PROFESOR MISERIA
El taconeo de sus propios zapatos en el vestíbulo de mármol le
hizo pensar en cubos de hielo tintineando en un vaso. En cuanto a
las flores —los crisantemos otoñales en la urna de la entrada—,
sintió que bastaría tocarlas para que se pulverizaran en briznas
escarchadas; no obstante hacía calor, la casa estaba incluso
demasiado caldeada; pero también fría —Sylvia se estremeció—
como frío era el níveo rostro tumefacto y ajado de la secretaria, Miss
Mozart, que vestía toda de blanco, como una enfermera. Claro que
bien podía ser que lo fuese. Pensó un momento: Mr. Revercomb,
usted está loco y ésta es su enfermera. No, francamente no. En ese
momento el mayordomo le tendió su bufanda. Le impresionó su
apostura: delgado, tan cortés, un negro de piel pecosa y ojos
enrojecidos y opacos. Le abrió la puerta; apareció Miss Mozart: su
rígido uniforme produjo un seco susurro en el vestíbulo:
—Esperamos que regrese —dijo, y le dio a Sylvia un sobre cerrado
—. Mr. Revercomb se ha sentido particularmente complacido.
Afuera, la oscuridad caía como copos azules. Caminó por las calles
de noviembre hasta llegar a la solitaria zona alta de la Quinta
Avenida. Se le ocurrió regresar a casa atravesando el parque: casi un
acto de desafío. Henry y Estelle, que nunca dejaban de insistir en su
sabiduría urbana, le habían dicho una y otra vez, Sylvia, no sabes lo
peligroso que es caminar de noche por el parque; mira lo que le
sucedió a Myrtle Calisher. Esto no es Easton, guapa. Esa era otra de
las cosas que decían. Otra más. Dios santo, estaba harta. Sin
embargo, aparte de ellos y de algunas otras mecanógrafas de
SnugFare, la empresa de ropa interior para la que trabajaba, ¿a
quién más conocía en Nueva York? La situación no estaría mal si no
tuviera que vivir con ellos, si le alcanzara para pagarse un cuarto
propio en algún sitio; pero en aquel angosto apartamento a veces
sentía deseos de estrangularlos. ¿Por qué había ido a Nueva York?
La causa, fuera cual fuese, le parecía a estas alturas bastante vaga;
sin embargo, un motivo esencial para salir de Easton había sido
librarse de Henry y Estelle, mejor dicho, de sus equivalentes, aunque
Estelle también era de Easton, un pueblo al norte de Cincinnati.
Habían crecido juntas. El verdadero problema de Henry y Estelle era
que estuvieran tan, pero tan casados. Don Jabón, Cepigrillo, todo
tenía un nombre: el teléfono era Tin Tilín; el sofá, Nuestro Berny; la
cama, el Gran Oso, ¿y qué decir de sus almohadas y toallas El y Ella?
Suficiente para enloquecer. ¡Enloquecer!, dijo en voz alta. El parque
silencioso absorbió su voz. Qué agradable sensación, había hecho
bien en atravesarlo, el viento soplaba entre las ramas, los arbotantes
de luz recién encendidos iluminaban dibujos de tiza de los niños:
pájaros rosas, flechas azules, corazones verdes. De pronto, dos
muchachos aparecieron en el camino como un par de palabras
obscenas. Rostros marcados de acné, sonrientes, se asomaron en la
oscuridad como llamas amenazadoras. Cuando pasaron a su lado,
Sylvia sintió que el cuerpo le ardía. Ellos se volvieron y la siguieron
hacia una solitaria zona de juegos. Uno de los chicos golpeaba un
palo a lo largo de una cerca de hierro, el otro silbaba. Los sonidos se
aproximaron como el concentrado rugir de un motor cada vez más
cercano. Cuando uno de ellos, riendo, gritó «¿A qué viene tanta
prisa?», a Sylvia se le entrecortó la respiración. Pensó en tirar el
bolso y correr; no lo hagas, se dijo. En ese momento vio a un
hombre que caminaba con su perro por un paseo lateral. Lo siguió y
se mantuvo cerca de él hasta llegar a la salida. ¡Cómo agradecerían
Henry y Estelle que les contara y les permitiera un te-lo-advertimos!
Es más, Estelle lo mencionaría en una carta y el día menos pensado
todo Easton sabría que la habían violado en Central Park. Durante el
resto del trayecto maldijo a Nueva York: la inocente amenaza del
anonimato y aquel pasillo digno del metro, iluminado toda la noche,
con tuberías chirriantes, pasos interminables, la puerta numerada: 3
C.
