CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
jueves, 4 de junio de 2015
Premio Herralde de novela 1986. Novela: “El hombre sentimental”. Javier Marías Franco.
Premio Herralde de novela 1986. Novela: “El hombre sentimental”.
Javier Marías Franco (Madrid, 20 de septiembre de 1951) es un escritor, traductor y editor español, miembro de la Real Academia Española de la Lengua.
Es considerado uno de los novelistas más relevantes de la literatura española contemporánea.
Hijo del filósofo Julián Marías, pasó parte de su infancia junto con su familia en Estados Unidos de América, ya que a su padre, encarcelado y represaliado por ser republicano, se le prohibió impartir clases en la Universidad española. Recibió una sólida educación liberal en el Colegio Estudio, heredero de la Institución Libre de Enseñanza. Se licenció en Filosofía y Letras (sección de Filología Inglesa) por la Universidad Complutense de Madrid.
Sobrino y primo, respectivamente, de los cineastas Jesús Franco y Ricardo Franco, colaboró con ellos en su juventud traduciendo o escribiendo guiones, e incluso apareciendo como extra en algún largometraje.
En 1970 escribió su primera novela, Los dominios del lobo, que sería publicada al año siguiente. Entre la escritura de la obra y su publicación, conoció al escritor Juan Benet, al que le uniría a partir de entonces una gran amistad, y que fue una figura clave en su vida personal y literaria.
En 1972 publicó su segunda novela, Travesía del horizonte, y en 1978 la tercera, El monarca del tiempo. Ese mismo año apareció su traducción de la novela de Laurence Sterne La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, por la que le fue concedido al año siguiente el Premio Nacional de Traducción. En 1983 publicó su cuarta novela, El siglo.
Entre 1983 y 1985 impartió clases de Literatura Española y Teoría de la Traducción en la Universidad de Oxford. En 1984 lo haría en el Wellesley College en Boston y entre 1987 y 1992 en la Universidad Complutense de Madrid.
En 1986 publicó la novela El hombre sentimental y, en 1988, Todas las almas. Esta última, aunque obra de ficción, narra la historia de un profesor español que imparte clases en Oxford, lo que dio lugar a algún equívoco al ser identificado de forma errónea el narrador con el autor.
En 1990 se publicó su primera recopilación de relatos breves, Mientras ellas duermen y en 1991 su primera recopilación de artículos periodísticos, Pasiones pasadas. En años sucesivos aparecieron nuevos volúmenes recopilando su obra publicada en prensa y revistas.
La novela Corazón tan blanco (1992) tuvo un gran éxito tanto de público como de crítica, y significó su definitiva consagración como escritor. Fue traducida a decenas de lenguas, y el crítico alemán Marcel Reich-Ranicki, auténtico gurú literario en su país, mencionó a Marías como uno de los más importantes autores vivos de todo el mundo. A su siguiente novela, publicada en 1994, Mañana en la batalla piensa en mí (título tomado de un verso de Shakespeare, al igual que Corazón tan blanco), le llovieron los premios en Europa y América.
En 1998 apareció Negra espalda del tiempo, novela en la que Javier Marías detalla los cruces entre ficción y vida real producidos por la falsa interpretación de Todas las almas como un roman à clef. Es también en esta obra donde se cuenta la historia del `legendario, real y ficticio` Reino de Redonda, del que Marías se acababa de convertir en soberano, con el nombre de Xavier I, tras la abdicación de Jon Wynne-Tyson. Con evidente tono lúdico, Marías (pese a su republicanismo confeso) aceptó el título con el objeto de defender el legado literario del Reino, nombró una corte formada por personajes de la cultura nacional e internacional y convocó un premio anual. En el año 2000 creó la editorial `Reino de Redonda`.
En 2002 comenzó a publicar la que podría calificarse como su novela más ambiciosa, Tu rostro mañana. Aunque de lectura independiente, continúa con algunos de los personajes (en particular, el narrador) de Todas las almas. Debido a su extensión, el autor tenía previsto publicarla en dos tomos, aunque serán tres como mínimo, ya que tras los dos primeros (Fiebre y lanza, 2002 y Baile y sueño, 2004) está aún inconclusa.
En 2006 fue elegido miembro de la Real Academia Española de la Lengua, en la que, tras leer su discurso de ingreso, ocupará el sillón R, vacante tras la muerte de Fernando Lázaro Carreter. Anteriormente había declinado pertenecer a la institución porque su padre ya ocupaba una plaza.
Es considerado uno de los escritores vivos más relevantes en lengua española. Sus novelas Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí han sido catalogadas, por muchos, entre los clásicos de la literatura castellana casi desde su publicación. Su labor como articulista ha sido muy influyente tanto en España como en América Latina y ha aparecido en medios muy relevantes como los periódicos españoles El País, El Semanal (al que renunció después de ser censurado) y la revista mexicana Letras Libres.
Además (exclusivamente en términos literarios) es rey de Redonda bajo el nombre de King Javier I (La historia del nombramiento aparece en Negra espalda del tiempo). Con su investidura ha otorgado títulos nobiliarios (ficticios) a una gran cantidad de personajes de las artes y las letras, entre ellos Pedro Almodóvar, Arturo Pérez-Reverte, Francis Ford Coppola y John Maxwell Coetzee.
A pesar de su éxito de crítica y público (o quizá a causa de ello), a Marías no le faltan detractores. A nivel literario, algunos lo consideran poco español y extranjerizante. Además, han sido públicas sus diferencias y enfrentamientos, entre otros, con Jorge Herralde (editor de Anagrama, en la que Javier Marías publicó alguna de sus primeras obras), Elías y Gracia Querejeta, por la adaptación cinematográfica de Todas las almas, con el suplemento de prensa El Semanal, que se negó a publicar uno de sus artículos, o con la Asociación de Víctimas del Terrorismo, a raíz de la publicación del artículo Un país demasiado anómalo.
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El hombre sentimental. Novela.
Un famoso cantante de ópera catalán, conocido como el León de Nápoles, es el encargado de contar esa historia sucedida cuatro años atrás, durante una visita a Madrid para ensayar el Otello de Verdi. Los personajes son la misteriosa y melancólica Natalia Manur su marido, el banquero Manur el imperturbable y obsequioso señor Dato, acompañante de profesión. A su alrededor se mueven otros secundarios: una puta apresurada, una vieja gloria de la escena operística, un minucioso viudo, un antiguo amor.
Es esta historia de pasiones llevadas hasta las últimas consecuencias, que en este fin de siglo sólo son verdaderamente últimas para el hombre sentimental, que parece ser el artista o el pensador, pero que tal vez sea, por el contrario, el hombre de negocios, el hombre de acción.
Fuente: N.N.
(Fragmento). El hombre sentimental. Novela.
EDITORIAL ANAGRAMA.
El hontbre sentimental fue galardonado, el día 17 de noviembre de 1986, por unanimidad, con el IV Premio Herralde de Novela por un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Luis Goytisolo, Esther Tusquets y el editor Jorge Herralde.
A Daniella Pittarello, che magari siga existiendo.
I think myself into love, and I dream myself out of it.
Hazlitt
«No sé si contaros mis sueños. Son sueños viejos, pasados de moda, más propios de un adolescente que de un ciudadano. Son historiados y a la vez precisos, algo despaciosos aunque de gran colorido, como los que podría tener un alma fantasiosa pero en el fondo simple, un alma muy ordenada. Son sueños que acaban cansando un poco, porque quien los sueña despierta siempre antes de su desenlace, como si el impulso onírico quedara agotado en la representación de los pormenores y se desentendiese del resultado, como si la actividad de soñar fuese la única aún ideal y sin objetivo. No conozco, así, el final de mis sueños, y puede ser desconsiderado relatarlos sin estar en condiciones de ofrecer una conclusión ni úna enseñanza. Pero a mí me parecen imaginativos y muy intensos. Lo único que puedo añadir en mi descargo es que escribo desde esa forma de duración —ese lugar, de mi eternidad— que me ha elegido.
Sin embargo, lo que soñé esta mañana, cuando ya era de día, es algo que sucedió realmente y qué me sucedió a mí cuando era un poco más joven, o menos mayor que ahora, aunque aún no ha terminado.
Hace cuatro años viajé, por causa de mi trabajo y justo antes de superar milagrosamente mi miedo al avión (soy cantante), numerosísimas veces en tren en un periodo de tiempo bastante corto, en total unas seis semanas. Estos desplazamientos breves y continuados me llevaron por la parte occidental de nuestro continente, y fue en el penúltimo de la serie (de Edimburgo a Londres, de Londres a París y de París a Madrid en un día y una noche) cuando vi por primera vez los tres rostros soñados esta mañana, que son asimismo los que han ocupado parte de mi imaginación, mucho de mi recuerdo y mi vida entera (respectivamente) desde entonces hasta hoy, o durante cuatro años.
La verdad es que tardé en mirarlos, como si algo me advirtiera o yo, sin saberlo, quisiera retrasar el riesgo y la dicha que iba a suponer hacerlo (pero me temo que esta idea pertenece más a mi sueño que a la realidad de entonces). Había estado leyendo un volumen de fatuas memorias de un escritor austríaco, pero en un momento dado, y como me irritaba mucho (de hecho esta madrugada me sacó de quicio), lo cerré y, en contra de mi costumbre cuando viajo en ferrocarril y" no voy conversando, leyendo, repasando mi repertorio ni rememorando fracasos o éxitos, no miré ‘directamente' el paisaje, sino a mis compañeros de compartimento. La mujer dormía, los hombres estaban despiertos.
El primer hombre sí miraba el paisaje, sentado justo enfrente de mí, con la valuminosa cabeza de cabellos canosos y escarolados vuelta hacia su derecha y una mano llamativamente pequeña —tanto que no parecía poder pertenecer a ningún cuerpo en verdad humano— acariciándose la mejilla con lentitud. Sólo podía ver sus facciones de perfil, pero dentro de la esencial ambigüedad de su edad —uno de esos físicos algo feéricos que dan la impresión de estar aguantando más de lo debido las presiones del tiempo, como si la amenaza de una muerte pronta y la esperanza de quedar fijados ya para siempre en una imagen incólume les compensase el esfuerzo—, se aparecía como más que maduro en virtud de aquella abundante vegetación escarchada que lo coronaba y de dos fisuras —incisiones leñosas en una piel pulida— que, a ambos lados de una boca desdibujada y en principio inexpresiva, hacían pensar, sin embargo, en una personalidad propensa a sonreír a lo largo de lustros tanto cuando fuera oportuno como cuando no lo fuera. En aquel momento de sus años indefinibles se lo adivinaba apacible y se lo veía menudo y adinerado, con unos pantalones elegantes pero un poco rozados y levemente cortos —las canillas casi al descubierto— y una chaqueta flamante cuyo tejido mezclaba demasiados colores. Un hombre al que la riqueza le llegó con retraso, pensé; quizá un hombre de la mediana empresa, independiente pero esforzado. Al faltarme su mirada, que dedicaba al exterior, no habría sabido decir si se trataba de un individuo vivaracho o sombrío (aunque iba muy perfumado, delatando una coquetería marchita pero todavía invicta). En todo caso, miraba con extraordinaria atención, se diría con locuacidad, como si estuviera asistiendo a la instantánea realización de un dibujo o lo que se ofreciese a sus ojos fuese agua o bien fuego, de los que tanto cuesta a veces apartar la vista. Pero el paisaje no es nunca dramático, como lo es la realización de un dibujo o el agua movediza o el fuego titubeante, y esa es la razón por la que observarlo descansa a los fatigados y aburre a los que no se cansan. Yo, pese a mi aspecto fornido y a una salud de la que no me puedo quejar teniendo en cuenta que mi profesión la exige de verdadero hierro, me canso muchísimo, motivo por el cual opté por mirar el paisaje a mi vez, 'indirectamente' y a través de los ojos invisibles del hombre de las manos pequeñas, los pantalones elegantes y la chaqueta sobrada. Pero como ya estaba anocheciendo apenas vi nada —sólo bajorrelieves—, y pensé que tal vez el hombre se estaba mirando a sí mismo en el cristal. Al menos yo, al cabo de irnos minutos, cuando por fin se produjo el suave vencimiento de la luz tras el mínimo fulgor vacilante de un atardecer todavía septentrional, lo vi duplicado, desdoblado, repetido, casi con idéntica nitidez en el cristal de la ventanilla que en la realidad. Indudablemente, decidí, el hombre se escrutaba los rasgos, se miraba a sí mismo.
