Juan Antonio Pacheco
PRESENTACIÓN UNO La escritura de una biografía debería darse por acabada si, al final de la misma, pudiera responderse a la pregunta aparentemente más trivial y sencilla: «¿Quién fue?». Si, además, ese relato biográfico pretende ser plasmación de una trayectoria intelectual muy definida y clara, la mencionada pregunta debería acompañarse de otra no menos evidente: «¿Qué pensó?». El objeto de este libro es mostrar quién fue, qué pensó y cual es el sentido, para nosotros, del pensamiento de Abu al-Ualíd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Ahmad ibn Ahmad Ibn Ruxd, en adelante Averroes, nombre que deriva de la latinización del apelativo Ibn Ruxd, que nació en Córdoba en 1126 y murió en Marrakech en 1198[1]. Entre esos límites cronológicos se encierra una vida de la que conocemos fragmentos, indicios, referencias indirectas, pero nunca totalidades. Todo lo contrario de lo que sucede con su pensamiento que ha quedado por escrito en sus obras. Lo que sabemos del trayecto personal del pensador cordobés especificado en los momentos más destacados de su vida, procede de los datos que nos ofrecen autores que le fueron contemporáneos o inmediatamente sucesores. El conjunto de todas esas informaciones, que forman la biografía del filósofo, resulta ser muy escaso y poco ilustrativo si lo comparamos con la trayectoria de su pensamiento, un proceso intelectual cuyo prodigioso esfuerzo racional deja en la sombra al Averroes persona en beneficio del Averroes pensador. Junto a los momentos destacados de una vida cuyos límites espaciales o geográficos vienen determinados por continuos desplazamientos de ida y vuelta entre Córdoba, Sevilla y Marrakech, lugares en los que desempeñó cargos oficiales que no le impidieron reflexionar y escribir, sobresale un constante y sostenido esfuerzo intelectual plasmado en las 92 obras escritas en los 72 años de vida del filósofo. Casi cien años después de su muerte, en Italia, antes de la floración del averroísmo italiano, en la mirada retrospectiva hacia el pasado que caracterizó al humanismo renacentista, Dante Alighieri (n. 1265) en el «Canto IV» relativo al Infierno de su Divina Comedia, ubicó al pensador cordobés, definiéndolo como «el que hizo el Gran Comentario», en la compañía del geómetra Euclides, de Tolomeo, Hipócrates, Galeno y Avicena. Con estas pocas palabras, su figura y su obra quedará inscrita en un imaginario que soportará el paso del tiempo sin retoques. Los autores del mundo musulmán que nos informan sobre la vida y la obra de Averroes, destacan su valor como jurista más que como filósofo. Como muestra de algunos de dichos informadores, podemos recurrir a uno de sus primeros biógrafos, el valenciano Ibn al-Abbár (m. 1260), cuya azarosa vida estuvo siempre relacionada con asuntos políticos que lo llevarían a la cárcel y a su ejecución en Túnez. En su obra La túnica recamada nos ofrece una serie de biografías de los personajes más importantes del Occidente islámico de su tiempo. En el apartado destinado a Averroes, nos habla de sus logros como jurista y magistrado. Ibn Jaldún (m. 1406) que es, sin duda, el mayor historiador árabe y cuya producción es bien conocida en el mundo occidental a través del prólogo, «Muqaddima», que puso a su Libro de la experiencia, cita a Averroes haciendo breves alusiones a sus estudios metafísicos y lógicos. Ibn Jallikán (m. 1282) lo cita de pasada al hablar de la figura del califa almohade Iaqúb al-Mansúr. Posiblemente, la información más completa y detallada sea la que nos ofrece Ibn Abi Usaibía (m. 1270) que hace una referencia más amplia de todos los aspectos de la obra de Averroes señalando su valor como jurista, médico y filósofo. Casi sesenta años después de la muerte de Averroes, el pensador murciano Ibn Sabín (m. 1271) se explaya en la semblanza de numerosos filósofos musulmanes y, en lo referido a Averroes, nos ofrece un retrato peyorativo en el que refleja opiniones que circulaban sobre el poco valor filosófico del pensador cordobés. Así, dice de él que era un apasionado por el pensamiento de Aristóteles hasta tal punto que apoyaba con toda su ingenuidad la opinión apócrifa del filósofo griego que decía que era posible demostrar que se puede estar sentado y de pie al mismo tiempo. Averroes, dice Ibn Sabín, fue «autor de escasa comprensión, sin intuición y de imaginación pueril. Fue simplemente un discípulo de Aristóteles». De todas formas, a pesar de esta desfavorable opinión, al escritor murciano no le duelen prendas al reconocer que Averroes fue un hombre humilde, sin orgullo, muy ecuánime y, sobre todo, «consciente de sus lagunas». El hecho de que algunas de las obras de Averroes, precisamente aquellas donde expone su propio pensamiento y que no son, por tanto, comentarios de la obra aristotélica, no fueran traducidas al latín contribuyó al desconocimiento, en Occidente, de su originalidad filosófica. Aunque más adelante tendremos ocasión de hablar de las mismas, esa ignorancia por parte de los estudiosos europeos, contribuyó en cierta medida a forjar una especie de leyenda negra sobre el filósofo cordobés, que permaneció viva desde el siglo XIII hasta fines del XVIII. Hay datos abundantes sobre esa leyenda que se fortaleció en los tiempos en que circuló en las universidades europeas el denominado «aristotelismo heterodoxo» o «aristotelismo averroísta», llamado así porque la recuperación de la obra de Aristóteles se hizo en Occidente acompañada de los comentarios, entre otros, de Avicena y, sobre todo, de Averroes. Esta circunstancia, que desencadenó un amplio y apasionado movimiento a favor de las tesis emitidas por los partidarios de la Filosofía aristotélica en su versión averroísta, ocasionó prohibiciones y condenaciones papales, siendo las más rigurosas las de 1270 y 1277. Después de que, en la primera mitad del siglo XIII, las universidades europeas conocieran las primeras traducciones al latín de las obras de Averroes, entre 1480 y 1580, en Padua, primero, y en Venecia, después, cada año apareció una nueva edición parcial o total de las mismas. A pesar de ello, no dejaron de surgir las leyendas más absurdas y las interpretaciones más disparatadas sobre la persona y la obra del filósofo. Una de las más llamativas, fechada en 1767, relata que el filósofo Avicena (m. 1037), expiró en una calle de Córdoba en medio de los más atroces suplicios que le infligió Averroes, su más encarnizado enemigo. Antes, los pintores italianos del Trecento (Orcagna, Traini, Gaddi, entre otros) elaboraron una iconografía averroísta en la que el filósofo cordobés aparecía con turbante y una larga barba echado a los pies de santo Tomás de Aquino. En otro caso, se le ve lleno de cólera desgarrando un libro del que unos piensan que se trata de las Sagradas Escrituras y otros de sus propias