y no has aliviado miles de incurables enfermedades? Con todo, no eres más que Fausto, esto es, un hombre. ¿Podrías hacer a los hombres vivir eternamente, o devolver los muertos a la vida? Entonces esa profesión merecería ser estimada. Ea, adiós, medicina. ¿Dónde está Justiniano ? (Volviéndose a un libro.) «Si una eademque res legatur duobus, alter rem, alter valorem rei », etc. ¡Lindo caso de mezquinos legados! (Leyendo de nuevo.) «Exhaereditare filium non potest pater nisi », etc. Tal es el tema de Las Institutas y el del universal cuerpo del derecho. Su estudio es propio de un mercenario sin otra meta que el sacar provecho de las miserias de la chusma, harto iliberal y servil para mí. En conjun-to, es mejor la teología. Mira bien, Fausto, la Biblia de Jerónimo. (Toma la Biblia y la abre.) «Stipendium peccati mors est. Si peccasse negamus fallimur et nulla est in nobis veritas .» Pero nosotros tenemos que pecar y por conse-cuencia que morir, y morir con eterna muerte. ¿Cómo llamar a esta doctrina? «Che sera, sera». ¿Lo que ha de ser ha de ser? ¡Adiós teología! (Cierra la Biblia y vuélvese a unos libros de magia.) La metafísica de los magos y necrománticos libros es celestial. Aquí hay líneas, círcu-los, escenas, letras y caracteres. Esto es lo que Fausto desea más. ¡Oh, qué mundo de provechos y deleites, de poder, de honor, de omnipotencia se promete aquí al estudioso artífice! Cuantas cosas se mueven entre los quietos polos quedarán sometidas a mi mandato. Reyes y emperadores sólo son obedecidos en sus diversas provincias, mas no pueden levantar el viento ni desgarrar las nubes, mientras el dominio del mago de eso excede y llega tan lejos cual llegue la mente del hombre. Un buen mago es un dios poderoso. Aplica tu cerebro, Fausto, a conseguir la divini-dad. (Entra Wagner.) Vete, Wagner, a buscar a mis más queridos amigos, el alemán Valdés y Cornelio, y diles que deseo que me visiten.
(Entran el ángel bueno y el ángel malo.)
ÁNGEL BUENO.— ¡Oh, Fausto! Deja a un lado ese condenado libro y no mires en él, que tentará tu alma y atraerá sobre tu cabeza la pesada ira de Dios. Lee las Escrituras, que eso otro es blasfemia.
ÁNGEL MALO.— Sigue adelante, Fausto, en ese famoso arte donde se contienen todos los tesoros de la naturaleza, y serás en la tierra, como Júpiter en el cielo, señor y dominador de los elementos.
(Salen.)
FAUSTO.- ¡Cómo esto me enajena! ¿Podré hacer que los espíritus ejecuten lo que me plazca, resolviéndome todas las dificultades y efectuando las más desesperadas empresas que yo quiera? Los haré volar hasta la India por oro, despojar el océano de perlas de oriente y buscar en todos los ámbitos del Nuevo Mundo placenteros frutos y princi-pescas golosinas. Haré que me enseñen las más extrañas filosofías y me digan los secretos de los reyes extranjeros. Yo les haré que amurallen toda Alemania con bronce y que el rápido Rhin circunde la bella Wurtenberg. Les mandaré que tapicen las escuelas públicas con seda y que vayan los estudiantes elegantemente vestidos. Reclutaré soldados con el dinero que ellos me acuñen y expulsaré al príncipe de Parma de nuestra tierra para reinar como único rey de nuestras provincias. Haré que más extraordinarias máqui-nas de guerra que las que hendieron el puente de Amberes inventen para mí mis serviciales espíritus. Pasad, alemán Valdés y Cornelio, y favorecedme con vuestro discreto discurso.
(Entran Valdés y Cornelio.)
Valdés, dulce Val-dés, y Cornelio, sabed que vuestras palabras me han convencido al fin de que practique la magia y las artes ocultas. Y no sólo vuestras palabras, sino también mi imaginación, que ya no admitirá tema alguno que no trate de la necromántica pericia. La filosofía es odiosa y obscu-ra, el derecho y la medicina propios de mentes angostas, y la teología, más baja que las otras tres ciencias, es desagradable, áspera, vil y despreciable. La magia es lo que me extasía. Ayudadme, pues, gentiles amigos, en mi intento, y yo, que con concisos silogismos he confundido a los pastores de la Iglesia alemana; y yo, que al orgullo floreciente de Wurtenberg he hecho apiñarse entorno de mis problemas, como antaño aquellos espíritus infernales, en torno al dulce Museo cuando descendiera a los infiernos ; yo, seré tan sagaz como lo fue aquel Agrippa cuya sombra aún hace que toda Europa le honre.
VALDÉS.— Fausto, esos libros, tu inteligencia y nuestra experiencia harán que todas la naciones nos canonicen. Y así como los moros de la India obedecen a sus señores españoles, así los súbditos de todos los elementos estarán siempre al servicio de nosotros tres. Nos guardarán como leones cuando nos plazca, y, como alemanes jinetes con sus armas o cual gigantes lapones, trotarán a nuestro lado. Otras veces nos servirán de mujeres o de virginales doncellas, con más belleza en sus vaporosas frentes que tienen los blancos pechos de la diosa del amor. De Venecia nos traerán grandes barcos mercantes, y de América el vellocino de oro que todos los años engrosa el tesoro del viejo Felipe. Basta para ello que el culto Fausto se resuelva.