El segundo hombre, sentado en diagonal conmigo, mantenía inmutable la vista al frente. Era una de esas cabezas cuya sola contemplación trae desasosiego al alma de quien aún tiene ante sí un camino sin despejar, o, por decirlo de otra manera, de quien aún depende de su propio esfuerzo. La calva que hubo de ser prematura no había logrado hacer flaquear su satisfacción ni el convencimiento de su sed de dominio, y tampoco había atemperado —ni siquiera nublado— la expresión hiriente de unos ojos acostumbrados a pasar rápidamente por las cosas del mundo —acostumbrados a ser mimados por las cosas del mundo— y que tenían el color del cognac. Su propia inseguridad se había permitido pagar solámente el tributo de un esmerado bigote negro que disimulara sus facciones plebeyas y rebajara un poco la incipiente gordura —que a ojos por él sometidos aún podría haber pasado por reciedumbre— de su cabeza y su cuello y su tórax tendente a la convexidad. Aquel hombre era un potentado, un ambicioso, un político, un explotador, y su indumentaria, sobre todo la chaqueta abrillantada y la corbata con pasador, parecía provenir de más allá del océano, o más bien de una pulida concesión europea al estilo que se juzga elegante en el ultramar. Sería diez años mayor que yo, pero una vena convulsa inmediatamente reconocible en el esbozo de sonrisa que de vez en cuando ensayaban en silencio sus abultados labios —como quien cambia de postura o cruza y descruza las piernas, no más— me hizo pensar que aquel sujeto tan prepotente albergaría en su personalidad un elemento infantil que, en conjunción con su rotundo físico, haría oscilar la reacción de quienes lo captaran entre la irrisión y el terror, con unas gotas de irracional compasión. Quizá fuera eso lo único que le faltara en la vida: que sus deseos fueran entendidos y cumplidos sin necesidad de hacerlos saber. Aun en la seguridad de lograrlos, quizá se viera en la obligación de recurrir una y otra vez a artimañas, amenazas, imprecaciones, desmayos. Pero tal vez sólo para divertirse, tal vez para poner periódicamente a prueba sus dotes de histrión y no perder flexibilidad. Tal vez para sojuzgar mejor, pues bien sé que no hay sometimiento más eficaz ni más duradero que el que se edifica sobre lo que es fingido, o aún es más, sobre lo que nunca ha existido. Este hombre al que en mi sueño he juzgado desde un principio tan pusilánime como tiránico no me miró —como tampoco el otro— ni una sola vez, al menos mientras yo pudiera advertirlo, es decir, mientras yo le miraba a él. Este hombre del que ahora sé demasiado miraba, como digo, impasible ante sí, como si en el asiento vacío que seguramente no veía estuviera escrita la relación detallada de un futuro por él conocido que se limitara a verificar.
Así como este sujeto explotador dejaba ver entero su semblante y el individuo algo feérico nada más que el perfil, la mujer que iba sentada entre los dos, con la que los hombres tal vez viajaban o tal vez no, carecía de todo rostro por el momento. Tenía la cabeza erguida, pero le cubría la cara el pelo castaño y liso echado hacia adelante deliberadamente, quizá para preservar de la luz el ligero sueño ferroviario, quizá también para no ofrecer de balde la imagen de intimidad y abandono que ella misma desconocería, su imagen durmiente y sin vida. Tenía las piernas cruzadas, y las botas invernales de tacón escasísimo sólo permitían ver la parte superior de la pantorrilla, que, prolongada en una rodilla sobre la que el tenue lustre de las medias se intensificaba, terminaba en las lindes de una falda negra que me pareció de ante. Toda la figura, privado el rostro, producía una sensación de impecabilidad, dé fijeza, de acabamiento y conformidad, como si en ella ya no cupieran cambios ni enmienda Si negación —como los días ya terminados, como las leyendas, como la liturgia de las religiones firmes, como los cuadros de siglos pasados que nadie se atrevería a tocar—. Las manos, apoyadas en el regazo, descansaban a su vez la una sobre la otra, la derecha con la palma abierta, la izquierda —perpendicularmente caída— con el puño semicerrado. Pero el pulgar de esta mano —largos dedos, dedos algo nudosos, como de quien va teniendo antes de tiempo la tentación de decir adiós a la juventud— se movía intermitentemente con levedad, como son a veces los movimientos involuntarios y de carácter espasmódico de los que duermen a su pesar. Llevaba un anacrónico collar de perlas; llevaba una estola roja alrededor del cuello; llevaba un doble anillo de plata en el dedo corazón. La melena, que a buen seguro había dispuesto de aquella manera con un solo gestó de la cabeza muchas veces practicado, no permitía ni siquiera imaginar el Conjunto de sus facciones a partir de un solo rasgo visible, tan densamente caía como un velo opaco. Por eso observé detenidamente las manos. Aparte del movimiento del dedo pulgar, hubo otra cosa que me llamó la atención: no tanto las uñas —firmes, blanquecinas, cuidadas— cuanto la piel que las rodeaba parecía atrozmente mordida o quemada, hasta el punto de que la de los índices —pues era sobre todo la de los índices— se podía decir que no existía y dudar de que hubiera existido jamás. Los bordes de aquellas uñas habían padecido una alteración epidérmica grave que les había dejado como señal un color encamado y feo, propio de una inflamación, o estaban en carne viva. Pensé que, de ser lo segundo (pues no alcanzaba a distinguirlo bien), aquella era una labor no tanto de los incisivos no vistos de la mujer que dormía y de la niña que había sido cuanto del tiempo mismo, pues la atrofia —y era de eso de lo que parecía tratarse— necesita no menos de la falta de uso y actividad, no menos de la voluntad de supresión sistemática que de la más temporal de las cosas que existen y la que asimismo mejor distrae a las cosas todas de su temporalidad: la costumbre (o su hija siempre tardía la ley, que a la vez es la que anuncia que el tiempo de la costumbre ya va pasando y el fin de la distracción). Estaba empezando a divagar un poco acerca de estas cuestiones sobre las que nada entiendo ni nada sé en realidad cuando una fuerte sacudida lateral del tren hizo que de pronto aquel pelo castaño y luminoso y liso dejara momentáneamente al descubierto el rostro que custodiaba. Ese rostro no despertó, y fueron pocos los segundos antes de que todo volviera a su posición, pero en los labios grandes y apretados y tensos, en los párpados apretados y tensos y recorridos de minúsculas venas enrojecidas (en los ojos cerrados no vistos), vi que la mujer que dormía estaba aquejada, ¿cómo decirlo? Quizá vi que estaba aquejada de disoluciones melancólicas.
—Yo no quiero morir como un imbécil —le he dicho poco tiempo después a esta mujer en una habitación de hotel estrecha y oscura y de una sordidez que entonces no supe advertir, con las paredes desnudas y las colchas grises o quizá luctuosas o simplemente pasadas por alto tiradas por el suelo de moqueta limpia pero ennegrecida y en el que no había espacio ni para caminar, con dos maletas a medio deshacer ocupando el espacio por el que se hubiera podido caminar hasta un cuarto de baño tan vacío y tan blanco que dos cepillos de dientes —granate y verde— colocados en un mismo vaso cuyo celofán desapareció sin que supiéramos en qué momento ni quién lo había hecho desaparecer atraían la vista como a la mano la atrae el puñal o al hierro el imán, hasta el punto de que cuando uno de los dos cepillos faltó la última noche que yo estuve allí el aspecto de la loza y de las baldosas y de los azulejos se tiñó del granate del cepillo que sí se quedó, y este color llegó a anexionar el negro del neceser que dejé sobre la repisa de cristal para que después de la marcha hubiera algún cambio o hubiera luto en el cuarto de baño tan vacío y tan blanco y hasta el cual apenas si se podía llegar a través de las maletas medio deshechas y de las colchas pasadas por alto y tiradas por el suelo cuando en una habitación de hotel le dije o le he dicho poco tiempo después a esta misma mujer—: Yo no quiero morir como un imbécil, y puesto que un día u otro deberé morir sin remedio, por encima de todo quiero cuidar en mi tiempo lo único que es seguro e irremediable, pero quiero sobre todo cuidar la forma de mi muerte porque es la forma lo que en cambio no es tan seguro ni irremediable. Es la forma de nuestra muerte lo que debemos cuidar, y para cuidarla debemos cuidar nuestra vida, porque será ésta, sin ser nada en sí cuando cese y sea sustituida, lo único que sin embargo será capaz de hacernos saber al final si morimos como un imbécil o si morimos aceptablemente. Tú eres mi vida y mi amor y mi vida de conocimiento, y porque eres mi vida no quiero tener a mi lado a otra persona que tú cuando muera. Pero no quiero que llegues de pronto a mi lecho de muerte tras saber que agonizo, ni que acudas a mi enterramiento para despedirme cuando yo ya no te vea ni pueda olerte ni pueda besar tu cara, ni tan siquiera que aceptes o busques acompañarme en mis últimos años porque los dos hayamos sobrevivido a nuestras respectivas y lastimeras o separadas vidas, pues no me basta. Sino que quiero que en la hora de mi muerte lo que allí esté presente sea la encamación de mi vida, que no será otra cosa que lo que ésta haya sido, y para que tú la hayas sido es necesario que hayas estado a mi lado también desde ahora y hasta ese momento mío definitivo. No podría soportar que en esa hora tú fueras sólo recuerdo y estuvieras mezclada, y pertenecieras a un tiempo lejano y borroso que es nuestro nítido tiempo de ahora, porque es el recuerdo y el tiempo lejano y la mezcla lo que más detesto y lo que siempre he intentado rebajar y negar, y enterrar a medida que se iban formando, a medida que cada presente estimado y enaltecido dejaba de serlo para ser pasado, e iba siendo vencido por lo que no sé cómo llamar si no lo llamo su propia e impaciente posteridad o su no-ahora. Por eso no debes marcharte ahora, porque si ahora te marchas me quitarás no sólo mi vida y mi amor y mi vida de conocimiento, sino también la forma de mi muerte elegida.
miércoles, 3 de junio de 2015
Premio Hammett de novela 2007. Novela: “Cadáver de ciudad”. Juan Hernández Luna.
Premio Hammett de novela 2007. Novela: “Cadáver de ciudad”.
Juan Hernández Luna (nació en Ciudad de México el 19 de agosto de 1962, murió el 8 de julio de 2010, también en Ciudad de México), autor mexicano de novela policíaca.
Licenciado en Arte dramático (Escuela Andrés Soler, ANDA), realizó estudios de cine y literatura. Realizó guiones para cómic, corto y largometrajes cinematográficos. Impartió cursos de literatura y cine. Fue subdirector de publicaciones en el DIF-D. F. y subsecretario de cultura en el PRD-D.F., donde coordinó las áreas de teatro, cine, publicaciones y artes plásticas.
Tras la fusión de la Secretaría de Cultura con la de Prensa y Propaganda, se encargó de dirigir el semanario informativo de dicho instituto político.
Fue coordinador del programa de Literatura Siempre Alerta en el municipio de Nezahualcóyotl.
Algunos de sus cuentos se encuentran en antologías nacionales y extranjeras. Varias de sus novelas han sido traducidas al francés e italiano.
Colaboró en diversas revistas y periódicos y publicó algunos libros y artículos de divulgación científica bajo seudónimo.
Ganó el Premio Nacional de Cuento 1985, el Premio Nacional de Libro de Cuento 1988, el Premio Nacional de Primera Novela 1990, el Premio Latinoamericano de Cuento 1992, el Premio Nacional de Ciencia Ficción 1995, el Premio Hammett 1997 de novela policíaca por Tabaco para el puma, el Premio Nacional de Libro de Cuento del IPN por Crucigrama, y el Premio Dashell Hammett 2007 por Cadáver de ciudad.
Pd: no he podido conseguir para los amigos blogueros la novela ganadora del Premio Hammett correspondiente al año 2007. Sin embargo, se transcribe un fragmento de la novela Yodo, que posee todos los ingredientes de una excelente obra literaria. J. Méndez-Limbrick.
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Novela: Yodo.
En un ambiente urbano, corrosivo y marginal habita un serial-killer que regresó de entre los muertos cubierto de tatuajes, alguien que no resiste la luz del sol. En su habitación guarda secretos relacionados con huesos, sangre y destazamientos de ciertas víctimas que lo mantienen en permanente estado de euforia, pasión y llanto. El consuelo: cercenar decenas de gallinas y regresar al asombro perpetuo del mundo en el que vive. La madre de este ser es la bruja del barrio, adivinadora de presagios y destinos, capaz de maldecir dinastías enteras. Ambos personajes se mueven en un escenario azotado por la urbanidad abrupta, donde el lavado de dinero y la traición son formas cotidianas para iniciar el día.
Fuente: N.N.
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Novela: “Yodo” Fragmento.
Hernandez Luna Juan - Yodo Rt
PRIMERA PARTE
Evitaba exponerse a la luz cruda y ocultaba los ojos bajo el brazo. La luz del día, de una lámpara o de la luna llena le hacía daño: lo desnudaba, penetraba bajo su piel y ahí revelaba la vergüenza o las lágrimas secretas. La sentía pasar sobre su cuerpo como una llama que hiciera arder sus mascaras, un filo que retirara lentamente el velo de carne que mantenía entre el y los otros la distancia necesaria.
