martes, 28 de julio de 2015

Dostoievski Fedor. El idiota.


La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representación de un arquetipo de la perfección moral, tiene como protagonista al príncipe Myshkin, personaje de la talla comparable al Rashkolnikov de ` Crimen y castigo ` o el Stavrogin de `Los demonios` y que, significativamente, da título a la obra. Encarnación de cuantas virtudes se asocian al espíritu cristiano, el príncipe, paradójicamente, no logra más que desbaratar, junto con la vida propia, la mayoría de los que a él acuden.

*** 
Este libro narra las aventuras y desventuras del príncipe Mishkin, personaje que da nombre a la novela y que intenta ser esencialmente bueno. La peripecia le sirve a Dostoyevsky para desarrollar su concepción trágica de la vida y pintar un fresco apasionante de Rusia.

Título original: идиот

  Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky, 1869

  Traducción: Juan López-Morillas

  Editor original: Griffin (v1.0)

  Fuente: ePub base v2.0


 Primera parte

A las nueve de la mañana de un día de finales de noviembre, el tren de Varsovia se acercaba a toda marcha a San Petersburgo. El tiempo era de deshielo, y tan húmedo y brumoso que desde las ventanillas del carruaje resultaba imposible percibir nada a izquierda ni a derecha de la vía férrea. Entre los viajeros los había que tornaban del extranjero; pero los departamentos más llenos eran los de tercera clase, donde se apiñaban gentes de clase humilde procedentes de lugares más cercanos. Todos estaban fatigados, transidos de frío, con los ojos cargados por una noche de insomnio y los semblantes lívidos y amarillentos bajo la niebla.
  En uno de los coches de tercera clase iban sentados, desde la madrugada, dos viajeros que ocupaban los asientos opuestos correspondientes a la misma ventanilla. Ambos eran jóvenes, ambos vestían sin elegancia, ambos poseían escaso equipaje, ambos tenían rostros poco comunes y ambos, en fin, deseaban hablarse mutuamente. Si cualquiera de ellos hubiese sabido lo que la vida del otro ofrecía de particularmente curioso en aquel momento, habríase sorprendido, sin duda, de la extraña casualidad que les situaba a los dos frente a frente en aquel departamento de tercera clase del tren de Varsovia. Uno de los viajeros era un hombre bajo, de veintisiete años poco más o menos, con cabellos rizados y casi negros, y ojos pequeños, grises y ardientes. Tenía la nariz chata, los pómulos huesudos y pronunciados, los labios finos y continuamente contraídos en una sonrisa burlona, insolente y hasta maligna. Pero la frente, amplia y bien modelada, corregía la expresión innoble de la parte inferior de su rostro. Lo que más sorprendía en aquel semblante era su palidez, casi mortal. Aunque el joven era de constitución vigorosa, aquella palidez daba al conjunto de su fisonomía una expresión de agotamiento, y a la vez de pasión, una pasión incluso doliente, que no armonizaba con la insolencia de su sonrisa ni con la dureza y el desdén de sus ojos. Envolvíase en un cómodo sobretodo de piel de cordero que le había defendido muy bien del frío de la noche, en tanto que su vecino de departamento, evidentemente mal preparado para arrostrar el frío y la humedad nocturna del noviembre ruso, tiritaba dentro de un grueso capote sin mangas y con un gran capuchón, tal como lo usan los turistas que visitan en invierno Suiza o el norte de Italia, sin soñar, desde luego, en hacer el viaje de Endtkuhnen a San Petersburgo. Lo que hubiese sido práctico y conveniente en Italia resultaba desde luego insuficiente en Rusia. El poseedor de este capote representaba también veintiséis o veintisiete años, era de estatura algo superior a la media, peinaba rubios y abundantes cabellos, tenía las mejillas muy demacradas y una fina barba en punta, casi blanca en fuerza de rubia. Sus ojos azules, grandes y extáticos, mostraban esa mirada dulce, pero en cierto modo pesada y mortecina, que revela a determinados observadores un individuo sujeto a ataques de epilepsia. Sus facciones eran finas, delicadas, atrayentes y palidísimas, aunque ahora estaban amoratadas por el frío. Un viejo pañuelo de seda, anudado, contenía probablemente todo su equipaje. Usaba, al modo extranjero, polainas y zapatos de suelas gruesas. El hombre del sobretodo de piel de cordero y de la cabellera negra examinó este conjunto, quizá por no tener mejor cosa en qué ocuparse, y, dibujando en sus labios esa indelicada sonrisa con la que las personas de mala educación expresan el contento que les producen los infortunios de sus semejantes, se decidió al fin a hablar al desconocido.
  —¿Tiene usted frío? —preguntó, acompañando su frase con un encogimiento de hombros.
  —Mucho —contestó en seguida su vecino—. Y eso que no estamos más que en tiempo de deshielo. ¿Qué sería si helase? No creí que hiciese tanto frío en nuestra tierra. No estoy acostumbrado a este clima.
  —Viene usted del extranjero, ¿verdad?
  —Sí, de Suiza.
  —¡Fííí! —silbó el hombre de la cabellera negra, riendo.
  Se entabló la conversación. El joven rubio respondía con naturalidad asombrosa a todas las preguntas de su interlocutor, sin parecer reparar en la inoportunidad e impertinencia de algunas. Así, hízole saber que durante mucho tiempo, más de cuatro años, había residido fuera de Rusia. Habíanle enviado al extranjero por hallarse enfermo de una singular dolencia nerviosa caracterizada por temblores y convulsiones: algo semejante a la epilepsia o al baile de San Vito. El hombre de cabellos negros sonrió varias veces mientras le escuchaba y rió sobre todo cuando, preguntándole: —¿Y qué? ¿Le han curado?—, su compañero de viaje repuso:
  —No, no me han curado.
  —¡Claro! Le habrán hecho gastar una buena suma de dinero en balde… ¡Y nosotros, necios, tenemos fe en esa gente! —dijo, acremente, el hombre del sobretodo de piel de cordero.
  —¡Ésa es la pura verdad! —intervino un señor mal al vestido, de figura achaparrada, que se sentaba a su lado. Era un hombre cuarentón, robusto, de roja nariz y rostro lleno de granos, con aire de empleado subalterno de ministerio—. ¡Es la pura verdad! Esa gente no hace más que llevarse toda la riqueza de Rusia sin darnos nada en cambio.
  —En lo que personalmente me respecta se engañan ustedes —dijo, con acento suave y conciliador, el cliente de los doctores suizos—. Desde luego, no puedo negar en términos generales lo que ustedes dicen, porque no estoy bien informado al propósito; pero me consta que mi médico ha invertido hasta su último céntimo a fin de proporcionarme los medios de volver a Rusia, después de mantenerme dos años a sus expensas.
  —¡Cómo! —exclamó el viajero de cabellos negros—. ¿No había nadie que pagase por usted?
  —No. El señor Pavlichev, que era quien atendía a mis gastos en Suiza, murió hace dos años. Escribí entonces a la generala Epanchina, una lejana parienta mía, pero no recibí contestación. Y entonces he vuelto a Rusia.
  —¿Dónde va usted a instalarse?
  —¿Quiere decir que dónde cuento hospedarme? Aún no lo sé; según como se me pongan las cosas. En cualquier sitio…
  —¿De modo que aún no sabe dónde?
  Y el hombre del cabello negro comenzó a reír, secundado por el tercero de los interlocutores.
  —Me temo —agregó el primero— que todo su equipaje está contenido en este pañuelo…
  —Yo lo aseguraría —manifestó el otro, con aspecto de extrema satisfacción—. Estoy cierto de que todo el equipaje de este señor es ése, ¿verdad? Pero la pobreza no es vicio, desde luego.
  La suposición de aquellos dos caballeros resultó ajustada a la realidad, como el joven rubio no titubeó en confesarlo.
  —Su equipaje, sin embargo, no deja de tener cierta importancia —prosiguió el empleado, después de que él y el joven de la cabellera negra hubieron reído con toda su alma, siendo de notar que aquel que era objeto de su hilaridad había terminado también por reír viéndoles reír a ellos, con lo que hizo subir de punto sus carcajadas—; pues, aunque pueda darse por hecho que en él brillan por su ausencia las monedas de oro francés, holandés o alemán, el hecho de que tenga usted una parienta como la Epanchina modifica en mucho la trascendencia de su equipaje. Esto, claro, en el caso de que la Epanchina sea efectivamente parienta suya y no se trate de una distracción…, lo que no tiene nada de particular en un hombre, cuando es muy imaginativo…
  —Ha adivinado usted —contestó el joven—. Realmente, casi me he equivocado, porque sólo quise decir que la generala es medio parienta mía, hasta el extremo de que su silencio no me ha sorprendido. Lo esperaba.
  —Ha gastado usted inútilmente en sellos de correo. ¡Hum! Usted, al menos, es ingenuo y sincero, lo cual merece alabanzas. ¡Hum! Yo conozco al general Epanchin… como todos le conocen. Al difunto señor Pavlichev, el que pagaba sus gastos en Suiza, también le conocía, si es que se refiere a Nicolás Andrevich Pavlichev, porque hay dos primos hermanos del mismo apellido. El otro habita en Crimea. El difunto Nicolás Andrevich era hombre muy respetado, con muy buenas relaciones y propietario, en sus tiempos, de cuatro mil almas[1]…
  —Sí; se trataba de Nicolás Andrevich Pavlichiev —contestó el joven, mirando con atención a aquel desconocido que tan bien informado estaba de todas las cosas.
  Esta clase de caballeros que lo saben todo suelen encontrarse con bastante frecuencia en cierta capa social. No hay nada que ignoren: toda su curiosidad espiritual, todas sus facultades de investigación se dirigen sin cesar en igual sentido, sin duda por carencia de ideas e intereses vitales más importantes, como diría un pensador moderno. Añadamos que esa omnisciencia que poseen está circunscrita a un campo harto restringido: les consta en qué departamento sirve Fulano, qué amistades tiene, qué fortuna posee, de dónde ha sido gobernador, con quién está casado, qué dote le aportó su mujer, quiénes son sus primos en primero y segundo grado, y otras cosas por el estilo. Por regla general, estos caballeros que lo saben todo llevan los codos rotos y ganan diecisiete rublos al mes. Las personas de quienes conocen tantos detalles se quedarían muy confusas si lograran saber cómo y por qué estos señores omniscientes están tan bien informados de sus existencias. Sin duda los interesados encuentran algún consuelo positivo en poseer semejantes conocimientos, que consideran una completa ciencia de la que derivan una alta estima de sí mismos y una elevada satisfacción espiritual. Y es, en efecto, una ciencia subyugadora. Yo he conocido literatos, intelectuales, poetas y políticos, que parecían hallar en semejante disciplina científica su mayor deleite y su meta final habiendo hecho, además, su carrera gracias a ella.
  Durante aquella parte de la conversación, el joven de negros cabellos miraba distraídamente por la ventanilla, bostezando y aguardando con impaciencia el fin del viaje. Parecía preocupado, muy preocupado, casi inquieto. Su actitud resultaba extraña: a veces miraba sin ver, escuchaba sin oír, reía sin saber él mismo el motivo.
  —Permítame: ¿a quién tengo el honor de…? —preguntó de improviso el señor de los granos al propietario del paquetito del pañuelo de seda.
  —Al príncipe León Nicolaievich Michkin —contestó el interpelado inmediatamente sin la menor vacilación.
  —¿El príncipe León Nicolaievich Michkin? No le conozco. Jamás lo he oído mencionar —dijo el empleado, reflexionando—. No me refiero al nombre, que es histórico y se puede encontrar en la historia de Karamzin, sino a la persona, ya que ahora no se encuentran en ningún sitio príncipes Michkin y no se oye jamás hablar de ellos.
  —No lo dudo —replicó el joven—. En este momento no existe más príncipe Michkin que yo, que creo ser el último de la familia. En cuanto a mis antepasados, hace ya varias generaciones que vivían como simples propietarios rurales. Mi padre fue subteniente del ejército. La generala Epanchina pertenece, aunque no sé bien en virtud de qué parentesco, a la familia de los Michkin, y es también, como mujer, la última de su raza…
  —¡Ja, ja, ja! —rió el empleado—. ¡Mujer, y la última de su raza[2]! ¡Qué chiste tan bien buscado!
  El señor de los cabellos negros sonrió igualmente. Michkin quedó muy sorprendido al ver que le atribuían un chiste, bastante malo además.
  —Lo he dicho sin darme cuenta —aseguró al fin, repuesto de su sorpresa.
  —¡Por supuesto, por supuesto! —repuso jovialmente el empleado.
  —Y en Suiza, príncipe —preguntó de pronto el otro viajero—, ¿estudiaba usted, tenía algún profesor?
  —Sí; lo tenía…
  —Yo, en cambio, no he aprendido nada nunca.
  —Tampoco yo —dijo el príncipe, como excusándose— he aprendido nada apenas. Mi mala salud no me ha permitido seguir estudios sistemáticos.
  —¿No ha oído usted hablar de los Rogochin? —interrogó con viveza el joven de los cabellos negros.
  —No; no conozco a casi nadie en Rusia. ¿Se llama usted Rogochin?
  —Sí; Parfen Semenovich Rogochin.
  —¿Parfen Semenovich? ¿No será usted uno de esos Rogochin que…? —preguntó el empleado con súbita gravedad.
  —Sí; uno de esos —interrumpió impacientemente el joven moreno quien, desde el principio, no se había dirigido al hombre granujiento ni una sola vez, limitándose a hablar únicamente con Michkin.
  El empleado, estupefacto, abrió mucho los ojos y todo su semblante adquirió una expresión de respeto servil, casi temeroso.
  —¡Cómo! —prosiguió—. ¿Es posible que sea usted hijo de Semen Parfenovich Rogochin, burgués notable por derecho de herencia y que murió hace un mes dejando un capital de dos millones y medio de rublos?
  —¿Y cómo puedes tú saber que ha dejado dos millones y medio? —preguntó rudamente el hombre moreno sin dignarse mirar al empleado. Luego añadió, haciendo un guiño a Michkin para referirse al otro—: Mírele: apenas se ha enterado de quién soy, ya empieza a hacerme la rosca. Pero ha dicho la verdad. Mi padre ha muerto y yo, después de pasar un mes en Pskov, vuelvo a casa como un pordiosero. Ni mi madre ni el bribón de mi hermano me han avisado ni me han enviado dinero. ¡Cómo si fuera un perro! Durante todo el mes he estado enfermo de fiebres en Pskov y…