obras. La lista de imágenes deformantes se completa con las fuentes literarias europeas de estos mismos siglos que aplican al filósofo epítetos suficientemente ilustrativos: «fanático», «libertino», «blasfemo» o «renegado». Hay que esperar al siglo XIX, cuando J. Ernest Renan (1823-1892), positivista francés, publicó su tesis doctoral en París, en 1852: Averroes y el averroísmo, fruto de su experiencia académica derivada de un viaje de estudios en una misión estudiantil francesa a Italia. En 1860, un año después de que Lesseps iniciara las obras del canal de Suez, tomó parte en una expedición científica francesa a Egipto y Oriente Medio, visitando detenidamente Palestina. En 1862 fue nombrado profesor de lenguas semíticas en el colegio de Francia. Es decir, que Renan sabía de lo que estaba hablando al dedicarse al estudio del pensamiento de Averroes y su obra causó gran impacto en los medios académicos y a ello nos referiremos más adelante. En cualquier caso, a partir de esos años, cambió significativamente la valoración de la obra y la figura de Averroes en Occidente y también en Oriente y, sobre todo, empezó a destacarse su valor filosófico por encima del jurídico que, siendo notable, fue el que, como dijimos, se valoró en mayor medida en el mundo árabe e islámico.
DOS Adelantamos, en un esquema que en adelante podemos ampliar, lo que sabemos de Averroes. Unrecorrido por sus obras nos da cuenta de su proceso de formación y de su presencia como instaurador de una forma novedosa de ejercer las funciones intelectuales puestas al servicio de la misión que la Historia le había reservado. Así, sabemos que su primera experiencia en el dominio de los conocimientos prácticos, fue la de médico. Como tal, nos remite a una tradición anterior, la helenística y, después, a la árabe e islámica que se inspiró en aquella. También sabemos que fue un jurista y que tuvo cargos oficiales al servicio del imperio almohade. Dicha tarea parecía estar predeterminada por su herencia familiar y los rasgos del procedimiento y de la argumentación jurídica no desaparecerán casi nunca de sus obras cuyo horizonte parece estar encuadrado en los dos extremos de la experiencia de un abogado: la defensa y la acusación basadas, ambas, en hechos comprobables o constatables. Indisolublemente unida a la función de jurista, en el Islam clásico, el entendido en leyes debía de ser también un teólogo y, por añadidura, un gramático. El motivo de esta relación estrecha no es otro que la primacía de la palabra y del texto en la tradición islámica desde sus mismos orígenes. El cabal Entendimiento de la Revelación, en árabe y para los árabes, precisaba de expertos que fueran capaces de desentrañar los secretos de la lengua y, siendo ésta una enunciación que provenía directamente de Dios, la función de dichos entendidos se consideraba como algo excepcional y de una altura intelectual claramente por encima de la media. Como, por otra parte, esa reflexión sobre la lengua derivaba en temas relativos a la Naturaleza del Ser divino, la tarea del gramático precisaba de la comprensión teológica. Como filósofo, sabemos que los comentarios a Aristóteles que escribió Averroes le valieron entre los escolásticos medievales el calificativo de Commentator por excelencia y, como tal, resultó ser una fuente indispensable de consulta para los escolásticos latinos sirviéndoles para aclarar aspectos del pensamiento aristotélico que resultaban algo confusos. Sin embargo, la obra original y propia de Averroes resultó oscurecida por la sombra de sus comentarios al estagirita aunque éstos manifiestan un largo, detenido y prolijo diálogo con Aristóteles en el que no hay que dar por hecho, de antemano, que el comentarista se dejase avasallar por el comentado en todos los casos. No olvidemos tampoco que la tarea comentadora no se refería solamente a la obra de Aristóteles sino también a la de sus comentaristas helenísticos de forma que, con cierto grado de justicia, podría llamarse a Averroes el Aristóteles árabe pues aquél se apoyó directamente en los cimientos asentados por éste para que luciesen más y mejor sus valores intrínsecos, es decir, universales. La restauración que Averroes propone no estuvo exenta de polémicas, rechazos tajantes y enfrentamientos intelectuales porque, comprometido con esa acción renovadora, una de cuyas bases era la consolidación de una Teología de cuño almohade, el filósofo cordobés no dudó en rechazar tajantemente la opinión de Avicena, por una parte y, por otra, se enzarzó en una polémica con Algacel, la Referencia del Islam de su momento. El instrumento de tales discursos no podía ser otro que la Razón y, aunque su presencia resulta obvia en los mismos, fue el citado Renan quien elevó a categoría de paradigma la imagen de un Averroes imbuido plenamente de las pretensiones de una actividad racional absoluta. Posteriormente, la opinión del pensador francés la compartieron otros estudiosos del pensamiento averroísta, aunque la misma no hacía más que poner de manifiesto la creencia, ampliamente extendida en la Edad Media europea, sobre el hecho de que Averroes era el eximio representante de la incredulidad y del desprecio de las religiones basándose en argumentos racionales. Más adelante tendremos ocasión de considerar esta cuestión con detalle. Sin embargo, no podemos dejar de mencionar algunas connotaciones de este racionalismo que dio lugar a muchas reflexiones fuera y dentro del pensamiento árabe. Para empezar, citemos una aparente paradoja: ese racionalismo, en gran medida denostado en Occidente, resultó ser el punto de arranque de un racionalismo genuinamente árabe tal como lo pusieron de manifiesto los pensadores de la reforma islámica del siglo XIX, como fue el caso de Muhammad Abduh (m. 1905). Por otra parte, ese mismo racionalismo también fue, en la intención de Averroes, el fundador de un principio de largo alcance: la actividad filosófica racional, requerida por el mismo texto revelado, debía ser el elemento constitutivo de la utopía de una ciudad ideal en cuyo seno el filósofo, todos los filósofos, deberían tener parte principal. Ahora bien, como ya indicó Platón al hablar de su ciudad, los filósofos son pocos, es más, deberían ser cuantos menos mejor para el buen funcionamiento de la sociedad y esta escasez, requerida en nombre de la eficacia política, remite a un hecho irrebatible: la propiedad y el buen uso de la Razón es privilegio de los elegidos. Con esta afirmación entramos en un dominio particularmente referido a los filósofos del Islam clásico que, en numerosas ocasiones, se consideraron a si mismos como pertenecientes a una clase específica dentro del amplio dominio del saber y del conocimiento en todas su clases y especificaciones, siendo Averroes quien personifica de forma más evidente esta pertenencia. Desde