TAHAR BEN JELLOUN
¿Podrías tu rectificar las líneas de mis manos? ¿Quien esparcirá al azar los pozos del café?
HÉROES DEL SILENCIO
I
Es de noche.
Como un demonio de lluvia y sal, como un relámpago de lodo y abismo, la calle muestra su espina des-carnada.
Es una calle larga, delgada, sinuosa.
La calle principal del barrio.
Mi sombra se desliza lenta por las casas perdidas, bajo la inmensidad húmeda y silenciosa.
Amenaza llover. El agua se esconde en la vejiga oscu-ra del cielo y se niega a caer en estas calles sin pavimento.
Camino hasta la parada de los camiones y levanto algunas sobras de comida: una mitad de naranja, una cáscara de lo que fue un tamal.
Son las 7:45 de la noche cuando llega el autobús número 50. El chofer baja de su unidad y me insulta, lanza una piedra para alejarme.
Dicen que atraigo la mala suerte. El chofer está segu-ro que si llego a tocar su camión habrá de tener un mal día y nadie subirá; no ganará dinero y su patrón se mo-lestará por no entregarle la cuenta completa del turno. Llegará a su casa y su mujer lo puteará y le dirá cabrón jodido comemierda pinche fracasado no sé para qué me casé contigo, y al día siguiente se sentirá más inútil y entonces —para evitar todo esto— prefiere aventarme piedras para que no me acerque a su camión. De acuerdo.
Comprendo el lenguaje de los insultos y las piedras y acepto no acercarme. Sobre todo porque las piedras lastiman.
Antes, creía que las personas me arrojaban piedras simplemente por jugar, hasta el día que me golpearon en la cabeza. Fue demasiada sangre la que salió de su pro-fundidad escondida. El sol de la mañana me produjo un mareo cuando regresaba a casa buscando refugio. Perdí el conocimiento. La sangre escurrió hasta formar una costra en toda la cara. Desperté alterado por el zumbar de las moscas alrededor de mi frente, picándome la piel, atraídas por el olor ferroso y lascivo de la sangre.
Cuando llegué a casa mi madre preguntó quién me había golpeado de esa manera y mentí. Dije que había caído en una zanja y eso me dio miedo. De seguir min-tiendo, labraría mi camino directo al infierno.
Luego supe que el infierno no existe y continué diciendo mentiras. De cualquier forma jamás hubiera contado a mi madre quién me lanzó esa piedra. Segura-mente le buscaría para maldecir su sangre como lo hizo con Gabriel García, mi supuesto padre.
Sigo caminando.
La noche es más aguada.
Las noches con luna no son del todo noches. El horizonte y el cielo se diluyen por la claridad lechosa de la luna y entonces semeja una noche aguada.
Hoy es una noche aguada.
Mi madre se preocupa porque me da por vagar sin sentido. Sucede que me gusta caminar por el barrio. Me atrae la terminal de los camiones, el ruido de los moto-res, mirar cómo las máquinas maniobran en reversa y enfilan de vuelta por la carretera terregosa.
Tras cada autobús anoto en mi libreta la hora en que llega y a la que se marcha de nuevo. Cuando olvido la libreta lo hago mentalmente y al estar en mi cuarto transcribo las entradas y salidas.
El barrio siempre ha sufrido por el transporte. Hace años mi madre desesperaba por tener su consultorio en el centro de la ciudad.
Cuando hicieron el camino principal los camiones comenzaron a entrar hasta esta zona.
Desde entonces, mi madre ya no fue al centro de la ciudad a trabajar.
Puso su consultorio en este barrio, en la casa, junto a la cocina, frente a la sala. Al principio fue difícil que la gente llegara a consultarle.
Desde que realizó su tercer milagro, la maldición de la peste sobre Gabriel García, le visitan gentes de todos lugares.
Es una santa. Hace milagros. La gente reza ante ella, prende veladoras y mi madre limpia con yerbas el cuer-po de las personas, les da oraciones y recetas de magia. Mi madre se pone feliz cuando por la noche cuenta el dinero obtenido con sus sanaciones.
A veces se fatiga y me pide que diga a quienes aún esperan en la sala que ya no podrá atender a nadie más porque sus poderes han disminuido y el Dios todopo-deroso le impide seguir trabajando. En ocasiones así, la gente sale afligida de no poder visitar a la oradora, a la Madame, a la santa y entonces yo puedo prender la te-levisión de la sala y ver la Pantera Rosa.
La noche se vuelve más aguada.
Tomo una piedra y la colocó sobre un montículo que he formado a lo largo de los años y en tiempo de lluvias se oculta con la hierba.
Las piedras que deposito son pequeñas, caben en mi mano.
Es un lote baldío. La "Primera Sangre". Así llamo a este lugar.
Los camiones siguen llegando al paradero. Los anoto en mi libreta. Uno de ellos da la vuelta y sus potentes lu-ces me iluminan. El ayudante del chofer asoma el cuer-po por la puerta delantera y cuando pasa me insulta.
Lo saludo agitando la mano y con mi gran sonrisa.
martes, 2 de junio de 2015
Blish James. Premio Hugo 1959.
Blish James. Premio Hugo 1959.
Estudió biología en la Universidad de Columbia, entre los años de 1942 - 1944 sirvió a las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos como médico asistente. Después de la Guerra obtuvo el puesto de director general en la farmacéutica Pfizer.
Su primera novela publicada apareció en el año de 1940, y poco a poco su actividad literaria creció hasta que optó por convertirse en escritor profesional Blish estuvo casado con la editora Virginia Kidd de 1947 hasta 1963.
Entre 1967 y su muerte en 1975, Blish se vuelve el primer autor en escribir una corta colección de historias basadas en una serie clásica de televisión: Star Trek. En total, Blish escribió once volúmenes de estas cortas historias las cuales eran adaptaciones de la famosa serie de los años sesenta.
Murió mientras escribía el volumen número once de las adaptaciones de Star Trek, su esposa en ese entonces, J. A. Lawrence completó el libro y escribió dos volúmenes más.
Blish vivió en Milford, Pennsylvania hasta la mitad de los sesentas. En 1968, Blish emigró a Inglaterra, y vivió en Oxford hasta que murió a causa de un cáncer de pulmón en 1975. Fue enterrado en el cementerio de Holywell, en Oxford, a lado de la tumba de Kenneth Grahame.
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Premio Hugo 1959
Un caso de conciencia. Novela.
El padre Ruiz-Sánchez no es sólo un sacerdote, sino además un sabio, y no sólo un sabio, sino además un tipo humano. Por eso, al llegar la planeta Litina, cuyos habitantes -reptiles dotados de inteligencia- únicamente creen en la razón pura, el padre Ruíz-Sánchez se ve confrontado a un problema teológico de cuya solución puede depender el porvenir de dos mundos. Desgarrado entre las enseñanzas de su fe, las de su ciencia y las íntimas exigencias de su humanidad, sólo un camino parece ofrecérsele: el de la herejía.
Fuente:N.N.
(Fragmento. Novela. Un caso de conciencia).
JAMES BLISH.
UN CASO DE CONCIENCIA.
Editor: Martínez Roca, Barcelona
D. L.: 1977
Colección: Súper-ficción; 17
ISBN: 84-270-0397-8
LIBRO PRIMERO.
La puerta de piedra se cerró con estrépito. Era la tarjeta de visita de Cleaver. Jamás puerta alguna, por maciza, complicada o bien encarrilada en sus guías que estuviese había logrado impedir que aquél la cerrara con formidable estruendo, como si el mundo se viniera abajo. Y tampoco había en el universo planeta lo bastante húmedo y con la suficiente densidad atmosférica para amortiguar el ruido- ni siquiera Litina.
El padre Ramón Ruiz-Sánchez, oriundo del Perú, miembro regular de la Compañía de Jesús, con profesión de los cuatro votos, prosiguió la lectura. Los dedos impacientes de Paul Cleaver necesitarían algún tiempo para liberarle del traje de explorador que vestía, y en el ínterin el problema subsistía. Un problema que se remontaba a un siglo atrás —se planteó por vez primera en 1939—, pese a lo cual la Iglesia no había conseguido esclarecerlo. Por lo demás, era de una complicación diabólica (adjetivo oficialmente reconocido, rigurosamente seleccionado y con la pretensión de que fuera interpretado en sentido literal). La propia novela que había promovido el caso figuraba en el Índice de Libros Prohibidos, y sólo por dispensa de la Orden a la que pertenecía tenía el padre Ruiz-Sánchez acceso espiritual a ella.
Volvió la página sin apenas prestar atención al ruido de botas y gruñidos que llegaban del salón. El texto discurría cada vez más inextricable, más insidioso e insoluble conforme avanzaba en la lectura: (...) Magravio amenaza a Anita con inducir a Sila —un bruto integral (jefe de una panda de mercenarios: los silavanos) que pretende abandonar a Felicia en manos de Gregorio, Leo, Vitelio y Macdugalio, cuatro excavadores— a que abuse de ella si no cede a sus apetencias y se aviene a mantener a Honufrio en el engaño realizando el acto conyugal cuando se le pida. Anita, que dice haber descubierto tentaciones incestuosas en Jeremías y Eugenio...
¡Vaya por Dios! Otra vez había perdido el hilo. ¿Quiénes eran Jeremías y Eugenio? Ah, sí..., los «filadelfos~ o hermanos entrañables (seguro que aquí se ocultaba algo reprobable) que aparecían al comienzo del libro, consanguíneos en último grado de Felicia y Honufrio, este último, a juzgar por las trazas, instigador de todas las villanías y esposo de Anita. Magravio, que por lo visto admira a Honufrio, es instigado por el esclavo Mauricio —probablemente siguiendo instrucciones del propio Honufrio—a solicitar los favores de Anita, a la que llegan estos requerimientos por intermedio de su doncella Fortissa, que era o había sido en algún momento compañera de Mauricio, a quien había dado hijos, todo lo cual obligaba a sopesar con suma cautela el caso. Además, la confesión de Honufrio al inicio de la trama fue obtenida en su integridad bajo tortura, voluntaria si se quiere, pero tortura al fin y al cabo. En cuanto a las relaciones entre Fortissa y Mauricio resultaban todavía más ambiguas. A decir verdad no eran más que una suposición del padre Ware, el glosador...
—Ram6n, ¿quieres ayudarme?—gritó de repente Cleaver—. Apenas puedo moverme y..., y no me siento bien.
El jesuita y biólogo apartó a un lado la novela y se levantó alarmado. Era muy extraño oír a Cleaver expresarse en aquel tono.
El físico estaba sentado en un almohadón de junquillos trenzados relleno con una especie de musgo esfagnáceo que se hundía en el centro bajo el peso de su anatomía. Se había despojado a medias del traje de explorador, confeccionado en fibra de vidrio. Estaba pálido y sudoroso aun después de haberse quitado el casco protector. Los dedos gordezuelos se movían con torpeza tirando de una cremallera que se había atascado.
—Paul, ¿por qué no me dijiste en seguida que te sentías indispuesto? Anda, deja eso ya, no haces más que estropearlo. ¿Qué ha sucedido?
—No lo sé con certeza —contestó Cleaver, jadeante, soltando el extremo de la cremallera. Ruiz-Sánchez se arrodilló junto a él y manipuló con cuidado para encajar de nuevo el diente de la cremallera—. Me adentré en la selva para ver si descubría más mineral de pegmatita. Llevo tiempo pensando que si algún día se instalase hache una planta piloto de tritio, la producción podría ser fabulosa.
—¡No lo quiera Dios! —exclamó Ruiz-Sánchez por lo bajo.
—¿Decías?... De todos modos no encontré nada de particular. Sólo unos cuantos lagartos y saltamontes, como siempre. Luego tropecé con una planta semejante a un ananás y una de las espinas perforó el traje y me hirió. No parecía cosa seria, pero. . .
—No vestimos esos trajes por capricho. Veamos la herida. Vamos, levanta las piernas para que pueda sacar esas botas. ¿Dónde te hiciste...? Ah, ya veo. Caramba, tiene mal aspecto. Habrá que tratarlo. ¿Algún otro síntoma?
—Tengo la boca como despellejada—se quejó Cleaver.
—.Abrela —ordenó el jesuita.
Cleaver obedeció y el sacerdote pudo observar que aquél se había quedado muy corto en sus apreciaciones. Tenía casi toda la mucosa bucal cubierta de visibles ulceraciones que indudablemente debían de causarle intenso dolor y cuyos bordes aparecían muy marcados, como si hubieran sido producidas con un punzón para marcar bizcochos.
Ruiz-Sánchez se abstuvo de formular comentarios y su rostro adopt6 una expresión de fingida indiferencia. Si el físico sentía necesidad de minimizar su dolencia no seria él quien lo impidiera. Un planeta extraño no es el lugar más apropiado para privar a un hombre de sus mecanismos de defensa.
