Keith Chesterton nació,
el 29 de mayo de 1874,
en Campden Hull, Kensington
(Londres), e hizo sus primeros
estudios en la escuela
de San Pablo, en Hammersmith,
donde — según afirma un biógrafo —
dejó admirados a sus maestros por su precocidad
y por sus distracciones. Porque llenaba
de dibujos los márgenes de sus libretas,
su padre creyó ,<descubrir en él una
vocación de pintor y le mandó a la Escuela
de Bellas Artes, donde no hiso grandes cosas.
Conservó durante toda su vida el gusto
por dibujar caricaturas, pero pronto su verdadera
vocación se impuso, y empezó a escribir.
En la Escuela de Arte había conocido
la juventud escéptica y cínica de su tiempo,
y ello produjo en él una saludable reacción
hacia la humildad, el sano amor a la realidad
y a la vida, y aun hacia el sentido religioso,
llevado de la fuerte impresión que
produjo en él la idea del pecado vista al
trasluz de las tentaciones cerebrales de la
adolescencia. La evolución de su pensamiento
se iniciaba asi en la misma dirección que
acabó llevándole a la Iglesia Católica.
Por aquellos tiempos publicó su primer
libro, un librito de versos que tituló “ The
IVild Knight” , en el cual figuraban ya poemas
que llevaban su sello definitivo; uno
de ellos, el del niño que antes de nacer lloraba
por la existencia y prometía el ejercicio
de todas las virtudes si sólo le permitían la
experiencia de la vida. Por cierto, que este
libro dió lugar a una curiosa forma de éxito,
porque un conocido crítico, después de
alabarlo en gran manera, se lo atribuyó a
otro escritor, ya conocido, creyendo que el
nombre de Chesterton, del que no había oído
hablar nunca, no era más que un seudónimo.
Pero el éxito no llegó más lejos. Los
escritos que publicó en esta época le dieron
cierto prestigio entre los inteligentes: nada
más.
Súbitamente, llegó para él la hora de la
s
gran popularidad. Estalló la guerra angloboer,
y con ella la polémica entre imperialistas
y pacifistas. Estos se declararon proboers,
como un medio de combatir el patriotismo
y el nacionalismo entre los ingleses.
Y entonces apareció Chesterton y defendió
igualmente a los boers, pero no con la idea de
combatir el nacionalismo inglés, sino con la
de defender el patriótico nacionalismo de los
boers contra la absorción a que le condenaba
el imperialismo de Inglaterra. Esta posición
que a algunos pareció paradójica — y ya entonces
se usó esta palabra — le hÍ2o pasar a
primer término y fué el origen de su popularridad
como periodista.
Por entonces, ya Chesterton había dejado
de creer en el socialismo, y su propia posición
ideológica iba precisándose rápidamente.
No tardó en publicar Herejes, una de
sus obras maestras, en que atacaba los errores
más en boga en la Inglaterra de su
tiempo desde el punto de vista que ha sido
ya definitivamente el suyo. Y como quiera
que un crítico se atreviese a decir que Chesterton
atacaba el pensamiento de los demás
sin dar a conocer el suyo propio, él contestó
inmediatamente al reto publicando Ortodoxia,
que sigue siendo su obra central, y en
la cual defiende ya abiertamente la concepción
católica del universo.
E s este libro la historia de su conversión,
o
pero desde un punto de vista puramente
ideológico. En él nos cuenta— así lo dice —
sus grandes aventuras en persecución de lo
obvio; cómo fué el hombre que salió en busca
de la isla desconocida y descubrió, como
solemos decir, las Islas Británicas, o sea,
cómo fué creando para su uso personal un
sistema filosófico, y cómo descubrió que
este sistema no era otra cosa que el catolicismo.
No hay que decir que, a la larga, esta
posición le llevó a ingresar, en el año 1922,
en el gremio de la Iglesia. Pero es muy difícil
descubrir la menor diferencia entre sus
obras anteriores a esta conversión y las que
escribió después. De hecho, Chesterton era
ya católico antes de saberlo él mismo.
Sus primeros éxitos en la posición proboer
le hicieron conocer a Hilaire Belloc;
el acuerdo total entre estos dos grandes escritores
y la gran campaña que llevaron juntos
a realización dió pie a uno de sus ilustres
contraopinantes, George Bernard Shaw
a hablar de ellos como de un imaginario
monstruo de dos cabezas, que llamó “ Chesterbelloc”
. No hay duaa de que Belloc contribuyó
no poco a llevar a Chesterton hasta
el catolicismo práctico. E s de notar que, como
otros grandes convertidos ingleses, Chesterton
no exhibió nunca su propia conversión:
una suerte de pudor le impidió siempre
manifestar lo que en ella había de intimo
y personal, incluso cuando en sus libros la
desmenuzaba desde el punto de vista ideológico.
Se había casado en 1901, y desde entonces
vivió en el delicioso pueble cito de Beaconsfield,
en las ajueras de Londres. Su aspecto
externo de gigante bondadoso y alegre,
su chambergo y su capa romántica, su
magnífica alegría de vivir, sus fenomenales
distracciones, su amor a las cosas popular
res, a las novelas policíacas, a la franca camaradería
y al buen vino, su conversación
cordial y pintoresca, su falta absoluta de
solemnidad, le dieron muy pronto una popularidad
auténtica: llegó a ser en su país una
especie de personaje legendario. Y en estas
condiciones Chesterton realizó una de las
más grandes tareas de apología de la doctrina
católica y del buen sentido católico que se
registran en nuestros tiempos, cuya fecunda
influencia no hace más que iniciarse.
No quiere ello decir que Chesterton fuese
propiamente un escritor religioso, en el
sentido teológico, o en el que suele darse
comúnmente a la apologética. A pesar de su
solidísima preparación en este terreno, como
en tantos otros, afirmó siempre que era
un periodista, y tenía razón. Su propósito
era el de hacer llegar al lector normal las
grandes verdades esenciales y su aplicación
a todos los aspectos de la realidad y de la
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vida, que él descubrió para su uso particular,
y de las cuales está aquél más apartado.