  —¡Pero ahora va usted a recibir un rico milloncejo, si no más! ¡Oh, Dios mío! —exclamó el señor granujiento alzando las manos al cielo.
  —Dígame, príncipe —exclamó Rogochin, irritado, señalando al funcionario con un movimiento de cabeza—, ¿qué podrá importarle eso? Porque no voy a darte ni un kopec aunque bailes de coronilla delante de mí. ¿Oyes?
  —Lo haré, lo haré.
  —¿Qué le parece? Bien: pues no te daré ni un kopec aunque bailes de coronilla delante de mí una semana seguida.
  —No me des nada. ¿Por qué habías de dármelo? Pero bailará de coronilla ante ti. Dejaré plantados a mi mujer y a mis hijos e iré a bailar de cabeza ante ti. Necesito rendirte homenaje. ¡Lo necesito!
  —¡Puaf! —exclamó Rogochin, escupiendo. Y se dirigió al príncipe—: Yo no tenía más equipaje que el que usted lleva cuando, hace cinco semanas, huí de la casa paterna y me fui a la de mi tía, en Pskov. Allí caí enfermo. Y entre tanto murió mi padre de un ataque de apoplejía. Gloria eterna a su memoria, sí; pero la verdad es que faltó poco para que me matase a golpes. ¿Lo creería usted, príncipe? Pues es verdad: si yo no hubiese huido, me habría matado.
  —¿Qué hizo usted para irritarle tanto? —preguntó el príncipe, que miraba con curiosidad a aquel millonario de tan modesta apariencia bajo su piel de cordero.
  Aparte el millón que iba a heredar, había en el joven moreno algo que intrigaba e interesaba a Michkin. Y en cuanto a Rogochin, fuese por lo que fuera, se complacía en hablar con el príncipe, quizás más que en virtud de una ingenua necesidad de expansionarse, por hallar un derivativo a su agitación. Dijérase que la fiebre le atormentaba aún. En cuanto al empleado, pendiente de la boca de Rogochin, recogía cada una de sus palabras como si esperase hallar entre ellas un diamante.
  —Mi padre estaba, desde luego, enojado conmigo, y acaso con razón —respondió Rogochin—; pero quien más le predisponía contra mí era mi hermano. No quiero decir nada de mi madre: es una mujer de edad, lee el Santoral, pasa su tiempo en hablar con viejas y no ve más que por los ojos de mi hermano Semka[3]. Pero, ¿no es cierto que éste debió avisarme con oportunidad? ¡Bien sé por qué no lo hizo! Cierto que yo estaba entonces sin conocimiento… Cierto también que me expidieron un telegrama… Pero desgraciadamente lo recibió mi tía, viuda desde hace treinta años y que no trata, de la mañana a la noche, sino con hombres de Dios[4] y gente por el estilo… No es monja, pero peor que si lo fuera. El telegrama la asustó, así que lo llevó al puesto de policía, donde aún continúa. Sólo me he informado de lo sucedido por una carta de Basilio Vasilievich Koniev, quien me lo cuenta todo, incluso que por la noche, mi hermano cortó un paño mortuorio de brocado de trencillas de oro, que adornaba el ataúd de mi padre, diciendo: «Esto vale su dinero». ¡Si quiero, me basta con eso para enviarle a Siberia, porque es un robo sacrílego! ¿Qué opinas tú, espantapájaros? —añadió, dirigiéndose al funcionario—. ¿Cómo califica la ley ese acto? ¿De robo sacrílego?
  —Sí: de robo sacrílego —confirmó el empleado.
  —¿Y se envía a Siberia a los culpables de ese crimen?
  —¡A Siberia, sí! ¡A Siberia inmediatamente!
  —En casa me creen enfermo aún —prosiguió Rogochin dirigiéndose al príncipe otra vez—. Pero yo he tomado el tren sin decir nada a nadie y, aunque mal de salud todavía, dentro de un rato estaré en San Petersburgo. ¡Cuánto se sorprenderá mi hermano Semen Semenovich al verme llegar! ¡El que, como bien sé, fue quien indispuso a mi padre contra mí! Aunque, a decir verdad, éste ya estaba irritado conmigo por lo de Nastasia Filipovna. En ese caso, desde luego, la culpa fue mía.
  —¿Nastasia Filipovna? —preguntó el empleado, con aire servil y, al parecer, reflexionando intensamente.
  —¡Si no la conoces! —exclamó Rogochin, con impaciencia.
  —¡Si! ¡La conozco! —exclamó, con aire triunfante, el señor granujiento.
  —¡Claro! ¡Hay tantas Nastasias Filipovnas en el mundo! Eres un solemne animal, permíteme que te lo diga. ¡Ya sabía yo que este bestia acabaría queriendo pegarse a mí! —añadió Rogochin, hablando a Michkin.
  —¡Bien puede ser que la conozca! —replicó el empleado—. ¡Lebediev sabe muchas cosas! Podrá usted injuriarme cuanto quiera, excelencia, pero ¿y si le pruebo que digo la verdad? Esa Nastasia Filipovna por cuya culpa le ha golpeado su padre, se apellida Barachkov, y es una señora distinguida y hasta, en su estilo, una verdadera princesa. Mantiene íntimas relaciones con Atanasio Ivanovich Totzky y no tiene otro amante que él. Totzky es un poderoso capitalista, con mucho dinero y muchas propiedades, accionista de varias compañías y empresas y por esta razón muy amigo del general Epanchin.
  —¡Diablo! ¡La conoce de verdad! —exclamó Rogochin, realmente sorprendido—. ¿Cómo puedes conocerla?
  —¡Lebediev lo sabe todo! ¡Lebediev no ignora nada! He andado mucho con Alejandro Lichachevich cuando éste acababa de perder a su padre. ¡No sabía dar un paso sin mí! Ahora está preso por deudas; mas yo en aquel tiempo conocí a todas aquellas mujeres: Arrancia y Coralia, y la princesa Patzky, y Nastasia Filipovna, y muchas otras.
  —¿Es posible que Lichachevich y Nastasia Filipovna…? —preguntó Rogochin lanzando una mirada de cólera al empleado. Y sus labios se convulsionaron y palidecieron.
  —¡No, no, nada! —se apresuró a contestar Lebediev—. Él le ofrecía sumas enormes, pero no pudo conseguir absolutamente nada… No es como Amancia. Su único amigo íntimo es Totzky. Por las noches puede vérsela siempre en su palco en el Gran Teatro o en el Teatro Francés. Y la gente hablará de ella lo que quiera, pero nadie puede probarle nada. Se la señala y se dice: «Mirad a Nastasia Filipovna»; pero nada más, porque nada hay que decir.
  —Así es, en efecto —convino Rogochin, con aire sombrío—; eso concuerda con lo que me contó hace tiempo Zaliochev. Un día, príncipe, yo cruzaba la Perspectiva Nevsky vestido con un gabán viejo que mi padre había retirado hacía tres temporadas. Ella salía de un comercio y subió al coche. En el acto sentí que me atravesaba el alma un dardo de fuego. A poco encontré a Zaliochev. No vestía como yo, sino con elegancia, y llevaba un monóculo aplicado al ojo. En cambio yo, en casa de mi padre, usaba botas enceradas y comía potaje de vigilia. «Esa no es de tu clase —me dijo mi amigo—: es una princesa. Se llama Nastasia Filipovna Barachkov y vive con Totzky. Él ahora, quisiera desembarazarse de ella a toda costa, porque, a pesar de sus cincuenta y cinco años, tiene entre ceja y ceja el propósito de casarse con la beldad más célebre de San Petersburgo». Zaliochev añadió que si yo iba aquella noche a los bailes del Gran Teatro podría ver en un palco a Nastasia Filipovna. Entre nosotros, le diré que ir a ver una sesión de baile significaba para mí correr el riesgo de ser molido a golpes por mi padre. No obstante, burlando su vigilancia, pasé una hora en el teatro, volví a ver a Nastasia Filipovna y no pude dormir en toda la noche. Por la mañana, mi difunto padre me entregó dos títulos al cinco por ciento de cinco mil rublos cada uno. «Vete a venderlos —dijo—, pasa por casa de los Andreiev, liquídales una cuenta de siete mil quinientos rublos que tengo con ellos y tráeme el resto del dinero. No te entretengas en el camino, que te aguardo». Negocié los títulos, pero en vez de ir a casa de Andreiev entré en el Bazar Inglés y compré unos pendientes de diamantes, cada uno casi tan grueso como ruta avellana. Como el precio excedía en cuatrocientos rublos el dinero que yo llevaba, di mi nombre y el comerciante me abrió, crédito por la diferencia. Tras esto, fui a ver a Zaliochev. «Acompáñame a casa de Nastasia Filipovna», le dije. Y fuimos. No sé, ni recuerdo, lo que había ante mí, ni a mi lado, ni bajo mis pies. Entrarnos en una sala y ella salió a recibirnos. Yo no di mi nombre: fue Zaliochev quien tomó la palabra. «Sírvase aceptarlos en nombre de Parfen Rogochin, en recuerdo del encuentro de ayer tarde», dijo. Ella abrió el estuche, miró los pendientes y sonrió: «Agradezca a su amigo Rogochin su amable atención», repuso. Y, haciéndonos una reverencia, se apartó. ¿Por qué no caería yo muerto en aquel instante? Si me había decidido a hacer la visita, era porque, en verdad, no esperaba volver vivo de ella. Lo que más me mortificaba de todo era ver que aquel animal de Zaliochev se había arreglado para atribuirse el mérito a sí mismo, en cierto modo. Yo, bajo de estatura como soy y mal vestido como iba, guardaba un silencio lleno de turbación, y me limitaba a contemplar a aquella mujer abriendo mucho los ojos, mientras él, ataviado con elegancia, los cabellos rizados y llenos de cosmético, muy sonrosada la cara, el lazo de la corbata impecable, mostraba una desenvoltura de hombre de mundo, y todo se volvía inclinaciones y gracias. ¡Estoy seguro de que ella le tomó por mí! Cuando salimos le dije: «Ahora no vaya a ocurrírsete cualquier insolencia respecto a Nastasia Filipovna. ¿Comprendes?». El, riendo, repuso: «¿Cómo te las compondrás para arreglar tus cuentas con Semen Parfenovich?». Yo sentía tanto deseo de volver a casa como de tirarme al agua, pero me dije: «Sea lo que quiera. ¿Qué me importa?». Y regresé a casa como un alma en pena.
  —¡Oh! —exclamó el empleado, estremeciéndose con positivo espanto—. ¿No sabe —añadió, dirigiéndose al príncipe— que el difunto Semen Parfenovich era capaz de matar a un hombre por diez rublos? ¡Figúrese de lo que sería capaz por diez mil!
  Michkin miraba con curiosidad a Rogochin, que parecía haber palidecido en aquel momento más aún.
  —¿Matar a un hombre? —dijo Rogochin—. ¡Qué sabes tú de eso! ¡Peor aún! —Y, volviéndose a Michkin, continuó—: Mi padre no tardó en averiguar lo ocurrido, ya que Zaliochev lo iba contando a todos. El viejo me hizo subir al piso alto de casa. Allí se encerró conmigo y me golpeó durante una hora seguida. «Esto es sólo el prólogo —me aseguró—. Antes de acostarme volveré a darte las buenas noches». ¿Y sabe lo que hizo luego? Pues aquel hombre de cabellos blancos visitó a Nastasia Filipovna y se inclinó hasta el suelo delante de ella, suplicándole y llorando. Al fin ella buscó el estuche y se lo tiró a la cara. «Toma, viejo barbudo —le dijo—. Ahí van tus pendientes, pero ahora que sé lo que Parfen Semenovich hizo para regalármelos, tienen diez veces más valor a mis ojos. Saluda a tu hijo y dale las gracias en mi nombre». Entretanto, yo, con permiso de mi madre, pedí veinte rublos prestados a Sergio Protuchin y me fui a Pskov. Llegué tiritando de fiebre. Allí, las viejas de casa de mi tía comenzaron a leerme el Santoral. Cansado, me dediqué a gastar en bebida los restos de mi dinero. Invertí hasta mi último groch en una taberna, y al salir mortalmente borracho caí al suelo y allí pasé la noche. Por la mañana amanecí delirando, y costó mucho trabajo volverme a la razón. Pasé unos días muy malos, se lo aseguro.
  —Vamos, vamos —dijo jovialmente el funcionario, frotándose las manos—, ahora ya verá cómo Nastasia Filipovna canta otra canción. ¿Qué importan aquellos pendientes? ¡Ya le regalaremos otros!
  —¡Si vuelves a mencionar a Nastasia Filipovna, te daré de latigazos por muy amigo que seas de Alejandro Lichachevich! —gritó Rogochin, asiendo con violencia el brazo de Lebediev.
  —Si me das de latigazos, eso quiere decir que no me rechazas. ¡Anda, dame de latigazos! ¡No lo tomo a mal! Cuando se azota a alguien, se pone el sello a… ¡Ea, al fin ya llegamos!
  El tren, en efecto, entraba en la estación. Aunque Rogochin había hablado de una marcha en secreto, varios individuos le esperaban. Al verle, comenzaron a gritar y a agitar sus gorros en el aire.
  —¡También está con ellos Zaliochev! —exclamó Rogochin, mirándoles con sonrisa entre maligna y orgullosa. Luego se dirigió repentinamente a Michkin—: Te he tomado afecto no sé cómo, príncipe. Quizá por haberte encontrado en este momento. Sin embargo, también he encontrado a ése —agregó, indicando a Lebediev—, y no me ha despertado simpatía alguna. Ven a verme, príncipe. Te quitaré esas polainas y te regalaré una pelliza de marta de primera calidad. Además mandaré que te hagan un magnífico frac, con chaleco blanco o del color que te guste. Luego te llenaré los bolsillos de dinero… e iremos a ver a Nastasia Filipovna. ¿Vendrás?
  —Atiéndale, príncipe León Nicolaievich —dijo el empleado, con solemnidad—. ¡No deje escapar tan buena ocasión!
  El príncipe Michkin se incorporó, tendió cortésmente la mano a Rogochin y le dijo con la mayor cordialidad:
  —Iré a verle con el mayor placer y aprecio mucho la amistad que me testimonia. Quizá vaya a visitarle hoy mismo. Me ha simpatizado mucho, sobre todo cuando nos ha contado esa historia de los pendientes. Pero ya me agradaba usted antes, a pesar de su aspecto sombrío. Le agradezco la pelliza y los vestidos que me ofrece, porque pronto, en efecto, lo necesitaré todo. En este momento apenas poseo un kopec.
  —Ven, ven y tendrás dinero esta misma tarde.
  —Lo tendrá —repitió el empleado, como un eco—. ¡Lo tendrá esta misma tarde!
  —Dime, príncipe; ¿te gustan las mujeres? ¡Dímelo en seguida!
  —No… Yo, ¿comprende?… En fin, quizá usted lo ignore, pero el caso es que yo, como consecuencia de mi enfermedad congénita, no puedo tratar íntimamente a las mujeres.
  —En ese caso —exclamó Rogochin— eres un verdadero hombre de Dios. Dios ama a los seres así.
  —Sí: el Señor Dios los ama —aseguró el empleado a su vez.
  —Anda, moscón, acompáñame —dijo Rogochin a Lebediev.
  Todos descendieron del carruaje. Lebediev había conseguido al fin su propósito. El ruidoso grupo partió en dirección a la Perspectiva Voznesensky. Michkin debía dirigirse a la Litinaya. El tiempo era húmedo. El príncipe preguntó a los transeúntes el camino a seguir y cuando supo que debía recorrer tres verstas, resolvió tomar un coche de alquiler.