FAUSTO.— Por tu vida, Valdés, que estoy resuelto y no objeto nada.
CORNELIO. — Los milagros que ejecuta la magia te harán decidir no estudiar otra cosa. E1 que tiene rudimentos de astrología y es rico en lenguas y entendido en minerales, tiene todos los principios que la magia requiere. No dudes, pues, Fausto, y renómbrate y serás más frecuentado por este misterio que antaño lo fuera de Delfos el oráculo. Los espíritus me han dicho que pueden secar el mar y extraer los tesoros de los buques náufragos y hasta la riqueza que nuestros padres escondieron en las macizas entrañas de la tierra. Siendo así, Fausto, ¿qué más necesitaremos los tres?
FAUSTO.— Nada, Cornelio. ¡Oh, cuánto lisonjea esto mi alma! Hacedme alguna mágica demostración para que yo pueda hacer conjuros en algún lujuriante bosque y entrar en plena posesión de esas alegrías.
VALDÉS. — Entonces encamínate a algún bosque solitario y lleva contigo las obras de Albano y del sabio Bacon , el Salterio hebreo y el Nuevo Testamento; que de las demás cosas que se requieren ya te informaremos en nuestra próxima conferencia.
CORNELIO.— Hazle conocer primero, Valdés, las pala-bras del arte y cuando haya aprendido las demás ceremo-nias, Fausto puede probar él mismo su inteligencia.
VALDÉS. - Antes te instruiré en los rudimentos y enton-ces serás más perfecto que yo.
FAUSTO.— Pues venid a comer conmigo y después de yantar trataremos de esas sutilezas y a la hora de dormir veré lo que puedo hacer y esta noche efectuaré un conjuro, aunque me cueste la vida.
Fuente:
HYSPAMERICA
EDICIONES ORBIS S.A.
L i b e r a l o s L i b r o s
Traducción de Juan G. de Luaces Traducción cedida por Plaza & Janes Editores
© 1982, Ediciones Orbis, S.A. y RBA Proyectos editoriales, S.A.
Primera edición argentina
jueves, 27 de abril de 2017
Marko Levi cc M. Agueev. "Novela con cocaína": el vortex de la existencia.
Novela con con cocaína: una novela poética, hermosa, atípica, enigmática, de fugas líricas, confesional, de hundimiento del alma humana... el vortex de la existencia y... la redención del personaje a partir de la escritura.
Una novela que posee visos de Dostoievsky y en otros momentos nos recuerda la sutileza y la perversión de un Proust.
Una novela escrita en la primera mitad del siglo XX. Novela nihilista y existencial concebida mucho antes de los postulados sartrianos, y mucho antes de la creación del anti – héroe en la narrativa contemporánea.
Un escritor que trató de escabullir su identidad bajo el pseudónimo de M Agueev pero por azar, en la segunda mitad del siglo veinte (a finales) se supo quién era el creador de la novela: Marko Levi un judío-ruso que cuando publica “Novela con cocaína” se encontraba en Constantinopla. Su edición se hacía – entonces- no en su patria sino en París... “El hombre-novela habría nacido en Moscú en 1898; en 1930, se trasladó a Turquía donde fue profesor de idiomas; allí expulsó al mundo su cuerpo-novela. En 1942 fue repatriado a la URSS por la policía turca. Anduvo hasta Yerebán (Armenia). Murió en 1973” (Lydia Chweotzer).
Una obra cláisca en el mundo contemporáneo de gran valor literario.
J. Méndez-Limbrick.
(Fragmento. Novela. Novela con cocaína. Marko Levi cc M. Agueev. Capítulo II).
Nota al texto
Para la traducción se ha utilizado la edición de Novela con cocaína publicada en Moscú por la editorial Terra en 1990.
La obra apareció por primera vez en castellano en 1983, en una traducción del francés de Rosa María Bassols publicada por la editorial Seix Barral.
“II
Poco después enfermé. Mi primer temor, que no fue pequeño, se disipó ante la actitud atareada y alegre del médico, cuya dirección había encontrado al azar entre los anuncios de venerólogos que llenaban casi una página entera del periódico. Al examinarme abrió los ojos con respetuosa sorpresa, como nuestro profesor de literatura cuando de manera inesperada recibía una respuesta correcta. Después me dio unos golpecitos en el hombro y con un tono que en absoluto era de consuelo —lo cual me habría preocupado—, sino de serena confianza en su poder, añadió:
—No se preocupe, joven; dentro de un mes estará recuperado.
Tras lavarse las manos, escribir las recetas, darme las indicaciones oportunas y mirar el rublo que con torpe mano yo había puesto de canto y cuyo tintineo aumentaba a medida que caía sobre la mesa de cristal, hasta convertirse en un redoble de tambor, el médico, rascándose con deleite la nariz, se despidió de mí, previniéndome, con un aire de sombría preocupación que no le sentaba nada bien, de que la rapidez de la curación, así como la propia curación, dependía por completo de la regularidad de mis visitas y que lo mejor sería que acudiera a diario.
