jueves, 19 de septiembre de 2024

LAS QUINTA ESENCIAS ESTUDIO Y SELECCIÓN DE R a m ó n S e t a n t i

 



Keith Chesterton nació,

el 29 de mayo de 1874,

en Campden Hull, Kensington

(Londres), e hizo sus primeros

estudios en la escuela

de San Pablo, en Hammersmith,

donde — según afirma un biógrafo —

dejó admirados a sus maestros por su precocidad

y por sus distracciones. Porque llenaba

de dibujos los márgenes de sus libretas,

su padre creyó ,<descubrir en él una

vocación de pintor y le mandó a la Escuela

de Bellas Artes, donde no hiso grandes cosas.

Conservó durante toda su vida el gusto

por dibujar caricaturas, pero pronto su verdadera

vocación se impuso, y empezó a escribir.

En la Escuela de Arte había conocido

la juventud escéptica y cínica de su tiempo,

y ello produjo en él una saludable reacción

hacia la humildad, el sano amor a la realidad

y a la vida, y aun hacia el sentido religioso,

llevado de la fuerte impresión que

produjo en él la idea del pecado vista al

trasluz de las tentaciones cerebrales de la

adolescencia. La evolución de su pensamiento

se iniciaba asi en la misma dirección que

acabó llevándole a la Iglesia Católica.

Por aquellos tiempos publicó su primer

libro, un librito de versos que tituló “ The

IVild Knight” , en el cual figuraban ya poemas

que llevaban su sello definitivo; uno

de ellos, el del niño que antes de nacer lloraba

por la existencia y prometía el ejercicio

de todas las virtudes si sólo le permitían la

experiencia de la vida. Por cierto, que este

libro dió lugar a una curiosa forma de éxito,

porque un conocido crítico, después de

alabarlo en gran manera, se lo atribuyó a

otro escritor, ya conocido, creyendo que el

nombre de Chesterton, del que no había oído

hablar nunca, no era más que un seudónimo.

Pero el éxito no llegó más lejos. Los

escritos que publicó en esta época le dieron

cierto prestigio entre los inteligentes: nada

más.

Súbitamente, llegó para él la hora de la

s

gran popularidad. Estalló la guerra angloboer,

y con ella la polémica entre imperialistas

y pacifistas. Estos se declararon proboers,

como un medio de combatir el patriotismo

y el nacionalismo entre los ingleses.

Y entonces apareció Chesterton y defendió

igualmente a los boers, pero no con la idea de

combatir el nacionalismo inglés, sino con la

de defender el patriótico nacionalismo de los

boers contra la absorción a que le condenaba

el imperialismo de Inglaterra. Esta posición

que a algunos pareció paradójica — y ya entonces

se usó esta palabra — le hÍ2o pasar a

primer término y fué el origen de su popularridad

como periodista.

Por entonces, ya Chesterton había dejado

de creer en el socialismo, y su propia posición

ideológica iba precisándose rápidamente.

No tardó en publicar Herejes, una de

sus obras maestras, en que atacaba los errores

más en boga en la Inglaterra de su

tiempo desde el punto de vista que ha sido

ya definitivamente el suyo. Y como quiera

que un crítico se atreviese a decir que Chesterton

atacaba el pensamiento de los demás

sin dar a conocer el suyo propio, él contestó

inmediatamente al reto publicando Ortodoxia,

que sigue siendo su obra central, y en

la cual defiende ya abiertamente la concepción

católica del universo.

E s este libro la historia de su conversión,

o

pero desde un punto de vista puramente

ideológico. En él nos cuenta— así lo dice —

sus grandes aventuras en persecución de lo

obvio; cómo fué el hombre que salió en busca

de la isla desconocida y descubrió, como

solemos decir, las Islas Británicas, o sea,

cómo fué creando para su uso personal un

sistema filosófico, y cómo descubrió que

este sistema no era otra cosa que el catolicismo.

No hay que decir que, a la larga, esta

posición le llevó a ingresar, en el año 1922,

en el gremio de la Iglesia. Pero es muy difícil

descubrir la menor diferencia entre sus

obras anteriores a esta conversión y las que

escribió después. De hecho, Chesterton era

ya católico antes de saberlo él mismo.

Sus primeros éxitos en la posición proboer

le hicieron conocer a Hilaire Belloc;

el acuerdo total entre estos dos grandes escritores

y la gran campaña que llevaron juntos

a realización dió pie a uno de sus ilustres

contraopinantes, George Bernard Shaw

a hablar de ellos como de un imaginario

monstruo de dos cabezas, que llamó “ Chesterbelloc”

. No hay duaa de que Belloc contribuyó

no poco a llevar a Chesterton hasta

el catolicismo práctico. E s de notar que, como

otros grandes convertidos ingleses, Chesterton

no exhibió nunca su propia conversión:

una suerte de pudor le impidió siempre

manifestar lo que en ella había de intimo

y personal, incluso cuando en sus libros la

desmenuzaba desde el punto de vista ideológico.

Se había casado en 1901, y desde entonces

vivió en el delicioso pueble cito de Beaconsfield,

en las ajueras de Londres. Su aspecto

externo de gigante bondadoso y alegre,

su chambergo y su capa romántica, su

magnífica alegría de vivir, sus fenomenales

distracciones, su amor a las cosas popular

res, a las novelas policíacas, a la franca camaradería

y al buen vino, su conversación

cordial y pintoresca, su falta absoluta de

solemnidad, le dieron muy pronto una popularidad

auténtica: llegó a ser en su país una

especie de personaje legendario. Y en estas

condiciones Chesterton realizó una de las

más grandes tareas de apología de la doctrina

católica y del buen sentido católico que se

registran en nuestros tiempos, cuya fecunda

influencia no hace más que iniciarse.