lunes, 27 de julio de 2015

I. LA COSIFICACIÓN DEL HOMBRE. Sabato E.


El escritor y sus fantasmas.
 I. LA COSIFICACIÓN DEL HOMBRE

En la época en que estudié las ciencias físico-matemáticas me interesó particularmente la figura enigmática de Leonardo, por parecerme que en ese genio se daba con curiosa ambigüedad el desgarramiento del hombre que decide pasar de las tinieblas a la luz, del mundo nocturnal de los sueños al universo de las ideas claras, de la metafísica a la física. Su drama me llevó a indagar los orígenes de la ciencia positiva en Italia, y así encontré que coincidían con la aparición de la clase mercantil en las comunas: el dinero y la razón habían surgido con la misma simultánea potencia, echando las bases de lo que con el tiempo sería este mundo cuantificado que se derrumba ahora ante nuestros ojos.
Durante los años que viví el mundo matemático pude llegar hasta sus más admirables construcciones mentales: la teoría de la relatividad, la teoría de los cuantos; encontrando al fin que esas construcciones eran tan admirables como abstractas, y completamente inútiles para la solución de las inquietudes existenciales más profundas. Y así comencé a ver que el hombre debía volver a ese género de concreten que el arte daba de manera ejemplar. Es superfluo advertir que no pretendía yo encontrar la clave del magno problema de nuestra época: sufría en carne propia la vivencia de ese mundo cosificado y abstracto producido por la ciencia moderna y que tiene en esa misma ciencia su más alto (pero también su más pérfido) paradigma.
Culminó este proceso personal por el tiempo en que me hallaba trabajando en el Laboratorio Curie. Al volver a la Argentina comencé a escribir una especie de balance de mis experiencias espirituales y lo publiqué en 1945 con el título de Uno y el Universo; librito que ahora considero con tierna ironía, pues advierto cuánto todavía quedaba en mi conciencia del universo que estaba queriendo repudiar. Pero como las energías que se mueven por debajo de la conciencia son las más visionarias, al mismo tiempo que escribía estos ensayos en buena parte equivocados, la auténtica rebelión comenzaba en una novela titulada La Fuente Muda. Esa ficción quedó, sin embargo, inconclusa, y sólo publiqué algunos capítulos muchos años más tarde; pero sus gérmenes iban a desarrollarse en El Túnel y finalmente en Sobre Héroes y Tumbas. No obstante, el embate de mis obsesiones interiores contra la conciencia prosiguió también en el plano más lúcido y adquirió más cabal expresión en Hombres y Engranajes, En este ensayo intenté explicarme por primera vez el drama del hombre que se debate en el universo abstracto, y el porqué del arte como rebelión y expresión. Era, una vez más, un intento de explicitarme yo mismo cuestiones que me angustiaban; un intento de investigar mi propia incursión en la ciencia y, por último, mi propia fuga o deserción hacia el continente (oscuro y dudoso) de la literatura novelística. Al releer ahora aquel libro, que después de la segunda edición me negué a reeditar por creerlo demasiado imperfecto, confirmo que contenía algo de verdad y mucho de exageración; quizá por esa irremediable tendencia pasional que me lleva mucho más allá de lo que razonablemente debería hacer si me limitase a las escuetas ideas puras. Ahora intento rescatar lo que en aquel ensayo había de justo, la idea central del arte contemporáneo como rebelión del hombre contra un universo abstracto. Despojándola de todo lo que allí era adventicio, es lo que ahora expongo en esta especie de esquema o mapa, sobre el cual luego haré una serie de variaciones.
De la palabra romanticismo pueden considerarse muchos significados, algunos hasta contradictorios. Pero en este ensayo le daremos su sentido primigenio, porque es el más profundo y el de mayor alcance. Su origen es la palabra romance, que designaba la novela en que se enaltecía a los hidalgos arrollados por la civilización mercantil.
Desde este punto de vista, el «romanticismo» es la primera rebelión contra la mentalidad utilitaria de la razón, el dinero y la máquina; es el rechazo de una sociedad vulgar y sórdida; una especie de misticismo profano que defiende los derechos de la emoción, la fe, la fantasía. Así, desde sus mismos orígenes, la novela es la expresión por antonomasia del espíritu romántico; y no es exagerado buscar en ella los fundamentos y la expresión más vital de este levantamiento del hombre contemporáneo. Si el fenómeno no siempre resulta nítido es porque también la novelística llegó a presentarse con los atributos prestigiosos de la mentalidad combatida (Balzac, Zola), porque no se puede combatir contra un enemigo poderoso y pertinaz sin terminar de parecerse a él; hasta que el triunfo del nuevo espíritu permitió liberarse de ese caballo de Troya, para dar por fin el gran testimonio de la condición humana en la crisis final de la civilización tecnolátrica. Motivo por el cual, y al revés de lo que piensan algunos ensayistas y filósofos, no sólo la novela del siglo XX no está en decadencia sino que representa la época más fértil, compleja, profunda y trascendente de la novelística entera.
El Renacimiento produjo tres paradojas: fue un movimiento individualista que condujo a la masificación; fue un movimiento naturalista que terminó en la máquina; y, en fin, fue un humanismo que desembocó en la deshumanización.
Y ese proceso fue promovido por dos potencias dinámicas y amorales: el dinero y la razón. Con su ayuda, el hombre conquistó el poder secular, pero (y ahí está la raíz de esa triple paradoja) la conquista se hizo a costa de la abstracción, desde la palanca hasta el logaritmo, desde el lingote de oro hasta el clearing, la historia del creciente dominio sobre el universo ha sido la historia de sucesivas y cada vez más vastas abstracciones. La economía moderna y la ciencia positiva son las dos caras de una misma realidad desposeída de atributos concretos, de una fantasmagoría matemática de la que también, y esto es lo más terrible, forma parte el hombre; pero no el hombre concreto sino el hombre-masa, ese extraño ser que aún mantiene su aspecto humano pero que en rigor es el engranaje de una gigantesca maquinaria anónima.
Este es el final contradictorio de aquel semidiós que proclamó su individualidad en los albores del Renacimiento, de aquel ser que se lanzó a la conquista de las cosas: ignoraba que él mismo sería convertido en cosa.
Penetrantes espíritus como Dostoievsky, Kierkegaard y Nietzsche intuyeron que algo trágico se estaba gestando en medio del optimismo universal, pero la Gran Maquinaria era ya demasiado poderosa para que pudiera ser detenida. Hasta que en nuestros días ya el mismo hombre de la calle siente que vive en un mundo incomprensible, cuyos objetivos desconoce y cuyos Amos, invisibles y crueles, lo manejan. Mejor que nadie, Franz Kafka expresó este desconcierto y este desamparo del hombre contemporáneo en un universo duro y enigmático.
No es mi propósito examinar las causas que produjeron hacia el siglo XII el despertar del hombre medieval. Lo que aquí me interesa es señalar cómo ese despertar a un mundo externo dominado por el dinero y la razón llevaría hasta esta realidad abstracta de nuestro tiempo. La primera Cruzada, la Cruzada por antono-masía, fue la obra de la fe cristiana y del espíritu aventurero de un mundo caballeresco, un hecho romántico ajeno a la idea de lucro. Pero la historia es tortuosa y era el destino de este ejército señorial servir casi exclusivamente al resurgimiento mercantil de Europa: no se conservaron ni el Santo Sepulcro ni Constantinopla, pero se reabrieron las rutas comerciales con el Oriente, se promovió el lujo y la riqueza, se crearon las condiciones para el ocio y la meditación profana. Así comenzó el poderío de las comunas italianas y de la nueva clase. Durante los siglos XII y XIII esa clase triunfa por todos lados. Sus luchas y su ascenso provocaron transformaciones de tan largo alcance que todavía hoy sufrimos sus últimas consecuencias. Ya que nuestra crisis es la reducción al absurdo de la irrupción de aquella mentalidad mercantil.
Al despertar del largo ensueño medieval, el hombre redescubre el mundo externo: su concepto de la realidad va a cambiar radicalmente. Los artistas redescubren el paisaje y el cuerpo del hombre, y en el redescubrimiento del desnudo influyen por igual el nuevo espíritu naturalista y el sentimiento igualitario de la nueva clase; porque el desnudo, como la muerte, es democrático.
La primera actitud del hombre hacia la naturaleza es de candoroso amor, tal como en San Francisco. Pero observa Max Scheler que amar y dominar son dos actitudes concomitantes, y a ese amor desinteresado y panteísta sigue muy pronto el deseo de dominación que caracterizará al hombre moderno. De este deseo nace la ciencia positiva, que ya no es mero conocimiento contemplativo sino el instrumento que la nueva y utilitaria clase crea para la dominación del mundo. Actitud arrogante que termina con la hegemonía teológica, libera a la filosofía y enfrenta a la ciencia con el libro sagrado.
El hombre secularizado —animal instrumentificum— lanza finalmente la máquina contra la naturaleza, para conquistarla. Pero la máquina terminará dominando a su creador.
El fundamento del mundo feudal era la tierra, y eso corresponde a una sociedad estática y conservadora. El fundamento del mundo moderno es la dudad, que caracteriza a una sociedad dinámica y liberal, porque la ciudad está regida por el dinero y la razón, fuerzas móviles e inquietas por excelencia.
Y así como el mundo feudal era cualitativo, éste es cuantitativo. Allá el tiempo no se medía, se vivía en términos de eternidad y en el transcurso natural del despertar y el descanso, del apetito y el comer, del amor y el crecimiento de los hijos: el pulso de la eternidad. Tampoco se medía el espacio, y las dimensiones de los iconos eran expresión de jerarquía, no de distancia ni de perspectiva.
Pero cuando irrumpe la mentalidad utilitaria, todo se cuantifica. En una sociedad en que el transcurso del tiempo multiplica los ducados, en que «el tiempo es oro», es inevitable que se lo mida, y que se lo mida cuidadosamente: desde el siglo XIV los relojes mecánicos invaden Europa y el tiempo empieza a convertirse en una entidad abstracta y objetiva, numéricamente divisible. Y habrá que llegar hasta la novela actual para que el viejo tiempo existencial sea recuperado por el hombre.
El espacio también se cuantifica. La empresa que fleta un barco cargado de valiosas mercancías no puede confiar en esos dibujos de una ecumene adornada por grifos y sirenas: necesita cartógrafos, no soñadores. El artillero que debe atacar una plaza fuerte necesita que el matemático le calcule exactamente el ángulo de tiro. El ingeniero que construye canales y diques, máquinas de hilar y de tejer, bombas para las minas; el constructor de barcos, el cambista, todos tienen necesidad de matemáticas. Como el artista de aquella época es también el artesano y a veces el ingeniero, es inevitable que lleve al arte sus preocupaciones y descubrimientos técnicos. Piero della Francesca, inventor de la geometría descriptiva, introduce la perspectiva en la pintura.
Así también aparece la proporción. El intercambio comercial con el Oriente facilita el retorno de las ideas pitagóricas, y el misticismo numerológico celebra un matrimonio de conveniencia con el de los florines. Nada muestra mejor el espíritu de aquel tiempo que la obra de Luca Pacioli, donde encontramos desde consideraciones místicas sobre las proporciones del cuerpo humano hasta las leyes de la contabilidad por partida doble.
He aquí, pues, al hombre moderno. Conoce las fuerzas que gobiernan el mundo, las pone a su servicio, es el dios de la tierra. Sus armas son el oro y la inteligencia, su procedimiento es el cálculo, su realidad la del mundo objetivo. A estos ingenieros no les interesa la Causa Primera: el saber técnico toma el lugar de la metafísica, la eficacia y la precisión reemplazan la angustia religiosa. Y esta mentalidad se extiende en todas direcciones: empieza por dominar la navegación, la arquitectura y la industria; con las armas de fuego invade el arte de la guerra, desvalorizando la lanza y la espada del caballero; a la bravura individual del señor a caballo sucede la eficacia del ejército mercenario; y finalmente entra en la política con Maquiavelo, ese ingeniero del poder estatal. Se impone una concepción que no reconoce el honor, ni los derechos de la sangre, ni la tradición. El poder es el ídolo máximo y no hay fuerzas que puedan impedir el dominio del hombre. El ingeniero Leonardo, inclinado sobre el pecho abierto de un cadáver, busca el secreto de la vida, quiere saber cómo funciona ese misterioso mecanismo y escribe en su diario: Voglio far miracoli!
A partir del descubrimiento de América, la acción combinada del capital y la ciencia abarcará al mundo entero. Con vértigo creciente, al cabo de cuatro siglos, el planeta es convertido por las buenas o por las malas a la nueva concepción del mundo. No a pesar de su abstracción sino precisamente por ella. La idea de que el poder está unido a la fuerza física y a la materia es la creencia de las personas sin imaginación. Para ellos, una cachiporra es más eficaz que un logaritmo, un lingote de oro más valioso que una letra de cambio; cuando en verdad el imperio del hombre se multiplicó desde que los astutos italianos empezaron a reemplazar las cachiporras por los logaritmos y los lingotes por las letras de cambio. Una ley científica aumenta su dominio al abarcar más hechos, pero al generalizarse se vuelve más abstracta, porque lo concreto se pierde con lo particular: la teoría de Einstein es más poderosa que la de Newton porque rige sobre un territorio más vasto, pero por eso mismo es más abstracta; sobre el hallazgo de Newton todavía se pueden referir anécdotas populares con manzanas, aunque sean apócrifas; sobre la de Einstein ya nada puede comentar el pueblo, pues sus geodésicas están demasiado lejos de sus intuiciones cotidianas y carnales. Del mismo modo, la potencia de un bolsista que especula con un trigo que jamás ha visto es infinitamente más grande que la del campesino que lo cultiva y que puede reconocerlo en la oscuridad hasta por el olor.
No debe sorprender, por otra parte, que el capitalismo esté vinculado a la abstracción, pues no nace de la industria sino del comercio; no del artesano, que es rutinario y concreto, sino del mercader aventurero, que es imaginativo y dinámico. La industria produce cosas, mientras que el comercio las intercambia; y el intercambio tiene en germen la abstracción, ya que identifica mediante el despojo de sus atributos concretos. El hombre que cambia una oveja por un saco de harina realiza una operación muy abstracta, no importa las necesidades físicas que lo lleven a ese intercambio; lo decisivo es que es posible merced a un acto de abstracción, a una especie de igualación matemática; y ambos objetos se intercambian no a pesar de sus diferencias sino a causa de ellas, ya que sólo un loco cambiaría un saco de harina por otro idéntico. Y es probable, dicho sea de paso, que la aptitud del pueblo judío para la abstracción (tiene más matemáticos que pintores) pueda haber surgido por la forzada movilidad a partir de la Diaspora, y por su correlativa inclinación hacia el comercio y el intercambio.
Frente a la infinita riqueza del mundo material, los fundadores de la ciencia positiva seleccionaron los atributos cuantificables: la masa, el peso, la forma, la posición, la velocidad. Llegando así al convencimiento de que «la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos». Cuando lo que estaba escrito en caracteres matemáticos no era la naturaleza sino… la estructura matemática de la naturaleza. Perogrullada tan ingeniosa como la de afirmar que el esqueleto del hombre tiene caracteres esqueléticos. No era, pues, la rica naturaleza lo que estos científicos arrogantes expresaban con sus fórmulas, sino apenas su fantasma pitagórico. Y lo que de este modo nos hacían conocer de la realidad era más o menos lo que un extranjero puede conocer de París examinando su mapa y su guía telefónica.
La raíz de esta falacia reside en que nuestra civilización está construida y dominada por la cantidad, habiendo terminado por creer que lo real es lo cuantificable, siendo lo demás engañosa ilusión de nuestros sentidos. El poeta nos dice:
 El aire el huerto orea
y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y el cetro pone olvido.