un punto de vista, llamémosle externo, el pensador cordobés pertenecía a una elite de juristas andalusíes de larga tradición y ello lo incluía en una clase social muy cercana al poder de los almorávides, primero, y de los almohades, después. Es decir, que dicho privilegio era también un señalado mérito político. Sin embargo, el ya citado racionalismo del filósofo, lo hizo buen representante del tipo de pensador que permanece distanciado del común de las gentes al modo enquelo fue también, en el siglo XVII, el racionalista Spinoza. Lo que éste afirma en el párrafo final de su Ética, podría muy bien aplicarse a la actitud general de Averroes, teniendo en cuenta a título de prudencia en el juego de las similitudes, que toda Filosofía está inscrita en su propio tiempo histórico y sujeta a las limitaciones que éste impone. Lo que dice el filósofo holandés es lo siguiente: E nvirtud de ello (se refiere al poder del Alma sobre los afectos) es evidente cuánto vale el sabio y cuánto más poderoso es que el ignaro, que actúa movido sólo por la concupiscencia. Pues el ignorante, aparte de ser zarandeado de muchos modos por causas externas y de no poseer jamás el verdadero contento de ánimo, vive, además, casi inconsciente de sí mismo, de Dios y de las cosas (…) Si la vía que, según he mostrado, conduce a ese logro parece muy ardua, es posible hallarla sin embargo. Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro[2]. En la misma obra, Spinoza reduce los grados de conocimiento a tres, después de haberlos expuesto en cuatro en una obra anterior sobre la reforma del Entendimiento. En la Ética, nos habla de que el conocimiento nos puede llegar por los sentidos, por la Razón o por la Ciencia intuitiva que es el grado más elevado y que no se alcanza sino después de que la Razón se ha remontado por encima de los dos primeros. En esta clasificación va implícita una simultánea jerarquización relativa a las capacidades personales que permiten acceder a cada uno de los grados de conocimiento expuestos. Volviendo a Averroes, nos encontramos con que su concepto de Entendimiento y del manejo de las potencias intelectuales se distribuye, también, en tres ámbitos que remiten a los fundamentos del texto revelado del que el filósofo nunca se alejó, convencido como estaba de que la actividad filosófica es un requerimiento de la ley religiosa cuyo fin no podía ser otro que el bien común entendido en sentido aristotélico. En principio, es necesario considerar, para entender cabalmente el propósito racional de Averroes, como también para hacerlo respecto del pensamiento de casi todos los filósofos racionalistas del Islam, que el texto revelado, el Corán, es un libro de signos y «signo» es precisamente la traducción de la palabra árabe que castellanizamos como «aleya» o versículo del libro. Esos signos no son solamente aleyas emanadas directamente de Dios sino que son, también, los elementos del sistema general del cosmos real: la sucesión de la noche y el día, los fenómenos atmosféricos, el vuelo de las aves, la lluvia, el movimiento de los astros y toda una suma deseñales que exigen la buena interpretación del creyente para acercarse debidamente a la realidad del Creador. Esa lectura solamente puede hacerse, según el mismo Corán, por medio de la Razón y son evidentes, al respecto, numerosas aleyas de entre las que citamos dos: Y entre Sus signos está el haceros ver el relámpago, motivo de temor y de anhelo, y el hacer bajar el agua del cielo, vivificando con ella la tierra después de muerta. Ciertamente, hay en ello signos para gente que razona[3]. También en la sucesión de la noche y el día, en lo que como sustento Dios hace bajar del cielo, vivificando con ello la tierra después de muerta, y en la variación de los vientos hay signos para gente que comprende[4]. Sin embargo, esta demanda divina a favor de una lectura racional de los signos que aparecen en el texto, en algunos casos, parece ir más allá de las posibilidades y capacidades de interpretación propias de los entendimientos humanos particulares. En primer lugar, porque Dios dice haber revelado la Escritura y, con ella, la Sabiduría (4, 113) y, en segundo y sobre todo, porque esa Revelación de la Escritura se ha realizado juntamente con la Verdad para que decidas entre los hombres como Dios te dé a entender (4, 105). Con ello, después del Profeta, destinatario unívoco de esta propuesta, todos aquellos que deseaban profundizar en el desciframiento de esa Verdad a través de la lectura del libro, debían emprender una denodada tarea cuyas dificultades el mismo plantea con toda claridad: Él es Quien te ha revelado la Escritura. Algunas de sus aleyas son unívocas y constituyen la Escritura Matriz. Otras son equívocas. Los de corazón extraviado siguen las equívocas, por espíritu de discordia y por ganas de dar la interpretación de ello. Pero nadie, sino Dios, conoce su interpretación. Los arraigados en la Ciencia dicen «Creemos en ello. Todo procede de nuestro Señor». Pero no se dejan amonestar sino los dotados de Intelecto[5]. «Dotados de Intelecto», «arraigados en la Ciencia», conceptos ambos que han sido objeto de numerosas y variadas interpretaciones pero que apuntan directamente al sabio, al que tiene capacidad de interpretación y, en suma, a quien emplea la Razón como instrumento básico de su discurrir. Entre ellos, los filósofos y, de entre ellos, uno de los más convencidos de la función raciocinante: Averroes que, atendiendo a este requerimiento explícitamente formulado, empieza por desgranar con el detenimiento y la perspicacia de un buen jurista, los considerados implícitos en la cuestión. Para entender su punto de vista es necesario acudir a su Tratado decisivo, al que más adelante volveremos a referirnos, y que ahora citaremos traduciendo su versión francesa. En el mismo, el pensador cordobés empieza diciendo que, dado que la ley religiosa revelada es la Verdad y, por tanto, dirigida a todos, es comprensible que a la misma puedan llegar todos los humanos por medio de sus específicas condiciones intelectuales que, por su misma Naturaleza humana, poseen capacidades heterogéneas en lo referido a los métodos que puedan utilizar para llegar al asentimiento y al convencimiento. Es un hecho, dice Averroes, que hay quienes están dotados para el convencimiento por medio de la demostración. Otros, por los argumentos dialécticos y otros, por medio de los procedimientos discursivos u oratorios. Así, «dado que nuestra divina Ley religiosa llama a los hombres por medio de estos tres métodos, debe lograr el convencimiento general de todos ellos, excepto aquellos que la rechazan claramente por obstinación (en referencia a los “de corazón extraviado” que menciona la aleya citada) o los que, por descuido, no prestan atención a los procedimientos que la Ley