—Ven conmigo al laboratorio —indicó el jesuita—. Tienes eso muy inflamado.
Cleaver se puso en pie, un poco tambaleante, y siguió al biólogo hasta la habitación donde estaba instalado el laboratorio. Ruiz-Sánchez tomó muestras de varias úlceras, las depositó en los cristales portaobjetos y las sometió a tinción por el método de Gram. Mientras tenía lugar el proceso de coloración se aplicó al ritual de orientar el espejo situado bajo la platina del microscopio hacia la ventana, enfocándolo contra una luminosa nube blanca. Cuando sonó la alarma del cronómetro secó la primera preparación con la llama de un mechero de laboratorio y deslizó el portaobjetos hasta afianzarlo con las pinzas de sujeción.
Tal como casi se temía, el biólogo descubrió pocos de los bacilos y espiroquetas entremezclados que hubiesen delatado la existencia de una enfermedad común conocida en la Tierra como «angina de Vincent,. —pese a que el cuadro clínico de Cleaver así lo sugería—, y que Ruiz-Sánchez habría podido curar de la noche a la mañana con una simple tableta de espectromicina. La flora bucal de Cleaver era normal, aunque con tendencia a proliferar debido a la cantidad de tejido expuesto.
—Voy a inyectarte—advirtió el jesuita con voz sosegada—. Luego será mejor que te acuestes.
—¡Ni hablar de eso!—protestó Cleaver—. Tengo nueve veces más trabajo del que puedo hacer para añadir ahora obstáculos suplementarios.
—Las enfermedades siempre vienen a destiempo—argumentó Ruiz-Sánchez—. Y digo yo: ¿a santo de qué preocuparse de si pierdes un día o dos cuando de todos modos no estás eh condiciones de tenerte en pie?
—¿Qué tengo?—preguntó el físico con recelo.
—No tienes nada—repuso Ruiz-Sánchez, casi deplorando tener que decirlo—. Me refiero a que no padeces una infección. Pero eso que tú llamas ananás te ha jugado una mala pasada. En Litina la mayor parte de esta familia vegetal va provista de espinas o tiene unas hojas recubiertas de polisacáridos venenosos para el hombre. En concreto, el glucósido con el que tropezaste era sin duda una escila o algo muy parecido. Produce los mismos síntomas que la angina de Vincent, sólo que tarda mucho más en desaparecer.
—¿Y cuánto tiempo me llevará recuperarme? —preguntó Cleaver, resistiéndose
todavía, si bien replegado ahora a la defensiva.
—Varios días por lo menos; hasta que estés inmunizado. La inyección que voy a darte es una globulina gamma específica contra la escila y debería aminorar los síntomas hasta que tu organismo haya elaborado una elevada concentración de anticuerpos. Pero mientras eso no ocurra, Paul, tendrás mucha fiebre y me veré obligado a atiborrarte de antipiréticos, pues en este clima un poco de fiebre puede resultar gravísimo.
—Lo sé —dijo Cleaver, más apaciguado—. A medida que voy conociendo mejor este planeta, menos dispuesto estoy a votar en sentido afirmativo cuando llegue el momento. Bueno; adelante con tus inyecciones y tus aspirinas. Supongo que debo alegrarme de que no sufra una infección bacterial, ya que entonces las Serpientes me acribillarían con antibióticos.
—No es probable que eso ocurra—dijo Ruiz-Sánchez—. Estoy seguro de que los
litinos disponen de por lo menos cien clases de drogas que tarde o temprano acabaremos utilizando; pero por el momento no hay tal cosa, de forma que tranquilízate. Antes será preciso estudiar desde el principio su farmacología... Bien, Paul, ¡a tu hamaca! Te aseguro que dentro de diez minutos te arrepentirás de haber nacido.
Cleaver forzó una sonrisa. Su rostro sudoroso, rematado por una desgreñada mata de pelo rubio, no había perdido el vigor ni la energía de trazos a pesar de su estado de postración. Cleaver se puso en pie y pausadamente se bajó las mangas de la camisa.
—En lo que a ti concierne no me cabe duda de cuál va a ser tu voto—dijo—. Te agrada este planeta, ¿verdad, Ramón? Debe de ser un auténtico paraíso para un biólogo.
—Sí, me gusta—dijo el sacerdote, devolviéndole la sonrisa. Siguió a Cleaver
hasta la reducida estancia que hacia las veces de dormitorio. Salvo por el detalle de la ventana, uno hubiera dicho que se encontraba en el interior de un botijo. Las paredes, lisas y curvas, eran de algún tipo de material cerámico que no permitía filtraciones ni dejaba penetrar la humedad, aunque tampoco estaba completamente seco. Las hamacas pendían de unos ganchos que asomaban ligeramente del muro, de forlpa que parecían revestidos de materia cerámica como el resto de la casa—. Quisiera que mi colega la doctora Meid estuviese hache. Creo que aún se sentiría más a gusto que yo.
—Las mujeres metidas a científico no me inspiran confianza —dijo Cleaver, con ambigua y extemporánea irritación—. Siempre dejan que los sentimientos interfieran con sus hipótesis. Por cierto, ese nombre... Meid... ¿de dónde proviene?
—Del Japón—aclaró Ruiz-Sánchez—. Su nombre de pila es Liu. Allí siguen la misma costumbre que en Occidente y colocan el apellido familiar a continuación del nombre.
—Entiendo—dijo Cleaver, perdiendo interés en el tema—. Hablábamos de Litina.
—Bien. No olvides que Litina es el primer planeta extrasolar que visito-aclaró el jesuita—. Creo que me sentiría igualmente fascinado ante cualquier
mundo nuevo y habitado. Esta infinita mutabilidad de las formas de vida y la sabiduría inherente en cada una de ellas... Todo resulta asombroso y fascinante.
—¿Y por qué no ha de bastar con eso?—preguntó Cleaver—. ¿Por qué mezclar
siempre a Dios en el mejunje? No me parece Lógico.
—Al contrario; es lo que confiere sentido a las cosas—arguyó Ruiz-Sánchez—. La fe y la ciencia no se excluyen mutuamente, sino todo lo contrario. Pero si antepones los postulados de la ciencia y excluyes la fe, admitiendo sólo lo que está probado, no encuentras más que una serie de actos desprovistos de sentido. Para mí, la biología es un acto religioso, porque sé que todas las criaturas son obra de Dios y que cada nuevo planeta, con sus múltiples manifestaciones, es una afirmación del poder de Dios.
—Eres un hombre muy entregado —dijo Cleaver—. Pues bien, también yo, pero
sólo a mayor gloria del hombre. Así pienso yo.
Se dejó caer pesadamente en la hamaca. Transcurrido un intervalo razonable, Ruiz-Sánchez se levantó, y al hacerlo elevó la pierna del paciente, de la que por lo visto se había olvidado. Cleaver no se dio cuenta, señal evidente de que la inyección empezaba a surtir efecto.
—Conforme—sentenció Ruiz-Sánchez—, pero has dejado la frase a medias. El
resto dice: «...y a mayor gloria de Dios».
—No me sermonees, padre—se revolvió Cleaver. Pero en seguida añadió—: Perdona..., no he querido decir tal cosa. Es que para un físico este planeta resulta un verdadero infierno. Será mejor que me des esta aspirina. Tengo frió.
—Claro, Paul.
Ruiz-Sánchez retornó con paso vivo al laboratorio, preparó una masa de barbiturato-salicilato en uno de los soberbios morteros que poseían los litinos y la comprimió hasta formar varias tabletas (la húmeda atmósfera de Litina no permitía el acopio de pastillas por ser éstas excesivamente higroscópicas). Le hubiese gustado estampar en ellas la marca «Bayer,- antes de que se endurecieran, pues si para Cleaver la aspirina era un remedio contra todos los males, no tenia inconveniente en que siguiera pensando que las tabletas que iba a ingerir eran aspirinas.
Pero como era lógico, no disponía de la matriz necesaria para dicha operación.
Tomó dos tabletas y regresó junto a Cleaver con un vaso y una jarra de agua pasada por un filtro Berkefeld.
El corpulento hombretón estaba ya dormido, y Ruiz-Sánchez tuvo que desvelarlo a medias. Cleaver dormiría aún largo rato, y a cambio de aquel trato en apariencia brusco, despertaría muy avanzado en el camino de su recuperación. La verdad es que el paciente apenas se dio cuenta de que le hacían tragar las pastillas, y al poco volvía a respirar afanosa y entrecortadamente.
Acto seguido Ruiz-Sánchez volvió al salón, tomó asiento y empezó a inspeccionar el traje de explorador. No le costó mucho localizar el desgarro causado por la espina vegetal, y vio que podría remendarlo con facilidad. Mucho más difícil era, en cambio, remendar la idea que Cleaver tenía de que las defensas orgánicas de los terrestres les hacia invulnerables en Litina y que uno podía topar impunemente con una planta espinosa. Ruiz-Sánchez se preguntó si los dos restantes miembros del Grupo Explorador de Litina seguían compartiendo la idea.
Cleaver había dicho que el pinchazo se lo había ocasionado un «ananás». Cualquier biólogo hubiese podido indicarle que hasta en el planeta Tierra el ananás es una planta prolífica y dañina que sólo por afortunada y casual contingencia resulta comestible. Ruiz-Sánchez recordaba que en Hawai sólo era posible atravesar la fronda tropical calzando botas altas y vistiendo pantalones de burdo y resistente paño. Incluso en las plantaciones Dale, los ananás, indómitos y amazacotados, podían destrozarle a uno las piernas si no las llevaba bien protegidas.
El jesuita volvió el traje del revés. La cremallera que se le había atascado a Cleaver era de un material plástico cuyas moléculas llevaban incorporados radicales de varias sustancias terrestres antifungicidas, en especial la tiolutina, un veneno protoplásmico: Cierto que los hongos de Litina no hacían mella en esta protección; pero la compleja molécula del plástico en si, expuesta a la humedad y elevada temperatura que prevalecían en Litina, tendía a polimerizarse de forma más o menos espontánea. Éste era el caso. Uno de los dientes de la cremallera presentaba el aspecto de una roseta de maíz tostado.
Mientras Ruiz-Sánchez manipulaba en el traje empezó a oscurecer. Se oyó un chasquido y la estancia se iluminó con la pequeña y pálida llama surgida de unas oquedades en cada una de las paredes. La sustancia combustible era gas natural, del que Litina tenía un suministro inagotable y constantemente renovado. La llama se producía por absorción de un catalizador al fluir el gas de las conducciones. Si se deseaba una luz más intensa, se colocaba en la llama una camisa de calcio protegida por cristal refractario y que se graduaba mediante un tornillo. Sin embargo, el sacerdote prefería, como los propios litinos, la tenue luz amarilla y sólo utilizaba la de calcio en el laboratorio.
Con todo, los habitantes de la Tierra necesitaban de la electricidad para ciertos menesteres, lo cual les había obligado a proveerse de generadores. En electrostática los litinos estaban mucho más avanzados que los terrestres, pero en materia de electrodinámica sus conocimientos eran parcos. Habían descubierto el magnetismo sólo unos pocos años antes de la llegada de la misión exploradora, pues en el planeta no existían magnetos naturales. Experimentaron por vez primera el fenómeno no en el hierro, mineral del que apenas existían trazas, sino en el oxigeno liquido, sustancia evidentemente inadecuada para fabricar núcleos de dinamo.
Los resultados obtenidos a tenor de la técnica empleada por los litinos eran insólitos para un terrícola. Las reptiloides criaturas de tres metros y medio habían construido varios gigantescos generadores electrostáticos y veintenas de otros más pequeños, pero no tenían nada que se pareciera ni remotamente a nuestros teléfonos. Poseían notables conocimientos prácticos de electrólisis, pero consideraban un alarde técnico llevar la corriente eléctrica a larga distancia—digamos un kilómetro y pico—. Desconocían el motor eléctrico, pero efectuaban veloces vuelos intercontinentales en aviones de propulsión a chorro impulsados por electricidad estática. Cleaver había asegurado que comprendía perfectamente este fenómeno, pero Ruiz-Sánchez, por supuesto, no acertaba a explicárselo, y mucho menos después del rollo que Cleaver le largara sobre plasmas de electrones-iones calentados por inducción de corrientes de hiperfrecuencia.
Los litinos disponían de un fantástico sistema de comunicaciones por radio que, entre otras cosas, formaba una red de navegación «natural» que comprendía a la totalidad del planeta, con base en un árbol (tal vez el detalle que más evidenciaba el talento de los litinos para la paradoja), pese a lo cual no habían logrado fabricar un tubo de vacío de serie y su teoría atómica era poco más avanzada que la de Demócrito.