Pero el análisis científico es deprimente: como los hombres que ingresan en una penitenciaría, las sensaciones se convierten en números: el verde de los árboles ocupa una banda del espectro luminoso medida en unidades Armstrong; el manso ruido es captado por micrófonos y descompuesto en un conjunto de ondas puras caracterizadas por un número de vibraciones; en cuanto al olvido del oro y del cetro queda fuera de la jurisdicción de la ciencia, precisamente porque pertenece a un mundo de valores que la ciencia ignora. Un geómetra que rechazara el teorema de Pitágoras por considerarlo perverso o feo tendría más probabilidades de ser internado en un manicomio que de ser admitido en un congreso de matemáticos. Tampoco tiene sentido que alguien diga «tengo profunda fe en el principio de conservación de la energía»; muchos cientistas han hecho afirmaciones de este género, pero a causa de que construyen la ciencia como simples seres humanos, con sus sentimientos y pasiones, no como estrictos y rigurosos hombres de ciencia. En la elaboración de la ciencia el individuo opera con esa intrincada mezcla de ideas puras, sentimientos y prejuicios que caracteriza su condición terrenal; investiga acicateado por placer, por curiosidad, por ansias de grandeza, guiado por preconceptos éticos o estéticos, por empecinamiento o por ese vanidoso amor a sí mismo que muchas veces suele disfrazarse con la denominación de Amor a la Humanidad. Pero ninguno de esos vicios meramente humanos del modus operandi tienen que ver con la ciencia hecha. Bruno fue quemado por emitir exaltadas frases en favor de la infinitud del universo, y es admisible que haya sufrido el suplicio en tanto que místico o poeta; pero sería penoso que haya creído sufrirlo en su condición de dentista, porque en tal caso habría muerto por una frase fuera de lugar. Su muerte pertenece a la Historia de las Persecuciones y hasta a la Historia de la Ciencia: no a la Ciencia misma.
De este modo, el mundo de los árboles y de las flores, el apasionante mundo de los seres humanos, se fue convirtiendo en un helado universo de sinusoides, letras griegas y ondas de probabilidad. Y, lo que es peor, nada más que en eso. Cualquier consecuente hombre de ciencia se negará a hacer consideraciones sobre lo que podría haber más allá de la estructura matemática, pues si lo hace se convertiría en religioso, metafísico o poeta. La ciencia estricta es ajena a lo que es más valioso para nosotros: las emociones, las vivencias de belleza o de justicia, las angustias frente a la soledad o a la muerte. Si el universo científico fuera el único verdadero, no sólo sería ilusorio un paisaje soñado sino un paisaje de la vigilia; o al menos lo que en ese paisaje nos emociona.
A lo largo de los siglos XVIII y XIX se propagó, finalmente, la superstición de la ciencia, fenómeno bastante curioso dada la índole de la ciencia: algo así como la superstición de que no se debe ser supersticioso. Pero era inevitable. La ciencia se había convertido en una nueva magia y el hombre de la calle empezó a creer tanto más en ella cuanto menos iba comprendiéndola. El avance de la técnica originó el dogma del Progreso General e ilimitado, la doctrina del better and bigger. Las tinieblas retrocederían ante el avance de la luz científica. En el siglo XIX el entusiasmo llegó al colmo: por un lado la electricidad y la máquina de vapor, por el otro la doctrina de Darwin, que venía a confirmar en escala cósmica la doctrina del Progreso. Al Hombre Futuro le esperaba, pues, un porvenir más brillante y los Grandes Inventos no sólo asegurarían una mayor iluminación por metro cuadrado sino también una humanidad más sana, más hermosa y más buena. Comte, inventor de la palabra altruismo, sostuvo que las guerras se harían menos frecuentes y que la industria aseguraría la paz y la felicidad universal. En cuanto al ingeniero Spencer, imaginó un sistema en que a partir de la nebulosa primitiva, mediante la Evolución, se llegaba a las instituciones más perfectas.
Estados Unidos, resultado directo y puro de la expansión del calvinismo capitalista, levantó desde la nada ciudades que tuvieron el sello inicial de la cantidad y la ciencia, hasta el punto de numerar sus calles, Llegaría a ser el país de la fabricación en serie, de la diversión en serie y del asesinato en serie; pues hasta las románticas bandas sicilianas se convirtieron en sindicatos capitalistas de la muerte. Hombres que habitan en «máquinas de vivir» (ese candoroso ideal de Le Corbusier), en ciudades dominadas por el tubo electrónico, inventan la cibernética, que es algo así como la fisiología de los robots. Y ya no sólo se miden los colores y los olores sino los sentimientos y pasiones, medidas que una vez tabuladas son puestas al servicio de la Industria y el Comercio: el poder del hombre, el amor a los hijos, la cordialidad y el sexo, medidos entre o y 10 gracias a la Estadística, sirven para que los técnicos de la venta preparen Anuncios de Máxima Eficacia.
Los medios se transforman en fines. El reloj, que surgió para ayudar a este hombre moderno, se convierte en un instrumento para torturarlo. Antes, cuando se sentía hambre, se lo consultaba para ver qué hora era; ahora se lo consulta para saber si se tiene hambre.
Los doctrinarios del Progreso habían imaginado que la humanidad avanzaría de la Oscuridad hacia la Luz, de la Ignorancia al Conocimiento. Pero la realidad resultó más complicada, y si esa previsión, fue acertada para la humanidad como un todo no lo fue para el individuo. A medida que la ciencia avanzó hacia la universalidad se alejó hacia la abstracción, alejándose así cada vez más del hombre concreto y de sus intuiciones cotidianas. Su lenguaje se creó a impulsos de sus necesidades más urgentes, nombraba sus utensilios y sus muebles, se refería a sus sentimientos y enfermedades, señalaba las vicisitudes de su vida y el tránsito liada la muerte. Pero a medida que la ciencia avanzó hada lo infinitamente grande y hacia lo infinitamente pequeño, esas palabras resultaron inaptas para los nuevos y misteriosos entes. La razón, motor de la ciencia, desencadenó así una nueva fe irracional, pues el hombre medio, incapaz de comprender el mudo e imponente desfile de los símbolos abstractos, suplantó la comprensión por la admiración. Y apareció el fetichismo de la nueva magia. Porque sus iniciados tenían además el poder, y un poder tanto más temible cuanto más incomprensible: de las esotéricas ecuaciones, el especialista desciende hasta las armas más terribles. Y el pobre diablo de la calle vive subyugado por el nuevo mito, retornando a la ignorancia después de un breve tránsito por el siglo de las luces: ese siglo en que las marquesas podían hacer física. Ahora lo hacen enigmáticos sabios rodeados por alambradas de púas, equipos de vigilancia y ejércitos de espías. Se ha vuelto a una nueva ignorancia, pero a una ignorancia infinitamente más rica y más vasta, porque no es el negativo de la ciencia de un Aristóteles sino de los conocimientos reunidos de un Einstein, de un Husserl y de un Freud. Y mientras más imponente es la torre del conocimiento y más temible el poder allí guardado, más insignificante va siendo ese hombrecito de la calle, más incierta su soledad, más oscuro su destino en la gran civilización tecnolátrica.
Así como la ciencia condujo a un fantasma matemático de la realidad, el capitalismo condujo a una sociedad de hombres-cosas.
Y del mismo modo que la ciencia termina por considerar meras ilusiones las cualidades «secundarias», en el Superestado los rasgos individuales se convierten en atributos sin importancia: necesita hombres intercambiables, repuestos de maquinaria. Y, en el mejor de los casos, ya que es imposible suprimir esos rasgos sentimentales los estandardizará: colectivizará los deseos, masificará los instintos y gustos. Para eso dispone del periodismo, de la radio, del cine y de la televisión. Y al salir de las fábricas y de las oficinas, en que son esclavos de la máquina o del número, entran en el reino ilusorio creado por otras máquinas que fabrican sueños.
Aquí tenemos, pues, el final de la civilización renacentista, civilización tan poderosa que hasta ha terminado por moldear del mismo modo a los dos combatientes: al capitalismo de un lado y del otro a un comunismo masificado que ha terminado por parecerse a su adversario. La máquina y la ciencia, que orgullosamente el hombre había lanzado sobre el mundo para conquistarlo, ahora se ha vuelto contra él, dominándolo como a un objeto más: de sujeto se ha convertido en objeto, de espíritu en cosa. La ciencia y la máquina se fueron alejando hacia un olimpo matemático, dejando solo y desamparado al hombre que les dio vida. Triángulos y acero, logaritmos y electricidad, sinusoides y energía atómica edificaron por fin el Gran Engranaje del que los seres humanos acabaron por ser oscuras e impotentes piezas.
Hasta que estalla la guerra, que el hombre-cosa espera casi con alegría, porque la imagina liberación de su rutina, ignorando que también esta guerra es una empresa mecanizada. De la fábrica en que ejecuta un movimiento-tipo, o desde su anónimo puesto de burócrata en que maneja expedientes numerados, o desde el fondo de un laboratorio en que como modesto individuo kafkiano se pasa la vida midiendo placas espectrografías y apilando millares de cifras indiferentes, el hombre-cosa es incorporado con un número a un escuadrón, una compañía, un regimiento, una división, y un ejército también numerados. Y en el que un Estado Mayor, tan invisible como el Tribunal del proceso kafkiano, mueve las piezas de un monstruoso ajedrez, mediante la ayuda de mapas matemáticos, telémetros y relieves aerofotogramétricos. Guiado por radioteléfonos, el hombre-cosa avanza hacia posiciones marcadas con símbolos algebraicos y números. Y cuando muere por efecto de una bala anónima de un artillero que no ve ni conoce ni odia, es enterrado en un cementerio geométrico. Uno de entre ellos es colocado en una tumba simbólica, que recibe el significativo nombre de Tumba del Soldado Desconocido.
Que es como decir: Tumba del Hombre-Cosa.
La historia no se desarrolla como un proceso lineal sino como resultado de fuerzas contrapuestas, de antinomias que se repelen y mutuamente se fecundan. Ya se ha dicho que el Renacimiento engendra tres paradojas, pues del individualismo llevará a la masificación, del naturalismo a la máquina, y de la humanización a la deshumanización. Pero al conducir a esos resultados contradictorios, también conduce a la fortificación de las potencias que finalmente se levantarán contra la sociedad abstracta.
Esas potencias no salen de la nada: por el contrario, fueron las mismas que desataron el Renacimiento, son vencidas parcialmente por la realidad que engendran, luchan contra ella, parecen ahogarse y desaparecer, y finalmente se volverán con el mayor ímpetu desde las regiones oscuras adonde fueron reducidas.
Así, la afirmación provisoria y parcial de que el Renacimiento es un proceso de secularización no implica negar el misticismo de Savonarola o de Miguel Angel, sino al contrario. Una doctrina no traduce de manera unívoca una época, sino equívoca y hasta polémicamente. Al espíritu religioso de la Edad Media sucede el espíritu profano del Renacimiento, pero al asumir sus formas más extremas suscita la reacción mística de hombres como Savonarola. Artistas como Miguel Angel y Botticelli fueron conmovidos por la reacción, y no sólo no contradicen la profanidad de la época sino que son su consecuencia.
Por la misma razón es falso afirmar que este período es una vuelta a la antigüedad. La historia no retorna jamás. Lo que hay es una vuelta a ciertas características del espíritu antiguo en la medida en que había sido un espíritu ciudadano, el producto de una cultura de ciudad, una civilización. Pero las ciudades renacentistas eran ya muy distintas a las grecolatinas, y bastaría la sola existencia del cristianismo para diferenciarlas radicalmente. ¿Cómo sería posible comparar el «realismo» de Donatello con el realismo de un escultor pagano?
La importancia de la religión se advierte hasta en aquella actividad que, por su natunleza, más alejada parece. Este proceso es aleccionador para los «reflejistas», pues su compleja dialéctica muestra qué torpe es imaginar que una gran construcción del espíritu pueda ser el simple reflejo de fenómenos económicos o clasistas. Y en todo caso es ejemplar mostrar que la ciencia positiva no es la creación lisa y llana de una burguesía utilitaria, como pudiera inferirse del simple esquema que hemos esbozado hasta ahora. Esta compleja dialéctica puede sernos útil, mis tarde, para juzgar la relación entre el arte y la realidad de su tiempo. Veamos:
Durante la Edad Media, la Iglesia está caracterizada por los «ternas» del dogma y la abstracción, mientras la burguesía naciente aparece caracterizada por los temas opuestos de la libertad y el realismo. Entre los clérigos y los burgueses se sitúan los humanistas. El sentido naturalista y vivo del humanismo, frente a la aridez escolástica, lo hace un aliado de la burguesía: con su paganismo, conmueve los fundamentos de la Iglesia, es revolucionario, ayuda al ascenso de la nueva clase. Al otorgar a los escritos antiguos tanto valor como a las Escrituras, el cristianismo se hace irreconocible en estos hombres; la yuxtaposición de ambos cultos tenía que conducir a la indiferencia y finalmente al ataque de la moral cristiana y de las instituciones eclesiásticas. Pero, desde el momento en que el humanismo hace de la antigüedad una academia, en el momento en que hace de su culto un juego cortesano y exquisito, se vuelve conservador: técnicos como Leonardo, el hombre que mejor representa el espíritu de la modernidad, miran como charlatanes a esos señores que se pasaban discutiendo en la Academia, a esos pedantes que habían vuelto las espaldas al lenguaje popular para intentar la resurrección de una lengua muerta. De ese modo, el humanismo abandona los temas burgueses: de la libertad pasa al dogma de la antigüedad, de la revolución pasa a la reacción.
El burgués, por su parte» había insurgido como realista, preocupándose sólo por lo que tenía delante de las narices, desconfiando de toda clase de abstracciones. Pero con sólo palancas y ruedas no se hace la ciencia moderna: es necesario unir los hechos en un esquema racional y abstracto. Paradójicamente, se lo da la Iglesia. La faz técnica y utilitaria de la ciencia proviene de la burguesía, su faz teórica, la idea de una racionalidad del Universo (sin la cual ninguna ciencia es posible) proviene de la escolástica. De este modo, apenas la burguesía alcanza la etapa de la ciencia, hace suyo el tema de la abstracción, pero lo instrumenta a su modo, uniéndolo al saber utilitario, entrelazándolo con los poderes temporales de la máquina y el comercio; y, a través del número, al tema de la belleza y la proporción, que era característico del humanismo. Y así, en este fugaz reinado pitagórico, oímos la última parte de una compleja partitura, en que todos los temas iniciales aparecen complicados e imbricados, de modo que apenas puede distinguirse a Platón de Aristóteles, a las preocupaciones prácticas de las metafísicas, a la aridez escolástica de la intuición concreta.
Y esto no es todo: el proceso se complica por la coexistencia de dos mentalidades: la clásica y la romántica, lo apolíneo y lo dionisíaco.
Con el Renacimiento, un nuevo y tumultuoso entusiasmo irrumpe en Occidente. Este ímpetu dionisíaco explica la duplicidad de grandes creadores, una duplicidad que, como en el caso de Leonardo o Miguel Angel, es patética y neurótica. Son disputados por fuerzas contrarias, oscilan entre la magia y la ciencia, entre el deseo de violar el orden natural y la convicción (científica) de que el poder sólo puede obtenerse respetando ese orden. En uno de sus aforismos, Leonardo afirma que «la naturaleza no quebranta jamás sus leyes», pero en uno de sus arrebatos demiúrgicos grita: «¡quiero hacer milagros!».
La disociación entre lo eterno y lo perecedero es más profunda en los países germánicos, porque Italia era un país antiguo y el elemento pagano subyacía entre sus ruinas. La irrupción gótica es así la otra fuerza que complica la aparición de la modernidad, la que hará que el conflicto básico de nuestra civilización sea más dramático, conduciendo primero a la rebelión protestante y más tarde a la rebelión romántica y existencialista.
Fuente: Editorial Emecé.