No quiere ello decir que Chesterton fuese

propiamente un escritor religioso, en el

sentido teológico, o en el que suele darse

comúnmente a la apologética. A pesar de su

solidísima preparación en este terreno, como

en tantos otros, afirmó siempre que era

un periodista, y tenía razón. Su propósito

era el de hacer llegar al lector normal las

grandes verdades esenciales y su aplicación

a todos los aspectos de la realidad y de la

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vida, que él descubrió para su uso particular,

y de las cuales está aquél más apartado.

Para ello utilizó todas las armas, desde

el libro al ensayo o al simple artículo; fundó

publicaciones y colaboró en todas aquellas

en que su colaboración fué admitida, aunque

sostuviesen ideas contrarias a las suyas.

Nunca el cambio de marco cambió una tilde

del pensamiento que guiaba sus escritos;

con una magnífica libertad, de que hay pocos

ejemplos en nuestra época, dijo siempre

y en todas partes lo que quiso decir, y fué

siempre él mismo.

Así, sus novelas no describen a su querido

hombre normal, al hombre de la calle;

más que novelas son fantasías simbólicas,

y aparecen llenas de representaciones

vivas de su ideología: precisamente

fué El Napoleón de Notting Hill, novela,

uno de los primeros libros que le situaron

como pensador original. E s la mezcla

de su fantasía de poeta y de su pensamiento

de filósofo, con una gran dosis de

su buen humor inagotable, lo que aparece

en novelas como El hombre que fué jueves,

La esfera y la cruz, El retorno de Don Quijote,

en series de cuentos tan personales como

las detectivescas del Padre Brown o la de

El poeta y los lunáticos, y en sus raras obras

teatrales.

Esta su fantasía poética brilla dispersa en

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todas sus obras, pero aparece también concentrada

en sus magníficos poemas, que figuran

hoy en todas las buenas antologías de

la lengua inglesa, como La balada del caballo

blanco, o La reina de las siete espadas.

Y no olvidemos que esta poesía que supo

hallar en todas las cosas — y que le hizo

sostener que todas las cosas son poéticas y

que sólo es prosaico el hombre que no sabe

verlo así — la utilizó para cantar en una de

sus mejores obras en verso la más grande

ocasión que vieron los siglos, la batalla de

Lepanto.

Su obra de pensador se halla contenida en

innumerables artículos y en una larga serie

de volúmenes de ensayos sobre todos los temas.

Hemos hablado ya de Ortodoxia y de

Herejes; hay que añadirles, entre los esenciales,

Lo que no está bien, personalísimo

tratado de sociología; La silueta de la sanidad,

especie de Código del sentido común;

El hombre perdurable, crítica profunda de

la teoría materialista de la Historia, y tantos

otros, como la Pequeña historia de Inglaterra

y Los crímenes de Inglaterra, en que

corrige muchos lugares comunes sobre su

país; La Nueva Jerusalén, evocadora narración

de un viaje a Tierra Santa; La resurrección

de Roma, La superstición del divorcio,

Destellos sobre Londres y Nueva

York, y tantos otros libros de ensayos; sin

olvidar sus magníficas biografías de Browning,

de Dickens, de Chaucer, de San Francisco

de Asís y de Santo Tomás de Aquino,

para no citar más que las principales.

Pero, en todos sus libros, es el pensar

miento del autor el que ocupa el primer

lugar. Decía un comentarista que todas las

obras de Chesterton podían llevar como

título el de uno de sus libros de ensayos:

“As I was saying” (Como iba diciendo).

Y es que Chesterton, escriba sobre lo que

escriba, piense en lo que piense, está siempre

al pie del cañón. Ha hallado la verdad para

él, y no sabe tomar la pluma si no es para

contribuir a explicársela a los demás hombres,

tanto si su objeto aparente es contarles

un cuento, como la vida de un escritor; una

teoría filosófica, como una descripción, magnífica

por cierto, de la ciudad de Jerusalén,

cubierta, por excepción, de nieve cuando él

la visitó.

La tesis central de toda su obra es la afirmación

de que la teoría es más importante

que la práctica; de que nada bueno puede

hacerse en el mundo sin tener previamente

un concepto del mundo. Buscó para él este

concepto entre todas las filosofías, y lo halló

en la filosofía católica, no precisamente en

cuanto es un sistema filosófico, sino en cuanto

es la expresión de una realidad universal.

Y a la vez vió que la debilidad de los sistemas

modernos estriba las más de las veces

en su inconsecuencia, en que jaita en ellos

el esfuerzo para llegar a las primeras verdades,

a la vez que el sentido común necesario

para ver si de la aplicación de las teorías

a la vida real resulta su viabilidad por

la comparación al único modelo posible: el

modo de ser humano.

Esta humanidad directa e infalible la halló

en el catolicismo, y la halló consolidada por

toda una armadura de reales hechos sobrenaturales.

Entonces tuvo ya su sistema, su

concepto del universo, y con él como arma

se batió toda su vida contra los herejes, es

decir, contra los que se apartan de la verdad.

Y la solidez de su posición ideológica, la

plena convicción de que no es una mera

teoría sino la misma realidad, han dado a

su obra esa coherencia maravillosa que ha

permitido la afirmación de que todos sus escritos

son como capítulos de un libro único.

Mas para exponer esta verdad en que él

creía, Chesterton tuvo un don raro de escritor

genial. N i en esta exposición abandona

su visión poética de las cosas. Puede decirse

de él que es el poeta de la filosofía.

Aquella actitud humilde y desinteresada de

contemplación que ante la Belleza tiene el

poeta, que le lleva a recoger cuanta belleza

encuentra en la realidad y en su imaginaciónt

para dárnosla luego por medio de sugerencias

casi misteriosas que devuelven a

las palabras su sentido primero y auténtico,

era exactamente la actitud de Chesterton

ante la verdad. Y el esplendor único de su

estilo nos acerca, no al frío esquema, sino

a la sugestión viva de la Verdad. Por un

milagro, que es el mismo milagro de la poesía,

conseguía Chesterton hacernos ver el esplendor

de la Verdad tal como él sabía verlo,

y así podía comunicarnos el ardiente convencimiento

que tal visión despertaba en él.