Aunque en los días siguientes me convencí de que las visitas diarias de ninguna manera resultaban imprescindibles, y de que por parte del médico sólo obedecían a su deseo de oír con mayor frecuencia el tintineo de mi rublo en su consulta, no dejé de acudir a esas citas regulares, ya que me causaban cierto placer. En ese hombre gordo y de piernas cortas, en su voz de bajo, jugosa como si acabara de comer algo muy sabroso, en los pliegues de su cuello grasicnto, semejantes a neumáticos de bicicleta puestos unos sobre otros, en sus alegres y astutos ojos, y, en general, en su forma de comportarse conmigo, había algo jocosamente halagador y aprobatorio, así como otro componente difícil de definir que me agradaba y me satisfacía. Era el primer hombre mayor, es decir, adulto, que me veía y me comprendía tal como yo entonces quería mostrarme. Si le visitaba a diario no era en su condición de médico, sino más bien en su calidad de amigo; al principio esperaba incluso con impaciencia la hora de la consulta, me ponía, como si fuera a un baile, mi cazadora y mis pantalones nuevos y mis zapatos de charol.
Esos días, deseando ganarme una reputación de niño prodigio en cuestiones eróticas, conté en clase la enfermedad que había padecido (dije que la enfermedad había desaparecido, aunque en verdad acababa de empezar); esos días, consciente de que mi confesión me había hecho ganar muchos enteros ante mis compañeros, cometí una acción horrible; cuya consecuencia fue la mutilación de una vida humana, quizá incluso su muerte.
Al cabo de unas dos semanas, cuando las señales exteriores de la enfermedad empezaron a atenuarse, aunque yo sabía perfectamente que aún estaba enfermo, salí a la calle con la intención de dar un paseo o entrar en algún cine. Era una noche de mediados de noviembre, un mes maravilloso. La primera nieve, esponjosa, semejante a fragmentos de mármol en el agua azul, caía lentamente sobre Moscú. Los tejados de las casas y los parterres del bulevar se hinchaban como velas azules. Los cascos de los caballos no resonaban, las ruedas no crujían y en la silenciosa ciudad las campanillas de los tranvías tintineaban inquietas como en primavera. Avanzando por el callejón, alcancé a una muchacha que iba delante de mí. No lo hice de manera premeditada, simplemente iba más deprisa que ella. Cuando llegué a su altura y la rodeé para adelantarla, me hundí en la profunda nieve; en ese momento ella se dio la vuelta, nuestras miradas se encontraron y nuestros ojos sonrieron. En una noche moscovita tan ardiente como aquélla, cuando caen las primeras nieves, las mejillas se cubren de manchas de arándanos y en el cielo los hilos del telégrafo se alzan como cables grisáceos; en una noche como aquélla, ¿dónde encontrar las fuerzas y la severidad para alejarse en silencio, para no volverse a encontrar nunca?
Le pregunté cómo se llamaba y adónde iba. Su nombre era Zínochka y no se dirigía «a ninguna parte», sólo estaba «dando una vuelta». Nos aproximamos a un cruce en el que había un caballo; el enorme animal, atado a un triineo alto como una copa, estaba cubierto con una gualdrapa blanca. Le propuse a Zínochka que diéramos un paseo y ella, con los ojos brillantes fijos en mí, y sus labios semejantes a un botón, asintió varias veces con la cabeza, como un niño. El cochero estaba sentado de lado respecto a nosotros, hundido como un signo de interrogación en la curvada parte delantera del trineo. Cuando nos acercamos, pareció animarse y, siguiéndonos con los ojos como si estuviera apuntando a un blanco móvil, disparó con voz ronca:
—Por favor, por favor, permítanme que les lleve.
Viendo que había acertado y que era preciso cobrar las piezas, salió del trineo, inmenso, verde, majestuoso y sin pies, con guantes blancos del tamaño de la cabeza de un niño y sombrero de copa a lo Onieguin, truncado y con hebilla; se acercó a nosotros y añadió:
—Permítanme que les dé un paseo con mi impetuoso caballo, excelencias.
En ese momento empezaron los problemas. Por ir al parque Petrovski y volver a la ciudad pidió diez rublos; aunque «su excelencia» sólo llevaba en el bolsillo cinco rublos y medio, me habría montado en el trineo sin vacilar, pues en esos años me parecía que cualquier estafa suponía un desdoro menor que la necesidad de regatear con un cochero en presencia de una dama. Pero Zínochka salvó la situación. Con una mirada de indignación, exclamó con firmeza que ese precio era inaudito y que no debía entregarle más de un billete. Y, así diciendo, me cogió de la mano y me llevó hacia delante. Yo opuse una ligera resistencia a su empuje; con ese gesto pretendía desembarazarme de todo el oprobio de la situación y volcarlo sobre Zínochka. Yo no era culpable de nada y estaba dispuesto a pagar cualquier precio.
Tras dar unos veinte pasos, Zínochka miró por encima de mi hombro con la precaución de un ladrón y, viendo que el hombre retiraba apresuradamente la gualdrapa del caballo, lanzó casi un chillido de entusiasmo, se acercó a mí, se puso de puntillas y susurró con arrobamiento:
—Está de acuerdo, está de acuerdo —aplaudía sin ruido—; no tardará en venir. Ya ve usted lo lista que soy —todo el tiempo trataba de mirarme a los ojos—, ya lo ve, así es, ¡ajá!
Ese «ajá» sonó en mis oídos de forma muy agradable. Parecía como si yo fuera un elegante juerguista, adinerado y derrochador, y ella una pobre e indigente muchacha que trataba de refrenar mis dispendios, no porque estuvieran por encima de mis posibilidades, sino porque ella, en el limitado horizonte de su miseria, no podía concebirlos.
En el siguiente cruce el cochero nos alcanzó, nos adelantó y, conteniendo a su impetuoso caballo, movió las riendas a derecha e izquierda como un timón, se tumbó de espaldas en el trineo y desabrochó la manta. Ayudé a Zínochka a tomar asiento y luego me dirigí lentamente al otro lado, aunque deseaba apresurarme; me encaramé al alto y estrecho asiento y, metiendo la ajustada hebilla de terciopelo en la barra metálica, abracé a Zínochka, me calé con fuerza la visera, como si me dispusiera a batirme, y dije con altanera voz:
—Adelante.