domingo, 26 de julio de 2015

J.D. Salinger. Hemeroteca Literaria.


Un clásico de la literatura juvenil
25/07/15 | 15:03 | Por: Brenda Mireles
El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger, fue publicado en 1951, pero hoy en día sigue siendo una lectura obligada
 Un clásico de la literatura juvenil
El Exprés, SLP, notas relacionadas
El guardián entre el centeno, la obra más famosa de J.D. Salinger es, a la fecha, una de las novelas juveniles más populares. Desde su publicación, en 1951, ha logrado llegar a los 250 mil ejemplares vendidos cada año.

La historia se centra en el joven Holden Caulfield, quien tras ser expulsado de la preparatoria, decide marcharse por su cuenta. Así, recorre la ciudad de Nueva York entre bares y cuartos de hotel, a la vez que sus largos monólogos internos muestran la realidad de crecer, de los problemas familiares y los conflictos personales de la adolescencia.

A lo largo de la trama, se puede notar que Holden es un chico listo, ya que pese a reprobar en varias escuelas, es capaz de detectar rápidamente la personalidad de quienes lo rodean, aislándose de la mayoría por desconfiar de ellos. Destaca la relación que lleva con Phoebe, su hermana -una de las pocas personas a las que aprecia-, y contrasta con la actitud que muestra hacia sus padres, a quienes considera convencionales.

Esta novela ha sido fuertemente criticada por el lenguaje que usa el protagonista, el cual puede llegar a ser ofensivo, así como por las menciones a la prostitución, al tabaquismo y al consumo de alcohol. Hasta entonces, la adolescencia se mostraba como una etapa alegre y sin preocupaciones, por lo que un joven de 16 años que bebe y contrata prostitutas fue reprobado en ciertos sectores de la sociedad estadounidense.

Pese al escándalo que representó, la novela inspiró a grupos como The Offspring, Beastie Boys, Guns N’ Roses, Green Day, My Chemical Romance, Billy Joel y Jonas Brothers.

PARA ENTENDER MEJOR
Este libro también es recordado por influir en algunos asesinos de famosos: Mark David Chapman, el asesino de John Lennon; John Hinckley Jr., quien intentó matar al presidente Ronald Reagan, y Robert John Bardo, quien mató a la actriz Rebecca Schaeffer.

Todos ellos poseían un ejemplar y compartían una obsesión por Holden Caulfield

sábado, 25 de julio de 2015

Fedor Dostoievski Las noches blancas.


Relato publicado en 1848. Su acción se desarrolla a lo largo de cuatro noches y una mañana, durante un asombroso fenómeno que suele aparecer en ciudades como San Petersburgo en el solsticio de verano, época en la cual amanece temprano y el sol tarda más en ocultarse. Con esa circunstancia como inspiración, Dostoyevski elaboró una historia de perfil sentimental protagonizada por un solitario joven que, con frecuencia, imagina cómo será su vejez. Este personaje al que los lectores pueden conocer gracias a las descripciones de un narrador sin nombre, solía dar largos paseos por las calles de San Petersburgo. En ese ámbito, este muchacho que nunca había entablado una conversación con alguien del sexo opuesto conoce, en una oportunidad, a Nastenka, una adolescente que consigue cautivarlo. Entre ambos pronto surge un vínculo que los lleva a hablar de sus vidas y genera en el joven soñador una gran admiración que lo lleva a descubrirse como un hombre enamorado de forma platónica, pese a tener en claro que su flamante amiga está a la espera del hombre a quien ama, quien, tras rechazarle la propuesta de casamiento y permanecer ausente durante un año por motivos laborales, ha prometido regresar e ir a su encuentro.