Y puesto a ello, poco podía importarle

a él, tan por encima de los respetos humanos,

que su modo de expresarse no fuese el

que la respetabilidad vulgar impone para

tratar de los temas que a él le interesaban.

É l quería que su estilo pudiera sugerir lo

que él quería sugerirnos — lo mismo que

quiere el poeta: sugerir al lector la belleza

que él entrevé — . E l arte de la forma no es

más que un instrumento: esencial si se quiere,

pero instrumento al fin. Esta es la razón

de ser del estilo de Chesterton.

Pero no se crea, con lo dicho, que quiere

darnos un cristianismo poético, a la manera

de un Chateaubriand, por ejemplo. Nada

más lejos de él que el sentir la fe como un

estado sentimental producido por el sonido

de las campanas al anochecer. Chesterton no

tiene nada de un romántico. Lo que hay en

él de poeta es, digámoslo así, el procedimiento

to; por lo demás, su obra deriva de los principios

fundamentales por una lógica rigurosamente

racional. Y si es cosa característica

en los clásicos el tener presentes a un tiempo

todos los aspectos de la realidad, nunca

la palabra clásico habrá podido aplicarse con

más precisión.

Porque Chesterton se ocupa de todo, desde

las cosas más altas a las más bajas, y si

en aquellas descubre nuevos aspectos, en éstas,

fuerte en sus principios, halla conexiones

insospechadas que elevan a una significación

trascendental los actos más triviales

de la vida. En la magnífica catarata de su

estilo bajan aparentemente revueltas ideas

de todos los tamaños y sobre todas las cosas.

Aparentemente, repitámoslo. Porque si de

ningún otro puede decirse como de él que

escribía ex abundantia cordis, la razón y,

mejor aún, el buen sentido guardaban siempre

en él la posición preeminente. Que se

abandonaba a la corriente^ de su estilo es

indudable, y es la característica del escritor

de raza que él era. Como tal, sentía el placer

de escribir. Percibimos al leerle el deleite

que debió de encontrar al trazar sus argumentaciones

a base de comparaciones pintorescas,

de relaciones súbitas, de puerilidades

erigidas en símbolos. Pero ello no impide que

sus obras nos den la sensación de totalidad;

incluso cuando defiende el punto de vista

más insignificante nos damos perfecta cuenta

de que la importancia de agüella defensa no

está en la idea concretamente defendida, sino

en el sistema que ella lleva en pos. Claro

que esta manera de hacer es complicada,

pero todas las cosas vivas son complicadas,

y el arte del escritor no consiste en reducir

las cosas vivas a esquemas, sino en saber

dar la sensación de la vida.

Él escribe para que los demás conozcan su

pensamiento tal como es cuando él mismo lo

posee; quiere que vean la verdad que él

ama, no en la forma habitual y rutinaria que

ya no les dice nada, sino del modo relampagueante

en que a él se le presenta. Y así, en

sus escritos, no nos presenta la verdad como

dentro de una arca cerrada que nos hace

— como tantos pedantes — el favor de abrir

para que nuestros ojos se deslumbren y admiren

desde fuera, sino más bien como en un

espejo — a veces en un espejo grotesco —

que refleja las cosas y las ideas en una posición

nueva, la de su estilo. Y sólo con este

cambio de posición consigue que veamos en

ellas muchos elementos que ignorábamos, y

muchas conexiones, muchos enlaces, que ni

podíamos sospechar.

Naturalmente — y en esto sigue siendo el

escritor de raza— , la expresión escrita le

sirve para acabar de darles forma a sus propias

ideas, y a veces se hace visible que él

mismo ha descubierto argumentos y puntos

de vista nuevos a través del torrente desbordado

de sus intuiciones literarias. De este

hecho, que demuestra precisamente la unidad

entre el pensador y el escritor, se ha

querido sacar un argumento para combatirle,

queriendo suponer que defiende, no las

cosas en que cree, sino las que se le van ocurriendo

y le sirven para hacer literatura brillante,

para presentar paradojas. Pero sólo

pueden decir tal cosa los que le conocen superficialmente.

Chesterton tiene siempre perfectamente

precisados y dominados sus ideales

y sus propósitos, y nunca se sale de ellos.

Lo que hace, por medio de su estilo abigarrado,

es ir recogiendo al paso las nuevas

derivaciones y consecuencias que se le van

presentando. Por eso llena su texto de incisos;

pero es raro que puedan llamarse

realmente incisos, porque siempre resulta al

fin que so7i parte esencial del conjunto. S i

se abandona a su estilo es porque le es necesario,

como medio de expresión, y en ciertos

casos aún como medio de visión, Pero,

dentro de este abandono, nunca pierde de

vista lo que quiere decir; su manera se hace

entonces concienzuda casi hasta la exageración,

y le hace avanzar lentamente y dando

vueltas y revueltas para no dejarse nada de

lo que decir quiso. Su estilo no tiene, quién

lo duda, lo que solemos llamar claridad y

concisión, sacándolo de los modelos de la

prosa francesa. Pero tiene otra claridad, y

substituye la concisión por la precisión, que

tanto padece cuando se quieren trazar frases

limpias y sentencias esquemáticas al tratar

de cosas vivas y complejas. Porque de las

innumerables sugestiones y coordinaciones

que encuentra en cada idea que expresa — y

las ideas de que él trata suelen ser las más

complejas, las más vivas — Chesterton no

desprecia una sola; las recoge todas, y no

sigue adelante hasta que las ha atado todas

ordenadamente a sus correspondientes puntos

de referencia; no deja nunca un cabo

suelto que pueda enredarse, fuera de su lugar.