Para ello utilizó todas las armas, desde
el libro al ensayo o al simple artículo; fundó
publicaciones y colaboró en todas aquellas
en que su colaboración fué admitida, aunque
sostuviesen ideas contrarias a las suyas.
Nunca el cambio de marco cambió una tilde
del pensamiento que guiaba sus escritos;
con una magnífica libertad, de que hay pocos
ejemplos en nuestra época, dijo siempre
y en todas partes lo que quiso decir, y fué
siempre él mismo.
Así, sus novelas no describen a su querido
hombre normal, al hombre de la calle;
más que novelas son fantasías simbólicas,
y aparecen llenas de representaciones
vivas de su ideología: precisamente
fué El Napoleón de Notting Hill, novela,
uno de los primeros libros que le situaron
como pensador original. E s la mezcla
de su fantasía de poeta y de su pensamiento
de filósofo, con una gran dosis de
su buen humor inagotable, lo que aparece
en novelas como El hombre que fué jueves,
La esfera y la cruz, El retorno de Don Quijote,
en series de cuentos tan personales como
las detectivescas del Padre Brown o la de
El poeta y los lunáticos, y en sus raras obras
teatrales.
Esta su fantasía poética brilla dispersa en
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todas sus obras, pero aparece también concentrada
en sus magníficos poemas, que figuran
hoy en todas las buenas antologías de
la lengua inglesa, como La balada del caballo
blanco, o La reina de las siete espadas.
Y no olvidemos que esta poesía que supo
hallar en todas las cosas — y que le hizo
sostener que todas las cosas son poéticas y
que sólo es prosaico el hombre que no sabe
verlo así — la utilizó para cantar en una de
sus mejores obras en verso la más grande
ocasión que vieron los siglos, la batalla de
Lepanto.
Su obra de pensador se halla contenida en
innumerables artículos y en una larga serie
de volúmenes de ensayos sobre todos los temas.
Hemos hablado ya de Ortodoxia y de
Herejes; hay que añadirles, entre los esenciales,
Lo que no está bien, personalísimo
tratado de sociología; La silueta de la sanidad,
especie de Código del sentido común;
El hombre perdurable, crítica profunda de
la teoría materialista de la Historia, y tantos
otros, como la Pequeña historia de Inglaterra
y Los crímenes de Inglaterra, en que
corrige muchos lugares comunes sobre su
país; La Nueva Jerusalén, evocadora narración
de un viaje a Tierra Santa; La resurrección
de Roma, La superstición del divorcio,
Destellos sobre Londres y Nueva
York, y tantos otros libros de ensayos; sin
olvidar sus magníficas biografías de Browning,
de Dickens, de Chaucer, de San Francisco
de Asís y de Santo Tomás de Aquino,
para no citar más que las principales.
Pero, en todos sus libros, es el pensar
miento del autor el que ocupa el primer
lugar. Decía un comentarista que todas las
obras de Chesterton podían llevar como
título el de uno de sus libros de ensayos:
“As I was saying” (Como iba diciendo).
Y es que Chesterton, escriba sobre lo que
escriba, piense en lo que piense, está siempre
al pie del cañón. Ha hallado la verdad para
él, y no sabe tomar la pluma si no es para
contribuir a explicársela a los demás hombres,
tanto si su objeto aparente es contarles
un cuento, como la vida de un escritor; una
teoría filosófica, como una descripción, magnífica
por cierto, de la ciudad de Jerusalén,
cubierta, por excepción, de nieve cuando él
la visitó.
La tesis central de toda su obra es la afirmación
de que la teoría es más importante
que la práctica; de que nada bueno puede
hacerse en el mundo sin tener previamente
un concepto del mundo. Buscó para él este
concepto entre todas las filosofías, y lo halló
en la filosofía católica, no precisamente en
cuanto es un sistema filosófico, sino en cuanto
es la expresión de una realidad universal.
Y a la vez vió que la debilidad de los sistemas
modernos estriba las más de las veces
en su inconsecuencia, en que jaita en ellos
el esfuerzo para llegar a las primeras verdades,
a la vez que el sentido común necesario
para ver si de la aplicación de las teorías
a la vida real resulta su viabilidad por
la comparación al único modelo posible: el
modo de ser humano.
Esta humanidad directa e infalible la halló
en el catolicismo, y la halló consolidada por
toda una armadura de reales hechos sobrenaturales.
Entonces tuvo ya su sistema, su
concepto del universo, y con él como arma
se batió toda su vida contra los herejes, es
decir, contra los que se apartan de la verdad.
Y la solidez de su posición ideológica, la
plena convicción de que no es una mera
teoría sino la misma realidad, han dado a
su obra esa coherencia maravillosa que ha
permitido la afirmación de que todos sus escritos
son como capítulos de un libro único.
Mas para exponer esta verdad en que él
creía, Chesterton tuvo un don raro de escritor
genial. N i en esta exposición abandona
su visión poética de las cosas. Puede decirse
de él que es el poeta de la filosofía.
Aquella actitud humilde y desinteresada de
contemplación que ante la Belleza tiene el
poeta, que le lleva a recoger cuanta belleza
encuentra en la realidad y en su imaginaciónt
para dárnosla luego por medio de sugerencias
casi misteriosas que devuelven a
las palabras su sentido primero y auténtico,
era exactamente la actitud de Chesterton
ante la verdad. Y el esplendor único de su
estilo nos acerca, no al frío esquema, sino
a la sugestión viva de la Verdad. Por un
milagro, que es el mismo milagro de la poesía,
conseguía Chesterton hacernos ver el esplendor
de la Verdad tal como él sabía verlo,
y así podía comunicarnos el ardiente convencimiento
que tal visión despertaba en él.