 Fiódor Dostoyevski

Las noches blancas. El jugador. Un ladrón honrado
 LAS NOCHES BLANCAS
Novela sentimental (Recuerdos de un soñador)
¿O fue creadopara estar siquiera un momentoen las cercanías de tu corazón?
I. TURGENEV 

 Noche primera

Era una noche maravillosa, una de esas noches, amable lector, que quizá sólo existen en nuestros años mozos. El cielo estaba tan estrellado, tan luminoso, que mirándolo no podía uno menos de preguntarse: ¿pero es posible que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta gente atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amable lector, es también una pregunta de los años mozos, muy de los años mozos, pero Dios quiera que te la hagas a menudo. Hablando de gente atrabiliaria y por varios motivos caprichosa, debo recordar mi buena conducta durante todo ese día. Ya desde la mañana me atormentaba una extraña melancolía. Me pareció de pronto que a mí, hombre solitario, me abandonaba todo el mundo que todos me rehuían. Claro que tienes derecho a preguntar: ¿y quiénes son esos «todos»? Porque hace ya ocho años que vivo en Petersburgo y no he podido trabar conocimiento con nadie. ¿Pero qué falta me hace conocer a gente alguna? Porque aun sin ella, a mí todo Petersburgo me es conocido. He aquí por qué me pareció que todos me abandonaban cuando Petersburgo entero se levantó y salió acto seguido para el campo. Fue horrible quedarme solo. Durante tres días enteros recorrí la ciudad dominado por una profunda angustia, sin darme clara cuenta de lo que me pasaba. Fui a la perspectiva Nevski, fui a los jardines, me paseé por los muelles; pues bien, no vi ni una sola de las personas que solía encontrar durante el año en tal o cual lugar, a esta o aquella hora. Esas personas, por supuesto, no me conocen a mí, pero yo sí las conozco a ellas. Las conozco a fondo, casi me he aprendido de memoria sus fisonomías, me alegro cuando las veo alegres y me entristezco cuando las veo tristes. Estuve a punto de trabar amistad con un anciano a quien encontraba todos los días a la misma hora en la Fontanka. ¡Qué rostro tan impresionante, tan pensativo, el suyo! Caminaba murmurando continuamente y accionando con la mano izquierda, mientras que en la derecha blandía un bastón nudoso con puño de oro. Él también se percató de mí y me miraba con vivo interés. Estoy seguro de que se ponía triste si por ventura yo no pasaba a esa hora precisa por ese lugar de la Fontanka. He ahí por qué algunas veces estuvimos a punto de saludarnos, sobre todo cuando estábamos de buen humor. No hace mucho, cuando nos encontramos al cabo de tres días de no vernos, casi nos llevamos la mano al sombrero, pero afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo, bajamos el brazo y pasamos uno junto a otro con un gesto de simpatía. También las casas me son conocidas. Cuando voy por la calle parece que cada una de ellas me sale al encuentro, me mira con todas sus ventanas y casi me dice: «¡Hola! ¿Qué tal? Yo, gracias a Dios, voy bien, y en mayo me añaden un piso». O bien: «¿Cómo va esa salud? A mí mañana me ponen en reparaciones». O bien: «Estuve a punto de arder y me llevé un buen susto». Y así por el estilo. Entre ellas tengo mis preferidas, mis amigas íntimas. Una de ellas tiene la intención de ponerse en tratamiento este verano con un arquitecto. Iré de propósito a verla todos los días para que no la curen al buen tuntún. ¡Dios la proteja! Nunca olvidaré lo que me pasó con una casita preciosa pintada de rosa claro. Era una casita adorable, de piedra, y me miraba de un modo tan afable y observaba con tanto orgullo a sus desgarbadas vecinas que mi corazón se henchía de gozo cuando pasaba ante ella. Pero de repente, la semana pasada, cuando bajaba por la calle y eché una mirada a mi amiga, oí un grito de dolor: «¡Me van a pintar de amarillo!». ¡Malvados, bárbaros! No han perdonado nada, ni siquiera las columnas o las cornisas; y mi amiga se ha puesto amarilla como un canario. A mí casi me dio un ataque de ictericia con ese motivo. Y ésta es la hora en que no he tenido fuerzas para ir a ver a mi pobre amiga desdichada, teñida del color nacional del Imperio Celeste.
Así, pues, lector, ya ves de qué manera conozco todo Petersburgo.
Ya he dicho que durante tres días enteros me tuvo atormentado la inquietud hasta que por fin averigüé su causa. En la calle no me sentía bien —éste ya no está aquí, ni este otro; y ¿adónde habrá ido aquel otro?—, ni tampoco en casa. Durante dos noches seguidas hice un esfuerzo: ¿qué echo de menos en mi rincón?, ¿por qué me es tan molesto permanecer en él? Miraba perplejo las paredes verdes y mugrientas, el techo cubierto de telarañas que con gran éxito cultivaba Matryona; volvía a examinar todo mi mobiliario, a inspeccionar cada silla, pensando si no estaría ahí la clave de mi malestar (porque basta que una sola de mis sillas no esté en el mismo sitio que ayer para que ya no me sienta bien), miré por la ventana, y todo en vano…, no hallé alivio. Decidí incluso llamar a Matryona y reprenderla paternalmente por lo de las telarañas y, en general, por la falta de limpieza, pero ella se limitó a mirarme con asombro y me volvió la espalda sin decir palabra; así, pues, las telarañas siguen todavía felizmente en su sitio. Por fin esta mañana logre averiguar de qué se trataba. Pues nada, que todo el mundo estaba saliendo de estampía para el campo. Pido perdón por la frase vulgar, pero es que ahora no estoy para expresarme en estilo elevado… porque, así como suena, todo lo que encierra Petersburgo se iba a pie o en vehículo al campo. Todo caballero de digno y próspero aspecto que tomaba un coche de alquiler se convertía al punto en mis ojos en un honrado padre de familia que, después de las consabidas labores de su cargo, se dirigía desembarazado de equipaje al seno de su familia en una casa de campo. Cada transeúnte tomaba ahora un aire singular, como si quisiera decir a sus congéneres: «Nosotros, señores, estamos aquí sólo de paso. Dentro de un par de horas nos vamos al campo». Se abría una ventana, se oía primero el teclear de unos dedos finos y blancos como el azúcar, y asomaba la cabeza de una muchacha bonita que llamaba al vendedor ambulante de flores; al punto me figuraba yo que estas flores se compraban, no para disfrutar de ellas y de la primavera en el aire cargado de una habitación ciudadana, sino porque todos se iban pronto al campo y querían llevarse las flores consigo. Pero hay más, y es que había adquirido ya tal destreza en este nuevo e insólito género de descubrimientos que podía, sin equivocarme, guiado sólo por el aspecto físico, determinar en qué tipo de casa de campo vivía cada cual. Los que las tenían en las islas Kamenny y Aptekarski o en el camino de Peterhof, se distinguían por la estudiada elegancia de sus modales, por su atildada indumentaria veraniega y por los soberbios carruajes en que venían a la ciudad. Los que las tenían en Pargolov, o aún más lejos, impresionaban desde el primer momento por su prestancia y prudencia. Los de la isla Krestovski destacaban por su continente invariablemente alegre. Sucedía que tropezaba a veces con una larga hilera de carreteros que con las riendas en la mano caminaban perezosamente junto a sus carromatos, cargados de verdaderas montañas de muebles de toda laya; mesas, sillas, divanes turcos y no turcos, y otros enseres domésticos; y encima de todo ello, en la cumbre misma de la montaña, iba a menudo sentada una macilenta cocinera, protectora de la hacienda de sus señores como si fuera oro en paño. O veía pasar, cargadas hasta los topes de utensilios domésticos, barcas que se deslizaban por el Neva o la Fontanka hasta a río Chorny o las islas. Los carros y las barcas se multiplicaban por diez o por ciento a mis ojos. Parecía que todo se levantaba y se iba, que todo se trasladaba al campo en caravanas enteras, que Petersburgo amenazaba con quedarse desierto —y llegué al punto de tener vergüenza, de sentirme ofendido y triste. Yo no tenía adónde ir, ni por qué ir al campo, pero estaba dispuesto a irme con cualquier carromato, con cualquier caballero de aspecto respetable que alquilara un coche de punto. Nadie, sin embargo, absolutamente nadie me invitaba. Era como si se hubieran olvidado de mí, como si efectivamente fuera un extraño para todos.
Anduve mucho, largo tiempo, hasta que, como me ocurre a menudo, perdí la noción de dónde estaba, y cuando volví en mi acuerdo me hallé a las puertas de la ciudad. De pronto me sentí contento, rebasé el puesto de peaje y me adentré por los sembrados y praderas sin parar mientes en el cansancio, sintiendo sólo con todo mi cuerpo que se me quitaba un peso del alma. Los transeúntes me miraban con tanta afabilidad que se diría que les faltaba poco para saludarme. No sé por qué todos estaban alegres, y todos, sin excepción, iban fumando cigarros. También yo estaba alegre, alegre como hasta entonces nunca lo había estado. Era como si de pronto me encontrase en Italia, tanto me afectaba la naturaleza, a mí, hombre de ciudad, medio enfermo, que casi comenzaba a asfixiarme entre los muros urbanos.
Hay algo inefablemente conmovedor en nuestra naturaleza petersburguesa cuando, a la llegada de la primavera, despliega de pronto toda su pujanza, todas las fuerzas de que el cielo la ha dotado, cuando gallardea, se engalana y se tiñe con los mil matices de las flores. Me recuerda a una de esas muchachas endebles y enfermizas a las que a veces se mira con lástima, a veces con una especie de afecto compasivo, y a veces, sencillamente, no se fija uno en ellas, pero que de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, sin que se sepa cómo, se convierten en beldades singulares y prodigiosas. Y uno, asombrado, cautivado, se pregunta sin más: ¿qué impulso ha hecho brillar con tal fuego esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho volver la sangre a esas mejillas pálidas y sumidas?, ¿qué ha regado de pasión los rasgos de ese tierno rostro?, ¿de qué palpita ese pecho?, ¿qué ha traído de súbito vida, vigor y belleza al rostro de la pobre muchacha?, ¿qué la ha hecho iluminarse con tal sonrisa, animarse con esa risa cegadora y chispeante? Mira uno en torno suyo buscando a alguien, sospechando algo. Pero pasa ese momento y quizás al día siguiente encuentra uno la misma mirada vaga y pensativa de antes, el mismo rostro pálido, la misma humildad y timidez en los movimientos; y más aún: remordimiento, rastros de cierta torva melancolía y aun irritación ante el momentáneo enardecimiento. Y le apena a uno que esa instantánea belleza se haya marchitado de manera tan rápida e irrevocable, que haya brillado tan engañosa e ineficazmente ante uno; le apena el que ni siquiera hubiese tiempo bastante para enamorarse de ella…
Mi noche, sin embargo, fue mejor que el día. He aquí lo que pasó:
Regresé a la ciudad muy tarde y ya daban las diez cuando llegué cerca de casa. Mi camino me llevaba por el muelle del canal, en el que a esa hora no encontré alma viviente, aunque verdad es que vivo en uno de los barrios más apartados de la ciudad. Iba cantando porque cuando me siento feliz siempre tarareo algo entre dientes, como cualquier hombre feliz que carece de amigos o de buenos conocidos y que, cuando llega un momento alegre, no tiene con quien compartir su alegría. De repente me sucedió la aventura más inesperada.