Naturalmente, de esta manera sus escritos

no siguen una sola dirección, o, como decimos,

un hilo, sino un tejido, o más bien una

red; el camino a seguir no aparece a lo lejos

definido y trazado; tenemos que ir continuamente

mirando de un lado para otro, y si

perdemos un poco la atención fácilmente podemos

desorientarnos. Pero ello sólo puede

sucederle al que pierde la atención, al que

no se fija. Para decirlo con más claridad,

ello sólo puede sucederle al que quiere ju z gar

a Chesterton por una página o un fragmento;

al que olvida que bajo la frondosa

exhuberancia de las paradojas aparentes hay

un esqueleto, una esencial armadura lógica,

y que no puede juzgarse al autor sin permitirle

antes que termine su razonamiento*

Pero aun a éstos hay que juzgarlos miópes

si por el fragmento bello no coligen la

belleza del conjunto. La trabazón es perfecta

entre cada una de las partes, y el esqueleto

puede deducirse infaliblemente si se examina

con cuidado el hueso que se tiene a la

vista. Y aun en el hueso mismo, en la pieza

suelta, aparecerá entonces un organismo

completo, constituido por el juego de enlaces

entre las ideas secundarias, que siempre

se hace visible, alumbrado por los destellos

de imágenes y paradojas luminosas.

Son tan bellas y tan deslumbradoras estas

paradojas, que ha habido muchos lectores y

críticos que no han visto otra cosa en la

obra de Chesterton, y por esta razón han

venido a creer que era lo único que en ella

podía verse. Realmente, el arte con que Chesterton

da una vueltecita a las cosas y las

presenta al revés para que las entendamos

mejor, es extraordinario, y bastaría para

justificar su clase de escritor. Y a veces

— tal es su riqueza — las usa con generosa

esplendidez para temas que casi no merecen

que se les trate con tanta consideración;

hace brillar por este medio verdades inmediatas,

de último orden. O bien aparea y

acerca dos verdades de trascendencia tan

desigual, que su apareamiento tiene exteriormente

el aspecto de una incongruencia. En

tales momentos, el crítico se permite sonreír

despectivamente y decir que Chesterton es

muy ingenioso, que es un gran escritor, pero

que no sabe lo que se dice.

Claro está que no tiene razón. Porque

también en la vida real van muchas veces

ligadas las verdades de muy distinta jerarquía.

Pero, sobre todo, porque un examen somero

de la dialéctica de Chesterton nos hace

ver que para él la paradoja no es nunca el

resultado que busca, sino el arma de combate.

No nos da conclusiones paradójicas,

sino argumentaciones en forma de paradoja:

cuando llegamos a la conclusión, la hallamos

clara y diáfana, virgen de todo vestigio

de contradicción.

Y entonces llegamos a ver claro que, en la

mayor parte de los casos, los que le critican

porque llena de paradojas — y aun de paradojas

humorísticas — sus libros más serios,

no lo hacen porque juzguen que es frívolo

argumentar de esta manera, sino porque

no le j gustan las conclusiones a que

Chesterton llega por tal camino. Cuando dicen

que las paradojas son arbitrarias es porque,

en el fondo, juzgan arbitrarias las conclusiones;

porque tienen de la vida un concepto

muy distinto del que tiene Chesterton

— o no tienen de ella concepto alguno definido

— , y se resisten a dejarse llevar a donde

él les lleva irresistiblemente. No critican tales

paradojas por frivolas y exclusivamente

ingeniosas en su forma, sino por excesivamente

serias en su resultado dialéctico.

Hay que reconocer que a veces resulta

desconcertante este tejer y destejer de ideas

inesperadas y de paradojas rutilantes. Pero

no hay que olvidar que, por definición, vivimos

en un mundo en que las ideas — y sobre

todo las ideas fundamentales — andan dispersas

y desquiciadas/ en que el modo de

ver la realidad de cada día está falseado por

siglos de errores, o, como Chesterton nos

dice siempre, de herejías. Y es tal vez indispensable,

para ver muchas cosas como

realmente son, verlas al revés de como todo

el mundo las ve. Es la desorientación del

mundo actual lo que da la apariencia externa

de paradojas a verdades que en sí mismas

son evidentes. O por mejor decir, la que

exige que estas verdades evidentes sean presentadas

en forma de paradojas para hacerse

comprensibles.

De todos modos, hay un hecho que destruye

la acusación de frivolidad, de ingeniosidad

esencial, que se ha formulado tantas

veces contra Chesterton, y es el carácter orgánico

de su obra. Todas estas relampagueantes

imágenes y paradojas, que a algunos

parecen arbitrarias y como nuevas figuras

retóricas, pronto se observa, cuando se

estudia un poco la obra del gran Gilbert, que

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no hay manera de quitarlas de donde están

sin modificar el conjunto vivo en que nacieron.

No están insertas en el tejido de la

obra, sino que son ellas mismas el tejido; sin

ellas no podía darse esta riqueza en la manifestación

de la complejidad viva que hace

de Chesterton el más humano de los escritores.

Nadie puede apreciar hasta qué punto llega

este carácter orgánico de su obra como

el que ha debido hacer una selección de sus

pensamientos. S i Chesterton fuese el escritor

exclusivamente brillante de que algunos

hablan, esta selección sería sencillísima: agudezas,

ingeniosidades, paradojas, se separarían

solas del texto para alinearse correctamente

en forma de “ pensamientos” . Puedo

acreditar hasta qué punto sucede lo contrario

con Chesterton. Muchos aspectos fundamentales

de su pensamiento no pueden extraerse

de donde están sin mutilarlos; la

estrecha concatenación lógica impide con

frecuencia dar aisladamente los resultados a

que llega en su razonamiento. Un ejemplo

cualquiera puede demostrarlo: el ataque a

la historia evolucionista, en los primeros capítulos

de El hombre perdurable, la maravillosa

visión del Islamismo en La Nueva

Jerusalén, piezas de una coherencia perfecta,

no pueden ser apreciadas por unos

fragmentos: hay que verlas enteras, con su

compleja claridad de organismo vivo. La

brillantes de la expresión es en ellas un elemento

interno, pero nunca ha sacrificado el

autor un solo matiz de su idea a la brillantez

externa de exposición, al gusto de hacer

frases de lucimiento, que se puedan citar.