reclama para llegar a Dios»[6]. Y con ello, entramos en la distribución tripartita de los entendimientos cuyo eco resuena, por ejemplo, en Spinoza, como hemos dicho, aunque la clasificación o escalonamiento de los modos de entender el libro que establece Averroes deja en el aire, a nuestro juicio, el ámbito reservado a los citados en la aleya como «arraigados en la Ciencia» y «dotados de Intelecto», suponiendo que este dominio puede quedar reservado a los filósofos. De todas formas, Averroes fundamenta su propuesta en otra aleya revelada: «Llama al Camino de tu Señor son sabiduría y buena exhortación. Discute con ellos de la manera más conveniente. Tu Señor conoce mejor que nadie a quien se extravía de Su Camino y conoce mejor que nadie a quien está bien dirigido (16, 125)». Se mencionan en la aleya los tres caminos que la triple variedad de entendimientos humanos puede transitar en orden a la lectura correcta de los signos: la sabiduría (propia de los capacitados para el discurso racional), la buena exhortación (adecuada a los que están capacitados para la argumentación) y la discusión propiamente dialéctica, es decir, la basada en el diálogo conducido por el método «más conveniente» en cada caso y según las circunstancias. No deberíamos olvidar, aunque frecuentemente se hace al tratar de esta cuestión, que esta triple condición que determina el camino del pensar en los signos del libro, hay que situarla en la perspectiva de la, también, triple índole de los creyentes en tanto que hombres de Fe y a los que el Corán se refiere directamente: «Luego, hemos dado en herencia la Escritura a aquellos de Nuestros siervos que hemos elegido. Algunos de ellos son injustos consigo mismos; otros, siguen una vía media; otros, aventajan en el bien obrar, con permiso de Dios. Ése es el gran favor (35, 32)». Con ello tenemos, por una parte, las prerrogativas de la Fe. Por otra, las de la Razón. Ambos accesos delimitan, distribuyen y prescriben actitudes que, durante mucho tiempo y en medio de enconadas diatribas, dibujaron el espinoso terreno discursivo centrado en las relaciones de la Fe y de la Razón que no fue privativo, por otra parte, de la Teología y del pensamiento islámico, con sus derivaciones políticas, sino que también fue propio de la historia del pensamiento occidental cristiano en los siglos medios. De todo lo dicho, con la brevedad y el esquematismo que damos a estas páginas introductorias, queda pendiente decidir sobre la cuestión relativa al alcance y los límites del tan propagado «racionalismo» de Averroes y de su actitud elitista al respecto que hemos traído a colación. Resulta evidente que de la lectura de sus textos, podemos deducir que la obligación de razonar y, más certeramente, de filosofar, es algo recogido en la Escritura revelada y que dicha orden divina parece dirigirse, en especial, a los hombres de demostración. En esta perspectiva, Averroes es plenamente consciente de que sin el cumplimento del citado mandato por parte de quienes están mejor dotados para ello, la ley religiosa no sería verdadera y que, por consiguiente, la obligación de asentir a las prescripciones de la «mejor religión» que el texto proclama, carecería de sentido. Sin embargo, como dijimos, el filósofo no dejó de atender a requerimientos de orden práctico y desempeñó funciones de jurista por encargo del sultán almohade. Ello implica considerar al pensador como miembro activo de su sociedad y, por ello, comprometido con los quehaceres cotidianos que el oficio de la judicatura conlleva, es decir, con la dedicación a los asuntos reales que exigen atención, discernimiento y sentencia en el ámbito de la vida diaria: pleitos, querellas, demandas y toda suerte de menesteres a los que estaba obligado a «descender» para que su trabajo resultase eficaz. Podríamos deducir que incluso en sus reflexiones y propósitos intelectuales más elevados, estaba implícito el deseo de sentenciar en la justa medida de tal manera que, para el común de las gentes, la Teología y el amplio dominio de los conocimientos racionales, fueran asequibles y cercanos. Por ello, como veremos, una de sus preocupaciones fue la de despejar del horizonte de ese conocimiento toda sombra de adherencia perniciosa que, a su juicio, contenía la Teología axaarí que era la predominante en su momento. Entendiendo que su función era un privilegio, comprendía también que del mismo derivaban obligaciones y, entre las más decisivas, la de proponer a sus semejantes el camino medio capaz de restituir, recomponer y reconducir la conducta encaminada al bien general. Y ello, también, en estricto seguimiento de la Revelación: «Hemos hecho de vosotros una comunidad moderada, para que seáis testigos de los hombres y para que el Enviado sea testigo de vosotros (2, 143)».
TRES Si, como hemos mostrado, la Escritura es, para Averroes, algo irreductible e irrenunciable, es legítimo deducir que la raíz que sustenta su pensamiento y su actitud es la misma que dio comienzo a la Revelación hecha al Profeta: «¡Lee en el nombre de tu Señor!, Que ha creado, ha creado al hombre de un coágulo. ¡Lee! Tu Señor es el Munífico. Que ha enseñado el uso del cálamo, ha enseñado al hombre lo que no sabía (96, 1-5)». Ningún filósofo musulmán parece ser ajeno a esta determinación original y lo que distingue a cada uno de ellos es la orientación, el modo de realizar esa lectura. Averroes hizo la que le correspondía a tono con su propia tradición intelectual, social e incluso familiar. Detrás de él, había un respaldo discursivo formado por una larga secuencia de actos intelectuales que, partiendo del análisis del texto, integró conceptos filosóficos ajenos, elaboró sistemas, desarrolló nociones y formuló conjuntos de enunciados que constituyen la historia del pensamiento árabe e islámico clásico desde su etapa de formación hasta el momento de su consolidación en el siglo en el que nació el pensador cordobés. Los hitos de esa historia pueden resumirse esquemáticamente en lo que sigue aunque, obviamente, un desarrollo prolijo de la misma debería exponerse en un libro aparte. El Corán, como sabemos, es un libro destinado a la recitación y a la meditación de sus aspectos externos y ocultos. Aunque la finalidad esencial del mismo es el conocimiento de lo real, palabra que en árabe es sinónima de Verdad, en un primer momento era necesario que su lectura fuese a la vez recitación. En realidad, la orden inicial y originaria de la Revelación es «¡Lee!» que también puede traducirse, porque así lo permite la palabra en árabe, como «¡Recita!». De ahí que fuera el lector del Corán, el almocrí, el encargado de reproducir con precisión la tonalidad y la secuencia melódica de la palabra emitida por el Profeta tras haberla oído de Gabriel, sin añadiduras ni adulteraciones. La tradición consolidada de esta