A unos pasos de mí, de codos en la barandilla del muelle, estaba una mujer que parecía observar con gran atención el agua turbia del canal. Vestía un chal negro muy coqueto y llevaba un bonito sombrero amarillo. «Es, sin duda, joven y morena», pensé. Por lo visto no había oído mis pasos y ni siquiera se movió cuando, conteniendo el aliento y con el corazón a galope, pasé junto a ella. «Es extraño —me dije—, algo la tiene muy abstraída.» De pronto me quedé clavado en el sitio. Creí haber oído un sollozo ahogado. Sí, no me había equivocado, porque momentos después oí otros sollozos. ¡Dios mío! Se me encogió el corazón. Soy muy tímido con las mujeres, pero en esta ocasión giré sobre los talones, me acerqué a ella y le hubiera dicho «¡Señorita!» de no saber que esta exclamación ha sido pronunciada ya un millar de veces en novelas rusas que versan sobre la alta sociedad. Eso fue lo único que me contuvo. Pero mientras buscaba otra palabra la muchacha recobró su compostura, miró en torno suyo, bajó los ojos y se deslizó junto a mí a lo largo del muelle. Al momento me puse a seguirla, pero ella, adivinándolo, se apartó del muelle, cruzó la calle y siguió caminando por la acera. Yo no me atreví a cruzar la calle. El corazón me latía como el de un pajarillo que se tiene cogido en la mano. Inopinadamente la casualidad vino en mi ayuda.
Por la acera, no lejos de mi desconocida, apareció de pronto un caballero vestido de frac, impresionante por los años, aunque no lo fuera por su manera de andar. Caminaba haciendo eses y apoyándose con tiento en la pared. La muchacha iba como una flecha, rauda y tímida, como van por lo común las mocitas que no quieren que se las acompañe a casa de noche, y, por supuesto, el caballero tambaleante no hubiera podido alcanzarla si mi suerte no le hubiera sugerido recurrir a una estratagema. Sin decir palabra, el caballero se arrancó de repente y se puso a galopar en persecución de mi desconocida. Ella volaba, pero no obstante el caballero de los trompicones iba alcanzándola, la alcanzó por fin, la muchacha lanzó un grito… y yo doy gracias al destino por el excelente bastón de nudos que mi mano derecha empuñaba en tal ocasión. En un abrir y cerrar de ojos me planté en la acera opuesta, el caballero importuno comprendió al instante de qué se trataba, tomó en consideración el argumento irresistible que yo blandía, calló, se desvió, y sólo cuando se halló bastante lejos protestó contra mí en términos bastante enérgicos, pero sus palabras apenas se percibían desde donde estábamos.
—Deme usted la mano —le dije a mi desconocida—. Ese sujeto ya no se atreverá a acercarse.
Ella, en silencio, me alargó la mano, que aún temblaba de agitación y espanto. ¡Oh, caballero importuno, cómo te di las gracias en ese momento! La miré fugazmente. Era bonita y morena. Había acertado. En sus pestañas negras brillaban aún lágrimas de miedo reciente o de tristeza anterior. No sé. Pero a los labios afloraba ya una sonrisa. Ella también me miró de soslayo, se ruborizó ligeramente y bajó los ojos.
—¿Por qué me rechazó usted antes? Si yo hubiera estado allí no habría pasado esto.
—No le conocía. Pensé que también usted…
—¿Pero es que me conoce usted ahora?
—Un poco. Por ejemplo, ¿por qué tiembla usted?
—¡Ah, ha acertado a la primera mirada! —respondí entusiasmado de saberla inteligente, lo que, unido a la belleza, no es humo de pajas—. Sí, a la primera mirada ha adivinado usted qué clase de persona soy. Es verdad, soy tímido con las mujeres. Estoy agitado, no lo niego; ni más ni menos que usted misma lo estaba hace un minuto cuando la asustó ese señor. Ahora el que tiene miedo soy yo. Parece un sueño, pero ni aun en sueños hubiera creído que hablaría con una mujer.
—¿Cómo? ¿Es posible?
—Sí. Si me tiembla la mano es porque hasta ahora no había apretado nunca otra tan pequeña y bonita como la suya. He perdido la costumbre de estar con las mujeres; mejor dicho, nunca la he tenido, soy un solitario. Ni siquiera sé hablar con ellas. Ni ahora tampoco. ¿No le he soltado a usted alguna majadería? Dígamelo con franqueza. Le advierto que no me ofendo.
—No, nada. Todo lo contrario. Y si me pide usted que sea franca le diré que a las mujeres les gusta esa clase de timidez. Y si quiere saber algo más, también a mí me gusta, y no le diré que se vaya hasta que lleguemos a casa.
—Lo que hará usted conmigo —dije jadeante de entusiasmo— es que dejaré de ser tímido y entonces ¡adiós a todos mis métodos!
—¿Métodos? ¿Qué clase de métodos? ¿Y para qué sirven? Eso ya no me suena bien.
—Perdón. No será así. Se me fue la lengua. Pero ¿cómo quiere que en un momento como éste no tenga el deseo…?
—¿De agradar, no es eso?
—Pues sí. Por amor de Dios, sea usted buena. Juzgue de quién soy. Tengo ya veintiséis años y nunca he conocido a nadie. ¿Cómo puedo hablar bien, con facilidad y buen sentido? Mejor irán las cosas cuando todo quede explicado, con claridad y franqueza. No sé callar cuando habla el corazón dentro de mí. Bueno, da lo mismo. ¿Puede usted creer que nunca he hablado con una mujer, nunca jamás?, ¿qué no he conocido a ninguna? Ahora bien, todos los días sueño que por fin voy a encontrar a alguien. ¡Si supiera usted cuántas veces he estado enamorado de esa manera!
—Pero ¿cómo? ¿Con quién?
—Con nadie, con un ideal, con la mujer con que se sueña. En mis sueños compongo novelas enteras. Ah, usted no me conoce. Es verdad que he conocido a dos o tres mujeres; otra cosa sería inconcebible, pero ¿qué mujeres? Una especie de patronas… Pero voy a hacerla reír, voy a decirle que algunas veces he pensado entablar conversación en la calle con alguna mujer de la buena sociedad. Así, sin cumplidos. Claro está que cuando se halle sola. Hablar, por supuesto, con timidez, respeto y apasionamiento; decirle que me muero solo, que no me rechace, que no hallo otro medio de conocer a mujer alguna, insinuarle incluso que es obligación de las mujeres el no rechazar la tímida súplica de un hombre tan infeliz como yo; y que, al fin y al cabo, lo que pido es sólo que me diga con simpatía un par de palabras amistosas, que no me mande a paseo desde el primer instante, que me crea bajo palabra, que escuche lo que le digo, que se ría de mí si le da gusto, que me dé esperanzas, que me diga dos palabras, tan sólo dos palabras, aunque no nos volvamos a ver jamás. Pero usted se ríe… Por lo demás, hablo sólo para hacerla reír…
—No se enfade. Me río porque es usted su propio enemigo. Si probara usted, quizá lograra todo eso aun en la calle misma. Cuanto más sencillo, mejor. No hay mujer buena, a menos que sea tonta o esté enfadada en ese momento por cualquier motivo, que pensara despedirle a usted sin esas dos palabras que implora con tanta timidez. Por otro lado, ¿quién soy yo para hablar? Lo más probable es que le tuviera a usted por loco. Juzgo por mí misma. ¡Bien sé yo cómo viven las gentes en el mundo!
—Se lo agradezco —exclamé—. ¡No sabe usted lo que acaba de hacer por mí!
—Bien. Ahora dígame cómo conoció usted que soy de las mujeres con quienes… bueno, a quienes usted considera dignas de… atención y amistad. En otras palabras, no una patrona, como decía usted. ¿Por qué decidió acercarse a mí?
—¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque estaba usted sola, porque ese caballero era demasiado atrevido y porque es de noche. No dirá usted que no es obligación…
—No, no, antes de eso. Allí, al otro lado de la calle. Usted quería acercárseme, ¿verdad?
—¿Allí, al otro lado? De veras que no sé qué decir. Temo que… Hoy, sabe usted, me he sentido feliz. He estado andando y cantando. Salí a las afueras. Nunca hasta ahora he tenido momentos tan felices. Usted… me parecía quizá… Bueno, perdone que se lo recuerde: me parecía que lloraba usted y me era intolerable oírlo. Se me oprimía el corazón. ¡Ay, Dios mío! ¿Cree usted que podía oírla sin afligirme? ¿Es que fue pecado sentir compasión fraternal por usted? Perdone que diga compasión… En suma, ¿acaso podía ofenderla cuando se me ocurrió acercarme a usted?
—Bueno, basta; no diga más —repuso la joven, bajando los ojos y apretándome la mano—. Yo misma tengo la culpa por haber hablado de eso. Pero estoy contenta de no haberme equivocado con usted. Bueno, ya hemos llegado. Tengo que meterme por esta callejuela. Son dos pasos nada más. Adiós, le agradezco…
—¿Pero es de veras posible que no volvamos a vernos? ¿Es posible que las cosas queden así?
—Mire —dijo riendo la muchacha—. Al principio sólo quería usted dos palabras, y ahora… Pero, en fin, no le prometo nada. Puede que nos encontremos.
—Mañana vengo aquí —dije—. Ah, perdone, ya estoy exigiendo…
—Sí, es usted impaciente. Exige casi…
—Escuche —la interrumpí—. Perdone que se lo diga otra vez, pero no puedo dejar de venir aquí mañana. Soy un soñador. Hay en mí tan poca vida real, los momentos como éste, como el de ahora, son para mí tan raros que me es imposible no repetirlos en mis sueños. Voy a soñar con usted toda la noche, toda la semana, todo el año. Mañana vendré aquí sin falta, aquí mismo, a este mismo sitio, a esta misma hora, y seré feliz recordando el día de hoy. Este sitio ya me es querido. Tengo otros dos o tres sitios como éste en Petersburgo. Una vez hasta lloré recordando algo, igual que usted. Quién sabe, quizá usted también hace diez minutos lloraba recordando alguna cosa. Pero perdón, estoy desbarrando de nuevo. Puede que usted, alguna vez, fuera especialmente feliz en este lugar.
—Bueno —dijo la muchacha—. Quizá yo también venga aquí mañana. A las diez también. Veo que ya no puedo impedirle… pero, mire, es que necesito venir aquí. No piense usted que le doy una cita. Le aseguro que tengo que estar aquí por asuntos míos. Ahora bien, se lo digo sin titubeos: no me importaría que también viniera usted. En primer lugar porque pudieran ocurrir incidentes desagradables como el de hoy; pero dejemos eso… En suma, sencillamente me gustaría verle… para decirle dos palabras. Ahora, vamos a ver, ¿no me condena usted? ¿No piensa que le estoy dando una cita sin más ni más? No se la daría si…; pero, bueno, eso es un secreto mío. Antes de todo una condición.
—¡Una condición! Hable, dígalo todo de antemano. Estoy de acuerdo con todo, dispuesto a todo —exclamé exaltado—. Respondo de mí, seré atento, respetuoso… Usted me conoce.
—Precisamente porque le conozco le invito para mañana —dijo la joven riendo—. Le conozco muy bien. Pero, mire, venga con una condición: en primer lugar (sea usted bueno y haga lo que le pido; ya ve que hablo con franqueza) no se enamore de mí. Eso no puede ser, se lo aseguro. Estoy dispuesta a ser amiga suya. Aquí tiene mi mano. Pero lo de enamorarse no puede —ser. Se lo ruego.
—Le juro —grité yo, cogiéndole la mano…
—Basta, no jure, porque es usted capaz de estallar como la pólvora. No piense mal de mí porque le hablo así. Si usted supiera… Yo tampoco tengo a nadie con quien poder cambiar una palabra o a quien pedir consejo. Claro que la calle no es sitio indicado para encontrar consejeros. Usted es la excepción. Le conozco a usted como si fuésemos amigos desde hace veinte años. ¿De veras que no cambiará usted?
—Usted lo verá. Lo que no sé, sin embargo, es cómo voy a sobrevivir las próximas veinticuatro horas.
—Duerma usted a pierna suelta. Buenas noches. Recuerde que ya he confiado en usted. Hace un momento lanzó usted una exclamación tan hermosa que justifica cualquier, sentimiento, incluso el de simpatía fraternal. ¿Sabe? Lo dijo usted de un modo tan bello que al instante pensé que podía fiarme de usted.
—¿Pero en qué asunto? ¿Para qué?
—Hasta mañana. Mientras tanto hay que guardar secreto. Tanto mejor para usted, porque a cierta distancia parece una novela. Quizá mañana se lo diga, o quizá no. Ya hablaremos, nos conoceremos mejor…
—Yo mañana le voy a contar a usted todo lo mío. Pero ¿qué es esto? Parece como si me ocurriera un milagro. ¿Dónde estoy, Dios mío? ¿No está usted contenta de no haberse enfadado conmigo, como lo hubiera hecho otra mujer? ¿De no haberme rechazado desde el primer momento? En dos minutos me ha hecho usted feliz para siempre. Sí, feliz. Quién sabe, quizá me ha reconciliado usted conmigo mismo, quizá ha resuelto mis dudas… Quizá hay también para mí minutos así… Pero ya le contaré todo mañana, ya se enterará usted de todo.
—Bueno, acepto. Usted empezará.
—De acuerdo.
—Hasta la vista.
—Hasta la vista.
Nos separamos. Pasé la noche andando, sin decidirme a volver a casa. ¡Me sentía tan feliz! ¡Hasta mañana!

Fuente: Editorial Porrúa.

jueves, 23 de julio de 2015

FEDOR DOSTOIEVSKI. NOVELA CORTA: LA TÍMIDA.


LITERATURA DE RESCATE.