—Ssshh —dijo Estelle, saliendo furtivamente de la cocina—, Butsy
está haciendo los deberes.
Henry estudiaba derecho en la universidad de Columbia y,
efectivamente, estaba en la sala inclinado sobre sus libros. A petición
de Estelle, Sylvia se descalzó y luego atravesó el cuarto de puntillas.
Ya en su habitación se dejó caer en la cama y se tapó los ojos con
las manos. ¿En verdad había sucedido ese día? Miss Mozart, Mr.
Revercomb, ¿estaban realmente ahí, en ese alto edificio de la calle
Setenta y ocho?
—¿Qué has hecho hoy, guapa? —Estelle entró sin llamar.
Sylvia se apoyó en un codo:
—Nada, salvo mecanografiar noventa y siete cartas.
—¿Sobre qué? —Estelle usó el cepillo de Sylvia.
—¿Sobre qué va a ser? SnugFare, los calzoncillos que
proporcionan seguridad a los líderes de nuestra ciencia y nuestra
industria.
—¡Uf, qué humor! A veces no sé qué te pasa. Hablas en un tono...
¡Ay!, ¿por qué no compras otro cepillo? Este es un amasijo de pelos.
—Casi todos tuyos.
—¿Qué has dicho?
—Olvídalo.
—Ah, me pareció que decías algo; en fin, como te iba diciendo,
me gustaría que no tuvieras que ir a esa oficina, que no regresaras
enfadada. Desde mi punto de vista, como le dije a Butsy la otra
noche, y él estuvo absolutamente de acuerdo, le dije: Butsy, creo
que Sylvia debería casarse, una chica tan sensible tiene que relajar
sus tensiones. No hay nada que lo impida. Bueno, tal vez no seas
una belleza, en el sentido corriente de la palabra, pero tienes unos
ojos bonitos y aspecto de persona inteligente y sincera. De hecho,
eres el tipo de chica que a cualquier profesional liberal le gustaría
conseguir, y supongo que es lo que tú deseas... Mira lo distinta que
soy desde que me casé con Henry. ¿No te sientes sola al ver lo
felices que somos? Lo que quería decirte es que no hay nada como
estar en la cama con un hombre que te abrace y...
—¡Estelle! ¡Por el amor de Dios! —Sylvia se incorporó, las mejillas
encendidas de ira; pero luego se mordió los labios y bajó la mirada
—. Lo siento —dijo—, no quise gritar, sólo quisiera que no me
hablaras así.
—Está bien —dijo Estelle, sonriendo perpleja como una tonta;
luego se acercó a Sylvia y la besó—. Comprendo. Estás agotada, eso
es todo. Seguro que no has comido nada. Vamos a la cocina y te
haré unos huevos revueltos.
Cuando Estelle colocó el plato de huevos frente a ella, Sylvia se
sintió muy avergonzada. Después de todo, Estelle trataba de ser
amable. Entonces, como para repararlo todo, dijo:
—Es que me ha pasado una cosa.
Estelle se sentó frente a ella con una taza de café. Sylvia continuó:
—No sé cómo decírtelo. Es tan extraño, pero... bueno, hoy
almorcé en el Automat y tuve que compartir la mesa con tres
desconocidos. Hubiera dado lo mismo que yo fuera invisible porque
hablaron de cosas muy íntimas. Uno de ellos comentó que su novia
iba a tener un hijo y no sabía dónde conseguir dinero para resolver
el asunto. Dijo que no tenía nada que vender. Pero otro (bastante
más refinado, como si no tuviera que ver con sus compañeros) dijo
que sí, que podía vender algo: sueños. Hasta yo me reí, pero el
hombre movió la cabeza y dijo con mucho aplomo que era
totalmente cierto, que la tía de su esposa, Miss Mozart, trabajaba
para un millonario que compraba sueños, simples sueños nocturnos,
de cualquier persona. Anotó el nombre y la dirección, y se lo dio a su
amigo, pero él lo dejó en la mesa; dijo que le parecía demasiado
absurdo para creérselo.
—A mí también —intervino Estelle haciendo notar su sensatez.
—No sé —dijo Sylvia, encendiendo un cigarrillo—. No pude
quitármelo de la cabeza. El nombre era A. F. Revercomb; la dirección
correspondía a una casa de la calle Setenta y ocho. Sólo lo vi un
instante, pero fue... no sé, no pude olvidarlo. Empezó a darme dolor
de cabeza. Salí temprano de la oficina...
Estelle dejó en la mesa su taza de café, despacio, marcando el
ademán.
—Escúchame, Sylvia, ¿no me dirás que has ido a ver al loco ese, a
Revercomb?