Se oyó el sonido perezoso de un beso, el caballo se puso en marcha con dificultad, el trineo se deslizó lentamente y empecé a sentirme lleno de irritación contra ese ridículo cochero. Pero después de dos giros, cuando desembocamos en la Tverskaia-Yamskaia, el cochero sacudió las riendas y gritó «eeep», cuya aguda y acerada «e» se elevaba con su sonido estridente hasta llegar a la blanda barrera de la «p», que no le permitía seguir adelante. El trineo arrancó bruscamente, arrojándonos hacia atrás con las rodillas levantadas y poco después hacia delante, con el rostro contra la espalda acolchada del cochero. Toda la calle pasaba volando a nuestro lado, los húmedos cordones de nieve chocaban con fuerza con nuestras mejillas y con nuestros ojos; los tranvías que nos salían al paso producían un rumor que sólo duraba un instante; de nuevo se oyó ese «ep, ep», aunque esta vez agudo y entrecortado, como un látigo; luego un balido rabioso y alegre, «baluui», los negros fogonazos de los trineos con los que nos cruzábamos, asustados por el riesgo de recibir un golpe en la cara, y la nieve levantada por los cascos, que golpeaba en la parte delantera de metal, «choc, choc, choc»; el trineo temblaba, lo mismo que nuestros corazones.
—¡Ah, qué bien! —susurraba a mi lado, en medio de la húmeda llovizna que nos azotaba, una alborozada voz infantil—. ¡Ah, qué maravilloso, qué maravilloso!
A mí también me parecía todo «maravilloso». Pero, como siempre, me resistía y me oponía con todas mis fuerzas a ese entusiasmo que se apoderaba de mí.
Cuando pasamos el Yar y empezó a verse la torre de la parada del tranvía y el puesto de caramelos cerrado, junto al paseo que conducía al centro del parque, el cochero se echó hacia atrás y, sujetando con firmeza el caballo, canturreó con una dulce voz de mujer un entrecortado «pr, pr, pr». Entramos al paso en el paseo; la nieve cesó de pronto, sólo revoloteaba blandamente en torno al solitario y amarillento farol, pero sin caer al suelo; parecía como si estuvieran sacudiendo un colchón de plumas. Detrás del farol, en el aire negro, se alzaban unos postes con una placa y a su lado, clavada de través en un árbol, una mano con el dedo índice extendido, un puño de camisa y un trozo de manga. Sobre el dedo brincaba un cuervo, esparciendo la nieve.
Le pregunté a Zínochka si tenía frío.
—Me encuentro estupendamente bien —me contestó—. ¿No es maravilloso? Coja mis manos y caliéntemelas.
Aparté mi mano de su talle, pues empezaba a dolerme el hombro. El agua caía de mi visera en la mejilla y detrás del cuello, nuestros rostros estaban mojados, el mentón y las mejillas se habían contraído de tal modo por culpa del hielo que teníamos que hablar sin mover un sólo músculo, las cejas y las pestañas se habían pegado a causa de los carámbanos, los hombros, las mangas, el pecho y la manta estaban cubiertos por una costra crujiente y helada, de nuestros cuerpos y del caballo ascendía una nube de vapor, como la que se desprende del agua hirviendo, y las mejillas de Zínochka adquirieron tal color que parecía que alguien le hubiera pegado unas mondas de manzana roja. En el círculo central, todo estaba desierto y tenía un matiz blanquecino y azul; en el brillo de naftalina de esos colores y en ese silencio inmóvil, de habitación cerrada, percibía mi propía tristeza. Recordé que al cabo de unos minutos habría que regresar a la ciudad, bajar del trineo, volver a casa, ocuparse de esa sucia enfermedad, y al día siguiente levantarse en plena noche; dejé de sentirme estupendamente.
Qué extraña resultaba mi vida. Siempre que experimentaba alguna felicidad, bastaba con pensar que ese sentimiento no duraría mucho para que en ese mismo instante desapareciera. La conclusión de esa dicha no se debía a que las circunstancias externas que la habían causado se hubieran interrumpido, sino simplemente a la conciencia de que esas condiciones desaparecerían muy pronto, de manera ineluctable. En el momento en que me asaltó esa certeza, el sentimiento de felicidad desapareció, mientras las condiciones externas que lo habían propiciado, que no se habían interrumpido, que seguían existiendo, no hacían más que irritarme. Cuando salimos del círculo central y regresamos a la carretera, lo único que deseaba era llegar cuanto antes a la ciudad, salir del trineo y pagar al cochero.
El camino de regreso fue frío y aburrido. Cuando nos aproximamos al Monasterio de la Pasión, el cochero, volviéndose hacia nosotros, preguntó si debía seguir adelante y adónde; tras dirigir una mirada interrogativa a Zínochka, sentí de pronto que mi corazón, como de costumbre, se detenía lleno de gozo. Zínochka no me miró a los ojos, sino a los labios, con esa expresión estúpida y feroz cuyo significado conocía bien. Levantándome sobre mis rodillas temblorosas de dicha, le dije al oído al cochero que nos condujera a casa de Vinográdov.