lectura, sobre cuyo procedimiento hay numerosas opiniones proféticas, derivó en el establecimiento de siete modalidades de recitación que manifiestan, precisamente, ese cuidado en respetar la secuencia eufónica ya mencionada y, con ello, obtener la debida precisión en la trasmisión de las aleyas. El contacto y la familiaridad con la palabra, hizo que la función del almocrí se fuera transmutando en la de teólogo, en árabe mutakal-lim, es decir, conocedor experto de los alcances del kalam, vocablo cuya raíz árabe está referida a los conceptos de creencia, decreto, orden, sentencia, verbo y, evidentemente, palabra. En tanto que el libro, en un primer acercamiento, es un conjunto de palabras, el experto en las mismas inició la vía del estudio gramatical del texto y, con ello, de la misma lengua árabe en su totalidad. Además, las exigencias de la interpretación del mensaje que esas palabras contenían y de la forma en que se expresaba, originó la función del comentarista, de aquel que desmenuzaba sabiamente e interpretaba con esmero todo el contenido de los signos. El comentario del Corán, el tafsír, es palabra árabe que remite a la operación de averiguar, explicar, aclarar o desgranar. Como en su lugar veremos, Averroes otorgará el rango de tafsír, o gran comentario, a su glosa de la Metafísica aristotélica y lo hará con un procedimiento muy cercano a los que en el Islam de los siglos VII y VIII abordaron la elucidación de las nociones reveladas[7]. De esta forma, en esos siglos, el teólogo podía ser también gramático, comentarista del libro y, en sus inicios, también jurista puesto que el mismo libro, junto con las opiniones del Profeta, constituyó la fuente del Derecho islámico. Funciones todas que Averroes desempeño en algún momento de su vida con especial dedicación. En todos los casos, quienes ejercitaban su capacidad intelectual en esos menesteres, manifestaban la preeminencia de la Razón sólidamente anudada a la Fe. Cuando se inició la construcción de la ciudad de Bagdad, en el año 762, el Islam ya había integrado en su territorio a culturas de profunda raigambre y solidez como la persa, la griega y la romana o, más precisamente, la greco-latina. Los primeros califas abbasíes animaron la vida cultural del imperio en cuyo seno, sobre todo en su capital, se constituyeron círculos de estudio que, en muchos casos, desarrollaban sus tareas en el mismo palacio califal con la protección de los califas. Bagdad fue, en ese momento, el punto de encuentro de culturas, debates, polémicas y, sobre todo, de recepción y traducción al árabe de las obras de la cultura griega. Los califas al Mansur (m. 775) y al-Mamún (m. 833) son los dos extremos de una trayectoria cultural que alentó el movimiento traductor y la promoción general de la cultura, representando su momento histórico la era clásica del Islam. Este último califa creó una institución, la Casa de la Sabiduría, bajo cuyo patrocinio se formaron equipos de traductores que pasaban del siríaco al árabe y, menos frecuentemente, del griego al árabe, manuscritos de Alquimia, Medicina, Astronomía, Aritmética, Geometría, ciencias de la Naturaleza y Filosofía, es decir, todos los vestigios del saber helenístico que permanecían guardados en monasterios cristianos y en otros lugares y que se llevaron a Bagdad para su traducción. Dentro de las obras de carácter filosófico, el mayor número de libros traducidos fue el de los aristotélicos y los de algunos de sus comentaristas. Además, por la influencia que tuvo en los filósofos árabes, merece especial mención la traducción de la denominada Teología atribuida a Aristóteles aunque en realidad era una paráfrasis de las tres últimas Ennéadas de Plotino. A todo ello nos referiremos con mayor detenimiento en adelante. La Filosofía no estuvo en el mundo islámico y su cultura clásica como una planta exótica en un invernadero. En realidad, constituía uno de los ingredientes fundamentales de la Ciencia mundana yunamanifestación más del lustre cultural con el que se adornaban los gobernantes. La naturalidad con la que se aceptaron e integraron en dicha cultura la sabiduría de los antiguos, como se denominaban a los pensadores del mundo clásico griego, es buena muestra de lo dicho, entre otras razones y con motivaciones específicas que más adelante expondremos. Por el momento, lo que importa retener es la consecuencia inmediata de la irrupción de las traducciones en los círculos ilustrados árabes. Dicha presencia, cuyo volumen se incrementaba a medida que progresaban los trabajos de traducción, consolidó la historia de las ideas del pensamiento islámico de una manera definitiva. El saber científico y filosófico se difundió con rapidez y dio lugar a definiciones precisas de temas que, inicialmente, fueron pertenencia de la Teología. Las nociones filosóficas nuevas, muchas de ellas inéditas en el pensamiento árabe anterior, enriquecieron el léxico y emigraron de la Teología a la Filosofía con formulaciones novedosas y de largo alcance. Por poner un ejemplo: considerando como dato revelado la secuencia de los nombres divinos que el libro enumera, su consideración a la luz de los nuevos conceptos adquiere rasgos de problema filosófico y, como tal, surgen elaboraciones teóricas en las que intervienen conceptos de origen griego tales como los de sustancia, duración, contingencia o predicación, que contribuyen a formular la cuestión teológica alumbrada por la Fe, desde un punto de vista racional pero teniendo en cuenta que la misma Fe puede reclamar como propia en orden a su buen Entendimiento a la misma tradición filosófica y a su ejercicio reflexivo. De entre los dedicados al estudio del ya mencionado kalam, a los que por comodidad expositiva venimos denominando teólogos, surgió una corriente o escuela que se inclinó por la consideración estrictamente racional de principios enumerados en la Revelación y que, desde el punto de vista ético-religioso tenían importancia. Algunos de dichos puntos fueron, por ejemplo, la situación del que comete un pecado grave o la naturaleza del Corán como libro eterno o creado, entre otros temas. Apartándose del método discursivo habitual, este grupo de pensadores a los que conocemos genéricamente como mu’tazilíes (la raíz árabe de la palabra significa alejar o separar), decidió encarar racionalmente esas cuestiones, por lo que ese apartamiento no debe entenderse como separación de la doctrina religiosa común, sino más bien como especificidad metodológica, es decir, como la propia de los que se apartaban del común modo de razonar, para dedicarse a una reflexión con fundamentos racionales más estrictos. Todos los mu’tazilíes, que se distribuyeron fundamentalmente entre las llamadas escuelas de Basra y Bagdad, desde el año 760 hasta el 942 aproximadamente, coincidían en el análisis de cinco