—No quería ir —dijo Sylvia, repentinamente avergonzada. Era un
error hablar de eso, Estelle carecía de imaginación, jamás lo iba a
entender. Sus ojos se entrecerraron, como cada vez que inventaba
una mentira—. Y no fui —añadió en tono neutro—. Iba de camino
cuando me di cuenta de lo ridículo que era. En vez de seguir, di un
paseo.
—Muy sensato de tu parte —dijo Estelle, empezando a acomodar
platos en el fregadero—. Imagina lo que hubiera sucedido. ¡Comprar
sueños! ¡Habrase visto! Caray. Realmente, seguro que esto no es
Easton.
Antes de ir a su cuarto, Sylvia tomó un Seconal, cosa que hacía
rara vez. De otro modo, con la cabeza tan despierta y tan hecha un
lío no podría descansar; además sintió una extraña tristeza, una
sensación de pérdida, como si hubiera sido víctima de un hurto, un
hurto real o incluso moral, como si los muchachos que vio en el
parque le hubieran arrebatado realmente —de pronto encendió la luz
— el bolso. ¡El sobre que le había dado Miss Mozart! Estaba en el
bolso, sólo ahora se acordaba. Lo abrió. Dentro había un papel azul
doblado sobre un cheque; había una nota: en pago de un sueño,
cinco dólares. Entonces lo creyó; era cierto, le había vendido un
sueño a Mr. Revercomb. ¿Podía ser tan sencillo? Volvió a apagar la
luz, sonriendo levemente; si vendía un par de sueños a la semana,
¡la de cosas que iba a hacer!: alquilaría un apartamento para ella
sola, pensó, sumiéndose en el sueño. La calma la envolvía como la
luz de una fogata, y luego vino un lapso con suaves brillos de
linternas: se dormía profunda, muy profundamente. Vio unos labios,
unos brazos masculinos, lejanísimos. Apartó la manta de una patada,
con asco. ¿Hablaba Estelle de esos fríos brazos masculinos? Siguió
deslizándose en el sueño; los labios de Mr. Revercomb rozaban su
oído: cuénteme, susurró.
Pasó una semana antes de que fuese a verle de nuevo, una tarde
de domingo a principios de diciembre. Había salido del apartamento
con intención de ver una película, pero sin saber muy bien cómo, se
encontró en la Avenida Madison, a dos calles de Mr. Revercomb. El
cielo estaba color de plata, hacía frío, y el viento afilado era tan
penetrante como la malvarrosa. En las tiendas, los carámbanos de
oropel navideño brillaban entre montones de lentejuelas de nieve.
Todo en perjuicio de Sylvia: odiaba las festividades, esos momentos
en que uno está más solo que nunca. Un espectáculo la obligó a
detenerse ante un escaparate. Era un Santa Claus mecánico de
tamaño natural; se golpeaba el estómago y se balanceaba con un
frenesí de euforia eléctrica. Su estruendosa y chirriante carcajada se
podía oír a través de los gruesos cristales. Cuanto más lo miraba,
más siniestro le parecía. Finalmente se volvió, estremecida, y
continuó su camino hacia la calle donde estaba la casa de Mr.
Revercomb. Por fuera era un gran edificio, quizá menos cuidado e
imponente que los otros, pero aun así bastante majestuoso. Una
hiedra blanqueada por el invierno circundaba los ventanales
emplomados y extendía sus tentáculos sobre la puerta; dos
pequeños leones de piedra, de ciegos ojos cincelados, guardaban la
puerta. Sylvia respiró hondo antes de tocar el timbre. El negro pálido
y gentil de Mr. Revercomb la reconoció con una educada sonrisa.
En su anterior visita, la sala donde había esperado a ser recibida
por Mr. Revercomb estaba vacía. Esta vez había otras personas,
mujeres de aspecto diverso y un hombre joven, con ojos de
mosquito, excesivamente nervioso. Si hubieran sido lo que
aparentaban (pacientes en una sala de espera), él hubiera podido
ser un hombre a punto de ser padre o una víctima del mal de San
Vito. Estaba sentado junto a Sylvia; sus ojos inquietos
desabotonaron su ropa con rapidez, y lo que vio le interesó muy
poco. Sylvia sintió alivio cuando él volvió a sus crispadas
preocupaciones. Poco a poco, sin embargo, cobró conciencia del
interés que su presencia había suscitado en el grupo; a la luz
lóbrega, incierta, de aquella estancia llena de plantas, las miradas
parecían más duras que las sillas donde estaban sentados. Una
mujer la miraba con especial severidad. Aquel rostro parecía
destinado a poseer una dulzura suave y ordinaria, pero ahora, de ver
a Sylvia, lo afeaban la desconfianza y los celos. La mujer agitaba
suavemente una apolillada bufanda de piel, como si tratara de
apaciguar a una bestia que pudiera atacarla a dentelladas; su mirada
fija anticipó el ataque hasta que los pasos de Miss Mozart temblaron
en el vestíbulo. De nuevo el grupo se dividió en entidades
individuales vigilantes como escolares asustadizos.