Sería una absoluta falsedad afirmar que durante los minutos necesarios para llegar a la casa de citas no me preocupara la certidumbre de mi enfermedad y la posibilidad de contagiar a Zínochka. La apretaba fuertemente contra mí y no dejaba de pensar en ello, pero lo que me atormentaba no era mi propia responsabilidad, sino los disgustos que ese acto podía acarrearme ante los otros. Y, como suele suceder en esos casos, ese temor, en lugar de impedirme la consecución de la acción, sólo me indujo a cometerla de modo que nadie se enterara de mi culpabilidad.
Cuando el trineo se detuvo junto a la casa rojiza con ventanas tapadas, le pedí al cochero que entrara en el patio. Para hacerlo, era necesario retroceder hasta la verja del bulevar; cuando nos encontrábamos ya delante del portón, los patines se clavaron en el asfalto y chirriaron, y el trineo quedó atravesado en la acera; en esos pocos segundos, mientras el caballo se ponía en marcha y con una sacudida nos introducía en el patio, los transeúntes que se encontraban en el lugar rodearon el trineo y nos miraron con curiosidad. Dos de ellos llegaron incluso a detenerse, lo que turbó visiblemente a Zínochka. Fue como si de pronto se apartara, se volviera extraña, se ofendiera y se inquietara.
Mientras Zínochka salía del trineo y se dirigía a un oscuro rincón del patio, yo pagué al cochero, que pedía un aumento con insistencia; en ese momento recordé con desagrado que sólo me quedaban dos rublos y medio y que, en caso de que las habitaciones baratas estuvieran ocupadas, me faltarían cincuenta kopeks. Terminé de pagar, me acerqué a Zínochka y entonces advertí, en la forma en que tiraba del bolso y sacudía con indignación los hombros, que no se movería de su sitio así sin más, sin ninguna lucha. El cochero ya se había ido y el brusco giro del trineo había dejado un círculo aplastado sobre la nieve. Aquellos dos curiosos que se habían detenido en el momento de nuestra llegada entraron en el patio, se detuvieron a una cierta distancia y se pusieron a observar. Dándoles la espalda para que Zínochka no los viera, le rodeé los hombros con mi brazo, la llamé «pequeña, chiquilla, niña mía», y le dije unas palabras que habrían carecido de sentido si no hubieran sido pronunciadas con una voz delicada y dulce como la melaza. En cuanto advertí que cedía, que volvía a ser la Zínochka de antes, aunque no la misma que me había mirado de modo tan terrible (o así me lo había parecido) junto al Monasterio de la Pasión, sino aquella que en el parque había dicho: «Qué maravilloso, ah, qué maravilloso», empecé a decirle de manera torpe y confusa que tenía un billete de cien rublos en el bolsillo, que allí no me lo cambiarían, que necesitaba cincuenta kopeks, que dentro de unos minutos se los devolvería, que… Pero Zínochka, sin darme tiempo a terminar mi exposición, abrió con temor y premura su viejo bolso de hule, con un dibujo que imitaba la piel de cocodrilo, sacó un monedero diminuto y lo vació en mi mano. Vi unas cuantas monedas de plata de cinco rublos, con un aspecto un tanto peculiar, y miré a Zínochka con aire interrogativo.
—Hay exactamente diez —dijo como para tranquilizarme; luego, acurrucándose con aire lastimero, añadió avergonzada, como queriendo disculparse—: Me ha llevado mucho tiempo reunirlas; dicen que traen buena suerte.
—Pero, pequeña —exclamé, con noble indignación—. Entonces es una pena. Cógelas, me las arreglaré sin ellas.
Pero Zínochka, ya realmente enfadada, trató de cerrar mi mano con las suyas con un gesto de dolor.
—Debe usted cogerlas —decía—. Me está ofendiendo.
«Aceptará o no aceptará, aceptará o se negará», era la fínica idea que agitaba mis pensamientos, mis sentimientos, todo mi ser, mientras conducía a Zínochka como sin querer al interior del hotel. Al subir el primer peldaño se detuvo, como si de pronto hubiera vuelto en sí. Miró con tristeza las puertas abiertas, donde aún seguían los dos curiosos, como dos guardianes que le impidieran la entrada; luego, como antes de una separación, me miró, sonrió con amargura, inclinó la cabeza, pareció encogerse y ocultó la cabeza en las manos. La agarré con fuerza por el brazo, casi a la altura de la axila, la arrastré hasta la parte superior de la escalera y la hice pasar por la puerta que el portero gentilmente nos abría.
Al cabo de una hora o lo que fuera, cuando salimos, le pregunté a Zínochka en el patio hacia qué lado tenía que ir, con la intención de situar mi casa en la dirección contraria y despedirme de ella para siempre allí mismo. Es lo que hacía siempre al salir de casa de Vinográdov.
Pero si por lo general esas despedidas definitivas se debían a la saciedad y el hastío, a veces incluso a la repugnancia, sentimientos que me impedían creer que un día más tarde esa muchacha pudiera parecerme deseable (aunque sabía que a la mañana siguiente me arrepentiría), en esa ocasión, al despedirme de Zínochka, no experimenté otra cosa que despecho.