principios fundamentales: la Unidad y la Unicidad divina; la justicia divina; el estado del pecador no arrepentido; la promesa y la amenaza de la otra vida y el mandato de hacer el bien y evitar el mal. La base racional de estas disquisiciones ocupa un amplio lugar en la Historia de la primera etapa del pensamiento árabe e islámico. De la misma se origina un amplio repertorio de consecuencias para el futuro y, en el caso del segundo y del quinto de los principios enumerados, los citados pensadores concluyen que el Ser humano es capaz de crear sus actos y, por tanto, es responsable inmediato de los mismos, tanto de los buenos como de los malos. En el seno del movimiento mu’tazil surgió uno de los pensadores cuya escuela tendrá amplias repercusiones en el futuro y que, llegado el tiempo, será el blanco de las críticas de Averroes. Se trata de Abul Hasan al-Axaarí (n. 873) que, hasta los cuarenta años de su edad fue adepto de dicha escuela y, por tanto, compartió todos sus principios racionalistas. Cumplida esa edad, renunció públicamente a la doctrina mu’tazil aduciendo la concesión excesiva que en ella se hacía a la función de la Razón de forma que la misma, en su opinión, llegaba a suplantar las demandas de la Fe. En este caso, al-Axaarí afirmaba que, en el dominio de la misma, hay un aspecto indescifrable por la Razón: el de lo oculto, que se menciona explícitamente al comienzo de la segunda azora coránica y que, como dato revelado, no puede ser apartado del horizonte dogmático del creyente. Apartir de esa constatación, el sistema filosófico del pensador se desplaza hacia el justo medio de la conciliación de los dos extremos, Fe y Razón, de forma que la Fe del creyente no se viera saltada por ninguno de los privilegios de la Razón de manera exclusiva y excluyente. Esta actitud tuvo plena aceptación en el seno del Islam sunní durante varios siglos y los discípulos del filósofo supieron completar los datos que él proporcionó de forma que en un determinado momento, axaarismo y sunnismo llegaron a ser identificados como una misma tendencia. Una vez consolidada como doctrina sólidamente establecida, el axaarismo no dejó de tener adversarios, ataques y críticas a las que, de todas formas, logró sobrevivir hasta el siglo XII cuando, como hemos dicho, Averroes intentará sistematizar una crítica bien argumentada a las tesis de la escuela. Noes conveniente dejar pasar sin la pertinente y breve aclaración, ya que lo hemos citado de pasada, lo que comprende y se entiende por el términosunní. La palabra árabe sunna, que en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, se cita como zuna, significa camino trillado. Antes de la aparición del Islam, al modo de proceder tradicionalmente seguido por cualquier personaje o tendencia se le denominaba sunna en el sentido de costumbre o procedimiento. Tras la Revelación y sobre todo en la época en la que el Profeta no solamente recibía la misma sino que también estaba encargado del buen gobierno de la comunidad de medina, sus opiniones personales acerca de una amplia variedad de temas que surgían de continuo sobre cuestiones doctrinales o de administración de la vida cotidiana, fueron constituyendo un amplio repertorio de opiniones, hadices que son los elementos constitutivos de la sunna del Profeta. El Corán y el hadíz, la tradición del profeta, son los elementos que conforman, a su vez, la sunna del Islam. Ambos pilares son también la fuente del Derecho islámico sunní y su vertiente práctica y positiva que, en lo tocante al contenido de las disposiciones legales de todo tipo, forman el Cuerpo de la xaría o ley musulmana. A este seno legislativo, canónico y de jurisprudencia positiva se ciñó el proceder de los cuatro primeros califas del Islam: Abu Bakr, Omar, Uzmán yAli, que era primo y yerno del Profeta. Ali murió en el año 661, asesinado por un disidente jarichí y no entraremos aquí en la explicación detallada de este término ni de sus precedentes y consecuentes históricos y doctrinales. Sin embargo, la muerte del cuarto califa del Islam supuso la aparición de una reclamación de orden legitimista derivada de la pretensión de sus hijos, Hasan y Husayn, encaminada a la demanda de los derechos sucesorios del gobierno de la comunidad de los creyentes. Una vez desaparecido Ali, en Damasco se proclamó sucesor del califato Muáuia, perteneciente a la estirpe omeya que procedía de la tribu de Quraix a la que también pertenecía el Profeta. Esta decisión no fue aceptada de buen grado por los partidarios de la línea sucesoria que provenía de Ali que, adelante, serán conocidos como la xía de Ali, significando dicha palabra árabe partido o tendencia. En poco tiempo, en Damasco se consolidó el califato omeya que reclamó para sí la herencia plena de la sunna del Profeta ya citada y, en adelante, esa variante del Islam, la más numerosa demográficamente hablando, es lo que también entendemos hoy como sunní. En cuanto a la xía de Ali, sus seguidores establecieron un orden sucesorio hereditario cuyos representantes y portadores de esa legitimidad reclamada se denominaron imameso imanes. Llegados al sexto imám de la xía, Iafar al-Sadíq, sus sucesores se dividieron en dos ramas, la de los ismailíes, septimanos o fatimíes y la de los duodecimanos, en tanto que contaron hasta el duodécimo imán que desapareció o se ocultó en el año 873, el mismo año en que nació al-Axaarí. La xía, variante doctrinal islámica minoritaria, nunca tuvo parte en el gobierno de la comunidad de los creyentes hasta que en el año 909, los fatimíes fundaron un califato en El Cairo. Su presencia política fue elemento fundamental de la historia política del Islam hasta el año 1171 en que el citado califato desapareció y la corriente ismailí se disgregó. También fue de suma importancia su labor cultural y filosófica. Desde el punto de vista jurídico, la xía elaboró su propia escuela de Derecho y en lo referido al aspecto doctrinal, poco es lo que diferencia a un sunní un xií, puesto que ambos son plenamente musulmanes en todos los aspectos excepto en lo tocante a la dimensión escatológica del Islam. Para la sunna, Muhammad, el Enviado de Dios, fue el último de la serie de los profetas que empezó con Adán. Para la xía, tras el ciclo de la profecía, se inicia el ciclo de los imames que son los encargados de custodiar la pureza de la Fe revelada. Al final de los tiempos, en la xía duodecimana que es la que está en vigor hoy en Irán, reaparecerá el imán oculto para restituir los fueros de la justicia universal. Retomando el hilo de la exposición que dejamos interrumpida con la escuela axaarí, hay que decir que la etapa más brillante de la escuela mu’tazil coincide con la del desarrollo de las doctrinas xiíes cuyos adeptos tuvieron más de una discusión con los maestros racionalistas mu`tazilíes. Pocos años