—Mr. Pocker —dijo Miss Mozart, en tono admonitorio—, ¡usted es
el siguiente!
Mr. Pocker la siguió, con mirada nerviosa y retorciéndose las
manos. En la estancia oscura las mujeres volvieron a acomodarse
como motas de sol.
Entonces empezó a llover. Los reflejos que temblaban en las
ventanas se derritieron en las paredes. El jo-ven mayordomo entró
sigilosamente en la habitación, atizó el fuego del hogar y dispuso el
servicio del té en una mesa. Sylvia estaba muy cerca del fuego; se
sentía mareada por el calor y el sonido de la lluvia; inclinó la cabeza
a un lado, al otro; cerró los ojos, ni despierta ni dormida.
Durante largo rato, sólo la cristalina oscilación de un reloj perturbó
el límpido silencio de la casa de Mr. Revercomb. Luego, un repentino
disturbio en el vestíbulo sumió la habitación en un furioso estruendo:
tan vulgar como el color rojo, una voz grave gritaba:
—¿Detener a Oreilly? ¿Quién osará hacerlo?
El dueño de esta voz, un hombrecito con cuerpo de tonel y piel
rojo ladrillo, se abrió paso hasta el umbral de la sala; su mirada
deambuló ebria de arriba abajo.
—Vaya, vaya, vaya —dijo marcando una escala descendente con
su voz, áspera como la ginebra—, ¿todas estas damas van antes que
yo? Pero Oreilly es un caballero. Oreilly aguardará su turno.
—No lo hará. Aquí no. —Miss Mozart corrió tras él y lo agarró del
cuello de la camisa. Oreilly enrojecía aún más y los ojos se le salían
de las órbitas.
—Me está ahorcando —masculló, pero las manos pálidas,
verdosas, de Miss Mozart, tan fuertes como raíces de roble, le
tiraban aún más fuerte de la corbata hasta hacerle cruzar la puerta,
que finalmente resonó con un efecto demoledor: una taza de té
tintineó, y las hojas secas de una dalia cayeron de lo alto. La dama
de las pieles se llevó una aspirina a la boca.
—¡Qué desagradable! —dijo.
Todos menos Sylvia sonrieron con admirada delicadeza cuando
Miss Mozart pasó frotándose las manos.
Cuando salió de casa de Mr. Revercomb, caía una lluvia densa y
oscura. Echó una mirada a la calle desierta en busca de un taxi.
Nada ni nadie. Sí, había alguien, el borracho que ocasionó aquel
revuelo. Estaba apoyado en un coche haciendo botar una pelota de
goma como un solitario niño callejero.
—Mira —le dijo a Sylvia—, mira, me acabo de encontrar esta
pelota, ¿trae buena suerte?
Sylvia sonrió. El hombre le pareció inofensivo, a pesar del feroz
altercado; su rostro tenía algo especial, una expresión de tristeza
risueña que sugería un payaso sin maquillaje.
La siguió hacia la Avenida Madison, haciendo malabarismos con la
pelota.
—A que hice el ridículo —dijo él—. Cuando me porto así lo único
que quiero es sentarme a llorar. —Después de tanto rato bajo la
lluvia había recobrado una considerable sobriedad—. Pero no debió
tironearme de ese modo; qué salvaje es, maldita sea. Conozco a
algunas mujeres bastante salvajes (mi hermana Berenice podía
herrar al toro más bravo), pero ella es la más salvaje de todas.
Recuerda las palabras de Oreilly: acabará en la silla eléctrica. —Sus
labios produjeron un chasquido—. No tiene por qué tratarme así. De
cualquier forma, toda la culpa no es de él. No tenía mucho con que
empezar y él se quedó con lo que había; ahora no me queda niente,
niña, niente.
—Qué pena —dijo Sylvia, sin saber de qué se compadecía—. ¿Es
usted payaso, Mr. Oreilly?
—Lo era.
Habían llegado a la avenida, pero Sylvia no hizo el menor intento
de buscar un taxi, quería seguir caminando bajo la lluvia junto al
hombre que había sido payaso.
—De niña sólo me gustaban las muñecas vestidas de payaso —le
dijo—. Mi cuarto era como un circo.