De hecho, muchas veces no se pueden citar.

Y si bien la gran riqueza de esta obra ingente

da para todo, llega a ser sorprendente

el ver cómo tantas frases que parecen el

colmo de la brillantez pierden todo su color

y su fuerza en cuanto se las separa del conjunto

para que fueron escritas, en cuanto

desaparece el hilo lógico de que estaban suspendidas.

Hablábamos de la profunda humanidad

que aparece en todo momento en la obra de

Chesterton y le es esencial. Pocos habrán

podido decir como él que nada de lo humano

le es extraño. A través de sus escritos,

todos los problemas de la pobre humanidad

son estudiados con profundo amor y con

una maravillosa lealtad al mundo que para

vivir nos ha sido dado; nada excita más su

fuerza polémica que la loca pretensión de

adaptar el hombre a sistemas abstractos que

desprecian su modo de ser esencial, y que

olvidan — son sus palabras — que la cosa

más valiosa y respetable de este mundo es

el hombre tal como es, “ el viejo bebedor de

cerveza, forjador de credos, luchador, frágil,

sensual, respetable hombre” . De este

amor a la imagen divina, decaída por el pecado

original, pero llamada a los más grandes

destinos, nace la prodigiosa universalidad

del comentario chestertoniano. Recordémoslo

al decir a nuestros lectores que hay

aspectos enteros de esta universalidad que

no quedan representados en la selección

que les ofrecemos en este libro. No hay otro

remedio.

De este amor al hombre nace también la

profunda cordialidad con que Chesterton

trata siempre, sin excepción, a sus adversarios

ideológicos. Como dice un profundo

conocedor de su obra, Chesterton trata a los

enemigos de su pensamiento como amigos

de su corazón. No sólo porque reconoce y

aprovecha cuanto halla de cierto en sus puntos

de vista, sino porque siempre el hombre

es para él amable, aunque no lo sean sus

errores y sus pecados, aunque por su contumacia

no merezca este amor. La caridad,

dice, no es para los que la merecen, porque

entonces es justicia, ¿ino por encima de

todo para los que no la merecen. Y no se

crea que ello le lleve al eclecticismo, que

nace únicamente de una inseguridad en la

propia convicción. Nadie está más seguro

que él de lo que dice; nadie lo defiende con

mayor intransigencia, con más noble pasión.

Su actitud leal es, a la vez, lealmente ten-

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denciosa. Pero ello no le lleva a odiar al

enemigo. Recordemos la profunda frase de

Joubert: “ Sólo quien te ame te hará just

i c ia E s t a es la justicia de Chesterton.

Y para ello, Chesterton entra siempre a

combatir en el terreno de su adversario. Nacido

en un país no católicoen que los principios

en que él se funda son menos conocidos

que en el nuestro, su esfuerzo tiende

siempre a desarraigar las ideologías contrarias.

Y ante ellas sabe tomar siempre, con

una maravillosa simplicidad, la actitud católica,

sin buscar excusas ni conciliaciones imposibles.

E l polemista católico ofrece siempre

al combatir una presunción de humilde

sinceridad, que nace del hecho de que no ha

inventado lo que defiende, sino que tan sólo

ha reconocido su realidad; así no puede luchar

tan sólo por su amor propio, como el

que lucha por una posición que él mismo ha

creado. Chesterton desprecia el argumento,

la prueba especial; son todas las cosas a la

vez las que le han demostrado la realidad

de su creencia, y él lanza a la cabeza del

adversario este cúmulo de cosas, de todas

las cosas, y no sus pequeños argumentos individuales.

Chesterton es humilde.

Detengámonos en este punto, porque quizá

sea ésta la llave de su gran obra. Chesterton

no nos habla de su humildad, precisamente

porque es humilde. Pero a cada

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paso aparece en sus escritos la marca de la

humildad. La rápida selección que sigue nos

da algunas visiones claras en este sentido;

sus anatemas contra el orgullo, y quizás aún

más su defensa de la vanidad, como defecto

más humano, un poco ridículo, pero infinitamente

más inofensivo que el orgullo, primero

de los pecados capitales. Él nos recuerda

siempre — y los católicos no debemos

olvidarlo nunca — que el orgullo es el

primer pecado, el pecado contra el Espíritu

Santo. Nos habla de la verdadera simplicidad,

que nace de la actitud y no de los hechos

externos: la simplicidad del corazón,

que, <(cuando ha desaparecido, no se puede

hacer volver comiendo nabos o vistiendo ropas

celulares, sino con lágrimas y terror y

los fuegos que nunca se a p a g a n C om b a te

siempre la pedantería, porque la pedantería

es una forma del orgullo. Da como llave

de los descubrimientos de su Padre Brown,

el curita católico que hace de detective, su

convicción de que él también es un criminal

en potencia, porque (tsean los que sean los

peligros morales que afectan a un hombre,

afectan a todos los hombres” . Denuncia sin

cesar las teorías del superhombre, el desprecio

al hombre ordinario, al maravilloso

hombre tal como es. La humildad es el secreto

de su pugnacidad y de su alegría, y

es el secreto de su obra. Y el que no sepa

comprender por qué pone al servicio de la

causa en que él cree su abigarrada literatura,

su enorme buen humor, lo comprenderá

tal vez si por un momento quiere ver a

Chesterton en la actitud, ajena a todo respeto

humano, maravillosamente humilde, de David

bailando ante el Arca de la Alianza; o

quizá mejor aún, en la del Juglar de Nuestra

Señora, puesto cabeza abajo ante el altar

para ofrecer sus volatines, su arte, a la Reina

de los Cielos.