Cierto que estas paradojas se explicaban en parte por las carencias de Litina. Como toda masa sólida en rotación, Litina tenía su propio campo magnético. Sin embargo, es difícil que los habitantes de un planeta en el que no existe mineral de hierro descubran los postulados teóricos del magnetismo. La radiactividad superficial de aquel mundo les era por completo desconocida, por lo menos hasta la llegada de los terrestres, lo que explicaba la vaguedad y confusión de que adolecía la teoría atómica de los litinos. Como los griegos, habían descubierto que la fricción del vidrio con la seda produce una clase de energía o carga, al igual que ocurre con la seda y el ámbar. De aquí habían pasado a los generadores Van de Ciraaf, a la electroquímica y al chorro de electricidad estática. Pero al no disponer de metales idóneos les era imposible construir baterías de alta tensión o rebasar las bases de la electricidad dinámica.
En los terrenos en que habían contado con pistas suficientes realizaron grandes progresos. Así, a pesar de la constante nubosidad y la persistente llovizna, poseían unos conocimientos extraordinarios de astronomía descriptiva, gracias en especial a la afortunada circunstancia de poseer un pequeño satélite lunar que desde antiguo había atraído su atención hacia el espacio exterior. Ello, a su vez, había influido en la consecución de progresos determinantes en el campo de la óptica, convirtiéndoles en consumados y fantásticos manipuladores del vidrio. La química que practicaban obtenía el máximo provecho tanto del mar como de la floresta. El primero les proporcionaba productos tan vitales y diversos como el agar, yodo, sales, metales inferiores y alimentos de variado tipo. Del frondoso bosque obtenían los restantes productos que necesitaban: resinas, caucho, madera en toda la gama de durezas, aceites para condimento y derivados, «mantecas» vegetales, colorantes, drogas, corcho y papel. Sólo se abstenían de cazar animales terrestres, y a uno le costaba imaginar la causa. El jesuita lo atribuía a motivos de orden religioso. Sin embargo, los litinos no profesaban religión alguna y, por supuesto, consumían buena parte de las especies de la fauna marina sin escrúpulos de conciencia.
Ruiz-Sánchez lanzó un suspiro y abandonó el traje de explorador sobre las rodillas, pese a que todavía no había terminado de encajar el diente de la cremallera en forma de roseta. En el exterior, envuelta en la húmeda oscuridad, Litina bullía de vida. Era un zumbido estimulante, vital, de extrañas resonancias, que abarcaba casi todo el espectro auditivo de un terrestre, producido por las miríadas de insectos que poblaban el aire de Litina. Eran en su mayoría sonidos vibrantes y agudos, parecidos al gorjeo de algunos pájaros, y también ronroneos de ala y zurridos característicos de los insectos terrestres. En cierto modo era una suerte, ya que no había pájaros en Litina.
«¿Eran éstas las armonías del Edén antes de que el demonio hiciera su aparición en la Tierra?», se preguntó Ruiz-Sánchez. Desde luego, allá en su patria, en Perú, no se conocían sonidos tan melodiosos...
Escrúpulos de conciencia: eso era lo que en el fonda le preocupaba, más, mucho más que los laberintos taxonómicos de la biología ya bastante intrincados en la Tierra antes de que los vuelos espaciales contribuyeran con los dédalos de cada nuevo planeta, con los laberintos de cada nueva estrella. Que los litinos fueran bípedos evolucionados de los reptiles, con bolsas abdominales como los marsupiales y sistemas circulatorios pterópsidos, eran aspectos en extremo interesantes. Que tuvieran o no escrúpulos de conciencia, era una cuestión vital.
Un calendario atrajo su atención. Se trataba de uno de esos calendarios llamados «artísticos. que Cleaver había sacado de su equipaje cuando llegaron al planeta. En él aparecía una muchacha falsamente espontánea enmarcada por densas capas de refulgentes tonalidades anaranjadas. Era el 19 de abril del año 2045, es decir, casi Pascua de Resurrección, el más señalado recordatorio de que el cuerpo es una simple envoltura de la vida espiritual. Sin embargo para Ruiz-Sánchez era una fecha tan destacada como la propia Pascua, pues 2050 era Año Santo.
La Iglesia había retornado a la tradición—instituida oficial mente por Bonifacio VIII en el año 1300—de proclamar Año Santo cada cincuentenario. En el supuesto de que Ruiz-Sánchez no pudiera acudir a Roma el año próximo, en que se abría la Sacra Puerta, ya no tendría ocasión de presenciarlo en lo que le quedaba de vida.
«¡Apresúrate, apresúrate!» martilleaba en su cerebro algún demonio personal. O ¿era quizá la voz de su propia conciencia? ¿Tanto era el lastre de sus pecados—que él mismo ignoraba— como para compelerle a emprender el peregrinaje? Tal vez todo fuera una tentación sin importancia inducida por el pecado de la vanidad...
En cualquier caso no podía precipitar la misión que les había llevado allí. 1~1 y sus tres colegas se hallaban en el planeta para determinar si la Tierra podía utilizarlo como puerto de escala sin riesgo ni perjuicio para terrestres y litinos. Los tres miembros restantes del grupo explorador eran antes que nada científicos, como Ruiz-Sánchez. La diferencia estaba en que éste sabía que su recomendación final dependería en última instancia de su conciencia, no de la taxonomía. Y la conciencia, como el acto de creación, no puede ser espoleada ni programada.
Con semblante preocupado bajó la mirada hacia el todavía
~rrado traje de explorador, hasta que oyó quejarse a Clea~ Entonces 5e levantó
y abandonó la estancia al aulce siseo |~I s Ilamas en las paredes.
lunes, 1 de junio de 2015
Juan Ramón Biedma. Premio Hammett de novela 2008. El imán y la brújula.
Premio Hammett de novela 2008. El imán y la brújula.
Juan Ramón Biedma nace en Sevilla (España), estudia Derecho, y durante años combina su actividad en la gestión de emergencias con la de locutor de radio, guionista, crítico musical y cinematográfico, actualmente colabora en diversas publicaciones y páginas webs.
Su primera novela `El manuscrito de Dios` fue designada Mención Especial del Jurado en el II Premio de Novela de la Semana Negra de Gijón del 2004 y finalista del Premio Memorial Silverio Cañada, la obra ha sido reeditada continuamente desde su publicación. Con su segunda obra, `El espejo del monstruo`, inicia una serie de novelas por entregas protagonizadas por el abogado Set Santiago, que interrumpe para presentar `El imán y la brújula`, una intriga histórico-criminal ambientada en la España de 1926.
En la actualidad, finaliza la corrección de `El efecto Transilvania`, una novela de fantasía callejera para adultos mayores de 14 años.
***
Sevilla, Madrid, 1926. Un desertor de la guerra de Marruecos que sobrevive gracias al pequeño contrabando es contratado para encontrar dos películas perversas rodadas catorce años atrás por los extraños miembros de un grupo que pretendió liberarse de la necesidad de Dios siguiendo los postulados del Marqués de Sade. En el descenso que supondrá esta búsqueda el protagonista se enfrentara a los estamentos más abyectos de un mundo sumergido, a los intereses de los militares coloniales y a los de la misma casa del rey.
En su búsqueda Éctor recibe la ayuda de Piancastelli, un individuo enigmático capaz de extraños prodigios, así como de Séptima, sobrina de uno de los miembros del grupo de realizadores de las películas. El recorrido que se hace por el Madrid de los años veinte, mientras se reconstruye la vida de cada integrante del grupo, contribuye a mostrar el cambio de época que está experimentando el país y enfrentarse a los bandos que han terminado por hacer de las películas una cuestión de estado.
En paralelo vemos a Jacinto Ortega, un aparente monstruo que se dedica a degollar niños para extraer su sangre. Cuando nos enteramos de que su hijo padece tuberculosis y que se ha descartado la posibilidad de curarle por medios convencionales, entendemos que casi nada es lo que inicialmente parece.
Galardonada con el premio Novelpol a la mejor novela policíaca del año 2007 y finalista del premio Hammett de la Semana Negra, Biedma nos habla de temas tan actuales, duros y controvertidos como las snuff movies, las sectas religiosas, la corrupción de menores, los asesinos en serie, la masoneria, el fascismo y el colonialismo.
«Biedma se ha convertido en un artista de una nueva novela negra, esperpéntica, que podría calificarse de nieta de Valle Inclán.» Paco Ignacio Taibo II
*David G. Panadero
(Fragmento. Novela). El imán y la brújula.
1
JACINTO ORTEGA Y JACINTO ORTEGA
El cuerpo de la niña se desmorona cuando el hombre abre la mano izquierda y deja que dibuje en el suelo un lento garabato. La derecha sostiene el recipiente de barro que con-tiene la sangre que ha brotado al cortarle el cuello. Después toma la jarra de loza decorada con una ballena que él mismo ha pintado y la llena hasta el borde del líquido caliente.
Todavía siente en los dedos, ásperos de tanto tiempo en contacto con sal marina, la piel de crema de la peque-ña de no más de ocho años, el cabello suave que casi se deshacía mientras lo sujetaba, los estertores de monigote de una de esas nuevas películas de dibujos animados, pero proyectada con un dispositivo defectuoso.
Para no mirar la agonía de la niña a sus pies, intenta fi-jar la mirada en el calendario de la pared, que le sirve para recordar que se encuentra en la cochera anexa a su casa, que el 23 de noviembre de 1926 aún no ha terminado.
Adelgazar sin drogas:
por la simple evaporación de un líquido resolutivo.
Desafío, a cualquiera, que pruebe que mi Agua Reductora no hace adelgazar
en ocho días y desaparecer definitivamente los mofletes,
la doble barba y, en general, toda grasa superfina.
La leyenda del almanaque publicitario va acompañada de una ilustración donde un individuo gordo y feliz se columpia en una balanza gigante. Su hijo siempre se ríe al ver el dibujo.
Aparta con el pie la navaja que dejó precipitadamente en el suelo para coger la vasija y no perder ni una sola go-ta de sangre, con cuidado de no mellar la herramienta, consciente de que ésta es la primera de otras muchas veces en las que tendrá que usarla para el mismo fin, y deja el recipiente en un rincón; ya lo limpiará todo después, aho-ra no puede perder más tiempo.
También tendrá que enterrar el pequeño cadáver. La garganta se le contrae en un nudo que no deja pasar ni el aire cuando repara en que tendrá que sepultarlo tan cerca de la esquina como pueda para dejar sitio a los muchos que lo seguirán.
Cuando empieza a caminar, despacio para no derramar nada, casi se sorprende de volver a respirar. Deja abierta la puerta que comunica el garaje con el salón, el niño nunca entra allí sin permiso y en la casa no vive nadie más; cru-za la penumbra de la estancia y sube la escalera que le lle-va frente al dormitorio.
Su hijo, pálido y adormilado, sonríe cuando lo ve llegar.
domingo, 31 de mayo de 2015
Premio Hugo. Año: 1958. Fritz Leiber. Novela: "El gran tiempo".
Obra ganadora del Premio Hugo a la mejor novela de ciencia ficción
Recordado frecuentemente como un escritor de ciencia-ficción, la vida de Fritz Leiber es mucho más compleja que la de un simple escritor. Fritz Reuter Leiber Jr fue hijo de un notable actor shakesperiano y una actriz del cine mudo. Inclinado inicialmente hacia esos campos, intervino como actor en la compañía de su padre de 1934 a 1936, fecha en la que decidió asentarse como escritor. Aunque no olvidó su faceta de actor e intervino en pequeños papeles cinematográficos como en CAMILLE (1937) junto a Greta Garbo y Robert Taylor. Su filmografía cuenta, al menos, con 5 o 6 de estos papeles.
Leiber se graduó en la Universidad de Chicago en Psicología y Fisiología, estudios que le ayudaron a pergeñar la estructura de alguna de sus historias, y, al mismo tiempo, siguió un Seminario sobre Teología General Episcopaliana. Llegó a ser sacerdote episcopaliano, ocupación que dejó al cabo de un año.
Se le atribuye el mérito, que él mismo ni ha negado ni ha confirmado, de haber sido el primero en usar el término Espada y Brujería para describir el particular subgénero en el que abundan la hechicería y las aventuras de espadachines. También escribió cuentos y novelas sobre horrores insondables cuyo lugar común es poseer algo profundamente siniestro bajo la superficie de una apacible vida urbana. Sus influencias proceden de Shakespeare, Edgar Allen Poe, H. P. Lovecraft y M. R. James de quienes tomó alguno de sus temas.
Su carrera de escritor experimentó muchos altibajos debido a su alcoholismo crónico, algo de lo cual habló y escribió abiertamente, logró publicar 40 libros.