Y puesto a ello, poco podía importarle
a él, tan por encima de los respetos humanos,
que su modo de expresarse no fuese el
que la respetabilidad vulgar impone para
tratar de los temas que a él le interesaban.
É l quería que su estilo pudiera sugerir lo
que él quería sugerirnos — lo mismo que
quiere el poeta: sugerir al lector la belleza
que él entrevé — . E l arte de la forma no es
más que un instrumento: esencial si se quiere,
pero instrumento al fin. Esta es la razón
de ser del estilo de Chesterton.
Pero no se crea, con lo dicho, que quiere
darnos un cristianismo poético, a la manera
de un Chateaubriand, por ejemplo. Nada
más lejos de él que el sentir la fe como un
estado sentimental producido por el sonido
de las campanas al anochecer. Chesterton no
tiene nada de un romántico. Lo que hay en
él de poeta es, digámoslo así, el procedimiento
to; por lo demás, su obra deriva de los principios
fundamentales por una lógica rigurosamente
racional. Y si es cosa característica
en los clásicos el tener presentes a un tiempo
todos los aspectos de la realidad, nunca
la palabra clásico habrá podido aplicarse con
más precisión.
Porque Chesterton se ocupa de todo, desde
las cosas más altas a las más bajas, y si
en aquellas descubre nuevos aspectos, en éstas,
fuerte en sus principios, halla conexiones
insospechadas que elevan a una significación
trascendental los actos más triviales
de la vida. En la magnífica catarata de su
estilo bajan aparentemente revueltas ideas
de todos los tamaños y sobre todas las cosas.
Aparentemente, repitámoslo. Porque si de
ningún otro puede decirse como de él que
escribía ex abundantia cordis, la razón y,
mejor aún, el buen sentido guardaban siempre
en él la posición preeminente. Que se
abandonaba a la corriente^ de su estilo es
indudable, y es la característica del escritor
de raza que él era. Como tal, sentía el placer
de escribir. Percibimos al leerle el deleite
que debió de encontrar al trazar sus argumentaciones
a base de comparaciones pintorescas,
de relaciones súbitas, de puerilidades
erigidas en símbolos. Pero ello no impide que
sus obras nos den la sensación de totalidad;
incluso cuando defiende el punto de vista
más insignificante nos damos perfecta cuenta
de que la importancia de agüella defensa no
está en la idea concretamente defendida, sino
en el sistema que ella lleva en pos. Claro
que esta manera de hacer es complicada,
pero todas las cosas vivas son complicadas,
y el arte del escritor no consiste en reducir
las cosas vivas a esquemas, sino en saber
dar la sensación de la vida.
Él escribe para que los demás conozcan su
pensamiento tal como es cuando él mismo lo
posee; quiere que vean la verdad que él
ama, no en la forma habitual y rutinaria que
ya no les dice nada, sino del modo relampagueante
en que a él se le presenta. Y así, en
sus escritos, no nos presenta la verdad como
dentro de una arca cerrada que nos hace
— como tantos pedantes — el favor de abrir
para que nuestros ojos se deslumbren y admiren
desde fuera, sino más bien como en un
espejo — a veces en un espejo grotesco —
que refleja las cosas y las ideas en una posición
nueva, la de su estilo. Y sólo con este
cambio de posición consigue que veamos en
ellas muchos elementos que ignorábamos, y
muchas conexiones, muchos enlaces, que ni
podíamos sospechar.
Naturalmente — y en esto sigue siendo el
escritor de raza— , la expresión escrita le
sirve para acabar de darles forma a sus propias
ideas, y a veces se hace visible que él
mismo ha descubierto argumentos y puntos
de vista nuevos a través del torrente desbordado
de sus intuiciones literarias. De este
hecho, que demuestra precisamente la unidad
entre el pensador y el escritor, se ha
querido sacar un argumento para combatirle,
queriendo suponer que defiende, no las
cosas en que cree, sino las que se le van ocurriendo
y le sirven para hacer literatura brillante,
para presentar paradojas. Pero sólo
pueden decir tal cosa los que le conocen superficialmente.
Chesterton tiene siempre perfectamente
precisados y dominados sus ideales
y sus propósitos, y nunca se sale de ellos.
Lo que hace, por medio de su estilo abigarrado,
es ir recogiendo al paso las nuevas
derivaciones y consecuencias que se le van
presentando. Por eso llena su texto de incisos;
pero es raro que puedan llamarse
realmente incisos, porque siempre resulta al
fin que so7i parte esencial del conjunto. S i
se abandona a su estilo es porque le es necesario,
como medio de expresión, y en ciertos
casos aún como medio de visión, Pero,
dentro de este abandono, nunca pierde de
vista lo que quiere decir; su manera se hace
entonces concienzuda casi hasta la exageración,
y le hace avanzar lentamente y dando
vueltas y revueltas para no dejarse nada de
lo que decir quiso. Su estilo no tiene, quién
lo duda, lo que solemos llamar claridad y
concisión, sacándolo de los modelos de la
prosa francesa. Pero tiene otra claridad, y
substituye la concisión por la precisión, que
tanto padece cuando se quieren trazar frases
limpias y sentencias esquemáticas al tratar
de cosas vivas y complejas. Porque de las
innumerables sugestiones y coordinaciones
que encuentra en cada idea que expresa — y
las ideas de que él trata suelen ser las más
complejas, las más vivas — Chesterton no
desprecia una sola; las recoge todas, y no
sigue adelante hasta que las ha atado todas
ordenadamente a sus correspondientes puntos
de referencia; no deja nunca un cabo
suelto que pueda enredarse, fuera de su lugar.