Chesterton es humilde porque cree en el

pecado original, y este es otro de los puntos

esenciales de su ideología. Su conmovedora

aceptación de las cosas buenas que quedan

en este mundo, que compara a las que salvó

Robinson Crusoe de su naufragio y mediante

las cuales debía edificar una nueva vida,

está en la base de su filosofía: “ Somos realmente

los supervivientes de un naufragio.

los tripulantes de un barco de oro que naufragó

al comenzar el mundo” . Le hacen descubrir

que el hombre no es ya él mismo, tal

como fué creado por Dios, sino como una

parte de él mismo, mutilada por la caída

primera: que el hombre no está en el mundo

en su lugar propio, y que ha de completarse

en otra vida. “ E l filósofo — dice —

me repetía sin cesar que yo estaba en mi

verdadero sitio, y sus aprobaciones me resultaban

depresivas. Pero por fin averigüé

que yo estaba en el sitio equivocado, y entonces

mi alma cantó sus regocijos como

pájaro en primavera... Y entonces sí que

pude entender por qué las humildes hierbas

del campo me habían parecido siempre tan

cómicas como las barbazas verdes del gigante,

y por qué, aun estando en mi casa, venía

a visitarme la añoranza ”

Esta visión clara de la real posición del

hombre en el mundo, no la abandona Chesterton

en ningún momento, ni cuando lucha

para mejorar la situación material y moral

del hombre ordinario, su amado hombre de

la calle, en la sociedad moderna. Y éste es

otro de los puntos a subrayar en su obra.

Porque de esta posición del hombre en el

mundo deduce que lo importante no son las

grandes empresas, las complicadas civilizaciones,

los utópicos sistemas perfectos, sino

que el hombre vulgar viva en este mundo tal

como corresponde a su naturaleza. Esta es

la base de todas sus teorías políticas y sociales.

Esta es la base de lo que él llamó

“ distributismo” , teoría que se opone a la

vez al capitalismo y al colectivismo marxista,

y que consiste en que cada hombre pueda

llegar a poseer lo que desea, es decir, su

pequeña propiedad privada, su casa para

vivir, sus medios de trabajo para ganarse

la vida. S i todo esto está ahora en poder de

unos pocos, hay que llegar a distribuirlo entre

todos, o por lo menos entre la mayor

parte: entre tantos como sea posible. Y ello

porque es lo natural, y porque es lo que

realmente cada hombre desea en el fondo de

su .sencillo corazón, aun cuando, engañado

por brillantes propagandas, luche por grandes

teorías opuestas — el capitalismo y el comunismo

— que coinciden en prometerle gigantescas

utopías y en negarle este deseo

sencillo nacido de su humano modo de ser.

Este respeto por lo que él llamó la vida

privada del pobre le hizo escribir unas páginas

maravillosas, sacándole punta a una

disposición oficial que mandaba cortar el

cabello a los pequeñuelos de ciertos barrios

miserables — no de los ricos, desde luego —

so pretexto de suciedad que podía transmitir

ciertas enfermedades. E l derecho del pobre

a vivir su propia vida, a gozar como el

rico de los hermosos cabellos rubios o negros

de sus hijos, por encima de todas las

conveniencias de una organización social tiránica,

fué cantado por Chesterton con una

poesía inolvidable. Y no con un sentido anárquico,

sino con el deseo de crear una jerarquía

de valores, por encima de todos los cuales

figurase el principio indestructible de la

libertad interna de la familia. -

La familia es una de las grandes preocupaciones

de Chesterton. La ve como un pequeño

mundo en que las relaciones no están

31

formadas por elección — salvo en el matrimonio

— sino por una especie de azar, o mejor

dicho, por la mano de la Providencia.

Su parábola del hombre que entra por la

chimenea en una casa desconocida y debe

acostumbrarse a vivir con las gentes que

encuentra dentro, caracteriza su posición:

esto es lo que hacemos todos^ al nacer. Y

esto es lo que nos forma y nos adapta a la

vida que nos espera. Dentro de este pequeño

mundo, el hombre es el especialista, que

debe saber hacer muy bien una cosa para ser

útil a los demás hombres y ganar así su

sustento. Pero el especialismo desequilibraría

al hombre, y por ello corresponde a la

mujer mantener el equilibrio: ella ha de saber

hacer todas las cosas, aunque no las haga

tan bien como un especialista; ha de coser

mejor que una cocinera para poder guisar

mejor que una costurera; ha de llenar con

sus actividades, aunque no sean perfectas,

pero irradiando en todos los sentidos, el pequeño

mundo del hogar. Ella será la primera

educadora de sus hijos y les enseñará las

verdades sólidas de la tradición y de la experiencia,

las más importantes de todas: será

un maestro imperfecto, pero sus enseñanzas

irradiarán también en todos los sentidos,

y darán a los hijos el equilibrio inicial.

Y en este pequeño mundo no ha de

intervenir una coerción externa, porque aun-

32

que la acción de la autoridad externa sea

necesaria para muchas cosas, los problemas

internos de una familia no puede resolverlos

el Estado, aunque quiera.

La solidez de esta primera célula es esencial

para la solidez de la Sociedad. Y así la

indisolubilidad del matrimonio es indispensable

precisamente para aquel momento, que

tantos matrimonios han conocido, en que la

desavenencia real existe, y en que la única

defensa es que el matrimonio sea indisoluble.

Estos breves resúmenes no dan una idea

clara del pensamiento chestertoniano, o mejor

de su argumentación, tan rica en matices

y en esencias humanas de la mejor índole.

Pero su misma riqueza incita a dar

muestras de las visiones concretas con que

ilumina los problemas humanos. A s í el divorcio,

en el cual no puede comprender la

estrecha y convencional pretensión de querer

que la nueva unión a que se aspira tenga

toda la respetabilidad que se ha despreciado

en la que se disuelve. A l lado de tal

ridiculez — dice — , el amor libre parece una

cosa más sana. Porque, aunque el error sea

posible al elegir, el compromiso, el voto, subsiste

y el error debe pagarlo el que lo cometió;

y no es lógico que al que se equivocó

una vez se le ponga en condiciones de seguir

equivocándose indefinidamente. A s í en la

33

educación, en que la libertad no tiene sentido,

porque si el educador no ha llegado a

aclarar para sí mismo cual es la verdad,

jcómo podrá enseñársela al niño?