Debemos precisar que su interés por la literatura proviene de su larga correspondencia con un intimo amigo de universidad, Harry Fischer. Conjuntamente desarrollaron unos personajes que constituyen sus alter egos: El nórdico Fafhrd, un individuo larguirucho, alto, flexible, procedente del Norte (basado en Leiber), y el Ratonero Gris, vivaz basado en (Fischer). Leiber presentó los personajes por primera vez en una historia, ADEPT GAMBIT, que serviría el molde de creaciones posteriores en un mundo de magia mística y constituirían la saga de Fafhrd y el Ratonero Gris, también conocida como Espada y Brujería. Uno de estos relatos, MAL ENCUENTRO EN LAMMARCK recibió el premio Hugo en 1971 y el Nebula en 1990. Los relatos fueron recopilados en seis o siete volúmenes, todos publicados en español.
A mediados de los 40 empezó a publicar en Astounding Science Fiction, probablemente esto influyó en un viraje hacia la ciencia-ficción. Desde entonces incluiría elementos de este género en sus novelas.
El lado más interesante de la literatura de Leiber es su preocupación por la amenaza del moderno horror urbano, de la vida en ciudad y su trama de terrores que gradualmente corrompen la psique. En LA PISTOLA AUTOMÁTICA nos presenta una pistola con vida propia, y en EL FANTASMA DEL HUMO las tensiones que sufre un trabajador metropolitano sobre el que se ejerce presión. Ambos relatos se encuentran recopilados en ESPECTROS DE LA NOCHE.
Leiber también estaba fascinado con la idea de la mujer fatal. Usó la brujería como una metáfora de la astucia femenina y escribió una de sus mejores novelas ESPOSA HECHICERA de la que se han rodado dos películas, una de ellas con guión de Matheson, y un episodio televisivo también con guión de Richard Matheson. La culminación fue NUESTRA SEÑORA DE LAS TINIEBLAS, no sólo un homenaje para el género de horror sino la resolución natural de su trabajo previo.
THE GREEN MILLENNIUM (EL MILENIO VERDE) es una novela completamente diferente de ESPOSA HECHICERA y HÁGASE LA OSCURIDAD tanto en humor como en aproximación. Es una novela con muchos más mundos paralelos, especialmente en lo social, que su trabajo previo. Mezcla una visión sobre America de pesadilla con su habitual sentido del humor.
Una de sus mejores obras como escritor de ciencia-ficción es HÁGASE LA OSCURIDAD cuyo argumento se centra en el derrocamiento de una dictadura religiosa que guarda celosamente sus conocimientos científicos para manipular a la gente.
Y, como no, está su serie sobre la Guerra del Cambio escrita entre 1958 y 1965 narra las luchas entre dos facciones, las arañas y las serpientes por controlar el universo. Para ello no dudan en reclutar dobles a los que separan de su línea temporal y utilizan en su guerra a lo largo del tiempo y el espacio. El interés de la historia está en el misterio que envuelve toda la historia, Leiber por no preocuparse no se preocupa ni de explicarnos las líneas generales de la contienda. Tal vez sea el toque Leiber lo que encandile al lector y le haga leer hasta el final. La serie está formada por una recopilación de relatos, CRÓNICAS DEL GRAN TIEMPO, y una novela corta, EL GRAN TIEMPO, que fue premiada con el Hugo en 1958.
EL PLANETA ERRANTE es su novela de ciencia-ficción clásica. Ganó el premio Hugo de 1965. Se la puede considerar la predecesora de novelas y películas de desastres posteriores. La novela explora con detenimiento las diversas reacciones de la gente ante la posibilidad de una muerte inminente.
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Fritz Leiber se distingue entre los autores norteamericanos de ciencia ficción por dos importantes características. La primera, por ser uno de los decanos en su profesión. La segunda, por ser un escritor ecléctico, que nunca se ha encasillado en un solo género o estilo determinado, sino que ha sobresalido, y sigue sobresaliendo, en varios de ellos. También reúne otra característica, a la que él no da la menor importancia: la de ser el autor que más premios literarios de fantasía y ciencia ficción ha ganado en el mundo: seis Hugos, tres Nébulas y cuatro premios de literatura fantástica, el Lovecraft, el August Derleth, el Gandalf y el Lovecraft a la obra de toda una vida. Un record que no ostenta por ahora ningún otro escritor de fantasía o de ciencia ficción. Y me atrevería a decir que posee aún una cuarta característica, mucho más importante que las anteriores: una profunda humanidad, que se refleja constantemente, tanto en su obra como en su persona.
Fuente: N.N.
(Fragmento) Novela. El gran tiempo.
S.O.S. DESDE NINGUNA PARTE
Me di cuenta de que el piano había abandonado a Erich y al volver la cabeza vi a Beau, Maud y a Sid amontonados sobre el diván de control. El Control Mayor indicaba con su luz verde emergencia inmediata, pero la señal era tan simple que hasta yo reconocí la l amada de peligro de las Arañas y, por unos segundos, me sentí muy mal. Entonces Erich sopló su hálito de reserva sobre el medio de la «Puerta» y yo me di una de mis estimulantes patadas mentales en la base de la espina dorsal y corrimos, con Mark, hacia el os, que estaban en el centro del Lugar.
El parpadeo se extinguía mientras nos acercábamos y Sid nos dijo que no nos moviéramos porque hacíamos sombras. Pegó sus ojos al indicador y nosotros permanecimos rígidos como estatuas mientras él acariciaba los diales como si estuviera haciendo el amor.
Su sensible mano revoloteó sobre el dial de Introversión y sobre el Control Menor, e inmediatamente el Lugar se puso negro como mi alma y no existió para mí nada más que el brazo de Erich y el conocimiento de que Sid estaba cuidando una luz verde que yo ni siquiera podía ver, aunque mis ojos tuvieron tiempo suficiente para acomodarse.
Entonces la luz verde l egó nuevamente muy despacio, y pudimos ver la vieja y amada y tranquilizadora cara de Sid — el verde dorado lo hacía aparecer como un sireno — y el botón que bril aba con toda su luz, y a Sid que encendía las luces del Lugar, y entonces me relajé.
—Compañeros, estén listos para un enganche. Los he aprehendido no importa quienes sean o dónde estén.
Beau, por supuesto el más cercano, lo miró severamente. Sid se estremeció, incómodo. — Al principio me pareció que era de nuestro globo mil años antes del Señor, pero esa señal destel ó y se desvaneció como por arte de magia. Por lo visto el l amado viene de algo más pequeño que el Lugar y seguramente al garete en el cosmos. También creí reconocer al primero — un atomítico antipódeo l amado Benson Carter — pero esa apariencia se modificó.
Beau dijo:
—No nos encontramos en la fase adecuada de los Lugares cósmicos con ritmo de enganche, ¿no es cierto, señor? Sid respondió:
—En general no, muchacho. Beau continuó:
—No creía que tuviéramos algún enganche concertado. Ni órdenes de alerta. Sid dijo:
—No, en verdad. Los ojos de Mark refulgieron. Tocó a Erich en el hombro.
— Un denarius octaviano contra diez Reichsmarks parece una celada de las Serpientes. La irónica sonrisa de Erich descubrió sus dientes.
— Adelante con la operación Puerta que estoy con ustedes.
No era necesario eso para que yo advirtiera la gravedad de la situación o concibiera la idea de que siempre existe la posibilidad de toparse con algo verdaderamente ajeno al cosmos. Las Serpientes hablan interceptado nuestra clave más de una vez. Maud tranquilamente repartía armas y Doc la ayudaba. Sólo Bruce y Lili no intervenían. Pero observaban.
El indicador bril ó. Sid se dirigió al Sustentador y dijo:
—Muy bien corazoncitos. Recuerden, a través de esta Puerta pasan los refulgentes pisciformes hacia adentro y afuera del cosmos.
La Puerta apareció a la izquierda y por encima de donde debería estar y se oscureció demasiado rápido. Hubo una oleada de viento marino con añejo gusto salado, si eso tiene algún sentido, pero nadie escaló los Vientos del Cambio, podría jurarlo — y yo habría estado braceando contra el os. La Puerta se puso de color tinta y hubo un aleteo de látigos de piel gris y un destel o de carne cobriza y dorada y algo oscuro y ruido de cascos y Erich que apuntaba un detonante revólver por encima de su brazo, y después la Puerta se desvaneció y un Lunarius de plata y con tentáculos y un sátiro Venusius se dirigieron en línea recta hacia nosotros.
El Lunarius aferraba un montón de ropas y armas. El sátiro ayudaba a una mujer de cintura de avispa a l evar un pesado casquete de bronce. La mujer vestía pol era corta y breve chaqueta de cuel o alto de cuero castaño tan oscuro que era casi negro. Su peinado de petsofa culminaba en dos cuernos y osadamente refulgía, áurea, aquí y al í y usaba sandalias y brazaletes de cobre en los tobil os, y muñecas — uno era un l amador de cobre y plata — y de su ancho cinturón de cobre pendía un hacha corta de dos cabezas. Era morena, la frente y la barbil a huidizas, pero el efecto era cualquier cosa menos debilidad; tenía un rostro de hermoso arco, y muy familiar, ¡por Cristo!
Pero antes de que yo pudiera decir «Kabysia Labrys», Maud me lo espetó agudamente
—Es Kaby con dos amigos. Viene con una pareja de Fantasmas.
Y entonces vi que realmente se trataba de los viejos días porque reconocí a mi enamorado Lunarius Ilhilihis, y en medio de la gran confusión me di una buena patada esclarecedora porque advertí que podía distinguir la personalidad de cada una de las aterciopeladas jetas de plata.
Llegaron al diván de control e Il y depositó al í su carga y los otros el casquete, y Kaby osciló pero se desprendió de los dos ETs cuando comenzaron a sostenerla y miró airadamente a Sid que intentaba hacer lo propio aunque el a era su «dulce amiga Keftiana» que él le había mencionado a Bruce.
Kaby se inclinó con los brazos extendidos sobre el diván y dio dos boqueadas tan profundas que se le marcaron las vértebras a través de su morena cintura y luego sacudió la cabeza y ordenó, — ¡Vino!
Mientras Beau se precipitaba a buscar el vino, Sid intentó tomar nuevamente su mano y le dijo:
—Adorada, nunca te escuché l amar antes y tampoco sabía que esta vez se trataba de ti.
Pero el a se desprendió.
— Ayuden a Lunarius.
Y yo miré y vi — ¡Oh, Júpiter! — que uno de los seis tentáculos de Ilhilihis colgaba por el medio.
Eso me concernía y, mientras me acercaba a él, recordé sintéticamente para mí misma: «Recuerda, sólo pesa cincuenta libras aunque tiene siete pies de altura; no le agradan los sonidos graves ni que lo apretujen; las dos piernas no son tentáculos y tienen un uso distinto; las usa para los pasos largos, los tentáculos para los saltos; también usa los tentáculos para mirar de cerca y para manipular; cuando están extendidos significa que se encuentra tranquilo; cuando retraídos, en guardia o nervioso; crispadamente retraídos, disgustado; saludando…»
Justamente, uno de el os barrió mi cara como un dulce y oloroso plumero y yo le dije:
—Il y, muchacho, hace tantos sueños…
Y mis dedos cepil aron suavemente su hocico. Hube menester, sin embargo, de cierto autocontrol para no oprimirlo y con un cloqueo procuré tomar su colgante tentáculo, pero él lo alejó y la cajita de la voz que pendía de su cinturón chil ó:
—Mala, mala. Papá se las arreglará solo. Greta, mujer, ¿vendaste siquiera, alguna vez, a un octopus de la Tierra?
Por cierto que sí, a un inteligente octopus de alrededor de un cuarto de bil ón A. D. pero no se lo dije. Permanecí a su lado y dejé que le hablara a la palma de mi mano con uno de sus tentáculos — la inefable conversación de plumas que se siente tan bien, aunque me he preguntado con frecuencia quién le enseñó el inglés — y observé cómo usaba a otros dos tentáculos para extraer una especie de venda Lunaria de su bolso y tapar su herida con el a.
Mientras tanto, el sátiro se arrodil ó sobre el casquete de bronce, decorado con pequeñas cabezas de muertos y cruces con ganchos en la parte superior y svásticas, y sin embargo, mucho más antiguo, en apariencia, que nazi, y el sátiro le dijo a Sid:
—Pensándolo bien, jefe, cuando usted vio que la Puerta se elevaba, disminuyó la gravedad, ¿podría usted aumentarla ahora?
Sid tocó el Sustentador Menor y todos nosotros nos volvimos muy livianos y mi estómago dio una voltereta y el sátiro apiló sobre el casquete las ropas y armas que había transportado Il y y cargó con todo y cuidadosamente lo depositó en el extremo del bar. Decidí que el sátiro era un maestro inglés, seguramente una personalidad fuerte, también. Me hubiera gustado conocerlo a él, el a, el o.
Sid pensó preguntar a Il y si quería gravedad lunar normal en un sector, pero a mi amado le gusta la mezcla y, como es tan liviano, la gravedad terráquea normal no lo perturba. Como me dijera una vez:
—¿Podría la gravedad joviana molestar a un escarabajo, querida Greta?