—He sido otras cosas. También he sido corredor de seguros.
—Ah —dijo Sylvia, decepcionada—. ¿Y ahora qué hace?
Oreilly rió y lanzó la pelota muy alto; la atrapó sin dejar de mirar
hacia arriba.
—Miro el cielo —dijo—. Viajo a través del azul con mi maleta. Es
adonde vas cuando no tienes otro sitio. ¿Qué hago en este planeta?
He robado, mendigado, vendido mis sueños, todo por el whisky. Uno
no puede viajar en azul sin una botella, lo cual nos lleva al grano:
¿qué te parecería si te pido prestado un dólar?
—Me parecería bien —contestó Sylvia; hizo una pausa, sin saber
qué más decir.
Siguieron caminando, tan despacio que el chubasco parecía
cercarlos como una presión aislante. Le pareció que caminaba con
una de sus muñecas que se hubiera vuelto milagrosa y competente.
Le tomó de la mano: un payaso viajando en el azul.
—Pero un dólar no lo tengo; sólo setenta y cinco centavos.
—Vale —dijo Oreilly—, ¿en serio paga tan poco últimamente?
Sylvia supo a quién se refería.
—No, no... En realidad no le he vendido un sueño. —No trató de
explicarse; ni ella podía entenderlo. Ante la gris invisibilidad de Mr.
Revercomb (impecable, preciso como una balanza, rodeado de
clínicos aromas; ojos grises y opacos plantados como semillas en el
rostro anónimo, sellados por lentes aceradas) fue incapaz de
recordar un sueño, y habló de dos ladrones que la siguieron por un
parque y por la zona de los columpios—. «Un momento», me pidió
que me detuviese; «hay muchos tipos de sueños», dijo, «pero éste
es falso, se lo está inventando». ¿Cómo lo supo? Entonces le conté
otro sueño; era sobre él: me abrazaba de noche entre globos que
subían y lunas que caían. Dijo que no le interesaban los sueños que
tuvieran que ver con él.
Miss Mozart, que anotaba todos los sueños en taquigrafía, recibió
la orden de llamar al siguiente.
—Creo que no volveré.
—Volverás —dijo Oreilly—. Mírame. Hasta yo regreso, y hace
mucho que el Profesor Miseria acabó conmigo.
—¿Profesor Miseria? ¿Por qué le llama así?
Habían llegado a la esquina donde el Santa Claus maníaco se
mecía y vociferaba. Sus carcajadas resonaron en la chirriante calle
lluviosa y su sombra se proyectó sobre los arco iris reflejados en el
pavimento.
Oreilly dio la espalda al Santa Claus. Sonrió y dijo:
—Le llamo Profesor Miseria porque es eso. Profesor Miseria. Tal
vez tú le llames de otro modo, pero es el mismo tipo; seguro que lo
conoces. Las madres siempre hablan de él a sus hijos: vive en los
huecos de los árboles, se desliza de noche por las chimeneas,
acecha en los cementerios, sus pasos resuenan en los desvanes. El
hijo de puta es un ladrón, una amenaza: se apropiará de todo lo que
tengas y no te dejará nada, ni siquiera un sueño. ¡Buu! —gritó, y rió
con más fuerza que el Santa Claus—. Qué, ¿ya sabes quién es?
Sylvia asintió:
—Sé quién es. En mi familia lo llamábamos de otro modo, pero no
recuerdo cómo. Fue hace mucho.
—Pero ¿lo recuerdas?
—Sí, lo recuerdo.
—Entonces llámalo Profesor Miseria. —Y se alejó, botando su
pelota—. Profesor Miseria. —Su voz se convirtió en una mera
luciérnaga de sonido—. Pro-fe-sor Mi-se-ria...
Costaba trabajo ver a Estelle recortada contra esa ventana llena
de un sol tan hiriente como el crujir del cristal azotado por el viento.
Además, Estelle la estaba sermoneando. Su voz nasal sonaba como
si su garganta fuera un depósito de oxidadas navajas de afeitar.
—Me gustaría que te vieras —decía, ¿o acaso había dicho eso
tiempo atrás?; era lo de menos—. No sé qué te ha pasado. A que no
pesas ni cuarenta kilos. Se te ven todos los huesos y las venas. ¡Y el
pelo! Pareces un perro de lanas.
Sylvia se pasó una mano por la frente.
—¿Qué hora es, Estelle?
—Las cuatro —dijo, interrumpiéndose el tiempo suficiente para
mirar el reloj—. ¿Y dónde está tu reloj?
—Lo vendí —dijo Sylvia, demasiado cansada para mentir. No
importaba. Había vendido tantas cosas, incluyendo su abrigo de
castor y el bolso de noche con malla dorada.