después de la muerte de al-Axaari, murió en Bagdad al-Kulainí, gran teólogo de la xía y ambos representan, en gran medida, los dos polos de la sabiduría de sus respectivas tendencias. Siglos después, un filósofo de tendencia axaarí, Abu Hamid al-Gazzáli (m. 1111), conocido como Algacel en Occidente, será también uno de los destinatarios de la crítica acerba de Averroes, como veremos en su momento. El prodigioso despliegue de la Filosofía del Islam, cuyos momentos iniciales acabamos de esbozar, contiene variadas tendencias que no podemos detallar ahora. En el ámbito de la xía, por ejemplo, destaca todo un espectro de manifestaciones que van desde la Filosofía profética y la dialéctica de la Unicidad divina, hasta la Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza, la Filosofía de la Naturaleza de al-Razi, el hermetismo y su tema de la Naturaleza perfecta o la Filosofía de la luz de Suhravardi, por citar solamente a las más destacadas. En otro ámbito conceptual y discursivo, el que arranca de la escuela mu’tazil y continúa en la derivación de la escuela axaarí, nos encontramos con un juego de nociones que, bajo su aparente discontinuidad, permiten aislar temas, figuras y aportaciones novedosas que se sustentan en un fondo de permanencia cuyos orígenes remontan al saber griego. En este caso, podemos hablar de filósofos de tendencia helenizante cuyo despertar está ligado a la presencia de las obras del pensamiento griego clásico traducidas al árabe. Hay que tener en cuenta que la división entre zonas, ámbitos referenciales o pertenencias doctrinales más o menos claras, se realiza aquí de forma convencional. Es decir que, cuando hemos dicho «ámbito de la xía», no hemos pretendido abusar de la frontera separadora en lo externo, sino que lo hemos hecho por razones de comodidad expositiva. En una disciplina incierta, como la de la Filosofía, las denominadas fronteras nunca llegan a ser conceptuales en su pleno sentido, sino más bien señales de identificación y catalogación. Todas las tendencias, modulaciones, plasmaciones o manifestaciones intelectuales se destacan sobre un fondo común por los individuos que las llevan a cabo y, todas juntas, a pasar de sus desniveles, discontinuidades y rupturas, conforman lo que podemos denominar Historia de las ideas o del pensamiento islámico. Con este presupuesto bien entendido, podemos hablar ahora de la corriente de filósofos cuya referencia originaria es la obra de Aristóteles, en menor medida la de Platón y, sobre todo, la obra incierta de un Aristóteles neoplatónico, sin dejar de lado las nociones suministradas por las escuelas atomistas griegas, las estoicas y la obra de sus respectivos comentaristas que, como dijimos, también fue traducida al árabe. Todos los pensadores, de origen árabe, turco o persa, que aceptaron como propia esta tradición, consideraron necesario el establecimiento de un sistema organizado al modo en que lo hicieron los griegos: Lógica, Metafísica, Cosmología, estudio del Alma y sus potencias, Ética y Política son los elementos que estructuran un conocimiento racional de la Realidad. El despliegue expositivo de los mismos hace que sus intérpretes sean considerados filósofos en sentido pleno. Así, por esta circunstancia, fueron denominados falásifa, plural árabe de faylasúf que es directa traducción del griego philosophos, es decir, filósofo. El primero de ellos, al-Kindí (n hacia 796), fue testigo en Bagdad, de la corriente científica suscitada por las traducciones de textos griegos al árabe y de la floración del pensamiento mu’tazil. Él mismo contribuyó a la tarea traductora, aunque parece que no sabía griego. De origen árabe, acuñó los primeros términos técnicos de la Filosofía islámica y sentó las bases de una corriente filosófica basada en las ideas aristotélicas tamizadas por las neoplatónicas que proseguirá con al-Farabi (n. 872) y, después con Ibn Sína, Avicena, (n. 980). Todos los falásifa, en la medida de sus respectivas teorías, no fueron serviles imitadores de los griegos a los que, sin embargo, reconocieron como maestros. Sus pensamientos y sistemas se orientaron de acuerdo con sus propias normas y en respuesta a cuestionamientos que de ellos mismos nacieron. En gran medida, como puede observarse en el sistema de al-Kindí, los falásifa fueron conscientes de que la obra de los maestros helénicos estaba por acabar, es decir, que les había llegado abierta a posibilidades de completarla, perfeccionarla y, sobre todo, de integrarla sin fisuras en el contexto de la cultura árabe, de su lengua y de la Revelación. Siendo así que ésta venía a ser la culminación de las revelaciones plasmadas en libros anteriores, como la Torá y el Evangelio, los sistemas de los filósofos árabes se contemplaron bajo esta misma perspectiva: el pensamiento griego fue una etapa que debía tener su punto final en el pensamiento árabe e islámico. En al-Andalus, surgió la que podríamos denominar rama occidental del pensamiento helenizante. Sus inicios se remontan a Ibn Masarra (n. 883) y la escuela de Almería, seguido por Ibn Hazm de Córdoba (n. 994), Avempace (n. 1118) en Zaragoza, Ibn al-Síd de Badajoz (n. 1052), Ibn Tufayl (m. 1185) de Guadix y, finalmente, Averroes cuya muerte tiene lugar siete años después de la del ya citado Suhravardi y, ambos, son el punto de sutura de una corriente, por parte del primero, y de una apertura en el caso del segundo cuya influencia se mantendrá viva en la Filosofía iraní hasta, por lo menos, el siglo XIX. Si tuviéramos que analizar la secuencia histórica de las ideas del pensamiento andalusí, cuyos cimeros representantes hemos acabado de nombrar, avanzaríamos por un sendero plagado de signos presididos por una evidente racionalidad equilibrada por la representación de metáforas conceptuales que apuntan más a la sensibilidad que a la Razón estricta. En este caso, la plasmación más evidente de lo que decimos estaría en la obra de Ibn Tufayl y su anhelo por explicitar los procedimientos conducentes a la unión del Intelecto humano con el Entendimiento agente universal de raigambre aristotélica. Dicho afán nace de un deseo del Alma por encontrarse no solamente con la fuente de todo conocimiento sino, específicamente, con la luz de la que emana el Bien universal. El artificio que el autor personifica en el filósofo autodidacta, compendia casi todas las corrientes anteriores del pensamiento andalusí y deja abierta la puerta a un acceso por el que Averroes transitó con su andamiaje racional. CUATRO Unmismopensamiento puede ser pensado de nuevo muchas veces. Cada vez que se piensa, la etapa histórica en que tiene lugar ese acto renovado, no es la misma y, por ello, el mismo pensamiento se convierte en otro modo de pensar. Cuando la Filosofía griega entró en el pensamiento árabe e islámico, se volvieron a pensar