«Imaginen un marido cuya mujer, una suicida que se ha arrojado por la ventana hace sólo unas horas, yace ante él sobre una mesa. Él está conmocionado y no ha tenido tiempo de ordenar sus ideas. Camina de habitación en habitación e intenta dar un sentido a lo que acaba de ocurrir… De ahí que se cuente a sí mismo la historia, intente aclarársela». Así explica Dostoievski su obra en la «Nota del autor» que precede a La dulce, a la que llama relato fantástico.
La dulce se basa probablemente en hechos verídicos en que el autor ruso se inspiró para escribir una de sus más inquietantes novelas cortas. Como si de un viaje al pasado se tratara, Dostoievski, a través de las contradicciones, remordimientos y justificaciones en el soliloquio del protagonista «ante un auditorio invisible o una especie de juez», investiga en los recuerdos a la búsqueda de la verdad que se esconde en el alma humana.
Relato de Dostoievski publicado en su "Diario de un escritor" que ha sido traducida al castellano como "La tímida", "La dulce" y "La mansa"

FEDOR DOSTOIEVSKI 


                                            LA TÍMIDA 







Advertencia del autor 



Pido perdón a mis lectores por darles esta vez un cuento en lugar de mi "diario", redactado bajo su forma habitual. Pero este cuento me ha tenido ocupado cerca de un mes. De todos modos, solicito la indulgencia de mis lectores.
Este cuento lo he calificado como fantástico, aun cuando yo lo considere real, en el más alto grado. Pero tiene su lado fantástico, sobre todo en la forma, y acerca de esto deseo extenderme.
No se trata ni de una novela, en sentido estricto ni de unas "Memorias". Imaginen ustedes un marido que se encuentra en su casa ante una mesa, sobre la cual reposa el cuerpo de su mujer, que se ha suicidado. Se ha tirado por la ventana algunas horas antes.
El marido está como loco. No logra reunir sus ideas. Va y viene por el cuarto, tratando de descubrir el sentido de lo que ha pasado.
Además, es un hipocondríaco inveterado, de los que hablan con ellos mismos. Habla, pues, en voz alta, contándose la desgracia, tratando de explicársela. Se encuentra en contradicción con sí mismo en sus ideas y en sus sentimientos. Se declara inocente, se acusa, se confunde entre su defensa y su acusación: A veces se dirige a oyentes imaginarios. Poco a poco acaba por comprender. Toda una serie de recuerdos que él evoca le conduce a la verdad.
He ahí el tema. El relato está lleno de interrupciones y de repeticiones. Pero si un taquígrafo hubiese podido ir escribiendo a medida que él hablaba, el texto aún sería más borroso, menos "arreglado" que el que les presento. He tratado de seguir el que me ha parecido ser el orden psicológico. Esa suposición de un taquígrafo anotando todas las palabras del desgraciado es.el que me parece un elemento fantástico del cuento. El arte no rechaza este género de procedimientos. Víctor Hugo, en su obra maestra Los últimos momentos de un condenado a muerte se sirvió de un medio análogo. No introdujo un taquígrafo en su libro; pero admitió algo más inverosímil, presumiendo que un condenado a muerte podía hallar tiempo de escribir un volumen el último día de su vida, qué digo, la última hora —al pie de la letra— en el ultimo momento. Pero si hubiese rechazado esta suposición, la obra más real, la más vivida de todas cuantas escribió, no existiría.



PRIMERA PARTE 




 I
  ¿QUIEN ERA YO Y QUIEN ERA ELLA? 



...Mientras la tenga aquí, no habrá terminado todo... A cada instante me aproximo a ella y la miro.. Pero mañana se la llevarán. ¿Cómo haré para vivir solo? En este instante está en el salón, sobre la mesa...; han puesto una junto a otra dos mesas de juego: mañana estará ahí el féretro, todo blanco... Pero no es eso... Ando, ando y quiero comprender, explicarme... Hace ya seis horas que busco, y mis ideas se disgregan... Ando, ando, y eso es todo. Vamos a ver: ¿cómo es? Quiero proceder con orden (¡ah! ¡con orden!) Señores...: bien ven ustedes que estoy muy lejos de ser un hombre de letras; pero lo contaré tal cual lo comprendo.
Miren: al principio ella venía a mi casa, a empeñar objetos suyos para pagar un anuncio en el Golos... "Tal institutriz aceptaría viajar o dar lecciones a domicilio", etc., etc. Los primeros tiempos no me fijé en ella: iba allí como tantas otras; eso era todo. Luego me fijé más. Era muy delgada, rubia, no muy alta; tenía movimientos molestos ante mí, indudablemente ante todos los extraños; yo, es verdad, estaba con ella como con todo el mundo, con aquellos que me tratan como a un hombre, y no solamente como a un prestamista. En cuanto le había entregado el dinero, daba rápidamente media vuelta y se iba. Todo esto sin ruido. Otras regateaban, implorando, enfadándose para conseguir más. Ella, nunca. Tomaba lo que le daban... ¿En dónde estoy? ¡Ah, sí! En que me traía extraños objetos o alhajas de poco precio: pendientes de plata sobredorada, un medalloncito miserable, cosas de veinte kopeks. Sabía que eso no valía más, pero veía en su rostro que para ella tenían un gran valor. En efecto; más tarde supe que era todo cuanto sus padres le habían dejado. Sólo una vez no pude dejar de reírme al ver lo que ella pretendía empeñar. En general, nunca suelo reírme de los clientes. Un tono de caballero, maneras severas, ¡oh, sí, severas, severas! Pero aquel día se le ocurrió traerme un verdadero andrajo: restos de una pelliza de pieles de liebre... Pudo más que yo, y le hice una broma... ¡Santo Dios, qué furiosa se puso! Sus ojos azules, grandes y pensativos, tan dulces siempre, despidieron llamas. Pero no dijo una palabra. Volvió a recoger su "andrajo" y se fue. Hasta aquel día no me di cuenta de que la miraba muy particularmente. Pensaba algo de ella..., sí, algo. ¡Ah, sí! Que era tremendamente joven, como un niño de catorce años; en realidad tenía dieciséis. Además, no, no es eso... Al día siguiente volvió. Supe más tarde que había llevado su resto de hopalanda a casa de Dobronravov y Mayer; pero éstos no prestan más que sobre objetos de oro, y no quisieron escucharla. En otra ocasión le había tomado en garantía un camafeo, una porquería, y yo mismo me quedé asombrado. Yo no presto más que sobre objetos de oro o de plata. ¡Y había aceptado un camafeo! Era la segunda vez que pensaba en ella, lo recuerdo muy bien. Pero al día siguiente del asunto de la hopalanda quiso empeñar una boquilla de ámbar amarillo, un objeto de aficionado, pero sin valor para nosotros. ¡Para nosotros, oro, plata o nada! Como venía después de la rebelión de la víspera, la recibí muy fríamente, muy serio. Débil, le di con todo dos rublos; pero le dije, un poco enfadado: "Lo hago por usted, nada más que por usted. Puede ir a ver si Moset le da un kopek por un objeto así! "
Ese por usted lo subrayé particularmente. Más bien estaba irritado... Al oír aquel por usted se encendió su rostro; pero se calló; no me arrojó el dinero a la cara; al contrario, lo tomó muy aprisa... ¡Ah, la pobreza! Pero se ruborizó, ¡oh, sí!, se ruborizó. La había molestado. Cuando se hubo marchado, me pregunté: "¿Vale dos rublos la pequeña satisfacción que acabo de tener?" Dos veces me repetí la pregunta: "¿Vale eso? ¿Vale eso? " Y, riendo, resolví en un sentido afirmativo. Me había divertido mucho, pero lo hacía sin ninguna mala, intención.
Se me ocurrió la idea de probarla, pues ciertos proyectos pasaron por mi cabeza. Era la tercera vez que pensaba muy particularmente en ella.
Pues bien, en aquel momento fue cuando empezó todo. Claro está, me enteré... Después de eso esperé su llegada con cierta impaciencia. Calculaba qué no tardaría en presentarse. Cuando reapareció, le dirigí la palabra, y entré en conversación con ella en un tono de infinita amabilidad. No me he visto del todo mal educado, y cuando quiero tengo mis maneras. ¡Hum! Adiviné fácilmente que era buena y sencilla. Estos, sin entregarse demasiado, no saben eludir una pregunta. Contestan. No averigüé entonces cuanto de ella podía averiguar, claro está, sino que fue más tarde cuando me fue explicado todo; los anuncios de Golos, etc. Seguía publicando anuncios en los periódicos con ayuda de sus últimos recursos. Al principio, el tono de aquellos anuncios era altivo: "Institutriz, excelentes informes, aceptaría viajar. Enviar condiciones bajo sobre al periódico". Un poco más tarde era: "Aceptaría todo, dar lecciones, servir de señora de compañía, cuidar de la casa; sabe coser, etc." ¡Muy conocido!, ¿verdad? Después, en un último intento, hizo insertar: "Sin remuneración por la comida y el alojamiento." Pero no encontró colocación ninguna. Cuando la volví a ver, quise pues, probarla. La enseñé un anuncio del Golos concebido en estos términos: "Muchacha huérfana busca colocación de institutriz para cuidar niños pequeños; preferiría en casa de viudo de edad; podría ayudar en el trabajo de la casa."
—Ahí tiene —le dije—; ésta es la primera vez que publica un anuncio, y apuesto cualquier cosa a que antes de esta noche encuentra una colocación. ¡Así es como se redacta un anuncio!
Enrojeció, sus ojos se encendieron de cólera. Esto me agradó. Me volvió la espalda, y salió. Pero yo estaba muy tranquilo. No había otro prestamista capaz de adelantarle medio kopek por sus baratijas y pitilleras. ¡Y ya entonces ni pitilleras tenía!
A los tres días se presentó sumamente pálida y agitada. Comprendí que la ocurría algo grave. Pronto diré qué; pero no quiero más recordar cómo me arreglé para asombrarla, para lograr su estima. Me traía un icono. ¡Óh! ¡Aquello sí que debía haberle costado decidirse! Y ahora es cuando empieza, pues me confundo..., no puedo juntar mis ideas. Era una imagen de la Virgen con el Niño Jesús, una imagen hogareña, los adornos del manto, en plata sobredorada, valdrían lo menos... ¡Dios mío!... lo menos unos seis rublos. Le dije:
—Sería preferible dejarme el manto y llevarse la imagen, porque, en fin... la imagen... es un poco...
Ella me preguntó:
—¿Es que lo tiene prohibido?
—No; pero lo hago por usted misma.
—Pues bien, quíteselo.
—No, no se lo quitaré. ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a ponerla en el nicho de mis iconos... (En cuanto abría mi casa de préstamos todas las mañanas encendía en aquel nicho una lamparilla), y le daré diez rublos.
— ¡Oh! No necesito diez rublos. Déme cinco. Pronto rescataré la imagen.
—¿Y no quiere usted diez por ella? La imagen los vale —dije, observando que sus ojos despedían fuego. No, respondió. Le entregué cinco rublos.
—Es preciso no despreciar a nadie —dije—. Si usted me ve desempeñar un oficio como éste, es que también yo me he visto en circunstancias muy críticas. Fue mucho lo que sufrí antes de decidirme a esto...
—Y se venga usted con la sociedad —interrumpió ella. Brillaba entre sus labios una sonrisa amarga, por lo demás bastante inocente. "¡Ah! ¡Ah! —pensaba yo—. Me descubres tu carácter... y sabes de letras".
—Ya ve —dije en voz alta—; yo soy una parte de esa parte del todo que quiere hacer mal y produce bien. »
— ¡Espere usted! Conozco esa frase; la he leído en algún sitio.
—No se moleste recordando. Es una de las que pronuncia Mefistófeles cuando se presenta a Fausto. ¿Ha leído el Fausto?
—Distraídamente.
—Es decir, que lo ha leído. Es preciso leerlo. ¿Sonríe? No me crea tan idiota, a pesar de mi oficio de prestamista, para representar ante usted el papel de Mefistófeles. Prestamista soy y prestamista me quedo.
—¡No quería decirle nada semejante!
A punto estuvo de dejar escapar que no esperaba que yo tuviese erudición. Pero se había contenido.
—Ya ve —le dije, encontrando una ocasión] para producir mi efecto— cómo no importa la carrera para hacer el bien.
—Ciertamente —respondió ella—: todo campo puede producir una cosecha.
Me miró con gesto penetrante. Estaba satisfecha por lo que acababa de decir, no por vanidad, sino porque respetaba la idea que acababa de expresar. ¡Oh, sinceridad de los jóvenes! ¡Con ella logran la victoria!
Cuando se marchó fui a completar mis informes. ¡Ah, había vivido días tan terribles, que no comprendo cómo podía sonreír e interesarse por las palabras de Mefistófeles! Pero eso es la juventud... Lo esencial es que la miraba ya como mía, y no dudaba de mi poder sobre ella... Saben ustedes que es un sentimiento muy dulce, casi diría muy voluptuoso, el que se experimenta al sentir que ha terminado uno con las vacilaciones...
Pero si sigo así, no podré concentrar mis ideas. Mas de prisa, más de prisa; no se trata de eso, ¡oh, Dios mío! ¡No!
Fuente: Editorial Medi.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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