Naturalmente, de esta manera sus escritos
no siguen una sola dirección, o, como decimos,
un hilo, sino un tejido, o más bien una
red; el camino a seguir no aparece a lo lejos
definido y trazado; tenemos que ir continuamente
mirando de un lado para otro, y si
perdemos un poco la atención fácilmente podemos
desorientarnos. Pero ello sólo puede
sucederle al que pierde la atención, al que
no se fija. Para decirlo con más claridad,
ello sólo puede sucederle al que quiere ju z gar
a Chesterton por una página o un fragmento;
al que olvida que bajo la frondosa
exhuberancia de las paradojas aparentes hay
un esqueleto, una esencial armadura lógica,
y que no puede juzgarse al autor sin permitirle
antes que termine su razonamiento*
Pero aun a éstos hay que juzgarlos miópes
si por el fragmento bello no coligen la
belleza del conjunto. La trabazón es perfecta
entre cada una de las partes, y el esqueleto
puede deducirse infaliblemente si se examina
con cuidado el hueso que se tiene a la
vista. Y aun en el hueso mismo, en la pieza
suelta, aparecerá entonces un organismo
completo, constituido por el juego de enlaces
entre las ideas secundarias, que siempre
se hace visible, alumbrado por los destellos
de imágenes y paradojas luminosas.
Son tan bellas y tan deslumbradoras estas
paradojas, que ha habido muchos lectores y
críticos que no han visto otra cosa en la
obra de Chesterton, y por esta razón han
venido a creer que era lo único que en ella
podía verse. Realmente, el arte con que Chesterton
da una vueltecita a las cosas y las
presenta al revés para que las entendamos
mejor, es extraordinario, y bastaría para
justificar su clase de escritor. Y a veces
— tal es su riqueza — las usa con generosa
esplendidez para temas que casi no merecen
que se les trate con tanta consideración;
hace brillar por este medio verdades inmediatas,
de último orden. O bien aparea y
acerca dos verdades de trascendencia tan
desigual, que su apareamiento tiene exteriormente
el aspecto de una incongruencia. En
tales momentos, el crítico se permite sonreír
despectivamente y decir que Chesterton es
muy ingenioso, que es un gran escritor, pero
que no sabe lo que se dice.
Claro está que no tiene razón. Porque
también en la vida real van muchas veces
ligadas las verdades de muy distinta jerarquía.
Pero, sobre todo, porque un examen somero
de la dialéctica de Chesterton nos hace
ver que para él la paradoja no es nunca el
resultado que busca, sino el arma de combate.
No nos da conclusiones paradójicas,
sino argumentaciones en forma de paradoja:
cuando llegamos a la conclusión, la hallamos
clara y diáfana, virgen de todo vestigio
de contradicción.
Y entonces llegamos a ver claro que, en la
mayor parte de los casos, los que le critican
porque llena de paradojas — y aun de paradojas
humorísticas — sus libros más serios,
no lo hacen porque juzguen que es frívolo
argumentar de esta manera, sino porque
no le j gustan las conclusiones a que
Chesterton llega por tal camino. Cuando dicen
que las paradojas son arbitrarias es porque,
en el fondo, juzgan arbitrarias las conclusiones;
porque tienen de la vida un concepto
muy distinto del que tiene Chesterton
— o no tienen de ella concepto alguno definido
— , y se resisten a dejarse llevar a donde
él les lleva irresistiblemente. No critican tales
paradojas por frivolas y exclusivamente
ingeniosas en su forma, sino por excesivamente
serias en su resultado dialéctico.
Hay que reconocer que a veces resulta
desconcertante este tejer y destejer de ideas
inesperadas y de paradojas rutilantes. Pero
no hay que olvidar que, por definición, vivimos
en un mundo en que las ideas — y sobre
todo las ideas fundamentales — andan dispersas
y desquiciadas/ en que el modo de
ver la realidad de cada día está falseado por
siglos de errores, o, como Chesterton nos
dice siempre, de herejías. Y es tal vez indispensable,
para ver muchas cosas como
realmente son, verlas al revés de como todo
el mundo las ve. Es la desorientación del
mundo actual lo que da la apariencia externa
de paradojas a verdades que en sí mismas
son evidentes. O por mejor decir, la que
exige que estas verdades evidentes sean presentadas
en forma de paradojas para hacerse
comprensibles.
De todos modos, hay un hecho que destruye
la acusación de frivolidad, de ingeniosidad
esencial, que se ha formulado tantas
veces contra Chesterton, y es el carácter orgánico
de su obra. Todas estas relampagueantes
imágenes y paradojas, que a algunos
parecen arbitrarias y como nuevas figuras
retóricas, pronto se observa, cuando se
estudia un poco la obra del gran Gilbert, que
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no hay manera de quitarlas de donde están
sin modificar el conjunto vivo en que nacieron.
No están insertas en el tejido de la
obra, sino que son ellas mismas el tejido; sin
ellas no podía darse esta riqueza en la manifestación
de la complejidad viva que hace
de Chesterton el más humano de los escritores.
Nadie puede apreciar hasta qué punto llega
este carácter orgánico de su obra como
el que ha debido hacer una selección de sus
pensamientos. S i Chesterton fuese el escritor
exclusivamente brillante de que algunos
hablan, esta selección sería sencillísima: agudezas,
ingeniosidades, paradojas, se separarían
solas del texto para alinearse correctamente
en forma de “ pensamientos” . Puedo
acreditar hasta qué punto sucede lo contrario
con Chesterton. Muchos aspectos fundamentales
de su pensamiento no pueden extraerse
de donde están sin mutilarlos; la
estrecha concatenación lógica impide con
frecuencia dar aisladamente los resultados a
que llega en su razonamiento. Un ejemplo
cualquiera puede demostrarlo: el ataque a
la historia evolucionista, en los primeros capítulos
de El hombre perdurable, la maravillosa
visión del Islamismo en La Nueva
Jerusalén, piezas de una coherencia perfecta,
no pueden ser apreciadas por unos
fragmentos: hay que verlas enteras, con su
compleja claridad de organismo vivo. La
brillantes de la expresión es en ellas un elemento
interno, pero nunca ha sacrificado el
autor un solo matiz de su idea a la brillantez
externa de exposición, al gusto de hacer
frases de lucimiento, que se puedan citar.