los supuestos que aquella produjo, sin prejuicios doctrinales, considerando que estaban ante un legado accesible a todos. De ahí que, en el mundo islámico clásico, a Aristóteles lo llamasen el primer maestro, a al-Farabi, el segundo, siendo Avicena el tercero. Cuando el segundo, al-Farabi, escribió su Ciudad Virtuosa, su inspiración directa no fue Aristóteles sino Platón, siendo capaz de adaptar la constitución de una polis dirigida por el sabio, a una umma inspirada por la profecía emanada de Al-lah en cuya estructura jerárquica el sabio se colocaba un escalón por debajo del Creador. Visión de un mundo donde lo real y lo divino se armonizan en un todo significativo de orden práctico: la ciudad y sus derechos, sus funciones reguladas como las de un organismo vivo que se dirige a su propia perfección tal como preconizó Aristóteles. El mismo horizonte que, por otra parte como veremos, contempló Averroes al hablar de la ciudad, bajo inspiración también platónica, según resulta de su paráfrasis a la Republica del filósofo griego. AAverroes le tocó vivir una peculiar etapa histórica de al-Andalus que le proporcionó parte de los elementos necesarios para reflexionar sobre el modelo de convivencia social más adecuado a sus circunstancias. El imperio almorávide había impuesto una unidad política y una cierta homogeneidad social en la que la elite cedió sus derechos en beneficio de un pueblo que nunca acabó de entender la verdadera situación. Los almohades, después, instauraron un modo de gobernar en el que el componente ideológico, más que el religioso propiamente dicho, era predominante. En ese nuevo contexto, parecían estar garantizadas e incluso promocionadas, todas las tentativas intelectuales que contribuyeran a consolidar y defender la reforma de altos vuelos que había predicado Ibn Túmart. Fuera de al-Andalus, los reinos cristianos parecían estar movidos por una ideología religiosa de signo contrario al de la almohade. Sus raíces tenían todo tipo de componentes entre los cuales no era el menor el económico que, a su vez, iba a nutrir de fuerza y permanencia a las cruzadas que, fuera de la península, se estaban predicando desde el centro de gobierno de la Iglesia. Además, ese Occidente que había permanecido en la oscuridad feudal, poco a poco va manifestando una recuperación de las luces intelectuales que venían de la tradición griega y latina. Como resultado de esta integración, la ideología escolástica latina empezaba a tomar fuerza y se polarizó en una serie de cuestiones que tenían que ver con la Teología de manera inmediata y con la Metafísica de forma subsidiaria. La denominada «cuestión de los universales» afinará los instrumentos dialécticos y será Averroes, sin él saberlo, quien un siglo después resurgirá en Occidente bajo la forma de controversias agudas con su doctrina interpretada a gusto de las nuevas necesidades intelectuales y, por ende, reflejadas en lo político y lo religioso. En un Imperio que, como el almohade, hizo gala de benevolencia y generosidad para con los hombres de pensamiento, la racionalidad parecía imponerse por sí misma, por derecho propio. Sin embargo, como antítesis dialéctica de esa Razón omnipresente en un dominio particularmente significativo como el jurídico, se manifestaron cada vez con mayor fuerza, movimientos de índole espiritual que, a su modo, recuperaban y asimilaban las demandas espirituales de una sociedad que nunca había perdido la esperanza de la redención social. Debajo de la inmutable capa de serena majestad que parecía imponer el Estado almohade, fueron muchos los síntomas de rebeldía que se aferraban a la llegada de un mahdi protector y justo, reparador y bálsamo de inquietudes y pesares que se manifestaban en el seno del pueblo. Por ello es muy ilustrativo al panorama literario andalusí en el siglo XII porque nos ofrece un fiel reflejo de esta situación. Mientras la poesía árabe clásica empieza a decaer desde el momento en que los almorávides pisaron al-Andalus y fue languideciendo paulatinamente bajo los almohades, fue la poesía popular la que ocupó un lugar de privilegio desde el momento en que Muqaddam al-Cabrí el Vidente, inventó o introdujo la moaxaja en tierra andalusí. El éxito popular de este estilo poético, suscitó la aparición de poetas que, sin dejar del todo el cultivo del clásico, se diseminan por todas las regiones de al-Andalus[8]. Ejemplo de ellos fueron el denominado Ciego de Tudela (m. 1126) que vió como su fama saltaba a Oriente y el más famoso zejelero de todos los tiempos, el contemporáneo y paisano de Averroes, Ibn Quzmán (m. 1160) al que el filósofo oyó posiblemente cuando recitaba sus versos en las calles de Córdoba enaltecido por un título, el de visir, en una época que ya no hacía caso de tales encumbramientos. El poeta es, con su obra, el prototipo y la antítesis de su vecino el filósofo y jurista. A la seriedad y circunspección que éste mantenía posiblemente por temperamento, pero también por alcurnia familiar y posición oficial, Ibn Quzmán con su desenfado y tolerable desvergüenza, abrió las puertas a la lengua romance de la misma forma a como Averroes, con su talante, las abrió a la reflexión racional de altos vuelos. Si éste pudo pensar alguna vez en el epitafio que expresase sus ideas de la forma más exacta, tal vez hubiera elegido los versos del sabio Abu Amr ibn Hazm, visir de uno de los reyes de Córdoba en el siglo XI: «El hombre libre es como el oro, sujeto unas veces al golpe del martillo, pero al que ves otras veces la corona de un rey»[9]. El testamento de Ibn Quzmán, por el contrario, es el que figura en el zéjel número 90 de su cancionero, en traducción también de Emilio García Gómez, que rezaba así: «Cuando muera, éstas son mis instrucciones para el entierro: dormiré con una viña entre los párpados. Que me envuelvan entre sus hojas como mortaja y me pongan en la cabeza un turbante de pámpanos». Hijo de su tiempo y de sus circunstancias, heredero de una tradición filosófica muy consolidada, a la que la mayor parte de este libro está dedicada, de Averroes nos quedan sus escritos y, con su lectura, lo traemos hacia nosotros y hacemos de su razonar objeto del nuestro. Con ello, se convierte en instrumento de nuestro propio pensar. A lo que de él quedó entre nosotros, lo consideramos una forma de supervivencia que nos permite interrogar a sus palabras por medio de las nuestras. Aunque nos sea imposible comprenderlo tal como él se comprendía y de la misma forma en que lo hicieron sus contemporáneos o inmediatamente sucesores, todavía nos está permitido integrar sus palabras en nuestros conceptos, de la misma forma que él lo hizo con las palabras y los conceptos de una forma de pensar que tuvo lugar casi un milenio y medio antes de que él naciera.
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