Estelle negó con la cabeza.
—Me rindo, querida; así de claro, me rindo. Era el reloj que tu
madre te regaló por tu graduación. Qué vergüenza —su boca hizo un
chasquido de sirvienta antigua—, qué lástima y qué vergüenza.
Jamás entenderé por qué nos dejaste. Eso es asunto tuyo, no hay
duda; pero ¿cómo pudiste dejarnos por esta... esta...?
—Pocilga —completó Sylvia, usando la palabra deliberadamente.
Era un cuarto amueblado de la zona este, a la altura de la Sesenta y
tantos, entre la Tercera y la Segunda Avenida. Suficientemente
amplio para un sofá-cama y un buró viejo y astillado como un espejo
que semejaba un ojo con cataratas, tenía una ventana que daba a
un inmenso solar (en las tardes se escuchaban voces agresivas y las
correrías de niños desesperados); a lo lejos, como un punto de
admiración en el horizonte de edificios, se alzaba la negra chimenea
de una fábrica.
La chimenea aparecía con frecuencia en sus sueños y nunca
dejaba de excitar a Miss Mozart:
—Fálica, fálica —murmuraba, apartando la vista de su taquigrafía.
El suelo del cuarto era un basurero de libros empezados y nunca
concluidos, periódicos viejos, hasta mondaduras de naranja, huesos
de frutas, ropa interior, una polvera desparramada.
Estelle se abrió paso entre la basura y se sentó en el sofá-cama.
—Tú no lo sabes, pero me preocupas muchísimo. Mira, tengo mi
orgullo y todo eso, y si no te caigo bien, bueno, pues vale. Pero no
tienes derecho a alejarte de este modo, a que no se sepa de ti en un
mes. Así que hoy le dije a Butsy: Butsy, tengo el presentimiento de
que a Sylvia le ha sucedido algo horrible. Ya te puedes imaginar
cómo me sentí cuando llamé a tu oficina y me dijeron que hacía
cuatro semanas que no trabajabas allí. ¿Qué pasó?, ¿te despidieron?
—Sí, me despidieron. —Sylvia se incorporó—. Por favor, Estelle,
tengo que arreglarme; tengo una cita.
—Tranquila, no irás a ningún lado hasta que no me entere de lo
que pasa. La portera me dijo que te habías vuelto sonámbula...
—¿Has hablado con ella? ¿Qué pretendes?, ¿por qué me espías?
Los ojos de Estelle se arrugaron, como si fueran a llorar. Puso su
mano sobre la de Sylvia y la palmeó suavemente.
—Dime, querida, ¿es por un hombre?
—Sí, es por un hombre —dijo Sylvia, con un asomo de risa en la
voz.
—Debiste haber hablado conmigo antes. —Estelle suspiró—.
Conozco a los hombres. No tienes por qué avergonzarte de eso. Un
hombre puede tratar a una mujer de tal forma que ella se olvide de
todo lo demás. Si Henry no fuera el abogado prometedor que es, lo
querría de todas formas, y haría cosas que antes de conocer a un
hombre me hubieran parecido horrendas y repugnantes. Pero te has
enredado con un tío que se está aprovechando de ti.
—No es esa clase de relación —dijo Sylvia, poniéndose de pie y
localizando un par de medias entre el furor de los cajones del buró
—. No tiene nada que ver con el amor. Olvídalo. Es más, vuelve a
casa y olvídate completamente de mí.
Estelle la miró con detenimiento:
—Me asustas, Sylvia; en serio que me asustas.
Sylvia sonrió; continuó vistiéndose.
—¿Recuerdas que hace mucho te dije que te casaras?
—¡Uf! Ahora escúchame tú. —Sylvia se volvió; tenía una hilera de
horquillas en la boca; las retiraba una a una mientras hablaba—.
Hablas de matrimonio como si fuera la respuesta absoluta; pues
bien, hasta cierto punto estoy de acuerdo. Claro que quiero que me
amen, ¿y quién no? Pero incluso si estuviera deseando
comprometerme, ¿dónde está el hombre con el que me he de casar?
Debe haberse caído por una alcantarilla. En serio, no hay hombres
en Nueva York, y si los hay, ¿dónde los encuentras? Los que me
parecían mínimamente atractivos o eran casados o maricas o
demasiado pobres para casarse. Además éste no es un lugar para
enamorarse; es un lugar para curarse del amor. Claro, supongo que
podría casarme con alguien, pero yo no quiero eso, ¿o sí?
—¿Entonces qué quieres? —Estelle se alzó de hombros.