Estos relámpagos de intuición profunda

son continuos en la obra de Chesterton.

Ellos son la base más sólida de su dialéctica

originalisima, y de aquí que para conocer a

Chesterton sea indispensable leer sus libros.

Porque, especialmente para nosotros, católicos,

las verdades eternas que sostiene en

sus obras son verdades ya conocidas; y lo

que vale es esta vida prodigiosa que él sabe

darles, los enlaces insospechados; que encuentra

en ellas, el valor trascendental que a

su luz toman los hechos más triviales de la

vida. S i se redujesen sus obras a un esquema,

este esquema sería un esqueleto, es decir,

que toda vida habría desaparecido de él.

Y aun es probable que el valor de sus ideas

quedara muy disminuido en cuanto a fuerza

probatoria. Chesterton no demuestra con razonamientos

abstractos, sino con esas intuiciones

psicológicas — y aun simplemente lógicas—

profundísimas, y con sus excitaciones

maravillosas a nuestra propia percepción

mediante su modo continuado de presentarnos

las ideas y los hechos en una visión

distinta de la habitual. Entonces somos

nosotros los que le damos la razón, porque

él nos ha comunicado, a fuerza de obligarnos

a seguirle, su vivacidad de intuición. Y esto

es cosa que no puede resumirse ni explicarse

en detalle.

Porque la gran fuerza de Chesterton es

precisamente ésta: que nos obliga a pensar

por nuestra cuenta. La mayor parte de los

filósofos y de los pensadores nos dan, al

leerlos, la impresión de que, porque ellos

han pensado ya todas aquellas cosas, nos

ahorran a nosotros el trabajo de pensarlas,

y nos basta por tanto con saber lo que ellos

nos dicen. Sus sistemas completos atraen

precisamente porque dan una sensación de

reposo, de calma; el trabajo ya está allí hecho,

se trata sólo de aprender; ¡cómo vamos

a pensar nosotros en nuestra insignificancia

nada que valga la pena al lado de lo que

allí podemos admirar! Y es un hecho que

en innumerables personas, en tantísimos estudiantes

que con una mediana preparación

se encaran con la filosofía, esta admiración

por el pensamiento de los grandes maestros

produce una parálisis en el pensamiento

propio.

En Chesterton ocurre lo contrario. Su

desorden aparente, su falta absoluta de. solemnidad,

su buen humor un poco desgarbado,

no nos pueden dejar impresionados y

atónitos; nos parece que todo el mundo puede

hablar como él, y traer a la conversación

aquella suerte de argumentos que él mismo

35

califica como “ de mesa de café” . Y cuando,

confiados, le leemos como quien lee un periódico

divertido, empezamos a ver y descubrir

cosas insospechadas, que se nos dan,

no en un orden perfecto pero muerto, sino

en un desorden vivo, llamativo, complejo,

movedizo, alegre, orgánico, como las cosas

vivas. Vamos conociendo en él la verdad,

pero no reducida a sistema, sino tal como

aparece en los hechos que nos rodean, en la

vida de todos los días. Y entonces, envuelta

en este torbellino de maravilloso movimiento,

nuestra facultad de pensar empieza también

a moverse. Su estilo podría cedificarse

de dionisíaco; es por lo menos incitante, y

nos pone en movimiento de la misma manera

que pone en movimiento las verdades que

enuncia, al ligarlas con las cosas y hacer que

en todas ellas veamos comprobada la acción

directa de aquellas verdades.

Por esto, le molesta la ciencia. Entendámonos:

no la verdadera ciencia, la que descubre

el modo de ser del mundo y lo mejora

con sus aplicaciones, sino la pedante ciencia

moderna que, como dice un crítico de Chesterton,

“ tiene la pretensión de someter al

hombre de un modo exclusivo a la acción

investigadora de unos métodos y unos instrumentos

que pueden ser adecuadísimos

para estudiar el mundo físico, pero resultan

grotescamente insuficientes para medir el espíritu

humano; aquella ciencia que produce

en sus turbios crisoles una suerte de monstruo

humano, para atribuirle una vida sometida

a leyes inmutables y fatales, entre tas

cuales queda ahogada o ignorada toda la

trágica y poderosa libertad y responsabilidad

del alma humana; aquella ciencia que

vienen a pedirnos, en nombre de sus conclusiones

provisionales y fluctuantes, la negación

de unos hechos espirituales que nosotros

sentimos como una realidad de nuestra existen

c ia C h e s te r to n no admite que se pretenda

hacernos creer en una supuesta verdad

que se aparte de la realidad de las cosas,

una verdad que no sea probada por todas

las cosas a la vez, como él dice. Y por eso

abandona con una risa franca toda pedantería,

toda solemnidad, y se va con sus verdades

de sentido común, con las que sabe ciertas

porque las encuentra reflejadas en la

existencia de cada día. Son muchos los intelectuales

a medias que se han escandalizado

de esta actitud. Pero la ciencia auténtica, que

cuanto más progresa más_se acerca al clásico

“ sólo sé que no sé nada” , va dándole

cada vez más la razón.

Esta es la dialéctica de Chesterton. Cuando

le hemos leído, podrá no dejarnos en la

cabeza un sistema completo y definido que

él haya construido para llenar nuestras perezosas

mentes; pero nos deja, y ello es mucho

37

mejor, en estado de formarlo nosotros. E s

posible que, cuando lo formemos, nuestro

sistema venga a ser el mismo quet sólido y

completo, se esconde bajo su rutilante literatura;

pero no se habrá adaptado a nosotros

sin que hayamos intervenido en el proceso:

no lo habremos aprendido, sino que lo

habremos hecho nuestro. Este es su mayor

triunfo.