De hecho, muchas veces no se pueden citar.
Y si bien la gran riqueza de esta obra ingente
da para todo, llega a ser sorprendente
el ver cómo tantas frases que parecen el
colmo de la brillantez pierden todo su color
y su fuerza en cuanto se las separa del conjunto
para que fueron escritas, en cuanto
desaparece el hilo lógico de que estaban suspendidas.
Hablábamos de la profunda humanidad
que aparece en todo momento en la obra de
Chesterton y le es esencial. Pocos habrán
podido decir como él que nada de lo humano
le es extraño. A través de sus escritos,
todos los problemas de la pobre humanidad
son estudiados con profundo amor y con
una maravillosa lealtad al mundo que para
vivir nos ha sido dado; nada excita más su
fuerza polémica que la loca pretensión de
adaptar el hombre a sistemas abstractos que
desprecian su modo de ser esencial, y que
olvidan — son sus palabras — que la cosa
más valiosa y respetable de este mundo es
el hombre tal como es, “ el viejo bebedor de
cerveza, forjador de credos, luchador, frágil,
sensual, respetable hombre” . De este
amor a la imagen divina, decaída por el pecado
original, pero llamada a los más grandes
destinos, nace la prodigiosa universalidad
del comentario chestertoniano. Recordémoslo
al decir a nuestros lectores que hay
aspectos enteros de esta universalidad que
no quedan representados en la selección
que les ofrecemos en este libro. No hay otro
remedio.
De este amor al hombre nace también la
profunda cordialidad con que Chesterton
trata siempre, sin excepción, a sus adversarios
ideológicos. Como dice un profundo
conocedor de su obra, Chesterton trata a los
enemigos de su pensamiento como amigos
de su corazón. No sólo porque reconoce y
aprovecha cuanto halla de cierto en sus puntos
de vista, sino porque siempre el hombre
es para él amable, aunque no lo sean sus
errores y sus pecados, aunque por su contumacia
no merezca este amor. La caridad,
dice, no es para los que la merecen, porque
entonces es justicia, ¿ino por encima de
todo para los que no la merecen. Y no se
crea que ello le lleve al eclecticismo, que
nace únicamente de una inseguridad en la
propia convicción. Nadie está más seguro
que él de lo que dice; nadie lo defiende con
mayor intransigencia, con más noble pasión.
Su actitud leal es, a la vez, lealmente ten-
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denciosa. Pero ello no le lleva a odiar al
enemigo. Recordemos la profunda frase de
Joubert: “ Sólo quien te ame te hará just
i c ia E s t a es la justicia de Chesterton.
Y para ello, Chesterton entra siempre a
combatir en el terreno de su adversario. Nacido
en un país no católicoen que los principios
en que él se funda son menos conocidos
que en el nuestro, su esfuerzo tiende
siempre a desarraigar las ideologías contrarias.
Y ante ellas sabe tomar siempre, con
una maravillosa simplicidad, la actitud católica,
sin buscar excusas ni conciliaciones imposibles.
E l polemista católico ofrece siempre
al combatir una presunción de humilde
sinceridad, que nace del hecho de que no ha
inventado lo que defiende, sino que tan sólo
ha reconocido su realidad; así no puede luchar
tan sólo por su amor propio, como el
que lucha por una posición que él mismo ha
creado. Chesterton desprecia el argumento,
la prueba especial; son todas las cosas a la
vez las que le han demostrado la realidad
de su creencia, y él lanza a la cabeza del
adversario este cúmulo de cosas, de todas
las cosas, y no sus pequeños argumentos individuales.
Chesterton es humilde.
Detengámonos en este punto, porque quizá
sea ésta la llave de su gran obra. Chesterton
no nos habla de su humildad, precisamente
porque es humilde. Pero a cada
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paso aparece en sus escritos la marca de la
humildad. La rápida selección que sigue nos
da algunas visiones claras en este sentido;
sus anatemas contra el orgullo, y quizás aún
más su defensa de la vanidad, como defecto
más humano, un poco ridículo, pero infinitamente
más inofensivo que el orgullo, primero
de los pecados capitales. Él nos recuerda
siempre — y los católicos no debemos
olvidarlo nunca — que el orgullo es el
primer pecado, el pecado contra el Espíritu
Santo. Nos habla de la verdadera simplicidad,
que nace de la actitud y no de los hechos
externos: la simplicidad del corazón,
que, <(cuando ha desaparecido, no se puede
hacer volver comiendo nabos o vistiendo ropas
celulares, sino con lágrimas y terror y
los fuegos que nunca se a p a g a n C om b a te
siempre la pedantería, porque la pedantería
es una forma del orgullo. Da como llave
de los descubrimientos de su Padre Brown,
el curita católico que hace de detective, su
convicción de que él también es un criminal
en potencia, porque (tsean los que sean los
peligros morales que afectan a un hombre,
afectan a todos los hombres” . Denuncia sin
cesar las teorías del superhombre, el desprecio
al hombre ordinario, al maravilloso
hombre tal como es. La humildad es el secreto
de su pugnacidad y de su alegría, y
es el secreto de su obra. Y el que no sepa
comprender por qué pone al servicio de la
causa en que él cree su abigarrada literatura,
su enorme buen humor, lo comprenderá
tal vez si por un momento quiere ver a
Chesterton en la actitud, ajena a todo respeto
humano, maravillosamente humilde, de David
bailando ante el Arca de la Alianza; o
quizá mejor aún, en la del Juglar de Nuestra
Señora, puesto cabeza abajo ante el altar
para ofrecer sus volatines, su arte, a la Reina
de los Cielos.