—Más de lo que recibo. —Colocó la última horquilla en su sitio y
se alisó las cejas frente al espejo—. Tengo una cita, Estelle, es hora
de que te vayas.
—No puedo dejarte así —dijo Estelle, y su mano se agitó inerme
—. Sylvia, eres mi amiga de la infancia.
—Justamente ése es el asunto: ya no somos niñas; al menos yo
no. Vete a casa y no vuelvas por aquí. Lo único que quiero es que te
olvides de mí.
Estelle se llevó el pañuelo a los ojos; cuando llegó a la puerta
lloraba con bastante fuerza. Sylvia no se podía permitir
remordimientos; después de ser dura, sólo podía ser más dura.
—Adelante —dijo, siguiendo a Estelle al vestíbulo—, ¡y escribe a
casa todas las tonterías que se te ocurran de mí!
Estelle lanzó un aullido que hizo que los otros inquilinos salieran a
sus puertas y se fue escaleras abajo.
Sylvia regresó a su cuarto y chupó un terrón de azúcar para
quitarse el agrio sabor de boca; era el remedio de su abuela para el
mal humor. Luego se arrodilló y sacó la caja de puros que escondía
bajo la cama. Al abrirla se escuchó una versión casera y algo
descompuesta de Cómo odio levantarme por las mañanas. La caja
de música la había construido su hermano, que se la regaló cuando
cumplió catorce años. Al comer azúcar había pensado en su abuela,
y al escuchar la melodía, en su hermano; las habitaciones de la casa
en que vivieron giraron frente a ella, en penumbra; Sylvia se movía
de una a otra como una luz: escaleras arriba, abajo, afuera, de un
lado a otro, un aire fragante, primaveral, sombras violáceas y el
chirrido de un columpio en el porche. Todos han desaparecido,
pensó, evocando sus nombres, ahora estoy totalmente sola. La
música terminó. Pero continuó en su cabeza; podía oírla
imponiéndose a los gritos de los niños del solar vacío,
interrumpiendo su lectura. Leía un diario que guardaba en la caja,
un cuaderno donde apuntaba lo más importante de sus sueños;
ahora disponía de una infinidad y era muy difícil recordarlos. Hoy le
contaría a Mr. Revercomb el de los tres niños ciegos. Eso le gustaría.
Los precios que pagaba eran variables y estaba segura de que éste
era por lo menos un sueño de diez dólares. El himno de la caja de
puros la acompañó escaleras abajo, la siguió por las calles hasta
hacerla desear que acabara de una vez.
En la tienda donde había estado el Santa Claus vio una exhibición
igualmente enervante. Incluso cuando llegaba tarde a casa de Mr.
Revercomb, como ahora, se sentía obligada a detenerse ante el
escaparate. Una niña de yeso, con intensos ojos de vidrio, pedaleaba
en una bicicleta a una velocidad de locura; aunque los radios de las
ruedas giraban hipnóticamente, la bicicleta, por supuesto, jamás se
movía: todo ese esfuerzo y la pobre chica sin ir a ningún lado. Era
una situación lastimosamente humana; Sylvia se podía identificar
con ella de un modo tan cabal que sintió una auténtica punzada. La
caja de música giraba en su cabeza: ¡la melodía, su hermano, la
casa, un baile de cuando hacía bachillerato, la casa, la melodía! ¿La
oiría Mr. Revercomb? Su mirada penetrante revelaba una apagada
sospecha. Sin embargo, pareció satisfecho con el sueño. Cuando
salió, Miss Mozart le dio un sobre con diez dólares.
—Tuve un sueño de diez dólares —le contó a Oreilly.
—¡Estupendo! —Oreilly se frotó las manos—. Ojalá hubieras
llegado antes, porque he hecho algo terrible. Entré en una tienda de
bebidas, robé una botella de un cuarto de litro y salí corriendo.
Sylvia no le creyó hasta que del abrigo abrochado con unos
alfileres se sacó una botella de bourbon ya medio vacía.
—Un día te vas a meter en problemas —dijo ella—, ¿y entonces
qué será de mí? No sé qué haría sin ti.
Oreilly rió y sirvió whisky en un vaso de agua. Estaban sentados
en un café que abría toda la noche, un rutilante depósito de comida,
animado por espejos azules y murales burdos. Aunque a Sylvia le
parecía un sitio sórdido cenaban ahí a menudo; de cualquier forma,
aun en caso de tener dinero, ¿adónde más podían ir? Juntos
causaban una impresión curiosa: una chica y un borracho decrépito.
Hasta en un sitio así la gente se les quedaba mirando. Si lo hacían
demasiado rato, Oreilly se erguía muy digno y decía:
—Hola, labios ardientes, me acuerdo muy bien de ti, ¿todavía
trabajas en el aseo de caballeros?