Nos deja convencidos, pero a la ves nos

deja alegres. No hablemos de optimismo,

palabra equívoca, o si hablamos de él, no lo

definamos como un concepto del universo

basado en la negación del mal — que es una

herejía que Chesterton combate especialmente—

, sino simplemente como una alegría

dispuesta a la acción. Nos hace sentir el

sano placer de pensar que podemos hacer

algo y de que es bello hacer algo para mejorar

las cosas feas que con tanta frecuencia

nos presenta al hablar de este mundo. Y que

podemos hacerlo porque somos libres de elegir

entre el bien y el mal, porque la voluntad

humana tiene infinitas posibilidades y de

ella depende el triunfo en esta lucha. Y andando

a su lado sentimos así que, a pesar

de todo, en el mundo hay mucho bueno, y

que vale la pena de vivir la gran aventura

de la vida, de gozarse con los amigos, de

amar, de luchar y de beber alegremente una

copa de buen vino. *

Esta alegría inmensa, cósmica, que no le

deja nunca, caracteriza a Chesterton. Es la

alegría del bueno. Aparece en su figura grotesca,

en su horror a la solemnidad, en su

estilo, en que el buen humor circula por todas

partes libremente, sin barreras convencionales,

y llena sus afirmaciones serias y

aun — la ironía deja tan fácilmente de ser

alegre — sus afirmaciones irónicas. Es su

alegría la que llena los huecos que dejan a

veces, en algunos rincones de sus obras, ciertas

pequeñas insuficiencias de expresión,

ciertos raros momentos en que parece que

divaga un poco, y no porque hable sólo por

hablar, como preienden sus detractores, sino

sencillamente porque su medio de expresión

no ha estado a la altura de su propósito,

porque su estilo no le ha bastado para darnos

todo lo que él quería. Estos momentos

de insuficiencia — nunca, notémoslo bien, de

inconsecuencia— , son rarísimos en su obra.

Pero aunque fuesen más frecuentes, quedarían

cubiertos por esa alegría maravillosa,

esa humilde euforia con que se muestra admirado

de las cosas bellas que le es dado expresar,

y que le hace parecer sinceramente

sorprendido de que no sean cosas triviales

todas las que brotan continuamente de su

pluma.

Los hombres de nuestro tiempo están tristes.

La seriedad es en ellos mera tristeza.

39

Han huido las edades alegres, en que cantaba

cada uno su canción y se alegraba con

ella. Hoy — lo dice Chesterton — canta uno

sólo por la absurda razón de que canta mejor;

pronto, porque ríe mejor, reirá también

uno solo. Por eso muchos no le han

comprendido. Han confundido su enorme

buen humor con la bufonería’ sin sentido;

porque es divertido le suponen frívolo; porque

es exuberante les molesta. Dejémosles

que conserven su anquilosada y presuntuosa

respetabilidad, que él tanto detestaba: “ Nací

de padres respetables, pero honrados — dice

en su Autobiografía. Y añade — : es decir,

en un mundo donde la palabra respetabilidad

no era todavía un término^ meramente

ofensivo, sino que conservaba alguna leve

conexión filológica con la idea de ser respet

a d o N o está hecha para él esta solemnidad

triste que nada esconde de bueno, y tras

la cual están la insuficiencia, la pedantería,

el orgullo. Sigámosle a él, los que creemos

que la verdad alegra el espíritu, que la bondad

alegra el alma, y que podemos estar

alegres porque hay un Padre que cuida de

los lirios del campo y de los pájaros del

cielo. ¡Quién sabe si ha de ser un payaso —

un ingenuo, alegre, bondadoso e intencionado

clown — , el que vuelva a traer la alegría al

mundo del pensamiento! No nos es dado todavía

conocer los frutos de esta obra ingente,

pero, cada día más, el pensamiento católico

se ve iluminado por una ola de esperanza

a la que el espíritu chestertoniano no

debe ser ajena. Hilaire Belloc decía a sus

compatriotas, a raíz de la muerte de su inseparable

Gilbert, que por el modo como le

juzgaran serían ellos juzgados. Dejemos al

mismo Belloc la responsabilidad de sus palabras.

Pero no las olvidemos.

Dos años antes de la muerte de Chesterton,

el papa Pío X I , entonces reinante, les

nombró a él y a Belloc caballeros de la Orden

'de San Gregorio, una de las altas distinciones

del Vaticano. E l monstruo “ Chesterbelloc”

pasó así a tener su lugar entre

los canes del Señor. Porque la condecoración

les fué conferida “ en señal de agradecimiento

por los grandes servicios que habían

prestado con sus obras a la causa de la

Iglesia Católica

Chesterton murió el 14 de junio de 1936

de una embolia. Hacía pocos días que había

vuelto de un viaje a Francia, y al llegar

a su casa empezó a sufrir crisis cardíacas.

E l fin fué rápido. Hacía algún tiempo que

ciertos críticos creían observar pequeñas intermitencias

en la fluencia maravillosa de sus

escritos. Pero el espíritu que los animaba

era siempre el mismo, y el hombre también.

Dios le acogió sin duda con una sonrisa.

Y al tener la noticia de su muerte me ima-

41

giné que veía cómo, al abrirse ante él las

puertas del cielo, su cara se ensanchaba y

sus ojos se iluminaban con la espontánea

alegría del que se encuentra en las manos

una cosa desproporcionada e inmerecida,

como los niños cuando ven los regalos que

\ les han traído los Reyes Magos.

FUENTE:

LIBRARY OF THE

U N IV ER S ITY OF V IR G IN IA

¿ a i©

IN MEMORY OF

JAMES MATTHEW BOWCOCK

yGoogle

yGoogle

CHESTERTON

LAS

QUINTAESENCIAS

ESTUDIO Y SELECCIÓN

DE

R a m ó n S e t a n t i

M A D R I D 1941 BARCELONA

Viñetas de E nrique Clusellas

Pbimeba E d ic ió n

A g o s to 1941

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