Le pregunté a Il y sobre el sátiro y chil ó que se l amaba Sevensee y que no lo había conocido antes de esta operación. Yo sabía que los sátiros venían de un bil ón de años en el futuro, así como los Lunarius de un bil ón de años en el pasado, y pensé — ¡Krishna! pero debe de haber sido una operación verdaderamente importante o de emergencia para que las Arañas utilizaran a estos dos, con dos bil ones de años entre ambos; una diferencia de tiempo ligeramente sobrecogedora durante unos segundos, como ustedes sabrán.
Comencé a interrogar a Il y sobre el asunto pero justamente Beau huía del bar con una gran copa negra y roja de barro l ena de vino; hacíamos lo posible por tener una variedad utensilios para bebidas en reserva, de modo que los tipos se sintieran más a gusto. Kaby se la arrebató y la apuró casi de un solo trago y luego la estrel ó contra el piso. El a hace esta clase de cosas aunque Sid intentó enseñarla mejor.
Después se quedó contemplando su pensamiento hasta que los ojos se le pusieron en blanco y los labios se le estiraron hacia atrás descubriendo sus dientes y cobró un aspecto mucho menos humano que los dos ETs, como si fuera una furia. Sólo un viajero del tiempo sabe cuán parecidos a los murales salvajes y a sus grabados pueden lucir algunos de los antiguos.
Se me erizó el pelo con un alarido. Golpeó el diván con el puño y gritó:
—¡Dioses! ¿Debo ver destrozada a Creta, revivida y ahora nuevamente destrozada? Esto es demasiado para vuestra esclava.
Personalmente, yo pensaba que el a podía resistir cualquier cosa.
Hubo una ola de preguntas sobre lo que decía de Creta — yo formulé una, porque las noticias, por cierto, me aterrorizaban — pero el a levantó su brazo pidiendo silencio e inspiró profundamente antes de comenzar.
—La batal a no se había definido. Como negros centípedos, los proyectiles de los Dorios se estrel aban contra nuestros innumerables barcos. Sobre la bril ante playa, oculta por las rocas. Sevensee y yo permanecíamos junto al fusil de aguja, alertas para inferir silenciosas heridas a los negros cascos. Junto a nosotros se encontraba Ilhilihis, vestido de monstruo marino. Pero entonces… entonces…
Entonces comprobé que no era una criaturita de hierro, pues su voz se quebró y comenzó a temblar y a Sol ozar angustiadamente, aunque su rostro era todavía la máscara de la ira, y arrojó el vino hacia arriba. Sid se adelantó de un salto y la hizo detenerse, y pienso que ese había sido su propósito desde hacía rato.
Cuando tomo un diario y lo leo, imagino fantasmas que se deslizan entre las líneas. Debe de haber fantasmas en todo el mundo. Deben de haber fantasmas en todo el mundo. Deben de ser innumerables como los granos de arena, me parece.
sábado, 30 de mayo de 2015
Premio Herralde de novela 1985. Adelaida García Morales.
Premio Herralde de novela 1985.
Adelaida García Morales es una autora española nacida en Badajoz en 1945.
A los trece años se trasladó a Sevilla, donde vivió y se licenció en Filosofía y Letras, formando parte del grupo teatral `Esperpento`, tras lo que marchó a Madrid para especializarse en creación de guión en la Escuela Oficial de Cinematografía. Tras un tiempo dedicado a la docencia, terminó decantándose por la escritura. Ha creado varias novelas encuadradas en la comúnmente denominada “literatura femenina”, cuyos personajes se ven envueltos en intrigas de corte fantástico y, a la vez, sentimental (algunas de sus obras se consideran de género gótico).
Se dio a conocer con la novela `Archipiélago`, en 1981, y su posterior relato, `El sur`, fue adaptado a la gran pantalla por Víctor Hercé. Con la novela `El silencio de las sirenas` obtuvo el Premio Herralde en 1985. También posee el Premio Ícaro de `Diario 16` a revelación literaria de la temporada. Además de autora y profesora (de lengua y filosofía), ha sido intérprete para la OPEC en Argelia, modelo, actriz y guionista.
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La narración se sitúa en un paraje aislado de Las Alpujarras, donde una joven vive una desmesurada historia de amor con un hombre al que conoció fugazmente y que reside en Barcelona. La localización no está en función del pintoresquismo del paisaje sino de su soledad. `En una ciudad no existe quizá tanto la sensación de estar sola. En aquel paraje, sí... y cualquier persona adquiere una relevancia especial`. De ahí la importancia de un segundo personaje femenino que participa de las ensoñaciones de la protagonista a través de unas sesiones de hipnosis. Así, la protagonista exterioriza sus sueños de amor ante su nueva amiga, y con la que surge una fascinación mutua.
Fuente: N.N.
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(Fragmento). Novela. "El silencio de las sirenas".
I
Elsa se despidió de mí con una breve carta: «María, te dejo estos regalos, consérvalos si quieres. ¿Volveremos a encontrarnos? Un beso.» Y se olvidó de firmar. Sobre una mesita de madera, cubierta con un paño de terciopelo ocre, había ordenado diferentes objetos: una postal que reproducía un cuadro de Paolo Ucello: san Jorge y el dragón; una flor seca y azul que, según decía, se llamaba «Love in a mist»; una vieja caja china conteniendo una fotografía suya y la copia de todas las cartas que había enviado a Agustín Valdés; una carta que había recibido de él, un retrato de Goethe contemplando la silueta recortada de un rostro de mujer; una sortija de platino con incrustaciones de diamantes; un libro: Las afinidades electivas; la reproducción de una litografía de Goya, en la que se ve a un hombre inclinándose sobre una mujer que oculta su rostro con un antifaz. Al pie hay unas palabras: «Nadie se conoce». También me dejó un cuaderno, el suyo, en el que había ido escribiendo su amor, dirigido a Agustín Valdés. Y, finalmente, había una carta para Agustín y que aún no había cerrado. Cuando me dirigía a esta aldea en la que conocí a Elsa, venía con el propósito de abandonarla si no lograba soportar la soledad que me esperaba. Pues aunque he viajado con relativa frecuencia, y he conocido un considerable número de ciudades, tanto de España como del extranjero, nunca me había sentido atraída por lugares solitarios y aislados, los que se me habían aparecido siempre como simples nombres perdidos en los mapas. Y, sin embargo, cuando dejé atrás la venta de Las Angustias y entré en Las Alpujarras, tuve la impresión de cruzar una frontera precisa y de penetrar en un mundo extraño que se volvía hacia sí mismo, encerrado, en una quietud intemporal. Multitud de pueblecitos se escondían entre silenciosas cordilleras, indiferentes a ese otro mundo que quedaba fuera, lejano y confuso. La carretera ascendía por las montañas. Me dirigía a un lugar que se elevaba a mil quinientos metros por encima del nivel del mar. A medida que iba subiendo crecía la intensidad, del silencio que silbaba en mis oídos. Cuando al fin divisé el valle del Poqueira me quedé anonadada: era el paisaje más bello que yo había visto en mi vida. Los pueblecitos blancos parecían dormir, apretados como líquenes, en la ladera y en la cumbre de una montaña inmensa. Después, la intensa luz del sol de esta tierra y la solemnidad del paisaje me provocaron tal exaltación, que por unos instantes desaparecieron todos mis temores. La primera noche dormí en la pensión y cuando, al día siguiente, me desperté era ya media mañana pero reinaba un silencio de madrugada. Salí a dar un paseo y me pareció que me encontraba en un lugar diferente al que había llegado el día anterior. Una niebla luminosa cubría las calles irregulares del pueblo y había hecho desaparecer las montañas. Una inmensa nube subía desde el fondo del barranco empujada por un viento suave. A ambos lados de la carretera se divisaban fragmentos de un campo verde y frondoso recortado entre la niebla. Regresé a la aldea y deambulé entre calles laberínticas y blancas. Las nubes avanzaban por ellas, cubriendo poco a poco el pueblo. De la densa niebla surgían algunos rostros de piel endurecida y arrugada, como máscaras hurañas. Surgían enmarcados en las ventanas, en las puertas, o errabundos por aquel dédalo en el que ya, desde el principio, me sentí atrapada. Eran rostros de una curiosidad infantil y respondían a mis saludos con una mirada mezcla de sobresalto y esperanza, de cordialidad y resentimiento. Ante sus miradas me sentí invadiendo la intimidad de una grande y serena familia. Pero después, con el paso del tiempo, vi que estos pueblos que desde lejos, cuando te vas acercando a ellos, parecen dormir en las faldas de las montañas o encaramados en sus cimas, después, cuando de alguna manera te han hecho suyo, aunque sólo sea con esa dudosa aceptación que aquí se tiene para el forastero, levantan a tu alrededor un auténtico griterío. Poco a poco vas comprendiendo que esa aparente quietud puede ser cualquier cosa menos paz. Pasiones violentas mueven los hilos de esas vidas que en un principio parecían tan serenas. Detrás de sus miradas reservadas, incluso hoscas, late siempre una desconfianza hostil, el recuerdo de un odio antiguo aún no olvidado, el amor imposible que destrozó la vida… Y poco a poco vas descubriendo en los ojos huidizos de estos aldeanos una indiferencia cruel, una curiosidad despectiva y, también, el dolor de muchas separaciones, el dolor de un pueblo que agoniza. Y empiezas a ver la enfermedad por todas partes, enfermedad que aquí no se cura porque no hay dinero para prolongar las vidas inútiles. La casa que, como maestra, me habían asignado ofrecía un aspecto lamentable: era casi cuadrada y sus paredes excesivamente frágiles para soportar el frío, la nieve, las lluvias y el viento de estas montañas. Terminé por alquilar otra del pueblo. Era una de esas extrañas construcciones bereberes, con chimenea, varios niveles, gruesos muros de piedra y terrados planos de launa. A veces he llegado a maldecir esta aldea, su silencio y su quietud. Sin embargo, creo que ahora no podría marcharme, pues estas montañas una y otra vez me sorprenden desde su silencio perfecto. Parecen brotar de la oscuridad misma de la tierra. Se alzan ahí, siempre libres y sin sentido alguno, como un paisaje anterior al tiempo de los hombres. En los bancales que se levantan en sus laderas aún se pueden ver las huellas de un descomunal esfuerzo humano. Pero un esfuerzo que se muestra inútil con apenas unos años de abandono. Varias generaciones de jóvenes han rechazado la dureza de estos campos, para emigrar a las fábricas y los suburbios de grandes ciudades. Y en lugar de su trabajo aparecen ya amplias extensiones de tierra árida y salvaje de nuevo. Una de las actividades más gozosas para mí era la de dar largos paseos al atardecer por los campos de alrededor, por la carretera o por las calles de la aldea. Y, desde el principio, me llamó la atención la cantidad de viejas solitarias que deambulaban por todas partes. Eran seres extraños que parecían habitar en la linde misma entre la muerte y la vida. Eran mujeres nacidas con el siglo, lentas y enlutadas, que se entregaban a sus tareas cotidianas con una rutina que parecía ser otra cosa. Pues sus miradas, absortas siempre en algo invisible para mí, no parecía que tuvieran nada que ver con las palabras o acciones que, al mismo tiempo, mostraban. A veces las veía como si fueran seres geométricos, casi vegetales, cuyos movimientos eran tan mecánicos como los de las abejas de una colmena. Otras veces creía ver en sus rostros algo que podría ser el residuo terco de otra cultura, algo que yo ya no podría conocer más que en sus aspectos más triviales. Y cuando las observaba mientras daban de comer a las gallinas, cuidaban a los conejos, barrían la puerta de su casa… se me antojaba que esas acciones cobraban en ellas unas dimensiones desconocidas para mí, como si constituyeran una complicada red de emociones impenetrables. Yo deseaba conocer eso que ellas habían creado en sus vidas para llenar tanta soledad. En una ocasión lo comenté con Elsa, pero ella sólo quería saber qué habían inventado para renunciar tan serenamente al amor. Pues eran mujeres que habían dejado de serlo para convertirse en otra cosa, libres ya de las imposiciones sociales de su sexo. Podían vivir solas sin que parecieran añorar a los seres queridos, muertos o ausentes. No existían para nadie y sólo una sombra las oscurecía: la enfermedad y no la muerte. Aunque, según ellas mismas decían, la peor amenaza era el hospital, ese taller de cuerpos, donde sabían muy bien que se podía morir sólo de horror. De muchas de estas viejas sólo conseguí escuchar un tímido saludo, murmurado al cruzarse conmigo en la calle, donde ya desde lejos venían mirándome con descaro. Todas ellas me parecían ritualizadas al máximo. Y, sin embargo, cada una tenía sus propios ademanes. Claro que ninguna logró captar mi atención tanto, como Matilde y su facultad especial, de la que hablaré muy pronto. Antes de verla ya habían llegado hasta mis oídos los rumores que sobre ella corrían por el pueblo en sordina y constituidos más por silencios y miradas temerosas que por palabras. Pero creo que lo que más excitó mi curiosidad fue su relación con Elsa, a quien conocí precisamente en su casa. Era Matilde una viejecita delgada y de escasa estatura y sus ojos miraban con descaro y penetración. Un día me acerqué a ella mientras tomaba el sol en su puerta. La saludé y me respondió sonriendo. Entonces me detuve y le dije: -¡Qué buen tiempo hace! -Pues ante estas mujeres, no sé por qué, nunca tengo mejores ocurrencias. - Sí, hace un día muy claro -me respondió, y con un dedo me señaló el triángulo invertido que el mar formaba en el horizonte, allí donde dos montañas se cruzaban. - Mire -dijo-: es la sierra de la Berbería. Me concentré entonces en el triángulo marino y vi unas sombras fantasmales, como dudosas montañas. Era la costa de África. - De vez en cuando aparece allí, en el mar- aclaró con entusiasmo. La sierra de la Berbería era el país de los moros. Estos aldeanos parecían sospechar que aún seguían por aquí, escondidos entre los riscos, intentando recuperar sus tesoros enterrados bajo la nieve o bajo las tierras que ellos mismos enseñaron a cultivar. Ya una vez volvieron, según cuentan algunos, más feroces que nunca, en la guerra de Franco, alistados en su ejército. Todavía queda el recuerdo de sus salvajes correrías. Pero no lograron recuperar sus tierras, ni desenterrar sus tesoros. A veces se diría que les consideran enemigos de Las Alpujarras. Y cuando, en primavera, las golondrinas tardan en llegar, hay quien afirma, yo misma lo escuché, que los moros las matan al pasar por África para que no lleguen hasta estas montañas
viernes, 29 de mayo de 2015
David Torres Ruiz. Premio Hammett 2009. Novela. "Niños de tiza".