Pero generalmente no les molestaban, y a veces se quedaban
charlando hasta las dos o las tres de la mañana.
—Menos mal que los otros no saben que el Profesor te dio diez
dólares. Alguno diría que le habías robado el sueño. Eso me sucedió
una vez. Nadie se salva de las dentelladas, nunca he visto tantos
tiburones, son peores que los actores, los payasos o los hombres de
negocios.Es algo demencial, si te paras a pensarlo: la obsesión de si
dormirás o no, si tendrás un sueño, si lo recordarás. Una y otra vez.
Consigues un par de dólares y te lanzas a la primera licorería o a la
primera máquina de pastillas para dormir, y antes de darte cuenta,
ya estás total y absolutamente pirado. ¿Por qué? ¿Sabes a qué se
parece? Es como la vida misma.
—No, Oreilly, en eso sí que te equivocas. No tiene nada que ver
con la vida. Tiene más que ver con estar muerta. Siento como si me
despojaran de todo, como si un ladrón me robara hasta dejarme en
los huesos. Oreilly, no tengo ninguna ambición, y solía tener
muchas. No lo entiendo, no sé qué hacer.
Él sonrió:
—¿Y dices que no es como la vida? ¿Quién entiende la vida?
¿Quién sabe lo que hay que hacer?
—No te burles; deja estar el whisky y tómate la sopa antes de que
se congele. —Encendió un cigarrillo; el humo le irritó los ojos,
aguzando su ceño fruncido—. Ojalá supiera para qué quiere todos
esos sueños, todos mecanografiados y archivados. ¿Qué hace con
ellos? Tienes razón cuando dices que el Profesor Miseria... no se
trata tan sólo de un curandero imbécil; no es posible que todo
carezca de sentido, pero ¿para qué quiere sueños? Ayúdame, Oreilly,
piensa, piensa: ¿qué significa?
Oreilly se sirvió otro trago, cerrando un ojo; su torcida boca de
payaso adquirió una corrección académica:
—Esta pregunta vale un millón de dólares, niña. ¿Por qué no
preguntas algo sencillo, como un remedio para el catarro común y
corriente? Sí, ¿qué significa? He pensado bastante en ello. Lo he
pensado mientras le hacía el amor a una mujer y lo he pensado a
mitad de una partida de póker. —Apuró el trago y se estremeció—.
Mira, un sonido puede iniciar un sueño; el ruido de un coche que
pasa por la calle puede hacer que cientos de personas dormidas
caigan en lo más profundo de sí mismas. Es curioso pensar en ese
coche avanzando en la oscuridad, desatando tantos sueños. El sexo,
un repentino cambio de luz, un problema, estas pequeñas llaves
pueden abrir nuestro interior. Pero casi todos los sueños empiezan
porque una furia interior derrumba las puertas. No creo en
Jesucristo pero sí en el alma; así es como me lo imagino yo: los
sueños son la mente del alma, nuestra verdad escondida. Tal vez el
Profesor no tenga alma y tome trocitos de la tuya. Te los roba como
te robaría las muñecas o el ala de pollo de tu plato. Cientos de almas
han pasado por él y han ido a parar a un archivo.
—Oreilly, no te burles —volvió a decir, molesta porque creyó que él
bromeaba—, mira, tu sopa está...
Se detuvo de golpe, sobresaltada por la expresión de Oreilly, quien
miraba hacia la entrada. Había tres hombres, dos policías y un civil
vestido de tendero. El civil señalaba la mesa de ellos. Los ojos de
Oreilly registraron el local con desesperación acorralada. Luego
asintió, se acomodó en su sitio, se sirvió otro trago con gesto
ostentoso.
—Buenas noches, caballeros —dijo cuando los oficiales se le
pusieron delante—, ¿les apetece un trago?
—¡No pueden arrestarlo! —gritó Sylvia—. ¡No pueden arrestar a
un payaso! —Les arrojó su billete de diez dólares, pero no le hicieron
caso, y ella empezó a golpear la mesa. Todos los clientes los
miraban. El encargado llegó corriendo, retorciéndose las manos.
El policía le pidió a Oreilly que se pusiera de pie.
—Desde luego —dijo Oreilly—, aunque no veo por qué se
preocupan de unos delitos tan ínfimos como los míos habiendo
maestros del robo tan a mano. Por ejemplo, esta hermosa criatura...
—se colocó entre los oficiales y señaló a Sylvia— acaba de ser
víctima de un robo mayúsculo: pobrecilla, le han robado el alma.