Ese sentimiento se debía a que en la habitación, detrás del tabique, Zínochka, a la que yo mismo había contagiado, no había justificado mis esperanzas, pues había conservado ese mismo aspecto exaltado y por tanto asexuado que tenía cuando decía: «¡Ah, qué maravilloso!». Desnuda, acariciaba mis mejillas y exclamaba: «Querido, cariño», con una voz en la que resonaba una ternura infantil, pueril —ternura que no obedecía a la coquetería, sino que provenía del alma— que me avergonzaba, impidiéndome manifestar lo que erróneamente suele llamarse desvergüenza, ya que el encanto principal y más intenso de la depravación humana no consiste en la ausencia de vergüenza, sino en su superación. Sin saberlo, Zínochka impedía a la bestia dominar al hombre; por eso, sintiendo insatisfacción y enfado, definía todo el incidente con una palabra: innecesario. Pensaba y sentía que había sido innecesario contagiar a esa muchacha, pero no lo decía como si hubiera cometido un acto horrible, sino al contrario, como si en cierto modo me hubiera sacrificado, esperando alcanzar a cambio un placer que no había recibido.
Sólo cuando Zínochka se encontraba ya en la puerta y guardaba cuidadosamente, para no perderlo, un trozo de papel con mi supuesto nombre y el primer número de teléfono que me vino a la cabeza, sólo cuando se despidió, me dio las gracias y empezó a alejarse de mí, sólo entonces, una voz interior —pero no aquella presuntuosa e insolente que en mis ensoñaciones, cuando estaba tumbado en el sofá, dirigía mentalmente hacia el mundo exterior, sino otra serena y benigna que sólo conversaba y trataba conmigo mismo— dijo con amargura dentro de mí: «Eh, tú, has destruido a esa joven. Mira, ya se va esa muchacha. ¿Recuerdas cómo decía: “¡Ah, querido mío!”? ¿Por qué la has destruido? ¿Qué te había hecho? ¡Eh, tú!».
Qué asombro causa contemplar cómo se aleja para siempre la espalda de una persona ofendida injustamente. Hay en ella una suerte de humanidad, de impotencia, de debilidad triste que reclama piedad, que os llama, que tira de vosotros. En la espalda de una persona que se aleja hay algo que recuerda las injusticias y las ofensas sobre las que habrá que volver una y otra vez, que evoca la necesidad de despedirse de nuevo, y de hacerlo deprisa, inmediatamente, porque la persona se va para siempre, dejando tras ella un gran dolor, que seguirá atormentándonos durante mucho tiempo y que quizá en la vejez no nos permita dormir por las noches. La nieve caía de nuevo, pero ya seca y fría; el viento sacudía los faroles y en el bulevar las sombras de los árboles se agitaban armoniosamente como penachos. Hacía tiempo que Zínochka había doblado la esquina y había desaparecido, pero una y otra vez la hacía regresar con mi imaginación, la dejaba ir hasta la esquina, contemplaba cómo se alejaba y la hacía revolotear de nuevo hacia mí, por alguna razón siempre de espaldas. Cuando finalmente, rozando por casualidad el bolsillo, tintinearon sus diez monedas de plata no utilizadas, recordé sus labios y su voz cuando dijo: «Me ha llevado mucho tiempo reunirlas; dicen que traen suerte»; en ese momento sentí como un latigazo en mi infame corazón, un latigazo que me impulsó a correr en busca de Zínochka, a correr por la nieve profunda en ese estado lacrimoso y débil que se experimenta cuando se corre detrás del último tren ya en marcha, sabiendo que es imposible alcanzarlo.
Esa noche estuve un buen rato vagando por los bulevares. Esa noche me prometí conservar durante toda mi vida las monedas de plata de Zínochka. Nunca volví a verla. Moscú es una ciudad muy grande y en ella vive mucha gente”.
lunes, 24 de abril de 2017
Fragmento. Inédito. Novela. BELFEGOR O LA IRA DEL DIABLO.
(Novela. Fragmento. PRINCIPIOS NOCTURNOS. J. Méndez-Limbrick-).
–Acepto –dije sin titubear, aunque por dentro tenía temor y a la vez creía que soñaba por lo que acontecía en el auditorium.
–¡Lo sabía, lo sabía! ¡Viva! –exclamó lleno de júbilo el emisario del Maligno que se hacía llamar Lord Rutland–. Venga, acérquese, firme acá –y sin saber de dónde, tenía entre sus manos un documento viejo y amarillento como el texto de Marlowe que me obsequiaba. Al firmar, el espíritu infernal pasó su mano por mi nuca y me sentí desfallecer, sentí que la muerte me visitaba, que llegaba hasta mí y que recorría todas las células de mi ser, se inoculaba en mí como una enfermedad. Me ardía la nuca una vez que retiró su mano y empecé a sentir una leve erupción en mi piel. Agregó–: no se preocupe, joven Byron Deford, no se preocupe, este absceso que se le hará en los próximos cinco días es parte del pacto. Es un absceso que estará con usted mientras dure la relación, su relación con mi Señor. Y mientras usted esté creando su obra allí estará. Repito, al quinto día el absceso será un ojo y lo tendrá en la frente cuando trabaje en su obra. Usted se lo pondrá en su frente para escribir. Será su tercer ojo–. Sentí asco a lo comentado pero ya estaba hecho el trato. ¿Qué era un absceso-ojo por la creación literaria, la inmortalidad como escritor, la fama, ser el mejor entre los mejores de escritores de mi generación? ¡Muy poco! –Por último, le presento desde ahora a sus 7 secretarios–. Y como tratándose de una representación teatral fueron saliendo de un lado del escenario uno por uno. El primero en aparecer fue Aamón cc Fabiano Stirge, me hizo una reverencia y se quedó a pocos metros de Lord Rutland. Le siguieron: Adremelech cc Lord Ruthven, con su chaqué impecable, e igual que lo hiciera Aamón, saludó con respeto. Salió Esfría, de frac, sus gemelos se adivinaron en la camisa de puño francés: me hizo una genuflexión. Esfría dijo que en el mundo de los mortales se le conocía con el nombre de Conde Estruch. Pasó y al aparecer en el escenario se disculpó con grave y hermoso acento británico: era Goodfellow de enorme cabeza cc desde la Edad Media con el nombre de Gorgus Black. Malfas, de levita, estaba recorriendo con apuro el escenario. Dijo que en el mundo de los mortales se le conocía como Onofre de Dip. Nergal comentó algo entre dientes a su hermano cc Lord Rutland y disculpó su tardanza que en verdad no la entendí. Agregó que era cc Gilles II Barón de Rais pero que, no era tan perverso como al hombre que él le usurpaba su patronímico. Y por último, salía Belfegor, de esmoquin, de monóculo, al saludarme su ojo flamígero relampagueó en señal de agrado. Y las volutas de humo continuaron jugueteando por el auditorio, más luego se enredaron como ovillos a los pies de Lord Rutland, quien agregó–: bien, mi tarea está cumplida, pero antes de despedirme le diré mi nombre: soy Astaroth, Archiduque de los infiernos de Occidente... y recuerde, recuerde... este acertijo: ¿qué dijo la primera rana? Y las volutas de humo comenzaron a agrandarse, agrandarse, hasta que Astaroth desapareció en medio de una niebla. Y los 7 espíritus infernales y yo volamos, volamos por el cielo hasta una mansión en la campiña inglesa: ¡ya era de noche!