David Torres Ruiz (Madrid, 1966). Licenciado en Filología Hispánica por la UAM. Escritor, guionista y columnista de prensa, es uno de los novelistas de mayor proyección del panorama español y su obra ha sido traducida a varios idiomas.
Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: NIÑOS DE TIZA, con el que obtuvo el premio Tigre Juan de Novela 2007, EL GRAN SILENCIO, finalista del premio Nadal 2003, EL MAR EN RUINAS, una ambiciosa continuación de la ODISEA homérica, NANGA PARBAT, premio Desnivel 1999. También ha publicado un libro de viajes por Polonia, LA SANGRE Y EL ÁMBAR, un libro de poemas, LONDRES, y dos colecciones de relatos, CUIDADO CON EL PERRO y DONDE NO IRÁN LOS NAVEGANTES. Su último libro es una colección de retratos literarios aparecidos en el suplemento M2 de EL MUNDO: BELLAS Y BESTIAS. Desde 2001 es guionista del programa de TVE AL FILO DE LO IMPOSIBLE y desde 2004 colaborador habitual de EL MUNDO.
Imparte diversos cursos de escritura en la escuela literaria HOTEL KAFKA donde también tiene alojado su blog TROPEZANDO CON MELONES
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En mi barrio vivía una sirena...` Cuando Roberto Esteban regresa al barrio donde transcurrió su infancia, los recuerdos se despiertan: los juegos callejeros, los amigos perdidos, los pollitos de colores, la leyenda urbana de la Mano Negra y los rescoldos de un viejo amor imposible: Lola. Sobre todos ellos planea el recuerdo de Gema, la sirena, una niña minusválida que murió ahogada en la piscina municipal. El misterio de su lejana muerte sale de nuevo a flote en medio de una trama criminal relacionada con la recalificación de terrenos en el Madrid Olímpico y con viejos amigos y enemigos de la niñez: Romero, El Lenteja y Richi, con los que Roberto va a jugar, esta vez a vida o muerte, otra partida de policías y ladrones. Niños de tiza recupera para la literatura un escenario cercano pero apenas utilizado: el de quienes crecieron en los años finales de la dictadura en los barrios periféricos, entre traficantes de heroína, curas rojos, madres abnegadas y bandas callejeras.
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(Fragmento).
EN mi barrio vivía una sirena. A veces la oíamos cantar por la mañana temprano, cuando pasábamos bajo su casa de camino al colegio. Cantaba, con una voz que no logro recordar, una de esas canciones infantiles que no se borran jamás de la memoria y que son como huellas de botas en el cemento fresco. Al pasar la barca, me dijo el barquero. El cemento tardaba toda la noche en secar pero por la mañana el dibujo de nuestras suelas quedaba allí marcado para siempre, inmortal, inmune al sol y a la lluvia, como la huella del primer hombre en la luna.
Aquella mañana, cuando fui a recoger a Tania, volví a pasar por el pasadizo que llevaba al colegio, aquel viejo túnel ennegrecido, plagado de rincones que olían a meados y en cuyas paredes aparecieron, una mañana de abril, las primeras pintadas de la Mano Negra. Sobre las escaleras que dan al pasadizo, en el tercer piso, estaba el balcón donde se asomaba ella, sus manitas agarrando los barrotes y las piernecitas colgando lacias y destartaladas como juguetes del viento. Las niñas bonitas, no pagan dinero. Oía su voz y me detenía, zarandeado por una riada de pantalones cortos, calcetines arremangados y zapatillas de deporte que colgaban de las mochilas. Agobiado por el peso de la cartera, me empeñaba en alzar la cabeza y en adjudicarle una cara que no asomaba casi nunca. Pero su voz flotaba sobre aquella estampida de críos peinados a tazón que saltaban los escalones de tres en tres, chillando y tropezando, y tenía la virtud de suspenderme en una especie de embrujo, una ensoñación momentánea de la que despertaba con el empujón de algún compañero, Pedrín o Vázquez o el Chapas. Rober, que estás alobao. Venga, macho, que llegamos tarde.
Premio Hugo. Novela. 1956. Robert Anson Heinlein
Premio Hugo. Novela. 1956.
Robert Anson Heinlein (7 de julio de 1907 - 8 de mayo de 1988) fue un escritor estadounidense de ciencia ficción considerado por algunos críticos entre los tres mejores de todos los tiempos (junto con Isaac Asimov y Arthur C. Clarke).
Ganó cuatro premios Hugo por Estrella doble (1956), Tropas del espacio (1960), Forastero en tierra extraña (1962) y La Luna es una cruel amante (1967). Fue elegido en 1974 Gran Maestro por la Asociación de escritores de ciencia ficción y fantasía de Estados Unidos (SFWA), convirtiéndose así en el primer galardonado con esta distinción.
Habitualmente riguroso en cuanto a la base científica en sus historias, incluso sus historias de fantasía contienen una estructura científica lógica. Una de las características que definen su escritura fue el introducir en la temática de la ciencia ficción la administración, la política, la economía, la lingüística, la sociología y la genética. Fue también uno de los abanderados del individualismo, lo cual quedaba reflejado en la riqueza de los personajes (ejemplo claro es Lazarus Long), tanto en conocimientos, como en habilidades.
Otro de los temas recurrentes en este autor es cuestionar las costumbres contemporáneas, culturales, sociales y sexuales, describiendo sociedades con ideales bastante alejados de los de la sociedad occidental de su época. Estas ideas se reflejan en varios de sus libros, como en Forastero en tierra extraña o El número de la bestia (1980).
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Estrella doble
Robert A. Heinlein
Título original: Double Star
Trad. Albert García, revisada por Arturo Alonso
Col. Solaris Ficción nº 15
La Factoría de Ideas, 2001
Si alguien necesita pruebas para acallar de una vez por todas a esos críticos nostálgicos que se lamentan de que la ciencia-ficción ya no es lo que era, nada mejor que leer esta novela, en su día galardonada con el premio Hugo, para a continuación emprender la lectura de El globo de oro de John Varley, que tiene mucho de homenaje a Estrella doble y que demuestra que los años no pasan en balde.
Es cierto, la ciencia-ficción ya no es lo que era. Porque lo que en su día fue aclamado como la mejor novela del año por los aficionados al género hoy no pasa de ser una novelilla de aventuras (más disfrutable por un público juvenil que por lectores adultos), bien llevada, agradable de leer y olvidable casi en el momento mismo en el que uno cierra las páginas del libro. En lugar de lamentarnos quizá deberíamos sentirnos agradecidos de que novelas actuales como El globo de oro, sin duda una obra bastante menor en la trayectoria de Varley, resulten mucho más satisfactorias, complejas y menor narradas que algunas de las obras que en su día fueron proclamadas como clásicos. Es prueba de que, pese a todo, la ciencia-ficción se mueve y parece hacerlo en la dirección correcta: hacia una literatura cada vez más rica, compleja y madura que no tiene el rubor de enfrentarse a sus propias influencias y sobrepasarlas sin complejos, acercándose a los llamados clásicos con amor, pero sin reverencia.
Con esto no quiero decir que Estrella doble sea una mala novela. En absoluto. Como he dicho, es perfecta como literatura juvenil, y está narrada con la fluidez y el desparpajo que caracterizaba al mejor Heinlein, usando esa primera persona narrativa que tan querida le era y en la que tan cómodo se sentía: desarrollando así un narrador que se vuelve cómplice del lector casi desde las primeras páginas y lo lleva de la mano durante toda la novela, sin permitirle que su atención se distraiga ni un solo instante de lo que está narrando.
Por otra parte el tiempo ha sido generoso con ella, permitiendo que envejezca con dignidad, y acomodándola a su verdadera estatura de obra agradable, aunque menor, de uno de los más populares -y polémicos- autores del género.
Rodolfo Martínez
jueves, 28 de mayo de 2015
Sergio Pitol. Premio Herralde de novela 1984.
Sergio Pitol fue un escritor nacido en la ciudad de Puebla, México, en 1933.
Premio Herralde de novela 1984. Novela: El desfile del amor.
Socialista democrático y agnóstico, cursó sus estudios de Derecho y Filosofía en la Ciudad de México. Reconocido por su trayectoria intelectual, tanto en el campo de la creación literaria como en el de la difusión de la cultura, especialmente en la preservación y promoción del patrimonio artístico e histórico mexicano en el exterior, ha vivido perpetuamente `en fuga`: fue estudiante en Roma, traductor en Pekín y en Barcelona, profesor universitario en Xalapa y en Bristol, y diplomático en Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga.
La desgracia, la enfermedad y el aislamiento crearon su estilo literario, que él define como una autobiografía oblicua en la que se funden la vida y la literatura. Ha escrito `No hay tal lugar` (1967), `Infierno de todos` (1971), `Los climas` (1972), `El tañido de una flauta` (1973), `Asimetría (1980), `Nocturno de Bujara` (1981), `Cementerio de tordos` (1982), `Juegos florales` (1985), `El desfile del amor` (1985), `Domar a la divina garza` (1988), `Vals de Mefisto` (1989), `La casa de la tribu` (1989), `La vida conyugal` (1991) y `El arte de la fuga` (1996). En sus libros se encuentran escritos autobiográficos, sueños con su perro, fragmentos de diarios, reflexiones sobre el arte, crónicas sobre la actualidad, viajes y homenajes a sus autores preferidos. Ese estilo pitoniano se expresa sobre todo en `El arte de la fuga`, maneras que recupera en uno de sus últimos libros `El viaje`, donde cuenta uno de sus viajes por la Rusia de los años ochenta.
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`El desfile del amor` es el primer libro del `Tríptico del Carnaval`, al que seguirá `Domar a la divina garza` (1989) y `La vida conyugal` (1991), con personajes que cada vez son más caricaturescos y, sus circunstancias, juegos absurdos inevitablemente desopilantes.
`El desfile del amor` –a la vez un fresco histórico, una trepidante investigación detectivesca y una divertidísima comedia de equívocos– se desarrolla en México en 1942, justo cuando este país acaba de declarar la guerra a Alemania y su capital se ha visto invadida por la más insólita y colorida fauna: comunistas alemanes, republicanos españoles, Trotski y sus discípulos, Mimí sombrerera de señoras, reyes balcánicos, agentes de los más variados servicios secretos, opulentos financieros judíos... Mucho tiempo después, tras el hallazgo casual de unos documentos, un historiador interesado en tan apasionante contexto intenta esclarecer un confuso asesinato perpetrado entonces, cuando él tenía diez años, y la narración –que atraviesa los polos excéntricos de la sociedad mexicana, los medios de la alta política, la `intelligentzia` instalada, así como sus más extravagantes derivaciones– permite pintar no solo una rica y variada galería de personajes, sino también reflexionar sobre la imposibilidad de alcanzar la verdad: nadie sabe a ciencia cierta quién es quién, las confusiones se suceden sin cesar y el resultado es este regocijante desfile, que por algo lleva el nombre de una de las más famosas comedias de Lubitsch.
Fuente:N.N.
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