Chesterton es humilde porque cree en el
pecado original, y este es otro de los puntos
esenciales de su ideología. Su conmovedora
aceptación de las cosas buenas que quedan
en este mundo, que compara a las que salvó
Robinson Crusoe de su naufragio y mediante
las cuales debía edificar una nueva vida,
está en la base de su filosofía: “ Somos realmente
los supervivientes de un naufragio.
los tripulantes de un barco de oro que naufragó
al comenzar el mundo” . Le hacen descubrir
que el hombre no es ya él mismo, tal
como fué creado por Dios, sino como una
parte de él mismo, mutilada por la caída
primera: que el hombre no está en el mundo
en su lugar propio, y que ha de completarse
en otra vida. “ E l filósofo — dice —
me repetía sin cesar que yo estaba en mi
verdadero sitio, y sus aprobaciones me resultaban
depresivas. Pero por fin averigüé
que yo estaba en el sitio equivocado, y entonces
mi alma cantó sus regocijos como
pájaro en primavera... Y entonces sí que
pude entender por qué las humildes hierbas
del campo me habían parecido siempre tan
cómicas como las barbazas verdes del gigante,
y por qué, aun estando en mi casa, venía
a visitarme la añoranza ”
Esta visión clara de la real posición del
hombre en el mundo, no la abandona Chesterton
en ningún momento, ni cuando lucha
para mejorar la situación material y moral
del hombre ordinario, su amado hombre de
la calle, en la sociedad moderna. Y éste es
otro de los puntos a subrayar en su obra.
Porque de esta posición del hombre en el
mundo deduce que lo importante no son las
grandes empresas, las complicadas civilizaciones,
los utópicos sistemas perfectos, sino
que el hombre vulgar viva en este mundo tal
como corresponde a su naturaleza. Esta es
la base de todas sus teorías políticas y sociales.
Esta es la base de lo que él llamó
“ distributismo” , teoría que se opone a la
vez al capitalismo y al colectivismo marxista,
y que consiste en que cada hombre pueda
llegar a poseer lo que desea, es decir, su
pequeña propiedad privada, su casa para
vivir, sus medios de trabajo para ganarse
la vida. S i todo esto está ahora en poder de
unos pocos, hay que llegar a distribuirlo entre
todos, o por lo menos entre la mayor
parte: entre tantos como sea posible. Y ello
porque es lo natural, y porque es lo que
realmente cada hombre desea en el fondo de
su .sencillo corazón, aun cuando, engañado
por brillantes propagandas, luche por grandes
teorías opuestas — el capitalismo y el comunismo
— que coinciden en prometerle gigantescas
utopías y en negarle este deseo
sencillo nacido de su humano modo de ser.
Este respeto por lo que él llamó la vida
privada del pobre le hizo escribir unas páginas
maravillosas, sacándole punta a una
disposición oficial que mandaba cortar el
cabello a los pequeñuelos de ciertos barrios
miserables — no de los ricos, desde luego —
so pretexto de suciedad que podía transmitir
ciertas enfermedades. E l derecho del pobre
a vivir su propia vida, a gozar como el
rico de los hermosos cabellos rubios o negros
de sus hijos, por encima de todas las
conveniencias de una organización social tiránica,
fué cantado por Chesterton con una
poesía inolvidable. Y no con un sentido anárquico,
sino con el deseo de crear una jerarquía
de valores, por encima de todos los cuales
figurase el principio indestructible de la
libertad interna de la familia. -
La familia es una de las grandes preocupaciones
de Chesterton. La ve como un pequeño
mundo en que las relaciones no están
31
formadas por elección — salvo en el matrimonio
— sino por una especie de azar, o mejor
dicho, por la mano de la Providencia.
Su parábola del hombre que entra por la
chimenea en una casa desconocida y debe
acostumbrarse a vivir con las gentes que
encuentra dentro, caracteriza su posición:
esto es lo que hacemos todos^ al nacer. Y
esto es lo que nos forma y nos adapta a la
vida que nos espera. Dentro de este pequeño
mundo, el hombre es el especialista, que
debe saber hacer muy bien una cosa para ser
útil a los demás hombres y ganar así su
sustento. Pero el especialismo desequilibraría
al hombre, y por ello corresponde a la
mujer mantener el equilibrio: ella ha de saber
hacer todas las cosas, aunque no las haga
tan bien como un especialista; ha de coser
mejor que una cocinera para poder guisar
mejor que una costurera; ha de llenar con
sus actividades, aunque no sean perfectas,
pero irradiando en todos los sentidos, el pequeño
mundo del hogar. Ella será la primera
educadora de sus hijos y les enseñará las
verdades sólidas de la tradición y de la experiencia,
las más importantes de todas: será
un maestro imperfecto, pero sus enseñanzas
irradiarán también en todos los sentidos,
y darán a los hijos el equilibrio inicial.
Y en este pequeño mundo no ha de
intervenir una coerción externa, porque aun-
32
que la acción de la autoridad externa sea
necesaria para muchas cosas, los problemas
internos de una familia no puede resolverlos
el Estado, aunque quiera.
La solidez de esta primera célula es esencial
para la solidez de la Sociedad. Y así la
indisolubilidad del matrimonio es indispensable
precisamente para aquel momento, que
tantos matrimonios han conocido, en que la
desavenencia real existe, y en que la única
defensa es que el matrimonio sea indisoluble.
Estos breves resúmenes no dan una idea
clara del pensamiento chestertoniano, o mejor
de su argumentación, tan rica en matices
y en esencias humanas de la mejor índole.
Pero su misma riqueza incita a dar
muestras de las visiones concretas con que
ilumina los problemas humanos. A s í el divorcio,
en el cual no puede comprender la
estrecha y convencional pretensión de querer
que la nueva unión a que se aspira tenga
toda la respetabilidad que se ha despreciado
en la que se disuelve. A l lado de tal
ridiculez — dice — , el amor libre parece una
cosa más sana. Porque, aunque el error sea
posible al elegir, el compromiso, el voto, subsiste
y el error debe pagarlo el que lo cometió;
y no es lógico que al que se equivocó
una vez se le ponga en condiciones de seguir
equivocándose indefinidamente. A s í en la
33
educación, en que la libertad no tiene sentido,
porque si el educador no ha llegado a
aclarar para sí mismo cual es la verdad,
jcómo podrá enseñársela al niño?