Stanley Smith Richard - Cinco Poetas Contemporaneos - Yeats Kavafis Trakl Apollinaire Sodergran
PRESENTACIÓN
Este libro contiene una selección de algunos de los más grandes poetas líricos
contemporáneos. Es sabido que la poesía lírica es uno de los géneros más antiguos
de la literatura, pero también uno de los que ha demostrado mayor flexibilidad
para los cambios que se producen a través de la transformación del
lenguaje, de las sociedades y de la visión del mundo que poseen los hombres
de distintas épocas. De allí la fresca perdurabilidad de la poesía a través de la
historia del mundo cuando los ejemplos de otros géneros se revelan con frecuencia
caducos. El poema de amor de Safo es tan eterno como el fuego, el
agua o el aire. Vemos, sin embargo, que otros poemas épicos, dramas o novelas
se han eclipsado irremediablemente. ¿Qué conserva la poesía contemporánea
de ese instinto primordial? Probablemente la simplicidad de lo verdadero.
¿Cómo caracterizarla? La respuesta quizá sea una de las tareas más difíciles
ante la que se enfrentan los críticos literarios. Porque es difícil su escritura, ardua
su concepción, oscuro su lenguaje, ambiguas sus intenciones. Los poetas
de este siglo han mostrado, además, un olímpico desdén por el aprecio popular.
El gran romántico inglés John Keats decía escribir sin pensar en el público
lector; en el caso de los poetas contemporáneos, estos apenas se han preocupado
si los lectores los entienden o no. Sin embargo, como bien dice Hugo
Friedrich, la lectura de estos poetas nos encanta antes de haberlos entendido
plenamente. Su tentativa ha sido retrotraerse a las fuentes originarias de la
poesía, pero se han adentrado también en caminos nunca antes recorridos por
los poetas precedentes. Han sabido, no obstante, recoger todas las enseñanzas,
aprender todos sus secretos, recuperar todas sus virtudes y mostrar también todo
su miedo al encontrarse frente a la página en blanco.
9
Es probable que las palabras de Kavafis en su carta a Pericles Anastiades resuman
la tentativa de los poetas de esta antología: "He intentado unir el lenguaje
hablado y el lenguaje escrito, y para conseguirlo he recurrido a toda mi
experiencia y a toda la intuición poética de que soy capaz: temblando, por así
decirlo, sobre cada palabra". Esta breve declaración quizá sea lo más sincero,
lúcido y sapiente que se ha escrito sobre el arte inmortal de la poesía porque
no olvida el contenido esencial que otorga la vida vaciada sobre la poesía así
como tampoco las dudas que acucian al poeta cuando hace uso de las palabras
para convertirla en poemas.
Así, la poesía se encuentra entre los logros más originales y substanciales con
que cuenta la literatura del siglo XX y muestra de ello es la presente selección.
Para esta antología, con excepción de las versiones de Konstantino Kavafis,
hemos recurrido a traducciones de reconocidos poetas peruanos que han permitido
generosamente la reproducción de sus textos. Cada poeta viene precedido
por breves páginas introductorias y al final del libro el lector encontrará
sendas cronologías sobre los poetas seleccionados y noticias sobre los poetastraductores
gracias a cuyo concurso se ha conformado este libro.
Lima, agosto de 1999
Richard Stanley-Smith
domingo, 23 de abril de 2017
(Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino. 5 reimpresión. Premio UNA-Palabra 2004).
(Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino. 5 reimpresión. Premio UNA-Palabra 2004).
(2)
Al igual que la primera vez, el cuarto de don Julián estaba en la semipenumbra. No tuve necesidad decir que estaba allí. Antes de ingresar don Julián exclamó:
-¿Se imagina usted, querido don Henry, si pudiéramos gobernar el Tiempo a nuestro capricho y antojo cuánto pudiéramos hacer y no hacer? ¿¡Qué maravilloso sería!?
E inmediatamente sin darme ningún respiro para que yo pudiera acercarme a su cama don Julián exclamó:
-Tome asiento, don Henry. He preparado todo, y cuando digo TODO es todo para que usted se sienta a las mil maravillas. No se moleste en estrechar la mano de este anciano- acentuó don Julián con voz enérgica y casi como un mandato-.