Estos relámpagos de intuición profunda
son continuos en la obra de Chesterton.
Ellos son la base más sólida de su dialéctica
originalisima, y de aquí que para conocer a
Chesterton sea indispensable leer sus libros.
Porque, especialmente para nosotros, católicos,
las verdades eternas que sostiene en
sus obras son verdades ya conocidas; y lo
que vale es esta vida prodigiosa que él sabe
darles, los enlaces insospechados; que encuentra
en ellas, el valor trascendental que a
su luz toman los hechos más triviales de la
vida. S i se redujesen sus obras a un esquema,
este esquema sería un esqueleto, es decir,
que toda vida habría desaparecido de él.
Y aun es probable que el valor de sus ideas
quedara muy disminuido en cuanto a fuerza
probatoria. Chesterton no demuestra con razonamientos
abstractos, sino con esas intuiciones
psicológicas — y aun simplemente lógicas—
profundísimas, y con sus excitaciones
maravillosas a nuestra propia percepción
mediante su modo continuado de presentarnos
las ideas y los hechos en una visión
distinta de la habitual. Entonces somos
nosotros los que le damos la razón, porque
él nos ha comunicado, a fuerza de obligarnos
a seguirle, su vivacidad de intuición. Y esto
es cosa que no puede resumirse ni explicarse
en detalle.
Porque la gran fuerza de Chesterton es
precisamente ésta: que nos obliga a pensar
por nuestra cuenta. La mayor parte de los
filósofos y de los pensadores nos dan, al
leerlos, la impresión de que, porque ellos
han pensado ya todas aquellas cosas, nos
ahorran a nosotros el trabajo de pensarlas,
y nos basta por tanto con saber lo que ellos
nos dicen. Sus sistemas completos atraen
precisamente porque dan una sensación de
reposo, de calma; el trabajo ya está allí hecho,
se trata sólo de aprender; ¡cómo vamos
a pensar nosotros en nuestra insignificancia
nada que valga la pena al lado de lo que
allí podemos admirar! Y es un hecho que
en innumerables personas, en tantísimos estudiantes
que con una mediana preparación
se encaran con la filosofía, esta admiración
por el pensamiento de los grandes maestros
produce una parálisis en el pensamiento
propio.
En Chesterton ocurre lo contrario. Su
desorden aparente, su falta absoluta de. solemnidad,
su buen humor un poco desgarbado,
no nos pueden dejar impresionados y
atónitos; nos parece que todo el mundo puede
hablar como él, y traer a la conversación
aquella suerte de argumentos que él mismo
35
califica como “ de mesa de café” . Y cuando,
confiados, le leemos como quien lee un periódico
divertido, empezamos a ver y descubrir
cosas insospechadas, que se nos dan,
no en un orden perfecto pero muerto, sino
en un desorden vivo, llamativo, complejo,
movedizo, alegre, orgánico, como las cosas
vivas. Vamos conociendo en él la verdad,
pero no reducida a sistema, sino tal como
aparece en los hechos que nos rodean, en la
vida de todos los días. Y entonces, envuelta
en este torbellino de maravilloso movimiento,
nuestra facultad de pensar empieza también
a moverse. Su estilo podría cedificarse
de dionisíaco; es por lo menos incitante, y
nos pone en movimiento de la misma manera
que pone en movimiento las verdades que
enuncia, al ligarlas con las cosas y hacer que
en todas ellas veamos comprobada la acción
directa de aquellas verdades.
Por esto, le molesta la ciencia. Entendámonos:
no la verdadera ciencia, la que descubre
el modo de ser del mundo y lo mejora
con sus aplicaciones, sino la pedante ciencia
moderna que, como dice un crítico de Chesterton,
“ tiene la pretensión de someter al
hombre de un modo exclusivo a la acción
investigadora de unos métodos y unos instrumentos
que pueden ser adecuadísimos
para estudiar el mundo físico, pero resultan
grotescamente insuficientes para medir el espíritu
humano; aquella ciencia que produce
en sus turbios crisoles una suerte de monstruo
humano, para atribuirle una vida sometida
a leyes inmutables y fatales, entre tas
cuales queda ahogada o ignorada toda la
trágica y poderosa libertad y responsabilidad
del alma humana; aquella ciencia que
vienen a pedirnos, en nombre de sus conclusiones
provisionales y fluctuantes, la negación
de unos hechos espirituales que nosotros
sentimos como una realidad de nuestra existen
c ia C h e s te r to n no admite que se pretenda
hacernos creer en una supuesta verdad
que se aparte de la realidad de las cosas,
una verdad que no sea probada por todas
las cosas a la vez, como él dice. Y por eso
abandona con una risa franca toda pedantería,
toda solemnidad, y se va con sus verdades
de sentido común, con las que sabe ciertas
porque las encuentra reflejadas en la
existencia de cada día. Son muchos los intelectuales
a medias que se han escandalizado
de esta actitud. Pero la ciencia auténtica, que
cuanto más progresa más_se acerca al clásico
“ sólo sé que no sé nada” , va dándole
cada vez más la razón.
Esta es la dialéctica de Chesterton. Cuando
le hemos leído, podrá no dejarnos en la
cabeza un sistema completo y definido que
él haya construido para llenar nuestras perezosas
mentes; pero nos deja, y ello es mucho
37
mejor, en estado de formarlo nosotros. E s
posible que, cuando lo formemos, nuestro
sistema venga a ser el mismo quet sólido y
completo, se esconde bajo su rutilante literatura;
pero no se habrá adaptado a nosotros
sin que hayamos intervenido en el proceso:
no lo habremos aprendido, sino que lo
habremos hecho nuestro. Este es su mayor
triunfo.
Nos deja convencidos, pero a la ves nos
deja alegres. No hablemos de optimismo,
palabra equívoca, o si hablamos de él, no lo
definamos como un concepto del universo
basado en la negación del mal — que es una
herejía que Chesterton combate especialmente—
, sino simplemente como una alegría
dispuesta a la acción. Nos hace sentir el
sano placer de pensar que podemos hacer
algo y de que es bello hacer algo para mejorar
las cosas feas que con tanta frecuencia
nos presenta al hablar de este mundo. Y que
podemos hacerlo porque somos libres de elegir
entre el bien y el mal, porque la voluntad
humana tiene infinitas posibilidades y de
ella depende el triunfo en esta lucha. Y andando
a su lado sentimos así que, a pesar
de todo, en el mundo hay mucho bueno, y
que vale la pena de vivir la gran aventura
de la vida, de gozarse con los amigos, de
amar, de luchar y de beber alegremente una
copa de buen vino. *
Esta alegría inmensa, cósmica, que no le
deja nunca, caracteriza a Chesterton. Es la
alegría del bueno. Aparece en su figura grotesca,
en su horror a la solemnidad, en su
estilo, en que el buen humor circula por todas
partes libremente, sin barreras convencionales,
y llena sus afirmaciones serias y
aun — la ironía deja tan fácilmente de ser
alegre — sus afirmaciones irónicas. Es su
alegría la que llena los huecos que dejan a
veces, en algunos rincones de sus obras, ciertas
pequeñas insuficiencias de expresión,
ciertos raros momentos en que parece que
divaga un poco, y no porque hable sólo por
hablar, como preienden sus detractores, sino
sencillamente porque su medio de expresión
no ha estado a la altura de su propósito,
porque su estilo no le ha bastado para darnos
todo lo que él quería. Estos momentos
de insuficiencia — nunca, notémoslo bien, de
inconsecuencia— , son rarísimos en su obra.
Pero aunque fuesen más frecuentes, quedarían
cubiertos por esa alegría maravillosa,
esa humilde euforia con que se muestra admirado
de las cosas bellas que le es dado expresar,
y que le hace parecer sinceramente
sorprendido de que no sean cosas triviales
todas las que brotan continuamente de su
pluma.
Los hombres de nuestro tiempo están tristes.
La seriedad es en ellos mera tristeza.
39
Han huido las edades alegres, en que cantaba
cada uno su canción y se alegraba con
ella. Hoy — lo dice Chesterton — canta uno
sólo por la absurda razón de que canta mejor;
pronto, porque ríe mejor, reirá también
uno solo. Por eso muchos no le han
comprendido. Han confundido su enorme
buen humor con la bufonería’ sin sentido;
porque es divertido le suponen frívolo; porque
es exuberante les molesta. Dejémosles
que conserven su anquilosada y presuntuosa
respetabilidad, que él tanto detestaba: “ Nací
de padres respetables, pero honrados — dice
en su Autobiografía. Y añade — : es decir,
en un mundo donde la palabra respetabilidad
no era todavía un término^ meramente
ofensivo, sino que conservaba alguna leve
conexión filológica con la idea de ser respet
a d o N o está hecha para él esta solemnidad
triste que nada esconde de bueno, y tras
la cual están la insuficiencia, la pedantería,
el orgullo. Sigámosle a él, los que creemos
que la verdad alegra el espíritu, que la bondad
alegra el alma, y que podemos estar
alegres porque hay un Padre que cuida de
los lirios del campo y de los pájaros del
cielo. ¡Quién sabe si ha de ser un payaso —
un ingenuo, alegre, bondadoso e intencionado
clown — , el que vuelva a traer la alegría al
mundo del pensamiento! No nos es dado todavía
conocer los frutos de esta obra ingente,
pero, cada día más, el pensamiento católico
se ve iluminado por una ola de esperanza
a la que el espíritu chestertoniano no
debe ser ajena. Hilaire Belloc decía a sus
compatriotas, a raíz de la muerte de su inseparable
Gilbert, que por el modo como le
juzgaran serían ellos juzgados. Dejemos al
mismo Belloc la responsabilidad de sus palabras.
Pero no las olvidemos.
Dos años antes de la muerte de Chesterton,
el papa Pío X I , entonces reinante, les
nombró a él y a Belloc caballeros de la Orden
'de San Gregorio, una de las altas distinciones
del Vaticano. E l monstruo “ Chesterbelloc”
pasó así a tener su lugar entre
los canes del Señor. Porque la condecoración
les fué conferida “ en señal de agradecimiento
por los grandes servicios que habían
prestado con sus obras a la causa de la
Iglesia Católica
Chesterton murió el 14 de junio de 1936
de una embolia. Hacía pocos días que había
vuelto de un viaje a Francia, y al llegar
a su casa empezó a sufrir crisis cardíacas.
E l fin fué rápido. Hacía algún tiempo que
ciertos críticos creían observar pequeñas intermitencias
en la fluencia maravillosa de sus
escritos. Pero el espíritu que los animaba
era siempre el mismo, y el hombre también.
Dios le acogió sin duda con una sonrisa.
Y al tener la noticia de su muerte me ima-
41
giné que veía cómo, al abrirse ante él las
puertas del cielo, su cara se ensanchaba y
sus ojos se iluminaban con la espontánea
alegría del que se encuentra en las manos
una cosa desproporcionada e inmerecida,
como los niños cuando ven los regalos que
\ les han traído los Reyes Magos.
FUENTE:
LIBRARY OF THE
U N IV ER S ITY OF V IR G IN IA
¿ a i©
IN MEMORY OF
JAMES MATTHEW BOWCOCK
yGoogle
yGoogle
CHESTERTON
LAS
QUINTAESENCIAS
ESTUDIO Y SELECCIÓN
DE
R a m ó n S e t a n t i
M A D R I D 1941 BARCELONA
Viñetas de E nrique Clusellas
Pbimeba E d ic ió n
A g o s to 1941
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