Mire ahí le he puesto el carrito con algunas bebidas para que no se le seque la garganta querido don Henry. Porque supongo que usted tiene muchas, muchas preguntas que hacerme. Y ahí está en la misma cabecera del carrito su whisky, porque no crea que se me ha olvidado que usted toma esa bebida inventada por un italiano, el mismo que está pensando: Justerini. ¿Qué ironía no? Una de las bebidas más apreciadas por los ingleses y es un producto italiano.
(No tenía opción y como la primera vez, me quedaba yo en la luz y don Julián en la semipenumbra del cuarto. Estratégicamente, el hombre había colocado unas antiguas y enormes lámparas de pie cerca de donde me sentaba y formaban un cerco de luz a mi alrededor produciendo cierta ceguera visual hacia el lado de mi interlocutor).
-Don Julián, pronuncié acomodándome en uno de los sillones a varios metros de su cama.
-Caballero don Henry, qué gusto tenerlo en mi casa... que es la suya.
-Don Julián –comencé a decir a la voz, al ser incorpóreo en los instantes que tomaba el vaso con wishky- disculpe la molestia ... pero...
-Ahhh, querido don Henry, no hay pero que valga. Usted está aquí y eso es lo que vale. No se justifique. Si sentía el imperativo de venir pues... bien. Así sea. He oído y he sabido por terceras personas que usted ha realizado enormes esfuerzos por regresar otra vez acá a mi casa... que le ha sido infructuoso... hasta que se ha dado por vencido y... pidiendo el auxilio de mis queridísimos “entenados” usted está aquí.
(A este punto don Julián Casasola Brown hizo un impasse, para continuar. )
Estos dos muchachos que como perros guardianes han hecho todo lo posible de mantener mi privacidad, porque yo así se los he pedido. Me desagrada la vulgaridad de las personas, de la gente en general. De ahí que nadie me visita... ahora... pero... dígame don Henry, estoy para ayudarle... no vaya a suceder que usted regrese con las manos vacías, sin ninguna información.
-En verdad no puedo ser hipócrita, y debo ser lo más sincero con usted, de lo que he sido con las demás personas que me están ayudando en esta investigación. Don Julián deseo preguntarle...
sábado, 22 de abril de 2017
(Fragmento inédito. Novela: PRINCIPIOS NOCTURNOS).
(Fragmento inédito. Novela: PRINCIPIOS NOCTURNOS). J. Méndez Limbrick.
"Confieso que el bastón vibró con poca fuerza en el tiempo que estuvimos en la embajada. El Literómetro hacía una labor excepcional pero muy discreta. Su débil vibrato me confirmaba lo hablado con Belfegor. Es cierto que no podía, en medio de las presentaciones de escritores, académicos, poetas, preguntar a Belfegor de quiénes se trataban aquellas personas en verdad y por qué no vibraba el bastón aunque aquellos escritores se pavoneaban como si ya la semana siguiente fueran a ser los ganadores de los Premios Cervantes o del Nobel de Literatura. No fue sino que, llegando a la Rutland-Hall de Barrio Amón y estando ambos en el scriptorium, Belfegor preguntó:
–Su señoría, espero que el Literómetro le haya servido. Porque en verdad es un Literómetro y no un bastón. Finge ser bastón pero es un Literómetro. Digo que “finge” porque está vivo. Posee forma de bastón pero es un ser pensante, viviente, su alimento es la literatura. Basta con ponerlo en un grupo de libros y de inmediato absorbe sus conocimientos. ¡No creo que nadie sepa tanto de Literatura en el mundo como este ser excepcional, de este espíritu encerrado en el bastón y que yo le he llamado Literómetro! Ha estado conmigo desde siglos atrás leyendo y leyendo. Desde que me otorgaron el título de Belfegor el Retórico, ha estado conmigo, juntos hemos recorrido la Historia Literaria Universal –aseguró Belfegor. Hizo una pausa y agregó–: Es un demonio menor porque su verdadera y única función es esa: la lectura, atrapar el Conocimiento Literario, no más. De ahí que sea un demonio menor porque la verdadera labor demoníaca –el de tentar a los hombres– no está en él. Es decir... su función cardinal es dar testimonio de cuanta persona se acerca y declararla como un verdadero escritor o por el contrario, desenmascararla y desenmascarar su literatura como una pobre literatura, jejeje. Y vive allí... en ese bastón...no puede hablar, no puede salir, confinado eternamente a su espacio de madera y plata, jejeje. Cómo se dio esa situación y su confinamiento en el Literómetro... su señor... recuérdeme más adelante que le cuente la historia, hoy no pero recuérdeme que le narre esta historia, es una historia bastante curiosa, jejeje. –Y Belfegor por segunda o tercera vez dejó de hablar. Yo no dije ni comenté nada a la extraña historia que a medias me contaba del Literómetro. Sentía una extraña sensación a las últimas palabras de Belfegor y la historia del Literómetro y su condena a un espacio físico tan reducido. Agregó Belfegor con burla–: ¡Espero que el hormigueo de la mano y por el vibrato del Literómetro se le haya terminado jejeje!
Pues a decir verdad vibró con mezquindad, se mantuvo con una gran calma, pasivo, inerte, estático, yacente.
No dejé de pensar en las últimas palabras de Belfegor. Sentía un enorme respeto cuando me aseguró que el Literómetro no era un simple bastón vibratorio sino que dentro de él existía vida, la vida de un demonio".
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